Conceptos Históricos

El mito del buen zar

El aporte de Hans Blumenberg a la comprensión de las fuentes históricas

Claudio Ingerflom

cingerflom@unsam.edu.ar

Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas-Universidad Nacional
de San Martín, Argentina

El propósito del artículo

El modesto fin de estas páginas es contribuir a poner en evidencia de que manera las premisas teóricas blumenguerianas pueden contribuir a comprender fuentes históricas que se resisten a la historia positivista. Blumenberg desanuda cadejos de palabras y hechos que obturan el abordaje esencialista, evolucionista y teleológico del pensamiento, en particular cuando éste no se inscribe en la racionalidad moderna. Intentaré demostrar en un caso concreto, cuál es la razón del mito y su doble función como índice de una estructura histórica y como factor emancipador en ella. El trabajo sobre el mito, que no es sólo un título famoso de Blumenberg, sino una elaboración teórica y pedagógica sobre cómo abordarlo, permite esclarecer esa doble función, ofreciendo una interpretación antiesencialista que recupera la historicidad del mito. Al mismo tiempo cobra evidencia una convergencia fundamental entre Blumenberg y Koselleck.

El tema

El Zar ruso ha conocido una sacralización desconocida en el occidente cristiano. En este último, la ficción de los dos cuerpos del rey dejó al cuerpo físico desprotegido de la cobertura divina.1 La consecuencia lógica fue, por un lado, la posibilidad de criticarlo, puesto que era un ser humano, por alguna política que el pueblo o alguno de sus estamentos consideraba nefasta para sus intereses. Por el otro lado, la dignidad, el estatuto político de la función quedaba fuera de la crítica, abriendo así el camino a una posibilidad que se concretizó: la abstracción y despersonalización del poder político, factor sine qua non para la construcción estatal. En Rusia ese proceso no ocurrió. Bajo las plumas de los escribas de la Iglesia ortodoxa, la sacralización impregnó el cuerpo del monarca, desde el primer Romanov a principio del siglo XVII,2 para culminar en el siglo XIX cuando todo lo que concierne al Zar, no solo su poder, sino su cuerpo, su voluntad, la sangre de su esposa, es calificado como “santo”.3 Sobran los testimonios de la adhesión colectiva, no únicamente del campesinado, como se infiere a veces de la historiografía, sino también de las élites a esta sacralización.4 Resultó ser un muy exitoso dispositivo simbólico de dominación. Acompañado por supuesto de dispositivos fácticos como la servidumbre, recién abolida en 1861. Al mismo tiempo, la exigencia de una adhesión religiosa impuso hasta muy tarde –si hay que ponerle una fecha, diría hasta vísperas de la revolución de 1905– que la resistencia adquiriera también religiosidad. Oponerse a un Zar isomorfo con Dios era oponerse a Dios. Difícil. La creatividad popular encontró la salida: el Zar sobre el trono era falso. Era un autonombrado. Su cuerpo físico no era el elegido por Dios, por lo tanto, perdía su sacralidad y con ella su dignidad, su estatuto de monarca. Mientras el rey inglés podía ser un mal rey, pero seguía siendo rey porque el hombre físico y el delegado de dios eran distintos, el Zar ruso en cambio, no podía ser un mal Zar. Era un buen y justo Zar o no era Zar. En esta situación la crítica solo apuntó al cuerpo físico, antropologizó al Zar, esperando que aparezca el auténtico. La política del monarca salía indemne porque era atribuida a un usurpador, la criatura del Anticristo en el trono. Señalemos dos consecuencias. Primero, prisionera de la sacralización del monarca, tanto en el discurso oficial como en el de la resistencia, la política no se autonomizó con respecto a la religión. Segundo, como la autenticidad de prácticamente todos los Zares fue puesta en duda, estos no escaparon a lo que podemos llamar su antropologización, o sea a su desacralización. Conocemos el resultado: desde la aparición del primer falso Zar a principios del siglo XVII, que se hizo pasar por Dimitri, el hijo ya fallecido de Iván el Terrible, varias centenas de personajes irrumpieron en la historia rusa, pretendiendo ser el Zar o alguno de sus hijos. En casi todos los casos pretendían haberse salvado del complot de los nobles que se oponían a la supuesta voluntad monárquica de emancipar al campesinado de la servidumbre. Fueron utilizados en grandes insurrecciones populares como la encabezada por Stepán Razin en el siglo XVII o las dirigieron como fue el caso de Emelian Pugachev, falso Pedro III, en el siglo XVIII. A veces, estos personajes perseguían objetivos tan simples como techo y comida porque en general eran bien recibidos por la población. También provocaron desórdenes o revueltas locales hasta principios del siglo XX. Luego hubo falsos Lenin, Trotsky, Bujárin, y otros. Este fenómeno llamado en ruso “autonombramiento”, es señalado en la historiografía como una de las manifestaciones del mito del buen zar. Al mismo tiempo, el pueblo no se privó de acusar al monarca en el trono de ser un usurpador o de haberse nombrado él mismo.5

El estado de la cuestión

“El mito del buen Zar” es el nombre que la creencia en que el Zar es bueno o no es Zar recibió en la historiografía. Esta lo extiende desde principios del siglo XVII hasta nuestros días, incluyendo el culto a la personalidad de Stalin. Desde su nacimiento como disciplina en Rusia, durante la primera mitad del siglo XIX, hasta hoy, la historiografía explicó esa creencia por el “monarquismo ingenuo” o por las “ilusiones monarquistas”, ambas fórmulas fundadas sobre la misma premisa teórica, el evolucionismo6 o sea, el creer que el Zar era naturalmente bueno y justo. Una profusa literatura que en Occidente o en la URSS apelaba al “atraso” de un pueblo ignorante y proclive a la tontería para explicar. En 1976 se publicó el libro, que se transformaría en un clásico, del historiador norteamericano Daniel Field. El autor confrontó con el racismo historiográfico y su “estereotipo del estúpido campesino”. Puso en evidencia la similitud entre el razonamiento arcaico y el moderno. Pero intentando así mostrar que el pensamiento popular campesino en particular, de los siglos anteriores no era “atrasado”, al no desfamiliarizar el pasado, perdió de vista la alteridad. Entonces, inserto en una historia lineal del pensamiento, ocupando un escalón inferior con respecto al de nuestra comprensión, el evolucionismo sigue orientando la interpretación.7 El veredicto, tanto de la historiografía tradicional como el del propio Field es dominante hoy todavía: “el mito es falso porque el monarca era el verdadero y último responsable de las desdichas del pueblo”. Sorprende el desfasaje epistemológico entre esta conclusión y lo que los estudios sobre el mito han mostrado desde hace mucho tiempo: el mito no es ni verdadero ni falso. Sin embargo, más allá de este postulado teórico general, debemos descender a lo particular para analizar el caso concreto del mito del Zar.

Formulemos esta interrogación: ¿Qué es lo que se resiste a nuestro entendimiento en el fenómeno del auto-nombramiento? Es decir, el de los individuos que se designaban Zares y conseguían el apoyo popular. La ambición de esta pregunta orienta la investigación en una dirección opuesta a aquélla que procura establecer el grado de verosimilitud del discurso del pasado partiendo desde nuestra verdad, desde los límites históricos de nuestros conceptos. La respuesta a la interrogación exige, al contrario, recuperar la disparidad con aquello que nos es extraño, entender la distancia y dejar a la sorpresa la posibilidad de escandir nuestro lenguaje conceptual, disfrutar del hiato que podría ser profundizado allí para intentar reconstruir en ese espacio de incertidumbre las conexiones conceptuales y simbólicas del discurso popular de los siglos anteriores.

¿Desde dónde abordar el mito?

Una observación de Field sobre el paralelo entre el mito de la cristiandad y el mito del buen Zar autoriza a pensar que se refiere a un mito strictu sensu sin por ello excluir su uso como una casi metáfora para señalar una idea errónea.8 Mito, creencia, fe, ingenuidad popular, monarquismo ingenuo, o ingenuo y popular aparecen como términos equivalentes.9 Su diversidad es superada y reducida a un solo significado por el adjetivo “falso” — “el mito del buen Zar era falso”10 — lo que, inevitablemente, rebaja la comprensión a glosar sobre las ilusiones y la ingenuidad.11 También se intentó explicar “objetivamente” el mito del Zar con “algunas bases objetivas” de la realidad: la llamada “demagogia” zarista o los raros actos legislativos que beneficiaron al campesinado.12 Según Perrie, “El mayor problema con el mito del Zar, para los historiadores y otros especialistas que buscan investigarlo, ha sido su falsedad básica, ya que el monarca ruso no era el benefactor de su pueblo, sino que tenía la responsabilidad final, como jefe de estado, de su explotación y opresión”.13 Recordar la responsabilidad del zarismo frente a la autorizada falsificación actual del pasado en Rusia, que incluye una gran dosis de nostalgia por el zarismo es bienvenido. Pero, esa realidad tangible, sobre la que la razón moderna posa su mirada, ¿es la del mito?

“Nemo contra deum nisi deus ipse”14

“Nada contra Dios excepto Dios mismo” dice el apotegma goethiano. Podemos, en efecto, abordar el mito desde otras premisas, no comprometidas con el paradigma de la irreversible progresión del mito al logos. En ese paradigma, el mito es una etapa en el desarrollo del espíritu humano: es provisorio, presentado en su terminus ad quem o la posición a la que llega, entendida además como “falsa”. El mito es leído teleológicamente como un paso hacia la etapa siguiente, científica.15 La otra manera de leer el mito es tomando distancia de la teleología, abordándolo no desde su imperfección, comprendida como inmadurez conceptual, o sea desde su posición de llegada, sino al revés, desde su terminus a quo, su límite inicial, desde donde parte el mito, para poder comprenderlo sin deformar el aporte genuino del mito y su función.16

Si consideramos que la creencia “el Zar es bueno y justo” emerge de un mito, su análisis no teleológico, que respete a priori, aunque sea bajo la forma de hipótesis, la autonomía y legitimidad en sí misma del mito deberá partir de la interrogación sobre el tipo de realidad objeto de mito y su función en el mundo de la vida. En 1732, el siervo Timofei Truzhenik afirmó ser el zarévich Alexis, el hijo mayor de Pedro el Grande asesinado por los esbirros de su padre, que estaba convencido de la participación de su hijo en un complot. Ante la desconfianza de los campesinos, los exhortó a interrogar sobre su autenticidad a la Madre Tierra Húmeda. Se convocó a varios brujos. El primero, habiendo escrutado la tierra húmeda, reconoció en Truzhenik al zarévich. Repitieron la operación con otros brujos y obtuvieron el mismo resultado. La teología política del zarismo afirmaba que el más allá otorgaba la dignidad monárquica. Una creencia que el pueblo tomó en serio, pero la ordenó según sus intereses, suscitando un hecho político: apeló a otro más allá –otro Dios– para afirmar otro poder a través de otra dignidad monárquica.17 Estamos en lo que Blumenberg consideraba la estructura misma del mito y su función: la división de poderes en su sentido más original y absoluto. Situado en la realidad del mito, Truzhenik actúa en y a partir de ella: fuerte de su legitimación por la divinidad, se presentó a las autoridades exigiendo ser llevado ante la emperatriz.18

La construcción de esa función del mito ya era perceptible en la insurrección dirigida por el cosaco Stepán Razin en 1669-1671. Luego de un levantamiento en nombre del Zar Alexis Mijáilovich para supuestamente protegerlo de sus boyardos que lo traicionaban, el discurso de los rebeldes adquiere más complejidad a medida que se acercan a Moscú con la voluntad de tomarla. Desaparece entonces la referencia al “Dios terrestre” (zemnoi bog) reinante, corpóreo y corruptible (tlennyi) o sea al Zar reinante y se invoca en su lugar a otro Amo (gosudar’: el término de la titulatura del Zar más usado), el zarévich Alexis Alexéievich, su hijo, fallecido, pero cuya muerte Razin niega, afirmando que se incorporó a las filas de los rebeldes. Estos juran fidelidad al zarévich. Pero este candidato al trono pertenece tanto al más allá, que nadie puede verlo, es incorpóreo, incorruptible (netlennyi),19 supuestamente oculto en las filas cosacas.

Al hacer invisible el cuerpo del zarévich, los insurrectos agencian una nueva figura soberana, alojada en el triple vacío que venían de producir: ignoran al Zar en el trono, lo privan de un nombre y crean un Amo sin cuerpo. Resucitan un muerto para contar con su propia figura soberana. Lo inventan, le dan otro nombre: “Nechái-Zarévich Alexis Alexéievich”. Es otro por la asignación correspondiente de las propiedades semánticas de “Nechái” a “Zarévich Alexis”; otro porque su realidad otra es la del pensamiento y la palabra revelada. Nechái es un sustantivo, el adjetivo nechaiannyi significa “llegó antes de lo esperado”, “aquel al que no se esperaba”, “revelado”, como el ícono de “La alegría inesperada” (Necháiannaia radost) de la Virgen. Al nombrarlo, los rebeldes presentifican al zarévich, pero al nombrarlo de otro modo, elevan su dignidad. Un no-cuerpo-revelado, enviado por el Cielo: más que con un inventado y corpóreamente inexistente falso hijo del Zar, es con otra divinidad que los oprimidos afrontan al Dios terrestre y a través de él, al celeste. “Sólo un Dios puede contra otro Dios” es la versión del apotegma goethiano que se juega aquí y es casi el título de la parte 4 de la monumental obra de Blumenberg sobre el trabajo del mito: “Sólo un Dios contra un Dios”.

La contribución del mito a la política

La figura inventada es una presencia-vacante puesto que reafirma el mito y simultáneamente, su cuerpo es invisible: la divinidad está presente, es un mundo en el que los que participan son actores, descalifican al Zar en el trono y le inventan un heredero divino que no se encarna, para reservarse la posibilidad que sea uno de ellos, su jefe Razin por ejemplo, el que sin presentarse como hijo del Zar, es decir con legitimidad social y no divina, ocupe el trono. Estamos ante un esbozo de representación social en lugar del auto-nombramiento tradicional. El mito, apelando al enfrentamiento entre divinidades, eleva la experiencia de las luchas sociales a un nivel de exigencias que produce un pensamiento político de tipo moderno, puesto que se funda en una legitimación social, es decir en la representación.20 Esa fue su función durante la gigantesca revuelta popular encabezada por Stepán Razin.

La literatura religiosa rusa medieval admitía la posibilidad que el trono fuera ocupado por un Zar justo, auténtico y por ende designado por Dios o, por un falso, criatura del diablo. En el lenguaje oficial, el autonombrado es regularmente asociado al diablo. El pueblo, por su lado, manejaba habitualmente la oposición entre el Zar y el diablo.21 Este conflicto es estructural en la teología política cristiana de la autocracia. En el caso del revelado, pero no encarnado zarévich Alexis, estamos en el límite entre el cristianismo y su otro, la magia, que, como lo he mostrado en otra oportunidad, impregna todo el movimiento de Razin. Con Truzhenik, este límite es transgredido porque, aun teniendo en cuenta la contaminación paganismo - cristianismo, la Tierra Madre Húmeda se inscribe en el primero. El conflicto entre divinidades es un tema clásico de los estudios sobre el mito.

Podemos ahora pensar el autonombramiento acercándolo a lo que Blumenberg llamó la “fórmula fundamental del mito, en todas sus figuraciones”: el “tremendo apotegma” de Goethe, nemo contra deum nisi deus ipse, “que no debe ser leído como algo irreal”.22 En una cultura colectiva caracterizada, según la fórmula del indoeuropeista Vladímir Toporov, por la “híper-sacralización”, que limita o elimina la oposición entre lo divino y lo humano, y hace del hombre ya no más la imagen y obra de Dios sino su encarnación y el portador de la energía divina,23 y en ese sentido panteísta, ciertamente cristiana, pero con un componente pagano muy importante, el apotegma de Goethe es de una gran fecundidad. Blumenberg lo comprendió como “el esquema primordial de des-atemorización del hombre”,24 que se encarna en el hombre acudiendo a otras divinidades para que enfrenten y limiten, en su nombre, la omnipotencia de Dios. En la necesidad de rebelión contra la desigualdad, intrínseca al ser humano, se reconocen recíprocamente el mito encarnado en el autonombramiento y el apotegma de Goethe.

El aporte del mito que nos ocupa está en poner en evidencia la estructura interna de la teología política zarista, descubriendo el isomorfismo entre la auto-cracia y el auto-nombramiento. La primera suscita al segundo. Pero cuando se afirma que el mito es falso porque en realidad el Zar era responsable máximo de la opresión -algo que es posible demostrar- no se percibe que el mito muestra, no demuestra, porque la realidad enunciada por el mito es otro tipo de realidad. La realidad fruto de la causalidad, sujeta a revisión constante por la experiencia futura, comprensible en nuestro sentido común es ajena al mito.25 La interrogación de la Tierra Madre Húmeda como la presencia del no cuerpo del zarévich enviado por el cielo no es ni verdadera ni falsa, porque esas apreciaciones sólo pueden referirse al acto de pensar, reflexivamente, sopesando intuiciones y experiencias, buscando la prueba para convencer. Nada de esto ocurre en el mito que una vez declarado, no puede sino devenir factualmente real, pero en palabra, una palabra que dice la verdad, no la verdad-objeto de un pensar que busca demostrarla, sino como dato factual: “La Tierra madre se pronunció”, “Nechái está aquí con nosotros”. Es lo que se revela y se venera.26 Así, “el mayor problema con el mito del Zar” no es, como lo escribe Perrie “su falsedad básica”, sino su propio “abordaje tradicional”: “del mito al logos”. El juicio sobre la falsedad del mito reposa sólo sobre un prejuicio: el mito sería una manera de pensar superada y reemplazada por otra manera de pensar más justa, el logos.27 Invocar la falsedad del mito a propósito del pueblo ruso implica pensar el mito teleológicamente e interpretarlo como una etapa en la historia de las ideas o de la teoría, rechazando la posibilidad de pensarlo e interpretarlo de forma diferente.

La función de la metáfora “yo soy el Zar”

Como lo escribe Oleg Usenko, el autonombramiento [samozvanstvo] en el siglo XVII fue una “norma, no una patología”.28 Al interior de la estructura autocrática, hecha de dominación patrimonialista, de mistificación y de legitimidad trascendente se planteaba la identidad de cada uno, del siervo como del tsar. La pregunta por la identidad corriente en el 17th era, como lo mostró Pavel Lukin “¿de quién eres” (¿Chei ty?) y no “¿quién eres?” (Kto ty?).29 Al hacer del “yo soy de / pertenezco a” el principio de identidad, la autocracia hacía imposible un “yo soy” que no fuese un “yo soy el zar”. Lukin concluyó que “el enunciado Yo soy el tsar era en el siglo XVII una epidemia masiva”,30 la “punta del iceberg”31 de un “autonombramiento en estado embrionario”32 que las autoridades tomaban tan en serio que incluso la embriaguez no constituía un atenuante. Estas fuentes, empero, son a veces tratadas con desdén: “el fenómeno que Pavel Lukin describe como autonombramiento popular implicaba sólo un uso metafórico de frases como “yo soy el zar” para expresar la superioridad de un individuo sobre otro”. Este desdén por lo que a través de la metáfora decía el pueblo se funda en que la metáfora se reduciría a una pura enunciación “para expresar la superioridad de un individuo sobre otro” sin significación política, como lo demostraría el hecho que, a pesar de la masividad del enunciado “yo soy el tsar”, “no aparecieron autonombrados en Rusia” entre 1613 y 1669.33 Sin embargo, al igual que con el mito, para desentrañar el significado potencial de la metáfora conviene no abordarla desde su terminus ad quem –la ausencia de autonombrados– sino, al contrario, a partir de su terminus a quo, el momento inicial más distante de su conclusión. Cuando la metáfora desplaza la identidad del zar hacia su enunciador, la operación no es accesoria, sino parte del proceso de comprensión del mundo vital. La extendida difusión de la metáfora registra una doble percepción –“para ser libre y no ser la propiedad de otro, tengo que ser Zar” y “cualquiera puede ser elegido por el más allá”–. Como lo hemos evocado a propósito del mitológico conflicto entre divinidades y el recurso humano a una de ellas para defenderse del poder de otra, aquí también el ser humano responde a lo que Blumenberg llamó “el esquema primordial de des-atemorización del hombre” y, como puede, o sea metafóricamente, limita el poder del Zar recordándole al mundo su intrínseca necesidad de rebelarse contra la desigualdad.

Ciertamente se puede considerar la metáfora como una forma in-conceptual de inteligibilidad, pero no descartarla como si se tratase de un enunciado todavía no suficientemente conceptual o erróneo porque sería poner fuera de nuestra atención otro modo de comprensión del mundo o, como en el caso del mito, considerarla provisional, previa a una futura comprensión científica. La alternativa a esta teleología positivista es la historicidad. No tenemos a mi conocer, ejemplos de esta metáfora en el siglo XVI, en particular durante el largo reinado de 51 años de Iván IV, llamado el Terrible. Pero a principios del siglo siguiente, la guerra civil originada en la interrupción de la dinastía por falta de herederos naturales, las invasiones extranjeras, y el desfile de zares que duraron muy poco, como Godunov padre e hijo, el falso Dimitri y Shuiski, que no pertenecían al linaje de Iván, o sea la multiplicación de zares luchando entre ellos, cambió radicalmente la situación fáctica. Un cambio que abrió nuevas posibilidades de pensar el poder monárquico. La generalización de la metáfora es entonces un fenómeno nuevo, del siglo XVII. Si desviamos la atención que el positivismo concentra sobre el enunciador de la metáfora, para observar las constelaciones de representaciones colectivas e históricamente fechadas, o sea el contexto que sitúa a la metáfora, se abre la vía a otra historia. Aquí se anida la relación entre la metáfora y el mito. La enunciación de la primera es significativa al retomar el núcleo fundamental del mito: la división de poderes, la limitación del poder absoluto. Se comprende que la autocracia la haya considerado peligrosa.

A su vez, la metáfora y la acción no se excluyen recíprocamente. Entre ellas, en lo factual, hay permeabilidad. En el plano teórico-interpretativo, y esto es lo fundamental para el investigador, la verdad histórica de las metáforas es pragmática, en tanto “vérité à faire”: “para el ojo históricamente adiestrado, ‘las certezas, las conjeturas, las valoraciones fundamentales y sustentadoras que regulan actitudes, expectativas, acciones y omisiones, aspiraciones e ilusiones, intereses e indiferencias de una época’”.34

Existieron experiencias históricas cuya complejidad estriba en que comprometieron a grandes colectivos humanos, se reprodujeron regularmente a lo largo de varios siglos y fueron comunicadas por sus actores en el lenguaje de la creencia o para decirlo en términos blumenberguianos, en el terreno de la inconceptualidad. El hábito historiográfico de trabajar con fuentes donde predomina el logos moderno es en esos casos de poca o nula ayuda. La contribución de Blumenberg a la comprensión del mito y de la metáfora nos ofrece por lo menos dos perspectivas heurísticas que nos acercan a la lógica interna de esas experiencias. La primera es la de pensar la inconceptualidad como un registro de una situación histórica y a la vez como un arsenal pragmático que puede realizarse, por ejemplo en la “aparición” de monarcas que contestaban la autenticidad del que estaba en el trono y que eran denunciados por éste último como falsos. El término “aparición” que invoca el más allá era regularmente más utilizado por los testigos del episodio. Aquí reside la ya señalada convergencia con Koselleck: estas unidades lingüísticas que Blumenberg llamó fósiles-guías comparten, cierto con matices, las dos funciones que Koselleck atribuye a los conceptos: registro de una estructura histórica y factor motor de ella. En segundo lugar, Blumenberg ofrece una vía segura para superar la historiografía positivista. Esta se limita a mirar por encima del hombro tanto al mito porque no explica la causalidad, por ejemplo, no demuestra que el zar lejos de ser bondadoso es el responsable de la opresión, como a la metáfora porque señala situaciones inexistentes, como la del campesino que afirma ser el zar. Contra esta interpretación que juzga al mito y a la metáfora a partir de lo que producen como explicación y saber, o sea, una nula veracidad racionalista según los criterios del pensar moderno, Blumenberg llama a pensar la situación que suscita el surgimiento del mito y de la metáfora: reconstruir el terminus a quo, en lugar de denunciar la imperfección de lo inconceptual a partir del terminus ad quem y desestimar así el mito y la metáfora, o sea, la capacidad de los actores populares a ser sujetos de su propia noesis. Para sintetizar, la obra de Blumenberg contribuye a reconstruir la historicidad de mitos y metáforas y a descubrir la verdad que se esconde en las palabras y las acciones de los actores de la resistencia popular al poder.

Bibliografía

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1 Ver Ernst Kantorowicz. Los dos cuerpos del rey. Madrid, Akal, 2012.

2 Ver Ivan Timofeev. Vremennik [Cronografìa]. San Petersburgo, Nauka, 2004. El manuscrito de Timofeev fue escrito en la segunda década del siglo XVII, pero fue descubierto recién en el siglo XIX.

3 Ver Boris A. Uspenski y Viktor M. Zhivov, “Tsar i Bog” [El Zar y Dios], en Boris A. Uspenski (ed.): Iazyki kultury i problemy perevodimosti [Las lenguas de la cultura y los problenas de la traducibilidad]. Moscú, Nauka, 1987, pp. 47-153, esp. pp. 73-74.

4 “De la nada, Tú nos has traído al ser” se dirige a Pedro el Grande la nobleza que le suplica tomar el título de Emperador. Estas palabras eran un momento esencial en la liturgia. Dirigidas al Zar le atribuían un papel de demiurgo. Ver Viktor Zhivov. “Kulturnye reformy v sisteme preobrazovanii Petra I” [Las reformas culturales en las transformaciones operadas por Pedro I], en Alexei Koshelev (ed.): Iz istorii russkoi kultury, XVII - nachalo XVIII veka [De la historia de la cultura rusa, siglo XVII – comienzos del XVIII]. Moscú, Shkola, 1996, t. 2, pp. 528-583, esp. p. 550.

5 Ver Claudio Sergio Ingerflom. El Zar soy yo. La impostura permanente de Iván el Terrible a Vladímir Putin. Madrid, Guillermo Escolar, 2015.

6 Ver ejemplos en Maureen Perrie. “Popular Monarchism: The Myth of the Ruler from Ivan the Terrible to Stalin”, en Geoffrey Hosking y Robert Service (eds.): Reinterpreting Russia. London, Holder, 1999, pp. 156-169.

7 Ver Daniel Field. Rebels in the Name of the Tsar. Boston, Houghton Mifflin, 1976, pp. 9, 13-14. El pensamiento campesino partiría de “un millón de ilusiones y supersticiones, incluida el monarquismo inocente de [las masas] sin consciencia”, para elevarse, a través de “las formas embrionarias” hasta “la consciencia de clase”. Ver Morgan A. Rakhmatullin. Krestianskoe dvizhenie v velikorusskij guberniiaj v 1826-1857 gg. [El movimiento campesino en las gobernaciones gran-rusas, 1826-1857]. Moscú, Nauka, 1990, pp. 214-242, 248-249.

8 Ver Daniel Field. Rebels…, p. 13.

9 Ver Daniel Field. Rebels…, pp. 5, 25; Maureen Perrie. “Popular Monarchism…”, p.156; Evgeny Pavlovich Shulga (ed.). E’tnopolitologia. Moscú, Direkt-Media, 2018, p. 99.

10 Daniel Field. Rebels…, p.18.

11 Consejero del Ministerio del Interior del Imperio, pero hombre de letras, cultivado y curioso de la etnología, Melnikov-Pecherskii brindó el modelo acabado de esa explicación: “La fidelidad a la dinastía zarista, la credulidad ante los rumores quiméricos y, tal vez, oscuros recuerdos históricos han engendrado en el pueblo la fe en los autonombrados […] ante la aparición de un autonombrado todo ocurre como si nuestro pueblo perdiera toda capacidad de reflexión […]. Los relatos […] son tan absurdos e incluso contra natura que uno no puede no considerarlos como un delirio de gente loca, pero el pueblo ruso cree en cuentos parecidos, y cuando más absurdos son, más se los creen”. Ver Pavel Ivanovich Melnikov (alias Andrei Pecherskii). “Otchet o sovremennom sostoianii raskola v Nizhegorodskoi gubernii” [Informe sobre la situación actual del cisma religioso en la gobernación de Nizhni Nóvgorod], en Id. Nizhegorodskaia gubernskaia uchenaia Arjivnaia kommissiia, Sbornik v pamiat’ P. I. Melnikova. S.e., Nizhni Nóvgorod, 1910, t. IX, pp. 240, 241, 249. He charlado con renombrados especialistas de historia rusa, que no se animan a escribir en esos términos, pero oralmente sostienen una argumentación similar.

12 Ver Maureen Perrie. “Popular Monarchism…”, pp.161-162; Daniel Field. Rebels…, pp. 14, 17.

13 Maureen Perrie. The Image of Ivan the Terrible in Russian Folklore. Cambridge, Cambridge University Press, 1987, p. 2.

14 Johann Wolfgang von Goethe. Alus meinen Leben: Dichtzmg wird Wahrheit. Berlin, Akademie, 1970, p. 642.

15 Ver Wilhelm Nestle. Vom Mitos zum Logos. Die des griechischen Denkens Selbstentfaltung Homer bis auf die von und Sokrates Sophistik. Stuttgart, A. Kröner, 1940.

16 Sobre la rehabilitación del mito contra el positivismo, ver Hans Blumenberg. Trabajo sobre el Mito. Barcelona, Paidós, [1979] 2003.

17 Archivo de Actas antiguas de la Fedéración Rusa (RGADA). Fondo Gosarkhiva, razr. VI, d. 187, p. 60, 60 verso, 84 verso, 85. Ver también Grigory V. Esipov. “Samozvanrsy-Tsarevichi Petr i Aleksei Petrovichi” [Autonombrados. Los zarévichis Pedro y Alexis Petrovich], en Id.: Liudi starogo veka [Los hombres del siglo pasado]. A. S. Suvorina, San Petersburgo, 1880, p. 416-444; Nina V. Razorenova. “Iz istorii samozvanstva v Rossii 30-x godov XVIII v.” [Sobre la historia del autonombramiento en Rusia en los 1730], Vestnik [Mensajero], Nº 6, 1974, pp. 55-67.

18 Conducido a la capital, condenado a muerte. A los campesinos que habían confiado en él, les cortaron la lengua y los enviaron a Siberia, RGADA, F. Gosarkhiva, razr. VI, ex. 187, pp. 60, 60 verso, 84 verso, 85.

19 Sobre este rasgo, ver Pablo. Epístola a los Romanos. I, 23.

20 El análisis más detallado de los dos episodios en Claudio Sergio Ingerflom. El Zar soy yo…, pp.177-211, 283-287.

21 Ver Pavel Lukin. Narodnye predstavleniia o gosudarstvennoi vlasti v Rossii XVII veka [Las representaciones populares del poder estatal en la Rusia del siglo XVII]. Moscú, Nauka, 2000, pp. 46-47.

22 Hans Blumenberg Trabajo sobre el Mito…, p.584.

23 Ver Vladimir Nikolaevich Toporov. “Ob odnom arkhaichnom indoevropeiskom elemente v drevnerusskoi dukhovnoi kulture - *svet-”, en Boris A. Uspenski (ed.): Iazyki kultury…, pp. 184–252, esp. p. 221. Timofeev lo explicitó: la sacralización impregna el cuerpo físico del Zar sin limitarse a su dignidad monárquica: Vremennik…, p. 33.

24 Hans Blumenberg Trabajo sobre el Mito…, p.584.

25 Es lo que el positivismo, en nombre del sentido común racional y moderno no comprende, le impone al campesinado otra realidad y paternalista, anuncia entonces la incomprensión de esa realidad por parte del pueblo: “Desafiando el sentido común y la experiencia, el campesinado aparentemente creía que el Zar era su patrón y benefactor”. Ver Maureen Perrie. “Popular Monarchism…”, p.161. El subrayado me pertenece.

26 Paul Veyne llegó a la misma conclusión sobre los mitos romanos: “El mito era un tertium quid, ni verdadero ni falso”. Ver Paul Veyne. Les Grecs ont-ils cru à leur mythes? Paris, Éditions du Seuil, 1983, p. 40.

27 Sobre la crítica ya antigua de este hábito académico: Ludwig Wittgenstein. Remarks on Frazer’s Golden Bough. London: Humanities, [1931] 1987; Walter F. Otto. Essais sur le mythe. S.l., Trans-Europ-Repress Mauvezinm, [1962] 1987, pp.16, 19, 25-27.

28 Oleg Usenko. “Samozvanchestvo na Rusi: norma ili patología?” [La impostura en Rusia: ¿norma o patología?], Rodina, Nº 1 y 2, 1995, pp. 53-57, 69-72.

29 Ver Pavel Lukin. Narodnye predstavleniia…, p.33.

30 Ver Pavel Lukin. Narodnye predstavleniia…, p.112, 122-137.

31 Expresión de Pavel Lukin en un intercambio epistolar con el autor de este artículo.

32 Ver Pavel Lukin. Narodnye predstavleniia…, p.140.

33 Ver Maureen Perrie. “Samozvanstvo and the Legitimation of Power in Russian Political Culture”, Kritika, Vol. 20, Nº 4, 2019, pp. 855-864, esp. p. 859, n. 9.

34 Hans Blumenberg. Paradigmas para una metaforología. Madrid, Trotta, 2003, p. 24.