Escraches por razones de género en la escuela secundaria

Paradojas, debates y tensiones entre “lo pedagógico” y “el punitivismo

Guillermo Romero1

Resumen

El artículo describe y analiza la producción situada del estatuto de víctima en relación a la incorporación de los escraches por razones de violencia sexista en una escuela secundaria de la ciudad de La Plata. En base a un relevamiento etnográfico que incluyó entrevistas, observaciones y otros intercambios informales con directivxs, docentes y estudiantes, el trabajo explora los debates y dinámicas paradojales que esta práctica activó en un colegio secundario cuyo proyecto institucional se asume sensible al activismo feminista a la vez que promueve la idea de que el abordaje de las violencias machistas en la escuela debe ser “pedagógico” y no “punitivista”.

Palabras clave: escraches; escuela secundaria, educación sexual integral; víctimas; violencia de género

Abstract

The article describes and analyzes the situated production of the victim status in relation to the incorporation of the “escraches” (social complaints) for reasons of sexist violence in a high school in the city of La Plata. Based on an ethnographic survey that included interviews, observations and other informal exchanges with students, teachers and the management team, the work explores the debates and paradoxical dynamics that this practice activated in a high school whose institutional project is assumed to be sensitive to feminist activism while promoting the idea that the approach to sexist violence at school should be “pedagogical” and not “punitivist”.

Keywords: escraches; high school; comprehensive sex education; victims; gender-based violence.

Introducción

El propósito de este artículo es analizar las disputas entre estudiantes, docentes y directivxs2 de un colegio secundario de la ciudad de La Plata en torno a la incorporación en la experiencia escolar de los escraches por razones de violencia sexista, una práctica reactualizada en un contexto de masificación del activismo feminista, hipermediatización de los vínculos sociales y transformación de los umbrales de sensibilidad y tolerancia en relación a aquello que resulta pasible de ser denunciado públicamente como una conducta abusiva. El trabajo permite visualizar que la incorporación de ciertas demandas y políticas en las instituciones educativas no es un proceso lineal, sino que involucra una compleja red de negociaciones, pujas y reenvíos que gravitan de manera decisiva en su definición concreta. En este caso me detendré especialmente en la producción situada del estatuto de víctima emergente de las dinámicas de interrelación suscitadas a partir de la irrupción de los escraches realizados por estudiantes (en su mayoría mujeres) hacia sus pares (por lo general varones).3

La propagación de los escraches en distintos ámbitos sociales es expresiva, por un lado, de la profunda transformación en los umbrales de sensibilidad y tolerancia respecto de la violencia hacia las mujeres y otros sujetos de la disidencia sexual, especialmente post #NiUnaMenos (Elizalde, 2018; Palumbo y di Napoli, 2019). A su vez, la irrupción de esta práctica en los contextos escolares se conecta con ciertas lógicas juveniles de apropiación de las tecnologías de la información y la comunicación que hacen de la vida cotidiana –en sus múltiples escenarios– un espectáculo pasible de ser narrado y exhibido públicamente (Urresti et al, 2015; Sibilia, 2017; Elizalde y Romero, 2019), lógicas que trastocan códigos tradicionales vinculados a la convivencia, los modos de entender el respeto, la privacidad y la intimidad propia y ajenas, así como a los tiempos y los mecanismos institucionales para la resolución de los conflictos en los colegios (Núñez, 2013, 2019; Nuñez y Báez, 2013; Litichever, 2020; Núñez et al, 2021).

Asimismo, la emergencia de esta práctica se enmarca en la creciente visibilidad pública de la figura de la víctima en el mundo occidental (Galar, 2018), cuya expresión puede advertirse tanto en el lugar destacado que ésta ocupa en discursos sociales y mediáticos como en la legislación y las políticas oficiales recientes, siendo quizá la “ley de víctimas” (N° 27.372), sancionada en 2017, su manifestación más elocuente en la Argentina. En este marco, los escraches por razones de violencia sexista, muchos de ellos narrados en primera persona, pretenden operar sobre la base de una distinción inequívoca entre víctima y victimario. Sin embargo, en la medida en que el estatuto de víctima no resulta autoevidente, sino que es el resultado de disputas múltiples (Galar, 2018), a la vez que requiere siempre algún grado de acreditación oficial (Zenobi, 2014), este trabajo explora los debates y dinámicas paradojales que esta práctica activó en un colegio secundario cuyo proyecto institucional se asume sensible al activismo feminista a la vez que pretende asegurar el “derecho a la educación” y el “cuidado de todas las partes”, expresiones nativas empleadas para señalar que el abordaje de las violencias machistas en la escuela debe ser “pedagógico” y no “punitivista”.

Al hablar de proyecto institucional no me refiero a un programa formalmente establecido, sino más bien a un conjunto de códigos explícitos y sobre todo implícitos pasible de ser reconocido a partir de la observación de un curso de acción, de su proyección práctica (Romero, 2021). Dicho proyecto no está escrito en ningún lado ni es la expresión de la voluntad de algún actor singular, sino producto de las relaciones intersubjetivas en una institución con unas determinadas condiciones materiales, históricas y culturales que operan como marcos para la acción. Ello no implica que dicho proyecto sea el fruto de un consenso, sino el resultado (siempre momentáneo) de relaciones de poder que pueden ir variando. Dado que se trata de una trama jerárquica, el proyecto institucional puede imponerse en buena medida a través de mecanismos de coerción, pero no puede sostenerse sin ciertos grados de legitimidad que hagan posible su reproducción cotidiana, sobre todo fuera del espacio-tiempo de la escuela como sucede con las interacciones juveniles virtuales. Para su puesta en práctica es preciso que haya sujetos dispuestos a encarnarlo, y esa disposición no es exclusivamente racional, sino fundamentalmente afectiva. Asimismo, interesa señalar que el proyecto institucional no es algo externo a lxs estudiantes, que se les impone desde afuera, sino que es expresión de una trama relacional en la que éstxs juegan un rol instituyente, si bien en forma mayoritaria (no siempre) desde un lugar subordinado.

Asumiendo la perspectiva de los estudios culturales, entendidos como contextualismo radical (Grossberg, 2009), considero que la experiencia escolar no resulta comprensible sin su inscripción analítica en una trama institucional con códigos, tradiciones, jerarquías y lazos afectivos específicos y, al mismo tiempo, en una coyuntura sociopolítica más vasta que opera como condición de posibilidad de dicha experiencia al delimitar los repertorios culturales dentro de los cuales acontecen los procesos escolares. En la misma línea, recupero como enfoque general del análisis la noción de apropiación tal como la desarrolló Rockwell, la cual “tiene la ventaja de transmitir simultáneamente un sentido de la naturaleza activa y transformadora del sujeto y, a la vez, el carácter coactivo pero también instrumental de la herencia cultural” (2005: 29).

El análisis se basa en un relevamiento etnográfico realizado en el marco de una investigación más amplia orientada a estudiar los activismos de género en escuelas secundarias de la ciudad de La Plata.4 En este caso, recupero el material empírico producido durante 2019 en relación a uno de los colegios indagados. A lo largo de dicho ciclo lectivo visité asiduamente la institución, relevé y analicé distintos documentos y materiales, hice numerosas observaciones participantes y no participantes, mantuve entrevistas (mayormente no directivas) y charlas informales con distintos actores, con algunos de los cuales también tuve intercambios por fuera de la escuela y a través de plataformas digitales.

A partir de este relevamiento, el trabajo procura describir y comprender los puntos de vista nativos puestos en acto en la institución indagada, focalizando fundamentalmente en las pujas activadas en torno a la incorporación a la experiencia escolar de los escraches por razones de violencia sexista. En tensión con múltiples discursos sociales, académicos y legales, sostengo que la victimización no es el resultado de una secuencia lógica y universalmente objetivable de acciones, sino que deviene de un proceso interpretativo disputado por diferentes actores, prácticas y discursos desigualmente articulados en contextos específicos. Siguiendo a Balbi (2012), asumo las perspectivas nativas como una herramienta heurística que permite comprender las prácticas sociales sin partir de conceptos apriorísticos y exógenos a los procesos estudiados. En otras palabras, reconstruir las perspectivas de lxs actorxs no supone ni el intento de reponer punto a punto los testimonios de lxs nativxs ni la creencia en la posibilidad de representar en forma transparente sus idearios valorativos puestos en acto, sino el esfuerzo por realizar una comprensión analítica de sus puntos de vista y modalidades de actuación orientada por interrogantes, estrategias metodológicas y herramientas conceptuales que (si bien se fueron modificando en el devenir de la tarea investigativa) me pertenecen.

La irrupción del activismo de género en la escuela

Postular la emergencia relativamente reciente del activismo de género en los colegios requiere de algunas precisiones. En primer lugar, vale señalar que las instituciones escolares siempre contaron con políticas de educación y regulación del cuerpo y la sexualidad, tanto explícitas como implícitas (Lopes Louro, 2007; Scharagrodsky, 2007; Morgade, 2011; Tomasini, 2011). Sólo que hasta hace pocos años dichas regulaciones eran asumidas con el carácter presuntamente desideologizado de aquello que en un tiempo dado forma parte de lo naturalizado o bien de un contrato tácito respecto de lo que se puede o no hacer, decir y expresar en determinado ámbito. Distintos procesos socioculturales (y de manera específica el activismo militante del feminismo y la disidencia sexual) coadyuvaron a poner en tensión dichos postulados, al visibilizar el carácter normalizador, binario, heteronormativo, biologicista y androcéntrico del dispositivo pedagógico tradicional referido a la sexualidad en la escuela.

En este marco, la sanción de la ley N° 26.150 de Educación Sexual Integral (ESI) en octubre de 2006 operó a la vez como expresión y como apuntalamiento de un cambio de paradigma en la materia,5 al erigirse en un derecho de lxs estudiantes (y por tanto una responsabilidad para las instituciones educativas) desde el nivel inicial hasta el nivel superior no universitario. Allí se define a la Educación Sexual Integral como aquella que articula aspectos biológicos, psicológicos, sociales, afectivos y éticos, promoviendo así un abordaje amplio y multidisciplinar que trasciende las miradas más tradicionales y restrictivas. Enfoque que fue profundizándose poco a poco en los distintos materiales elaborados por el Programa Nacional de ESI y que resultó a su vez afianzado en la Provincia de Buenos Aires por la ley N° 14.744 sancionada en 2015, donde se asume de manera explícita la “perspectiva de género” y se incorporan dimensiones cruciales como el derecho al placer.6

De todas formas, la “irrupción” del activismo de género en las escuelas en años recientes no puede comprenderse al margen del proceso capilar y expansivo de (re)politización de los asuntos socialmente codificados como vinculados al género y la sexualidad (Blanco y Spataro, 2019; Romero, 2021). Coyuntura que se expresa tanto en el crecimiento del activismo feminista –plasmado en la masividad de los Encuentros (pluri)Nacionales de Mujeres (y disidencias) de los últimos años, de las manifestaciones convocadas bajo el lema #NiUnaMenos, de los Paros Internacionales de Mujeres, de las movilizaciones a favor de la legalización del aborto, entre otros eventos–, como en una suerte de discusión permanente y generalizada en torno a estos tópicos que, aunque no siempre con las mismas modalidades enunciativas, adquiere resonancias en los más diversos ámbitos sociales (Elizalde, 2015; Elizalde, 2018).

Situada en el casco céntrico de la ciudad, el colegio secundario en el que baso este trabajo es uno de los más grandes de La Plata, con alrededor de mil alumnxs. Se trata de una escuela “centenaria”, cuya fundación se remonta a la primera década del siglo XX. Si bien existe un imaginario extendido que vincula a esta institución con cierta élite local, lo cierto es que posee una matrícula heterogénea, compuesta por estudiantes provenientes de distintas zonas de la ciudad y con desiguales condiciones socioeconómicas, perfil que fue profundizando desde que en el año 1986 se pasara del acceso a través de un examen eliminatorio hacia la modalidad de ingreso por sorteo.

Asimismo, se trata de una escuela reconocida históricamente por su efervescencia política y en la que existe una memoria permanentemente reactualizada respecto del protagonismo de ex integrantes del colegio en distintos acontecimientos histórico-políticos, incluso como víctimas de prácticas represivas. Por caso, durante 2019 (año del relevamiento en el que baso este trabajo) se realizó un acto de reconstrucción de biografías y reparación de legajos de estudiantes, docentes y trabajadorxs de la institución desaparecidxs durante la última dictadura cívico-militar-eclesiástica (1976-1983) y se le asignó el nombre “Madres y Abuelas de Plaza de Mayo” al salón en el que se realizan las reuniones y asambleas del centro de estudiantes.

La activa participación del centro de estudiantes en la vida institucional es anterior a la sanción de las leyes nacional (N° 26.877) y de la Provincia de Buenos Aires (N° 14.581) que los fomentan e instan a las instituciones educativas a su reconocimiento como órganos democráticos de representación estudiantil. Muchxs de quienes lo integran participan también en distintas organizaciones y acciones políticas por fuera del colegio, experiencias que aportan saberes, argumentos y modalidades de actuación que eventualmente adquieren algún tipo de inscripción dentro de la institución. A su vez, en los últimos años fue cobrando creciente protagonismo en la cotidianidad escolar un activismo de género descentralizado, plasmado en un sinfín de acciones que en algunas ocasiones (no siempre) han llegado a decantar en estructuras con cierto reconocimiento institucional (como la creación de una “comisión de género” durante el año 2018), aunque su integración a las normas y códigos que pretenden regular las formas de habitar la escuela tiende a suscitar tensiones que interesa explorar. Es lo que sucedió, por caso, con los escraches por razones de violencia sexista.

En los últimos años, las autoridades del colegio fueron impulsando distintas políticas para fomentar la implementación de la ESI, como talleres y capacitaciones con docentes, preceptorxs y miembros del equipo de orientación escolar y un trabajo con lxs profesorxs para su incorporación en las diferentes asignaturas. A ello se añaden las intervenciones más o menos sistemáticas en la materia por parte de distintos actores institucionales, incluyendo a lxs propixs estudiantes, algunxs de lxs cuales han asumido esta política como bandera de acción militante al interior de la escuela.7

Estas acciones en relación a la ESI impulsadas en la escuela tuvieron un salto significativo a partir de la creación, en 2017, de un espacio curricular específico, implementado por dos profesoras bajo la modalidad de taller. Además de los contenidos que dichos talleres permitieron abordar, rápidamente estas docentes se convirtieron en una referencia cercana de consulta para algunxs estudiantes, habilitando en ocasiones canales de diálogo e intervención pedagógica relativamente informales en materia de género y sexualidad, que se sobreimprimen (no sin tensiones) sobre los mecanismos formalmente estipulados.

Este conjunto de políticas institucionales consolidó un lazo afectivo y de confianza entre distintxs actores en relación a un compromiso con la ESI y la igualdad de género. Compromiso intergeneracional que se cristalizó, por ejemplo, en la realización de un “pañuelazo” durante 2018 en apoyo al proyecto que impulsaba la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo, acción que agrupó a mujeres de las distintas áreas: alumnas, profesoras, preceptoras, administrativas, auxiliares y equipo directivo confluyeron en una de las escalinatas de la institución blandiendo sus pañuelos verdes de la campaña por el aborto legal, seguro y gratuito.

En este marco, la emergencia en la escuela de los primeros escraches a mediados de 2018 puso en tensión varios de sus criterios de habitabilidad y de los códigos de interrelación entre sus miembros, aun (o especialmente) entre quienes coincidían en su adhesión al feminismo y su compromiso con la ESI.

Los escraches y la “marea verde”8

En la Argentina, esta modalidad de intervención pública remite de manera directa a una experiencia histórica del activismo de derechos humanos. Puntualmente a una manifestación de protesta contra la impunidad con la que vivían quienes habían participado activamente en el genocidio perpetrado en el país por la última dictadura cívico-militar entre 1976 y 1983, beneficiados por las leyes de “punto final” (N° 23.492) y “obediencia debida” (N° 23.521) impulsadas por el presidente Raúl Alfonsín en 1986 y 1987 respectivamente, y por un conjunto de indultos firmados por el presidente Carlos Menem entre 1989 y 1990. En dicho contexto la agrupación H.I.J.O.S. (Hijas e Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio), compuesta fundamentalmente por hijxs de personas desaparecidas durante esa dictadura, desarrolló una serie de intervenciones públicas que denominaron escraches, palabra que en el lunfardo rioplatense significa denunciar, poner en evidencia o exponer públicamente a alguien.

En el marco de la masificación del activismo feminista en años recientes, esta práctica fue reactualizada fundamentalmente por numerosas mujeres y cuerpos feminizados para denunciar públicamente sus experiencias personales de victimización en relación a actitudes (re)interpretadas como violentas o abusivas. “Al macho, escracho”, “No nos callamos más”, “Hermana, yo sí te creo”, “Ninguna agresión sin respuesta”,“No es no”, “Ni Una Menos”, “Me too”, “Mirá cómo nos ponemos”, “Se va a caer” son algunas de las consignas que operaron como catalizadores de esta modalidad enunciativa. Por su recurrencia y por la multiplicidad de los ámbitos sociales referidos, los “escraches feministas” (Cholakian, 2019) pusieron de manifiesto tanto el carácter ubicuo de las violencias denunciadas como su carácter impune.

En este devenir fue fundamental la circulación masiva de denuncias en primera persona a través de las redes sociales a personajes reconocidos del ambiente artístico. Aunque es imposible marcar con nitidez su inicio, el escrache (que luego se formalizaría en una denuncia en el fuero judicial) mediante un video subido a la plataforma YouTube a Miguel del Pópolo, líder de la banda La ola que quería ser chau en abril de 2016 constituyó sin dudas un punto de inflexión. Unas semanas más tarde, luego de que los escraches se multiplicaran en distintas redes virtuales, se realizó una marcha en el centro de la ciudad de Buenos Aires para visibilizar específicamente los abusos sexuales realizados en el ambiente del rock que tuvo cobertura por parte de algunos medios de comunicación masiva. A fines de ese mismo año, una de las mujeres que encabezó esta movilización creó el blog Ya No Nos Callamos Más,9 sitio virtual que agrupó una gran cantidad de escraches y que logró una importante repercusión pública (Cholakian, 2019; Manso, 2020). Posteriormente, en septiembre de 2018, durante la entrega de diplomas a lxs egresadxs del Colegio Nacional Buenos Aires un grupo de “mujeres y disidencias” leyó un documento denunciando públicamente diferentes situaciones de agravio, acoso y abuso por parte de docentes, directivxs y estudiantes, intervención que tuvo enormes resonancias públicas y mediáticas. Poco después, en diciembre de 2018, aconteció otro hecho de gran trascendencia: la denuncia pública (también formalizada en el ámbito judicial) por parte de Thelma Fardin hacia Juan Darthés, ambxs con una reconocida trayectoria actoral en Argentina.10

Estos son algunos de los hitos que apuntalaron y expandieron esta modalidad de acción directa hacia los más diversos ámbitos sociales. En las escuelas secundarias esta práctica se expresó a partir de pintadas, grafitis y carteles colocados en las aulas, los pasillos o los baños,11 pero fundamentalmente a través de las redes sociales virtuales. En numerosos colegios se crearon sitios específicos en distintas plataformas digitales, especialmente en Instagram, para agrupar los escraches de la propia institución (Palumbo y di Napoli, 2019). De acuerdo a Palumbo y di Napoli, el uso colectivo de los entornos virtuales por parte de algunxs estudiantes, fundamentalmente mujeres, posibilitó “un empoderamiento desde donde desarrollar un activismo feminista en contra de los abusos masculinos” (2019: 20), contrarrestando de este modo las dificultades para dar curso a estas denuncias en algunas instituciones o en las interacciones entre pares en las escuelas.

Tras analizar una decena de cuentas de Instagram pertenecientes a estudiantes de escuelas secundarias de la ciudad de Buenos Aires, Palumbo y di Napoli postulan la existencia de “una gramática de los escraches, es decir, un determinado modo de narrar las situaciones de violencia” (2019: 17). A su vez, Manso describe y analiza una serie de operaciones enunciativas que “permiten definir, caracterizar y diferenciar los escraches sexo-genéricos de otros tipos de denuncias” (2020: 39). Si bien los escraches, así como los distintos espacios virtuales en los que se plasman no siempre persiguen los mismos objetivos (Palumbo y di Napoli, 2019), y adquieren diferencias ostensibles según se trate de cuentas individuales o colectivas (Manso, 2020), a los fines de este trabajo baste señalar simplemente que, en tanto género discursivo, el escrache constituye una tecnología performática dispuesta para producir, de manera inequívoca, víctimas y victimarios.12 Es decir, independientemente de los términos utilizados, así como de los sentidos que se les atribuya, los escraches operan sobre la base de una distinción nítida entre quien ejerció algún tipo de violencia (el sujeto escrachado) y quien la padeció (el sujeto que escracha). En este marco, consignas como “Yo te creo, hermana” operan como presunta garantía de estabilidad de dicha distinción.

Sin embargo, la incorporación de los escraches en la experiencia estudiantil activó tanto al interior de las comunidades educativas como en el propio activismo feminista discusiones que tensionaron la pretendida transparencia de los procesos de victimización en torno a esta práctica (Figueroa, 2018; Arduino, 2018; Faur, 2019; Palumbo y di Napoli, 2019; Cholakian; 2019; Kohan, 2019). ¿Cómo interpretar las conflictividades vinculadas a las relaciones de género entre adolescentes y jóvenes en un espacio pedagógico como la escuela? ¿La modalidad resulta igualmente válida para denunciar prácticas abusivas entre pares que en relaciones de una mayor desigualdad, como cuando median jerarquías laborales, económicas y/o intergeneracionales? ¿Qué hacer cuando esta práctica vulnera o pone en riesgo algunos derechos de los sujetos escrachados? ¿Es posible pensar que el escrache retroalimenta las conflictividades intrínsecas a la convivencia escolar y atenta contra otras estrategias de intervención pedagógicas?

Con el fin de evitar la tramitación de las conflictividades por esta vía, lxs directivxs de la escuela aquí analizada, acompañadxs por varixs docentes, preceptores y miembros del equipo de orientación escolar, intervinieron en la problemática interpelando a lxs alumnxs, especialmente a aquellxs con quienes ya existía un vínculo afectivo y de cierta consonancia en relación al abordaje de la ESI en el colegio. Si bien esta práctica de interpelación asumió diferentes modalidades (charlas formales e informales con distintos grupos, reuniones e intercambios con el centro de estudiantes y la comisión de género, inclusión del tema en los talleres de ESI), su estrategia argumental puede condensarse en la inscripción de la temática en una trama discursiva sensible al proyecto institucional: la oposición entre prácticas “pedagógicas” y aquellas que estos actores denominan “punitivistas”.

Los escraches y la convivencia escolar

Durante mi estadía en la escuela, algunos actores hicieron referencia a distintas jornadas de convivencia institucional y aun jornadas de convivencia intercolegiales, habida cuenta de algunos conflictos que se habían suscitado en espacios de encuentro entre estudiantes de distintas instituciones (como las clases de educación física, los lugares de recreación nocturna y algunos festejos vinculados a la cultura estudiantil). Sin embargo, interesa señalar que al momento de la emergencia de lo que una docente nombró como “el boom de los escraches”, el Consejo de Convivencia creado en 1993 con representación de los distintos actores de la escuela, había mermado su actividad. De acuerdo al “Proyecto de Gestión 2018-2022”, documento donde se plasman los lineamientos del equipo directivo, su desdibujamiento se debió a que con el paso del tiempo “se fue generando un progresivo desacople entre la complejidad y la urgencia de los conflictos cotidianos y los tiempos de funcionamiento del órgano colegiado que ya no podía dar las respuestas oportunas acordes a las nuevas necesidades”.13

Con el tiempo, dicho órgano de representación colegiado fue desactivado, propiciando en su lugar distintos dispositivos pedagógicos como salidas educativas, campamentos, festivales y otras actividades que tienden a reiterarse año a año y en las que se trabaja de manera más o menos deliberada en torno a la convivencia escolar. De todos modos, en estos casos lo que sucede es que, si bien se fomentan ambientes reflexivos y dialógicos, se trata de modalidades de intervención de lxs adultos (equipo directivo, preceptorxs, docentes, equipo de orientación escolar) y no de ámbitos donde lxs estudiantes cuenten con una representación deliberada que haga valer sus demandas y posicionamientos.

A esas acciones se suman otras tantas intervenciones situadas a partir de la emergencia de algún conflicto. Es lo que sucedió, por caso, cuando a comienzos de 2018 algunas alumnas decidieron crear un “espacio de mujeres” dentro de la escuela, como ya había sucedido en otras instituciones educativas de la ciudad. En un contexto de efervescencia del activismo feminista en torno al inédito debate en el Congreso de la Nación de un proyecto que se proponía la legalización del aborto, la conformación de un espacio propio de estudiantes mujeres en el colegio conllevaba implícito, desde la interpretación de algunxs adultxs, el riesgo de hacer emerger también en esta escuela la modalidad de los escraches que se expandían vertiginosamente en otras instituciones educativas.

Ante esa situación, varixs docentes decidieron intervenir “preventivamente” cuestionando la idea y ofreciendo como contrapropuesta la conformación de una comisión de género. Eso permitiría incorporar cuestiones vinculadas a la diversidad sexual y algunos varones quizá se sintieran convocados a participar, a escuchar, a sensibilizarse en la temática. Y eso tal vez resultara mucho más transformador que seguir las acciones que se estaban dando en otras escuelas, donde las condiciones para hablar y ser escuchadas no eran las mismas. Efectivamente, pocos días después un grupo de chicas convocó a la conformación de una comisión de género. La primera asamblea se realizó en un pasillo del edificio, ya que la cantidad de alumnxs desbordaba la capacidad del salón donde funciona el centro de estudiantes. De acuerdo a las jóvenes entrevistadas el espacio tuvo una actividad bastante intensa ese primer año, que luego fue mermando poco a poco, aunque sin llegar a disolverse formalmente.

Tal como lo han señalado distintos trabajos, el género y la sexualidad han impactado de lleno en los procesos de regulación de la convivencia en los contextos escolares (Núñez y Báez, 2013; Núñez et al, 2019). Dentro de la participación estudiantil se ha destacado en los últimos años la conflictividad en torno a la vestimenta y las violencias por razones sexogenéricas en el ámbito escolar. Conflictos que han puesto de relieve las diferentes y desiguales regulaciones en la vestimenta y la corporalidad, ancladas en una división binaria entre varones y mujeres (Núñez y Báez, 2013; González del Cerro, 2019), así como en una ausencia o débil incorporación de las críticas feministas y del movimiento de la disidencia sexual al carácter binario, heteronormativo y patriarcal de los códigos tanto explícitos como tácitos de convivencia escolar.

La impronta descentralizada que caracterizan al feminismo y algunas prácticas juveniles mediadas por las lógicas de la digitalización vuelven especialmente dificultosa la regulación de las formas de participación estudiantil, aun en una escuela en la que dicha participación está ampliamente mediada por el mundo adulto y por una cultura política interna que prioriza los canales institucionales previstos para la resolución de la conflictividad escolar. Esta discursividad crítica, que en buena medida se procesa por fuera de los ámbitos escolares, se activa luego en estos contextos y genera tensiones frente a las cuales los actores institucionales se ven compelidos a intervenir.

Los escraches y el “cuidado de todos”

La primera vez que conversé sobre los escraches con Gabriela,14 la directora de la institución, fue enfática en afirmar que “la escuela es un espacio de cuidado de todos. Y por lo tanto hay que resguardar a todas las partes”. Acorde con ese criterio, ella situaba el abordaje de las conflictividades en lo relativo a las relaciones de género entre estudiantes dentro de las “políticas de cuidado” del colegio que, según remarcaba, excedían lo referente al género y la sexualidad. En la misma línea señaló que, además de la ESI, son las leyes “de niñez15 y de educación16 las que me dan las coordenadas de intervención”. De ahí se deriva que el principal propósito de la institución debe ser garantizar el “derecho a la educación de todos”.

Antes de avanzar en la descripción analítica del punto de vista de Gabriela acerca de los escraches, es preciso decir algo más general sobre su estilo de gestión, que distintxs informantes definieron como “anticipatorio”.17 A partir de la consulta a distintas personas, por lo general docentes e investigadorxs de la Universidad Nacional de La Plata que ella considera referentes en distintas áreas, busca asumir rápidamente una política de intervención ante cada conflictividad emergente. Es lo que sucedió cuando se produjo “el boom de los escraches”: distintos colegios céntricos de la ciudad habían experimentado conflictos a partir de la multiplicación de esta modalidad de acción directa, con efectos que llegaron, según me relataron distintxs informantes, a situaciones cercanas al linchamiento de algunos estudiantes e incluso hubo alumnos que debieron cambiarse de institución debido a las dinámicas de interrelación suscitadas en la cotidianidad escolar a partir de haber sido escrachados. Frente a la acelerada propagación de esta práctica en distintos colegios, en algunos de los cuales (como mencionamos previamente) se habían creado sitios virtuales para denunciar públicamente conductas de violencia sexista padecidas en el marco de la experiencia escolar, las autoridades de la escuela, con Gabriela al frente, decidieron delinear estrategias de intervención.

Al tratarse de una temática emergente, se volvió un desafío colectivo encontrar las herramientas conceptuales para interpretar el fenómeno y abordarlo en consonancia con los lineamientos del proyecto institucional. Al indagar unos meses más tarde en torno a ese proceso deliberativo más o menos informal, pude relevar la recurrencia de ciertas referencias manifestadas por distintxs informantes. En primer lugar, varixs entrevistadxs destacaron la advertencia de la antropóloga Rita Segato (esbozada en distintas entrevistas periodísticas) acerca del riesgo de que los escraches terminen alimentando una “racionalidad punitivista” que, lejos de cuidar y reparar a las víctimas, ni mucho menos transformar el sistema sexogenérico vigente, termine aislando las situaciones (y eventualmente a los victimarios) de toda la trama sociocultural que constituyen su condición de posibilidad. Asimismo, en varias ocasiones me refirieron al artículo de Mara Brawer y Marina Lerner ¿Qué hace la escuela con el reclamo de las pibas?18 y al de Eleonor Faur Del escrache a la pedagogía del deseo,19 ambos publicados en la revista digital Anfibia a fines de 2018 y principios de 2019 respectivamente. En una de las entrevistas realizadas, incluso, un miembro del equipo directivo me entregó una copia del trabajo de Brawer y Lerner, como si se tratara de un documento formal donde se definiera el encuadre institucional.

En suma, a partir de estas y otras referencias conceptuales el posicionamiento asumido por las autoridades de la institución podría resumirse en dos aspectos que me formulara la propia Gabriela. Luego de aclarar que ella no se involucraba en “la discusión escrache sí/escrache no”, sino que le interesaba pensar el tema “para mi contexto específico, que es la escuela”, señaló que “del mismo modo que para mí ningún pibe nace chorro, ningún pibe nace abusador”. En este sentido, dado que la escuela trabaja con “sujetos en formación” ella considera que el abordaje de las conflictividades debe ser siempre “pedagógico y no punitivo”.

Al advertir reiteradas veces en mi indagación este planteo, me interesó explorar un poco más en los sentidos que se anudaban en la categoría de sujetos en formación, así como en la distinción (presentada como dicotomía) entre pedagogía y punición. Con respecto al primer punto, un razonamiento que advertí en varixs informantes consistía en establecer que no se pueden interpretar del mismo modo las relaciones intergeneracionales que los vínculos entre pares. En este sentido, la directora me decía en una de nuestras conversaciones (luego lo escucharía en otras personas entrevistadas): “una cosa es con mayores de edad y otra con chicos que por ahí están teniendo su primer acercamiento sexual, donde se mezclan muchas cosas y se los acusa de abusadores o acosadores y quizá es que no saben ni cómo manejarse”. De ahí que ella prefería hablar, según precisó, de “prácticas no consentidas” antes que “abusivas”.

En el mismo sentido, una de las docentes del equipo de ESI me planteó que algunas veces lo que se denuncia como abuso es un acto “vinculado a una situación de levante, de cortejo, que capaz el pibe piensa que está bien avanzar así [denotando, con el gesto corporal de “sacar pecho”, una actitud dominante], que es lo que corresponde para un varón”. Como parte del abordaje pedagógico de la temática, el consentimiento formaba parte de los ejes trabajados en los talleres de ESI en esta escuela. En una de las clases que presencié, esta misma profesora les planteaba a sus estudiantes: “El consentimiento no es decir que sí o que no, querés o no querés; es una relación, es algo que se va construyendo. Hay que ir construyendo relaciones consentidas. Es un proceso”.

Esto último se conecta con el otro aspecto en el que me interesó ahondar: la oposición entre lo pedagógico y lo punitivo. Repasando los discursos relevados que operan sobre la base de esta distinción, puede decirse que en el segundo polo se ubica a aquellas conductas guiadas exclusiva o prioritariamente por la voluntad de sancionar, en tanto que su reverso serían aquellas prácticas que asumen una apuesta formativa. De acuerdo a una profesora que se involucró especialmente en esta discusión, “lo más fácil es echar a un alumno, pero el tema es hacerse cargo, trabajar”. Para explicar el posicionamiento de la escuela frente a los escraches, la directora me decía en forma categórica: “acá si un pibe toma algo que no es de él, no llamamos a la policía. Apostamos a lo pedagógico. Bueno, en esto es lo mismo. Si algún pibe realiza una práctica abusiva, o no consentida (que es como preferimos llamarla), no lo denunciamos. Intervenimos de otra manera”.

De este modo, las autoridades de la escuela lograron inscribir la problemática dentro de un criterio de inteligibilidad y gestión de la escolaridad más general, autodefinido como perspectiva de derechos y que opera sobre la base de una distinción entre pedagogía y punición. Enfoque al que adhieren muchxs docentes y estudiantes del colegio. Especialmente quienes tienen prácticas militantes dentro y/o fuera de la institución, que son también en algunos casos quienes asumen en la escuela un decidido activismo feminista.

Los escraches y sus “consecuencias negativas”

Para seguir explorando la incorporación de esta modalidad de acción directa en la experiencia escolar, en el marco de esta indagación también relevé el punto de vista de algunxs alumnxs en relación al tema. Para ello, además de observar sus intervenciones en algunas clases y en otras dinámicas de la cotidianidad escolar (recreos, festivales, radios abiertas), mantuve un conjunto de entrevistas individuales y colectivas con jóvenes que participaban activamente en el centro de estudiantes, realizadas en un salón reservado para su funcionamiento. En la medida en que la escuela posee distintos turnos (de cuarto a sexto año cursan a la mañana y de primero a tercero a la tarde), las asambleas del centro de estudiantes se realizan un día a la semana en el horario del mediodía que queda “libre” entre la salida de unxs y el ingreso de otrxs. Éste fue el ámbito en el que tuvimos uno de nuestros encuentros y en el que esbocé por primera vez mi interés en torno a la temática.

El salón en el que funciona el centro de estudiantes está ubicado en uno de los subsuelos del edificio escolar y durante 2019 lxs alumnxs decidieron asignarle un nombre formal: “Madres y Abuelas de Plaza de Mayo”, tal como reza la placa ubicada junto a la puerta de ingreso. En su interior, el lugar tiene las paredes y parte del techo completamente cubierto de nombres, frases y dibujos realizados por lxs estudiantes a lo largo de los años. El día de nuestra entrevista el salón estaba repleto de jóvenes (algunxs paradxs, otrxs sentadxs), agrupados en una suerte de ronda irregular en torno a una mesa larga ubicada en el centro. Inicialmente comenzamos conversando sobre la forma en que, de acuerdo a sus puntos de vista, en el colegio se abordaba (o no) la ESI. Si bien hubo algunos matices y contrapuntos, la mayoría coincidió en destacar el compromiso institucional y de algunxs docentes en particular con el tema. En cambio, cuando les pregunté concretamente por los escraches en la escuela, percibí inmediatamente gestos de incomodidad y algunas miradas cruzadas que interpreté como una dificultad para enunciar con claridad una postura consensuada al respecto. Finalmente quien tomó la posta fue Gaspar, uno de los principales referentes políticos del espacio. “Hubo un mes caótico, con muchas denuncias, pero eso se pudo contener. Se trabajó muy bien desde la institución. A diferencia de otras escuelas […], donde todo se fue de las manos”, fue su primera semblanza. La mayor parte de sus compañerxs asintió con la cabeza, aunque también pude observar gestualidades que no expresaban total afinidad con ese enunciado.

Tal como ya me había sucedido en la conversación con otros actores institucionales, lxs estudiantes comenzaron relatándome las “consecuencias negativas” que tuvieron los escraches en otros colegios. Me comentaron, por ejemplo, de una escuela donde se realizó un “escrache falso. Al manifestar mi incomprensión por lo que me decían, un alumno decidió explicármelo: “Se mezcló lo electoral. O sea, le dejaron un cartelito en el baño al que era candidato a presidente, […] que por eso debió bajarse y después nunca nadie se hizo cargo de esa denuncia. Era falsa y con fines electoralistas”. “Eso acá no pasó”, contrastó Gaspar. Cuando les pregunté por qué creían que acá había sido distinto, él mismo señaló: “porque las autoridades trabajaron bien para que no pase. Y nosotros también, dando contención”.

s allá de que me resultaba claro que estaban manifestando una consonancia política con los lineamientos trazados por el equipo de gestión de la escuela, seguí interrogando: ¿qué significaba que “las autoridades trabajaron bien”? Nuevamente fue Gaspar el que esgrimió los argumentos: “por ahí el que era escrachado también es menor de edad y hay una ley de niñez que lo ampara y además tiene el derecho a terminar la secundaria”. Su respuesta evocaba, casi en los mismos términos, la postura contraria a avalar los escraches argumentada desde un enfoque de derechos que ya me había planteado la directora del colegio.

Sin embargo, al conversar posteriormente con algunas de las chicas a quienes durante esta entrevista grupal creí advertir algo incómodas con las posturas planteadas, pude relevar algunos desplazamientos semánticos que permiten al menos complejizar el acuerdo aparente en torno al tema.

“La piba siempre va a seguir siendo la víctima”

Algunas semanas más tarde de esa primera entrevista grupal volví al mismo salón para conversar con tres de las alumnas que habían estado en ese encuentro. Además de participar del centro de estudiantes, estas estudiantes habían estado en la conformación de la ya mencionada comisión de género que había tenido una intensa actividad durante 2018. Para el momento de nuestra entrevista, a fines de 2019, su efervescencia había disminuido aunque sin llegar a disolverse formalmente. Me interesaba indagar en torno a su creación y a su funcionamiento, pero fundamentalmente quería conversar acerca del vínculo entre su militancia política en la escuela y su adscripción al movimiento feminista (las tres se definían feministas y habían participado del 34° Encuentro Nacional de Mujeres realizado en La Plata unos días antes). ¿Formaban parte de una misma y sola cosa? ¿Era posible establecer consonancias y disonancias entre esas experiencias militantes? ¿Qué ocurría, por ejemplo, con consignas como “Yo te creo, hermana”, surgida al calor de la masificación de los feminismos y establecida como aval tácito hacia el testimonio de una mujer que decide denunciar una práctica abusiva, mientras en simultáneo en las reuniones del centro de estudiantes se hablaba de “escraches falsos”?

De diversas formas y en distintos momentos, las tres estudiantes coincidieron en que el tema de los escraches les resultaba complejo y en algún punto contradictorio. Al mismo tiempo, pude advertir en sus palabras distintas acentuaciones que me interesa poner de relieve. Por caso, Pilar, estudiante de quinto año, comenzó la charla señalando, tajante: “Yo estoy en contra”. Por mi parte, con el fin de ahondar un poco más en los matices, sugerí si no era posible pensar que, más allá de que cada quien pudiera posicionarse a favor o en contra de los escraches, su misma existencia estaba reflejando algo que los suscitaba y que de alguna manera quedaba ocluido a partir de desplazar el foco exclusivamente hacia esta práctica. A lo que la misma joven respondió: “Sí, los escraches reflejan algo. Pero qué hacemos con eso. Eso es lo importante”. Por su parte, Manuela, que cursaba el cuarto año, planteó que su postura era relativa a las posibilidades de cada contexto institucional: “a lo mejor en otras escuelas no está la posibilidad de hablar”. En ese sentido, prefería evitar ser taxativa al respecto. Flor, de quinto año, se mostró de acuerdo con ella y precisó algunas de las situaciones vividas por alumnas de otros colegios que decidieron realizar un escrache. “No les quedó otra, la escuela no hacía nada”, puntualizó.

Resulta interesante destacar que si bien las tres coincidían en “la posibilidad de hablar” que tenían las jóvenes en este colegio, ninguna de ellas contaba para eso con el equipo de orientación escolar que, de acuerdo a las autoridades de la escuela, sería un ámbito propicio para hacerlo. En cambio, sí sentían como una referencia cercana a las docentes encargadas de los talleres de ESI, a las que en un momento de la charla Manuela nombró como “las pibas de ESI”. En este sentido, puede decirse que el lazo afectivo y de confianza pedagógica construido a partir de ese espacio curricular fue constituyéndose en una herramienta validada por algunxs estudiantes para el abordaje de distintas conflictividades desde el enfoque trazado por el proyecto institucional, aunque no siempre a través de los mecanismos previstos formalmente por la propia institución.

Las tres coincidieron en que en esta escuela había pocos escraches y que ello se debía tanto a las condiciones de escucha que tenían las estudiantes (“la posibilidad de hablar”), como al hecho de que “también se habla mucho con los chicos, con los varones. Por cualquier cosa ya se habla, entonces no se espera que pase a mayores”, como sintetizó Manuela.20

Posteriormente conversé a solas con Manuela para ahondar en relación a ciertos reparos que creía advertir en sus palabras respecto de la política institucional y del propio centro de estudiantes contraria a los escraches. Ella volvió a ser enfática en que “si está la posibilidad de hablarlo, no está bueno el escrache”. En eso ella coincidía “plenamente” con las autoridades de la escuela. “Yo creo que si vos le preguntás a las chicas que escracharon si hubieran querido que sea de otra forma, te dirían que sí”, añadió. Aunque, según precisó, “no siempre se puede hablar”, y agregó que en todas las circunstancias, haya habido o no condiciones óptimas para abordar el tema de otro modo, lo principal era “contener a la piba”.

Aunque en su relato reaparecería una y otra vez el término contención al que ya había hecho referencia Gaspar durante la entrevista grupal con el centro de estudiantes, creo importante señalar que en este caso se observa un desplazamiento semántico nada menor. Si en mi primera entrevista con todo el grupo esta noción fue empleada en consonancia con el lineamiento institucional de intervenir “de otra manera” en relación al conflicto, en el caso de Manuela el énfasis estaba puesto en brindar un apoyo emocional a la piba que decidió hacer pública la situación padecida, coincidiera o no con su decisión. Al referirse a este aspecto enunció el término “sororidad” y sentenció, explicitando su inscripción en cierta discursividad feminista: “la marea verde te da contención”.

En un momento de la conversación le pregunté si al pibe que era escrachado no había que contenerlo. Manuela me dijo: “sí, también. No hay que hacerle la cruz. Porque va a seguir viviendo en la ciudad, lo vamos a seguir viendo. Pero para los pibes es más fácil”. A modo de ejemplo, me contó que su hermana va a otro colegio de la ciudad en el que un alumno que fue escrachado “camina por los pasillos de la escuela con toda la impunidad, incluso los directivos lo re contuvieron, más que a la piba por ahí”. Y sentenció, marcando con claridad el punto en el que la política institucional encontraba un límite en su capacidad de brindar las coordenadas de interpretación del fenómeno para esta joven: “la piba siempre va a seguir siendo la víctima”.

Reflexiones finales

En las páginas precedentes procuré reconstruir y analizar algunos debates, tensiones y paradojas en torno a la producción situada del estatuto de víctima a partir de la emergencia de los escraches por razones de violencia sexista en un colegio secundario de la ciudad de La Plata. El análisis permite advertir que, si bien en tanto género discursivo los escraches establecen una distinción nítida entre víctima (quien escracha) y victimario (quien resulta escrachado), su incorporación a la experiencia escolar en una trama institucional con códigos, tradiciones, jerarquías y lazos afectivos específicos implicó una serie de desplazamientos semánticos y apropiaciones situadas que interesa volver a poner de relieve en este apartado final.

El relevamiento realizado da cuenta de una divergencia intergeneracional en el modo de interpretar las conflictividades vinculadas a las relaciones de género entre lxs jóvenes. Para varixs de lxs adultxs con lxs que conversé era preciso distinguir entre conductas abusivas y aquellas otras prácticas no consentidas pero que quizá obedezcan más bien a que se trata de sujetos en formación que están haciendo sus primeras experiencias de cortejo. A su vez, la asunción de un abordaje pedagógico de estas conflictividades devino en la incorporación del consentimiento como un eje clave de intervención institucional. En este aspecto, las chicas son concebidas como corresponsables en la gestación de relaciones consentidas, tensionando así una representación tradicional de los vínculos amorosos (y sus conflictividades) donde la mujer asume siempre un papel pasivo y el hombre un rol activo.

La descripción analítica realizada permite observar que la estrategia de intervención en las conflictividades vinculadas a las relaciones eróticas y afectivas entre lxs jóvenes logró cierta validación por parte de algunxs estudiantes a partir de su anudamiento conceptual con dos principios centrales del proyecto institucional: el enfoque de derechos y la oposición entre lo pedagógico y lo punitivo. En este sentido, aun cuando se reconozca la existencia de prácticas abusivas o no consentidas, el desafío asumido consiste en tratar de revertir esas conductas a partir de estrategias pedagógicas. Así, el punitivismo (entendido como un tipo de intervención movilizado fundamentalmente por una voluntad sancionatoria) es visualizado como un prisma que individualiza el problema y lo aísla de la trama cultural que opera como su condición de posibilidad.

Por su parte, puede decirse que en líneas generales lxs estudiantes entrevistadxs coincidían con estos lineamientos trazados por las autoridades de la institución, reconociendo tanto el compromiso con la implementación de la ESI (fundamentalmente a partir de los talleres y las acciones de algunxs docentes) como las condiciones de escucha que, de acuerdo a ellxs, no existían en otras escuelas. La posibilidad de hablar, así como la intervención decidida ante cada conflicto sin dejar que pase a mayores parecerían constituir aspectos cruciales para comprender el apego de muchxs estudiantes a los criterios establecidos por las autoridades, aun a costa de poner en tensión algunas consignas del activismo feminista como “al macho, escracho” de las que no todxs se sentían tan lejanxs. De este modo, el artículo permite advertir que los acuerdos de convivencia no se restringen a los mecanismos formales estipulados, sino que existe toda una trama más compleja y subrepticia que incide en su determinación: compromisos institucionales, lazos afectivos, tradiciones, posicionamientos políticos, liderazgos.

Las entrevistas con algunas de las chicas que participaban en el centro de estudiantes nos permitieron advertir asimismo algunas tensiones con los criterios institucionales. Aun con matices y distintas acentuaciones entre ellas, en algunos pasajes del testimonio de estas jóvenes puede advertirse un disenso con la interpretación de las autoridades de las conflictividades entre pares como si se tratara de relaciones entre iguales. De algún modo, estas alumnas ponían de relieve que esa lectura tácita de los vínculos entre jóvenes desconocía el carácter asimétrico de las relaciones de género. En ese sentido, aun cuando efectivamente admitían que los escraches podían impactar negativamente en los sujetos involucrados, su postura era fundamentalmente de contención emocional a la piba, quien “siempre va a seguir siendo la víctima”, como dijera una estudiante.

Divergencias y tensiones que pueden comprenderse a partir de la existencia de “lazos contrapuestos” entre el apego al proyecto institucional (en particular al compromiso con la ESI y el enfoque de derechos) y la adscripción a una discursividad social que ha tematizado el compromiso feminista a partir del apoyo casi automático a aquellas mujeres que denuncian públicamente una situación de abuso o violencia de género, asumiendo que pese a su recurrencia y ubicuidad estas situaciones tienden a quedar impunes. A su vez, estas tensiones ponen de relieve una paradoja inherente al sistema educativo, acaso potenciada en instituciones con un alto nivel de politización: la pretensión de alentar el apego a las normas y, en simultáneo, la autonomía de sus individuos (Núñez et al, 2021).

Allí es donde la tarea de reconstruir las perspectivas nativas asume un carácter estratégico, puesto que posibilita aproximarse a la comprensión de una trama relacional, en la multiplicidad de sus pliegues, sin asumir a priori las posiciones en pugna. En este caso, esta suspensión normativa o prescriptiva permite comprender que la discusión en torno al estatuto de víctima se produce, en este colegio, entre posiciones situadas que se enuncian (todas las aquí analizadas) desde una discursividad feminista, aunque con distintas acentuaciones y apropiaciones de ese campo semántico. Lo que pone de relieve que los términos y las posiciones de toda disputa, al igual que la condición de víctima, se definen (y se comprenden) siempre en su propio contexto de discusión.

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1 Instituto de Investigaciones de Estudios de Género. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Universidad de Buenos Aires. guiromero10@hotmail.com. Orcid 0000-0002-2538-7083.

2 En este artículo empleo la “x” para evitar el uso del “masculino genérico” que considero una marca del sexismo en el lenguaje.

3 En tanto involucran dimensiones legales y culturales que en términos analíticos es preciso distinguir, dejo de lado en este trabajo la discusión en torno a los escraches hacia y entre personas adultas.

4 Investigación realizada en el marco de una Beca Postdoctoral financiada por el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) con sede en el Instituto de Investigaciones de Estudios de Género (IIEGE) de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.

5 Es importante remarcar que esta ley forma parte de una trama más amplia que ha reconfigurado el marco normativo vinculado a la protección de los derechos sexuales reproductivos y no reproductivos a partir del retorno de la democracia al país en 1983.

6 En comparación, y debido fundamentalmente a los consensos políticos y sociales alcanzados hasta el momento de su sanción, la ley nacional tiene un enfoque más amplio e indeterminado (Esquivel, 2013; Romero, 2017).

7 Distintas zonas del edificio escolar dan cuenta de este activismo, plasmado en carteles, murales o pintadas. Algunas de estas acciones llevan la firma de la “comisión de género” conformada en la escuela durante el año 2018 como un espacio independiente del centro de estudiantes. A estas actividades se suman otras tantas como festivales, radios abiertas e intervenciones en actos escolares.

8 “Marea verde” fue el término con el que se nombró (y se nombra) en Argentina a las masivas movilizaciones a favor de la legalización del aborto, protagonizadas fundamentalmente por mujeres, muchas de ellas portadoras de pañuelos (y otras vestimentas) verdes, el color de la campaña nacional por el derecho al aborto, legal, seguro y gratuito.Transitivamente, el término se emplea también (como en este caso) para hacer referencia a la masificación del movimiento feminista.

9 Se trata de Ariell Carolina Luján, denunciante de Cristina Aldana (líder de la banda El otro yo), contra quien ya había presentado una denuncia penal en 2011 que recién en esta nueva coyuntura alcanzaría repercusión pública. El blog Ya No Nos Callamos Más sirvió en una primera instancia para agrupar a las mujeres que hubieran sufrido algún tipo de violencia por parte del músico, varias de las cuales formalizarían luego su denuncia en el poder judicial. Finalmente en julio de 2019 Aldana fue condenado a 22 años de prisión por el delito de abuso sexual y corrupción de menores contra varias mujeres.

10 Esta denuncia pública fue realizada en el marco de una conferencia de prensa realizada por el colectivo Actrices Argentinas en el horario central (“prime time”) de la televisión, alcanzando resonancias mediáticas y sociales sin precedentes en el país.

11 Los grafitis y pequeñas leyendas colocados en lugares estratégicos de los edificios educativos no resultan una novedad (Blanco, 2014), aunque su inscripción en este proceso de politización del género a partir de la utilización de ciertos hashtags y consignas les aporta un renovado espesor simbólico.

12 Valga la aclaración en tanto varias de las mujeres que llevaron adelante algún tipo de escrache se desmarcan de la categoría de víctima y aun quienes la utilizan no siempre le asignan los mismos sentidos. Así, por ejemplo, retomando a Susana Velázquez, Palumbo y di Napoli adoptan “la designación de sobreviviente en lugar de la de víctima, ya que incluye además de la sumisión la posibilidad de resistencia y recuperación. La perspectiva del sobreviviente, si bien sigue estando dentro de una lógica de la victimización coloca dentro de la escena violenta los recursos que la mujer empleó para defenderse y desviar las intenciones del agresor” (2019, p. 22). En este sentido, el propio escrache es presentado, en ocasiones, como parte de ese agenciamiento femenino.

13 Resulta interesante destacar que en dicho documento el desacople temporal que se remarca no alude a la tan mentada “dislocación entre jóvenes y escuelas”, expresada en la creciente “ampliación del contraste entre la sociabilidad juvenil del tiempo presente –percibido como inmediato y cercano– y la temporalidad ordenadora y planteada como etapas secuenciales de preparación para el futuro inherente a la propuesta escolar” (Núñez, 2019: 187). Lo que el documento pone de relieve, en cambio, es la dificultad de abordar temáticas emergentes en toda su complejidad y con la celeridad que requieren en relación a los tiempos que supone la puesta en acto del Consejo Consultivo de Convivencia.

14 Todos los nombres utilizados fueron cambiados para resguardar el anonimato de mis informantes y demás personas protagonistas de las prácticas analizadas.

15 Refiere a la ley nacional 26.061 de protección integral de los derechos de las niñas, niños y adolescentes y la ley 13.634 de la promoción y protección integral de los derechos de los niños de la Provincia de Buenos Aires.

16 Refiere a la ley de educación nacional Nº 26.206 y la ley de educación 13.688 de la Provincia de Buenos Aires.

17 En relativa consonancia con esta definición, una docente definió al equipo directivo del colegio como “pasillero”, en el sentido de un constante deambular por el edificio que le permite captar ciertas dinámicas emergentes y lograr una rápida intervención.

18 Las autoras comprenden los escraches como expresión paradigmática de una profunda resignificación de las relaciones de género en años recientes, lo que llevó a interpretar como abusivas prácticas cotidianas que hasta hace poco estaban naturalizadas. El trabajo pretende hacer un aporte para pensar cómo acompañar e intervenir en este proceso como adultxs y docentes (Brawer y Lerner, 2018).

19 El trabajo se basa en un relevamiento amplio realizado fundamentalmente a partir de entrevistas con estudiantes y docentes de dos escuelas preuniversitarias de la ciudad de Buenos Aires en torno a las dinámicas de interrelación acontecidas a partir de la reinterpretación de los códigos que regulan las relaciones eróticas y afectivas entre lxs jóvenes (Faur, 2019).

20 La intervención institucional sin esperar “que pase a mayores” quizá pueda tener un sentido semejante a la caracterización del estilo de gestión de la escuela como “anticipatorio”.