Discurso igualitarista y concepciones sobre la igualdad en los periódicos porteños durante la década revolucionaria
(1810-1820)

Facundo Lafit

lafitfacundo@gmail.com

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas/Instituto de Historia Argentina y Americana “Emilio Ravignani”, Universidad de Buenos Aires
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad Nacional de La Plata, Argentina

Apuntes iniciales

El presente trabajo indaga en el discurso igualitarista y los usos del concepto de igualdad en la prensa periódica porteña entre el comienzo del proceso revolucionario en 1810 y el derrumbe del poder central tras la batalla de Cepeda a comienzos de 1820. Buscamos examinar la red de conceptos vinculados a dicha noción y sus cambios a lo largo del período. Interrogar también sobre qué clase de igualdad se podía plantear, practicar e imaginar en una sociedad estamental en guerra y revolución, donde la movilización popular se asentaba, en gran medida, sobre la base de novedosos principios políticos y el cuestionamiento a las estructuras y prácticas del orden colonial. En un marco general convulsionado por las reverberaciones de la Revolución Francesa y la irrupción de los sectores subalternos americanos que habían hecho tambalear el edificio social como el levantamiento indígena andino (1780-1781) o la triunfante revolución negra en Haití (1781-1804).

El artículo se inscribe en el campo de estudios sobre los discursos políticos y la historia conceptual, retomando los enfoques desarrollados en Iberoamérica de estas líneas analíticas.1 Consideramos que existe un vacío relacionado con el estudio de la presencia del ideal de igualdad durante la primera década del proceso revolucionario.2 Hace ya varios años Halperin Donghi había destacado la importancia de la igualdad en el discurso insurgente a partir de su papel como elemento legitimador del nuevo orden político;3 y en las últimas décadas otros trabajos lo han abordado pero de manera colateral a partir del estudio de otros conceptos políticos claves del período como el de “soberanía”, “liberal” o “ciudadano”, entre otros.4

En el presente artículo partimos de la hipótesis que existieron diversas concepciones sobre qué era la igualdad, no sólo entre las facciones ilustradas asentadas en Buenos Aires, sino en relación a las aspiraciones que impulsaron la participación política de los sectores populares, siendo este concepto un objeto de constante disputa. Entendemos también, y trataremos de demostrarlo a largo del artículo, que estas concepciones no fueron estáticas, ya que respondieron a lo que los avatares y la dinámica del proceso político fue demandando, y a las posibilidades concretas de los proyectos de las elites dirigentes de poder plasmarse en la realidad social rioplatense. Buscaremos analizar cómo el concepto se va cargando de esas distintas concepciones, y dar cuenta de los usos que se le da en el debate público, al entenderlo como una expresión de esa diversidad de posiciones políticas, de expectativas, de referencias, que de alguna manera son condensadas en él. En ese sentido, el artículo busca revelar, a través de algunos casos, la multiplicidad de dimensiones con que la noción de igualdad tuvo presencia en la prensa del período. Sin pretender abarcar todas las ocasiones en las que fue puesta en debate, la selección que realizamos apunta a contener esa multiplicidad, que a grandes rasgos podemos agrupar en la igualdad entre individuos —tanto jurídica, política o social—, y la igualdad entre los pueblos —peninsulares/americanos o entre las provincias rioplatenses—.

La denuncia de la desigualdad entre europeos y americanos

El 25 de mayo de 1810, la Junta Provisional, tras ser desplazado el virrey Cisneros luego de varios días de agitación en la ciudad de Buenos Aires, asumía la autotutela de los derechos del rey Fernando VII mientras durara su cautiverio en nombre de la retroversión de la soberanía a los pueblos. La Junta se negó a jurar fidelidad a un Consejo de Regencia que consideraba ilegítimo y defendió sus derechos a ejercer el gobierno provisional, lo que comenzó un camino de autonomía que no implicaba necesariamente declarar la independencia de España. Uno de los argumentos iniciales que esgrimieron los revolucionarios para desconocer la autoridad del Consejo de Regencia es la denuncia por la desigual representación establecida entre europeos y americanos, que ya era manifiesta en la Junta Central y que se había acentuado en el llamado a Cortes del reino. Para Mariano Moreno, secretario de la Junta, esa diferencia de representación era expresión del desigual trato que sufrían una parte de los españoles en varios órdenes de la vida sólo por el hecho de haber nacido en América. En su rol de editor de la Gazeta de Buenos Aires señalaría en numerosas ocasiones esa condición de desigualdad y las pretensiones de superioridad de las autoridades españolas:

La naturaleza no crio a todos los hombres iguales: a unos les dió fuerza que negó a otros; aquellos tienen salud de que carecen éstos; pocos son adornados con talentos, que los más están privados. En esta desigualdad fundó Aristóteles aquella máxima tan criticada, de que se daban hombres esclavos por naturaleza; porque parece que ésta los destina a servir a aquellos, a quienes hizo superiores. Si nos reducimos a este orden natural, que prescinde de las convenciones de la sociedad, no sé en que funde el Sr. D. José que hemos nacido para vegetar en la obscuridad y abatimiento.5

Resuenan en la pluma atribuida a Moreno las ideas rousseaunianas con respecto a la igualdad como derecho natural de los hombres.6 El filósofo ginebrino concebía que existían en la especie humana dos clases de desigualdades: una que consideraba natural o física, establecida por la naturaleza y que consistía en la “diferencia de edades, de salud, de fuerzas corporales y de las cualidades del espíritu o del alma”; y otra que llamaba desigualdad moral o política, que dependía de una convención social y estaba establecida o al menos autorizada por el consentimiento de los hombres y que consistía en los “diferentes privilegios de que gozan unos en perjuicio de otros, como el de ser más ricos, más respetados, más poderosos o de hacerse obedecer”.7

En noviembre de 1810, con un todavía breve pero intenso recorrido por parte de la Junta patriota, Mariano Moreno consideró que había llegado el momento de consolidar las conquistas revolucionarias. Y no concebía otra manera de hacerlo que no fuera que las provincias rioplatenses se dieran una constitución política propia. Los diputados del interior comenzaban a llegar a la capital y el secretario buscaba influir en ellos a través de su pluma en la Gazeta de Buenos Aires. En uno de estos artículos desconoce que se pueda interpretar a las Leyes de Indias como el código político de los americanos, entre otras razones porque carecen de todo principio de razón, y están articuladas para sostener un sistema de comercio basado en el un monopolio ruinoso y en la desigualdad práctica a la que es sometido el indio a pesar de las “protecciones” dispuestas. Con la condena a la antigua legislación colonial, Moreno exponía la crítica filangeriana al “constitucionalismo de antiguo régimen”, atribuyendo al término constitución una concepción típicamente moderna. Como señala Federica Morelli, Filangieri pensaba de hecho en realizar “un sistema completo y racionalizado de legislación” partiendo de pocos principios concatenados, y en particular de la teoría de los derechos del hombre, la verdadera columna vertebral de todo el nuevo ordenamiento jurídico de clara matriz iusnaturalista.8

El espíritu igualitarista de Moreno se iba articulando con la conciencia anticolonialista que fue madurando durante su carrera profesional al ser testigo de la desigualdad concreta entre criollos y peninsulares en distintos planos de la sociedad virreinal:

No caigamos en el error de creer, que esos cuatro tomos contienen una constitución; sus reglas han sido tan buenas para conducir a los agentes de la metrópoli en la economía lucrativa de las factorías de América, como inútiles para regir un estado, que como parte integrante de la monarquía, tiene respecto de sí mismo iguales derechos, que los primeros pueblos de España.9

Como podemos ver, el concepto no sólo era usado en relación a los individuos sino que la igualdad a la que se remite en la cita es a la que existía entre los pueblos. La concepción que subyace aquí es la idea de la monarquía hispánica como una reunión de comunidades políticas. El reclamo de igualdad entre los pueblos iba de la mano de la disyuntiva abierta a partir de la crisis monárquica entre la soberanía del “pueblo” o de “los pueblos”, dilema que será decisivo para entender la dinámica del proceso político no sólo entre las juntas peninsulares previo a la convocatoria a las Cortes, sino también hacia el interior del territorio rioplatense y, como en este caso, para la relación entre la metrópoli y sus ex colonias americanas.

Junto con el reconocimiento a los revolucionarios españoles del mérito de la gran obra que habían iniciado, el secretario de la Junta lanza su crítica más certera, aquella que además justificaba el camino independiente —aún sin decirlo abiertamente— que debían recorrer los territorios americanos. Les achaca que mientras “se trataba de las provincias de España, los pueblos podían todo, los hombres tenían derechos, y los jefes eran impunemente despedazados, si afectaban desconocerlos”, pero que sólo “un tributo forzado a la decencia hizo decir que los pueblos de América eran iguales a los de España”.10 La referencia es a los manifiestos de la Junta Central del 22 de enero de 1809 y del Consejo de Regencia de España e Indias del 14 de febrero de 1810, que además de pronunciarse en relación a la igualdad de derechos entre peninsulares y americanos, declaran que los territorios americanos no eran colonias sino parte integrante de la monarquía.11 Sin embargo, dice Moreno, apenas los americanos quisieron pruebas reales de la igualdad que se les ofrecía, quisieron ejecutar los mismos principios que los pueblos de España, “el cadalso y todo género de persecuciones se empeñaron en sofocar la injusta pretensión de los rebeldes”.12 Seguramente Moreno remite aquí a la cruenta represión llevada adelante contra la insurgencia altoperuana en 1809.

Ya en 1813, en un contexto donde el conflicto con la metrópoli no parecía tener vuelta atrás tras la promulgación de la Constitución española, Nicolás Herrera señalaría en la Gazeta el recorrido ideológico compartido entre la Península y América durante esos años revolucionarios.13 Destacaba que los españoles hubieran podido elegir al gobierno que mejor se les acomodaba, restringiendo las facultades de su rey, y que con la Constitución, la soberanía dejaba de estar depositada en aquel, sino solamente en la Nación. Se preguntaba por qué continuaba la “guerra civil”, y se respondía atribuyéndola a la permanencia de las actitudes y los vicios de las autoridades que no estaban dispuestas a llevar a la práctica la igualdad tantas veces proclamada. A pesar del recorrido común realizado por el conjunto del mundo hispánico en cuanto al pensamiento político, era en la distancia que existía entre el discurso sobre la igualdad entre españoles y americanos y la realidad concreta donde estaría la causa de la prolongación de la guerra. La dirigencia porteña remarcaba al comenzar el año XIII que las Cortes, a pesar de sus avances en el terreno de libertades, con la promulgación de la Constitución española consagraban la desigualdad entre América y España, clausurando cualquier posibilidad de negociación.

El Decreto de supresión de honores

A fines de 1810 el clima político había comenzado a enrarecerse en el seno de la Junta porteña. Existían dos posturas en torno a cuáles debían ser las condiciones de incorporación de los representantes de los pueblos del interior, y en definitiva al rumbo que debía adoptar la revolución. La más radical era la liderada por el secretario de la Junta, quien había propuesto incorporar a los representantes en calidad de diputados de un Congreso destinado a discutir y dictar una Constitución. La otra posición la encabezaba el presidente, Cornelio Saavedra, quien junto a la mayoría de los diputados del interior sostuvo que estos debían incorporarse como miembros de la Junta Gubernativa, y no de un Congreso.

A Moreno le molestaban además ciertas veleidades del presidente. Su predisposición a las ostentaciones y honores propios de su cargo exasperaban al secretario, llevándolo a acusarlo por lo bajo de actitudes despóticas. Saavedra por su parte no compartía el pulso vigoroso y radical de Moreno, sobre todo en su manejo de la represión a los contrarrevolucionarios. El hecho desencadenante del enfrentamiento final entre los dos dirigentes de la Junta fue el festejo que organizó el cuerpo de patricios por la victoria de Suipacha el 5 de diciembre de 1810. Según algunas de las versiones de lo ocurrido esa famosa noche, Moreno, quién no habría estado invitado a la celebración, logró entrar y presenció un brindis en honor a Saavedra donde se le habría entregado una corona de laureles acompañada de las siguientes palabras: “Viva el señor presidente don Cornelio Saavedra, emperador y rey de la América del Sur”. El secretario redactó esa misma noche el célebre “Decreto de supresión de honores”, haciéndolo aprobar por toda la Junta al día siguiente y que unos días después sería publicado en la Gazeta. Allí se presentaban las reglas de virtud republicana que debían guiar las conductas y acciones de los funcionarios públicos, y se hacía especial hincapié en la absoluta igualdad de todos los miembros de la Junta, tanto en lo relativo a sus atribuciones como en lo concerniente al protocolo que debía seguirse en sus celebraciones públicas. Se prohibía además que los centinelas impidan la libre entrada en toda concurrencia pública “a los ciudadanos decentes que la pretendan”. Se traspasaba además el comando supremo militar, confiado a Saavedra por el Cabildo en el acta de erección de la Junta Provisional, a la Junta en pleno.

En el decreto Moreno, dejaba en claro que para él la libertad estaba indisociablemente ligada a la igualdad, una y otra tenían sentido solo cuando iban unidas: “La libertad de los pueblos no consiste en palabras, ni debe existir en los papeles solamente […] si deseamos que los pueblos sean libres, observemos religiosamente el dogma de la igualdad”. No era sólo un derecho que debía ser preservado sino el fundamento mismo para reasumir el destino de otro orden político. Esta línea de pensamiento, que no concebía a la libertad sin la igualdad, se sustentaba como vimos en el iusnaturalismo moderno de cuño rousseauniano. Como señala Gabriel Entín analizando aquél campo semántico: “La libertad e igualdad de la revolución constituyen recursos retóricos que consolidan la imagen de ruptura respecto de las jerarquías del antiguo sistema”.14 Siguiendo con el decreto se reafirmaba la asociación entre igualdad y libertad al vincular la suntuosidad de los gobernantes con el despotismo:

Tampoco podrían fructificar los principios liberales, que con tanta sinceridad comunicamos; pues el Común de los hombres tiene en los ojos la principal guía de su razón, y no comprenderían la igualdad, que les anunciamos, mientras nos viesen rodeados de la misma pompa y aparato, con que los antiguos déspotas esclavizaren, á sus súbditos.15

Es necesario marcar aquí la cuota de poder diferencial que adquiría el concepto de igualdad cuando trascendía su utilización en un artículo de opinión en la prensa, para ser la idea articuladora de un decreto que implicaba la obligación de cumplimiento y la capacidad de castigar. No es casual que el sector moderado acusara a Moreno y a sus seguidores de jacobinos. Justamente el culto a la austeridad de los funcionarios era uno de los principales elementos del ideario de los sectores más radicales de la experiencia francesa. El secretario no podía tolerar que instituciones nacidas de la revolución mantuvieran intactos los viejos vicios aristocráticos de la burocracia del Antiguo Régimen. No se podía exigir a la población una transformación moral y de sus costumbres, en pos de la construcción de una nueva sociedad, si aquellos que mandaban seguían reproduciendo la vieja liturgia que simbolizaba justamente la fuerte jerarquización social que se buscaba dejar atrás. La revolución no era para ellos un mero cambio de mando, era un cuestionamiento profundo a los fundamentos con los que tradicionalmente se sostenía el poder político, y era también la posibilidad de construir un orden social mucho menos desigual. Y aquello, en primer lugar, debía predicarse desde el ejemplo de la clase dirigente. Sin embargo, la erradicación de determinados privilegios que el decreto establecía tampoco implicaba un cuestionamiento extensible a las desigualdades propias de la estructura social de la colonia. Unos días después de publicado, Marcos González Balcarce, sargento mayor de la plaza, consulta a la Junta, entre otras cuestiones relativas a lo dispuesto en el decreto, cómo debe discernir la tropa quiénes son considerados “ciudadanos decentes” a la hora de permitir la entrada a una función pública, preocupado sobre todo por situaciones de tumulto o desborde.16 La Junta responde que “se reputará decente toda persona blanca que se presente vestida de frac o levita”.17 No existe aún un cuestionamiento profundo a los criterios sociales, económicos y sobre todo raciales heredados de la colonia, para discriminar quien era poseedor de los derechos civiles que la Junta pretendía establecer.

Monteagudo y sus observaciones sobre la igualdad

Es en la serie de artículos doctrinarios titulados “observaciones didácticas” donde el editor de la Gazeta de Buenos Aires Bernardo de Monteagudo reflexionaría con mayor detenimiento alrededor del concepto de igualdad.18 El escrito constituye fundamentalmente un manifiesto a favor de la idea de la igualdad ante ley, pieza central del pensamiento liberal que estaba emergiendo por esos años:

Sólo el santo dogma de la igualdad puede indemnizar a los hombres de la diferencia muchas veces injuriosa que ha puesto entre ellos la naturaleza, la fortuna o una convención antisocial […] Todos los hombres son iguales en presencia de la ley: el cetro y el arado, la púrpura y el humilde ropaje del mendigo no añaden ni quitan una línea a la tabla sagrada de los derechos del hombre. La razón universal, esa ley eterna de los pueblos, no admite otra aceptación de las personas que la que funda el mérito de cada una.19

El texto es en sí mismo una denuncia a las situaciones de discriminación sufridas por los criollos en relación a los españoles europeos bajo la dominación colonial, cuando los primeros estaban prácticamente excluidos de la administración: “la sola idea de nuestro origen”, dice, “marchitaba el mérito de las más brillantes acciones”. El escrito de Monteagudo no tiene como objetivo delimitar el principio de igualdad de sus versiones más radicales, ni justificar la diferencia de riquezas entre los ciudadanos, a la que califica en varios casos como “injuriosa”. Por el contrario, está pensado fundamentalmente como alegato contra aquellos que desde una situación de poder y/o privilegio avasallan los derechos de sus pares bajo pretensión de superioridad:

Tales son los desastres que causa el que arruina ese gran principio de la equidad social; desde entonces sólo el poderoso puede contar con sus derechos; sólo sus pretensiones se aprecian como justas: los empleos, las magistraturas, las distinciones, las riquezas, las comodidades, en una palabra, todo lo útil, viene a formar el patrimonio quizá de un imbécil, de un ignorante, de un perverso a quien el falso brillo de una cuna soberbia, o de una suerte altiva eleva el rango del mérito, mientras el indigente y obscuro ciudadano vive aislado en las sombras de la miseria, por más que su virtud le recomiende.20

Para el letrado revolucionario, son aquellos que “con la espada, la pluma o el incensario en la mano”, creyéndose superiores al resto por razones de cuna o de fortuna conspiran contra el dogma de la igualdad, los que han cubierto “la tierra de horrores y la historia de ignominiosas páginas”, invirtiendo el orden social y “desquiciando el eje de la autoridad del magistrado y de la obediencia del súbdito”.21 No es entonces para Monteagudo la búsqueda de la igualdad la que ha llevado a los excesos, al caos y al desorden social, sino que —en una inflexión roussoneana de su discurso—, el orden de la sociedad se ha trastocado a partir de la acumulación de riquezas y poder por una parte de ella. La desigualdad social tiene, según Rousseau, unos orígenes y unos fundamentos concretos. Es el producto de un proceso histórico donde son las relaciones e instituciones sociales, las que fueron generando la diferenciación social y la opresión del pobre por el rico, a partir de un pacto injusto convertido en legal.

Son los gobiernos tiránicos, volviendo al escrito del revolucionario rioplatense, los que sólo miran la igualdad “como un delirio de la democracia o como una opinión antisocial”.22 Y aunque es mucho más radical su discurso comparado con otros escritos que circulaban en ambas orillas del Atlántico, marca igualmente un límite a esas pretensiones igualitaristas cuando señala las incuestionables obligaciones que nacen de la relación entre el magistrado y el súbdito:

Pero no confundamos la igualdad con su abuso: todos los derechos del hombre tienen un término moral cuya mayor trasgresión es un paso a la injusticia y al desorden: los hombres son iguales, sí, pero esta igualdad no quita la superioridad que hay en los unos respecto a los otros en fuerza de sus mismas convenciones sociales: el magistrado y el súbdito son iguales en sus derechos, la ley los confunde bajo un solo aspecto, pero la convención los distingue, sujeta el uno al otro y prescribe la obediencia sin revocar la igualdad.23

Al igual que en los escritos peninsulares reproducidos en la prensa rioplatense, existen reparos también en Monteagudo a los “abusos de la igualdad”.24 Pero esos límites están señalados en este caso en la distinción entre quienes mandan y quienes obedecen, como resultado de las mismas convenciones sociales, y no tanto con el objetivo de justificar la desigualdad de las riquezas. A Monteagudo le preocupan —y recurre a la experiencia de la Revolución francesa para ejemplificarlo—, los peligros de la democratización de los sectores populares. Es por ello que propone excluir de los derechos de ciudadanía a los que estaban bajo el dominio de otro, así como a los que no acreditasen saber leer y escribir. Sin embargo, es promotor de extender los derechos de ciudadanía cuando critica el reglamento del Triunvirato de convocatoria a la asamblea, donde se privaba del derecho a ser electores a los “labradores y gente de campaña”, y por lo tanto del rango de ciudadanos.25 Según Esteban Llamosas “el sujeto ideal del primer constitucionalismo no podía ser universal, porque los modos de comprensión de la sociedad, sus referencias culturales, no habían cambiado todavía”.26 La ciudadanía estaba reservada a aquellos que podían aspirar al goce de los derechos por su posición social. Tras una declamada universalidad se escondían exclusiones de género, racial y económico, imponiendo que el nuevo sujeto constitucional se modelara como un varón libre, propietario y cabeza de familia. Ser ciudadano era capacidad, y capacidad completa tenían unos pocos.27 Como señala Goldman, si la cuestión de la ciudadanía era motivo de polémica entre las facciones, la participación política efectiva de los sectores populares, por el contrario, aparecía para el conjunto reservada a la élite.28

La Asamblea del año XIII, en sus primeros tramos, representó el momento más radical de la revolución. No sólo por haber sancionado la libertad de vientres, la extinción del tributo, la mita y el yanaconazgo, y la supresión de títulos de nobleza, sino también por haber excluido la fórmula de juramento de fidelidad al rey Fernando VII. El proyecto constitucional elaborado por la Sociedad Patriótica y presentado a la consideración de la Asamblea Constituyente se destaca por la originalidad y la riqueza de fuentes que maneja.29 A diferencia del proyecto de la comisión oficial, dedica dos capítulos a la declaración de los derechos individuales, emparentándose con las declaraciones francesas y distanciándose de esa manera del modelo español, que los incluye a lo largo de todo el articulado. En este mismo sentido, el proyecto hace referencia al derecho a la igualdad omitido en la Constitución de Cádiz, y deja claramente establecido que “todo hombre gozará de estos derechos en la Provincias Unidas sea americano o extranjero, sea ciudadano o no”.

Sin embargo, a lo largo del año XIII podemos percibir una paulatina pero continua concentración del poder político en la Logia Lautaro, bajo el argumento de proseguir más eficazmente con la lucha por la independencia. Un proceso facilitado por aquellas concepciones elitistas que reservaban la acción política a los sectores ya movilizados. La máxima “trabajar todo para el pueblo, y nada por el pueblo” que utiliza el Dean Funes en un manifiesto que acompaña la proclamación de la Constitución de 1819, pareciera ser el axioma al que fue confluyendo el conjunto de la elite porteña, fundamentalmente tras la irrupción del artiguismo como fenómeno social y político. Pero este viraje hacia posiciones más moderadas de la Logia y la Sociedad Patriótica no solo se explica por el surgimiento de esta experiencia en el litoral rioplatense. Los avances antinapoleónicos en Europa cuestionaban cada vez más la ideología revolucionaria y republicana de aquella facción, forzándolos a tomar el camino de la moderación.30

Modelo constitucional, nobleza y desigualdad de fortunas

A partir de mediados de 1815, y a propósito del clima político generado por las elecciones a diputados para el Congreso constituyente convocadas por el Estatuto Provisional para la dirección y administración del Estado promulgado en el mes de mayo, la prensa periódica de Buenos Aires fue el vehículo de recurrentes y variadas intervenciones sobre la forma de gobierno que se debían dar las provincias unidas y el modelo constitucional a adoptarse. El concepto de igualdad iba a reaparecer con fuerza en estos debates fundamentalmente en relación al sujeto de la soberanía, la mayor o menor concentración del poder político y como se vinculaba aquello con la estructura social del estado que buscaba constituirse.

Uno de los periódicos donde más presencia tendría el debate constitucional fue El Censor, solventado económicamente por el Cabildo y dirigido por el publicista de origen cubano Antonio José Valdés.31 En un artículo donde dice dirigirse directamente a los diputados del Congreso constituyente, al mismo tiempo que les recuerda que la soberanía reside esencialmente en el pueblo y que no deben pretender enajenarla, alega que “todos los hombres han nacido con iguales derechos, y que estos naturales derechos no pueden separarse de ellos”.32 En esa misma línea de pensamiento considera que “toda nobleza o dignidad hereditaria queda abolida, como repugnable e incompatible a una constitución fundada sobre tales bases”.33 Afirma entonces que todos los ciudadanos tienen derecho a sufragar en las asambleas populares al igual que el derecho a ser elegibles a cualquier puesto o función, aunque establece la necesidad de distinguir entre voto activo y pasivo.

Apuntando también a la discusión sobre el modelo constitucional, pero enmarcada en una línea de pensamiento opuesto al desarrollado por Valdés, tenemos la carta del salteño José Quispe y Apéza publicada en la Gazeta de Buenos Aires en noviembre de 1815. En ella se argumenta que es la constitución inglesa aquella que se debe emular, porque da cuenta de la necesaria concentración de la autoridad no solo en la figura del gobernante sino en un corto número de representantes en los que la sociedad debe relegar su soberanía. Considera que el “gobierno de mayoría” es en realidad un engaño, porque son finalmente pocos los que llevan las riendas del poder. Para el salteño “nada es más quimérico que un estado de entera igualdad, o de absoluta libertad entre los hombres”, y que “en toda sociedad humana se ha de levantar indispensablemente alguna autoridad”.34 En ese sentido promueve la figura de un soberano con plenitud de poderes y la necesidad de abocarse al objetivo de establecer una clase con privilegios. Estos “grandes” se reunirían al estilo británico en una asamblea regular que funcionaría de intermediaria entre el soberano y la sociedad. A Quispe le preocupa que el proceso revolucionario rioplatense termine derivando en los “horrores de la revolución francesa” o la “imprudencia” de los españoles. Para evitar esos desenlaces propone a aprovecharse de “la desigualdad de fortunas que es indispensable en todo Estado, no desperdiciemos ni aun los honores que dispensamos a ciertas gentes distinguidas, y que si llegásemos a despreciar no tendrían ningún interés en defender nuestro nuevo sistema de libertad común: concedámosle en nuestra legislación una parte proporcionada a las ventajas que tienen en nuestra sociedad”.35 Para el salteño entonces el modelo constitucional debía cristalizar la desigualdad de riquezas que existía en la sociedad en el manejo del estado al establecer una clase dirigente con privilegios civiles y políticos.

Otro publicista que se sumaría a la polémica sobre la necesidad de cortes o de una nobleza vernácula sería Vicente Pazos Silva.36 En su rol de editor de la Gazeta de Buenos Aires en 1811 y 1812 había manifestado sus críticas al discurso igualitarista de la facción morenista,37 ahora como editor de La Crónica Argentina reafirmaría esa postura al considerar como inviable la pretensión de alcanzar una igualdad de riquezas entre los hombres. Para el letrado siempre existirá esa desproporción por ser inherente a la naturaleza, y estar condicionada por el trabajo, la habilidad, el ingenio y la fortuna de los individuos. Pero lo que sí puede desearse a su criterio es “la igualdad moral y política”, es decir, “que la ley que no debe considerar a los individuos, sino al cuerpo general del Estado, tenga a todos los hombres por iguales, y sin dejarse dominar por la influencia de las circunstancias privadas, distribuya con rectitud sus favores, y aplique del mismo modo el castigo”.38 El publicista se opone a la idea de instaurar cortes como parte del dispositivo de una monarquía constitucional, proyecto que efectivamente se debatía en el Congreso. Considera que la desigualdad artificial es aquella que:

consiste en prerrogativas, en honores, en cintas colgadas al pecho, en cruces, en medallas, etc. Todas ellas han tenido su cuna en la prepotencia de unos pocos sobre los demás individuos de la sociedad, o lo que es lo mismo, en la desigualdad moral que existió en algún tiempo dado por las riquezas que adquirieron algunas, personas sea por su industria, sea por sus talentos, o por robos felices en cuyo número entran sin duda las conquistas.39

Entiende que donde estas desigualdades preexistieran, no sería conveniente intentar abolirlas, porque necesariamente eso se traduciría en convulsiones políticas. Pero donde no “sería una arbitrariedad infeliz el empeñarse en levantarlas, y este esfuerzo contra el orden natural de las cosas, produciría una violencia de parte del Legislador que lo haría aún más abominable”.40 Para Pazos Silva que exista desigualdad natural no se contradice por lo tanto con el establecimiento de “la igualdad moral y política de derechos y de deberes”, ni con evitar que existan “desigualdades artificiales de condición, como dignidades hereditarias, títulos, u otras distinciones legales.” Para que pueda establecerse la democracia en la sociedad, según el letrado, “solo se requiere la igualdad moral y política, que nada tiene de imposible”. Sostiene que en América es inviable tratar de instaurar una nobleza, que inevitablemente ésta sería objeto de “burla, desprecio e indignación”.

La cuestión de la igualdad también es abordada por estos mismos meses en La Prensa Argentina, en este caso a través de una pieza literaria.41 El protagonista del relato, un gigante llamado Tremebundo, se encuentra de visita en Buenos Aires y se asombra al advertir que existen postes en las calles de la ciudad para que los jinetes puedan atar sus caballos. Perceptiblemente molesto no puede concebir que: “la hez insolente, creyéndose elevada al rango de la igualdad común, se supone con el mismo derecho de echarse con su caballo sobre cualquier hombre moderado, y este es uno de los fueros en que hacen consistir su igualdad”.42 A pesar de ser una ficción, tiene muchos puntos de contacto con las impresiones registradas en los diarios de viajes de visitantes europeos en la región ante lo que percibían como tendencias igualitaristas. Desde sus propios parámetros era muy llamativo el contacto estrecho entre personas de diferente formación y condición social.43 Unas semanas después el editor va a reafirmar su prevención al igualitarismo pero en este caso sin ampararse en ninguna fábula sino directamente en un artículo donde al abordar el tema de la “igualdad” dice que la “única posible y válida es con respecto a la ley, porque la naturaleza ha creado a los hombres diferentes entre sí”.44

El rechazo al igualitarismo artiguista

Desde finales de 1815, la Banda Oriental, las provincias del litoral y hasta la misma Córdoba se hallaban bajo el influjo de Artigas; las altoperuanas Salta y Jujuy estaban a merced del ejército realista tras la derrota de Sipe-Sipe y el resto de las provincias mantenía una posición recelosa hacia las nuevas autoridades erigidas en Buenos Aires tras la caída del Director Carlos de Alvear, al que se lo acusaba de haber gobernado el territorio rioplatense de manera autoritaria y centralista.45 Ninguna de las provincias que integraban “El Sistema de los Pueblos Libres” había mandado diputados al Congreso que a partir de marzo de 1816 se había constituido en Tucumán, y se encontraban, como sabemos, en decidida oposición al gobierno porteño. Los debates que se establecen en el seno del Congreso, como las críticas que provendrían desde afuera, tendrían eco inevitablemente en la prensa porteña. La Gaceta de Buenos Aires, que en general reproducía la voz oficial del Directorio, en un artículo titulado “Facciones” sale al cruce de proyectos que considera impracticables como los que a su entender expresaría la democracia bárbara que representaba la experiencia artiguista. En el periódico se afirma que “la fuente más común y durable de las facciones estuvo siempre en la variada y desigual distribución de las propiedades. Los que la tienen y los que no, han formado siempre distintos intereses en la sociedad”.46 Siguiendo ese razonamiento, considera que aquellos “políticos teóricos” que sostuvieron el establecimiento de una “democracia pura” como forma de gobierno “supusieron erróneamente que reduciendo al género humano a una igualdad perfecta en sus derechos políticos lo habían al mismo tiempo igualado y asimilado en sus posesiones, en sus opiniones y en sus pasiones”.47

Desde El Censor, más proclive en su discurso como vimos a limitar el poder de las autoridades y rechazar la posibilidad de un gobierno aristocrático, también se ponían reparos a la idea de establecer en el Río de la Plata un “gobierno democrático” debido al estado de desunión existente entre las provincias –menciona explícitamente los casos de Paraguay y la Banda Oriental, lo que imposibilitaría al entender del publicista adoptar un sistema de esas características, pero reconoce que “la opinión de igualdad o democracia rigurosa, que se ha procurado inculcar en el espíritu público de los pueblos” podría permitir que en alguna de esas “fracciones del estado” aquello se pueda implantar, aunque para el conjunto sería “la fuente inagotable de nuestra ruina”.48

Podemos identificar dos elementos claves que le dieron un perfil particular al movimiento encabezado por Artigas: el reclamo de igualdad entre provincias y pueblos en relación a la cuestión de la soberanía; y una pulsión igualitarista en términos sociales mucho más marcada que en otras experiencias revolucionarias del período. Durante los diez años que duró la guerra independentista, las fuerzas orientales —que debieron enfrentarse, por momentos de manera simultánea a realistas, portugueses y a las tropas del directorio porteño—, fueron cambiando su composición social. Al comienzo de la insurrección tras la figura de Artigas se articulaba un amplio espectro social pero, como señala Ana Frega:

las diferencias en los objetivos de la revolución, la diversificación de frentes y la propia prolongación de la lucha fueron variando la alineación de fuerzas en torno al artiguismo. El énfasis puesto en la igualdad marcó el distanciamiento de la “gente propietaria y de alguna consideración” en ambas orillas del Río de la Plata.49

Si analizamos el discurso de aquellos que enfrentaron, o en todo caso miraron con cierto recelo al artiguismo, podemos detectar también un uso bastante recurrente del concepto de igualdad para definir dicha experiencia. Igualdad que generalmente era acompañada de algún adjetivo que pretendía dotarla de una cargar negativa, y que usualmente iba asociada a otros términos como los de “anarquía”, “delincuencia”, “caos”, etc. A la élite porteña les preocupaba el signo popular que había asumido la revolución en tierras orientales. La insurgencia se iba nutriendo de los sectores más desposeídos, los cuáles iban dotando de un perfil evidentemente social a la rebelión en marcha. Para ellos, la Revolución Oriental era la obra de un caudillo díscolo que utilizaba el resentimiento de las castas y el gauchaje. Artigas era el agitador de la plebe, a quienes desde el Directorio se calificaba en las proclamas como “vándalos del Sud”.50

En la Gazeta de Buenos Aires se reproduce también esta idea de manipulación de las masas a través del discurso demagógico de los caudillos, aunque el articulista cifra esperanzas que “la experiencia da las pasadas calamidades haga a nuestros paisanos más avisados para no dejarse arrastrar por las grandes promesas de los apóstoles de la igualdad absoluta y de una libertad que se identifica como licencia”.51 Como sucedía con el concepto de libertad, la calificación de “absoluta” hacía referencia en mucho de los casos a los excesos, a la falta de moderación, al desborde de las pasiones, remitiendo a algo que se escapaba de lo que era deseable y racionalmente compatible con la “manera natural” en que se organizaban las sociedades. La disidencia litoraleña era presentada en general como un movimiento que tendía a la destrucción de la riqueza acumulada. Era común que se asociase desde los periódicos porteños al artiguismo con la ignorancia y el resentimiento social. En una carta publicada en El Censor su autor manifestaba su indignación al ver

preponderar a unos hombres que se precian de su ignorancia, que han declarado la guerra a muerte a todos los que saben… Antes que confesar la ineptitud se aspira a hacer de modo que todos sean igualmente ineptos: entonces si no hay quien dirija, quien administre y quien presida á los destinos públicos, tampoco habrá quien lo critique, ni quien lo sienta.52

Es esta otra de las razones que explican el rechazo de la dirigencia porteña al artiguismo. Habían construido la percepción de aquella experiencia como de una “democracia tumultuaria” donde el asambleísmo parecía regir como forma de organización del poder, reemplazando los mecanismos representativos de corte republicano a los que adscribía una parte importante de la elite criolla. En un artículo de El Independiente, por ejemplo, se hace referencia a los peligros que conllevan las asambleas populares, siempre escenario propicio para el accionar de demagogos o caldo de cultivo de definiciones irracionales de las masas:

un suceso inopinado, una mudanza o variación en el lugar de la asamblea, un movimiento, un rumor, son, en la indecisión general, la razón suficiente de la determinación del mayor numero; y de la agregación de voluntades, formadas sin conocimiento de causa y sin reflexión, se forma una voluntad total que es también sin reflexión.

En cambio, dice, si el pueblo nombrara a sus representantes concentrando el poder en un pequeño número de hombres “se da el resorte que le faltaba para estar en igualdad”.53

En varios artículos de la prensa porteña de estos años se invalida la idea de que la “voluntad general” se expresaba en los cabildos abiertos como genuina encarnación de la democracia directa, sino que estos en realidad no eran otra cosa que terreno propicio para los “apetitos e inclinaciones ocasionales del pueblo”. Aseguraba El Censor que:

El Cabildo Abierto lleva en sí todos los síntomas de un tumulto popular. Al contrario por representación, después de instruido el pueblo del asunto por los medios de la prensa […] cada ciudadano expresa libremente su opinión; no influye en su espíritu la coacción; […] chasquea al seductor que quiso fascinar su albedrío; […] es el mejor modo de hacer prevalecer la verdad, o la voluntad general, habiendo concurso completo de ciudadanos.54

Sin embargo, como señala Elías Palti, este rechazo a la participación popular y la democracia directa no estaba exento de serios problemas a la hora de poder articular sus argumentos.55 Los cabildos abiertos se encontraban no sólo en el origen del nuevo Estado, sino también en el del movimiento que puso término al directorio alvearista e instauró el orden del que se proclamaban herederos.56 A su vez la asociación de democracia como forma de gobierno con el concepto de igualdad, que partía de la idea de la “soberanía popular”, del gobierno de las mayorías, arrastraba inherentemente la contradicción de que todo establecimiento de un gobierno implicaba, de hecho, el término de la igualdad, porque implicaba necesariamente una escisión operada en el seno de la sociedad por la cual los sujetos se recortaran en gobernantes y gobernados.57

Otro periódico se sumaría al debate sobre la forma de gobierno y su relación con la cuestión de la igualdad, en este caso El Observador Americano, dirigido y redactado por Manuel Antonio de Castro. Para el letrado la Historia demostraba que las repúblicas solo pueden sostenerse baja la condición que sus ciudadanos lo hagan por afección patriótica y eso se logra únicamente si éstos sienten la seguridad de poder “conseguir la misma felicidad, de lograr las mismas ventajas, de gozar los mismos placeres, de formar las mismas esperanzas”.58 Se pregunta si es posible establecer esa igualdad en un país solo a través del dictado de una constitución, “sin respeto a las costumbres, al genio del pueblo, a la localidad, y a otras mil circunstancias, que deben concurrir a sostenerla?” Entiende que primero es necesario empezar por la igualdad de fortunas, pero que para establecerla, no alcanza solo con dividir “igualmente los terrenos, como Licurgo los dividió entre los lacedemonios, y Rómulo entre los romanos”. La igualdad de fortunas, dice, no consiste precisamente en la igual posesión de tierras, y que para poder establecerla además haría falta un “código de leyes maravillosamente combinadas, y difícilmente”. Y aun así, cree que “tampoco bastaría la igualdad de bienes en una simple y absoluta democracia”. La cuestión de la división de tierras como mecanismo de igualación social pareciera hacer referencia al proceso comenzado en la otra orilla del Plata a partir de la promulgación por parte de Artigas del Reglamento provisorio de la Provincia Oriental para el fomento de la campaña y seguridad de sus hacendados. La entrada de las fuerzas orientales en la Plaza de Montevideo a comienzos de 1815 tras la derrota infringida a los porteños en Guayabos planteó una situación favorable para avanzar con una serie de reformas que el artiguismo venía madurando y que la situación social y económica de la provincia requería. En setiembre de 1815 Artigas abordó el problema de la tierra y el caos en que había caído la producción pecuaria oriental mediante el Reglamento por el cual se expropiaba a los terratenientes enemigos de la revolución—“malos europeos y peores americanos”—y se distribuían terrenos “con prevención que los más infelices serán los más privilegiados”. El Reglamento especificaba además quienes serían aquellos beneficiados: “los negros libres, los zambos de esta clase, los indios y los criollos pobres, todos podrán ser agraciados con suertes de estancia, si con su trabajo y hombría de bien propenden a su felicidad y a la de la provincia”.59 Tenemos aquí una asociación de los conceptos de igualdad y felicidad—y por lo tanto desigualdad/infelicidad—que es recurrente en el discurso artiguista.

El Reglamento despertó inevitablemente grandes expectativas entre los sectores populares orientales e impulsó aún más la tendencia, que se había originado prácticamente a la par de la insurrección en 1811, por la apropiación de la tierra que estaba en manos de los grandes hacendados, gran parte de ellos europeos. Se empezaba a materializar, de esa manera, aquella noción de las masas artiguistas que asociaban la revolución contra las autoridades coloniales a la posibilidad de una mejora sustancial en las condiciones de vida y una distribución más justa de los recursos. A los “mandones” se les debía despojar no solo el poder político sino también del privilegio que implicaba la gran concentración de la riqueza.

El mayor uso del concepto de igualdad en el discurso artiguista estuvo vinculado a la representación que este movimiento tenía de las relaciones que debían establecerse entre las provincias y pueblos del antiguo virreinato rioplatense. Según las propias palabras del caudillo, el “dogma y objeto único de la Revolución” estaba sostenido en la idea de la “soberanía particular de los pueblos”.60 Por “pueblos” el artiguismo entendía a las ciudades, villas, lugares y pueblos de indios, con y sin cabildo. Como bien ha desarrollado José Carlos Chiaramonte, la crisis revolucionaria en el Río de la Plata implicó la reasunción de los derechos soberanos por parte de las diversas poblaciones y una fragmentación de las antiguas intendencias y las gobernaciones.61 La crisis de la monarquía española supuso la aparición de nuevos sujetos soberanos que reclamaron ante las autoridades revolucionarias porteñas la igualdad de derechos que la Junta de Mayo a su vez había reivindicado ante la metrópoli. Las provincias que emergieron tras la dislocación del sistema virreinal se fueron constituyendo en torno a ciudades de cierta importancia por su pasado colonial. Durante este período habrían actuado como verdaderos Estados o soberanías independientes”. En ese marco, el proyecto encabezado por Artigas proponía alianzas ofensivo-defensivas entre las provincias, preservando cada una de ellas todo poder, jurisdicción o derechoque no hubieran delegado expresamente, tal como se señalaba en las Instrucciones dadas a los diputados orientales para la Asamblea en 1813.62

El federalismo artiguista fue blanco de numerosos ataques por parte de la prensa porteña, alineada en su mayoría con las posiciones centralistas que habían caracterizado a las autoridades de la capital prácticamente desde la ruptura con la metrópoli en 1810. En general se asociaba al proyecto de federación con la desunión y la anarquía. Y se sugería que detrás de una supuesta búsqueda de igualdad lo que se escondía era la ambición de dirigentes que alentaban un provincialismo que se consideraba perjudicial para la posibilidad de desarrollo nacional.63 En 1819 cuando el conflicto con el artiguismo se encontraba en su cénit, la Gazeta emparentaba las demandas federales con las pretensiones de igualación social que también expresaba dicho movimiento; en definitiva ambas eran antinaturales o contrarias al “orden del universo”:

Los federalistas quieren no solo que Buenos Ayres no sea la capital , sino que como perteneciente a todos los pueblos divida con ellos el armamento, los derechos de aduana y demás rentas generales: en una palabra, que se establezca una igualdad física entre Buenos Ayres y las demás provincias, corrigiendo los consejos de la naturaleza que nos ha dado un puerto, y unos campos, un clima y otras circunstancias que le han hecho físicamente superior a otros pueblos […] por las leyes inmutables del orden del universo. Los federalistas quieren en grande, lo que los demócratas jacobinos en pequeño. El perezoso quiere tener iguales riquezas que el hombre industrioso, el que no sabe leer optar a los mismos empleos que los que se han formado estudiando, el vicioso disfrutar el mismo aprecio que los hombres honrados, y hasta el de cierta estatura, que no se eleve más sobre la tierra el que la tiene mayor—una perfecta igualdad. Si no es esta clase de sistema lo que entienden por federación, entre nosotros, los que son sus partidarios que sirvan explicarnos sus conceptos.64

La cuestión indígena y la propuesta de la monarquía inca

Volvamos al contexto del Congreso de Tucumán y retomemos las discusiones sobre qué forma de gobierno debería adoptarse para las Provincias Unidas, que como ya vimos, trascendían el marco de las sesiones repercutiendo en el debate periodístico porteño. En líneas generales las dos principales posiciones giraban entre establecer una monarquía constitucional o un régimen republicano. Como se sabe, Manuel Belgrano fue quien en el escenario del Congreso abogó por el régimen monárquico constitucional y propuso además la candidatura de un descendiente de la dinastía inca al trono.65 En su intervención en sesión secreta expuso que había convenientes y justas razones para acompañar esa iniciativa, entre ellas la restauración de un linaje injustamente desplazado por los conquistadores españoles y la adhesión a la causa patriota que seguramente despertaría dicha propuesta entre los pueblos del interior, fundamentalmente los del Alto Perú, donde la población era mayoritariamente indígena y permanecía en gran parte bajo la dominación del ejército realista.66 Hasta ese momento la política filoindígena de la revolución venía dando resultados fructíferos. Luego de que la tercera avanzada sobre el Alto Perú concluyó en 1815 en un desastre militar, la causa revolucionaria había logrado sobrevivir en las republiquetas, las áreas de resistencia que hicieron insegura la retaguardia de los realistas triunfantes, donde el aporte indígena fue decisivo.67

Según se tiene constancia, gran parte de los congresales se inclinaron en los debates por la propuesta del monarca inca. Contaba además con el apoyo de José de San Martín y Miguel de Güemes. Pero no era el caso de los diputados de Buenos Aires, que veían peligrar el lugar de centralidad de la ciudad puerto con el posible traslado de la capital a Cuzco. Con el objetivo de no avanzar en deliberaciones que fueran a contramano de la opinión pública porteña, el Cabildo de Buenos Aires le indicó a Valdés que se ocupara de instalar el tema a través de las páginas de El Censor, lo que abrió una polémica que incluyó a otros periódicos de la ciudad durante los últimos meses de 1816. El publicista cubano se posicionó abiertamente a favor del proyecto del monarca inca, reproduciendo en su periódico documentos del Congreso y argumentando en varios artículos entre septiembre y octubre que dicha iniciativa propendía a la necesaria unidad de las provincias y a la tan esquiva estabilidad política. La primera voz fuertemente opositora en la prensa fue la de Pazos Silva, que en La Crónica Argentina del 22 de septiembre les recrimina a Belgrano y a Güemes haber presentado la propuesta en un acto al frente del ejército donde se festejaba la declaración de la independencia, porque entendía que de esa manera se estaba predisponiendo los ánimos de la población y condicionando al Congreso. Considera un grave error restituir una dinastía “que ningún derecho tiene para reynar sobre nosotros, y que habiendo dejado de existir hace más de 300 años como casa de Príncipes, apenas ha dejado algunos vástagos bastardos sin consideración en el mundo, sin poder, sin opinión, y sin riquezas”.68 Como reconocería el diputado porteño Tomas de Anchorena en carta a su primo Juan Manuel Rosas tres décadas después, lo que generaba rechazo no era la idea de la monarquía temperada, si no que sea un descendiente inca el que ocupase el trono.69 Para Pazos Silva no sería otra cosa sino “un Rey de burlas, hechura de nuestra irreflexión y del capricho, un Rey que lo sacan acaso de una choza, o del centro mismo de la plebe, no es bueno sino para adornar un romance o para la comedia”. Al publicista le preocupaba además los riegos de una propuesta que entendía como instrumental y demagógica, y que podía despertar aspiraciones en sectores sociales hasta ese momento claramente subalternos:

¿Pensamos engañar a los Indios para que nos sirvan en asegurar nuestra libertad, y no tememos que nos suplanten en esta obra? ¿Será prudencia excitar la ambición de esta clase, oprimida por tanto tiempo, y a la que la política apenas puede conceder una igualdad metódica en sus derechos? ¿No vemos los riesgos de una liberalidad indiscreta, cual sublevó a los negros de Santo Domingo contra sus mismos libertadores?70

La primera réplica a este artículo provino de El Observador Americano, donde Manuel Antonio de Castro le reconoce la suficiente legitimidad a la casa de los incas para merecer el trono americano, y sarcásticamente le pregunta a Pazos Silva si considera justa una causa que pretendía edificarse sobre la base de que una porción considerable de la población continúe en un estado de sumisión y desigualdad:

Si a la clase de los indios apenas puede conceder la política una igualdad metódica en sus derechos, ¿habrá quien concilie esta política tan menguada con la liberalidad de principios, que predicamos? Muy poco lisonjera debe ser una libertad, que es tan avara, y tan mezquina en conceder las demás igualdades, a que pueden aspirar, como nosotros.71

En una línea similar, Antonio Valdés supone que el planteo de Pazos Silva encubre el deseo que se establezca un sistema que en apariencia incorpore en igualdad a los pueblos indígenas, pero que en la práctica “no los saque del estado degradante y de opresión a que los redujo la tiranía; que los blancos declarando la libertad e igualdad nos subroguemos a los españoles para ser los opresores de los hijos primogénitos de la América”. El letrado cubano señala lo que entiende como contradicción principal del discurso criollo:

Desplegamos un odio implacable a la tiranía, y nos asustan los medios que nos harán dejar de ser tiranos. Queremos establecer un gobierno conforme a la voluntad de los pueblos, pero que privilegiadamente vele sobre los de la enorme masa de la población del estado. Desplegamos un entusiasmo poético en favor de la democracia. Murmuramos y declamamos contra las inconsecuencias de las cortes de León, y nos revolcamos en los mismos lodazales.72

La polémica alrededor del escrito de Pazos Silva continuaría en El Censor, en este caso a través de una carta remitida desde Tucumán por Amador Verón, donde se hace una encendida defensa de la dignidad de los indios y de la obligación de que sean tratados como iguales en la futura nación que se pretendía construir:

Acostumbrémonos a respetar esa clase despreciada, no nos desdeñemos de darle asiento a nuestro lado y en nuestras mesas, procuremos que sus hijos se críen, eduquen é instruyan como los nuestros, y con los nuestros, no pretendamos preferencia sobre ellos, y ellos no podrán tener jamás un objeto en deprimirnos. Por lo demás, la ilustración, la industria y la aplicación proporcionarán a cada uno el rango personal que hasta ahora han disfrutado exclusivamente los blancos.73

Como podemos observar, un sector de la dirigencia revolucionaria enarboló un discurso que extendía la igualdad de derechos a los pueblos indígenas, como parte de una estrategia que buscaba sumarlos a la causa revolucionaria contra las autoridades coloniales, pero también por la convicción íntima que la revolución venía a terminar con la opresión a la que habían estado sometidos los últimos 300 años. Aunque fue más lo que permaneció en el plano discursivo, en los primeros años del proceso la facción morenista se había animado a traducir en medidas concretas esa voluntad igualitarista, con el accionar de Castelli en el Alto Perú y los decretos de la Asamblea del Año XIII, como los mayores hitos de esa política. Sin embargo como señalamos, esta se restringió a las poblaciones indígenas peruanas y altoperuanas mientras se dejaban de lado los pueblos sometidos de las intendencias al sur del Alto Perú como a los indios incorporados a la vida de la ciudad capital y sus aledaños.

Consideraciones finales

Los que llevaron adelante la revolución, fundamentalmente su ala más radical, entendían que se trataba de algo mucho más trascendente que un mero cambio institucional o una ruptura de vínculos con la metrópoli, ésta debía transformar a la sociedad haciéndole conocer al pueblo sus verdaderos derechos y de esa manera sentar las bases para poder conquistarlos. Y más allá que es necesario destacar la trascendencia diferenciada que el concepto de igualdad adquiere cuando sobrepasa la letra de molde y se traduce en medidas concretas de gobierno, en tanto implica la posibilidad de modificación de la institucionalidad o los comportamientos sociales; su utilización en la prensa, muchas veces en un sentido pedagógico, buscaba movilizar y sentar las bases en la opinión pública para que estas transformaciones pudieran efectivamente llevarse adelante. Las voces libertad, igualdad, seguridad y propiedad comenzaron a ser moneda corriente en los periódicos, ensayos y proclamas en el Rio de la Plata. Pero mientras que la igualdad jurídica, que implicaba una absoluta novedad para la época, contó con un consenso inicial prácticamente sin fisuras como valor esencial para la construcción de la nueva sociedad proyectada por el conjunto de la dirigencia revolucionaria, la igualdad de hecho, es decir aquella que remitía a las condiciones materiales de vida, despertó fuertes polémicas entre los letrados patriotas. Era considerada por muchos, sobre todo por el sector moderado, no solo como impracticable sino como indeseable y hasta atentatoria del orden social y la posibilidad de construir un régimen político estable, del que apenas se estaban sentando las bases. La experiencia francesa en numerosas ocasiones era traída a colación para invocar los peligros que significaba despertar en las clases populares la aspiración a la igualación en la posesión de los bienes, pero también en la igualdad de posibilidades de intervención activa en la política.

En los periódicos de la primera mitad de la década revolucionaria el uso más recurrente del concepto por parte de los letrados criollos aparece ligado al reclamo de correspondencia de derechos políticos entre peninsulares y americanos. A la denuncia por la discriminación que sufrían los criollos en el acceso a los cargos de la burocracia virreinal, que se había acentuado en las últimas décadas del régimen colonial, se le sumaban ahora el reclamo porque sean reconocidas las juntas americanas en pie de igualdad con sus homólogas peninsulares. Además la menor representación otorgada a los habitantes del nuevo mundo tanto en la Junta Central como en las Cortes de Cádiz se fue constituyendo en el motivo principal de la impugnación de su legitimidad. La desigualdad impuesta por la metrópoli, que los revolucionarios ahora remontaban hasta el tiempo de la conquista de América, se estableció como el argumento principal para el desconocimiento de la autoridad metropolitana, y abría el camino para un horizonte autonomista/independentista. A partir de la restauración de Fernando VII en España, y sobre todo tras la declaración de independencia por parte del Congreso de Tucumán en 1816 el reclamo por igualdad de derechos entre americanos y europeos desaparecería del discurso periodístico, salvo cuando se buscaba historizar las razones de la ruptura con la metrópoli a partir de 1810.

La movilización popular inaugurada con las jornadas de mayo fue inaudita y en varias ocasiones marcaría ciertos rumbos de la revolución. La crisis metropolitana además de generalizar la vigencia de un principio de legitimidad como era la retroversión de la soberanía, un modo de institucionalizarlo como fue el juntismo, y diferentes vertientes ideológicas y lenguajes políticos como el liberalismo, generalizó también un formato de acción colectiva política que tuvo un papel central en la “eclosión juntera” como fueron las experiencias tumultuarias. Aún limitada, la politización y participación popular fue un hecho rico en consecuencias no solo en la dinámica política del proceso sino también en el plano de los lenguajes políticos. El avance del sentimiento igualitarista, fogoneado por un sector dirigencia revolucionaria, junto con el patriotismo, serían las dos fuentes más destacadas de la participación y politización popular.

Hacia finales del año XIII la facción revolucionaria no solo fue perdiendo sus bríos independentistas de comienzos del año sino también algunas de esas aspiraciones “igualitaristas” que el morenismo fundacional había sabido encarnar. El conflicto con la “democracia bárbara” que expresaba el artiguismo, sumado a sus reclamos federalistas, ponían en tensión el discurso revolucionario de los porteños, moldeándolo de tal manera que iría limando sus aristas más radicales. En el discurso original de los morenistas como pudimos constatar, lo liberal estaba asociado con la igualdad, pero hacia fines del XIII y sobre todo a partir de la asunción de Gervasio Posadas como director supremo, el impulso igualitario se iba a ir desdibujando. Algunos de ellos, como Monteagudo, terminarían abjurando del mismo, por lo que el repertorio liberal se orientaría hacia una idea más vinculada al orden institucional, en tres grandes líneas: defensa de las garantías, libertades o derechos individuales; la institucionalización del poder en un régimen republicano y representativo, y en relación a ambas, la necesidad de limitar el poder político para así lograr esas libertades.74 Claramente el cambio en la coyuntura local y el contexto internacional, marcado por el Congreso de Viena, había incidido mucho más en este viraje que la recepción de autores y libros de corrientes ideológicas contrarrevolucionarias. No es casual entonces que mientras en la Banda Oriental y parte del Litoral las ideas de igualdad se irían materializando en actos concretos a partir de la experiencia artiguista, en Buenos Aires en cambio, el discurso igualitarista va perdiendo fuerza y predicamento, de la mano de una política de parte del Directorio que se va volviendo más conservadora y respetuosa del statu quo.75

No es casual entonces que en la segunda mitad de la década estudiada los escritos en referencia a la igualdad sean en la mayoría de los casos para circunscribirla a su dimensión jurídica, y con la finalidad de poner reparos a la posibilidad de extenderla a la política y sobre todo social. Es más, como pudimos ver, a propósito de la discusión sobre el proyecto de establecer una monarquía constitucional que se debatía en el Congreso de Tucumán, emergerían en el debate público propuestas que cuestionarían aún la idea de la igualdad jurídica promoviendo la conformación de una clase con un estatus diferenciado, beneficiaria de privilegios civiles y políticos, al estilo de la noblezas europeas, propuestas que igualmente fueron ampliamente cuestionadas y que a la postre no tuvieron reales visos de materialización.

Aun asumiendo que el sólo hecho de proclamar la igualdad jurídica fue sumamente disruptivo, la proclamación de un sujeto universal tuvo en muchos casos como consecuencia la desprotección de personas, ante la pervivencia de las desigualdades materiales y ya sin el amparo de las antiguas corporaciones o formas asociativas de tutela, lo que obligó a quienes eran desiguales a competir bajo las mismas reglas.76 Si mujeres, esclavos, indígenas, no propietarios, domésticos y analfabetos no ingresaron al nuevo concepto de sujeto, no se puede entonces afirmar tajantemente que las reformas en la legislación cancelaran verdaderamente privilegios. Como refiere Llamosas:

El Antiguo Régimen explicitaba las desigualdades en el derecho porque las consideraba naturales, derivadas de un orden jerárquico indisponible. En ese sentido, era brutalmente honesto. El nuevo tiempo de códigos y constituciones, hijo de las revoluciones y reformas burguesas, decidió ocultarlas. Las desigualdades, en ese preciso momento, pasaron de naturales a invisibles.77

Otro problema interesante del período, y fuertemente anclado en el debate sobre qué tipo de constitución y forma de gobierno debía establecerse para las provincias rioplatenses, fue la relación entre las nociones de igualdad y democracia. Aún las propuestas de corte republicano, que rechazaban las fórmulas de mayor centralización del poder que implicaba el proyecto monárquico y de ciertas lógicas aristocráticas y conservadoras de algunos de sus partidarios, convivían con la contradicción de que la propia idea de representación-delegación tenía ya implícita en su mismo concepto la existencia de una distancia entre representante y representado. Como bien señala Palti, el régimen representativo “en la medida en que su misión es constituir la voluntad general, al mismo tiempo que permite la realización efectiva de la democracia, es decir, darle expresión en el plano político institucional, en ese mismo acto la destruye como tal, haciendo manifiesta la brecha que separa gobernantes y gobernados”.78 Esa incertidumbre conceptual se expresaba en una falta de claridad en cuanto a los fundamentos constitucionales del nuevo Estado. Como muestran las Actas secretas del Congreso el consenso general era entonces favorable a la instauración de una monarquía, pero las dificultades que ello planteaba por ejemplo en relación a qué dinastía entronar, y fundamentalmente las resistencia que despertaba entre aquellos identificados con la causa revolucionaria, llevaría a que se pospusiera de manera indefinida toda discusión relativa a las formas de gobierno.79

Mientras que en los primeros años del proceso el uso del concepto de igualdad en la prensa formó parte de una sistemática intervención pedagógica y simbólicamente performativa con el objetivo de desarticular la estructura férreamente jerárquica propia del Antiguo Régimen y la condición colonial de las provincias rioplatenses, en la segunda mitad de la década podemos observar como los debates alrededor de dicha noción apuntarían a poner límites a la tendencia igualitarista que tanto en lo político como en lo social el artiguismo expresaba. Para gran parte de la dirigencia rioplatense, como afirmaba el Manifiesto del Congreso del 1 de agosto de 1816, había llegado el momento del “fin de la revolución” y el “principio del orden”. En una coyuntura política y militar muy crítica donde a las amenazas externas se le sumaban las profundas divisiones en el propio campo patriota, se entendía no solo como inconveniente el discurso igualitarista de los primeros años, sino que para gran parte de la dirigencia porteña era necesario combatirlo.

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Souto, Nora. “La idea de unidad en tiempos del congreso de 1816-1819”, Anuario del Instituto de Historia Argentina, Vol. 16, Nº 1, 2016. Disponible en: https://www.anuarioiha.fahce.unlp.edu.ar/article/view/IHAv16n1a03, acceso 20 de octubre de 2022.

Wasserman, Fabio. “Entre la moral y la política. Las transformaciones conceptuales de liberal en el Río de la Plata (1780-1850)”, en Javier Fernández Sebastián (coord.): La aurora de la libertad. Los primeros liberalismos en el mundo iberoamericano. Madrid, Marcial Pons, 2012, pp. 37–73.


1 Ver Javier Fernández Sebastián (dir.). Diccionario político y social del mundo iberoamericano. Conceptos políticos fundamentales, 1770-1870. 2 vols. Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2009 y 2014; Noemí Goldman (ed.). Lenguaje y revolución. Conceptos políticos clave en el Río de la Plata, (1780-1850). Buenos Aires, Prometeo, 2008; Elías Palti. El tiempo de la política. El siglo XIX reconsiderado. Buenos Aires, Siglo XXI, 2007.

2 En relación a los primeros años (1810-1813), ver Facundo Lafit. “‘Ved en trono la noble igualdad’. El concepto de igualdad en el discurso político rioplatense (1810-1813)”, Estudios del ISHiR, Vol. 12, Nº 32, 2022. Disponible en: https://doi.org/10.35305/eishir.v12i32.1298, acceso 20 de octubre de 2022.

3 Ver Tulio Halperin Donghi. Revolución y guerra. Formación de una elite dirigente en la Argentina criolla. Buenos Aires, Siglo XXI, 1972

4 Ver Noemí Goldman (ed.). Lenguaje y revolución….

5 Gazeta extraordinaria, 25 de septiembre de 1810, p. 429. Se refiere aquí a la poco feliz frase del bando del Virrey Abascal que declaraba reunidas las provincias del Plata a las del Perú, al afirmar que “valiera más dejarnos vegetar en nuestra antigua obscuridad y abatimiento, que despertarnos con el insoportable insulto de ofrecernos un don que nos es debido, y cuya reclamación ha de ser después castigada con los últimos suplicios.”

6 Sobre la recepción del ginebrino por parte de las élites ilustradas durante las revoluciones hispánicas, ver Gabriel Entín (coord.). Rousseau en Iberoamérica. Lecturas e interpretaciones entre Monarquía y Revolución. Buenos Aires, SB, 2018. Para profundizar sobre la recepción de sus textos por parte de Mariano Moreno, ver Noemí Goldman. Mariano Moreno. De reformista a insurgente. Buenos Aires, Edhasa, 2016.

7 Jean Jacques Rousseau. Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres. Madrid, Calpe, 1923, p. 26.

8 Federica Morelli. “Filangieri y la ‘Otra América’: historia de una recepción”. Revista Facultad de Derecho y Ciencias Políticas, Vol. 37, Nº 107, 2007, pp. 485–508.

9 Gazeta extraordinaria, 6 de noviembre de 1810, pp. 572–573.

10 Gazeta extraordinaria, 13 de noviembre de 1810, p. 601.

11 Para profundizar sobre el problema de la desigualdad entre los pueblos americanos y peninsulares en el contexto revolucionario rioplatense, y las posiciones esgrimidas tanto por el sector moderado como el radical, ver Facundo Lafit. Vientos de Libertad. El liberalismo hispánico y la cultura política en el proceso revolucionario rioplatense (1801-1814). La Plata, Universidad Nacional de La Plata, 2022.

12 Gazeta extraordinaria, 13 de noviembre de 1810, p. 601.

13 Ver Gazeta Ministerial, 1 de enero de 1813.

14 Gabriel Entín. “Libertad (Argentina/Río de la Plata)”, en Javier Fernández Sebastián (dir.): Diccionario político y social del mundo iberoamericano. Conceptos políticos fundamentales, 1770-1870. 2 vols. Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2014, Vol. 2, T. 5, pp. 49–68, acá p. 56.

15 Gazeta extraordinaria, 8 de diciembre de 1810, pp. 711-713.

16 Consulta sobre las disposiciones del 6 de diciembre de 1810, formulada por el sargento mayor de la plaza, Marcos González Balcarce, 8 de diciembre de 1810. Biblioteca de Mayo, T. 18, pp. 16246–16247.

17 Respuesta de la Junta al sargento mayor de la plaza, 14 de diciembre de 1810. Biblioteca de Mayo, T. 18, p. 16248.

18 Ver Bernardo Monteagudo. Escritos políticos. Edición a cargo de Mariano A. Pelliza. Buenos Aires, La Cultura Argentina, 1916.

19 Gazeta de Buenos Aires, Nº 25, 21 de febrero de 1812, p. 131.

20 Gazeta de Buenos Aires, Nº 25, 21 de febrero de 1812, p. 131.

21 Gazeta de Buenos Aires, Nº 25, 21 de febrero de 1812, p. 131.

22 Gazeta de Buenos Aires, Nº 25, 21 de febrero de 1812, p. 131.

23 Gazeta de Buenos Aires, Nº 25, 21 de febrero de 1812, p. 132.

24 Vicente Pazos Silva en su rol de editor de la Gazeta de Buenos Aires publicó un escrito en noviembre de 1811 bajo el título “De la Igualdad”, que era en realidad una apropiación de la segunda parte de un artículo del publicista sevillano José María Blanco White titulado originalmente “De los nombres libertad e igualdad” aparecido en los números XVIII y XXII del Semanario Patriótico del 25 de mayo y el 22 de junio de 1809. Como ya ha demostrado Alejandra Pasino, durante su dirección de la Gazeta, o en su propio periódico El Censor, Vicente Pazos Silva recurrió en varias oportunidades a la apropiación de artículos de Blanco White—como también de Manuel Quintana—sin hacer referencia a su autoría. Ver Alejandra Pasino. “Circulación y apropiación de escritos políticos en la prensa porteña revolucionaria: la labor de Vicente Pazos Silva (Pazos Kanki) como editor de La Gazeta de Buenos Aires y El Censor (1811-1812)”, en: I Congreso Internacional de Historia Intelectual de América Latina. Universidad de Antioquia, Medellín, 2012. Para un análisis más profundo de este escrito y su contexto de reproducción sugerimos el trabajo de Alejandra Pasino y Juan Alejandro Pautasso que forma parte de este mismo dossier; como así también Facundo Lafit. “El concepto de igualdad…”.

25 Ver Gazeta de Buenos Aires, Nº 26, 28 de febrero de 1812, p. 136.

26 Esteban Llamosas. “Las desigualdades jurídicas: de naturales a invisibles, entre el Antiguo Régimen y la codificación”, en Esteban F. Llamosas y Guillermo Lariguet (eds.): Problemas en torno a la desigualdad. Un enfoque poliédrico. Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba, 2020, pp. 65–78, acá p. 72.

27 La concepción de la ciudadanía en la tradición política hispana estaba ligada a la categoría de vecino. Los ciudadanos eran el conjunto de individuos bautizados, reconocidos y reconocibles del cuerpo de la Iglesia, pertenecientes por lo tanto a la comunidad parroquial. Los alcaldes de barrio y los curas continuaban siendo capitales para acreditar domicilio y por lo tanto la condición de vecindad. Durante el virreinato la ciudadanía se sostenía en la vecindad, aunque no fueran la misma cosa. Ciudadano era “el vecino de una Ciudad, que goza de sus privilegios y está obligado a sus cargas”. Con el Estatuto provisional de 1815 se incorporó a los habitantes de la campaña a la representación electoral, aunque como señala Casanello “no se modificaba las jerarquías y sujeciones interpersonales heredadas del orden hispánico, más bien las articulaba en una modalidad de construcción en las que sólo las cabezas de familia decidían (padre de familia, patrón, amo)”. Oreste Carlos Casanello. “Ciudadano/Vecino”, en Noemí Goldman (ed.): Lenguaje y revolución…, pp. 19–34, acá p. 27.

28 Ver Noemí Goldman. “La Revolución de Mayo: Moreno, Castelli y Monteagudo. Sus discursos políticos” Ciencia y Cultura, Nº 22-23, 2009, pp. 321–351, particularmente p. 347.

29 Proyecto de Constitución para las Provincias Unidas del Rio de la Plata en la América del Sud, en Emilio Ravignani (ed.): Asambleas Constituyentes Argentinas. 6 tomos. Buenos Aires, Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad de Buenos Aires, 1937-1939, tomo 1.

30 Ver Noemí Goldman. Historia y lenguaje. Los discursos de la Revolución de Mayo. Buenos Aires, Editores de América Latina, 2000.

31 La función encomendada por el Cabildo era que el periódico debía censurar los actos de gobierno e ilustrar al público sobre sus derechos e intereses. Esto respondían a lo establecido por el Estatuto Provisional de 1815, en el que se mandaba a crear un periódico opositor—El Censor—a la Gazeta, que era el periódico oficial dirigido por Fray Camilo Henríquez. Según Noemí Goldman, Valdés concibió su labor cual “eco de la oposición”, pero siempre en los marcos de la “prudencia” y la “moderación”. Ver Noemí Goldman. “Libertad de imprenta, opinión pública y debate constitucional en el Rio de la Plata (1810-1827)”, Prismas, Nº 4, 2000, pp. 9–20, particularmente p. 12.

32 El Censor, Nº 2, 1 de septiembre de 1815, p. 3.

33 El Censor, Nº 2, 1 de septiembre de 1815, p. 7.

34 Gazeta de Buenos Aires, Nº 30, 18 de noviembre de 1815, p. 119.

35 Gazeta de Buenos Aires, Nº 31, 25 de noviembre de 1815, p. 126.

36 Vicente Pazos Silva (o Pazos Kanki) se hizo cargo de la edición de la Gaceta de Buenos Aires el 5 de noviembre de 1811, cuando la publicación varió su formato y se anunció que se publicarían dos números semanales (martes y viernes). Nacido en el Alto Perú, su labor como publicista en el Rio de la Plata se destacó por las posiciones políticas moderadas contenidas en sus artículos y su encendida polémica con el otro editor de la Gazeta Bernardo de Monteagudo.

37 Ver Facundo Lafit. “El concepto de igualdad…”.

38 La Crónica Argentina, Nº 31, 14 de diciembre de 1816. Biblioteca de Mayo, T. 7, p. 6411.

39 La Crónica Argentina, Nº 31, 14 de diciembre de 1816. Biblioteca de Mayo, T. 7, p. 6411.

40 La Crónica Argentina, Nº 31, 14 de diciembre de 1816. Biblioteca de Mayo, T. 7, p. 6411.

41La Prensa Argentina surge días después de haberse creado El Censor, y curiosamente es el mismo Antonio José Valdés quien lo dirige y desarrolla entre ambos periódicos una singular comedia donde se polemiza sobre distintos temas haciéndole creer al público de que trata de distintos publicistas enemistados entre sí. En La Prensa Argentina, por ejemplo, Valdez, conservando el anónimo, califica al director de El Censor—o sea a sí mismo—de ‘atrevido, pedante, engreído’”. González Márquez, Victoria; y Darío Mengual. “Las noticias de la revolución en la mirada de El Censor, 1815-1819”, Cuadernos de H Ideas, Vol. 10, Nº 10, 2016. Disponible en: http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/art_revistas/pr.7749/pr.7749.pdf, acceso 20 de octubre de 2022.

42 La Prensa Argentina, Nº 39, 11 de junio de 1816, p. 6.

43 Sin embargo, como señala Di Stefano, “los viajeros que visitan Buenos Aires en el siglo XIX ignoran que las disparidades culturales entre élite y plebe eran todavía menos perceptibles en el siglo XVIII. El influjo ilustrado, que se ha hecho sentir más en Buenos Aires que en otras ciudades menores desde las últimas décadas del siglo XVIII, ha vuelto relativamente más sofisticadas las costumbres y los consumos culturales de su élite, y por consiguiente ha acrecentado las diferencias entre ella, los sectores subalternos y las élites del interior”. Roberto Di Stefano. “La cultura”, en Jorge Gelman (dir.): Argentina: Crisis imperial e independencia. Lima, Taurus–Fundación Mapfre, 2010, pp. 208–254, acá pp. 217–218.

44 La Prensa Argentina, Nº 42, 2 de julio de 1816, p. 1.

45 Ver Nora Souto. “La idea de unidad en tiempos del congreso de 1816-1819”, Anuario del Instituto de Historia Argentina, Vol. 16, Nº 1, 2016. Disponible en: https://www.anuarioiha.fahce.unlp.edu.ar/article/view/IHAv16n1a03, acceso 20 de octubre de 2022.

46 Gazeta de Buenos Aires, Nº 59, 8 de junio de 1816, p. 243.

47 Gazeta de Buenos Aires, Nº 59, 8 de junio de 1816, p. 244.

48 El Censor, Nº 27, 29 de febrero de 1816, p. 4.

49 Ana Frega. “Caudillos y montoneras en la revolución radical artiguista”, Andes, Nº 13, 2002. Disponible en: http://portalderevistas.unsa.edu.ar/ojs/index.php/Andes/article/view/3171/3069, acceso 20 de octubre de 2022.

50 Proclama del Director Supremo del Estado, Carlos María de Alvear a los habitantes de la Provincia de Buenos Aires, 4 de abril de 1815. Comisión Nacional Archivo Artigas, T. 20, p. 305.

51 Gazeta de Buenos Aires, Nº 49, 30 de marzo de 1816, p. 200.

52 El Censor, Nº 85, 1 de mayo de 1817, p. 4.

53 El Independiente, Nº 8, 3 de noviembre de 1816. Biblioteca de Mayo, T. 9, pp. 7778-7780.

54 El Censor, Nº 44, 27 de junio de 1816, p. 6782.

55 Ver Elías Palti. “Democracia (Argentina/Río de la Plata)”, en Javier Fernández Sebastián (dir.), Diccionario político y social del mundo iberoamericano. Conceptos políticos fundamentales, 1770-1870. Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2014, Vol. 2, T. 2, pp. 41-51, particularmente pp. 45–46.

56 En el Río de la Plata revolucionario, las primeras elecciones fueron realizadas bajo la figura del cabildo abierto, que adquiría el carácter de asamblea electoral, y sólo posteriormente, pasaron a tener el formato de comicios. El reglamento de febrero de 1811 para la formación de Juntas provinciales y Juntas subordinadas fue el que deslindó por primera vez el proceso eleccionario de la figura del cabildo abierto en su artículo relativo a la elección indirecta de vocales de las Juntas. Ver José Carlos Chiaramonte. “Vieja y nueva representación: Los procesos electorales en Buenos Aires, 1810-1820”, en Antonio Annino (coord.): Historia de las elecciones en Iberoamérica, siglo XIX. México, Fondo de Cultura Económica, 1995, pp. 19–63.

57 Ver Elías Palti. “Democracia…”, pp. 42–43.

58 El Observador Americano, Nº 5, 16 de septiembre de 1816, p. 33.

59 Reglamento provisorio de la Provincia Oriental para el fomento de la campaña y seguridad de sus hacendados, art. 6. Tomado de Nelson De La Torre, Julio Carlos Rodríguez y Lucía Sala de Touron. La Revolución Agraria Artiguista. Montevideo, Pueblos Unidos, 1969, p. 91.

60 Así se consignaba el punto 8 de las instrucciones dadas a Tomás García de Zúñiga, enviado a Buenos Aires en febrero de 1813 para gestionar una solución definitiva a los conflictos que generaba la orientación propuesta por Manuel de Sarratea. Comisión Nacional Archivo Artigas, T. 9, p. 249.

61 Ver José Carlos Chiaramonte. Ciudades, provincias, Estados. Orígenes de la Nación Argentina (1800-1846). Buenos Aires, Ariel, 1997

62 Ver Ana Frega. “El artiguismo en la revolución del Río de la Plata. Algunas líneas de trabajo sobre el Sistema de los pueblos libres”, en id. y Ariadna Islas Buscasso (coords.): Nuevas miradas en torno al artiguismo. Montevideo, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, 2001, pp. 125–144, particularmente p. 131.

63 Ver El Independiente, Nº 9, 7 de marzo de 1815, pp. 121–126.

64 Gazeta de Buenos Aires, Nº 151, 15 de diciembre de 1819, pp. 665–666.

65 Como señala Nora Souto: “Recién llegado de una misión a Europa emprendida dos años antes, Belgrano dio testimonio de los cambios que había experimentado el clima político en aquel continente desde la vuelta de Fernando VII al trono español en plan absolutista y por la cooperación entre las principales potencias europeas para favorecer la restauración de las monarquías acordada en el Congreso de Viena, tras la caída de Napoleón en 1815. Respondiendo al requerimiento de los diputados, el General Belgrano expuso en sesión secreta que las ideas predominantes en la Europa de ese momento en materia de forma de gobierno habían virado a favor de la monarquía temperada según el modelo inglés y que por ello la recomendaba como el régimen más conveniente para las Provincias Unidas”. Nora Souto. “La idea de unidad…”.

66 Sesión secreta del 6 de julio de 1816. Tomado de Nora Souto. “La idea de unidad…”.

67 Tulio Halperin Donghi. Revolución y guerra…, p. 285.

68 La Crónica Argentina, Nº 17, 22 de septiembre de 1816. Biblioteca de Mayo, T. 7, pp. 6037–6038.

69 “Un monarca de la casta de los chocolates, cuya persona, si existía, probablemente tendríamos que sacarla borracha y cubierta de andrajos de alguna chichería”. Anchorena a Rosas, 4 de diciembre de 1846. Tomado de Adolfo Saldías. La evolución republicana durante la revolución argentina. Madrid, América, 1919, pp. 303–304.

70 La Crónica Argentina, Nº 17, 22 de septiembre de 1816. Biblioteca de Mayo, T. 7, pp. 6037–6038

71 El Observador Americano, Nº 7, 30 de septiembre de 1816.

72 El Censor, Nº 69, 19 de diciembre de 1816, p. 3.

73 El Censor, Nº 71, 9 de enero de 1817, pp. 1–2.

74 Ver Fabio Wasserman. “Entre la moral y la política. Las transformaciones conceptuales de liberal en el Río de la Plata (1780-1850)”, en Javier Fernández Sebastián (coord.): La aurora de la libertad. Los primeros liberalismos en el mundo iberoamericano. Madrid, Marcial Pons, 2012, pp. 37–73.

75 Ver Tulio Halperin Donghi. Revolución y guerra…, pp. 263–264.

76 Ver Esteban Llamosas. “Las desigualdades jurídicas…”, p. 74.

77 Esteban Llamosas. “Las desigualdades jurídicas…”, p. 76.

78 Elías Palti. “Democracia…”, p. 48.

79 Ver Elías Palti. “Democracia…”, p. 48.