El archivo como nativo. Reflexiones y estrategias para una exploración antropológica de archivos y documentos

Eva Muzzopappa
Universidad Nacional de Río Negro / CONICET
https://orcid.org/ORCID: 0000-0003-0011-5484
emuzzopappa@unrn.edu.ar 

 

Carla Villalta
Universidad de Buenos Aires / CONICET 
https://orcid.org/ORCID: 0000-0003-4252-530X
carlavillalta@gmail.com 

Resumen

¿Cómo convertir a los documentos y archivos en campos de indagación etnográfica y antropológica? ¿De qué maneras o a través de qué estrategias se los interroga y qué especificidad tiene en ese cometido la perspectiva antropológica? Si en un trabajo anterior algunos de estos interrogantes emergieron para problematizar las opciones teórico-metodológicas que habíamos adoptado en nuestras respectivas indagaciones sobre diversas burocracias estatales, en este artículo nos proponemos reflexionar, por un lado, sobre los modos en que la exploración etnográfica de los documentos puede contribuir a repensar la potencialidad analítica de distintos tipos de registros escritos y, por el otro, a sistematizar los abordajes utilizados. El artículo se divide en dos secciones, la primera desarrolla, en clave disciplinar, un estado del arte sobre las formas en que la antropología, la etnografía y el análisis documental se han relacionado en diferentes momentos históricos, y sistematiza algunos de los principales aportes provenientes de la antropología histórica, la etnohistoria y la antropología social interesada por la estatalidad y sus registros burocráticos. En la segunda sección se recupera una definición específica de etnografía para, a partir de ella, identificar y problematizar diferentes opciones metodológicas que resultan relevantes a la hora de proyectar una etnografía de los archivos. Para ello se repasa la producción socio-antropológica que en los últimos años se ha realizado en relación al abordaje de archivos y documentos.
Palabras claves: Etnografía, categorías nativas, archivos, contextualización.

Archive as native. Reflections and strategies for an anthropological exploration of archives and documents

Abstract

How to turn documents and archives into fields of ethnographic and anthropological inquiry? In what ways or through what strategies are they questioned and what specificity does the anthropological perspective have in this task? If in a previous work some of these questions emerged in order to problematize the theoretical-methodological options that we had adopted in our respective inquiries about various state bureaucracies, in this article we intend to reflect, on the one hand, on the ways in which the ethnographic exploration of documents can contribute to rethinking the analytical potential of different types of written records and, on the other hand, to systematize the approaches used. The article is divided into two sections, the first develops, in a disciplinary way, a state of the art on the ways in which anthropology, ethnography and documentary analysis have been related in different historical moments, and systematizes some of the main contributions from of historical anthropology, ethnohistory and social anthropology interested in statehood and its bureaucratic records. In the second section, a specific definition of ethnography is recovered in order to identify and problematize different methodological options that are relevant when projecting an ethnography of archives. For this, the socio-anthropological production that has been carried out in recent years in relation to the approach to archives and documents is reviewed.
Key words: Ethnography; native categories; archives; contextualization.

RECIBIDO: 4 de abril de 2022
ACEPTADO: 15 de junio de 2022

Cómo citar este artículo: Muzzopappa, Eva; Villalta, Carla (2022). “El archivo como nativo. Reflexiones y estrategias para una exploración antropológica de archivos y documentos”, Etnografías Contemporáneas 8 (15).

Introducción

La proliferación de propuestas teórico-metodológicas que han problematizado el archivo ha sido notoria en los últimos años y ha tenido diversos efectos en distintas disciplinas. Existe, así, una vasta producción en la que cobra centralidad la idea del archivo como campo o del campo como archivo (Gorbach y Rufer, 2016), o la experiencia de estar transitando lo que Lila Caimari define como un “momento archivos”, que redunda en la “multiplicación de síntomas dispersos que han tornado al archivo en nudo de sentidos muy variados” (2020: 222).

Este trabajo se propone, en esta línea, una reflexión metodológica para una disciplina que, al menos en su constitución canónica, no consideraba los documentos en su trayectoria de investigación. Propuesta que requiere de un esfuerzo previo de legitimación, en tanto se torna necesario revisar cuestiones tan básicas como la noción de campo o reconsiderar y poner en perspectiva el “modelo canónico” de la disciplina. Si en un trabajo anterior algunos de estos interrogantes emergieron de modo de problematizar las opciones teórico-metodológicas que habíamos adoptado en nuestras respectivas indagaciones sobre diversas burocracias estatales (Muzzopappa y Villalta, 2011), este artículo se propone como una reflexión metodológica enmarcada en la propuesta de este Dossier, en la cual profundizaremos, a partir de investigaciones propias y de otrxs autores, sobre los modos en que la exploración etnográfica de los documentos puede contribuir a repensar la potencialidad analítica de distintos tipos de registros escritos y a situarlos como parte de los recursos de una antropología social.

Aunque la inclusión de documentos y registros ha sido, pese a lo que dictan tales cánones, tan amplia como extendida en el tiempo, sólo hace una decena de años ha comenzado a ser objeto de reflexión teórica y metodológica. En otras palabras, la práctica “extractivista”, al decir de Stoler (2010), de la investigación sobre los archivos fue la más extendida en las disciplinas sociales y humanísticas y en la antropología, hasta que el denominado “giro archivístico” habría promovido un desplazamiento desde las propiedades y características del documento al análisis del recorrido de conformación del archivo (Pouchepadass, 2008). Suele tomarse como punto de inflexión de este nuevo “giro” la conferencia de Jacques Derrida, impartida en 1994 y devenida libro –el muy ampliamente citado Mal de archivo. Una impresión freudiana (1997)– donde el filósofo francés establece como uno de los ejes fundamentales la consideración del archivo como totalidad, lo que incluye tanto su organización como su propia historia de conformación. El archivo así considerado refiere, no sólo al lugar de almacenamiento y conservación de un contenido archivable pasado, sino que determina la estructura del contenido en su surgimiento y en su relación con el porvenir.

Sin embargo, la propia Ann Stoler también afirma que el principio de que “no existe el poder político sin el control de los archivos” y de que en ellos se entabla una íntima relación entre conocimiento y poder, han sido ejes fundamentales de la etnografía colonial (2010: 474). Al mismo tiempo, un abordaje antropológico y etnográfico de los archivos se erige en la actualidad como la posibilidad de revisitar el acercamiento a los mismos (Rufer, 2020) pero, tal como proponemos en este trabajo, también de colocar un nuevo interrogante sobre las condiciones de posibilidad de una investigación antropológica en un campo configurado por documentos y registros escritos.

En función de ello, el artículo se propone dos objetivos. El primero de ellos es presentar, en clave disciplinar, un estado del arte sobre los modos en que se ha ido planteando la relación entre la antropología, la etnografía y el análisis documental. Distinguimos aquí tres momentos, donde el primero de ellos se caracteriza por el uso de los documentos en tanto recurso, mientras que en los otros dos momentos es posible observar cómo archivos y documentos comienzan a constituirse como campo. En este sentido, se destacan los aportes provenientes de la antropología histórica y la etnohistoria, y el de una antropología social interesada por el estudio de las violencias estatales a través de sus registros burocráticos. Esta vertiente marca una peculiar dirección del abordaje de los documentos desde una antropología social argentina que, en y por su irrupción en el estudio de las burocracias estatales, ha tendido fructíferos lazos con militancias y activismos.

En consideración de tales trayectorias, el segundo objetivo consiste en identificar y desarrollar aquellas diferentes opciones metodológicas que consideramos relevantes a la hora de proyectar una etnografía de los archivos. La entrada es, entonces, a partir de una caracterización de la etnografía para establecer las líneas de trabajo con documentos y registros, mientras que las estrategias remiten a poner en tensión el concepto de archivo a partir de las características que definen la etnografía: en este sentido, se recupera la noción de archivo en tanto categoría heurística pero también como categoría nativa, a fin de eludir reificaciones y conceptualizaciones tautológicas. Finalmente, se retoma la relación entre la selección documental y la forma que adquieren los repositorios, entendiendo que los procesos de organización documental y las coyunturas histórico-políticas en que tienen lugar son, también, parte fundamental de su contextualización y análisis.

Los documentos en el campo

Al proponer una historización de la antropología como disciplina, George Stocking (2002) identifica el período delimitado entre 1920 y 1960 como el período “clásico”. En ese período, afirma, se instalan los “valores metodológicos fundamentales” de la disciplina. Si bien un estudio amplio muestra fechas y trayectorias diferentes, especialmente en función de variables tales como las de las tradiciones nacionales (Barth et al., 2012) la definición de esta antropología “clásica” da cuenta de un emergente disciplinar hegemónico que se define en torno a los valores metodológicos de la sincronía, la presencia del investigador/a en el campo, la pequeña escala y la oralidad. Por su parte, Gupta y Ferguson (1997), en su historización sobre la constitución de la idea / noción de “campo” en la antropología, retoman la propuesta de Stocking para afirmar que la influencia británica, a través de la expedición al estrecho de Torres y el naturalismo, definieron metodológica y conceptualmente a la disciplina. Así, al definirse en torno al trabajo de campo –el fieldwork–, la antropología quedó incluida dentro de las consideradas “ciencias de campo”, junto a la zoología, la botánica y la geología, con implicancias que trazan a su vez las relaciones con la diferencia, inscripta en la lejanía y en la necesidad del viaje.

Ahora bien, este modelo hegemónico de la antropología también involucró, paradójicamente, una dimensión temporal que ubica a ese otro –contemporáneo– en un pasado distante. Esta dimensión temporal formó parte de una constitución disciplinar que asignó al “estudio del hombre” la búsqueda del origen o de la diferencia humana a través del registro minucioso de normas, creencias y actividades de esos pueblos “otros”, definidos por la carencia. Así, el objeto de la antropología se caracterizó por la búsqueda de una otredad que fue encontrada esencialmente en aquellas comunidades y grupos situados fuera de lo “occidental”. Al mismo tiempo, en su reacción a la corriente evolutiva, y particularmente a la “historia conjetural”, la tendencia a la deshistorización se hizo más evidente en la antropología británica, donde se consagró la perspectiva sincrónica del trabajo de campo. De esta manera, el peso otorgado a la perspectiva sincrónica redundó en una “mistificación” de la etnografía (Balbi, 2020) y en la identificación estrecha de la etnografía con la antropología (Ingold, 2017). La “etnografía”, en este modelo canónico, terminó definiendo a la antropología social y cultural, en un movimiento mimético donde la pregunta antropológica parecía reducirse al trabajo de campo como “estar allí” y la inclusión de otros tipos de material, como los registros escritos, quedaban relegados a meros recursos incidentales.

Sin embargo, lo que nos interesa notar aquí es que incluso en esas etnografías, que se convirtieron en piezas clásicas de nuestra disciplina, la utilización de fuentes escritas fue bastante recurrente, aun cuando no fuera expresamente problematizada en tanto recurso metodológico. Así, desde épocas tempranas, la investigación antropológica recurrió a registros documentales para dar cuenta de aspectos tales como la preparación y el conocimiento previo del campo, para descifrar datos que permanecían oscuros, para contrastar interpretaciones. No obstante, este uso de los registros escritos continuó jugando un papel secundario en la disciplina mientras que el “trabajo de campo” permaneció en su posición hegemónica. Inclusive, ello fue así durante bien entrada la década de 1980, cuando el eje del debate metodológico de la antropología cultural norteamericana tendió a cuestionar el núcleo fundamental de la concepción “clásica” del trabajo de campo. Ese movimiento puso en tela de juicio la cuestión de la “autoridad etnográfica” y la revisión de la objetividad científica en relación a la idea del “estar allí”, y aunque se interesó particularmente por la cuestión de la escritura, este interés quedó circunscripto a las narrativas y documentos producidos por el/la antropólogo/a. En definitiva, aun cuando la ampliación de los grupos, temas y problemas abordados por la antropología social hizo que distintos tipos de documentos fueran incorporados como parte fundamental del proceso de investigación, su abordaje no formó parte de una específica reflexión teórico-metodológica.

Como es sabido, el interés por lo que Malinowski caracterizó como la “visión de su mundo” de los nativos (Malinowski, 2001 [1922]) indicaba una serie de vías para alcanzar dicha caracterización. Incluían la observación, un estrecho contacto con la vida indígena, la esquematización y documentación, por parte del antropólogo, de la organización de la tribu y la realización de un Corpus Inscriptionum1 a partir de la recopilación y el análisis de “narraciones características, expresiones típicas, datos del folklore y fórmulas mágicas” (Ibid: 41). Este interés por el registro de la oralidad fue compartido por otros estudiosos de la época e incluido en perspectivas tan divergentes como las de Franz Boas o Marcel Mauss en un contexto en el cual al profesionalización disciplinar instalaba la duda o la desconfianza en documentos no producidos por el/la investigador/a. Así se recurría a los documentos esencialmente para recoger e incorporar información que no se encontraba “en el campo”, ya fuera porque había sido producida por otros actores o en otros tiempos, pero que era de interés para dar cuenta de un cierto período o proceso. En función de ese objetivo, principalmente se utilizaron censos, crónicas e informes, cuyos datos fueron usados a la manera de prueba, evidencia o bien para introducir y/o profundizar el conocimiento sobre las dinámicas sociales de los pueblos a los que se iba a estudiar. En pocas ocasiones se especificaba el origen o el proceso de producción de ese documento, y tampoco se realizaba un análisis de la información allí contenida, produciéndose un efecto de “descontextualización” que no se limitaba a la lectura de los documentos. Así como los pueblos, culturas y grupos sociales habían sido estudiados sin tener en cuenta la situación colonial en la que estaban inmersos, esto es, sin contextualizar sus dinámicas sociales en relación a la situación socio-política e histórica en la que se encontraban, los documentos también fueron analizados de manera escindida de su contexto de producción.

Precisamente esta crítica es la que, de manera temprana, planteó E. Evans-Pritchard (1990) en su Conferencia de 1961, titulada “Antropología e Historia”, en la cual se adentra en aquellas consideraciones metodológicas que ha traído aparejado el alejamiento de la antropología de la historia. Y en este proceso, afirma, la antropología social no sólo ha reducido a un gesto la “historización” de los pueblos y comunidades con las que trabaja; en esta “ignorancia histórica” advierte una seria carencia en lo que respecta al abordaje de las fuentes documentales. Y, al mismo tiempo, traza una genealogía disciplinar donde se sitúa su trabajo con los archivos del servicio de inteligencia británico en su indagación de los Sanusi de Cirenaica. Luego, su influencia es clara en el trabajo de sus discípulos. Max Gluckman (2010 [1940]) da cuenta de la revisión de informes y reportes producidos a lo largo de cien años para preparar y complementar su trabajo de campo en el reino zulú de Sudáfrica; Edmund Leach (1975 [1964]) comenta el relevamiento de crónicas y censos en su estudio sobre los kachim, y Julian Pitt Rivers (1989 [1954]) realiza un análisis sobre los archivos municipales de Grazalema.

El reconocimiento de la historicidad y los procesos de cambio de las “sociedades etnográficas”, en el marco de su descolonización y en el contexto de estatalización de las nuevas naciones en Asia y África, condujo a la elaboración de perspectivas más dinámicas sobre el cambio y el conflicto social, y también a incluir el análisis de la producción de los registros estatales como parte del campo. Los trabajos de la Escuela de Manchester son, en ese sentido, un referente fundamental del viraje teórico-metodológico a partir de una mirada procesualista que apunta al estudio de “pueblos contemporáneos ante situaciones de transformación social” (Gaztañaga, 2014), donde la presencia de actores estatales y no estatales y, por ende, de los registros escritos y la oralidad, no son abordados como mutuamente excluyentes sino en un proceso de constante tensión y negociación.2

Los documentos como campo

El uso de documentos, como venimos planteando, no constituye entonces una novedad para la antropología social. Sin embargo, al analizar las formas en que estos han sido abordados es posible advertir que una reflexión más sistemática sobre ellos se produjo desde la etnohistoria y la antropología histórica. La antropología había quedado definida metodológicamente por el estudio de los “otros”, es decir, aquellos que están más allá de las fronteras del mundo occidental (Wallerstein, 2005), definición que impactará en la proyección inicial del concepto de etnohistoria relacionada estrechamente con la producción de “datos” por parte de los blancos. Así, los datos etnohistóricos fueron definidos como la información de carácter etnológico que podía encontrarse en la documentación producida por los agentes de la cultura colonizadora. Dicha documentación fue identificada y resultó particularmente importante para la actuación de especialistas en las causas judiciales resultantes del Indian Claims Act de 1946 para demostrar derechos territoriales. En 1954 los antropólogos se agruparon en la American Indian Ethnohistoric Conference y fue creada la revista Ethnohistory, en la cual junto con una definición más acabada de la etnohistoria, comenzó a instalarse la tríada museo-archivo-trabajo de campo (Viazzo, 2003: 151; Lorandi y Nacuzzi, 2007: 282; Coello y Mateo, 2015: 7). En este contexto, John V. Murra (1916-2006) destacó que la etnohistoria no era sólo una técnica (el estudio de sociedades extra-europeas a través de los documentos de archivo), sino más bien, una nueva invitación para que la etnografía prestara atención al documento escrito (Coello y Mateo, 2015: 7).

El aporte metodológico de esta vertiente recupera la idea de la mirada descentrada sobre los documentos, de la mano de una preocupación metodológica respecto de la pregunta sobre dónde encontrar otras “voces”. En este sentido, se destaca una lectura que ha sido denominada, en ocasiones, como “a contrapelo”, retomando la frase de Walter Benjamin, y que pretende interrogar en un sentido inverso al de los razonamientos rutinarios habituales, en la línea de la desfamiliarización (Aguirre Rojas, 2002; Zeitlyn, 2012; Lowenkron y Ferreira, 2014). Luego, a partir del giro histórico de la década de 1980, han surgido en la disciplina diferentes estrategias metodológicas para el tratamiento de los documentos, inspiradas también en los desarrollos de Derrida y de Foucault, con el objetivo de propiciar “la insurrección de los saberes sometidos” (Foucault, 1992: 136). De esta manera, mediante la lectura a contrapelo se intentó subvertir los modos de comprensión y excavar las voces subalternas y silenciadas, rescatando los pequeños gestos de resistencia de aquellos no contemplados en los registros oficiales. Alejandra Ramos detalla la constitución de la etnohistoria como especialidad, haciendo hincapié, precisamente, en la particularidad de este abordaje:

Visitas, litigios, textos literarios fueron las primeras alternativas. A medida que avanzaron las investigaciones las voces se tornaron cada vez más polifónicas y se profundizó el desafío metodológico a partir de la consideración de los distintos sistemas de soporte. (...) Desde las indagaciones iniciales se consideró que era necesario renovar las preguntas sobre las sociedades andinas, y para eso se debía: 1) correr el foco de las fuentes habituales; 2) evitar la imposición de categorías ajenas (como socialismo, esclavismo, etc.) y, en su lugar, recuperar las formas propias de las sociedades estudiadas; 3) adoptar un enfoque comparativo e interdisciplinario. (Ramos 2019: 7-8)

Esta mirada distanciada del archivo fue acompañada de una indagación sobre la trayectoria de los conceptos empleados, del lugar ocupado por quienes oficiaban de informantes, del contexto histórico y de las prácticas y categorías habitualmente utilizadas, lo cual permitía desarticular tal mirada “reflejo” y, así, dar cuenta de aquello que se encontraba más allá del documento.

Por su parte, la trayectoria de lo que se reconoce como “antropología histórica” proviene, de acuerdo a la genealogía planteada por Viazzo (2003), más específicamente de los acercamientos producidos entre historiadores y antropólogos en Europa, y del aumento del interés antropológico por las llamadas “sociedades complejas” hasta la década de 1990. Ese acercamiento devino luego en la certeza de que para los antropólogos era posible “estudiar el pasado no solo de comunidades europeas o hindúes, sino también de muchos de aquellos pueblos donde por largo tiempo se había pensado que no tenían una ‘historia documentada’.” (Viazzo, 2003: 36). Así, la indagación propuesta por Jack Goody parte de la tradición africanista de la antropología social británica para convertir los documentos y los registros escritos en eje de análisis. En su estudio de los reinos africanos, instaló la figura del archivo como lugar legítimo de indagación, no tanto en lo relativo al contenido sino a sus efectos, a partir de la pregunta por las consecuencias cognitivas, sociales y culturales del lenguaje escrito. Al detenerse en el archivo como dispositivo, Goody destacó lo que hay en ellos de producción social y enfatizó el rol de la escritura en el desarrollo de los estados burocráticos, aun cuando reconoció que son posibles formas de gobierno complejo sin ella. Al mismo tiempo, describió las consecuencias en la estructura política a partir de las implicaciones en la gestión de los asuntos, en todos los niveles (Goody, 1990: 12).

Estas proposiciones fueron ampliamente recogidas por una antropología histórica en la cual, tal como señala Stoler (2010a; 2010b), el “giro archivístico” impulsó una mirada que logró trascender la metodología “extractivista” para ver las producciones documentales precisamente como totalidades y como procesos. Lo que Stoler pretende mostrar es cómo el trabajo de los antropólogos en relación al archivo había logrado, para cuando se instaló esta idea del “giro”, desprenderse de la mirada que considera los archivos-como-fuente y pasar a considerar los archivos-como-objeto.

Las transformaciones disciplinares estuvieron influidas por procesos de contracolonialismo, descolonización y otras luchas contra el imperialismo y el racismo, y este contexto moldeó las críticas emergentes de paradigmas reinantes dentro de la disciplina (Dube, 2007). Esto es, pasar de la idea del archivo como suma de documentos a la del archivo como proceso, desplazando el análisis de las propiedades y de las características del documento al análisis del recorrido que lo constituye como archivo, obliga a repensar su relación con la verdad y con la producción del saber. En este sentido, Bernard Cohn (1980) afirmaba que el objetivo no radica en descifrar lo que dice el documento, sino en descifrar la intencionalidad que ha precedido a su producción y a su conservación. Y, aquí también podríamos añadir las condiciones de su producción. Para ello, la mirada debe superar los contornos y el contenido del documento para recuperar la situación en que esos documentos han sido producidos. Al retomar nuevamente los ejemplos de los discípulos de Evans-Pritchard, podemos citar el caso de Julian Pitt Rivers (1989 [1954]), quien en su etnografía sobre Grazalema recurre a los registros oficiales y parroquiales. Releva datos y estadísticas sobre la población, detallando el número de extranjeros, los porcentajes de residencia en el campo y en el núcleo urbano, las áreas cultivables, la división de la tierra y la capacidad productiva en base a los impuestos declarados y, en una lectura cruzada con su trabajo de campo, relativiza los datos –en particular los de la actividad molinera– evidenciando que la conducta moral que estipula “la solidaridad del pueblo frente al inspector”, debe ser considerada también para la lectura de los registros. De tal manera, al interrogar a esos documentos poniéndolos en relación con su material de campo, puede dar cuenta de su particular contexto de producción. En este sentido, Pitt Rivers logra encontrar la manera de responder al desafío de Evans-Pritchard de “plantear a sus fuentes las preguntas que los antropólogos habían aprendido a dirigir a sus informantes en el campo” (Viazzo, 2003: 188).

Tal como se mencionó previamente, a partir de la década de 1990, el trabajo realizado en archivos coloniales cuenta con una serie de trabajos que retoman la perspectiva foucaultiana sobre los archivos como una de las bases del saber/poder del Estado, la materialidad de las prácticas discursivas y el acceso a las mismas a través de los documentos. El análisis apunta a mostrar cómo los documentos son la resultante de operaciones de poder, de tal manera que en y a través de ellos se pueden analizar los límites e indagar en las condiciones de posibilidad y de emergencia de enunciados, objetos, temas, conceptos. De hecho, tanto los trabajos de John y Jean Comaroff (1992) como el de Michel Rolph Trouillot (1995), y luego los de Nicholas Dirks (2002), Annelise Riles (2006) y Ann Laura Stoler (2010a), señalan la necesidad de dar contexto a los textos y de descifrar en ellos las ecuaciones de poder que los han producido. Además, estos trabajos dan cuenta del poder del archivo, en tanto dispositivo colonial, imperial o estatal. Así, las categorías que en ellos se despliegan terminan constituyendo un punto de indagación, tanto respecto de su aparición como de sus efectos sobre las poblaciones. Esta perspectiva problematiza la configuración del archivo, al tiempo que pone en evidencia sus formas, sus contornos y sus límites. Enfatiza tanto su génesis como su organización, la historia de su origen en tanto artefacto,3 la emergencia de acontecimientos y de categorías que definen actores sociales, problemas, conflictos y –por ende– trazan las vías de intervención. Tales lineamientos serán recuperados por una serie de trabajos, ya inscriptos en el campo de la antropología social, para desarrollar una mirada específica sobre las burocracias estatales.

De burocracias y documentos

Los documentos se convirtieron también en un fructífero campo de indagación, en particular para aquellas investigaciones interesadas en las burocracias estatales, y han sido abordados en tanto puertas de entrada a la materialidad del estado. Ciertamente, esta vía de entrada se relaciona de manera estrecha con las preocupaciones teóricas y con los problemas de investigación que animaron a los/as investigadores/as que la han construido y desarrollado. Por ello, no es casual que muchos de los autores que practican este tipo de abordaje se interesen por realizar etnografías de las prácticas burocráticas de diferentes organismos y agentes del Estado moderno. Si la definición misma de Estado involucra la idea de burocracia, en tanto sistema de dominación racional-legal (Weber, 2008), un trabajo antropológico no podía sino detenerse en aquellas prácticas escriturales que incluyen desde los expedientes judiciales hasta actas de detenciones policiales, legajos institucionales e informes sociales, entre otros. Ahora bien, tales registros pueden convertirse en fructífera entrada para conocer y analizar las características de las personas, conflictos y grupos sociales que han sido y son juzgadas, que fueron y son objeto de control y vigilancia, o bien como estrategia metodológica para conocer e indagar cómo juzgan, controlan, evalúan o vigilan aquellos organismos y agentes encargados e investidos de autoridad para hacerlo en cada momento histórico.

En la Argentina, tal perspectiva ha sido abonada desde tres agendas académicas con fuertes compromisos políticos de intervención. Una de estas experiencias ha sido el análisis sistemático de los documentos producidos por diferentes burocracias emprendido tempranamente por el Equipo Argentino de Antropología Forense. A fin de hallar los cuerpos de los desaparecidos durante la última dictadura militar en nuestro país desarrollaron una expertise particular para interrogar los documentos y vincularlos con su contexto de producción de manera de comprender posibles circuitos represivos y burocráticos (Olmo, 2002). Esa vertiente de estudios y de reflexiones teórico-metodológicas se expandió en nuestro país y contribuyó a consolidar un modo de hacer investigación que fue también un modo de intervención.

En segundo lugar, puede mencionarse la vertiente inaugurada por los estudios interesados en documentar y analizar casos de violencia institucional, donde se ha planteado que las piezas documentales de la administración pueden ser consideradas en tanto huellas materiales de las relaciones de poder que configuran tramas burocráticas, y que a través de su análisis el/la antropólogo/a entrenado/a en ese lenguaje puede descifrar las lógicas inscriptas en ellas.4 En todos los casos se trata, según Tiscornia (2004), de registros vernáculos las más de las veces “utilizados para dar cuenta al superior burocrático de que la responsabilidad ha sido transferida, que el procedimiento se ha seguido según los reglamentos, que hay constancia de la acción y de la actuación” (2004: 7). Por lo tanto, el trabajo antropológico implica interrogar a esos documentos -esas prácticas cotidianas- para buscar el armazón del poder en esos registros, “en todo ese cúmulo de información, saberes, datos”. En una línea de reflexión similar, pero con foco en los expedientes judiciales, Josefina Martínez ha planteado que el “abordaje etnográfico del proceso de producción de los expedientes supone entonces el desafío metodológico de rebasar los límites de lo escrito para develar la trama de relaciones burocráticas, fuertemente jerarquizadas, que motorizan el trámite de los mismos” (Martínez, 2010: 3).

Esta perspectiva que, con variantes, ha sido desarrollada por distintas/os investigadoras/es del Equipo de Antropología Política y Jurídica5 apunta a un entrenamiento en leer documentos institucionales que permite dar cuenta de los procesos de creación de categorías jurídico-burocráticas, de una jerga específica o en otras palabras de un argot particular, así como de procesos de estabilización de sentidos que por medio de la repetición y rutinización van generando peculiares matrices institucionales de interpretación y clasificación (Tiscornia, 1998; Tiscornia y Sarrabayrouse Oliveira, 2001; Martínez, 2005; Sarrabayrouse Oliveira, 2011; Villalta, 2012; Muzzopappa, 2018).

Una tercera vía de indagación y problematización que dio origen a una importante producción es la vinculada al análisis de los denominados “archivos de la represión”. Tal denominación comprende los documentos producidos por las fuerzas de seguridad en las acciones represivas perpetradas durante las últimas dictaduras militares en los países del Cono Sur, por el material secuestrado a las víctimas y en algunos casos por los acervos producidos por las instituciones de derechos humanos en sus acciones de denuncia y de búsqueda de información relativa a hechos de la represión (Jelin, 2002; González Quintana, 2008). Según Ludmila Da Silva Catela (2002), estos archivos resultan un caso paradigmático por una serie de razones. Entre ellas, el hecho de que cada documento, más allá de su valor histórico o judicial, condensa un valor/memoria y un valor/identitario, que acompaña y refuerza la acción militante. En efecto, en la Argentina el movimiento de derechos humanos tempranamente se abocó a la tarea de documentar la práctica sistemática de la desaparición forzada de personas para realizar denuncias en el exterior del país (Basualdo, 2019); mientras que en los primeros años de la posdictadura se dedicó denodadamente a producir prueba jurídica para juzgar los crímenes y a sus responsables (Sarrabayrouse Oliveira y Martínez, 2021).

Por otro lado, también en nuestro contexto regional, los documentos fueron revalorizados como genuinos objetos de indagación etnográfica por distintos investigadores que analizaron las formas locales de constitución de lo estatal. Particularmente en Brasil, esta revalorización permitió avanzar en el análisis de las prácticas de aparatos de gobierno destinados fundamentalmente al control de la movilidad espacial de segmentos específicos de la población, tales como indios, menores, migrantes o habitantes de las favelas. Y ello dio origen a una línea de indagación preocupada por el análisis de las prácticas de constitución y permanente actualización del Estado moderno (Souza Lima, 2002). Así, a partir de la problematización y el análisis de distintos tipos de documentos estatales, se consolidó un frondoso campo de investigación en el que el análisis de las políticas combinó de modos diversos la utilización de fuentes escritas y la observación etnográfica. De tal modo, como plantea Antonio Carlos de Souza Lima, se fueron “configurando abordajes que difícilmente se reducen a cánones disciplinares convencionales, como aquellos pregonados aún hoy en manuales” (2002: 11). Estos trabajos que se han centrado en analizar la administración pública como parte de los procesos de formación del Estado, permitieron construir fructíferas coordenadas teórico-metodológicas para “extrañar” (Da Matta, 2007) las prácticas escritas de diferentes instituciones estatales y para iluminar los procesos de mutua constitución entre categorías sociales, categorías jurídico-normativas y especialistas en problemas sociales variados.

De manera similar, aunque en relación con otro campo, Laura Lowenkron y Letícia Ferreira (2014) en sus respectivas investigaciones han analizado los documentos producidos por la policía. De esta manera, en lugar de asociar las prácticas de producir registros escritos a una “supuesta ineficiencia” que impediría el debido desarrollo de las investigaciones policiales, consideran que la escritura es una de las actividades y tecnologías gubernamentales más importantes de las rutinas estatales –tal como fuera señalado por Gupta (2012) y Das (2007), entre otros autores– y exploran su potencialidad analítica.

En suma, esta vía de indagación que toma a los documentos como una entrada a la materialidad del Estado ha permitido instalar el desafío de incluir en el campo, o constituir el propio campo, con una serie variada de documentos. Pero también permitió examinar y analizar las prácticas cotidianas que hacen a lo que se denomina archivo, esto es, las formas concretas en que diferentes instituciones registran, almacenan y clasifican sus documentos. Ello ha posibilitado desplazarse de la idea de los documentos como fuente –de la que tan solo se extraen datos– para abordar los documentos como campo (Muzzopappa y Villalta, 2011). De esta manera se ha problematizado el abordaje de los documentos a partir de indagar no sólo en lo que ellos dicen, sino también en las prácticas cotidianas que están por detrás de los archivos y que los constituyen.

¿Cómo analizar? Apuntes metodológicos para el trabajo con documentos

Tal como hemos desarrollado hasta aquí, la vinculación entre indagación etnográfica y documentos no es posible de soslayar. Antropólogas y antropólogos han trabajado extensamente con documentos y archivos, y el análisis de fuentes escritas y documentos ha nutrido la producción etnográfica de diferentes maneras. Ahora bien, más allá de esta relación temprana entre la antropología y los archivos o documentos, como plantea Olivia Gomes Da Cunha (2004), la identificación entre la investigación en archivos y las prácticas antropológicas, en particular con el trabajo de campo y la producción de etnografías, es fuente de tensiones y dudas. Parte de esta tensión está asociada, para la autora, a la imposibilidad del “estar allí”, a las formas “secundarias” de contacto entre observadores y nativos, y a la caracterización de la descripción e interpretación de información contenida en documentos como una actividad “periférica y complementaria” que la alejan del trabajo de campo (Gomes Da Cunha, 2004: 292-293). Es por ello que iniciamos esta segunda sección retomando la posibilidad de pensar el abordaje antropológico de archivos precisamente como etnografía para, a continuación, enfocarnos en aquellos recursos y propuestas que, entendemos, forman parte de este quehacer etnográfico.

Diferentes investigadores han tomado ya el desafío de establecer esta relación entre antropología, etnografía y documentos de manera explícita (Da Cunha, 2004; Barbuto y Basualdo, 2008; Barbuto, 2010; Bosa, 2010; Gil, 2010; Smietniansky, 2010; Muñoz Moran 2010; Muzzopappa y Villalta, 2011; Muzzopappa, 2018; Zabala, 2012; Paiaro, 2018; Gorbach y Rufer, 2020) desde una variedad de perspectivas, donde la cualidad de lo “etnográfico” varía sensiblemente.

Recuperando esta idea y dado que la “etnografía” ha tenido una expansión interdisciplinar notable que resulta también en una diversidad de definiciones,6 seguimos a Fernando Balbi (2012; 2020) al entender que se trata de una práctica descriptiva que involucra determinados procedimientos analíticos, que permite relativizar la teoría y, eventualmente reformularla a partir de su confrontación con las perspectivas nativas. Para ello, apela a tres procedimientos estrechamente interrelacionados que encuentran sus raíces en el trabajo de los fundadores de la antropología moderna: el holismo, la restricción a la preselección de los materiales y la contextualización. Es precisamente la conjugación de estos procesos lo que permite tensionar la teoría al ser puesta en juego como un factor integral de la construcción de la etnografía en cuanto descripción analítica. Ahora bien, considerar la posibilidad de un abordaje etnográfico de archivos y repositorios documentales implica, en primer lugar, identificar el referente empírico de la investigación, y, al mismo tiempo considerar que es posible –y eventualmente fructífero– aplicar allí tales procedimientos analíticos, así como considerar las diferencias. Después de todo, como afirma Olivia Gomes Da Cunha (2004), visto que los documentos no “hablan”, se trata de aceptar el desafío de convertir la metáfora en el punto neurálgico para considerar los archivos como campo etnográfico. Establecer una interlocución con esas “voces” es posible a condición de que sean tomadas como objeto de análisis y se consideren sus condiciones de producción, reconstruyendo cómo los archivos han sido constituidos, alimentados, mantenidos y, eventualmente, reformulados, por personas, grupos sociales e instituciones. En relación a esta propuesta, en las siguientes secciones nos proponemos identificar y desarrollar tres estrategias metodológicas, útiles para el abordaje de conjuntos documentales y archivos. En el primer y segundo apartado nos detenemos en las consideraciones respecto del extrañamiento y las conceptualizaciones nativas, tanto en lo que hace a las categorizaciones que pueden encontrarse en el ordenamiento y organización de los archivos como a la definición misma de archivo. Ambos acápites proponen poner en tensión la categoría analítica de archivo con las diversas definiciones nativas al indagar en las condiciones de producción del mismo. En el tercero, destacamos aquellos procesos que han intervenido ese conjunto documental, ya sea en lo que respecta a su guarda como a los de lectura y recuperación.

El archivo como “nativo”

La idea de “holismo” –la clásica pretensión disciplinar de estudiar la totalidad social– implica, centralmente, identificar las lógicas generales, los procesos más amplios y las trayectorias específicas en las que se inscribe aquella parcela de la realidad social que el/la antropólogo/a estudia o examina de primera mano y en una pequeña escala. Si ésta resulta una característica central del abordaje antropológico, en el trabajo con documentos y archivos también cobra relevancia al momento de comprender los sentidos de cuestiones tan banales y cotidianas como formulismos, categorías clasificatorias, jerarquías, huellas de procedimientos administrativos y otro tipo de prácticas, gestos mínimos plasmados en los documentos contenidos en diferentes acervos. Para ponderar analíticamente y comprender los alcances y efectos de aquello que se escribe, resguarda y conserva, una de las primeras tareas a desarrollar consiste en identificar regularidades a fin de relacionarlas con las lógicas de producción que exceden a un autor o al documento particular. Es decir, entender el lugar relativo que, desde ese gesto hasta ese documento, ocupan en el conjunto documental como parte de una rutina o de una sucesión de eventos.

Llegado este punto, hablar de archivo o conjunto documental remite a una cierta concepción de totalidad. Vale aclarar que, al igual que en el trabajo de campo, esto no implica considerar que aquellos tienen límites precisos e inamovibles ni tampoco la pretensión de análisis de esa totalidad. Lejos de postular que hay que emular las tareas de descripción de la archivística,7 nos interesa subrayar que el trabajo antropológico con conjuntos documentales requiere del reconocimiento, identificación y, eventualmente, análisis, de una serie de principios o características que sólo es posible reconocer como reiteraciones y similitudes cuando se adopta una perspectiva amplia de esa producción documental. La idea de archivo como “totalidad” deviene así un recurso heurístico desde el momento en el que consideramos que ese repositorio, ese conjunto documental es el locus donde adquiere sentido la reiteración de las formas. Es allí donde las persistencias pueden ser indagadas como rastros de lógicas específicas que exceden la individualidad de la producción del documento y emerge la condición del archivo como proceso histórico, donde la circulación de la información, así como las modalidades que involucra la posibilidad misma de la “transmisión”, ha adquirido un desarrollo particular. En este sentido, entendemos que la idea de “archivo como nativo” propicia tanto la descripción etnográfica como el desarrollo de otras operaciones analíticas como, por ejemplo, la de la comparación (Balbi, 2020).

Esto significa, por lo tanto, llevar adelante una descripción etnográfica que permita reconstruir aquellas lógicas que ligan documentos entre sí, tanto en lo que hace a su contenido como a su proceso de producción. Identificar si se trata de elementos de una serie o de un tipo de documentos específicos que son producidos según determinados criterios y reglas, permite contextualizar de mejor manera y considerar la existencia de regularidades de muy diferente índole. Con la referencia a las regularidades destacamos la permanencia o las continuidades, ya sea de formulismos, categorías o procedimientos administrativos, cuya relevancia debe ser analizada, y que se transforman a su vez en índices para indagar las continuidades y rupturas en diferentes niveles. De la misma manera, permite revisar la emergencia y las transformaciones de categorías que se ligan a un determinado contexto de percepción y que, eventualmente, se tornan instrumentales para la acción y para la intervención por parte de las “elites morales” (Melossi, 1992) que se arrogan la autoridad para imponer su interpretación de determinada situación. Esta mirada, que es propia de un abordaje sobre los archivos coloniales o estatales, es útil también para aquellos archivos que se generan en su relación de contestación, impugnación o reacción, en particular frente al accionar represivo. Nos referimos a aquellos que, formando parte de los “archivos de la represión” (Jelin, 2002), incluyen documentación generada en el proceso de lucha, búsqueda de la verdad y exigencia de justicia que, en nuestra región han llevado adelante distintos organismos de derechos humanos y activistas al confrontar el poder represivo de las dictaduras en sus respectivos países.

Así, tal como ha sido analizado para el caso del archivo de la Vicaría de la Solidaridad de Chile, clave para evitar la “represión sin traza” (Bernasconi, 2019), el abordaje del registro permite ver cómo la creación de categorías y taxonomías, transformadas a lo largo del tiempo y la lucha, fueron parte fundamental en la instalación de un marco capaz de generar el “evento” de la represión. Con el objetivo de visibilizar el trabajo de este organismo de derechos humanos, se atendió a los procesos de producción, estandarización, organización y difusión de información. La mirada de los investigadores sobre el archivo se centró en el registro, en tanto acciones iterativas, sistemáticas y sostenidas en el tiempo que se plasmaron en diferentes tipos de formularios y otros tipos documentales, en las cuales confluían la formación disciplinar de las encargadas de recepcionar las denuncias, provenientes de la escuela de Trabajo Social, y de juristas encargados de promover acciones legales, junto a la emergencia de estándares y vocabularios para enunciar la tragedia y sus sujetos ante diferentes audiencias. De esta manera, la investigación permitió dar cuenta de la aparición de categorías, luego profundamente enraizadas en las luchas de los organismos de derechos humanos, y entender cómo el conjunto de procedimientos de registro, estadística, denuncia y acciones legales –fueran exitosas o no– permitieron mantener activa la búsqueda de desaparecidos y, fundamentalmente, trazar un panorama general de la represión negado por las autoridades chilenas.

Este análisis evitó centrarse inicialmente en alguna categoría específica y fue realizado a partir del mapeo de la organización y jerarquización de las categorías que pasaron a formar parte del repertorio de enunciabilidad de la violencia política. De esta manera, si el análisis de los archivos coloniales o estatales y la identificación de sus prácticas y rutinas, permite hacer emerger sus objetivos de control y regulación, estos otros archivos –como el de la Vicaría de la Solidaridad de Chile– permiten dar cuenta de una retórica y una narrativa alternativa a la que se pretendió imponer oficialmente.

La importancia de considerar, a los fines analíticos, al archivo como totalidad, puede aplicarse a archivos personales que lejos están de poseer las características organizativas antes mencionadas. No obstante, sean o no definidos como tales por sus poseedores y creadores, y que eventualmente sea el o la investigador/a quien nomine como archivo a una serie de objetos y/o registros escritos, consideramos que reconocer la totalidad del conjunto documental en que se inscriben esos registros para revisar sus vinculaciones (internas y externas), y sus lógicas y categorías, es crucial para comenzar a comprender sus sentidos.

Del Archivo y de los archivos

Ahora bien, es de notar que la propia Vicaría de la Solidaridad supo implementar un sistema de reunión de la información que apuntaba directamente a entender la existencia y la función del archivo: denominado “ROCA limpia”, el método sistematizaba los pasos de Recopilar; Ordenar; Clasificar y Archivar en el Archivo único de la institución. En igual sentido, otros organismos de derechos humanos han dado forma a sus archivos. Tratando de documentar lo no documentado, de hacer visible aquello que era clandestino y oculto, y de probar los crímenes que bajo el “terrorismo de estado” se cometieron, los distintos organismos de derechos humanos fueron conformando enormes conjuntos de documentos de diverso tipo. Así, tal como plantea Sabina Regueiro (2013) en relación con el archivo de Abuelas de Plaza de Mayo, esos archivos están constituidos por los rastros documentales de una acción específica: la denuncia de los crímenes y, en el caso de Abuelas, la búsqueda histórica y cotidiana de los niños y jóvenes apropiados.

Desde una perspectiva antropológica, la consideración de lo que los sujetos o una institución productora denominan “archivo” es de fundamental importancia. En efecto, si tal como hemos planteado, es necesario considerar al archivo como nativo, se vuelve imprescindible no sobreimprimir en él valoraciones, ni juzgar si efectivamente aquello que los sujetos de nuestra investigación denominan archivo lo es o no lo es en función de determinados parámetros disciplinares o de un pretendido deber ser. Esto aplica, especialmente, al momento de entender que no se trata de “elevar” metodológicamente a la categoría de archivo a cualquier conjunto documental si quien lo ha producido no lo categoriza de tal manera, ni a dirimir si es “incorrecta” su denominación sobre un conjunto de registros y elementos que ha sido definido como tal por un sujeto, comunidad o institución. En términos generales, y en principio, porque la antropología no prescribe cuál es el modo correcto de hacer las cosas, sino que se basa en comprender cómo diversos sujetos, grupos sociales o instituciones hacen efectivamente las cosas. Por otro lado, porque un abordaje antropológico no se preocupa tanto por comprobar la veracidad del contenido del documento para analizarlo, mientras que sí resulta relevante la caracterización nativa de ese conjunto documental y se torna entonces necesario atender a los propósitos que esa reunión tiene para los sujetos que la efectuaron, aun cuando estos materiales se encuentren en una maleta o una caja de zapatos. En este mismo sentido, la cuestión de la “arbitrariedad” con la cual se establecen los criterios de selección y conservación puede ser vista desde un nuevo ángulo, si en lugar de juzgar lo desacertado que pueda haber sido utilizar uno u otro criterio para seleccionar o guardar un material se indaga sobre la racionalidad que guió tal procedimiento.8 Esto es, debemos considerar la lógica o lógicas que rigieron el proceso de conformación del conjunto documental. Aun cuando esta situación se exprese de manera más dramática en aquellas instancias en las cuales no se aplican normativas y protocolos sobre los criterios de conservación, lo cual redunda en la “inexistencia” de archivos, ya sea por descuido o por su directa destrucción, es un factor que debe ser siempre tenido en cuenta.

Es el caso que encontramos en ocasión de la realización de un diagnóstico preliminar del archivo del Concejo Municipal de Bariloche.9 Para ese período, la división denominada “Biblioteca y Archivo” era la encargada de seleccionar y guardar material que de manera casi exclusiva estaba relacionado con las tareas de la Secretaría Legislativa y Administrativa de la institución, área de la cual dependía. Así, más allá de su denominación, la división Archivo sólo guardaba el material producido por esa secretaría. De esta manera, el Archivo lejos de ser el “sedimento del accionar” de la totalidad de la institución, sólo almacenaba aquel material producido por una de sus secretarías, mientras que el resto del Concejo Municipal no enviaba allí ninguna documentación. De esta manera, mucho del material era descartado, cuando no condenado a quedar apilado en los pasillos del edificio, sin pasar nunca a formar parte del “Archivo”. Al mismo tiempo, se incluía gran cantidad de carpetas temáticas con recortes periodísticos conformadas en función de consultas que, eventualmente, hacían llegar funcionarios y público en general.

El desafío de pensar antropológica y etnográficamente los archivos implica, entonces, reflexionar sobre y a partir de esta idea de “totalidad” a la que remite el archivo en tanto referente empírico. El conjunto documental puede estar ya cerrado o tratarse de un conjunto abierto que seguirá acrecentándose en el marco de las gestiones de la institución o el agente productor. Sin embargo, sean las que fueran sus condiciones, es a partir de allí que debe considerarse la diversidad, las relaciones con otros cuerpos documentales y la extensión temporal de este conjunto.

De la misma manera, este punto de partida permite tener presente la polisemia que puede tener la misma categoría “archivo”, y al reconocer sus múltiples sentidos es posible identificar y comprender qué es lo que se está denominando como tal. Aprehender el archivo desde una perspectiva antropológica implica a su vez entender cómo y por qué un conjunto documental es identificado como tal por un determinado actor, sea éste una institución, una organización, una comunidad o un individuo.

Asimismo, es necesario tener en cuenta que, así como debemos considerar la noción de archivo en tanto categoría “nativa”, también debe ser “extrañada” teóricamente, ya que trata de una noción que, bajo su apariencia “técnica” y, por ende, objetiva, se encuentra fuertemente cargada y disputada. Engloba una serie de proposiciones, provenientes de la discusión académica y también de saberes prácticos, que le sobreimprimen una configuración y unos límites específicos, un cierto deber ser del archivo que termina estableciendo tautológicamente su sentido y su función. Ya sea que se priorice la función del archivo como reservorio de la historia, la definición foucaultiana de “sistema que rige la aparición de los enunciados como acontecimientos singulares” o el arkhé derrideano como mandato, lo cierto es que la referencia en el campo a la noción de archivo puede apuntar a cuestiones muy diferentes. Entonces, la primera pregunta –continuando con el ejemplo del archivo del Concejo Municipal que mencionamos antes– debe ser si existe o se identifica, en el campo, algo que sea reconocido como archivo. Y luego, a qué se está haciendo referencia con ese concepto. En este sentido, prestar atención a la pregunta ¿a qué se está denominando archivo? y ¿cuál es el propósito de dicha reunión documental? es atender a la propuesta, establecida tempranamente por Bernard Cohn (1980), de “descifrar la intencionalidad” de la producción y conservación documental o de la indagación sobre el proceso de constitución, sedimentación y utilización de lo que la academia convertirá en las “fuentes” a las que alude Michel-Rolph Trouillot (1995).

Dar cuenta de tales particularidades es visibilizar los principios que han regido la reunión documental. Y considerar que, previamente a su estabilización, tales principios pueden haber sido generados y utilizados en contextos de contradicción y/o en pugna, considerando la multiplicidad de actores y posturas que pueden hallarse en una comunidad, institución u organización, así como las lógicas variaciones a lo largo de la vida de una persona, para el caso de los “archivos personales”. Dicho esto, lo que queremos destacar aquí es que resulta fundamental para el análisis poder dar cuenta de cuáles son las improntas que establecen los principios de la reunión documental, y que suelen estar tras la pregunta: ¿existe algún tipo de reunión documental?, ¿con qué criterio?, ¿qué es lo que resulta importante guardar, reunir y organizar y para quién? En función de la respuesta y de los mecanismos implementados se conformará este corpus documental que se denomina “archivo”.

En esta dirección resulta significativo el estudio de Muñoz Morán (2010), en el que muestra que en el pueblo purépecha de Michoacán la comunidad identifica tres tipos de archivos: los “grandes archivos históricos”, los archivos regionales y los archivos comunales. La distinción yace en la asociación con el conocimiento histórico que se hace con los grandes archivos históricos nacionales de México, mientras que el principal valor del archivo local, la maleta que contiene los documentos de la comunidad, es el de la representación del poder local tradicional. En esa maleta se guardan desde actas de aprobación de la llegada de la luz o el agua, documentos que prueban cómo el terrateniente de la región se adueñó de los terrenos de los locales desde principios del siglo XX, hasta una copia del Título Primordial de 1765. De acuerdo con la perspectiva del autor, este archivo es importante “más que por su contenido –pues aunque no se conozca por completo se le supone un saber fundamental sobre su pasado–, por su existencia misma y su funcionalidad política, social y étnica” (Muñoz Morán, 2010: 369).

Procesos de conservación y criterios de clasificación: recontextualizar los archivos

Los conjuntos documentales que suelen recibir la denominación de archivo deben analizarse, a su vez, con una mirada puesta en los procesos de conservación y organización que han ido experimentando. Si Ludmila Da Silva Catela (2002) subrayaba que la pregunta sobre qué se guarda y cómo implica sortear el espectro de la fetichización del archivo, añadimos que lo que ha quedado es, también, una forma que debe ser indagada. La forma del archivo está constituida a partir de aquello que ha quedado y ambos procesos (selección y forma) impactan en el objetivo de un abordaje etnográfico interesado en recuperar lo que hay de perspectiva y categorías nativas.

Es entonces importante tener en cuenta que, en ocasiones, se encuentran intervenciones que reorganizan los archivos, muchas veces tras el objetivo declarado de ponerlos “en valor”. Tales procedimientos suelen dejar a los documentos descontextualizados porque la imposición de nuevas categorías por sobre procedimientos o procesos de producción documental los aísla de otros documentos que dan profundidad al análisis de su contenido. De esta manera, no sólo resulta relevante identificar el contexto de producción de los fondos documentales del archivo, sino que se hace necesario recoger los criterios que guiaron esa puesta en valor así como comprender el escenario socio-político en el que se llevó a cabo. En tal sentido, se debe tener presente que en ocasiones esas puestas en valor, esto es, los procesos de catalogación y clasificación de los archivos, pueden correr el riesgo de caer en “anacronismos”, en tanto utilizan conceptos actuales para ordenar y agrupar distintos tipos de materiales, sobreimprimiéndoles una finalidad e intencionalidad inexistentes en el momento en que fueron producidos, y así reordenan a partir de una lógica de comprensión actual diversos documentos que no fueron producidos con la finalidad que ese proceso de puesta en valor parece atribuirles.

Una indagación antropológica de esos archivos que fueron reformulados a partir de sus sucesivas puestas en valor requiere también analizar los criterios a partir de los cuales el archivo fue reordenado, así como de otras variables que inciden en las formas en que un archivo es reorganizado: los intereses del momento, las disputas políticas y las finalidades que se persiguieron al catalogarlo.

En suma, se requiere una vez más ejercitar un enfoque etnográfico que, en lugar de juzgar si el archivo está bien o mal catalogado, pueda ayudar a comprender las razones por las cuales el archivo quedó configurado de una manera y no de otra.

Del “archivo reflejo” al archivo como constructo: la potencialidad analítica de la mirada antropológica de reservorios y fondos documentales

La exploración etnográfica de los archivos y documentos puede contribuir a repensar la potencialidad analítica de distintos tipos de registros escritos para la tarea antropológica de comprender y tornar inteligibles las formas en que distintos sujetos y grupos sociales insertos en particulares redes de relaciones e inmersos en particulares configuraciones sociales “producen sociedad para vivir” (Godelier, 2002). Tal como hemos venido desarrollando a lo largo de este artículo, no se trata de entender a los documentos y archivos como reflejo o como prueba de lo que acontece, lo que nos conduciría sólo a otorgar valor a aquellos documentos que son fiables y que portan informaciones tangibles. Antes que eso, se trata de entender que los archivos y los distintos documentos que ellos albergan son formas específicas de ordenamiento que permiten dar cuenta y entender diferentes maneras de establecer jerarquías, así como identificar valores y formas de clasificación. Así, en lugar de buscar la verdad en los documentos, se trata de comprenderlos como piezas que, en un particular contexto histórico y político, persiguen determinada finalidad. De este modo, más que por su veracidad, en una indagación antropológica esos documentos interesan por sus razones, por la significación que portan, por las formas en que se expresa la voluntad de crear verosimilitud y por la productividad que –más allá de su falsedad– hayan tenido en un determinado escenario social e institucional.10

El trabajo con documentos implica, como señala Adriana Vianna (2002), más que plantear preguntas sobre su contenido y confiabilidad, cuestionarse sobre el acto mismo de documentar. En otras palabras, se trata de analizar los documentos en el espacio social en el que se producen, circulan y archivan. Ello permite, tal como Lowenkron y Ferreira (2014) han sostenido, una mirada privilegiada sobre el acto de documentar, una mirada sobre cómo se realiza, qué significa y qué efectos produce en diferentes contextos.

Considerar al archivo no como reflejo sino como constructo no supone renunciar a la posibilidad de conocer aspectos de lo real a través de ellos ni tiene como objetivo alimentar un escepticismo radical que nos lleve a sostener su incognoscibilidad. Antes que eso, nos permite analizar los efectos que tales conjuntos documentales tienen. Así, por ejemplo, es analíticamente fructífero considerar a los documentos producidos por las burocracias estatales como “objetos de administración”. En tal sentido, tal como plantea Adriana Vianna (2002) en su análisis sobre expedientes judiciales, el o la investigadora al construir el material de análisis a partir de esos singulares documentos puede centrarse en lo que constituye la faceta más pública del encuentro entre administradores y administrados. Por ello, el expediente judicial puede considerarse como un objeto socialmente construido.11 Pero, a la vez, en tanto ese expediente encierra aquello que va a circular, ser guardado, archivado e incluso recuperado en otras etapas administrativas por otros personajes de la burocracia, también puede ser considerado como un objeto socialmente constructor de nuevas realidades, de capitales de autoridad, de límites y formas de intervención administrativa. Tal como plantea Ferreira (2013), los documentos pueden ser conceptualizados como “artefactos” que tienen más que una función meramente referencial de registrar o representar gráficamente algo que existiría en el mundo a pesar de ellos mismos. Los documentos y la práctica de archivarlos, guardarlos, conservarlos tienen consecuencias en el mundo social, no sólo –prosigue Ferreira– porque tienen efectos de verdad y funcionan en determinados contextos como demarcadores de respetabilidad, credibilidad y acceso a derechos, sino también porque producen y reordenan relaciones y son capaces de incitar afectos de distinto orden.

En suma, la caracterización de los archivos excede a los “institucionales” y las estrategias aquí presentadas no se limitan tampoco a los archivos producidos por diversas burocracias. Sin reificar el archivo ni cristalizar a los documentos en el lugar de portadores de verdades y/o en el papel de fuentes, y teniendo presente su polisemia, los archivos y documentos no sólo pueden ser considerados campos de trabajo genuinos y legítimos para la antropología, sino que también permiten entrever la contribución de una perspectiva antropológica a la mirada sobre los archivos y los documentos.

Consideraciones finales

Hace unos años planteamos que era necesario dejar de considerar a los documentos como una “fuente” de la cual extraer datos, para convertirlos en un campo de indagación y así poder situarlos en su contexto de producción, conservación y clasificación (Muzzopappa y Villalta, 2011). De manera similar a lo que Ann Stoler (2010a; 2010b) postuló como el pasaje de una modalidad “extractivista” a una modalidad etnográfica para el trabajo con documentos y archivos, el recorrido realizado en estos años por distintos antropólogos y antropólogas ha permitido complejizar y dinamizar la indagación etnográfica de esas diversas prácticas escritas –principalmente aunque no sólo– que son conservadas y almacenadas en fondos documentales y archivos.

El incremento de investigaciones sobre archivos, sobre documentos así como sobre el proceso de documentar, abona así a aquello que Lila Caimari denomina como “momento archivos”. Un movimiento intenso y a la vez difuso de interés por los archivos, en el que han surgido “un sinnúmero de prácticas disciplinares, intelectuales, e incluso artísticas, a un archivo devenido instrumento maleable” (2020: 224).

Además, en ese movimiento el archivo se ha vuelto una referencia políticamente potente. Así no sólo los archivos emergen en la agenda pública como instancias de rescate de voces y experiencias, sino también principalmente en el Cono Sur como productores de prueba en el contexto de los juicios de crímenes de lesa humanidad, como constructores de memorias y como instancias de ejercicios de derechos. De este modo, a pesar del heterogéneo panorama que se abre, todos estos desarrollos denotan –como plantea Caimari– la pérdida de ingenuidad (política, conceptual, metodológica) en relación con el archivo (2020: 225).

En este contexto, realizar una etnografía con /desde los archivos implica múltiples desafíos. Como hemos desarrollado en este trabajo, ensayar una exploración etnográfica de esos universos debe partir de considerar al archivo no como algo dado sino que debe interrogarse por su génesis y estructura. Más allá de la fascinación o la atracción que –parafraseando a Arlette Farge (1989)– el archivo pueda ejercer, se trata, como hace tiempo postuló Evans-Pritchard, de poder plantearle las mismas preguntas que los antropólogos aprendimos a dirigir a nuestros informantes en el campo (Viazzo 2003: 188). De esta manera, no sólo podremos “extrañar” los acervos documentales y los propios archivos, a partir de interrogantes tales como qué se incluye y qué no, por qué razones, con qué criterios, para decir qué y discutir con quién; sino también podremos complejizar su abordaje a partir de tener en cuenta la importancia relativa que esos archivos tienen para quienes los crean y los usan; para los distintos activistas y activismos que hacen uso de ellos, que los defienden, los custodian (Johansson y López, 2019), que intentan preservarlos y/o que producen reflexiones sobre ellos.

Por esa razón, estar transitando un “momento archivos” no es solamente un mero dato contextual, sino que debe ser integrado al análisis como parte constitutiva del campo de indagación. Realizar una aproximación etnográfica implica ejercitar una mirada amplia que conecte y dé sentido a los documentos y archivos en sus relaciones sincrónicas y diacrónicas, y en sus procesos de producción. Por ello, al igual que en la metodología arqueológica, donde se debe tener muy en cuenta la ubicación estratigráfica de los elementos ya que ello aporta la mayor cantidad de información respecto de los elementos hallados, la idea de totalidad en la exploración etnográfica de los documentos puede ser un potente recurso heurístico. Principalmente porque permite visualizar a los documentos como a los archivos en un ámbito mayor, y al procurar dilucidar sus lógicas y relaciones nos permite encontrar información sustancial sobre quienes han producido esos conjuntos documentales. Se trata así de ejercitar una mirada que permita ver más allá del documento, más allá de la identificación individualizada de un registro específico, para comenzar a ver tanto las lógicas con las cuales son producidos los documentos como las relaciones que establecen entre sí, y que permita contemplar tanto la intencionalidad de su producción como de su revitalización.

En suma, el giro archivístico –que tuvo lugar en distintas disciplinas– permitió construir un enfoque procesual para la indagación de archivos y documentos, y pasar así del documento “como fuente” al archivo “como proceso”. En la antropología, los efectos de tal giro permitieron desarmar y complejizar el modelo canónico del trabajo de campo y ampliar sus estrechos límites –dados por la oralidad y las interacciones cara a cara–, valorizando y tornando legítimas diversas instancias de trabajo etnográfico con distintos tipos de documentos. Por ello, como hemos planteado en este trabajo, una exploración etnográfica que tome al archivo “como nativo” a fin de interrogarlo, comprenderlo, descifrar su racionalidad y tornar inteligible aquello que de otra manera es opaco, puede tornarse el eje de una fructífera indagación antropológica. Una indagación que nos permita comprender que al fin y al cabo, hacer etnografía con y/o desde los documentos no es otra cosa que hacer etnografía.

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  1. Con esta referencia Malinowski cita el Corpus Inscriptionum Latinarum (CIL), un proyecto documental de la Roma Antigua organizado en 1853 por Theodor Mommsen que reunía las inscripciones del Imperio Romano, con sus indicaciones geográficas y temáticas, que se volvió una herramienta para el campo de los estudios clásicos.↩︎

  2. Distinguimos aquí lo que resulta del debate sobre el abordaje diacrónico en la antropología de lo que resulta de la perspectiva metodológica del análisis de los documentos. Así, el particularismo histórico de Franz Boas está especialmente atento a la historicidad, sin embargo metodológicamente no recupera documentos sino que se centra en los registros orales y arqueológicos.↩︎

  3. Tal como señalan Lowenkron y Ferreira (2014), el planteo de Ann Stoler difiere de aquellos que postulan tan solo la necesidad de leer a contrapelo los archivos para, en lugar de eso, analizar el archivo como un artefacto cultural para procurar comprender las perspectivas y preocupaciones de quienes lo han producido y lo administran, e identificar las convenciones que dan forma a lo que puede y no puede ser registrado, a los diferentes modos de silenciamiento y a las jerarquías que delimitan saberes calificados y no calificados.↩︎

  4. En tal sentido, como plantea Tiscornia, uno de los primeros pasos para llevar adelante un trabajo antropológico en el campo penal es el de “comprender el lenguaje jurídico y policial y sus reglas, tanto para leer los documentos y fuentes específicas como para comunicarse como interlocutor válido” (2004: 7).↩︎

  5. Instituto de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires.↩︎

  6. En efecto, los diálogos y cruces interdisciplinares de la antropología con la historia y la sociología han sido por demás fecundos y la etnografía -como enfoque- ha influido marcadamente en algunos desarrollos de esas disciplinas. De hecho, algunos “préstamos” fueron decisivos para algunas perspectivas, como la microhistoria (ver Hernández Ciro, 2016), por ejemplo, y en las últimas décadas la etnografía también ha sido recuperada como acercamiento metodológico a los archivos desde la sociología (al respecto ver el número de Qualitative Sociology (2020), “Archival Work as Qualitative Sociology”). Más allá de la potencia de estos acercamientos, también entendemos que a partir de esas propuestas, la misma concepción de etnografía se tensiona y se pone en juego de diversas maneras. Por ejemplo, ¿es la etnografía sinónimo de “presencia” en el campo?, ¿se puede definir sólo como el estudio de lo subalterno o lo marginal?, ¿es una técnica de investigación o un enfoque metodológico? Estas son algunas de las preguntas que procuran dirimir el sentido de la etnografía y su conceptualización. Por ello, optamos por retomar la perspectiva propuesta por Balbi, en tanto recupera los ejes de la descripción analítica y la tensión de la teoría.↩︎

  7. La archivística tiene una finalidad prescriptiva, que claramente no encarna la antropología. Profundizaremos en torno a este asunto en relación al problema de la definición del archivo.↩︎

  8. Esta situación, claro está, puede acarrear diversos problemas a la tarea de investigación, pero nos alerta sobre el hecho de que -como ya hemos planteado en otro trabajo- incluso el intento infructuoso de acceder a determinados documentos puede ser convertido en un dato de campo. Por ejemplo, es el caso del Archivo del Poder Judicial de la Nación, que guarda los expedientes bajo criterios cronológicos y de numeración de las causas. Los grandes paquetes de expedientes de los juzgados civiles, por ejemplo, contienen así expedientes de muy distintas materias, en tanto el criterio para su ordenamiento no obedece al que puede llegar a tener un/a investigador/a que quiera acceder sólo a las causas de, por ejemplo, rectificación de la filiación. Entender cuál es ese criterio institucional es parte de la indagación.↩︎

  9. Diagnóstico Concejo Municipal de Bariloche, Proyecto de Extensión (2013-2014) “Archivos, derechos y ciudadanía”. Universidad Nacional de Río Negro – Sede Andina, Bariloche. Dir: Eva Muzzopappa.↩︎

  10. En tal sentido, resulta revelador el trabajo de Soledad Gesteira (2016), quien analiza la significación que portan los documentos personales para los activistas que buscan conocer sus orígenes porque de niños fueron adoptados o apropiados. A partir de la fórmula “legales, pero ilegítimos” para referirse a su partida de nacimiento y a su documento, estas personas ponen en evidencia la productividad de las formas correctas y sancionadas por el Estado, más allá de que el contenido de esos “papeles” no sea verdadero en absoluto.↩︎

  11. Desde una perspectiva archivística y recuperando la etnometodología propuesta por Garfinkel en el estudio de expedientes médicos, Ciaran Trace (2002) distingue también el propósito del uso de los archivos, definiéndolos en tanto “entidades sociales” producidas, mantenidas y utilizadas en modos organizados socialmente (citado en Zeitlin 2012: 436).↩︎