Conceptos Históricos

El pasado ad portas

Alemania y su “pasado que no quiere pasar”

Andrés Jiménez Colodrero

anjimcol@gmail.com

Universidad de Buenos Aires, Argentina.

Reseña de María Eugenia Gay. La historia tras el desastre. Historiografía alemana de posguerra. Rosario, Prohistoria, 2020, 195 pp.

Al emprender un recorrido tan extenso como variado en esta reconstrucción de la historiografía alemana de posguerra, la autora presenta su tesis crítica con toda claridad en las primeras páginas del texto: se trata de problematizar una suerte de “restauración conservadora” operante en el ámbito de la disciplina bajo pretexto del avance de posturas relativistas, renovada búsqueda de objetividad científica que un acontecimiento como la guerra mundial y la barbarie hitlerista desnuda en su “imposibilidad irremediable” (19). Más aún: esas mismas posturas —“posmodernismo”, “giro lingüístico”, “textualismo”— no son producto de una mayor estima en la “autoridad de la ficción, sino de una realidad que se torna increíble” (67) y donde el caso alemán se configura como un caso límite que ha afectado al propio corazón disciplinar en la forma de las discusiones sobre “la representabilidad, la verdad y la objetividad de la historia” (íd.). Bajo estas líneas maestras, la autora desplegará un plan de trabajo tripartito donde en cada una de esas secciones —muy ricas en contenido— se hará ver el esfuerzo por mostrar en acto la forma como operan los presupuestos implicados en aquella tesis.

La primera sección (“Los intelectuales alemanes y el nazismo”) se articula en dos apartados que describen la situación del estamento académico e intelectual durante el régimen nazi y en la posguerra, respectivamente. En el primer caso, desarrolla la génesis de las ideas que rigieron el ámbito de los altos estudios —la humboldtiana Bildung, pero también la más idiosincrática Kultur— así como la selecta vía de acceso a dichos estudios, considerados más elevados y alejados del “materialismo” occidental, verdadero patrimonio espiritual de la nación y de la posterior “clase media ilustrada” (Bildungsbürgertum) que dedicaría su vida a la promoción de las artes y las ciencias. A lo anterior se anudan en una serie las “Ideas de 1914” y el interés incipiente por la cultura popular alemana (lo völkisch) más el carácter polimorfo con que se presentaba el nazismo y que el estamento académico o reconoció como expresión auténtica de un deseo generalizado de renovación espiritual o directamente ignoró, esperando que se extinguiera por sí mismo. La resistencia, si la hubo, fue mínima y el balance final —como es sabido— indica tanto la alternativa del exilio como la colaboración más o menos activa con el régimen (por ejemplo, la de historiadores de nota con la Ostforschung).1 Este involucramiento —puesto en evidencia con la desnazificación u oscurecido por el paso del tiempo— no fue obstáculo para que en la inmediata posguerra algunos profesores continuaran en sus cargos e incluso, en el caso de los más comprometidos, fueran reincorporados luego de algunos años de cese forzoso. El panorama de esos años se esquematiza muy bien al apelar a la conocida matriz generacional tripartita: los mandarines, los forty-fivers y la Nueva Izquierda, los sixty-eighters. En el caso de los primeros —la élite tradicional profesoral y funcionarial— la desaparición del hitlerismo les permite reconectar ahora idealmente con el clásico modelo humboldtiano, evitando cuidadosamente el peligro de una “occidentalización” excesiva entendida como una tecnificación de las humanidades y de las ciencias sociales. La ausencia de revisión del pasado se da en estricto paralelismo con una suerte de “victimización” general e incluso con el desarrollo de mecanismos de protección para los forzados al retiro, una activa “subesfera” intelectual, con casos paradigmáticos como los de C. Schmitt y M. Heidegger. En el análisis de este último, en particular, se detectan líneas de continuidad en su postura antimodernista que, más allá del peso que se le adjudique a la “experiencia nacionalsocialista”, permiten ratificar la imposibilidad de una “hora cero” (Stunde null), un “borrón y cuenta nueva” epocal tanto social como intelectual frente a dicha experiencia. En cuanto a la generación del ’45 (nacidos entre 1922 y 1932), se impone la necesidad de un cambio —moderado: una modernización científica pero no cientificista ni tecnificante— a la vez que impera una cierta consideración hacia los ideales sostenidos por los mandarines. Se trataba, entonces, de abjurar tanto del historicismo tradicional como de la idea del Sonderweg a través de la incorporación de recursos propios de las ciencias sociales “occidentales”, tarea que los intercambios académicos con países de orientación “liberal” (Reino Unido y EE. UU.) facilitaron de forma importante. Demasiado jóvenes para haber conocido la ruina del ideal democrático en Weimar, los del ’45 pueden adherir ahora de forma entusiasta —por su “efectividad” según W. Mommsen— a los postulados occidentales de la democracia y del mercado “liberal”, sin que por ello dejen de preguntarse sobre el porqué del Sonderweg, asumiendo como una “carga moral” la reforma de la historiografía local a la luz de la culpabilidad nazi e introduciendo en ella dimensiones de gran vigencia en los estudios históricos actuales (por ejemplo, la cuestión “testimonial” y de la “memoria” así como la relación entre “ética” y “objetividad”). Del lote de historiadores mencionados —H.-U. Wehler, W. Schieder, J. Kocka, H. Mommsen y W. Mommsen— se analiza el caso de R. Koselleck, donde también aquí se detectan líneas de continuidad en la forma de reformulaciones de sus importantes influencias schmittianas y heideggerianas en el campo de la teoría de la historia. En cuanto al último “grupo de solidaridad” —los del ’68, aunque se incluye una figura señera como J. Habermas— se destaca su posición rupturista frente a las generaciones anteriores y su inscripción en la Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt, a raíz de la cual aboga por una renovación más drástica de la disciplina histórica —incluyendo una reforma académica, por ejemplo— junto a una profundización del debate sobre la culpabilidad nazi. Esto último, en particular, poniendo en entredicho el involucramiento de las generaciones anteriores con el régimen nazi y sus actos criminales. La sección finaliza presentando a modo de conclusión algunas transversalidades condicionantes que operan en un clima de escepticismo generalizado tras la posguerra: la autopercibida “victimización” del pueblo alemán; el supuesto aporte del nazismo a la lucha contra el bolchevismo —en todo caso: su carácter simétrico como totalitarismo defensivo frente a su par soviético— y la “inoperancia liberal” inmune a la profundidad del “espíritu alemán”, todo ello a la par de la vivencia formativa radical que significó la cercanía con la muerte (el temor al Ejército Rojo, por ejemplo), elementos que en su conjunto confluyeron en una suerte de mecanismo de “racionalización” o de justificación de lo vivido. Ese darle sentido a la experiencia se hace, sin embargo, en condiciones que impiden el distanciamiento necesario para proveer “objetividad” al análisis histórico: su escenario no es otro que el del “pasado que no quiere pasar” (E. Nolte),2 persistencia que obliga a “replanteos” del más profundo nivel disciplinar, en la medida en que este pasado “pone en cuestión la posibilidad de cualquier interpretación objetiva” (67) y demarca así un “caso límite” alemán que desnuda entonces —de forma directa o por su onda expansiva— las propias limitaciones de la “representación de la experiencia”. La tesis que emerge también aquí es que este dispositivo de “racionalización” en juego a partir de 1945 opera una suerte de “restauración conservadora” (20) en el campo histórico cuya capacidad de bloqueo es disputada por la propia irrupción de este pasado actual: la difusión de posturas relativistas, basadas en el “giro lingüístico” e incluso en el “posmodernismo”, son hijas de la propia naturaleza del objeto a considerar, “una realidad que por momentos se torna increíble” (67), renovación que puede verificarse incluso en otras áreas del campo disciplinar.3

La segunda sección (“Del Historismus a la Ciencia Social Histórica”) expone la deriva de la historiografía de posguerra a través del análisis de dos casos emblemáticos, el llamado “debate Fischer” (Fischer-Kontroverse) y la discusión sobre la teoría del Sonderweg en la “Escuela de Bielefeld”, la corriente de la “ciencia social histórica” que desplazó al clásico “historicismo” (Historismus) tan bien encarnado por F. Meinecke. En ambos casos se trata de polemizar contra toda autocomprensión evolutiva de la ciencia histórica alemana, como si ésta retomara de forma “natural” o “lógica” el camino marcado por sus homólogas occidentales hacia una mayor cientificidad. Se postula, en cambio, que esta deriva depende mucho más de un contexto de “discusiones políticas” tanto endógenas como exógenas a la disciplina.

El primer debate es de sumo interés, en sí mismo y por no ser tan conocido en el ámbito de habla hispana, ya que gira en torno al texto publicado en 1961 por Fritz Fischer, “Golpe de mano al poderío mundial: la política bélica de la Alemania imperial 1914-1918”.4 La singularidad de la discusión residía más en las implicancias de la tesis postulada por Fischer que en la tesis misma, a saber: la convicción mantenida por los estratos dirigentes y por sustanciales sectores de la sociedad de que la alternativa militar era la única posible para cambiar el equilibrio de poder europeo y conquistar una hegemonía alemana. Va de suyo que Fischer atribuía sin ambages la responsabilidad de la guerra a este convencimiento y a las acciones que inspiró, basado en una masa documental oficial de gran importancia (parcialmente investigada en la extinta R. D. A.), que probaba no ya una política del “riesgo calculado” sino un plan de expansión por vía de la conquista militar asumida con plena conciencia. El isomorfismo —esbozado más que trabajado— entre los procederes de 1914 y 1939 realizado en el contexto de una reemergencia de la problemática del Holocausto, no pudo más que contribuir a la explosividad de la tesis en la discusión historiográfica alemana. Pero no es el contenido de la polémica lo que le interesa la autora sino su impacto historiográfico: verdadero trampolín de una serie de discusiones (“nación”, “tiempo” y “objetividad”) que permite dejar atrás la tradición del “historismo” sostenido por los mandarines —asociado al nacionalismo, ya sea conservador o nazi— hacia un concepto de “ciencia histórica” (Wissenschaft), inspirada en la metodología de las ciencias sociales. Advenir a ese contexto de mayor cientificidad requirió de ciertas “herramientas de distanciamiento” (73) con la consecuencia, puntualiza la autora, de un fortalecimiento del paradigma “científico-objetivista”, approach que tendrá un efecto decisivo en el incipiente estudio de los crímenes del nazismo en la forma de cierto desmedro hacia la experiencia individual (testimonios de los sobrevivientes, por ejemplo) y la hermenéutica del intérprete de los hechos en favor de esquemas de validez universal, “objetivos”. Por añadidura, el desdibujamiento académico de los historiadores mandarines también se produjo por el efecto indirecto de la visibilización que Fischer y sus colaboradores realizaran, en el curso de los años, sobre el parti pris profesoral en torno a “la nación, la exaltación de los grandes hombres y el historicismo” como consenso forzado acerca de la conveniencia de la guerra y del expansionismo imperialista típicos del régimen alemán previo a la Primera Guerra Mundial (80).5

El segundo tronco de discusiones se centra en las mantenidas por los integrantes de la “Escuela de Bielefeld” (Bielefelder Schule), corriente a la que se caracteriza tanto a partir de sus miembros más caracterizados (Wehler, Kocka, Koselleck) como desde el punto de vista de su creación disciplinar: la “Ciencia Social Histórica” (Historische Sozialwissenschaft), de la cual se rastrean sus antecedentes en dirección hacia una Strukturgeschichte, hacia un “enfoque estructural” (100). Esta reconstrucción pormenorizada da lugar a la problematización sobre la “vía especial” o Sonderweg, posición diferencial que expresaba la convicción alemana en su propia superioridad cultural: el triunfo de la Kultur frente a la Zivilisation occidental, tecnologizada y masificada. A partir de lo anterior, la autora caracteriza la percepción del advenimiento del nazismo como la de un “desvío” en esa tradición diferencial alemana: es clave aquí prestar atención al espectro de reacciones críticas frente a este sedicente desvío, ya que por su lado el “Historismo” (Meinecke) intenta una operación de rescate o de vuelta al inicio de la tradición del Sonderweg, depurado de sus elementos militaristas y tecnológicos, como habían campeado en el hitlerismo. Por el contrario, la verdadera “teoría crítica del Sonderweg” que se abre camino a través del concepto de estructura de los de Bielefeld se inscribe en una perspectiva modernizadora —rechazo al romanticismo historicista— que adopta sin vacilaciones los elementos liberales, democráticos y capitalistas occidentales (es especial los de EE. UU.). En este paneo que podría sugerir una valoración positiva sobre el accionar de la Bielefelder Schule, no se priva la autora de hacer señalamientos críticos sobre ella: su discutible progresismo vis à vis su antecedente francés (Annales) y, muy especialmente, la herencia del concepto de “estructura” a la explicación “funcionalista” del Holocausto.6

La tercera sección (“El paradigma posholocausto”) incursiona en una temática formidablemente desarrollada y hoy muy difundida a pesar de su tragicidad, pero que en el contexto historiográfico alemán de posguerra se inició recién quince años después de finalizada la Segunda Guerra Mundial (113) y por ello un primer apartado de esta sección está dedicado a la cuestión del silencio. Porque la emergencia de la temática del Holocausto obedeció ciertamente a factores exógenos y a un derrotero de debates o polémicas —algunas muy fogosas— como la “disputa de los historiadores” (Historikerstreit) de fines de la década de 1980 o el debate Goldhagen sobre la culpabilidad colectiva alemana de un antisemitismo “exterminacionista” de los años 1990, entre otras.7 El discurrir progresivo hacia una mayor apertura y profundidad que podría aparecer con el paso del tiempo y a primera vista —esto es: problematizar también tanto la responsabilidad de la Wehrmacht como la de los historiadores alemanes activos en el nazismo— es disputado por la autora al introducir precisamente la cuestión del delay en la discusión: ¿por qué la sociedad alemana tardó en tomar la palabra?8 Se despliega así una taxonomía explicativa del silencio (116) y de la recuperación de la identidad en torno a tres hipótesis (“pragmática”, “política” y “traumática”) que refieren a diferentes situaciones de percepción y de estrategias de autodefensa de los alemanes de la posguerra con fuerte presencia —como se ha visto— del mecanismo de la “victimización”. En el caso de la última hipótesis, que parece superar explicativamente a las demás, se suman interesantes posturas sobre una “temporalidad repetitiva” (D. LaCapra) que —analizada con la ayuda del arsenal lacaniano: inscripción en lo Simbólico y apertura al lenguaje— se manifestaría en el “boom de memoria”, la explosión de testimonios posterior al silencio como pasaje al acto y reelaboración del evento traumático o incluso como la aceptación de la “indecibilidad de lo real”(S. Friedländer) (126-127).

En el segundo apartado de la sección (“El canon del Holocausto”) se analiza el género de los Holocaust Studies, sus principales autores y ramas de estudio: los perpetradores, las víctimas y los espectadores (bystanders), esquema entendido como un “canon” del cual —en palabras de la autora— debe evitarse “transformar una clasificación que puede ser pragmáticamente útil a los fines académicos o pedagógicos en una explicación en sí misma” (136).9 Para ello y en una suerte de mecanismo de descomposición, la autora presenta una serie de “arquetipos” (seis en total) que compondrían ese canon (137): 1) la “retórica del silencio” como la instalación retrospectiva de un ciclo de sedicente silencio a raíz de la catástrofe social del nazismo; 2) la “extrapolación del trauma” como explicación de lo anterior, dando por sentado que la terapéutica psicoanalítica puede hacer analogía entre los traumas individuales y los que afectan a la sociedad; 3) la “dialéctica de los dos demonios” como la equivalencia difusa y ambivalente entre el bien y el mal a los ojos de la ciudadanía, solo perfilables con la distancia histórica; 4) la “alegoría de la población cautiva” como la explicación de la ambivalencia anterior, en razón de la desinformación y el propagandismo que se abaten sobre la población; 5) el “discurso del líder desquiciado” que opera —desde su locura— manipulando capilarmente sobre la sociedad; 6) el “mito de la Stunde Null” como la suposición de que el desengaño permitiría una reconstrucción desde cero de la identidad colectiva, a partir del malogro. Estos arquetipos se configuran, al decir de la autora, como instrumentos teórico-políticos usados por los historiadores en sus intentos de recomposición del vínculo social: lejos de ser respuestas “naturales” o meramente procedimentales implican decisiones concretas que subyacen a toda “narración historiográfica” que pretende cartografiar la “ruptura violenta del vínculo social” (139). La enunciación de estos “arquetipos” o tipos ideales va a dar lugar en lo que resta del apartado a su aplicación al contexto historiográfico posterior, incluso como evidencia probatoria al período de la última dictadura militar argentina.10 Pero antes de ello la autora realiza dos especificaciones de gran interés: en la primera, reconecta con los presupuestos de investigación presentados en la introducción del libro, ahora en la forma de los principios que presidirían la estrategia de reconfiguración del vínculo social destruido por el “acontecimiento traumático” y que permitirían definir teóricamente aquello que “debe o no debe transformarse en pasado”(139), los cuales son: a) un “retorno a la fe en la objetividad”; b) una “restitución de la linealidad del tiempo”; c) la “organización de eventos en una oposición dualista” y d) la persistencia de la “distancia histórica como hiato” (139). En la segunda especificación, se aplica este arsenal teórico a una suerte de leading case historiográfico, cuyo centro es la figura de uno de los estudiosos del Holocausto más respetados —si no el más respetado: Raul Hilberg— donde se verifican ex hypothesi la vigencia de los principios referidos. Como exponente de un “nuevo objetivismo” la monumental obra de Hilberg se contrapone con otros desarrollos, como ser una posición “dinámica” o “relativista” que buscaría una “continua renegociación de la realidad histórica” (143).11


1 La investigación sobre los “pueblos del Este” europeo en la concepción de la “historia de los pueblos” (Volksgeschichte): “pueblos” definidos a través de la etnografía, la estadística y la demografía, incluso por el estudio de la historia regional y sus tradiciones. La Ostforschung de fines de 1939 se enfocaba sobre todo a la resolución del sedicente “problema” de la población polaca y judía de los territorios anexados por los nazis, en el marco de una ambiciosa planificación —verdadera ingeniería geopolítica— de reasentamientos poblacionales con base racial. Tanto las etnias alemanas que deberían ser reubicadas, en teoría, por la partición de Polonia (deportación desde la U.R.S.S.) como los propios habitantes del desaparecido país —expulsados del territorio anexado hacia el Generalgouvernement— constituían el objeto de estudio del “Grupo de trabajo berlinés para la investigación sobre el Este” fundado en octubre de 1939 y cuya cabeza visible era Theodor Schieder. Por esa fecha producen —actuando como asesores expertos del Reich— un “memorando polaco” (Polendenkschrift) de gráfico título: “Germanización de Posen y la Prusia Occidental” (dos de los recientes distritos o Reichsgaue), donde “no solo justifican la política poblacional y de asentamientos del nacionalsocialismo, sino que también brindan el conocimiento básico imprescindible para planear y llevar a cabo un ‘desplazamiento étnico’ (völkische Flurbereinigung)”. Lo anterior ha llevado a un autor como Götz Aly a calificarlos —con cierta polémica— de “precursores del exterminio” (Vordenker der Vernichtung); cfr. Ingo Haar. Historiker im Nationalsozialismus. Deutsche Geschichtswissenschaft und der “Volkstumskampf” im Osten. Göttingen, Vandenhoeck & Ruprecht, 2000, pp. 11-12, 19, 328 (la autora menciona el aporte de Aly y el descubrimiento del “memorándum” (98) cuando trata en detalle la figura de Schieder, en la segunda sección).

2 Se trata de una formulación famosa (Vergangenheit, die nicht vergehen will) del historiador conservador Ernst Nolte, el título de un texto breve publicado en junio de 1986 en el periódico Frankfurter Allgemeine Zeitung y que resultó epítome de los argumentos fundamentales implicados en el bando “revisionista” de la Historikerstreit, la “disputa de los historiadores” sobre la unicidad del Holocausto (especialmente frente a los crímenes del estalinismo). El subtítulo también es sugestivo — “una conferencia que, una vez escrita, no pudo sin embargo llegar a ser expuesta”— porque hace referencia a la nunca concretada participación de Nolte en los “Conversatorios Römerberg” de ese año en Frankfurt am Main. El subtítulo que el autor originalmente había propuesto para el simposio rezaba: “¿Confrontación o punto final?”; cfr. Ernst Nolte. “Vergangenheit, die nicht vergehen will”, en VV. AA.: Historikerstreit. Die Dokumentation der Kontroverse um die Einzigartigkeit der nationalsozialistischen Judenvernichtung. München, Piper, 1987, pp. 39, 47.

3 Se mencionan los estudios poscoloniales y los que versan sobre las dictaduras latinoamericanas (67-68).

4 Griff nach der Weltmacht: Die Kriegspolitik des kaiserlichen Deutschland 1914-1918 (Düsseldorf: Droste, 1961). La autora cita el título sin traducir y por ello puede resultar interesante reflexionar sobre su sentido, en particular el de la primera oración: ese Griff remite en sentido figurado sin duda al violento arrebato o “zarpazo” de una fiera, pero también resuena como la “toma por asalto” o el “ataque” (Ergreifung, Angriff) y por cognación conduce a la ominosa “toma del poder” (Machtergreifung) hitleriana. Por otra parte, también hay allí un eco de lo que en castellano se conoce como “querer tocar el cielo con las manos” (Griff nach den Sternen), que designa con toda claridad el anhelo por un objetivo de cumplimiento imposible: en el caso alemán, dirá Fischer en su obra posterior, buena parte de esa imposibilidad residiría precisamente en el estimarse por encima de las propias posibilidades en estricta correlación con la subestimación de los rivales, autopercepción que permearía no solo a los estratos dirigenciales sino también a buena parte de la población (cfr. Fritz Fischer. Die Erste Weltkrieg und das deutsche Geschichtsbild. Düsseldorf, Droste, 1977, p. 363). El peso de lo anterior como factor explicativo del pasado alemán se ha consolidado en Fischer como la tesis sociológico-política de una idiosincrática “contumacia” (Kontinuität des Irrtums) alemana (cfr. Wolfgang Jäger. Historische Forschung und politische Kultur in Deutschland. Göttingen, Vandenhoeck & Ruprecht, 1984, p. 134).

5 La autora enfatiza la denuncia de Fischer acerca del carácter preparatorio de esta práctica con respecto al ascenso del nazismo: escribiendo circa 1974 y haciendo referencia a la introducción al francés de su libro de 1961 redactada por Jacques Droz, Fischer afirma “Droz deja claro que Hitler no podría haber llegado tan fácilmente al poder si los historiadores alemanes no hubieran engañado al público tanto durante como después de la Primera Guerra Mundial sobre las intenciones de Alemania en esa guerra, y si no hubieran apoyado las aspiraciones de poder político y el expansionismo del imperialismo guillermino” (80). Llama la atención la crudeza del término “engaño”, en la medida en que ya desde Karl Marx y el psicoanálisis se sabe que la “falsa conciencia” atraviesa también a los dominadores: todo “engaño” es ya desde siempre un “autoengaño”, vivido con la plenitud y la consistencia que da la ideología de la clase dominante. En todo caso, la conducta general del estamento profesoral bien podría asimilarse a los procedimientos tácticos que se implementaron desde el pináculo político del Kaiserreich para atraer a la opinión pública: imágenes de “acorralamiento” geopolítico por parte de las potencias hostiles (solo Rusia y Francia: se esperaba la neutralidad británica) o la difundida alternativa dilemática “poderío mundial” versus “decadencia” (Weltmacht oder Niedergang) frente a la percibida crisis nacional, todo ello sazonado por supuesto con el consabido nacionalismo pangermanista del que muchos profesores eran portavoces. Fischer ha incorporado a posteriori este rol profesoral colectivo dentro de su tesis de una “primacía de la política interna”, en sus palabras: “Una política exterior imperialista exitosa requería garantizar la hegemonía de los estratos dominantes, lo cual se esperaba lograr a través de una guerra que solucionara la agudización de los conflictos sociales” (Fritz Fischer. Die Erste Weltkrieg…, p. 347). Esta integración social sistémica al régimen monárquico servía también como una “defensa” de la clase media ilustrada (Bildungsbürgertum) frente a las masas, lo cual —junto a su habitual dependencia económica del Estado— terminó por configurar entonces una llamativa proclividad hacia la propaganda oficial (un “espejismo” colectivo: las Illusionen, al decir de otro libro de Fischer), ya sea tanto por autointerés como por ideología (cfr. self-delusion en Michael Biddiss. “From Illusion to Destruction: The Germanic Bid for World Power, 1897-1945”, British Journal of International Studies, Vol. 2, N° 2, 1976, pp. 173-185, particularmente p. 175).

6 Dejando sentado que tanto el “funcionalismo” como el “intencionalismo” son posiciones explicativas fallidas, en la medida en que evitan “la cuestión de la agencia en los eventos históricos por parte de la sociedad” (108). Muy razonablemente, la autora reenvía a un trabajo disponible en nuestro idioma como La dictadura nazi de Ian Kershaw (Buenos Aires, Siglo XXI, 2004), del cual puede señalarse en especial la magnífica síntesis del capítulo cuatro: “Hitler: ‘amo del Tercer Reich’ o ‘dictador débil’”. El texto de Kershaw fue publicado originalmente en 1985 y no tuvo reelaboraciones significativas en las cuatro ediciones subsiguientes, aunque ciertamente no ha perdido nada de su vigencia.

7 La tesis de la culpabilidad colectiva que sostenía el politólogo norteamericano Daniel Goldhagen fue contrapesada por el formidable estudio de Christopher Browning sobre el accionar de reservistas de un batallón de la Ordnungspolizei (policía regular uniformada alemana): “hombres comunes” no especialmente nazificados sobre los que Browning hace el sorprendente descubrimiento de que —descartando una minoría entusiasta y una mayoría activa solo por compromiso grupal o carrerismo— cerca de un 20 % evadió tanto de forma abierta como más sigilosa su turno en los escuadrones de fusilamiento de los hombres, mujeres y niños de los grupos de judíos secuestrados; cfr. Christopher Browning. Ordinary Men: Reserve Police Batallion 101 and the Final Solution in Poland. New York, Harper Perennial, 2017, p. 89; ver allí especialmente su “Posfacio” de 1998 (discusión sobre Goldhagen) y su mise à jour de 2017 “Veinticinco años después” (actualización de fuentes). Con respecto al debate en sí la autora indica que su furor se produjo durante los años 1996-1997, aunque hay que señalar que el notorio cambio de paradigma —interés en los perpetradores: Täterforschung— no fue iniciado por el voluminoso texto de Goldhagen Hitler’s Willing Executioners: Ordinary Germans and the Holocaust de 1996: la investigación de archivo de Browning en Alemania finalizó en 1989 y había sido iniciada años antes bajo la convicción de que “lo que estaba faltando en nuestros estudios era, sobre todo, una mirada acerca de lo que podría llamarse los asesinos en la base (grassroots killers)… los que realizaron las ejecuciones cara a cara”; cfr. su conferencia Ordinary Men as Holocaust Perpetrators: A Reappraisal After Twenty-five Years. Carnegie Mellon University, 2018 (https://www.youtube.com/watch?v=vEWzPmrNvog&t=3317s, 4:15).

8 El debate sobre la Wehrmacht partió de una exposición fotográfica (Ausstellung) iniciada en 1995 y que probó documentalmente la culpabilidad de un sector mayoritario de las fuerzas armadas del período nazi en los crímenes contra la humanidad, frente al mito de una “ignorancia” o “inocencia” vis à vis los perpetradores tradicionales —Einsatzgruppen del Servicio de Seguridad (Sicherheitsdienst) y personal de los campos de exterminio (Totenkopfverbände), por ejemplo—. En términos estrictos, la exposición comprometía esencialmente a las fuerzas del Ejército (Heer) en la medida en que mostraba la “guerra de exterminio” (Vernichtungskrieg) desarrollada en el avance hacia el Este durante la campaña de conquista de la Unión Soviética y territorios aledaños; cfr. Francisco Miguel del Toro. “La exposición Vernichtungskrieg. Verbrechen der Wehrmacht 1941 bis 1944. El debate sobre los crímenes de la Wehrmacht”, Kamchatka, Nº 15, 2020, pp. 47-69.

9 La autora atribuye la clasificación tripartita a Browning en una obra de 1992 (The Path to Genocide), pero hay que señalar que en ese mismo año Raul Hilberg ya había publicado un texto liminar — Perpetrators, Victims, Bystanders: The Jewish Catastrophe 1933–1945— dando origen a la tripartición: escribiendo en 2020, el propio Browning reconoce la paternidad de Hilberg sobre el esquema clasificatorio y su pregnancia para la posteridad; cfr. Christopher Browning, Peter Hayes y Raul Hilberg. German Railroads, Jewish Souls. New York, Berghahn, 2020, p. x.

10 En un apéndice titulado precisamente: “La dictadura militar en Argentina 1976-1983”, pp. 157-181.

11 La referencia es a Sidra DeKoven Ezrahi y su artículo “Representing Auschwitz” publicado en 1995.