Igualdad/desigualdad

La década de 1820 y la construcción de un orden republicano en Buenos Aires

Noemí Goldman

noemigoldman@gmail.com

Instituto de Historia Argentina y Americana “Doctor Emilio Ravignani”
Universidad de Buenos Aires / Consejo Nacional de Investigaciones
Científicas y Técnicas, Argentina

Nora Souto

norabsouto@gmail.com

Instituto de Historia Argentina y Americana “Doctor Emilio Ravignani”
Universidad de Buenos Aires / Consejo Nacional de Investigaciones
Científicas y Técnicas, Argentina

En las últimas décadas la nueva historia del derecho se ha preocupado por difundir que, durante el Antiguo Régimen, la desigualdad entre los individuos era natural y constitutiva de un orden indisponible y trascendente y, en consecuencia, la condición y facultades de las personas se definían en función del grupo al que pertenecían. Frente a ese orden, las constituciones de fines del siglo XVIII y del siglo XIX (norteamericana y europeas) proclamaron entre los derechos de los ciudadanos el de la igualdad de los hombres ante la ley, principio que, sin embargo, no significó la desaparición de la desigualdad en la medida en que no todos los sujetos conservaron la misma capacidad para actuar.1

Desde otra perspectiva, en su historia de la idea de igualdad, Rosanvallon advierte que durante las revoluciones francesa y norteamericana desarrolladas en un mundo precapitalista aquella fue pensada como “una relación, como una manera de construir sociedad, de producir y de hacer vivir lo común […] y no solo como una medida de la distribución de las riquezas.” En consecuencia, la idea de igualdad se vinculó con las nociones de “similaridad”—y su invocación de los derechos comunes a todos los hombres—, de independencia —en el sentido de una sociedad constituida por individuos autónomos— y de ciudadanía, mediante la cual los individuos que votaban, a pesar de sus diferencias en los planos económico, social o cultural, realizaban un mismo acto de soberanía. La igualdad así entendida hizo que ese mundo y esa sociedad toleraran la subsistencia de las desigualdades económicas siempre y cuando no afectaran aquellas nociones sobre cuya base se había edificado “la matriz de una sociedad de iguales”.2

Además de tener presentes estos enfoques, nos proponemos analizar desde una perspectiva de historia conceptual,3 los usos léxico-semánticos del concepto de igualdad ante la ley en la legislación y en el discurso político de la década de 1820 como así también sobre las reflexiones que dichas nociones suscitaron entre los actores políticos. Al respecto, las reformas rivadavianas en Buenos Aires y la reunión de un nuevo congreso constituyente de las llamadas Provincias Unidas del Río de la Plata (1824-1827) establecieron las condiciones para el debate sobre el principio de igualdad ante la ley y sus alcances.4 Cabe aclarar que durante la década de 1810 existió un gobierno central con sede en Buenos Aires que se disolvió en 1820 dando lugar a la creación de trece soberanías denominadas provincias. Estas se dan sus propias instituciones entre las cuales se cuentan la de gobernador y la sala de representantes.

Para realizar esta indagación conformamos un corpus con fuentes de diverso tipo entre las que incluimos las acepciones de los diccionarios de la época, reglamentos provisorios y textos constitucionales, la normativa sobre la abolición de los fueros personales sancionada por la Junta de Representantes porteña y los debates que la precedieron, la discusión del artículo sobre la ciudadanía del proyecto de constitución unitaria durante el congreso general de 1824-1827, tratados jurídicos como el de Pedro Somellera y artículos de periódicos de distinto signo político.5

Antecedentes revolucionarios

Según el diccionario de la Real Academia Española de las ediciones correspondientes a 1817 y 1822, la igualdad es la “Conformidad de una cosa con otra en naturaleza, calidad y cantidad” y una de las acepciones de igualar es la de “juzgar sin diferencia, o estimar a alguno y tenerle en la misma opinión que a otro”; mientras que una de las acepciones de desigualdad es la de “Diferencia y distinción de una persona o cosa respecto de otra”.6 No obstante lo general de estas definiciones, ellas refieren a la presencia o ausencia de diferencias o distinciones sea entre las cosas o entre las personas. A continuación nos centraremos en los antecedentes normativos de la década de 1810 vinculados con las intenciones de las autoridades revolucionarias de borrar algunas de esas diferencias en el plano de la condición jurídica de los individuos.7

Los textos constitucionales rioplatenses de la primera década revolucionaria no escaparon a la tendencia de las constituciones de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX en las que la declaración de ese principio en apariencia universal, convivía con un acceso condicionado a la ciudadanía. Así fue que los Estatutos provisorios de 1815, 1816 y 1817 y la Constitución de 1819 incluyeron entre los derechos de los habitantes de las provincias del ex virreinato rioplatense el de la igualdad de los hombres ante la ley, una ley que se definía como indiferente a la riqueza o el poder. El Estatuto provisorio de 1815 dice en el art. II, Cap. I, Sección Primera que “la Ley, bien sea preceptiva, penal, o tuitiva, es igual para todos, y favorece igualmente al poderoso, que al miserable para la conservación de sus derechos”.8 Este principio, junto al de los derechos a la libertad, a la seguridad y a la propiedad, sentó las bases de un orden republicano desde el inicio de la Revolución de 1810. Al respecto, los gobiernos centrales y las reuniones constituyentes de ese decenio expidieron algunas medidas que se orientaron hacia la eliminación de las distinciones, como veremos a continuación.

Así, mediante el decreto del 1 de septiembre de 1811, los miembros de la Junta Provisional Gubernativa, eximieron a los indios que habitaban el territorio del ex virreinato rioplatense del pago del tributo que debían a la corona española alegando que “Penetrados de estos principios [liberales…], y deseosos de adoptar todas las medidas capaces de reintegrarlos en sus primitivos derechos, les declararon desde luego la igualdad que le correspondía con las demás clases del estado”.9 La Asamblea del año XIII, fiel exponente del momento más radical de los años revolucionarios, recordó y ratificó esta medida, y a su vez la complementó con otras resoluciones relativas a la supresión de la mita, las encomiendas, el yanaconazgo y cualquier tipo de servicio personal de los indios a los efectos de reafirmar su calidad de hombres libres “y en igualdad de derechos a todos los demás ciudadanos” que habitaban las Provincias Unidas.10 Asimismo, cuando se trató de reglamentar la elección de cuatro diputados por las comunidades de indios existentes en sendas provincias intendencias del Alto Perú, la Asamblea autorizó a sufragar a los españoles americanos mestizos, chulos [sic] y “demás hombres libres” que se encontraran en aquellas al momento de la elección “en igualdad y concurrencia con los indios”.11

En procura de la igualdad, la Asamblea se propuso desterrar los signos visibles y materiales de las distinciones entre los individuos introducidas a lo largo de los siglos por las leyes de la corona. Por una parte, fueron extinguidos los títulos nobiliarios en tanto “distinciones que fundan una distancia inmensa entre el feliz esclavo, y su pretendido señor” como el uso de emblemas de nobleza en las residencias y en los ámbitos públicos “que digan relación a señaladas familias que por este medio aspiran a singularizarse de las demás.” Y por otra parte, fue prohibida la fundación de mayorazgos en el territorio de las Provincias Unidas por “ser contrarios a la igualdad”.12 Es en este sentido que nos parece pertinente la noción de “similaridad” esbozada por Rosanvallon en la medida en que proyecta un ideal de igualdad ante la ley entre los hombres libres.

Ahora bien, esto no fue óbice para condicionar el ejercicio de los derechos de ciudadanía que constituye otra dimensión del binomio igualdad/desigualdad. Hacia 1812, Bernardo de Monteagudo reflexionaba en la Gaceta de Buenos Aires acerca de los requisitos que debían reunir los hombres para ser ciudadanos.13 La clasificación de la población no era una tarea que pudiera tomarse a la ligera en la medida en que serían los ciudadanos los que con su voto general sostendrían la futura constitución. Ser hombre mayor de 20 años, no estar bajo el dominio de otro, no haber sido condenado a pena infamante, leer y escribir, ejercer una profesión mecánica o liberal y contar con un año de residencia en el territorio de las Provincia Unidas —sin que importara el lugar donde se hubiera nacido pero a condición de inscribirse en el registro cívico— eran cualidades indispensables para acceder al título de ciudadano. Para el redactor de la Gaceta de los viernes, algunas de estas exigencias delineaban el perfil de un hombre económica e intelectualmente independiente además de interesado en el porvenir del suelo habitado. La única distinción entre ellos derivaría de la posesión de una propiedad o de una renta: quienes la tuvieran gozarían de un sufragio personal, es decir, votarían por sí en cada ocasión electoral; quienes carecieran de ella, dispondrían sólo de un sufragio representativo, que es aquel que procede de la identificación entre los representados y sus representantes.14 Además de la liberalidad de Monteagudo respecto de la inclusión de los españoles europeos entre los ciudadanos, un artículo comunicado firmado por Un amante de la patria cuestionó la exclusión de los iletrados, objeción esta última que fue refutada por el redactor al señalar que el no saber leer ni escribir impedía a la mayoría de la población el conocimiento de sus derechos por la imposibilidad de acceder a la prensa y otros documentos escritos.15

Pasando al plano de la normativa, algunos de estos requisitos aparecerían en los capítulos referidos a la definición de la ciudadanía de los estatutos y reglamentos provisorios de 1815, 1816 y 1817.16 En estos, la ciudadanía comprendía a los hombres libres, nacidos y residentes en el territorio del estado, mayores de veinticinco años o menores si estuvieran emancipados, descripción que deja a la vista la exclusión de las mujeres, los esclavos y los menores de veinticinco años. Respecto de los extranjeros, otros artículos establecían los requisitos que deberían reunir para acceder al voto activo y/o pasivo entre los cuales se les exigía tiempo de residencia en el país, una propiedad o el ejercicio de un arte u oficio útil y la renuncia a sus derechos de ciudadano de otro estado para obtener ambos sufragios. Los españoles europeos, por su parte, se verían privados del sufragio hasta tanto el gobierno de España reconociera los derechos de las Provincias Unidas, con la excepción de aquellos que destacándose en el servicio a la causa del país, obtuvieran carta de ciudadanía. Si el color de la piel y el pasado esclavo brillaban por su ausencia en la definición de la ciudadanía, el artículo 7 del Capítulo 3 introducía el segundo de esos criterios en tanto limitación al ejercicio del derecho de sufragio ya que para que los descendientes de africanos esclavizados en América y nacidos en territorio rioplatense pudieran gozar del voto activo, era menester que fueran hijos de padres ingenuos, es decir, libres—y no libertos—, mientras que para el voto pasivo, esa libertad debía alcanzar a sus ascendientes hasta en el cuarto grado, condición esta última prácticamente inalcanzable.17

Así y todo, quienes lograran traspasar con éxito todos estos tamices y quedar entre los incluidos en la categoría de ciudadano, podían verse restringidos en su ejercicio, fuera de manera permanente o temporal, como puede apreciarse en los siguientes artículos del Estatuto provisorio de 1815 y reproducidos sin variación textual en los de 1816 y 1817:

CAPÍTULO 5. De los modos de perderse y suspenderse la Ciudadanía
Artículo 1. La Ciudadanía se pierde por la naturalización en País Extranjero; por aceptar empleos, pensiones, o distinciones de nobleza de otra Nación, o por imposición legal de pena aflictiva o infamante, y por el estado de deudor dolosamente fallido, si no se obtiene nueva habilitación después de purgada la nota.
Artículo 2. La Ciudadanía se suspende por ser deudor a la hacienda del Estado, estando ejecutado, por ser acusado de delito, siempre que este tenga cuerpo justificado y por su naturaleza merezca pena corporal, aflictiva o infamante, por ser doméstico asalariado, por no tener propiedad y oficio lucrativo y útil al País; por el estado de furor o demencia.18

Las condiciones enunciadas aquí ponen en evidencia que bastaba solo una de las múltiples facetas que reúne en sí todo individuo para anular definitiva o transitoriamente el goce de los derechos asociados a la ciudadanía. A modo de ejemplo, si por el artículo 2 del capítulo 3 del Estatuto provisional de 1815, los indios eran ciudadanos, por el artículo 2 del Capítulo 5, esa calidad quedaba en suspenso si trabajaban como domésticos asalariados o carecían de una propiedad o un oficio útil.

Pero todavía queda otro aspecto por considerar cuando se trata de examinar la noción de igualdad ante la ley y es la existencia de individuos dotados de fueros personales. Según el diccionario de Escriche, la voz fuero tiene múltiples acepciones de las que a los fines de este trabajo nos interesa la siguiente: “2ª. El juicio, la jurisdicción y potestad de juzgar; en cuyo sentido se dice que tal o tal causa pertenece al fuero eclesiástico si corresponde al juicio, a la jurisdicción eclesiásticas; que pertenece al fuero secular si corresponde al juicio, a la jurisdicción o potestad secular u ordinaria”.19

Definido en esos términos, el fuero podía ser “ordinario” o “especial o privilegiado”; mientras que el primero era capaz de conocer todas las causas civiles y criminales con la excepción de las que correspondían a juzgados o tribunales especiales, el segundo se limitaba a intervenir en las causas civiles y criminales “de cierta clase o de ciertas personas que las leyes han sustraído del conocimiento de los tribunales generales u ordinarios”.20 El fuero privilegiado estaba vinculado entonces a las personas y no al tipo de causa.21 De esa clase eran el fuero eclesiástico, el militar o el académico que amparaban a las personas de esos oficios al permitirles eludir la justicia ordinaria y ser juzgados por delitos civiles o criminales por tribunales compuestos por sus pares. El fuero militar, por ejemplo, privativo de quienes integraban los ejércitos de línea y las milicias en servicio activo, fue extendido por Martín M. de Güemes durante la guerra de independencia a los milicianos de la jurisdicción de Salta, aun cuando se encontraran desmovilizados, y a las tropas “irregulares” de los “gauchos”. Con la concesión ampliada de este privilegio antes reservado a unos pocos, el caudillo salteño buscó distinguir a la población campesina militarizada y compensar los esfuerzos que les exigía la guerra contra los realistas.22

Ahora bien, no obstante la proclama, siguiendo el Estatuto Provisorio de 1815 y los que le siguen, de que los hombres son iguales ante la ley, aquí vemos la persistencia de los fueros personales, aunque paulatinamente ampliados en el plano militar por la dinámica de la guerra. Ese privilegio va a ser fuertemente cuestionado y revocado en la década de 1820 en la provincia de Buenos Aires, como veremos más adelante, mediante la invocación del principio de igualdad ante la ley.

La Constitución de 1819 reconoció la existencia de los fueros privilegiados, como puede apreciarse en el diseño del poder legislativo de las Provincias Unidas en Sudamérica. Distribuido en dos cámaras, la de Representantes estaría compuesta sólo por ciudadanos del fuero común mientras que el Senado integraría a representantes de las provincias, al Director del Estado al término de su mandato, a tres militares, un Obispo, tres Eclesiásticos y a un representante de cada Universidad.23 Esta composición, que incluía individuos con fuero privilegiado, era fiel reflejo de la sociedad todavía estamental de la época. Al mismo tiempo, este enunciado convivía en un mismo texto con la declaración de la igualdad ante la ley. Al parecer, estas disposiciones no fueron vistas necesariamente por los contemporáneos como incompatibles. No obstante estas consideraciones, cabe aclarar que esta constitución si bien fue jurada por las ciudades que participaron del Congreso general de 1816-1819, nunca entró en vigencia.

En resumen, la normativa analizada hasta aquí no eliminó el hecho de que en las ciudades y provincias rioplatenses persistieran las desigualdades sociales como lo prueban la existencia de esclavos y de criterios de diverso tipo como el estamental, que distinguía a la gente decente de los plebeyos o a las personas con fuero especial de aquellas sin él; el económico, que oponía a propietarios y jornaleros, o el racial, evidenciado por las restricciones en la concesión del sufragio a los afrodescendientes, a los que se sumaban los de edad y sexo. Asimismo, y a pesar de que la categoría de vecindad se fue ampliando hasta incluir en ella a todo aquel que hubiera fijado domicilio, quienes no lo tenían se vieron privados de derechos como el de transitar libremente y ser considerados potenciales “vagos y malentretenidos”.24

El gobierno provincial porteño y la abolición de los fueros personales

La caída del gobierno central en 1820 dio lugar a la aparición de trece soberanías provinciales que dispusieron la creación de sus propias instituciones. El gobierno de la naciente provincia de Buenos Aires emprendió una serie de reformas, entre las cuales se encuentra la de reforma del clero que, presentada en 1822, inicia el proceso de eliminación paulatina de los fueros personales.25 En efecto, el artículo 2 del proyecto enviado por el poder ejecutivo a la Sala de Representantes establecía que “Los individuos del clero quedan sujetos a las leyes, y magistrados civiles, como todo otro ciudadano”.26 Este proyecto fue examinado por una comisión de legislación que expidió un dictamen en el cual afirmó

que la representación de la provincia, al sancionar la reforma de su administración, tuvo en mira mejorar prácticamente nuestras instituciones, corregir sus defectos, civilizar, y moralizar el país, y crear nuevas habitudes, análogas, y consonantes con los principios luminosos, que hoy rigen las sociedades, no puede dejar de conocer, que no existe entre nosotros clase alguna, por privilegiada que se suponga, a quien no pueda, y deba también alcanzar aquella disposición general.27

Entre esos principios luminosos sin duda está el de la igualdad jurídica, uno de los puntales del orden republicano. Por ello conviene detenerse, en primer lugar, en el verbo “civilizar” empleado por la comisión que, en este caso, se relacionaba con la voluntad de las autoridades por hacer primar la calidad de ciudadano sobre cualquier otra forma de identidad entre los integrantes de la sociedad y desterrar la idea de que cualquiera de esas otras identidades significaba la posesión de un “privilegio” como era el del goce de un fuero personal. En segundo lugar, los representantes llamaron la atención sobre el carácter temporal de ese beneficio o “gracia” por ser fruto de la concesión de un príncipe, como así también sobre la legitimidad para suprimirlo que revestía la Sala de Representantes en tanto depositaria de la soberanía de la provincia:

Entonces será llegado el tiempo de demostrar, que el fuero personal eclesiástico, sobre materias civiles, y crímenes comunes, es de derecho positivo humano; lo que es lo mismo, trahe [sic] su origen de las concesiones, que han hecho en favor del clero las autoridades soberanas de los estados católicos; y que por consiguiente su abolición, si la considera conveniente, es de la competencia de la sala.28

Asimismo, la comisión de legislación observó que la formulación del artículo 2 del proyecto enviado por el poder ejecutivo —y citado más arriba— suponía erróneamente que los eclesiásticos no estaban sometidos a las mismas leyes que el resto de la población desaforada y por ello aclaraba en dónde radicaba el verdadero privilegio que debía extinguirse: “El privilegio del fuero, de que disfruta el clero, solo importa ser juzgados sus individuos por magistrados eclesiásticos; mas no el serlo por otras leyes, que por las que lo son los demás habitantes del Estado.”29

El otro reparo de la comisión fincaba en la incoherencia resultante de la subsistencia del fuero militar que no había sido objetado cuando se discutió la reforma militar en los meses de mayo y junio de 182230, lo que podría además despertar suspicacias respecto de las razones alegadas en el proyecto del ejecutivo para suprimir el fuero eclesiástico.

Se presentó, y fue sancionado, el proyecto de ley para la reforma militar: nada se habló de fuero; y él quedó como estaba; no solo respecto de los militares en actual servicio, sino también de los reformados. Está presentado el proyecto sobre el arreglo de la milicia provincial; y en él expresamente se propone, se declare a los milicianos el fuero privilegiado de guerra. Ahora se presenta el proyecto para la reforma del clero, ¿y de un golpe se declara abolido su fuero? Esta ley aislada ¿no daría lugar a la censura, y un motivo, si no justo, especioso a los que tienen un interés en turbar el reposo público para propalar, que la particular derogación de ese antiguo privilegio, acreditaba la prevención, que había, contra los ministros del culto?31

A diferencia de los redactores de la Constitución de 1819, la comisión de legislación no dudó en advertir la condición de privilegio del fuero personal cuyo goce avalaba la existencia de una aristocracia por completo incompatible con la igualdad jurídica.

Todos […] introducen, y sostienen una especie de aristocracia, enemiga natural de este principio constitucional de todo país libre: los hombres son todos iguales ante la ley. Harto demuestra la experiencia, que no se obtiene esa igualdad legal, subsistiendo aquella distinción de fueros. El interés de cuerpo influye demasiado sobre el corazón del juez32

En consecuencia, proponía que se conformara una comisión especial para elaborar un proyecto que derogara todos los fueros personales de modo que el único subsistente en lo sucesivo fuera el real o de causas. Al respecto, el clérigo y diputado Diego Zavaleta expuso la importancia de mantener este último, puesto que había asuntos que correspondía que fueran juzgados por un tribunal eclesiástico como, por ejemplo, cuando un sacerdote cometía una infracción “in oficio oficiando” o uno militar, cuando se tratara de determinar la responsabilidad de un general derrotado en una batalla.33

Otro aspecto debatido en la Sala y relacionado con la noción de igualdad jurídica, fue el expuesto por el diputado Pedro Somellera quien propuso eliminar el artículo que abolía el fuero eclesiástico porque si el objetivo era la “igualdad” carecía de sentido suprimir el perteneciente a una sola clase. Frente a esa postura, el ministro de hacienda, Manuel García, intervino en tanto integrante del poder ejecutivo y expuso que “ni la comisión, ni nadie podía dudar que el objeto del gobierno era abolir todo fuero y privilegio personal, como incompatible con el sistema adoptado; pero la prudencia exigía ir aplicando el remedio paulatinamente, para que se hiciese menos sensible”. Para el ministro García, consideraciones políticas habían llevado al gobierno a suprimir el fuero eclesiástico, en primer lugar, en razón de que el clero secular y regular tenía la ilustración suficiente como para no interpretar esa medida como una expoliación “sino como una restitución al de ser juzgado por el derecho común”, actitud que además induciría a los beneficiarios de otros fueros a aceptar de buen grado la supresión de los propios. Por otra parte, estimaba que la medida mejoraría la administración de la justicia. Y agregaba, “Que la abolición del fuero eclesiástico no debía considerarse como una desigualdad, sino como un honor que correspondía hacer al clero por su ilustración.” Al mismo tiempo aclaraba que si el fuero militar había sufrido alguna restricción respecto de las causas comerciales que afectaran a los familiares de los oficiales, privar del fuero militar a los milicianos en tiempos de expedición contra los indígenas “habría sido impolítico” puesto que aquellos tendían a considerar que gozar de ese “privilegio” era “el único premio de sus fatigas.”34

Por su parte, el diputado Julián S. de Agüero que en principio había coincidido con lo señalado por la comisión respecto de una resolución que suprimiera todos los fueros personales, accedió a la propuesta ministerial de abolición gradual de los mismos no sólo por prudencia o política sino porque el eclesiástico era más fácil de eliminar dado que “ese fuero, que se hacía valer como un duende, no existía tal, como se suponía, y de él no reportaba el clero una sola ventaja.”35

Valentín Gómez y Diego Zavaleta fundaron, asimismo, la necesidad de suprimir los fueros personales en su incompatibilidad con el carácter representativo del gobierno y Juan José Paso con el de país libre. El primero se preguntaba “Porque, ¿en qué principio, […] se funda la abolición del fuero eclesiástico? En la naturaleza del gobierno que hoy nos preside: porque a la verdad en un gobierno representativo no hay más aristocracia que la que dan el saber y las virtudes.”36 La prensa se hizo eco de estos nuevos principios como, por ejemplo, El Ambigú de Buenos Aires. Por una sociedad de amigos del país que tomó posición frente al reclamo presentado ante la Sala de Representantes por algunas órdenes religiosas (Dominicos, Mercedarios y Betlemitas) que se sintieron afectadas por la reforma eclesiástica que se estaba discutiendo en la Sala. En tal sentido, este periódico sostuvo que los fueros constituían “privilegios” opuestos al “dogma de la igualdad legal, uno de los dogmas del sistema representativo”. El ejemplo de Inglaterra, Estados Unidos y Francia le sirve al editor para reclamar a su vez que la supresión de los fueros no debería limitarse a los eclesiásticos, sino también extenderse a “todas las clases” con fueros y privilegios. En particular insistía en la necesidad de suprimir el fuero militar por la extensión del mismo y por la mayor influencia que tenían los oficiales en los negocios civiles “…ambas cosas producen trabas y entorpecimientos en la administración de justicia, especialmente en la campaña”.37

En esa misma línea, el ministro de gobierno Bernardino Rivadavia, señalaba que el fuero en tanto privilegio o gracia concedida originalmente por el monarca a una clase del estado, había mudado su propósito con el advenimiento de gobiernos absolutos, desde el de Carlos V en adelante, a quienes guiaba la máxima de “divide y reinarás”:

ya los fueros no venían a ser otra cosa que una medida necesaria a todo gobierno absoluto, fundada en la base de dividir para imperar; […] medios adoptados para tener separadas las unas clases de las otras, y dominar con más facilidad. Que este era un hecho, que ponía en evidencia que el fuero no era una gracia, ni privilegio, sino un resultado de ese poder que habiendo dejado de existir, era preciso que aquel acabase, con lo que todos estaban acordes.38

A diferencia del consenso de la Sala en torno a la incompatibilidad entre la subsistencia de los fueros y la igualdad jurídica, los artículos del proyecto de reforma que referían a la supresión de las comunidades de regulares, también encontraron resistencia entre algunos diputados cuyos argumentos giraron en torno a igualdad/desigualdad. Entre quienes se manifestaron a favor de la iniciativa ministerial, el diputado Ramón Díaz señaló la existencia de dos tipos de desigualdades: uno natural –respetable y difícil de eliminar– y otro producto de la voluntad humana, al que calificaba de perjudicial, como era el caso del reproducido en los conventos y monasterios bajo el supuesto de que una comunidad o cuerpo es más que la suma de sus partes:

cuando aparecía una desigualdad, que era efecto de la reunión de muchos hombres que amenazaba la igualdad de derechos existentes; esta sociedad era indudablemente perjudicial; y era preciso, si fuese posible, poner a todos los individuos en una misma línea, para que así partiesen todos al bien social; porque de otro modo esas fuerzas así reunidas hacían hostilidad a las fuerzas particulares de los demás individuos.39

Agregó asimismo que la preponderancia de estas comunidades derivaba de su calidad de propietarias y más aún del influjo que ejercían sobre las conciencias lo que podía afectar no sólo la “igualdad civil” sino la estabilidad de los gobiernos.40 Similar argumento fue el desplegado por el diputado Gómez quien remarcó el daño provocado a la sociedad por las corporaciones en general y por las religiosas en particular y sostuvo que si la acción benéfica de las órdenes de regulares podía ser cumplida sin merma por el clero secular no había

motivo para conceder el privilegio de que existiesen esas corporaciones: porque en todo país, y especialmente en un país republicano, debían todos los establecimientos acercarse a esta base de la igualdad; que no quería decir a una igualdad perfecta, porque era imposible; si no que, si no eran necesarias, no debían existir; y este era un bien de que un podía privarse a la sociedad.41

Como lo evidencia la cita, tanto para Gómez como para Díaz, la noción de igualdad era plural.

Por el contrario, el diputado Zavaleta, que era de los que se oponían a la supresión lisa y llana de conventos y monasterios y proponían en cambio tomar recaudos para su desaparición gradual —postura que finalmente triunfó—, no sólo “no advertía qué desigualdad causasen” sino que más bien creía injusto el artículo porque dejaría a los regulares en desventaja al verse privados de su “estado”, un derecho personal que habían adquirido al ingresar a la comunidad religiosa mediante un contrato por el cual habían renunciado a su vez a otros derechos. Al respecto, los redactores del Teatro de la opinión reclamaron al año siguiente que a los regulares secularizados como consecuencia de la reforma se los eximiera del voto de pobreza y pudieran gozar como cualquier otro ciudadano de los derechos a trabajar y a adquirir propiedad pues de lo contrario deberían depender de otros para su sustento resultando así un daño a la sociedad.42

Agüero, por su parte, sostuvo que los fundamentos del espíritu de cuerpo de las comunidades de regulares, o habían sido eliminados —como era el caso del privilegio del fuero personal— o podían serlo con facilidad —como era el caso de la posesión de inmuebles que podían ser confiscados por el gobierno provincial—. De allí que el único ascendiente que conservarían conventos y monasterios sería el derivado de sus servicios a la sociedad, sin perjuicio de la igualdad legal.43

El vocablo igualdad expandió su alcance cuando, inauguradas las sesiones en 1823, la sala retomó la propuesta de la comisión de legislación del año anterior sobre la abolición de los fueros personales subsistentes, entre los cuales se destacaba el militar. En el debate, Somellera descartó una posible renuencia de los militares a verse privados del fuero puesto que, a diferencia de los “viejos”, ellos habían sido educados en el principio de la libertad y en el conocimiento de sus derechos y deberes y “no necesitaban estímulo para considerarse iguales, ni era necesario para acordar la abolición del fuero, echar mano de la obediencia que los militares habían siempre prestado a las deliberaciones de la sala.” Es más, según el diputado Alvarez, “el tiempo haría ver a los militares que nada perdían, y antes bien ganaban con igualarse a los ciudadanos.”. El único en ensayar una tibia defensa del fuero militar fue Dorrego quien si consideró justa la iniciativa no la halló igualmente conveniente porque entendía que tanto los milicianos en servicio como los integrantes del ejército regular lo verían como un despojo que, según su perspectiva, destruiría el espíritu militar que, por el contrario, era preciso estimular. 44

La ley de abolición del fuero personal en causas civiles y criminales no suscitó oposición y fue sancionada el 5 de julio de 1823. En adelante, la jurisdicción eclesiástica se ocuparía sólo de investigar y castigar los delitos que los miembros del clero pudieran cometer en razón de su oficio y del mismo modo operaría la jurisdicción militar con la excepción de los cometidos por militares “dentro de los cuarteles, en marcha, en campaña o en actos de servicio.” Se suprimieron además los fueros de los empleados de Hacienda y Correos, quienes en caso de cometer delitos en el desempeño de sus funciones quedarían bajo la jurisdicción del ministerio correspondiente.45 Tres días después, el gobierno provincial dictó un decreto en el que ofreció alguna aclaración en previsión de las dudas que podrían plantearse a propósito de la aplicación de la ley del 5 de julio pero que interesa sobre todo porque allí se exponían los fundamentos de la misma basados en la ventaja de los gobiernos representativos frente a los “personales” —o absolutos— para hacer realidad el principio de igualdad de los ciudadanos ante la ley dado que, para los primeros, las únicas distinciones aceptables eran las que se hacían en función de las “cosas” y no de las “personas”.46 De allí en adelante subsistieron el fuero militar y el eclesiástico sólo en función de la naturaleza específica de las causas.

Igualdad/desigualdad y “equilibrio” en la Prensa Periódica de la década de 1820 y en la enseñanza universitaria

Como vimos, el binomio igualdad/desigualdad aparece en la prensa periódica de la década de 1820 vinculado a las diferentes facetas del debate sobre la supresión de los fueros. Asimismo, se relaciona con las distintas dimensiones de las reformas rivadavianas frente a las cuales los publicistas toman posición y debaten entre ellos. La afirmación de que el principio de igualdad ante la ley, junto al de la libertad, constituye la principal base del sistema representativo y republicano surge como una opinión generalizada.47 Al respecto se destacan algunas voces particularmente atentas al lenguaje usado por los contemporáneos para referirse a los miembros de la sociedad.

Por ejemplo, “Clase media” o “mediana cuna” fueron objeto de censura porque traslucían distinciones propias de una sociedad de antiguo régimen. Así lo pone de manifiesto una crítica del periódico Teatro de la Opinión al uso de esas expresiones por parte de la Sociedad de Beneficencia de Buenos Aires, crítica que se extiende además a los editores del Argos de Buenos Aires por no haber reparado en la naturaleza jerárquica de las mismas.48 Con el título de “Una advertencia”, señalaba:

El placer sin duda ha ofuscado los ojos al Argos de Buenos Aires, para no ver en el dictamen de la comisión de la sociedad de Beneficencia, que ha impreso en su núm. 43, estas palabras enemigas de la igualdad—Clase mediaMediana cuna []. Nosotros solo hemos visto este documento en dicho periódico; así cuando tributamos a la sociedad de Beneficencia los respetos que justamente se merece, le deseamos también que olvide aun las palabras que inventó la aristocracia para dominar los pueblos. Los Editores.49

Más adelante el mismo periódico identifica a los clérigos regulares con esta “clase media” la cual a su entender no debería ser admitida en un sistema republicano por hallarse los mismos “desmembrados del cuerpo social”. Es decir, sin derechos ni obligaciones como los demás ciudadanos.50 Lo que prima aquí es entonces esa concepción de lo común que conlleva, asimismo, en este caso una propuesta de nivelación de cargas para atenuar la desigualdad.

Esta observación para nosotros ha sido demasiado mortificante porque somos republicanos y no podemos sufrir una desigualdad tan remarcable. Todos debemos llevar las cargas como las ventajas. La guarnición del pueblo es una necesidad, es una carga –debe pesar sobre todos los ciudadanos. Sin embargo el artesano, el labrador, el hombre de oficio, el hombre de trabajo la sufren; no así el abogado, el extranjero domiciliado, el hacendado, el comerciante, y otros muchos que en el cuerpo de Patricios no están alistados.51

La idea de “equilibrio” es también expuesta en La Abeja Argentina, revista producida por la Sociedad Literaria, en un comentario sobre los fueros donde el autor reflexionaba en torno al rol de la ley en una sociedad fundada sobre el principio de la igualdad legal. Diferenciaba así las desigualdades de antiguo régimen que derivaban de la posesión de fueros, de aquellas cuyo origen estaba en la naturaleza, como la desigualdad económica o de saberes que no se podían suprimir. Pero insistía en el necesario contrapeso de la política y de las leyes iguales para todos los ciudadanos con el objetivo “neutralizar” y “disminuir” lo que derivaba de la propia naturaleza.52

No es pues, extraño que un gobierno absoluto sostenga esa variedad de fueros entre individuos de una misma nación. Pero que los continúe un gobierno rigurosamente representativo, que no tiene, ni puede aspirar a otro poder, que el que le da la ley, que emana de la nación misma, en el que es ruinosa toda otra aristocracia, que no sea la que dan o los talentos, o las riquezas, y que, aun respecto de éstas, debe cuidarse de disminuir con leyes sabias su influjo; […] es ciertamente una inconsecuencia poco honrosa: es aumentar el influjo de esas mismas clases sobre las demás, cuando solo debía pensarse en establecer entre todas aquel equilibrio, sin el cual la libertad es una quimera.53

Por otra parte, en un artículo de la prensa surge la denuncia de un careo dispuesto por un juez de paz entre una esclava y su dueño que revela, en este caso, tanto la puesta en práctica del principio de igualdad ante la ley como el arraigo de las distinciones sociales. En su edición del 10 de abril de 1824, El Republicano publica la carta de un lector, J. Luis Vanegas, quien en tono crítico se quejaba del desempeño de un juez: “El juez de paz es la ley, y como ante la ley todos son iguales, ningún ciudadano, so pena de incurrir en la indignación del juez, puede evitar el careo aunque sea con un esclavo, o persona infame.”

El nuevo principio de igualdad ante la ley redefinía el lugar del juez en la administración de justicia. Pero el autor de la carta se propuso demostrar que por el contrario “la justicia administrada por un ignorante es como la espada manejada por un furioso”. Ciertamente el autor de la nota no admitía que el juez hubiera dispuesto un careo con una criada y lo hubiera convocado a aguardar en el zaguán “entre gente, que casi toda me pareció de servicio”. Tras lo cual fue introducido en el cuarto del despacho del juez junto con la criada y la presencia de dos ciudadanos. Y a continuación transcribe el siguiente diálogo:

Juez de paz dirigiéndose a la criada.- Di lo que tienes que decir.
Ciudadano- señor V. piensa carearme con esta criada?
J. Ante la ley todos son iguales.
C. Eso es constante: pero se ha instruido V. de la demanda de esta criada?
J. Ahora me instruiré cuando ella hable.
C. Señor y V. me ha citado sin el requisito de estar antes en la demanda?
J. Yo obligaré a venir aquí a… era una persona respetable.
C. Y un ciudadano honrado no merece alguna consideración?
J. Ya he dicho que ante la ley todos son iguales.
C. Así es, que exponga la criada.

El conflicto se suscitó porque la criada consideraba que gozaba de la condición de libre, mientras que Vanegas la calificaba de “una negra simple” que pertenecía a la testamentaria de sus padres ya fallecidos que se había vendido. Al respecto, el juez afirmaba que él creía a la criada y agregaba “a la gente ruda es preciso satisfacerla”. 54

¿Qué alcance tuvo esta argumentación del juez de paz? Si bien, como observó Magdalena Candioti, los jueces no basaron, en forma constante, la protección de los derechos de los esclavos en nombre de la igualdad de derechos de los hombres, las afirmaciones de este juez revelan un clima de época: el “compromiso liberal del gobierno rivadaviano (١٨٢١-١٨٢٤) con el cumplimiento efectivo de los principios de “suelo libre” y “vientre libre”,55 los cuales iban a impulsar un abolicionismo gradual. Por otra parte, aparece con claridad el arraigo social de la “distinción de persona”, como señala el autor de la nota. Al respecto, recordemos que la misma ley electoral porteña de 1821 establecía que tenía derecho al voto todo “hombre libre”, es decir, no en condición de esclavitud.

Por otra parte, la enseñanza del derecho en la recién creada Universidad de Buenos Aires se dividió en tres cátedras: Derecho Civil, Derecho Natural y de Gentes, y Magistratura. La Cátedra de Derecho Civil estuvo a cargo de Pedro Alcántara Somellera. En el manual que redactara para su curso, Principios de Derecho Civil [1824], Somellera se inspiró y tradujo párrafos del Tratado de legislación civil y penal de Jeremy Bentham. Por cierto, como señala también Magdalena Candioti, “para el profesor utilitarista ni el derecho natural, ni la voluntad divina, ni la tradición o las costumbres debían determinar el contenido de las leyes positivas. Solo el principio de utilidad (de la producción de más beneficios que daños por parte de una ley) debía ser la base racional del nuevo orden jurídico”.56

En esta línea, Somellera consideraba, siguiendo a Bentham, que en la distribución de los derechos y las obligaciones debía el legislador priorizar la “felicidad política”.57 Por lo cual, favorecer la igualdad era una de las funciones primordiales de la ley. Distinguía así la igualdad de bienes de la igualdad de derechos. En ese orden consideraba a la “igualdad absoluta de bienes” una quimera; al mismo tiempo sostenía que será obra de la ley disminuir “las desigualdades” sin “ofender los derechos de seguridad”.

En el capítulo 1 Del derecho de las personas Somellera precisaba que los primeros derechos del hombre en el estado civil, es decir del hombre que vive en sociedad, eran la libertad, la propiedad, la igualdad, y la seguridad.

La igualdad de hecho es imposible. Los medios y facultades de los hombres son desiguales; pero esto lejos de repugnar a la igualdad de derechos, la confirma más; y más; y demuestra la necesidad de respetar este derecho. A mayor grado de mérito, de experiencia, y de talentos, corresponde mayor confianza de parte de la sociedad.58

Como puede verse, el principio de “equilibrio” reaparece aquí pues tanto el que manda como el que obedece deben aceptar el imperativo de la ley para no destruir la igualdad que comprende recíprocamente igualdad de derechos y de deberes.

Igualdad, ciudadanía e independencia. El Congreso general constituyente de 1824-1826 y el debate sobre la ciudadanía

Desde las consideraciones de Bernardo de Monteagudo en la Gaceta de 1812 en adelante la cualidad de independencia fue condición indispensable para el acceso a la ciudadanía y, particularmente, al derecho de sufragio. Una independencia que, como vimos, emanaba principalmente de la solvencia económica del individuo asociada explícita o implícitamente a la propiedad, fuera la de un bien o la de una renta. Esta ecuación se vio en parte alterada en la provincia de Buenos Aires cuando en 1821 la Sala de Representantes sancionó una ley electoral que distinguió entre voto activo y voto pasivo. La gran novedad residió en la amplia concesión del primero que habilitó a todos los hombres libres mayores de veinte años, naturales o avecindados en el territorio provincial, a votar directamente a los candidatos a integrar la legislatura. El goce del segundo, es decir, de la facultad de ser elegido, continuó en cambio atado a las exigencias vinculadas a la propiedad.59

A dos años de la aprobación de esta ley, entre otras críticas publicadas en la prensa ligadas a las prácticas derivadas de su implementación, apareció una que cuestionó el texto de la norma en lo relativo a la extensión del universo votante. En diciembre de 1823 el Argos de Buenos Aires proponía privar del voto a “aquellas personas de la plebe que se encuentran en una situación tan abatida, que están reputadas por no tener voluntad propia.”, personas que eran fácilmente reconocibles dentro del conjunto de los individuos iguales ante la ley por no tener “un fondo productivo, una propiedad, o un capital de que subsistan”. De este modo esta iniciativa restauraba la asociación entre ciudadanía e independencia/propiedad y reforzaba, por otra parte, su vinculación con la república a la que se diferenciaba rotundamente de la democracia. La letra de la ley daba lugar a lo que el articulista llamaba “elección popular” propia de la “democracia pura”, sistema que a diferencia de la república llevaba naturalmente al desorden y a la confusión. Advertía que de no seguirse la tendencia de las constituciones libres a exigir algún tipo de propiedad o al menos mayores calificaciones al votante, el derecho de sufragio se convertiría en el “arma más homicida de la república” puesto que se permitiría participar a quienes carecían de todo interés por la conservación de ese orden.60 A pesar de que la ley provincial de elecciones de 1821 permaneció inalterada hasta la caída de Rosas en 1852, el criterio de independencia como requisito para el goce de la ciudadanía sería reivindicado a la vez que controvertido en el ámbito del congreso constituyente que reunió a los diputados de las provincias rioplatenses entre 1824 y 1827.

Señalemos, en primer lugar, que el proyecto de constitución unitaria de 1826 introdujo unas pocas variaciones en la definición de la ciudadanía respecto de los estatutos y reglamentos de los años diez: ahora se decidía incluir a los hijos de ciudadanos argentinos donde quiera que nacieren y eliminar las distinciones entre los españoles europeos y el resto de los extranjeros respecto de los requisitos para el acceso a la ciudadanía. Respecto de esta última enmienda cabe señalar que la controversia alternó entre conceder “privilegio, prerrogativa o gracia” a los españoles europeos cuando España todavía no había reconocido la independencia del país o “igualarlos” a los extranjeros.61

En segundo lugar, y a semejanza de aquellos, el proyecto incorporó a esta sección la enumeración de los casos en los que la ciudadanía podía perderse o suspenderse con algunas modificaciones. Estas se verificaron principalmente en el artículo que trataba sobre su suspensión que sumó nuevos motivos que podían ocasionarla, todos ellos vinculados al principio de independencia. Era el caso de la exigencia de saber leer y escribir —que del proyecto al texto sancionado quedó en suspenso por quince años— y la condición de soldado.62 Respecto de la primera el diputado por Buenos Aires, Valentín Gómez se preguntaba:

¿quién podrá decir que este objeto se podrá lograr en este tiempo o en ١٥ o en ٢٠ años? Nadie ciertamente: sin embargo es preciso convenir en que es importante que quede este estímulo en la misma constitución; cosa que realmente los que sufraguen vengan a ser dueños de sus opiniones, que es lo que se debe mirar para procurar cuanto sea posible y establecer la independencia.63

La calidad de soldado también ocasionó una discusión en la que varios diputados coincidieron en añadirle mayor precisión puesto que esa categoría incluía por igual a todos los grados militares, desde general a soldado raso, como así también a veteranos y a milicianos, muchos de los cuales eran a la vez propietarios y, por lo tanto, calificados para emitir una opinión propia. La cuestión quedó saldada con la expresión de “simple soldado de línea” que identificaba al individuo más subordinado dentro del ejército y resguardaba el derecho de sufragio a los milicianos y a todo el escalafón militar desde cabo en adelante.64

Pero lo que más se destaca del debate a que dieron lugar los artículos sobre la ciudadanía del proyecto elaborado por la Comisión de negocios constitucionales es que algunos diputados objetaron que la condición de doméstico a sueldo o jornalero fuera razón suficiente para negarles independencia y privarlos consecuentemente de los derechos políticos.65 La justificación de la exclusión también tenía que ver en parte con los vicios detectados durante los comicios ya denunciados por el Argos. Decía el diputado por Buenos Aires e integrante de la Comisión, Manuel A. Castro que

aunque no se puede ni se debe prohibir el influjo, y la persuasión, porque esto realmente no quita la libertad; pero si se debe prohibir aquella influencia que trae consigo la coacción, ¿cómo se resistirá por un voto a la insinuación de su patrón el doméstico que está en su casa acomodado, y come de su pan y de su sueldo, cuando naturalmente está expuesto a ser arrojado y perder su subsistencia y acomodo? […] Desde que la elección primera no sea enteramente libre; todos los demás actos posteriores de la elección llevan ya consigo ese vicio; y entonces no solamente las elecciones, sino también las deliberaciones y todos los ejercicios del poder que de ellas resultan, serán viciosos.66

José E. Galisteo (Santa Fe), Manuel Dorrego (Santiago del Estero) y Pedro F. Cavia (Corrientes), identificados con el bando federal, asumieron la defensa de los jornaleros y los domésticos a sueldo y desarrollaron argumentos de distinto tipo para convencer a sus colegas de ampliar el número de los iguales ante la ley, intención para nada descabellada si se piensa en las disposiciones de la ley de elecciones porteña comentada más arriba.67 Galisteo solicitó la inclusión de los que cumplían un servicio oneroso como era el de las armas a quienes era justo reconocerles como contrapartida su derecho a participar de los actos electorales.68 Dorrego, por su parte, puso el acento en mostrar que nadie estaba exento de la dependencia de los demás, y que la independencia de los jornaleros y de los domésticos respecto de sus patrones podía incluso ser mayor que la de los empleados de los diversos ramos del gobierno provincial respecto de sus jefes, a quienes no se les suspendía la ciudadanía. En definitiva, para Dorrego los límites de admisión deberían depender, por un lado, del aporte de las personas a la sociedad —por eso era justo conferir el derecho de sufragio a todo el que trabajaba, producía y contribuía y negársele a los menesterosos o mendigos, verdaderos “zánganos de la república”—y, por otro lado, de la ausencia de una coacción o violencia tales que impidieran al individuo manifestar su propia voluntad. Justificó además la exclusión de los locos, las mujeres y los niños en su común incapacidad para elegir.69

No obstante, el empeño de Dorrego se centró sobre todo en denunciar que la consecuencia de la exclusión de jornaleros y domésticos dejaría la suerte del sistema político en manos de unos pocos desvirtuando su esencia:

Los domésticos asalariados […] no se han comprometido a estar dependientes de su patrón de tal modo que sea una coacción su intervención en esta clase de asuntos. ¿Y qué es lo que resulta de aquí? Una aristocracia la más terrible […]; porque es la aristocracia del dinero. Y desde que esto se sostenga se echa por tierra el sistema representativo, que fija su base sobre la igualdad de los derechos.
[…] Queda cifrada en un corto número de comerciantes y capitalistas la suerte del país. He aquí la aristocracia de dinero; y si esto es así, podría ponerse en giro la suerte del país y mercarse. Entonces sí que sería fácil poder influir en las elecciones, porque no es fácil influir en la generalidad de la masa, pero si en una corta porción de capitalistas.70

Al respecto, Castro cuestionó el efecto perjudicial que Dorrego le atribuía a la “aristocracia del dinero”, efecto que para él sólo emanaba de las aristocracias de sangre:

aquellas aristocracias que nacen de la naturaleza de las cosas, no hay poder en la tierra que pueda vencerlas. ¿Quién podrá hacer que el ignorante sea igual al que tiene talento o al hombre sabio? Dios no lo puede hacer, porque Dios ha puesto esa misma desigualdad en las cosas, y no puede obrar con implicancia. ¿Quién podrá hacer que el virtuoso sea igual al réprobo? ¿quién que el pobre sea igual al rico? […] siempre se presume que el rico o el hombre de bienes tiene en la sociedad más interés en que se conserve el orden que el pobre; porque él en su bienestar conserva más, y en su malestar pierde más.71

Se observa así que Castro además de admitir la desigualdad en materia de educación y de moral entendía que la desigualdad material engendraba en los individuos distinto grado de aptitud no solo para opinar por sí mismos sino para interesarse en la conservación del orden social y político. Si bien Dorrego reconoció la disparidad social derivada de la posesión de una mayor o menor fortuna, sostuvo que ella no debía trasladarse a la ley porque correspondía al orden de las cosas y no de los individuos. Y a propósito de este mismo punto, intervino el diputado Pedro F. Cavia, quien retomó la idea de “equilibrio” ya manifestada en la prensa y en el tratado de Somellera. En esta línea reveló su confianza en la potencialidad de la ley para mitigar la distancia entre ricos y pobres, objeto congruente con un orden republicano deseado por todos:

si bien es verdad la consideración que tienen los grandes capitalistas es muy conveniente que ellos la hagan fructificar en beneficio de la sociedad misma: puede, pues, esa natural importancia que tengan en cierto modo disminuirse, para que poniéndolos a nivel con los que no tengan tanta consideración, resulte un bien general, como puede en un país republicano, que es la igualdad, no una igualdad quimérica, sino una igualdad arreglada a la ley en esas diferentes categorías, y hacerlas aproximar en sí. Esta es una cosa necesaria para los Estados republicanos.72

Por su parte, el diputado Gómez lamentó que “se haga la injusticia a la Comisión de decir que ha procedido con esta especie de crueldad sobre el gran derecho de igualdad, que ha introducido una novedad destructora del régimen representativo”, cuando lo que había convencido a los integrantes de esa Comisión de suspender los derechos políticos a los jornaleros, domésticos a sueldo y a los iletrados era la comprobación de que “la elección popular absolutamente popular y directa” no era una práctica extendida en todas las provincias. Al mismo tiempo, el diputado Gómez afirmaba que esa decisión se basaba en la plena confianza en un futuro próspero e ilustrado en el que las diferencias entre los individuos fueran menguando.73 En este sentido, las diferencias de opinión entre los diputados no estarían en la concepción del principio de igualdad ante la ley, sino en la oportunidad y condiciones de su aplicación.

Finalmente, los únicos cambios que se verificaron respecto de la inclusión de domésticos a sueldo y jornaleros se orientaron a dar más precisión a esas categorías con el objeto de enfatizar la dependencia de los individuos a los que se deseaba excluir: así se reemplazó la voz doméstico por la de “criado” y se le añadió la palabra “peón” a la de jornalero.74

Conclusión

Desde la Revolución y particularmente en el período correspondiente a la llamada “feliz experiencia”75 examinado aquí hemos registrado principalmente que la voz igualdad aparece en tanto ausencia de distinciones entre los individuos ante la ley. En este sentido hemos visto que los gobiernos revolucionarios reconocieron a los indígenas como iguales y suprimieron las marcas visibles de esas distinciones mediante la prohibición del uso de los títulos y emblemas de nobleza o de la constitución de mayorazgos. Los fueros personales, por su parte, entendidos como “privilegios” de los que gozaban algunos grupos de la sociedad como el de los militares y el de los eclesiásticos, persistieron durante toda la década revolucionaria y fueron abolidos entre 1822 y 1823 por la Junta de Representantes de la provincia de Buenos Aires, como parte del plan de reformas impulsado por el ministro de gobierno de Martín Rodríguez, Bernardino Rivadavia. Sin embargo, estas medidas no afectaron la continuidad de las diferencias en los planos social, económico y cultural ni impidieron que la extensión de los derechos políticos estuviera condicionada por criterios tales como los de residencia, libertad, edad, sexo e independencia. Los hombres de la época entienden que, por una parte, hay una desigualdad natural o de hecho que es inalterable y debe respetarse, de allí que califiquen de “quimérica” la posibilidad de alcanzar la igualdad en todas sus facetas; y, por otra parte, una desigualdad producto de la voluntad humana y por tanto pasible de ser gradualmente eliminada. Tanto en la prensa como en los debates legislativos o en un tratado jurídico como el de Somellera, lo que aparece es la idea de “equilibrio” y de que es posible nivelar las diferencias entre los individuos fruto de la desigualdad económica, de saberes, talentos y virtudes, mediante la sanción de leyes que al obligar a todos por igual aproximen a los más y menos favorecidos en términos de riqueza e ilustración. Se confía asimismo en que el progreso futuro de la sociedad en materia económica y educativa aliente una disminución de las diferencias entre los sujetos.

Ahora bien, como señalara Rosanvallon, el derecho de voto y la constitución de una comunidad política integrada por individuos iguales ante la ley se superpusieron en las revoluciones norteamericana y francesa. Este nexo también aparece en el Río de la Plata en la identificación entre igualdad ante la ley y gobierno representativo y republicano. Sin embargo, la relación entre república y democracia muestra en el ámbito local otras particularidades. Mientras la república se identifica desde temprano en el Río de la Plata con el sistema representativo, la democracia —como lo señaló Gabriel Di Meglio— se asocia a la turbulencia y a la discordia.76 Esto no impide que una ambigüedad valorativa de “democracia” persista. Elías Palti llamó nuestra atención sobre el carácter equívoco de este concepto durante la década de 1810.77 Fue valorado positivamente cuando los protagonistas del período hacían referencia al fundamento del nuevo sistema político: la soberanía popular. Al mismo tiempo adquiría un matiz negativo cuando se consideraban las posibles formas de traducción institucional, es decir, como una forma de gobierno. En esta segunda acepción, democracia se asociaba con democracia directa: cabildos abiertos o tumultos populares concebidos como mera suma de voluntades particulares. En la década siguiente tanto en el seno de la provincia porteña como en el congreso constituyente de 1824-1827 hubo voces que sumaron una nueva asociación a la democracia al vincularla con la “elección popular” y con la “elección popular y directa”. La amplia participación de la población masculina en las elecciones para representantes de la sala bonaerense dispuesta por la ley electoral de 1821 motivó en la prensa porteña temores y cuestionamientos de ciertos sectores de la élite. Más aún, en el congreso constituyente la posibilidad de que esa práctica se extendiera al resto de las provincias cuyos regímenes electorales diferían entre sí y del porteño, avivó no sólo los temores en relación con la viabilidad de la república asociada a democracia, sino que el artículo sobre la ciudadanía del proyecto constitucional retomó las normas que durante la década del 10 habían restringido el acceso a los derechos políticos.

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1 Sobre este tema la bibliografía es abundante y entre sus autores se destacan Bartolomé Clavero, Antonio Hespanha, Carlos Garriga y Alejandro Agüero. A modo de síntesis, véase Esteban Llamosas. “Las desigualdades jurídicas: de naturales a invisibles, entre el Antiguo Régimen y la codificación”, en Esteban F. Llamosas y Guillermo Lariguet (eds.): Problemas en torno a la desigualdad. Un enfoque poliédrico. Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba, 2020, pp. 65–78.

2 Ver Pierre Rosanvallon. La sociedad de iguales. Buenos Aires, Manantial, 2012, pp. 26–27.

3 La historia de los conceptos se ha desarrollado ampliamente en el ámbito iberoamericano en los últimos veinte años. Las autoras de este artículo han promovido y participado en varias publicaciones vinculadas con estas nuevas perspectivas analíticas, a saber: en Argentina se ha publicado Noemí Goldman (ed.). Lenguaje y revolución. Conceptos políticos clave en el Río de la Plata (1780-1850). Buenos Aires, Prometeo, 2008; Noemí Goldman (ed.). Lenguaje y política. Conceptos claves en el Río de la Plata II (1780-1870). Buenos Aires, Prometeo, 2021; y en España Javier Fernández Sebastián (dir.). Diccionario político y social del mundo iberoamericano, 1770-1870. 2 vols. Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2009 y 2014. Sobre los aspectos metodológicos remitimos a la Introducción de este Dossier.

4 Sobre la década de 1820, ver de Marcela Ternavasio, “Las reformas rivadavianas en Buenos Aires y el Congreso General Constituyente (1820-1827), en Noemí Goldman (dir.), Revolución, República, Confederación (1806-1852). Tomo 3 de la colección Nueva Historia Argentina. Buenos Aires, Sudamericana, 1998, pp. 159–197; y La revolución del voto. Política y elecciones en Buenos Aires, 1810-1852. Buenos Aires, Siglo XXI, 2002. Asimismo sobre el congreso constituyente de 1824-1827, ver Nora Souto. La idea de unidad en el Río de la Plata. Soberanía y poder constituyente, 1808-1827. Tesis doctoral. Universidad de Buenos Aires, 2017, caps. 6 y 7. Disponible en: http://ravignani.institutos.filo.uba.ar/publicacion/ltr-008-souto, acceso el 20 de octubre de 2022.

5 Este trabajo fue realizado en el marco del PUE 057 (2018-2023), “Las dimensiones de la desigualdad en la larga duración. Economía, sociedad y política en el espacio rioplatense, siglos XVI a XX” y del UBACYT (2018) “Del Virreinato a la República: representaciones, discursos y conceptos políticos en el Río de la Plata (1780-1880)”, dirigidos ambos por Noemí Goldman. Agradecemos al Dr. Guido Lissandrello por su colaboración en el fichado de parte de las fuentes utilizadas en este trabajo.

6 Diccionario de la Real Academia Española. www.rae.es.

7 No realizaremos aquí un análisis integral de los conceptos de igualdad/desigualdad durante la década del diez puesto que eso es objeto de otros artículos incluidos en este Dossier. Sólo interesa a nuestro análisis de la década del veinte remontarnos a la normativa específica vinculada con la afirmación del principio de igualdad ante la ley.

8 Documentos Constitucionales Argentinos. Buenos Aires, Ediciones Ciudad Argentina, 1994, p. 2175. Este artículo se reitera en el Estatuto provisorio de 1816 (art. 2°, Cap. 1, Sec. Primera, p. 2216), en el Reglamento provisorio de 1817 (art. 2°, Cap. 1, Sec. Primera, p. 2258) y en la Constitución de 1819 (Sección Quinta, Cap. 2, art. CX, p. 2331). Los proyectos de constitución que circularon en tiempos de la Asamblea del año XIII, a excepción del de carácter federal, incluyeron el principio de la igualdad jurídica. A partir de aquí se moderniza la ortografía de todas las citas.

9 Documentos constitucionales…, p. 1898.

10 Documentos constitucionales…, p. 2027. La condición de los indios como iguales a los demás ciudadanos ante la ley aparece también en la Constitución de 1819 en el art. “CXXVIII. Siendo los indios iguales en dignidad y en derechos a los demás ciudadanos, gozarán de las mismas preeminencias y serán regidos por las mismas leyes. …”, p. 2333.

11 Documentos constitucionales…, p. 2034.

12 Ver Decretos de 13 de mayo, 26 de octubre y 13 de agosto de 1813, en: Documentos constitucionales…, pp. 2036, 2050 y 2043.

13 Monteagudo también sostuvo el imperativo de implantar el “santo dogma de la igualdad”. Ver Gaceta de Buenos Aires, 21 de febrero de 1812. Reimpresión facsimilar: Junta de Historia y Numismática Americana. 4 tomos. Buenos Aires, Compañía Sud-americana de Billetes de Banco, 1910-1912, T. III, p. 131. Ver Facundo Lafit. “‘Ved en trono la noble igualdad’. El concepto de igualdad en el discurso político rioplatense (1810-1813)”, Estudios del ISHiR, Vol. 12, Nº 32, 2022. Disponible en: https://doi.org/10.35305/eishir.v12i32.1298, acceso 20 de octubre de 2022.

14 Ver “Clasificación” y “Continuación del artículo de ciudadanía”, en: Gaceta de Buenos Aires, 14 y 28 de febrero de 1812.

15 Gaceta de Buenos Aires, 6 y 20 de marzo de 1812, pp. 141–142; 148–150.

16 No incluimos aquí a la constitución de 1819 porque en ella no hay artículos relativos a la ciudadanía. Se supone que de haberse aplicado esta constitución, las consideraciones sobre la condición de ciudadano del Reglamento provisorio de 1817 seguirían vigentes.

17 Documentos constitucionales…, Estatuto Provisorio de 1815, p. 2176–2177; Estatuto Provisional de 1816, pp. 2217–2219; Reglamento provisional de 1817, p. 2259-2262. Ver Magdalena Candioti. Una historia de la emancipación negra. Buenos Aires, Siglo XXI, 2021, pp. 169–170.

18 Documentos constitucionales…, Estatuto Provisorio de 1815, p. 2177.

19 Joaquín Escriche. Diccionario razonado de legislación y jurisprudencia. 2 tomos. Madrid, Calleja, 1847, T. I, p. 822. La primera edición es de 1837 y constituye el primer diccionario jurídico en el ámbito de habla española que recoge usos antiguos y modernos del vocabulario del derecho.

20 Joaquín Escriche. Diccionario razonado…, p. 822.

21 Estos fueros personales difieren, por ejemplo, del fuero comercial. El consulado de comercio de Buenos Aires erigido en 1794 era un tribunal de justicia donde se dirimían los pleitos entre comerciantes en razón de sus actividades específicas pero no así las causas civiles y criminales que pudieran involucrarlos. Ver Benjamín Rodríguez. “Una justicia de y para los comerciantes. El tribunal de justicia del Consulado de Buenos Aires (1794-1821)”, Revista de Historia del Derecho, N° 49, 2015. Disponible en: http://ref.scielo.org/xrky7w, acceso 20 de octubre de 2022.

22 Ver Sara Mata de López. “La guerra de independencia en Salta y las nuevas relaciones de poder”, Andes, N° 13, 2002, pp. 113–143.

23 Art. X, Capítulo 2, Sección Segunda. En: Documentos constitucionales…, p. 2320.

24 Ver Oreste Carlos Cansanello. De súbditos a ciudadanos. Ensayo sobre las libertades en los orígenes republicanos. Buenos Aires 1810-1852. Buenos Aires, Imago Mundi, 2003.

25 Sobre la Constitución de Cádiz y la supresión de los privilegios, ver Javier Fernández Sebastián. “Igualdad”, en Id. y Juan Francisco Fuentes (dirs.): Diccionario político y social del siglo XIX español. Madrid, Alianza Editorial, 2002, pp. 371–379.

26 Diario de sesiones de la H. Junta de representantes de la provincia de Buenos Aires (1822-1833). 31 tomos. Buenos Aires, Imprenta de la Independencia, 1822-1845. Sesión del 9 de octubre de 1822, T. I, p. 376.

27 Diario de sesiones…, p. 379.

28 Diario de sesiones…, p. 381. Al respecto, en 1795, la monarquía española había intentado, sin éxito, restringir el fuero eclesiástico por medio de una Real cédula que disponía que en el caso de haber cometido “delitos enormes o atroces”, sacerdotes y religiosos serían sometidos a la justicia del rey. Ver Nancy Calvo. “Cuando se trata de la civilización del clero. Principios y motivaciones del debate sobre la reforma eclesiástica porteña de 1822”, Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, Tercera Serie, N° 24, 2001, pp. 73–103, en particular p. 90.

29 Diario de sesiones…, p. 379.

30 Por decreto del gobierno provincial del 28 de febrero de 1822 se establecieron las bases para la reforma militar. La ley militar se discutió en la legislatura en los meses de mayo y junio de ese año y se sancionó en julio. El decreto en: Registro oficial de la República Argentina. Buenos Aires, La República, 1880, T. II, p. 7.

31 Diario de sesiones…, p. 381.

32 Diario de sesiones…, p. 381.

33 Ver Diario de sesiones…, sesión del 15 de octubre de 1822, p. 427.

34 Diario de sesiones…, pp. 422–423.

35 Diario de sesiones…, p. 425.

36 Diario de sesiones…, p. 424. Zavaleta en p. 427 y Paso en p. 429.

37 El Ambigú de Buenos Aires. Por una sociedad de amigos del país, N° 2, Agosto de 1822, p. 63.

38 Diario de sesiones…, p. 428.

39 Diario de sesiones…, sesión del día 29 de octubre de 1822, p. 500.

40 Diario de sesiones…, sesión del día 6 de noviembre de 1822, p. 584.

41 Diario de sesiones…, sesión del día 30 de octubre de 1822, p. 525.

42 “Desde que se anunció la reforma eclesiástica, creímos que ella debía ser bastante a cortar los abusos que se experimentaban y a quitar los inconvenientes que ofrecía el clero al establecimiento de la igualdad. […] falta que suprimido el fuero eclesiástico, los conventos y los privilegios que les afectaban, los eclesiásticos hayan entrado al goce de todos los derechos; […] falta que esos mismos regulares que han secularizado no encuentren el más mínimo obstáculo para adquirir, por cualquiera título, y para retener en propiedad”. “Reforma eclesiástica”, Teatro de la opinión, N° 13, 15 de agosto de 1823, p. 183. Ver también “Al Centinela”, Teatro de la opinión, Nº 16, 5 de septiembre de 1823, pp. 256–257.

43 “Que desde el momento que esos conventos quedaban aislados, sin generales, sin provinciales, y sin más prelados que los locales, sujetos al ordinario, desaparecía ese espíritu de cuerpo, […] de consiguiente no podía decirse, ni alegarse que las comunidades atacaban la igualdad legal.” Diario de sesiones…, sesión del 29 de octubre de 1822, p. 514. La ley sancionada el 21 de diciembre de 1822 suprimió solamente la casa de los regulares bethlemitas y las de menores del resto de las órdenes (art. 16). Otros artículos tendieron a restringir las posibilidades de subsistencia de las órdenes de regulares puesto que sus casas no podrían reunir más de 30 religiosos ni menos de 16, en cuyo caso serían suprimidas (arts. 21, 22 y 23). Registro oficial…, T. II, p. 29.

44 Ver Diario de sesiones…, sesión del 23 de junio de 1823, T. VI, pp. 89–90.

45 Ver Registro oficial…, T. II, p. 40.

46 Ver Registro oficial…, T. II, p. 41.

47 Para una revisión historiográfica de la importancia de la relación entre régimen representativo y república en Hispanoamérica, ver Hilda Sábato. Repúblicas del Nuevo Mundo. El experimento político latinoamericano del siglo XIX. Buenos Aires, Taurus, 2021.

48 El dictamen de la Sociedad de Beneficencia sobre la elección de la candidata al premio a la moral se publicó en el Argos de Buenos Aires, N° 43, 28 de mayo de 1823, p. 2. En punto 1 dice: “La virtud de una persona de la clase media de la sociedad, es más benemérita y digna de atención, siendo igual a las que ocupan el lugar más distinguido; pues no tiene la educación y aspiraciones que obran en estas últimas para que correspondan a los principios que han recibido.”

49 El Teatro de la opinión, N° 2, 30 de mayo de 1823, p. 20.

50 Ver El Teatro de la opinión, N°13, 15 de agosto de 1823, pp. 183–186.

51 Ver El Teatro de la Opinión, N°13, 15 de agosto de 1823, pp. 181–183.

52 Ver La Abeja Argentina, N° 5, 15 de agosto de 1822. La Abeja Argentina. Reproducción facsimilar en Senado de la Nación. Biblioteca de Mayo. Vol. 6. Buenos Aires, 1960, pp. 5363–5368. El subrayado es nuestro.

53 Ver La Abeja Argentina, N° 5, 15 de agosto de 1822, p. 5367.

54El Republicano, Nº 19, 10 de abril de 1824, pp. 310–312. El subrayado es nuestro.

55 Ver Magdalena Candioti. Una historia de la emancipación…, p. 70 y pp. 229–234.

56 Ver Magdalena Candioti. “Una nueva educación legal para una nueva república. Los primeros treinta años del Departamento de Jurisprudencia (1821-1853), en Noemí Goldman (comp.): Historia de la Universidad de Buenos Aires. Tomo I (1821-1881). Buenos Aires, Eudeba, 2022, pp. 95–116, particularmente p. 100.

57 Ver Pedro Somellera. Principios de derecho civil. Curso dictado en la Universidad de Buenos Aires en el año 1824. Buenos Aires, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, 1939, pp. 13–19.

58Ver Pedro Somellera. Principios de derecho civil…, p. 36.

59 Ver Marcela Ternavasio. La revolución del voto…, cap. III.

60 Ver “Cuestión del día sobre elecciones”, Argos de Buenos Aires, N° 103, 24 de diciembre de 1823, pp. 3–4.

61 Ver Sesiones del 16 y 18 de septiembre de 1826 en Emilio Ravignani. (ed.). Asambleas Constituyentes Argentinas. 6 tomos. Buenos Aires, Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad de Buenos Aires, 1937-1939, T. III, pp. 651–677.

62 El proyecto de constitución unitaria se presentó en la sesión del 1 de septiembre de 1826. Ver Emilio. Ravignani (ed.). Asambleas Constituyentes…, pp. 501 y ss. La naturalización en otro país dejó de ser causa de pérdida de la ciudadanía para pasar a ser motivo solo de suspensión.

63 Sesión del 23 de septiembre de 1826. Emilio. Ravignani (ed.). Asambleas Constituyentes…, pp. 730–731.

64 Ver sesión del 25 de septiembre de 1826. Emilio. Ravignani (ed.). Asambleas Constituyentes…, p. 756.

65 El diputado Valentín Gómez, integrante de la Comisión se pregunta “¿Por qué se excluye al jornalero, al soldado, y a todos los demás? ¿porque han cometido alguna culpa? No, Señor, sino porque no se les supone toda la independencia necesaria.” Sesión del 23 de septiembre de 1826. Emilio. Ravignani (ed.). Asambleas Constituyentes…, p. 732.

66 Sesión del 23 de septiembre de 1826. Emilio. Ravignani (ed.). Asambleas Constituyentes…, p. 734.

67 La dimensión económica de la cuestión de la igualdad ante la ley podría estar relacionada con la estancia de Manuel Dorrego en los Estados Unidos a fines de la década del diez y el posible impacto del modelo republicano jeffersoniano. Sobre las actuaciones de Manuel Dorrego y Pedro Cavia en el Congreso constituyente de 1824-1827, ver Gabriel Di Meglio, Manuel Dorrego. Vida y muerte de un líder popular. Buenos Aires, Edhasa, 2014; y “Los cuatro tribunos. Ideas y proyectos políticos de los dirigentes federales de Buenos Aires durante el Congreso constituyente rioplatense: 1824-1827”, Economía y política, Vol. 2, Nº 1, 2015, pp. 75–107.

68 Ver Emilio. Ravignani (ed.). Asambleas Constituyentes…, p. 733.

69 Ver Emilio. Ravignani (ed.). Asambleas Constituyentes…, pp. 753–754.

70 Emilio. Ravignani (ed.). Asambleas Constituyentes…, p. 735 y 737.

71 Emilio. Ravignani (ed.). Asambleas Constituyentes…, pp. 738–739.

72 Emilio. Ravignani (ed.). Asambleas Constituyentes…, pp. 742–743. El subrayado es nuestro.

73 Ver Emilio. Ravignani (ed.). Asambleas Constituyentes…, p. 746. Cabe aclarar que a partir de 1820, luego de la disolución del poder central, cada provincia estableció sus propias normas electorales.

74 Gómez decía que un artesano aunque ganara un sueldo diario no era un jornalero puesto que éste es “aquel hombre que no tiene ciencia, que no trabaja por sí precisamente, es decir, que la obra en que concurre no es propia sino que asiste a ella en una clase de servidumbre. Pero por huir de todo lo que sea cuestión y abreviar y consultar la claridad, no tendré inconveniente en que se ponga peón jornalero en lugar de jornalero.” Asimismo admitía “Esta palabra doméstico se ha equivocado: en un sentir es la de criado; he oído hacer algunas observaciones sobre este particular; y me parece que será mejor se diga criado a sueldo en lugar de doméstico a sueldo.”. Emilio. Ravignani (ed.). Asambleas Constituyentes…, p. 750.

75 Ver Marcela Ternavasio. “Las reformas rivadavianas …”.

76 Ver Gabriel Di Meglio, “República”, en Noemí Goldman (ed.): Lenguaje y revolución…, pp. 145–158.

77 Ver Elías Palti. “Democracia” en Noemí Goldman (ed.): Lenguaje y política…, pp. 29–42.