Fuentes y contexto de la problemática
Andrés Jiménez Colodrero
anjimcol@gmail.com
Universidad de Buenos Aires, Argentina
Si por razones técnicas y prácticas en vez de que decida el propio pueblo lo hacen personas de su confianza, de la misma forma puede también decidir un único hombre de confianza [Vertrauensmann] en nombre de dicho pueblo y este razonamiento [Argumentation] podría, sin dejar de ser democrático, reivindicar un cesarismo antiparlamentario.1
En el conocido pasaje de su texto de 1923 sobre la crisis del parlamentarismo que se cita en el epígrafe, Carl Schmitt sintetiza con su habitual contundencia el núcleo problemático del concepto de “cesarismo”: la desconcertante combinación —real o pretendida, según los bandos— entre elementos democráticos y dictatoriales del régimen fundado por Julio César.2 Solo unos pocos años después de la muerte de Max Weber, la formulación schmittiana actualiza una trayectoria que avanza desde el fondo de la Historia y que remite al carácter intrínsecamente polisémico e incluso controversial del término. Con justa razón Markus Prutsch ha señalado la “lucha por el sentido” que lo caracteriza, en el marco de las problemáticas posrevolucionarias que le han dado origen no tanto como fenómeno sino —como se verá— lexicográficamente.3 Pero incluso en medio del fárrago de interpretaciones hay ciertas características que —en tanto forma política— el “cesarismo” mantiene, como ser en primer lugar la mencionada combinación entre un “liderazgo autoritario” con su correspondiente legitimación popular (generalmente de tipo plebiscitario); al insistir en la vinculación directa entre líder y pueblo, va de suyo que el “cesarismo” desestima los mecanismos usuales de mediación política y, en ese sentido, habita en él un espíritu antiparlamentario (que se hace transparente en la cita schmittiana). En segundo lugar y también como se ha señalado, el “cesarismo” se completa como objeto teórico-práctico en el escenario posrevolucionario, esencialmente a través de la legitimación democrática que impone el principio de la “soberanía popular” y bajo la influencia de los “cambios económicos sociales y culturales” que acompañaron al ciclo de las revoluciones. Por último, el “cesarismo” aparece siempre asociado a la vivencia de un momento de “crisis” o de “peligro”, lo que evoca un regusto de “excepcionalidad”, siempre requerida para afrontar la coyuntura, ya sea el brete tanto real como generado o meramente imaginario.4
Estas características, abstractamente enumeradas, deben ponerse también en contexto dentro del marco de las transformaciones estructurales posteriores a la Revolución, algo que el espectáculo de la potencia de las figuras y las acciones de los “grandes hombres” de la Historia en el curso del siglo XIX no siempre ha permitido realizar.5 Desde el punto de vista de la historia conceptual, el “cesarismo” —su “surgimiento y transformación”— ha sido una viga maestra del “proceso de racionalización” occidental; como se ha dicho, se trata de:
El último acto de un gran tema de la historia europea moderna, a saber, la disolución de la monarquía hereditaria y con ello de toda forma de dominación política que haya sido legitimada a través de la religión (por el derecho divino) y de la tradición (por medio de la dinastía), tanto desde una filosofía de la Historia como desde un eudemonismo social, e incluso a veces conjuntamente por ambos. Este desarrollo, entonces, fue parte de un proceso de racionalización en todos los campos que modeló no solo el ejercicio del poder, sino también su legitimación.6
Esta última caracterización habilita ya a preguntarse sobre el “cesarismo” en Max Weber pero, como condición previa, deberían dedicarse unas líneas a intentar reconstruir la percepción contemporánea del concepto y su constelación semántica. Para la época en que el término se incorpora al corpus weberiano su linaje no exhibe los pergaminos milenarios que sí posee el personaje que le dio origen, ya que se remonta a 1850: a la fraseología del escritor francés Auguste Romieu y su librito L’Ère des Césars, donde reivindica una época de “fuerza” —la “importancia militar”— producto de la crisis del legitimismo europeo, generada por el ascenso de la burguesía, la acción corrosiva de la Ilustración y el avance del socialismo. El panfleto no deja dudas sobre los paralelismos históricos, al afirmar que “la sociedad europea se encuentra ubicada en ciertas condiciones históricas muy similares a las que caracterizaron la época que vio surgir a los césares”.7
Un testigo insobornable de la época también nos recuerda que —a la par que el basamento militar— hay otros ingredientes esenciales del cesarismo, como son “un origen ciertamente demagógico y un regusto vagamente socialista” que la acción de Napoleón III —ese “sucesor en el más puro estilo del gran Julio”— habría podido combinar.8 Este apoyo popular o base “democrática” del régimen se torna en sentido común ya en 1863 en el contexto francés, como testimonia una entrada —breve pero incisiva— del muy difundido diccionario de Littré, donde define al cesarismo como la “dominación […] de príncipes llevados al gobierno por la democracia pero revestidos de un poder absoluto”.9 Sin embargo, esa dominancia personal reconoce rasgos específicos que la diferencian tanto de la monarquía absoluta tradicional como de su versión constitucional, en ese entonces todavía vigente en Europa, ya que se tiene plena conciencia de su déficit de legitimidad: la forma monárquica plantea una cierta paradoja, como señala Romieu, ya que el cesarismo tiende sin cesar hacia “la fundación monárquica, sin consumarla jamás”. La explicación de esta incongruencia no carece de interés, en la medida en que se afirma que lo que mueva a las monarquías es la “fe” y su correlato la “herencia” dinástica; ambos elementos están ausentes en el cesarismo cuyo movimiento es más bien generado por la “fuerza” y por la “autoridad”, las que le dan —hay que insistir— una paradójica autonomía y durabilidad.10
Estas modulaciones del concepto reconocen variaciones adicionales a partir de los diferentes contextos nacionales, ya sea a) allí donde el moderno “cesarismo” se ha originado o b) allí donde ha tenido que afincarse, adaptativamente. En el primer caso, su suelo nutricio ha sido el francés, donde la obra del segundo Napoleón ha logrado que “cesarismo” y “bonapartismo” se solapen gradualmente en el uso del lenguaje.11 Ejemplo de tal práctica es el importante capítulo que Robert Michels dedicara a “La ideología bonapartista” en su obra de 1911 y donde utiliza indistintamente ambos términos al marcar —siempre críticamente— el rasgo distintivo del “bonapartismo” francés: su pretensión de ser simplemente el fiel ejecutor de la voluntad popular, dentro de esta insólita “síntesis de democracia y autocracia [Selbstherrschaft]”.12 En el segundo caso y dentro de las versiones “exóticas” del cesarismo europeo, Michels se refiere también a la variante finisecular de dicha síntesis en el contexto italiano, donde —por ejemplo— ya desde las filas del propio Partito Radicale Italiano se ensayaba legitimar lo “democrático” de la monarquía italiana por su uso de mecanismos plebiscitarios durante el proceso histórico de unificación nacional. Esta postura fue rebatida, en medio de fuertes polémicas, por medio de argumentos que señalaban las conocidas limitaciones de dichos procedimientos para ser verdaderas e ilimitadas expresiones de la soberanía popular, capaces de transformar e incluso de generar legislación, instituciones, etc.13 Por último y acerca de la otra variante no originaria del cesarismo como fue el caso alemán, la aguda crítica de Ludwig Bamberger recuerda que —desde la óptica de un “hombre del ‘48” [Achtundvierziger]— junto a la impostura democrática (“demagogia”) y al “coqueteo con la cuestión social” se percibe la larga sombra del “prusianismo”, quien se erige como salvador frente a la amenaza del proclamado “espectro rojo” [rote Gespenst]. La hegemonía de Prusia, su militarismo y su minimización del parlamentarismo de la nación, son las fuentes que reaniman al viejo legitimismo guiado teóricamente por los “Stahl, Leo y Gerlach”, es decir, por los doctrinarios del conservadurismo prusiano, cuya tribuna de opinión era la “Nueva Gaceta Prusiana” [Kreuzzeitung].14 Estas críticas, fiel reflejo del sentir en los ámbitos socialistas, no vislumbran el carácter dual —revolucionario y conservador a la vez— que detentaba la versión bismarckiana del cesarismo alemán donde, por caso, la propia creación del Reich puede ser vista como el “acto de una revolución desde arriba [von oben]”, que diera por tierra con el legitimismo tradicional —ya socavado desde el ‘48— e instaurara una legitimidad de nuevo cuño.15 Tampoco perciben lo difundido en la Europa de la época de esta “estructura política compartida” que sería el cesarismo o “bonapartismo”, ya predicable de personajes tan disímiles como Disraeli o Cavour, amén del propio Bismarck.16 Tomado en su sistematicidad, el cesarismo bismarckiano se mueve entre los extremos que caracterizaron al “tipo alemán de monarquía constitucional” en el marco de —en una formulación famosa— una “solución de compromiso”: combinación de “monarquía hereditaria, burocracia estatal y parlamento con sistema de partidos”, anomalía europea que no por ello deja de configurar un “constitucionalismo monárquico”.17
Este variopinto panorama internacional a la par que los antecedentes doctrinarios de la constelación semántica del “cesarismo” debían ser, ciertamente, bien conocidos por Weber, esencialmente por dos razones: a) por su contemporaneidad a los hechos —ya fueran apreciados de forma directa (bismarckismo) o mediada (bonapartismo), como memoria viva de su contexto— y, b) por la vasta erudición del personaje, que impacta inexcusablemente a cualquiera que toma contacto con su obra. Este particular acervo teórico-práctico del sabio es de la mayor relevancia porque, como se verá, no hay una definición sistemática del concepto “cesarismo” ni en los escritos publicísticos y ni los propiamente sistemáticos de su obra, aunque es cierto que el tratamiento del término adopta resonancias diferentes en el programa de investigación científica y en los intentos de intervención en la esfera pública. Porque lo más probable es que, como ha sugerido Peter Baehr, Weber lo haya adquirido como una suerte de “localismo político” [political vernacular] ampliamente difundido en la cultura de sus coetáneos.18
Desde el punto de vista de su “historia evolutiva” [Entwicklungsgeschichte] puede decirse que conviven en Weber dos concepciones del “cesarismo”: una temprana, de fuerte crítica y centrada sobre todo en los déficits de la experiencia filoautocrática del bismarckismo —un uso negativo— y otra tardía, de tono propositivo y que postula al concepto como elemento ineludible del liderazgo democrático moderno —un uso positivo— pudiendo coexistir ambas sin conflicto, como se observa por ejemplo en algunos escritos políticos.19 De esta forma, puede decirse que las diferentes tradiciones europeas continentales —desde el bonapartismo hasta el cesarismo bismarckiano— ciertamente encontrarían su lugar en la primera concepción referida, crítica y negativa, sobre todo en lo relacionado a la experiencia y herencia políticas del “Canciller de Hierro”. Mientras que la segunda configuración se nutre de modelos ciertamente exóticos (podría decirse) a la tradición cesarista continental, en la medida en que Weber recurre a una modelización tanto del parlamentarismo inglés como del presidencialismo norteamericano, lo cual se hace patente en algunos escritos políticos muy conocidos, como por ejemplo el texto sobre la parlamentarización en Alemania de 1917.
Como punto de partida, conviene enfocar en el concepto que nos brinda un glosario especializado de la obra weberiana, para advertir cómo resuenan los elementos precedentes en dicho corpus: “Cesarismo (Cäsarismus)...denota en lo esencial una forma de dominación política o regla de gobierno que se construye con apoyo de las masas, v. g. por medio del uso continuo del referéndum…Existe una relación estrecha entre el cesarismo y la dominación plebiscitaria”.20
Sintética como es, la entrada llega hasta la médula de la versión “propositiva” del cesarismo weberiano, aunque ciertamente descuida el aspecto crítico del mismo. Como se ha indicado anteriormente, el término adquiere —hay que insistir— una polisemia que salta a la vista: Weber lo aplica simultáneamente tanto a una función crítica —cargada de tintes negativos— como a un rol productivo y transformador, verdadera “palanca de Arquímedes” de su diagnóstico epocal. Ejemplos conocidos son, entonces, de lo primero el largo análisis de la herencia bismarckiana y, de lo segundo, el “giro cesarista” en el procedimiento de selección de los líderes políticos. Se debe reiterar que el concepto opera estructuralmente tanto fortaleciendo como debilitando el proceso de liderazgo político, dependiendo de qué matiz se invoque, como se rastrea a continuación en el corpus de los escritos políticos a partir de la evidencia literal.
Pensando en el aspecto crítico, hay que decir que ya desde su lección inaugural en ocasión de la toma de posesión de la cátedra de economía política en Freiburg (“El Estado nacional y la política económica nacional alemana”, 1895) Weber se refiere a la paradoja de que la clase encargada de realizar la modernización política, el fortalecimiento exterior y el desarrollo económico del país sea la de los Junker, precisamente la más atrasada en términos económicos: en dicho contexto se alude elípticamente al paladín de dicho estamento (Bismarck) al mencionar su “naturaleza cesarista” y la distancia entre esta “configuración cesarista” y el carácter burgués de la ciudadanía alemana. En el mismo sitio deplora la decadencia política del liderazgo alemán desde el despido del Canciller de Hierro, circunstancia a la que bautiza como el “duro destino del epigonismo [Epigonentum] político” e interpela críticamente a cierta parte de la gran burguesía que añora adventiciamente a un “nuevo César” que la proteja tanto del ascenso de las masas como de las tentaciones de “política social” en que podría caer la dinastía reinante.21 En un breve texto de otra índole, donde se discutía sobre el candente problema de la flota naval (“Opinión sobre la encuesta acerca de la flota naval de la Allgemeine Zeitung”, 1898), Weber se despacha sin miramientos contra el resultado final del régimen bismarckiano, en una cita que no tiene desperdicio: “El tipo de régimen político en la Alemania de los últimos veinte años —mitad ‘cesarista’ y mitad ‘patriarcalista’, amén de estar distorsionado por el temor pequeñoburgués al espectro rojo— ha sido todo lo contrario de una experiencia de aprendizaje para la nación”.22
Puede observarse el matiz crítico que Weber aplica al “cesarismo” como elemento constitutivo de la ignorancia teórico-práctica de la ciudadanía alemana y aquí no hay duda que se trata de una carencia fundamental del liderazgo político ejercido hasta ese momento. Una observación similar se encuentra en un extenso trabajo que discute las configuraciones posibles del sufragio en Alemania (“Sufragio y democracia en Alemania”, 1917), donde se expone la estrategia divisionista de Bismarck al introducir el derecho a voto condicionando negativamente al sector liberal frente al proletariado —generando la perenne “cobardía” de aquel frente a una verdadera democracia— prefiriendo por lo tanto una hegemonía burocrática, todo ello tributario del “cesarismo” del Canciller. Pero en el mismo texto Weber ya avanza en indicios de su otra interpretación, productiva, al vincular “cesarismo y “democracia” en referencia al sistema estadounidense:
Ciertamente, es plausible que pueda existir la democracia sin un sistema parlamentario —que no significa la ausencia total de un poder parlamentario— como es la elección popular directa de un jefe de Estado o de una ciudad, tal como se da en los Estados Unidos y en algunos de sus más grandes municipios [Kommunen] bajo la égida del sistema del “cesarismo” (en el más amplio sentido del término).23
Esta formulación marca la dirección que tomarán los análisis contemporáneos de Weber en torno a la un tanto heterodoxa aplicación del concepto “cesarismo” a los modelos del presidencialismo norteamericano y del parlamentarismo británico. Esto es especialmente impactante en el importante y extenso artículo sobre la perspectiva de una verdadera parlamentarización en el país (“Parlamento y gobierno en una Alemania políticamente reorganizada”, 1918), cuyo subtítulo es muy expresivo: “Para una crítica política del funcionariado y de las instituciones partidarias”. Aquí conviven las dos interpretaciones mencionadas —de forma sorprendentemente armónica— en una suerte de división del trabajo, donde el aspecto crítico aparece en el tratamiento de la herencia de Bismarck y allí Weber enfatiza el carácter irrepetible de su dominio político: el “cesarismo” sería, así, la paradójica “forma de gobierno de un genio”.24 Su pecado original habría sido —aparte de haber generado la indolencia partidaria y ciudadana en general— la potenciación del dominio burocrático liderado por el propio Fürst Bismarck, quien habría revestido su “régimen cesarista con la legitimidad del monarca”, todo ello en un implícito mentís al postulado “gobierno personal” del monarca.25 Las menciones que siguen en el texto, en cambio, tributan ya a la segunda interpretación del “cesarismo”, la propositiva, al enunciar Weber el carácter “inextirpable” del cesarismo en los modernos Estados de masas: no hay “gobierno” ni “acción” parlamentarios sino a través del liderazgo que el primer ministro ejerce desde el gabinete, detrás del cual se encolumna la hueste de los diputados y ello es así —aclara Weber— por la superior capacidad de maniobra política de los grupos reducidos (principios económico de la ventaja del “pequeño número” y militar de la “unidad de mando”). Pero no se trata solo de consideraciones operativas, toda vez que el cesarismo soluciona también el problema de la responsabilidad política, al permitir atribuírsela a personas concretas —como debe ocurrir, dice Weber, en una “democracia en sentido propio”— y cuyo caso modélico es la elección de la más alta autoridad política, la del “hombre de confianza de una nación en un Estado de masas”. De una forma o de otra, se evidencia la creciente autonomía y preponderancia del líder político —del primer ministro o del alcalde de una gran comuna, por ejemplo— lo que Weber interpreta como el “rasgo cesarístico” del parlamentarismo inglés y del democratismo norteamericano.26 El análisis se completa al indicar Weber el carácter determinante del rol democráticamente activo de la masa de la ciudadanía en la selección de los líderes: lejos del círculo reducido del partido de notables y de la carrera parlamentaria subsiguiente, el liderazgo se conquista ahora interpelando directamente a las masas, afirma Weber, con medios “demagógicos” como el plebiscito, por el que se declara la “fe” del conjunto de la ciudadanía en el jefe de Estado.27 Emerge de esta forma un preponderante “giro cesarístico en la selección de líderes”, lo cual conducirá ya a plantear la oposición (todavía no contradictoria) entre la “selección parlamentaria” y la “selección plebiscitaria” de los líderes políticos donde, sin embargo, el Parlamento todavía funcionará como anclaje institucional, garante y moderador del poder del gobernante —el “cesarista hombre de confianza de las masas”— por ejemplo, para permitir su desplazamiento como “dictador cesarista” en caso de la pérdida de dicha confianza ciudadana. La democracia de masas exige con carácter ineludible que se haga justicia al principio de la unidad de mando en las “grandes decisiones de la política” y con ello gana el podio, mutatis mutandis, este “principio cesarista de la selección de los jefes políticos”.28
Vale la pena interrumpir aquí este rastreo textual del “cesarismo”, para presentar una indicación del posible origen o inspiración de la problemática en base a los dispositivos auxiliares que utiliza Weber en su análisis comparativo de los modelos inglés y norteamericano. Se trata de las conocidas influencias, muy significativas, de los clásicos trabajos de Moisei Ostrogorski y James Bryce.29 En especial en el primero, ya que refiriéndose a las transformaciones del característico liderazgo parlamentario inglés, Ostrogorski afirma:
Elevados por sobre la aplanada multitud de los M. P., los líderes se apoyan directamente en la gran masa de los votantes, cuyos sentimientos de loyalty van ahora sin dilaciones hacia los jefes por sobre las cabezas de los parlamentarios…Así, incluso los “canales intermedios” de los que hablaba Montesquieu son apartados o suprimidos para abrir la puerta a una suerte de cesarismo popular [césarisme populaire], del cual el gran jefe del partido se encuentra investido. Sin duda, las personalidades “magnéticas” al más alto grado de Gladstone o de Lord Beaconsfield han podido contribuir a establecer esta supremacía cesarista [suprématie cesarienne] de los líderes.30
Puede advertirse la importancia de esta referencia para la aplicación del concepto de “cesarismo”, sobre todo al caso del parlamentarismo inglés. Pero con la necesaria aclaración de que lo que es percibido como negativo por Ostrogorski —como crisis de la democracia, de los partidos y del liberalismo— es ascendido de categoría por Weber al rango de elementos característicos (¡y bienvenidos!) de la moderna democracia de masas y de sus sistemas políticos, permitiendo configurar también patrones de medida con los cuales mensurar el caso alemán y su prospectiva. Como afirma Joaquín Abellán:
[Weber] se ocupa principalmente de mostrar la conexión existente entre la democratización del sufragio, la burocratización de los partidos políticos, el ascenso de los líderes políticos y la consiguiente pérdida de significación de los diputados parlamentarios…sin lamentarse de esta evolución ni echar de menos el sistema anterior.31
Pero esta tendencia se acentúa con la evolución del pensamiento del sabio, en el curso de los pocos años que le quedaban de vida, añadiendo elementos que complejizan y enriquecen el concepto de “cesarismo”, por medio del mecanismo de la analogía. En efecto, en la célebre conferencia del convulsionado 1919 (“La política como profesión”), la referencia textual al cesarismo se agota en la mención a Gladstone dentro del análisis del caso inglés y cómo su accionar representa un “elemento de cesarismo plebiscitario: el dictador del campo de batalla electoral”.32 De mayor interés es ver cómo Weber —en este contexto— ciertamente avanza drásticamente con respecto al planteo anterior de la oposición entre selección parlamentaria y plebiscitaria de los líderes: ahora plantea la superioridad sin atenuantes de la selección plebiscitaria, basada en la hegemonía del jefe partidario o líder de la “máquina” [Maschine] partidaria, con capacidad para someter a los parlamentarios (pasar “por encima de sus cabezas”) y como “dictador plebiscitario […] arrastrar tras de sí a las masas”; alguien para quien los parlamentarios no son sino simples mantenidos, a los cuales convierte en miembros de su entourage.33 Un cambio cualitativo en este trance es la analogía que se establece entre “cesarismo”, “democracia plebiscitaria” y “carisma”: he aquí un aporte concreto a la complejidad del concepto y una buena indicación de la dirección que había tomado el pensamiento político de Weber hacia la época del prematuro final de su vida. En la propia referencia a Gladstone citada supra, se deja constancia de cómo la maquinaria partidaria ya estaba orientada en un sentido “carismático” hacia un liderazgo personal; por lo demás en el famoso pasaje donde plantea el dilema entre una “democracia de líderes con la “máquina” [partidaria] o una democracia sin líderes…sin esas cualidades íntimas y carismáticas que hacen a un jefe político ser lo que es”, se deja suficientemente expresada esta constelación semántica.34
Lo anterior es de gran importancia porque en la obra considerada “sistemática” estos matices se van a ver reafirmados, aunque de forma un tanto elíptica, ya sea en ciertos pasajes estratégicos de Economía y Sociedad así como en los desarrollos de la sociología de la religión, donde si bien el “cesarismo” no hace un gran acto de presencia, si se visualiza la analogía con sus correlatos “democracia plebiscitaria” y “carisma”.35 En la primer obra y en el inmensamente famoso apartado sobre la “transformación antiautoritaria del carisma”, Weber se explaya sobre la mutación filodemocrática de la legitimidad carismática que se da de forma preponderante en la dominación plebiscitaria y en sus instituciones típicas —las diferentes variantes del liderazgo político partidario moderno—. A continuación indica:
Pero existe allí donde el jefe político [Herr] se sienta legitimado como el hombre de confianza [Vertrauensmann] de las masas y es como tal reconocido. El medio adecuado para ello es el plebiscito. En los casos clásicos de ambos Napoleones se aplicó después de la conquista violenta del poder público, y en el segundo se recurrió a él de nuevo después de pérdidas de prestigio.36
Se observa aquí con claridad el referido sistema de analogías que construye el sabio y si bien lo hace de forma alusiva al no mencionar directamente el concepto “cesarismo”, la ejemplificación no puede dejar lugar a dudas ya que los Bonaparte han intentado reactualizar —como se ha visto, en todo y para todo— el linaje clásico originado en el líder romano. En una segunda referencia —una indicación directa que debe leerse en paralelo con la anterior— Weber le da otra vuelta de tuerca a la idea de la analogía tripartita:
No toda forma moderna ni toda forma democrática de creación [Kreierung] del gobernante son ajenas al carisma. En cualquier caso, el sistema democrático del llamado gobierno plebiscitario —la teoría oficial del cesarismo francés— implica conceptualmente rasgos esencialmente carismáticos, y los argumentos de sus defensores acaban todos por acentuar esta peculiaridad. El plebiscito no es ninguna “elección”, sino el reconocimiento…de un pretendiente como gobernante carismático personalmente calificado.37
Una tercera mención, sorprendentemente incluida en el contexto del tratamiento de la burocracia en la tercera parte de Economía y Sociedad (“Tipos de dominación”), ilustra sobre la plasticidad de concepto al distinguirse entre funcionarios electivos versus designados y la superior capacidad de los primeros para —munidos de su legitimidad “cesarista”— poder construir una estructura de poder político de “alta racionalidad”.38 Como afirma Weber:
Las grandes transformaciones promovidas por la reforma de la administración municipal en las grandes ciudades de Estados Unidos, se debieron en lo esencial a Mayors [alcaldes] electos que trabajaron con una estructura de funcionarios [Beamtenapparat] nombrados por ellos mismos —esto es: “cesaristamente”—. Considerado desde el punto de vista técnico, la efectividad [Leistungsfähigkeit] del “cesarismo” (que ha nacido con frecuencia de la propia democracia) en cuanto organización de gobierno [Herrschaftsorganisation] se basa principalmente en la posición ocupada por el “César” en cuanto hombre de confianza [Vertrauensmann] de las masas (del ejército o de los ciudadanos) desligado de toda tradición y, precisamente por ello, jefe sin restricciones de un cuadro [Stamm] de oficiales y funcionarios altamente calificados, seleccionados libremente por él sin atender a la tradición o a otras consideraciones.39
Si las referencias de su obra más popular operan mayoritariamente por vía del ejemplo, en la sección más programática de su sociología de la religión el tratamiento de Weber es escueto pero ciertamente trabaja en idéntico sentido.40 En la conocida sección “La ética económica de las religiones universales” realiza una síntesis del concepto de “autoridad carismática” indicando que se trata de:
Un poder de mando [Herrschaft] sobre los hombres…al cual consienten los gobernados en razón de su fe [Glauben] en la cualidad [extraordinaria] de la persona específica. A este tipo de jefes pertenecen el brujo hechicero, el profeta, el líder de expediciones de caza y de saqueo, el cacique guerrero, el denominado gobernante “cesarista” [cäsaristische Herrscher] y…la persona en cabeza de un partido; todos ellos lo son respecto de sus discípulos, sus prosélitos, la tropa reclutada, el partido, etc.41
En esta cita se reafirma, entonces, el vínculo tipológico entre “cesarismo” y “carisma” tal como se indicaba en la referencia anterior de Economía y Sociedad (aunque aquí sin el condimento de la “democracia plebiscitaria”). Su importancia se acrecienta toda vez que se tome en cuenta la reciente puesta en valor que ha experimentado la sociología de la religión dentro del corpus weberiano, en razón de su autonomía, sistematicidad y redacción por mano propia del autor.42
Indagar sobre los precedentes de “cesarismo” requiere, en primer término, poner la mirada sobre los tratamientos historiográficos al personaje en cuestión. Es sabido que el siglo XIX mostró un verdadero renacimiento tanto del interés como de la valoración sobre la figura de Julio César, en especial debido a la inmensa influencia que ejerció la historia romana de Theodor Mommsen (1854), así como también las lecciones sobre historia universal de Jakob Burckhardt o —ya en los años ‘20— la reseña historiográfica de Friedrich Gundolf.43 Cabe preguntarse si existieron antecedentes a estas consideraciones y, en especial, bajo qué óptica hubiera sido posible un rescate de la figura cesariana.
Para evitar la posibilidad de una “contaminación” ideológica propia del contexto alemán —desde Hegel siempre ya sospechoso de enaltecer la acción de los “grandes hombres de la Historia”— conviene observar ahora la dinámica historiográfica y política del ámbito británico, ya que su pretendida autonomía con respecto al pensamiento “continental” ofrecería un buen terreno para la búsqueda de evidencias.
En el panorama británico del siglo XVIII se problematizaba sobre la suerte de la república romana —su decadencia y caída— en estricta analogía con la situación política contemporánea bajo los reyes hannoverianos.44 Diversos factores trabajaban al unísono para producir una pérdida de libertad, según los críticos de la oposición “nacional” al “partido de la corte” [Court Party]: la alianza entre una oligarquía senatorial y una clase comercial de inmensa riqueza (el orden ecuestre) era la lente desde la cual se analizaba la crisis de la república romana y su pretendida actualización en la monarquía inglesa. Si se debatía sobre el impacto corrosivo del lujo en la sociedad y en la política (ya denunciado por Montesquieu), para los partidarios de la corte no cabían dudas sobre el responsable del colapso del orden aristocrático romano: Julio César. César formaba parte del repertorio de figuras —Catilina, Pompeyo, Octavio— que habrían conspirado decididamente contra la libertad republicana y que ha hecho pesar su recuerdo sobre el presente, ya que los historiadores hannoverianos no se han privado de asimilar su carácter y desmedida ambición a la de sus enemigos políticos, los pretendientes de la depuesta dinastía Stuart.45
Así las cosas, ¿de qué manera podría pensarse un rescate de la figura de César, es decir, una valoración positiva del mismo? Ciertamente desde alguna de las obras de los historiadores de la oposición (el partido “de la nación” [Country Party]), hoy injustamente olvidadas, pero donde se marca un cambio de tendencia en la consideración a César:46 al enfocar en la necesaria pero nunca concretada “reforma agraria” y en la defensa de sus partidarios (los Gracos), se afirmaba que la pérdida de libertad de la República fue más bien producida por la clase senatorial, por su inconmensurable riqueza en bienes y tierras, que reprodujo en el plano político todas y cada una de las desigualdades que la hacían predominante en lo económico-social.47 El paralelismo entre la injusticia de la Roma republicana y la Inglaterra hannoveriana es patente en la siguiente descripción de la situación:
“Libertad” y “república” no son más que palabras, si la mayoría del pueblo no posee ni propiedad ni el privilegio de vivir de su trabajo. ¿Permiten nuestras leyes algún tipo de esclavitud en esta isla? ¿Se atreverían los caballeros terratenientes —los propietarios de grandes haciendas, para sacarles el máximo provecho— a quitar las granjas de las manos de sus arrendatarios e importar negros [negroes] para cultivarlas, de forma tal que los labradores y jornaleros británicos —lejos de tener incentivos para casarse— carezcan de medios de subsistencia? ¿Puede una práctica universal de este tipo ser llamada “actos aislados [particular] de injusticia”? [...] las tierras que los romanos pobres no podían cultivar eran suyas por derecho propio y habían sido apropiadas por osados usurpadores y opresores.48
En este contexto, César es presentado como un gobernante moderado que careció de aspiraciones monárquicas y donde su título de Dictator perpetuus solo habría significado poseer el poder y la legitimación suficientes para intervenir en la cuestión —políticamente dañina— de la distribución asimétrica de la propiedad agraria. De esta forma y al combatir a la vez a los verdaderos opresores del pueblo romano (la aristocracia senatorial), César habría podido restaurar en Roma la homeostasis social, base de una república con vigencia de una verdadera libertad. Para reforzar la profunda influencia que tuvo la política británica de la época sobre esta interpretación historiográfica, hay que recordar que a partir de 1750 se hace oír con fuerza una crítica doméstica tanto al crecimiento como a la plutocracia del Parlamento —lugar donde nobleza y riqueza iban de la mano— visión que se difunde también en las colonias americanas. Para sopesar la fuerza de esas críticas, ya instaladas, se puede recordar un pasaje de una carta de David Hume escrita en 1741, tan franca como realista:
La Corona tiene tantos cargos a su disposición que, cuando es asistida por la parte honesta y desinteresada de la Casa [House: el Parlamento], podrá siempre asegurar la administración del conjunto en la medida de garantizar, como mínimo, la preservación de nuestra antigua constitución por sobre cualquier amenaza. Podemos, por lo tanto, darle a esta influencia el nombre que nos plazca; podemos nombrarla por los odiosos apelativos de corrupción y dependencia, aunque algo de ellas y en cierto grado está indisolublemente unido a la propia naturaleza de la constitución, y es necesario para la preservación de nuestro gobierno mixto [mixed].49
La acusación de corrupción gubernamental y de particularismo parlamentario genera también una radicalización en los opositores del momento, en la forma de una apelación directa al “pueblo” —especialmente al pueblo bajo (“populacho”)— cuyo modelo no podía ser otro que el cesariano. Se configura así una percepción del cesarismo certera en lo esencial —su carácter “plebiscitario” o “populista”, por así decir— que anticipará en cerca de un siglo las versiones más caracterizadas del siglo XIX. Pero para entender los topoi del siglo venidero, también hay que entender el profundo cambio de enfoque que se produce entre ambos períodos: el siglo XVIII enfatizó los valores republicanos y la pérdida de libertad, ya sea desde el punto de vista del esquema más tradicional de una monarquía parlamentaria con tintes oligárquicos tanto como desde el del reclamo antiplutocrático y de participación de los “de abajo”; ambas posturas —aristocrática y democrática— tenían cabida, mutatis mutandis, en el amplio espectro del modelo republicano clásico al que se reclamaban. Pero el siglo XIX trajo consigo una preocupación muy diferente, en la cual se hace patente el problema del “orden” en estricta correlación con cierta decepción sobre la eficacia política de los sistemas liberal-democráticos, todo lo cual conduce a ver con ojos menos críticos el fracaso final del régimen republicano romano.50 Ciertamente esta visión impregnó en general la óptica de los historiadores de la época victoriana y preparó el camino para la celebración exultante de la figura de Julio César y del cesarismo.
Dos factores pueden ayudar a entender dicha apoteosis: en primer lugar, como se ha dicho, la gran influencia de la historia de Roma de Theodor Mommsen (1854 ss.) —cuya traducción al inglés se ofreció entre 1862 y 1867— influencia que sin duda se magnificó gracias a algunas de las líneas de interpretación mencionadas anteriormente, que funcionaron como fermento de esta nueva imagen cesariana.51 Cabe insistir sobre el trasfondo de dicha representación: las dudas sobre el funcionamiento político de la república romana, tal como expresa sintéticamente en 1834 Wilhelm Drumann, un autor que pesó en la formación del joven Mommsen: “La historia romana pone en evidencia que las formas republicanas no se adaptan perdurablemente a los hombres tal como son, a menos que haya existido entre ellos una moralidad [Sitten] sencilla e intachable a lo largo de cierto tiempo”.52
En segundo lugar, otro factor ha sido la identificación deliberada con César que ejercitó Napoleón y que activó políticamente la imagen del personaje, siempre con visos polémicos. Al desbaratar a un Directorio corrupto e ineficiente, reorganizar jurídica y administrativamente al país así como expandir bélicamente sus fronteras, Napoleón se ubicaba —a los ojos de sus contemporáneos— ciertamente en las huellas cesarianas, paralelismo que fue explicitado por varios de sus contemporáneos53 (desde, por ejemplo, Thomas De Quincey y Victor Duruy hasta la evidente biografía de César que escribiera el propio Napoleón III en 1865).54
Como uno de los fermentos más importantes de la reevaluación cesariana, cabe recordar que en la historiografía británica del siglo XIX ciertamente se destaca la extensa obra de Charles Merivale (7 volúmenes, 1850-64), cuyo tratamiento de Julio César va a dejar su impronta (aunque su texto hoy ciertamente no sea recordado).55 En principio porque se hacen presentes elementos ya mencionados: por un lado, el característico rechazo hacia la oligarquía terrateniente que es vista como la causa de todos los males que aquejaron a Roma y, por otro lado, la celebración del rol de los Gracos como reformadores sociales en pos de la autonomía económica de los ciudadanos menos favorecidos. Pero a diferencia de Nathaniel Hooke, por ejemplo, Merivale no se priva de resaltar ahora también el papel del sector comercial (el orden ecuestre), verdadera clase media industriosa y virtuosa que espeja —en el análisis— la importancia y el dinamismo de la clase media victoriana de su propia época.56 Su relevancia no es solo económica o social, ya que al rechazar tanto el liderazgo aristocrático como el plebeyo urbano, los caballeros se habrían ubicado en la posición de reclamar un árbitro —Julio César— que ordenara esta suerte de “empate hegemónico” no resuelto por las luchas anteriores, ni las de Mario ni las de Sila. De esta forma, opina Merivale, el curso de los acontecimientos se encargaría de mostrar el rol fundamental de este actor político en “la conversión de la república a una forma monárquica de gobierno”.57 Pero Merivale sorprende al definir precisamente a esa monarquía como mixturada con elementos democráticos, en sus palabras: “Fue la primera e incipiente concepción de una monarquía democrática [popular monarchy], esa quimera de filósofos y juristas que ha sido frecuentemente vislumbrada en la teoría, pero nunca realizada cabalmente en la práctica”58
Sorprendente como puede sonar el concepto tiene, sin embargo, una resonancia clásica que el historiador británico no se priva de recordar en lo que sigue de la cita: esta combinación entre “despotismo” y “libertad” remite a las célebres palabras —principatus ac libertas (Agrícola 3.1)— con las que Publio Cornelio Tácito saluda el advenimiento de Nerva a la dignidad imperial, luego del fin del ignominioso Domiciano.59 Pero a renglón seguido, Merivale se deslinda del elitismo senatorial de Tácito al señalar que dicha combinación sólo pudo ser “un expediente temporario, favorecido por una fuerte reacción popular ante un período de anarquía y sufrimiento”, coyuntura que solo se repetiría, en su opinión, en los principados de Augusto y del ya citado Nerva.60 El aspecto “democrático” de César va codo a codo con el rasgo “social” que permea buena parte de su acción legislativa, ya que habría ideado un programa de reforma social integral, algo que sin duda proyecta retrospectivamente la incipiente preocupación del siglo XIX por la futura “cuestión social”. Esta caracterización “bienestarista” del cesarismo no es, para Merivale, un elemento de segundo orden sino piedra basal de su interpretación y así ha sido percibido por la historiografía del siglo XX. Friedrich Gundolf, por ejemplo, lo ha expresado inmejorablemente como sigue:
Para él [Merivale] César es el “más grande nombre de la Historia” pero no por la vastedad de sus victorias ni por su prodigioso ingenio, ni siquiera por la fundación de una monarquía de inspiración divina, sino más bien por la superlativa utilidad y acción bienhechora de su trabajo [Arbeit] […] pasan con ello al primer plano los valores [Werte] sociales del hombre de Estado.61
Es interesante preguntarse por las resonancias contemporáneas que podría tener un retrato de este tipo, en especial en un país que no había sufrido una revolución social, como era el caso de Inglaterra. El contexto inglés trasluce una cierta aprehensión acerca de conflictos vigentes, que no podrían subestimarse:62 la resistencia a las Corn Laws junto al accionar del cartismo activaban la crisis en los sectores terrateniente e industrial, respectivamente y el desencadenamiento de la guerra de Crimea en 1854 solo pudo empeorar las cosas. Como suele suceder, la incertidumbre avivó el reclamo generalizado por un liderazgo político fuerte, que pudiera garantizar “orden” interno y externo. En este sentido, podría decirse que si el texto de Merivale prepara el terreno para la aceptación de la imagen apoteótica del Julio César mommseniano, también lo hace bajo la influencia del contexto de crisis: hay afectación recíproca entre texto y contexto. No se tardaría mucho —hacia el final del siglo— en pensar ese “orden” en la forma paradójica del llamado “imperialismo social”, donde una figura como César encarnaría la —aparentemente contradictoria— combinación entre el deseo de seguridad militar de la expansión imperial británica con las iniciativas de una reforma social racional que extendiera tanto el bienestar como la participación política al conjunto de la sociedad.63 La posibilidad de esa combinatoria es lo que había convertido a César en un “verdadero estadista” [real Stateman].64
Las evidencias presentadas hasta aquí valen solo como muestra del “renacimiento” cesariano de la segunda mitad del siglo XIX, tomando como ejemplo a un único país. Cabría preguntarse cuánto de lo referido pudo haber sido conocido, directa o indirectamente, por Max Weber o cuál podría haber sido el juego de influencias (¿cruzadas?) entre estas fuentes. El propio Merivale reconoce haber hecho un uso intensivo de la obra de Drumann y éste habría también influido en Mommsen.65 Pero en lo que respecta a la fórmula tan original del historiador inglés de una “monarquía democrática” cesariana, no es tan seguro el alcance de su influencia en el continente: ciertamente fue el primero en postular una asociación entre ambos términos y así lo ha reconocido la investigación especializada.66 La traducción alemana de Merivale es tardía (1866) en relación a los tres primeros volúmenes de la historia romana de Mommsen, que se publicaron entre 1854 y 1856, y así podría descartarse cualquier ascendiente —reconocido o no— de uno sobre el otro. Pero decir esto no agota, por supuesto, todas las posibilidades: hay que recordar que Mommsen era un anglófilo consumado y podría ciertamente haber tenido noticias de la obra original en inglés, hecho del que no se tiene hoy constancia documental.67
Como se ha anticipado, hay cierta certeza sobre el ascendiente que la historia romana de Mommsen ha tenido en Weber. Impactó tempranamente —ya a los catorce años, si hay que dar crédito al relato de Marianne Weber— y definió también un rasgo característico alemán, difundido en la segunda mitad del siglo XIX: la antipatía por Cicerón.68 En una carta de juventud Weber define mejor ese rechazo: la distancia entre “retórica” y “realidad” que expondría el proceder ciceroniano, lo que podría interpretarse como una suerte de queja dirigida a la política alemana de su contexto y que anticiparía también su futura crítica al carácter “testimonial” de muchos partidos políticos alemanes y su correlativa “impotencia” parlamentaria.69 Esta “orientación al poder” de la cultura del realismo político alemán ha sido descrita en términos muy precisos por Ernst Troeltsch:70
El pensamiento político alemán posee una extraña dualidad, evidente para cualquier visitante: por un lado, pululan los vestigios del Romanticismo y de un intelectualismo sublime; por el otro, un realismo rayano en el cinismo e incluso en una completa indiferencia hacia todo ideal y toda moral. A resultas de lo cual se termina por favorecer la insólita mezcla de ambos elementos, esto es: brutalizar al Romanticismo e idealizar el cinismo.71
Si bien en Weber resuenan fuertes ecos —aunque selectivos— de esta caracterización, hay que sumar a lo anterior algunos vectores biográficos, que no pueden sino ser más que una combinación sinérgica para fortalecer el vínculo entre ambos hombres y consolidar la influencia de uno sobre otro: ambos comparten una formación jurídica inicial que después derivaría hacia otros intereses, por su parte Weber ha asistido a las clases impartidas por Mommsen y posteriormente defendería su Dissertation (sobre las “sociedades comerciales” Handelsgesellschaften) frente al ilustre historiador, a partir de lo cual se entabló una firme relación de trabajo e intercambio intelectual, no exenta de polémicas.72 Si bien Mommsen pudo haber albergado la esperanza que Weber fuera algo así como su sucesor —debido a la brillantez de sus primeros trabajos sobre las sociedades comerciales medievales y sobre la historia agraria romana— puede decir con justicia un experto que “si bien Weber no fue un ‘discípulo de Mommsen’, éste aparecía como una autoridad virtualmente absoluta, al menos en casi todas las cuestiones que tuvieran que ver con la historia romana y el derecho público romano”.73 Si se revisa su tesis de habilitación publicada en 1891 —”Historia agraria romana” (Die römische Agrargeschichte in ihrer Bedeutung für das Staats und Privatrecht)— la gran mayoría de las abundantes menciones a Mommsen son de coincidencia, con muy poca o ninguna polémica.74 La creciente divergencia en encuadres de investigación —debido a la decidida inclinación de Weber hacia el lado de la Nationalökonomie— no fue obstáculo para que en ocasión del fallecimiento del gran historiador en 1903 Weber se refiriera a él como “el más grande sobre la tierra en el ámbito intelectual”, expresión de la cual no puede dudarse ni su sinceridad ni su convicción.75
Si lo anterior puede fungir como indicio de cierta evidencia, cabe preguntarse ahora por el contenido de la influencia de marras: ¿en qué términos se presenta el Julio César de Mommsen? Si se analiza la “Historia Romana” [Römische Geschichte =RG] parece evidente que la apoteosis cesariana que se observa sobre todo en el capítulo once del tercer volumen, es estrictamente correlativa con la renuncia a continuar el trabajo enfocando la época imperial, todo ello a la luz de cierto desinterés característico de la historiografía alemana del momento por ese período: Mommsen no escribió la continuación de su Römische Geschichte (vols. I-II-III, 1854-1856) y el cuarto volumen, aparecido en 1885 y numerado como quinto, que sí se ubica en la época del imperio —a pesar del engañoso título de algunas ediciones (“El mundo de los césares” [Das Weltreich der Caesaren])— versa sobre las provincias y su administración (Die Provinzen von Caesar bis Diocletian).
Ahora bien, ¿por qué César y su obra son caracterizados de manera superlativa? Por un lado, César encarna un ideal superior de ser humano que combina, desarrollándolos al máximo, diferentes aspectos de la personalidad individual: “si bien fue un gentleman, un genio y un monarca, no careció sin embargo de un buen corazón”.76 Por ello, a la distinción e inteligencia, creatividad y capacidad de mando tanto político como militar, se le suma una perceptiva sensibilidad, virtud que tendrá importantes efectos políticos (la famosa clementia cesariana).77
Sobre el lúgubre panorama que Mommsen traza de la etapa final de la República, destellan de forma apoteótica tanto la personalidad de César como sus logros, a los cuales no hay figura opositora que logre opacar: ni el liderazgo de Pompeyo, ni la fuerza moral de un Cicerón o la potencia militar de un Vercingétorix.78 Por otro lado, el peso indudable de las preocupaciones políticas de Mommsen lo lleva a ver a César como el epítome del estadista: “sólo un verdadero estadista pudo surgir de tal estado de cosas. Ya desde su juventud César fue un hombre de Estado en el más profundo sentido del término”.79 Pero esta figura política persigue un ideal: el de la instauración de una comunidad política libre bajo un gobierno monocrático; esto y no otra cosa es lo verdaderamente importante cuando se pondera la ambición cesariana por el trono, que Mommsen acepta y resemantiza así —como se ha dicho— de forma “democrática”. Algunas referencias del texto son gráficas:
César fue un monarca; pero jamás actuó como un rey […] jamás concibió la impostura de la tiranía…se mantiene democrático aun como monarca…su monarquía está lejos de ser contradictoria con la democracia, más bien es su realización y consumación. De esta forma dicha monarquía no tiene nada en común con el despotismo oriental por gracia divina, sino que es la monarquía tal como la que Cayo Graco quiso establecer, tal como la que Pericles y Cromwell fundaron: la representación de la nación a través de su más alto y soberano hombre de confianza [Vertrauensmann].80
Mommsen defiende a esta monocracia democrática cesariana de ser una premonición de los regímenes autocráticos modernos, y lo hace retomando la distinción —a pesar de su realismo, típica del Romanticismo— entre “organismo” y “máquina”:81 así como el más pequeño organismo tiene mayor entidad que la maquinaria más complicada, de la misma forma la defectuosa pero libertaria constitución romana supera en todo al absolutismo más sofisticado y ello porque el organismo posee “vida” y puede, por tanto, autodesarrollarse.82 Pero, amén de lo anterior, ¿cómo se libra en realidad Mommsen de las innumerables acusaciones de cesarismo que suscitó la publicación del tercer volumen de la RG?83 Podría recurrirse al preciso juicio de un “historiador de historiadores”, quien expresa que el endiosamiento de Julio César tiene límites concretos: Mommsen no estaría implicando ninguna superioridad objetiva de la “monarquía militar” cesariana por sobre el dominio aristocrático tradicional romano; más bien lo que intenciona es mostrar cómo la acción de César puso en evidencia la incapacidad de la vieja constitución senatorial para hacer frente a la administración de un imperio en expansión y con ello actualiza —en el mismo movimiento— la vieja idea de que ninguna forma política puede subsistir si deja de cumplir el fin para el que ha sido creada.84 Una vez más, entonces, el realismo del historiador como historiador —sin parti pris doctrinario— gana la partida. Pero el propio Mommsen se ocupa de poner las cosas en su sitio, esta vez de forma taxativa, en una adenda a la edición de 1857 de la RG, donde arremete contra el topos malinterpretado de la historia magistra vitae: toda reactualización de la figura de César es fútil y la empresa del moderno cesarismo equivocada en la medida en que no sólo hay que distinguir entre el personaje —¡celebrado!— y la forma política, sino sobre todo porque la propia coyuntura que le dio origen ha sido única e irrepetible. Pretender aplicar miméticamente la enseñanza histórica al presente es no entender lo único que la Historia puede enseñarnos: el movimiento de sus fuerzas con el fin de crear realidades nuevas e independientes. El remate del gran maestro no tiene desperdicio: “Por ello la historia de César y del cesarismo romano —por la inalcanzable grandeza del maestro artesano, por toda la necesidad histórica de su obra— es en verdad la más aguda crítica a la moderna autocracia que haya podido escribir la mano del hombre”.85
Siguiendo el planteo de Karl Christ, podría sintetizarse el núcleo de la caracterización mommseniana de la siguiente forma:86 en primer lugar, César ha sido el único “genio creador” que ha dado la historia romana. En segundo lugar y como ya se ha dicho, fue un “estadista en el más profundo sentido del término” y este rasgo predominó en todos los órdenes de su actividad. En tercer lugar, puede afirmarse que orientó su carrera política hacia un objetivo primordial, en palabras de Mommsen: “la regeneración política, militar, cultural y moral de su propia y decaída patria, junto a la de la aún más decadente pero profundamente hermanada nación helénica”; tarea a la que se dedicó con pasión arquitectónica, de cuyo diseño no podrían tomarse con sentido actos aislados.87
Se hacía alusión antes a las “preocupaciones políticas” del genial historiador noralemán, en razón de que todo este retablo histórico que él pinta puede considerarse —sin exagerar— como una especie de “apropiación política del pasado”. Si esto es correcto, en este contexto debe mencionarse en primer lugar su militancia en pro de la unidad alemana que lo lleva — como expresa Ines Stahlmann — a “indagar fenómenos tales como la nación y el estado nacional de un modo suprahistórico y atemporal”.88 De una manera quizás errónea (como tal ha sido criticada en la historiografía contemporánea) Mommsen construye una historia de Roma como historia de la unidad italiana de los pueblos de la península: la figura y la obra de César son presentadas idealizadamente como la culminación de ese proceso. Podría hablarse aquí, incluso, de parte del historiador de una identificación con el objeto: el “idealizado” defensor de la causa de la unidad nacional que es César encarna lo que Mommsen hubiera deseado para la propia patria.89 Sin duda puede apreciarse cómo la caracterización heroica del César de Mommsen va de la mano con la amplitud de las tareas políticas del presente del historiador (unificación nacional, combinación de principatus ac libertas, etc.) e, incluso, cómo es estrictamente correlativa a esta.
El desarrollo realizado hasta aquí —en especial el apartado anterior— presupone la influencia determinante en la construcción weberiana del retrato cesariano generado por Mommsen: al menos como condición de posibilidad y expresada con la consistencia de uno de los padres de la historiografía romana contemporánea, la idea de un César “democrático” tiene que haber abierto un horizonte de sentido, por demás sugestivo, en el pensamiento del sabio.90 Esa influencia opera en el escenario abierto por la reconstitución epocal del “cesarismo” realizada por los dos Napoleones, ya que el intento del primero de consagrar un “cesarismo democrático” terminará por asociar su propio nombre al concepto, generando el solapamiento —ampliamente aceptado, con razón o sin ella— entre “cesarismo” y “bonapartismo”. Tal accionar, sin embargo, no opera en el vacío de la creación ex nihilo por obra del “gran hombre de la Historia” y su carisma personal, sino que presupone condiciones objetivas para su realización: crisis de la legitimidad dinástica e imperativo de la soberanía popular, peso del aparato estatal y nuevas demandas sociales —la amenaza del socialismo— todo lo cual lleva a conceptualizar también al “cesarismo’’ como, según Michael Stürmer, un “problema constitucional” paneuropeo. Con todo, la potencia del concepto no es privativa de la necesidad de conjurar el escenario de guerra civil abierto por los acontecimientos revolucionarios, como prueba la utilización de motivos “cesaristas” ya en la Inglaterra hannoveriana, donde a través de un análisis comparativo se reactualiza la crisis de la república romana en la sociedad británica del momento y se traza un vector historiográfico que culminará a mediados del siglo siguiente en el sugestivo concepto de una “monarquía democrática” que habría sido instaurada por Julio César. De esta forma, el contexto británico proporciona una formidable muestra de este verdadero “caldo de cultivo” filocesarista que proliferaba en el suelo europeo y que encontrará su consagración en la apoteosis mommseniana, cuya onda expansiva afectó sin lugar a dudas —como se ha visto— a un muy joven Weber. Si bien es cierto, como afirma Peter Baehr, que hay otras influencias no menos poderosas —Burckhardt, Nietszche, la más difusa de Maquiavelo— la “apropiación política del pasado” mommseniana, incluso en su idealidad, tenía que resultar atractiva y producir sus frutos, tanto críticos como propositivos.91 En el primer sentido, es cierto que Mommsen no puede resistirse a caracterizar a César como un “genio” y es precisamente esta categoría la que Weber aplica críticamente al régimen bismarckiano, aunque también es verdad que se matiza fuertemente esta excepcionalidad ya que, como recuerda Peter Gay, Mommsen puede combinar en César dos rasgos aparentemente contradictorios como son la “pasión” y la sobriedad que proviene del “realismo”, elementos muy presentes en los últimos trabajos de la publicística weberiana y que dan cuenta de la preocupación por la configuración del liderazgo político que se acentuó hacia el final de la vida del sabio.92 Con respecto al segundo sentido, la calificación mommseniana de “estadista” en su más alto grado y, sobre todo, la terminología idiosincrática de ser “el hombre de confianza” de la nación aplicada a César, no pueden sino hacer recordar los usos weberianos en sus diferentes textos. Si bien Vertrauensmann no es esotérico ni un cultismo, la cuestión no se reduce a la dimensión lexical del término sino sobre todo al enfoque: Weber parece ver un fenómeno presente a lo largo de la historia —que aparece bajo ropajes diversos— consistente en un liderazgo con concentración de poder y reconocimiento popular bajo la égida del carisma, cuya mise à jour adquiere la forma adecuada a la de una sociedad de masas: “el hombre de confianza de las masas”.93 Las adecuaciones del concepto a las nuevas realidades —descontado el diagnóstico sobre la propia situación alemana— resignifican experiencias tan vívidas como el democratismo norteamericano y el parlamentarismo británico, que Weber pone al filo de la navaja: tanto la hegemonía sobre la máquina partidaria como la apelación plebiscitaria al pueblo son las nuevas bazas que se ponen ahora en juego, en el marco del dictum inapelable de cierto cesarismo como característica inevitable de las “grandes decisiones de la política” de la moderna sociedad de masas. Va de suyo que estas reformulaciones, bien entendidas, no solo no perturbarían el sentido original dado por Mommsen al fenómeno “democrático” encarnado por César sino, más aun, lo estarían perfeccionando toda vez que encuentra tal enfoque en el accionar weberiano su correspondencia punto por punto. Porque esta resemantización de Weber —con conciencia o sin ella— no hace más que seguir también la filosa advertencia de Mommsen en contra de cualquier pretensión mimética con respecto al modelo político instituido por Julio César al final de la República: el rechazo entre líneas del “bonapartismo” (y del cortejo que intentó ejercer el Emperador sobre el historiador) que se aprecia en la Historia Romana va de la mano con la devastadora crítica que ejerce Weber sobre la figura de Bismarck en los textos publicísticos.94 A lo que hay que agregar que la correspondencia no se agota en su faz meramente crítica ya que —como se ha visto— la dignificación del “cesarismo” que se produce al emparejarlo a la democracia plebiscitaria a la luz del carisma corre en paralelo con la apelación a la “responsabilidad” política que solo puede encontrarse en el liderazgo ejercido por personas —fuera de la lógica de la impersonalidad propia del funcionariado— que son además, en una frase ya inmortalizada, “políticos por vocación”. No puede haber dudas que en este concepto de “responsabilidad política” —idea democrática si las hay— Weber se mantiene, mutatis mutandis, en la senda abierta por el gran historiador de la antigüedad romana.
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1 Carl Schmitt. Die geistesgeschichtliche Lage des heutigen Parlamentarismus. Berlin, Duncker & Humblot, 2017, p. 42.
2 La bibliografía sobre el accionar político del personaje es, por supuesto, inabarcable: se brindan aquí solo algunas referencias, especialmente significativas. Ya en vida de Max Weber quedaron establecidas las visiones contrapuestas entre un César “democrático” (Theodor Mommsen) y uno cultor de una suerte de “monarquía helenística” (Eduard Meyer); un panorama de esta polémica historiográfica en Andrés Jiménez Colodrero. “¿Monarquía democrática o imitatio Alexandri? César y Augusto como ‘apropiaciones políticas del pasado’ en la obra de Eduard Meyer”, STYLOS, Nº 21, 2012, pp. 83-98. Sin expedirse sobre las intenciones últimas de César con respecto a la monarquía (cuestión incierta, según Ronald Syme), esclarece acerca del estrechamiento epocal de los “cursos de acción” en dirección monárquica y sobre las particularidades jurídico-políticas de la dictadura cesariana Christian Sigmund. “Königtum” in der politischen Kultur des spätrepublikanischen Rom. Göttingen, De Gruyter, 2014, pp. 175-182. Sobre porqué César fue un “precursor” y no propiamente un “visionario” dentro del esquema koselleckiano de “espacio de experiencia” y “horizonte de expectativas”, ilustra el erudito artículo de Martin Jehne. “Erfahrungsraum und Erwartungshorizont bei Julius Caesar”, en Gianpaolo Urso (ed.): Cesare: precursore o visionario? Pisa, Edizioni ETS, 2010, pp. 311-332. En la vereda opuesta, sobre el no tan visible vínculo cesariano con la religión y la tradición romanas, así como sobre sus modelos políticos (Mario, los Gracos, Escipión Emiliano, Alejandro Magno et al.) informa Giuseppe Zecchini. Cesare e il mos maiorum. Stuttgart, Steiner, 2001, pp. 35-63, 117-135.
3 Ver Markus Prutsch. Caesarism in the Post-Revolutionary Age: Crisis, Populace and Leadership. London, Bloomsbury Academic, 2020, p. 4.
4 Ver Markus Prutsch. Caesarism in the Post-Revolutionary Age…, p. 5.
5 No puede dejar de recordarse que también hay en juego elementos prerrevolucionarios, en la forma de una “prognosis de la revolución” característica de la conciencia de la crisis típica de la última etapa del absolutismo en Francia y que se expresa mayormente a través de elementos burgueses que son parte del régimen, como Turgot. Sobre la “inminencia de una revolución” y su preferencia por una “monarquía cesarista” para evitar la guerra civil, ver Reinhart Koselleck. Kritik und Krise. Eine Studie zur Pathogenese der bürgerlichen Welt. Frankfurt am Main, Suhrkamp, 1976, pp. 117 y ss.
6 Dieter Groh. “Cäsarismus”, en Otto Brunner, Werner Conze, Reinhart Koselleck (eds.): Geschichtliche Grundbegriffe. Historisches Lexikon zur politisch-sozialen Sprache in Deutschland. 8 tomos. Stuttgart, Klett-Cotta, 1972-1997 t. 1, pp. 726-771, acá p. 726
7 Pero no solo ella: Romieu sorprende al tratar dos casos latinoamericanos —Paraguay (el “Dr. Francia”) y el Río de la Plata (el “general Rosas”)— justificando su análisis con una casuística modélica, de forma enteramente similar a como pudiera haberlo hecho, por caso, un Maquiavelo o un Montesquieu: “Nunca se ha manifestado mejor el cesarismo como producto natural de las grandes dificultades, que como consecuencia de la necesidad de paz y tranquilidad en los pueblos que han perdido la fe en sus instituciones y en sus dinastías”. Ver Auguste Romieu. L’Ère des Césars. Paris, Ledoyen, 1850, pp. 5, 6, 186-187.
8 Ludwig Bamberger. Politische Schriften von 1848 bis 1868. Berlin, Rosenbaum und Hart, 1895, p. 334.
9 Émile Littré. Dictionnaire de la Langue Française. 4 tomos. París, Hachette, 1873, t. 1, p. 534.
10 Ver Auguste Romieu. L’Ère des Césars…, p. 194.
11 Ver Peter Baehr. Caesarism, Charisma and Fate: Historical Sources and Modern Resonances in the Work of Max Weber. New Brunswick, Transaction Publishers, 2008, p. 37.
12 Robert Michels. Zur Soziologie des Parteiwesens in der modernen Demokratie: Untersuchungen über die oligarchischen Tendenzen des Gruppenlebens. Leipzig: Klinkhardt, 1911, p. 206. En una nota que por desgracia no ha sido traducida en la edición al castellano, Michels cita una observación de las “Memorias” del Príncipe zu Hohenlohe-Schillingsfürst, anterior embajador alemán en París (1874-1885), que no por episódica es menos demostrativa de lo idiosincrático de la combinación en la cultura política francesa. Refiriendo a la opinión de un interlocutor, el diplomático informa: “El bonapartista sería el único gobierno en Francia con perspectivas a futuro. El francés sería [a la vez] démocrate y autoritaire. Esto habría sido posible solo por la acción del Imperio”. Ver Chlodwig zu Hohenlohe-Schillingsfürst. Denkwürdigkeiten. 2 tomos. Sttutgart und Leipzig, Deutsche Verlag Anstalt, 1906, t. 2, p. 126.
13 Giuseppe Rensi. Gli “anciens régimes” e la democracia diretta. Bellinzona, Colombi, 1902, pp. 7, 261-262. En este sentido, la vecindad de Italia con Suiza constituiría un cierto handicap, ya que habría brindado testimonios de primera mano sobre el democratismo cantonal helvético (Giuseppe Rensi estuvo exiliado cerca de diez años en el cantón de Ticino y construye su crítica a la pretensión democrática del régimen ciertamente en base a esa experiencia de vida).
14 Ver Ludwig Bamberger. Politische Schriften…, p. 334.
15 Ver Michael Stürmer. “Krise, Konflikt, Entscheidung. Die Suche nach dem neuen Cäsar als europäisches Verfassungsproblem”, Beihefte der Francia, Vol. 6, 1977, pp. 102-118.
16 Ver Heinz Gollwitzer. “Der Cäsarismus Napoleons III. im Widerhall der öffentlichen Meinung Deutschlands”, Historische Zeitschrift, Vol. 173, Nº 1, 1952, pp. 23-75, esp. pp. 66-67.
17 Michael Stürmer. “Krise, Konflikt, Entscheidung…”, p. 115; Arthur Schlegelmilch. Die Alternative des monarchischen Konstitutionalismus. Eine Neuinterpretation der deutschen und österreichischen Verfassungsgeschichte des 19. Jahrhunderts. Bonn, Dietz, 2009, pp. 26 ss. Las críticas del socialismo, en especial el reproche a la continuidad absolutismo-cesarismo/bonapartismo, son hijas de la visión originaria de los padres de comunismo respecto a la configuración del Estado bismarckiano: Marx y Engels habrían experimentado cierto desconcierto frente a la combinación de rasgos anacrónicos y modernos en esta formación social. Existe, sin embargo, cierta oscilación entre la tesis general de la “continuidad” —como en la famosa referencia a un “despotismo militar”, burocrático y policíaco, “ribeteado de formas parlamentarias” de la Critica del Programa de Gotha. (Karl Marx. “Kritik des Gothaer Programms”, en: Marx/Engels Werke 42 tomos. Berlin, Dietz, 1956-1988, t. 19, pp. 13-32, esp. p. 30)— y la ocasional percepción del carácter ya rupturista de la empresa estatal bismarckiana —referencia engelsiana a la impronta “revolucionaria” de dicha tarea en el artículo inacabado (1895-1896). El rol de la violencia en la Historia (Friedrich Engels. “Die Rolle der Gewalt in der Geschichte”, en: Marx/Engels Werke…, t. 21, pp. 405-461, esp. pp. 433)— como recuerda Perry Anderson en su consagrado análisis de los resultados tardíos del absolutismo alemán (Perry Anderson. El Estado Absolutista. México, Siglo XXI, 1996, p. 281).
18 Ver Peter Baehr. Caesarism, Charisma..., p. 61.
19 Al parecer, ha sido Baehr el primero en problematizar este dualismo y convertirlo en una clave de su investigación: “Weber emplea el término cesarismo en su correspondencia temprana, en su publicística política y en sus conferencias para atacar el legado de Otto von Bismarck, el gran arquitecto del Segundo Imperio alemán. En estas intervenciones de carácter claramente político, se presenta al cesarismo como un fenómeno profundamente dañino; de acuerdo a ello, el tono que Weber adopta es de decepción y denigración…Por el contrario, el cesarismo —ahora bajo la forma del moderno liderazgo plebiscitario al interior de un vibrante armazón parlamentario— es considerado por Weber como el secreto político de los notables éxitos tanto imperiales como civiles de Gran Bretaña y América, respectivamente. Alemania, insiste, debe seguir esos ejemplos”. Ver Peter Baehr. Caesarism, Charisma..., p. 59. Más recientemente, Markus Prutsch ha retomado punto por punto esta interpretación, hablando de un “término político de combate” para calificar al primer polo del dualismo, mientras que el segundo sería una “categoría analítica” dentro de la “cientifización” del concepto en el marco de la sociología de la dominación weberiana. Ver Markus Prutsch. Caesarism in the Revolutionary Age…, pp. 177-178.
20 Richard Swedberg y Ola Agevall. The Max Weber Dictionary. Stanford, Stanford University Press, 2016, p. 23.
21 Ver Max Weber. Gesammelte politische Schriften. Tübingen, Mohr-Siebeck, 1971, pp. 20-21.
22 Max Weber. Gesammelte politische…, p. 31. “Pequeñoburgués” [Spießbürgerlich]: Como siempre, persiste la dificultad de traducir exactamente este concepto característico de la época. En el lenguaje coloquial del castellano rioplatense podría verterse también como de “medio pelo”, lo cual captaría significativamente las resonancias críticas en el uso que Weber invariablemente le da.
23 Max Weber. Gesammelte politische…, pp. 289, 291.
24 Ver Max Weber. Gesammelte politische…, p. 314.
25 Ver Max Weber. Gesammelte politische…, p. 347.
26 Ver Max Weber. Gesammelte politische…, p. 348-349.
27 Ver Max Weber. Gesammelte politische…, p. 393-394. Dichos medios no deben ser malinterpretados, ya que en este contexto designan la forma de vinculación multiforme pero ineludible del jefe plebiscitario con las masas —su comunicación personal e inspiradora, la escucha y el eco de sus demandas, expectativas, etc.— circunscrita al marco institucional que se está describiendo.
28 Max Weber. Gesammelte politische…, p. 395.
29 Un detallado análisis en el texto de Joaquín Abellán, junto a las otras influencias —vernáculas: Hugo Preuß y Robert Redslob— en las que abreva Weber (Joaquín Abellán. Poder y política en Max Weber. Madrid, Biblioteca Nueva, 2004, pp. 144-154).
30 Moisei Ostrogorski. La Démocratie et l’organisation des partis politiques. 2 tomos. Paris, Calmann-Lévy, 1903, t. 1, p. 571 (en inglés en el original).
31 Joaquín Abellán. Poder y política…, p. 147.
32 Max Weber. Gesammelte politische…, p. 535.
33 Ver Max Weber. Gesammelte politische…, pp. 532-533, 536.
34 Ver Max Weber. Gesammelte politische…, p. 544.
35 Ha sido Peter Baehr el primero en llamar la atención sobre la intercambiabilidad conceptual entre cesarismo-democracia plebiscitaria-carisma, aunque siempre bajo la égida de este último. Para un planteo general del problema, ver Peter Baehr. Caesarism, Charisma…, pp. 60-62. Sobre las razones de esta weberiana reductio ad personam o la consabida importancia de un liderazgo personal, consultar Peter Baehr. “An ‘Ancient Sense of Politics’? Weber, Caesarism and the Republican Tradition”, European Journal of Sociology, Vol. 40, Nº 2, 1999, pp. 333-350, esp. pp. 344-345.
36 Max Weber. Wirtschaft und Gesellschaft. Tübingen, Mohr-Siebeck, 1947, p. 156.
37 Max Weber. Wirtschaft und Gesellschaft…, pp. 765-766.
38 Ver Dieter Groh. “Cäsarismus…”, p. 768.
39 Max Weber. Wirtschaft und Gesellschaft…, pp. 653-654.
40 Habida cuenta de las tres importantes menciones en Economía y Sociedad donde en alguna de ellas el “cesarismo” comparece con nombre y apellido, tiene razón Sven Eliaeson al afirmar que “pese a todo, el concepto es usado en algunas ocasiones en EyS”. No resulta acertado, sin embargo, el ejemplo que da citando la última sección de la traducción al inglés de la obra (Economy and Society, 1978), ya que se trata de un apéndice insertado por los editores —sin más aclaraciones— que contiene una versión parcial del artículo de Weber sobre la parlamentarización en Alemania (“Parlamento y gobierno en una Alemania políticamente reorganizada”, 1918). Ver Sven Eliaeson. “Constitutional Caesarism: Weber’s Politic in Their German Context”, en Stephen Turner (ed.): The Cambridge Companion to Weber. Cambridge, Cambridge University Press, 2000, pp. 131-148, acá p. 139 y su referencia a Max Weber. Economy and Society. Berkeley, University of California Press, 1978, p. 1451.
41 Max Weber. Max Weber Gesamtausgabe Bd. 19. Tübingen, Mohr-Siebeck, 1989, pp. 120-121.
42 Ver Eduardo Weisz. “La sociología weberiana de la religión: claves para su interpretación”, en Álvaro Morcillo Laiz y Eduardo Weisz (eds.): Max Weber en Iberoamérica. México, Fondo de Cultura Económica, 2016, pp. 321-342, esp. p. 323.
43 En el caso de Burckhardt, sus “Consideraciones sobre la Historia Universal” [Weltgeschichtliche Betrachtungen (1868-1871)] no están dedicadas exclusivamente a César —ya que también comparecen otros “grandes hombres” históricos— pero en la sección titulada “El individuo y lo universal (la grandeza histórica)” se encuentran descripciones que cuadrarían muy bien con el personaje de marras: por ejemplo, al decir que en el gran hombre “la pura contemplación es inconciliable con su ánimo; en él habita una voluntad concreta de tomar por asalto la coyuntura y asimismo una inmensa fuerza de voluntad que ejerce en torno a sí una coerción mágica, la cual atrae y subyuga a todos los elementos del poder y la dominación”. Ver Jakob Burckhardt. Weltgeschichtliche Betrachtungen. Stuttgart, Spemann, 1905, p. 236. En unos “fragmentos históricos” de la obra póstuma Burckhardt incluso ha llamado a César el “más grande de los mortales” [der grösste der Sterblichen]. Ver Jakob Burckhardt. Historische Fragmente. Stuttgart, Koehler, 1957, p. 17.
44 Ver Frank M. Turner. “British Politics and the Demise of the Roman Republic: 1700-1939”, The Historical Journal, Vol. 29, Nº 3, 1986, pp. 577-599. El importante trabajo de Turner traza un panorama preciso y abarcador sobre la influencia que la ruina del régimen republicano romano ha tenido en la investigación histórica británica desde el siglo XVIII en adelante, en especial la forma en que el paralelo entre Roma y Gran Bretaña ha moldeado la propia interpretación de los sucesos de la crisis del fin de la República. Por ello se han seguido aquí de cerca sus desarrollos.
45 Ver Frank M. Turner. “British Politics…”, p. 581.
46 Turner se refiere específicamente a la importante historia romana (4 vols., 1738-1771) del historiador católico Nathaniel Hooke. La historiografía contemporánea ha convalidado el carácter popular de las reformas cesarianas, sin discutir su motivación última, como se reconoce en una exhaustiva revisión de las mismas: “Al margen de la discusión, inútil por otra parte, sobre la existencia o no de un programa previo y definido, debemos reconocer cómo [César] aborda de forma concreta y efectiva cada problema sin provocar mayores males al Estado ni dañar intereses de terceros. Asume básicamente los puntos centrales de la política popular: distribución de tierras, fundaciones coloniales, concesión del derecho de ciudadanía, defensa de la soberanía popular (tribunado de la plebe), frumentationes, mayor reparto de las atribuciones judiciales […]. Quizás en muchos sentidos no fue completamente original, la mayoría de sus disposiciones hallan precedentes más o menos directos, pero sí se mostró, al menos en su grado de aplicación, revolucionario”. Ver Ana María Suárez Piñeiro. “César: ¿un político ‘popular’?”, POLIS. Revista de ideas y formas políticas de la Antigüedad Clásica 9, 1997, p. 274.
47 Ver Frank M. Turner. “British Politics…”, p. 583.
48 Nathaniel Hooke. The Roman History from the Building of Rome to the Ruin of the Commonwealth. 6 tomos. London, Rivington, 1830, t. 3, p. 606. En el capítulo VII del Libro VI el normalmente estoico Hooke se enzarza en una larga y acalorada polémica con un celebrado traductor y comentador (Tácito, Salustio) de la época, de cierta influencia en Montesquieu: Thomas Gordon. Se trata de una defensa de la figura y el accionar de Tiberio Graco contra el juicio de Gordon —también un simpatizante del Country Party— quien llega a afirmar: “Siento pavor de todo tipo de reforma que sea realizada bajo la voluntad arbitraria y el inescrutable humor de un [solo] hombre y también por un poder que no le ha sido delegado sino apropiado [taken]. Prefiero ver subsistir muchos abusos a que un Cromwell, un Pisístrato, un César, o si se prefiere, un Graco, asuma un poder irrestricto [lawless] para subsanarlos…Entonces, ¿qué es el poder de un [solo] hombre de hacer lo que le plazca sino lo que introduce la más grande de todas las corrupciones y calamidades? ¿Y no fue Tiberio Graco ese hombre?”. Ver Thomas Gordon. The Works of Sallust, with Political Discourses upon that author; to which is added a translation of Cicero’s “Four Orations against Catiline”. London, Richard Ware, 1744, pp. 79, 78.
49 Citada en Archibald S. Foord. “The Waning of ‘the Influence of the Crown’”, en Rosalind Mitchison (ed.): Essays in Eighteenth-Century History. London, Longmans, 1966, p. 171-194, cita en p. 171.
50 Ver Frank M. Turner. “British Politics…”, p. 589.
51 En especial por la sorprendente coincidencia con algunos análisis de Hooke, v. g. el rol antiaristocrático de César, sus intentos de reforma económica y su vocación popular.
52 Drumann, Whilhelm. Geschichte Roms in seinem Übergange von der republikanischen zur monarchischen Verfassung. Berlin, Borntraeger, 1899, p. IV.
53 Incluso puede decirse que fue el designio explícito de Napoleón I: legar un “cesarismo democrático”, al menos en lo referido tanto a los Cien Días con su “Acta Adicional a las Constituciones del Imperio” —redactada por Benjamín Constant— como a su testamento político, el llamado “Memorial de Santa Helena”. Louis Napoleón asume plenamente esta herencia democrática y plebiscitaria ya desde sus Idées napoléoniennes (1839), adaptada a las nuevas “socialidades políticas” de su contexto epocal: cierto romanticismo nacionalista por la adopción del “principio de las nacionalidades” (como en el caso italiano: carbonarismo, Risorgimento). Lo que agrega un matiz ideológico de “izquierda” —por los movimientos emancipatorios— a su cesarismo y le permite a la vez conectar con el ideal revolucionario original supuestamente defendido por su tío al final de su carrera política. Ver Walter Bruyére-Ostells. ““De l’héritage politique napoléonien à la formulation du césarisme démocratique (1814–1848)”, French Politics, Culture & Society, Vol. 31, Nº 2, 2013, pp. 1-14, esp. pp. 5-6.
54 A pesar de poseer una notable “identificación con el objeto” producto, como se ha dicho, de la propia historia del autor, la biografía cesariana de Louis Napoleón tendría algunos méritos no menores. Puesta en contexto, como recuerda el gran romanista Claude Nicolet, se constata que la obra impulsó importantes desarrollos en todos los campos de la investigación histórica, desde creación de museos y cátedras universitarias hasta ambiciosos planes de traducción y publicación de fuentes. El Emperador contó con el apoyo de un equipo de colaboradores especializados y competentes: los historiadores Mérimée y Duruy (futuro ministro de educación), el epigrafista Renier, el arqueólogo alemán Froehner y el polígrafo Maury, entre otros. En especial merece destacarse el trabajo in situ del coronel Stoffel, que identificó el sitio del asedio de Alesia (Alise-Sainte-Reine) en el 52 a. C., punto final de la conquista cesariana de la Galia. Tanto el relevamiento geográfico y topográfico como los informes históricos de todos los sitios bélicos vinculados a Julio César en la cuenca mediterránea, ciertamente justificaron la gran suma de ocho millones de francos oro que se invirtió en el curso de la investigación, lo cual convirtió al texto napoleónico en una obra de referencia —en el aspecto técnico— al menos hasta principios del siglo XX (Claude Nicolet. “Caesar and the Two Napoleons”, en Miriam Griffin (ed.): A Companion to Julius Caesar. Oxford, Blackwell, 2009, pp. 414-416). Por lo demás, con colaboración o sin ella, Louis Napoleón no se priva de verter algunos juicios historiográficos muy razonables sobre cuestiones no técnicas y así ha sido reconocido en ciertos contextos de la época, por ejemplo a través de la robusta obra del historiador italiano Antonio Matscheg (Antonio Matscheg. Cesare ed il suo tempo. Firenze, Barbèra, 1874, pp. 325-339).
55 Tanto en Merivale como en Drumann se trata de textos extensos (siete o más volúmenes), enciclopédicos y de alta factura; su poca vigencia desde el punto de vista técnico se debe a que han sido redactados únicamente en base a las fuentes literarias, sin concurso de la epigrafía o la numismática, disciplinas incipientes que serían puestas a punto recién a partir de mitad del siglo precisamente por la enérgica acción de Mommsen, entre otros. Ver James Westfall Thompson. Thompson, James Westfall. A History of Historical Writing. 2 tomos. New York, MacMillan, 1958-1962, t. 2, p. 495.
56 Ver Frank M. Turner. “British Politics…”, p. 590.
57 Charles Merivale. History of the Romans under the Empire. 8 tomos. London, Longman & Green, 1865, t. 1, p. 51.
58 Charles Merivale. History of the Romans…, t. 2, p. 407.
59 “Nerva había combinado dos cosas hasta entonces irreconciliables, principado y libertad [Nerva Caesar res olim dissociabiles miscuerit, principatum ac libertatem]” Ver Publio Cornelio Tácito. Tutte le Opere. Florencia, Sansoni, 1988, p. 40.
60 Ver Charles Merivale. History of the Romans…, t. 2, p. 407.
61 Friedrich Gundolf. Caesar im neunzehnten Jahrhundert. Berlin, Georg Bondi, 1926, p. 36.
62 El país ya había dado muestras de poder generar revueltas de gran magnitud, aparentemente de la nada, como en el caso de los Gordon Riots en junio de 1780, que duraron cerca de una semana con un saldo de 700 víctimas por la represión gubernamental.
63 Como César, por ejemplo, había extendido la ciudadanía a todos los habitantes de los pueblos conquistados por Roma.
64 Ver Frank M. Turner. “British Politics…”, pp. 592, 594.
65 Charles Merivale. History of the Romans…, t. 1, p. vii. En torno a un elemento característico, dado que el enaltecimiento de César implicó una correspondiente degradación —tanto de la estatura moral como de la acción política— de uno de sus más renombrados antagonistas: Cicerón. Se ha sugerido que Drumann fue un antecedente general inspirador de dicha crítica (George Peabody Gooch. History and Historians in the Nineteenth Century. London, Longmans, 1913, p. 457) como también, por el contrario, que éste se habría limitado a atacar al Arpinate esencialmente por el divorcio entre su “vida” y sus “escritos”, siendo la censura hacia el Cicerón político una completa creación del propio Mommsen. Ver Eduard Fueter. Geschichte der neueren Historiographie. Berlin, Oldenbourg, 1911, p. 556.
66 Ver Albert Wucher. Theodor Mommsen. Geschichtschreibung und Politik. Gotinga, Musterschmidt, 1956, p. 115.
67 Ver Thomas Wiedemann. “Mommsen, Denmark and England”, Histos, Nº 1, 1997, pp. 73-81.
68 Sobre Marianne Weber ver cita en Peter Baehr. “Max Weber and the Avatars of Caesarism”, en Peter Baehr y Melvin Richter (eds.): Dictatorship in History and Theory. Cambridge, Cambridge University Press, 2004, pp.155-174, cita en p. 171. Sobre la referencia ciceroniana, ver Peter Baehr. Caesarism, Charisma…, p. 79.
69 Citado en Joachim Radkau. Max Weber. La pasión del pensamiento. México, Fondo de Cultura Económica, 2012, p. 135.
70 La expresión “orientación al poder” proviene de Reinhard Bendix que la atribuye como diferencia específica al liberalismo alemán decimonónico, donde su máximo exponente sería precisamente Mommsen con su crudo realismo, verdadero “desencanto” frente a la herencia romántica e idealista clásica anterior- Ver Reinhard Bendix. Max Weber: An Intellectual Portrait, London, Routledge, 1998, p. 32. La referencia a Troeltsch se encuentra también allí (se ha retraducido la cita).
71 Ernst Troeltsch. “Naturrecht und Humanität in der Weltpolitik”, Weltwirtschaftliches Archiv, Vol. 18, 1922, pp. 485-501, acá p. 495.
72 En último lugar pero no menos importante figura el hecho (¡sorprendente!) de que en 1896 Weber ingresa a la extensa familia Mommsen, ya que en esa fecha contrae enlace su hermana Klara (1875-1953) con Ernst Mommsen (1863-1930), hijo del historiador y médico de profesión. Antes de ello hay que mencionar la amistad que ya unía a Weber con Karl Mommsen (1861-1922), compañero de estudios jurídicos.
73 Jürgen Deininger. “Zweierlei Geschichte des Altertums: Max Weber und Theodor Mommsen”, en Alexander Demandt, Andreas Goltz y Heinrich Schlange-Schöningen (eds.): Theodor Mommsen. Wissenschaft und Politik im 19. Jahrhundert. Berlin, Walter de Gruyter, 2005, pp. 259-281, acá p. 260.
74 En alguna referencia aislada Weber tiene la irreprochable actitud de reconocer la desinteligencia con su maestro y explayarse en la cuestión, con gran objetividad; cfr. la larga nota al subtítulo “Importancia agraria del ius coloniae”. Ver Max Weber. Historia Agraria Romana. Madrid, Akal, 2008, pp. 83-84.
75 Ver Jürgen Deininger. “Zweierlei Geschichte…”, p. 262.
76 Gentleman: en inglés en el original. Ver Theodor Mommsen. Römische Geschichte, en GESCHICHTE DES ALTERTUMS. Berlin, Directmedia Publishing, 2002, t. 3, p. 462.
77 Existe toda una constelación semántica en torno a la clementia (lenitas, venia, misericordia) en el caso cesariano, ya que se trata de un verdadero tópico de la investigación historiográfica. Ver Karl Christ. “Zum deutschen Caesarbild des 20. Jahrhunderts”, en Karl Christ y Emilio Gabba (eds.): Römische Geschichte und Zeitgeschichte in der deutschen und italienischen Altertumswissenschaft während des 19. und 20. Jahrhunderts. I – Caesar und Augustus. Como, New Press, 1991, pp. 23-47.
78 Ver Karl Christ. “Zum deutschen Caesarbild…”, p. 25.
79 Theodor Mommsen. Römische Geschichte…, p. 464.
80 Theodor Mommsen. Römische Geschichte…, pp. 466, 476.
81 Mommsen ofrece aquí una resemantización del clásico dualismo romántico entre “cálculo” (Berechnung) y “vida” (Leben), cuya conciencia histórica parte de la constatación de que “en todas las épocas la vida ha requerido la intervención configuradora de la razón, hoy esa demanda es consciente, exclusiva y deviene en axioma científico; pero la propia vida clama por más desde sus ocultas fuentes y reclama encomio y reverencia”. Ver Franz Schnabel. Deutsche Geschichte im neunzehnten Jahrhundert. 4 tomos. Freiburg, Herder, 1948-1951, t. 1, p. 132.
82 Ver Theodor Mommsen. Römische Geschichte…, p. 477.
83 Los intercambios epistolares, primero, y las reseñas, después, dan cuenta del descalabro producido por el retrato cesariano de Mommsen. Ver Albert Wucher. Theodor Mommsen…, p. 123; Heinz Gollwitzer. “Der Cäsarismus Napoleons III…”, pp. 23 y ss.
84 Ver Eduard Fueter. Geschichte der neueren Historiographie …, p. 551.
85 Citado en Albert Wucher. Theodor Mommsen…, p. 125.
86 Ver Karl Christ. “Zum deutschen Caesarbild…”, p. 26.
87 Ver Theodor Mommsen. Römische Geschichte…, pp. 461, 464.
88 Ines Stahlmann. Imperator Caesar Augustus. Studien zur Geschichte des Principatsverständnisses in der deutschen Altertumswissenschaft bis 1945. Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1988, p. 39.
89 Ver Albert Wucher. Theodor Mommsen…, pp. 70, 112, 115.
90 Justo es reconocer que frente a esta influencia y, más en general, al “cesarismo” como tal, hay objeciones de la Weber-Forschung con apoyo desde los propios textos. Un destacado experto como Stefan Breuer ha argumentado sobre la desaparición del concepto en la última edición de Economía y Sociedad, en el marco de la “transformación antiautoritaria del carisma” (cap. III, § 14) y de una problemática asimilación de la “democracia plebiscitaria” (≈ “cesarismo”) a la “dictadura revolucionaria”, argumento este último que genera ciertas dudas. Después de marcar las diferencias entre los fenómenos que describe Weber y “la figura histórica de Julio César” reconoce que “una consideración comparativa pueda descubrir en la trayectoria de César rasgos que representan una aproximación puntual a la secuencia del tipo ideal que va de la dominación democrática del dirigente a la dictadura revolucionaria. Pero esa trayectoria no es una ilustración paradigmática de esta secuencia, por lo que no es adecuada para generalizaciones históricas”. Ver Stefan Breuer. Burocracia y Carisma. La Sociología Política de Max Weber. València, Alfons El Magnànim, 1996, p. 201.
91 Ver Peter Baehr. “Max Weber and the Avatars…”, pp. 171-173.
92 Ver Peter Gay. The Naked Heart. London, Harper & Collins, 1996, p. 206, n.
93 Exactamente lo contrario que la mera “forma política” —“dictadura revolucionaria”— que cree ver Stefan Breuer como la palabra final en la taxonomía de las formas de dominación de Weber y que por supuesto va a contrapelo de las caracterizaciones —muy precisas— que se encuentran en los textos publicísticos, sobre todo en la etapa final de su producción.
94 Mommsen rechazó formar parte del equipo internacional que, como se ha visto, asesoró a Napoleón III en la redacción de su Histoire de Jules César, texto por el que el historiador alemán profesaba (siempre en privado) un marcado desprecio, llegando a calificarlo como un “pequeño resumen [Abriss] de historia romana para el secundario”. Pero en el plano político la ambigüedad era manifiesta, producto de su realismo: de una entrevista mantenida en 1863 relata por vía epistolar “el Emperador me ha dado la impresión de ser un hombre de valía, uno como el que nuestra nación muy bien hubiera podido requerir…debo confesar que me he retirado con un sentimiento de envidia, debido a que el destino [Schicksal] no nos ha agraciado con un tal grand criminel; qué hubiera sido capaz de realizar con una nación saludable como la nuestra”. Citado en Stefan Rebenich. Theodor Mommsen. Eine Biographie. München, Beck, 2002, p. 95 (en francés en el original).