Tras la línea mortal. La era de lo total1

Reinhart Koselleck

En 1898, tras haber cerrado la frontera abierta en el Oeste, los Estados Unidos ingresan en la política mundial. En guerra marítima contra la España católica, conquistan las Filipinas en el Pacífico y Cuba en el Caribe, donde instalan bases, y, en 1901, comienzan a construir el Canal de Panamá. Un año después, surge una disputa por el prestigio entre Alemania y Theodore Roosevelt, quien blandió su “gran garrote”2 especialmente contra el káiser para impedir una intervención europea en Sudamérica, mientras buques artilleros forzaban a Venezuela a saldar sus deudas pendientes. Invocando la doctrina Monroe, los Estados Unidos reclamaron entonces el monopolio del control o la intervención. Y pronto sucedió que no solo Gran Bretaña, sino también los Estados Unidos, precisamente, empezaron a percibir a la flota alemana como un factor molesto e intruso.

En 1898, las dos potencias imperialistas y colonialistas, Inglaterra y Francia, entablaron un enfrentamiento crítico en Fachoda, África,3 que se zanjó con un tratado de partición territorial del África: a la larga, dicho tratado resultaría la condición previa de la denominada Entente Cordiale,4 que se orientaría implícitamente contra el Imperio Alemán. De momento, Gran Bretaña quedó con las manos libres para una de las más sangrientas guerras coloniales de la historia, la primera guerra total de nuestro siglo: la de los bóeres.5 Para someter a 80.000 bóeres, los británicos movilizaron 450.000 hombres, pero sus triunfos bañados en sangre obligaron a los bóeres a plantear una guerrilla clandestina, lo que hizo que los británicos reaccionaran con la táctica de la tierra arrasada: se destruyeron alrededor de 30.000 granjas con sus respectivas cosechas y se condujo a la población civil a los llamados “campos de concentración”. Allí murieron unos 28.000 mujeres y niños blancos, así como alrededor de 14.000 súbditos negros de los bóeres, alojados en campos aparte. Fue la primera guerra moderna que se libró no solo por la tierra (se luchaba por yacimientos de oro y diamante), sino además contra un pueblo entero. Se consideró responsables de la guerra a los bóeres en su conjunto, en la medida en que se trató de una guerra entre pueblos, una guerra democrática que dio la espalda a los principios liberales de protección de los individuos y sus bienes.

Sin embargo, no pasó mucho hasta que británicos y bóeres se unieron para llevar la carga del hombre blanco6 contra la población mayoritaria de negros, mestizos e indígenas. Las interpretaciones racistas irrumpieron, aunque recién décadas después se prohibieron las relaciones sexuales extraconyugales entre blancos y no blancos (1927) y, finalmente, los matrimonios mixtos (1950). En la vecina colonia alemana, se implementó una similar guerra de erradicación de los rebeldes herero (1904), de los que el ochenta por ciento —unos 80.000— murieron, fueron asesinados, o fueron desplazados al desierto para morir de sed.7

En Asia también surgieron determinaciones racistas del enemigo, cuando los “Puños de la Justicia y la Armonía” de la China, los denominados boxers, se alzaron en una encarnizada rebelión contra la expansión de las potencias coloniales y provocaron la invasión militar del país (1900).8 Mientras el káiser les exigía a sus tropas que se comportaran ante el “peligro amarillo” como lo hacían los hunos, es decir, sin tomar prisioneros, la derrotada China hubo de afrontar degradantes reparaciones morales y financieras. Los Estados Unidos, además, solicitaron la famosa “puerta abierta” para abrir totalmente el mercado chino, en desmedro de particiones según las esferas de interés colonial.9 Así, signos sangrientos y amenazantes se inscribieron en un libro de historia que aún hoy contiene muchas páginas vacías, no escritas, y que en el próximo siglo habrá que seguir llenando. El primer suplemento a la guerra de los boxers corrió por cuenta de los japoneses en 1904-1905, cuando vencieron a una potencia mundial blanca: los rusos. Y el “peligro amarillo”, ahora japonés, volvió a ser invocado tras el ataque nipón a Pearl Harbor, con el fin de expropiar y recluir en campos hasta el fin de la guerra a todos los japoneses de ambos sexos, incluyendo aquellos con ciudadanía norteamericana.

Basta con estos datos de comienzos de siglo, cuya fuerza simbólica se extiende hasta bien entrada nuestra época. No es que estemos forzados a forjar cadenas causales a partir de la guerra total de los británicos, las pretensiones universales de los norteamericanos, la discriminación racial de los no blancos, la campaña genocida de los alemanes, la sublevación de los chinos y el raudo ascenso de los japoneses, todos hechos acaecidos hacia 1900 y que habrían determinado el período siguiente. Pero se esclarecerían bruscamente ciertos problemas cuya solución se busca en todos los continentes aún hoy en día. Una fecha en sí es algo ciego, carente de sentido analítico, si no se lo pondera en vista de lo que sucedió antes, después, o al mismo tiempo. Por otro lado, sumar cien años para dar con el concepto de siglo —algo que en alemán se hizo expresable y por ende pensable recién desde el siglo XVII— solo nos proporciona una unidad de cálculo formal y cuestionable. Inventado para poner en paralelo materiales diversos, al modo de un manual, el siglo adquirió peso simbólico apenas cuando los contemporáneos se valieron del concepto. Así es cómo el siglo XVIII se convirtió en el de la Ilustración, y el siglo posterior, el del progreso. Nuestro siglo se resiste a tales simplificaciones, sin embargo. ¿Es el siglo del fracaso de Alemania y Japón, en la primera mitad, y del fracaso de Rusia, en la segunda? ¿Es por lo tanto el siglo de Norteamérica? ¿O es el siglo de las catástrofes, y a la inversa, de la expansión tecno-industrial? ¿El de asesinatos en masa y exilios multiplicados por millones? ¿O el de la exploración del espacio exterior y la genética? En sentido puramente político, nuestro siglo se ha vuelto cual un acordeón: al XIX se lo llama el “largo siglo” (de 1789 a 1914), y al siguiente, el “corto” (hasta 1989).10 Esto revela que el lapso de cien años es arbitrario, discrecional, y dicho en forma analítica, puramente casual. Las fechas puntuales bien pueden ser simbólicas, pero no los períodos de cien años, que además se pueden reensamblar año por año. Por eso preferimos quedarnos con Kant, quien exigía que la cronología se rija por la historia y no que, por el contrario, la historia se rija por la cronología.11 De modo que ante todo tenemos que indagar los factores y contextos históricos que perduran más que nuestro siglo casual, que lo preceden y que apuntan más allá de él. Desde esta perspectiva más amplia resulta evidente que lo que precisamente parece mantenerse igual y repetirse siempre ha suscitado, con todo, cambios con graves consecuencias.

Primero mencionemos el comportamiento generativo. Justamente donde —y porque— las cosas siguen igual se da una explosión demográfica. En el África subsahariana, la población se ha triplicado —y por momentos cuadruplicado— en los últimos cuarenta años. La asimetría entre los países industrializados, con tasas de reproducción relativamente estables, y los países en vías de desarrollo (que más o menos contienen el ochenta por ciento de la población mundial), se vuelve más y más distorsiva. Los chinos tratan en vano de implementar la familia de un niño, con el fin de demorar que el país desborde el límite de los mil millones de personas.12 La curva exponencial de duplicación en períodos cada vez más cortos (en 1800 había mil millones de personas en nuestro planeta, en 1930 había dos mil millones, y hoy ya hay seis mil millones) puede achatarse, ya sea por planificación familiar, por epidemias o por hambrunas. Pero el dilema que supo advertir Malthus, el hecho de que la población se duplica en proporción geométrica en tanto los recursos alimenticios se duplican en proporción aritmética (en el mejor de los casos), sigue siendo un peligro concreto, aun si la técnica genética puede —o podría— aportar respaldo o siquiera alivio nutricional. La predicción de Hobbes de que la súper población y la creciente escasez de alimentos de nuevo habrá de reanimar la naturaleza humana, por lo que cada uno será un lobo para el otro, constituye una amenaza innegable, una amenaza que atraviesa nuestros cien años y que determinará el futuro más aún de lo que hace en la actualidad, cuando a menudo despuntan los ubicuos efectos de la alternativa entre inanición o migración. La proliferación de megalópolis que exceden los dos dígitos de habitantes induce al llamado en pro de la calidad de vida precisamente porque se está perdiendo. Mientras que hasta ahora la industrialización provocó y a la vez amortiguó los cambios en las relaciones entre campo y ciudad (en los países industrializados el sector agrario se redujo a un cinco por ciento de la población), pero esta salida está obturada en las últimas décadas, conforme crece la sociedad de la información. En este caso también suben las curvas exponenciales.

Se pueden almacenar y transmitir más y más informaciones a intervalos cada vez más cortos. Los orígenes mecánicos, como el contador escalonado de Leibniz, ya son historia antigua: desde mediados de nuestro siglo las computadoras electrónicas —cada vez más pequeñas y eficaces— han comenzado a transformar nuestras vidas. La curva de aceleración está cabalmente abierta, y a juzgar por las experiencias previas de superación, no se puede pensar en una saturación. Este tipo de experiencia, no obstante, nos obliga a reajustar nuestra planificación tradicional. Con la masa de datos almacenados y accesibles crece nuestra participación en un futuro potencial, que pauta nuestros actos sin importar opinión alguna. Y esto vale para la economía, la política, y para lo militar en cualquier ocasión. Cuantos más datos predeterminados pueden combinarse y extrapolarse, mayor la compulsión a planificar para siquiera poder actuar. Esta transformación, que revierte y vuelve a entrelazar las dimensiones del pasado y el futuro, ya no remite al deseo o la obsesión de planificar que se extendió desde la temprana Modernidad: es una transformación que ha echado a andar las condiciones recurrentes de nuestra existencia social misma. Lo que se sustrae a la experiencia inmediata aparece como realidad imaginaria en la pantalla. La frontera entre el mundo fáctico de lo cognoscible y el mundo ficticio de lo posible se hace borrosa. Tras la pantalla ambas dimensiones convergen y producen lo que casi podríamos llamar un mundo irreal, que sin embargo es bien concreto y real. Lo imaginable es real cuando lo captura la computadora. El teléfono rojo, instalado desde la crisis de Cuba entre Washington y Moscú,13 está en la mesa no solo de forma simbólica: representa la transformación estructural, y ha de ayudar a evitar las catástrofes ya almacenadas. A mediados de los años setenta, los misiles nucleares preprogramados en computadora y guiados electrónicamente hacían posible aniquilar en treinta minutos todos los recursos armamentísticos e industriales de la Unión Soviética junto con su íntegra población, desatando consecuencias que por supuesto ya no eran calculables.

La imbricación del poder de exterminio nuclear y los datos de planificación almacenados electrónicamente nos conducen a sus presupuestos: son las condiciones de la investigación, recurrentes pese a cualquier alteración, y sin las cuales el progreso tecno-industrial no sería posible. Desde hace siglos, toda hipótesis, todo experimento busca solucionar problemas insolubles hasta ahora, cuya solución genera nuevos problemas; mas no en forma discrecional, sino en sucesión lineal e irreversible (lo que no excluye que se retomen alternativas anteriores).

A comienzos de nuestro siglo, en una cronología casual, la física cuántica y la teoría de la relatividad abrieron nuevos cuestionamientos, con consecuencias insospechadas, algo que se dio en forma simultánea con el desarrollo de la música dodecafónica y el arte abstracto, con consecuencias asimismo imprevisibles en la estética. Los modernismos que se superan unos a otros marcan una aceleración intencionalmente subjetiva de los movimientos artísticos. La invención del concepto lingüísticamente absurdo de la “posmodernidad” es como mucho un índice de que la velocidad a la que las modas intelectuales y artísticas se superan entre sí se ha desacelerado. Esto también cabe al deporte, cuyos récords ahora se miden en milésimas de segundos: en ello consiste el auténtico incremento de logros, mientras que las velocidades o los alcances de los deportes individuales rayan con sus límites máximos, que por naturaleza ya no se pueden superar. Solo los juegos que siguen sorprendiendo en su repetitividad conservan un atractivo perdurable. Es dudoso que podamos esperar semejantes desaceleraciones en el ámbito de la investigación pura, pero en el ámbito de las comunicaciones y el transporte se percibe un claro achatamiento de la curva exponencial, en cambio. El siglo XIX acarreó la transición de carros de tracción a sangre y barcos a vela a los barcos a vapor y los trenes, que en términos técnicos los superaron lentamente hasta al cabo desplazarlos. La concentración y la aceleración del transporte derivó, entre tanto también por obra del automóvil, en una contracción del espacio.

Sin embargo, apenas en nuestros cien años se vislumbra un salto cualitativo: el transporte y las comunicaciones conquistan la tercera dimensión. Así es cómo nuestro globo terráqueo se ha convertido en una nave espacial, tal como hoy lo sentimos. Ya antes de la Revolución francesa se podía volar por el aire, gracias a Montgolfier, pero fue recién en 1900 que Zeppelin logró pilotar una aeronave rígida, con motor y timón. En 1904 despegó el primer avión motorizado, en 1909 se sobrevoló por primera vez el Canal de la Mancha, en 1919 se atravesó por primera vez el Océano Atlántico, y en 1969, o sea en el lapso de una vida humana, los primeros hombres pisaron la luna. Desde entonces, la exploración del espacio exterior y del universo avanza.

Sin la competencia militar y sin los desafíos de las dos grandes guerras y la Guerra Fría, estos impulsos aceleracionales difícilmente se habrían dado con tal presteza. Con todo, el progreso técnico también engendra sus propios desarrollos. El transporte marítimo de personas se ha desplazado al aire. Cruzar el Atlántico ya no es cosa de meses, como en tiempos de la navegación a vela, o de semanas, como con los navíos a vapor, sino de horas. Esto implica un punto máximo, aunque a veces su eficiencia se ve entorpecida por las congestiones de tránsito aéreo y terrestre. En la curva de aceleración de las comunicaciones se ha alcanzado un tope análogo. Si bien en el siglo XIX la red de comunicaciones por cable ya atravesaba el orbe, en 1899 tuvo lugar la primera transmisión inalámbrica, entre Inglaterra y Francia, y dos años más tarde, a través del Atlántico. Desde entonces, la diferencia temporal entre los hechos y las noticias no deja de reducirse hasta ser igual a cero. Antes, las noticias y las imágenes llegaban meses, semanas o días después de los sucesos; hoy cada vez convergen más.

El asesinato de Kennedy sucede en simultáneo a la conocida filmación del mismo hecha por un aficionado.14 Más aún: en 1960 apuñalan en Tokio al líder del Partido Socialista durante un discurso frente a las cámaras de televisión transmitiendo en vivo.15 El asesinato político coincide con su transmisión para el público televisivo. Y eso hubo de repetirse en 1963 con Qasim, en Irak,16 en 1981 con Sadat, en Egipto,17 y con la ejecución de Ceaușescu en Rumania, en 1989.18 En todos esos casos también se cruzó un umbral visible hacia la era de la información. Incluso los misiles informan sus trayectorias controladas por radar a pantallas de computadoras hasta que han identificado su objetivo y lo impactan. Las guerras también se planifican y dirigen según el sentido estético de la transmisión y la recepción para los ciudadanos que las observan en la pantalla. La verdadera miseria queda oculta.

Nuestras curvas de aceleración también se dejan ver en muchos otros sectores. Baste aquí con señalar que bajo condiciones que se mantuvieron idénticas, se dieron enormes transformaciones, las que impactaron en todas las sociedades del planeta. Pese a que hay curvas exponenciales que se achatan por aquí y por allá, sigue perdurando una línea final absolutamente mortal. Pues también el potencial de exterminio ha escalado en forma exponencial. Al mismo tiempo, se trata de una fuerza motriz, como el reverso del progreso tecno-industrial. Puesto que, ante todo, hay que referirse a la concentración de los proyectiles explosivos que aniquilan los cuerpos. En tres días de la batalla de Flandes, los británicos utilizaron municiones por un valor de libras esterlinas equivalente a lo que gastaron luego del conflicto bélico para los cementerios de guerra (para 1.200.000 de caídos). Por si fuera poco, hay que mencionar la invención del gas mortal en la Primera Guerra Mundial, utilizado por los alemanes en la Segunda para liquidar —a través de sus acciones criminales— entre cinco y seis millones de judíos, “gitanos” y prisioneros eslavos. Para las batallas, fueron decisivas las tradicionales tropas de campo junto con los veloces tanques, pero de vital importancia para la guerra fue el desarrollo de la tercera dimensión. En dos oportunidades fracasaron los alemanes con la guerra submarina, los angloamericanos ganaron la guerra aérea y así, con dos bombas atómicas en reducidos intervalos de tiempo, forzaron la capitulación.

Un potencial destructivo se desarrolló de modo tal que por primera vez la humanidad entera y todos los seres humanos en particular ingresaron en una amenaza digna de considerarse apocalíptica. Ya no se trata más del Juicio Final esperado por los creyentes, que se aplazaba de profecía en profecía. Más bien hay que decir que desde el final de la Segunda Guerra Mundial nos enfrentamos a la posibilidad diaria y cotidiana de la aniquilación de la completa humanidad a través de la radiación atómica. Dicho abstractamente, se trataría de la autoaniquilación de la humanidad. Con todo, para ser más concretos, nos referimos a la decisión de unos pocos que, en tanto hombres de Estado o terroristas, pueden desatar reacciones en cadena. Es así como este logro único y novedoso de nuestro siglo científico-tecno-industrial nos conduce al campo abierto de la política. Nuestra interpretación del progreso técnico se halla bajo el siguiente interrogante: ¿qué cambia cuando precisamente las condiciones siguen siendo las mismas? De este modo, la historia política se sitúa bajo la presunción de que muchas cosas habrían cambiado, ya que —como hemos visto— también los presupuestos de la política lo habrían hecho. Sin embargo, el alcance de esto es limitado.

Hay dos grandes tendencias que impactan desde el siglo XIX europeo en nuestro siglo, y que, al mismo tiempo, se han apoderado de todo el mundo: en primer lugar, la configuración geopolíticamente homogénea de los Estados nacionales; en segundo lugar, el creciente vaciamiento de estos mismos Estados. Esto se produce desde arriba y desde adentro, a través de acumulaciones de poder político y económico supra e internacionales, que intervienen en los Estados, así como a través de movimientos insurreccionales y separatistas, que desestabilizan desde abajo o desde afuera el monopolio estatal de la fuerza. Estado y soberanía divergen cada vez más, no pueden unificarse, como se intentó hacer desde los Estados monárquicos. El estallido constante de guerras civiles genera una y otra vez conflictos insolubles. La única excepción exitosa hasta ahora parece ser la Unión Europea, una unión de antiguos Estados. La conformación del joven Estado-nación se concretiza en tres momentos, siguiendo las mismas reglas. Siempre tuvieron lugar luego del colapso de imperios supranacionales. Las configuraciones estatales rivales en la Guerra de los Balcanes procedieron a expensas del Imperio Otomano. Con el colapso de Rusia en 1917 y del Imperio Austrohúngaro, así como Alemania en 1918, surgió una multitud de Estados nacionales de diferente duración, desde Finlandia y Yugoslavia hasta el Cáucaso.

La segunda ola prosiguió luego del fin de la Segunda Guerra Mundial. Abarcó el mundo islámico en su totalidad, desde Marruecos hasta Indonesia, pasando por los territorios bajo su mando en el Cercano Oriente; de igual modo, los dominios del sudeste asiático y las semicolonias, desde la India hasta Vietnam. Luego, con el sucesivo final de los imperios coloniales europeos, surgió allí un nuevo mundo de Estados: el primero y el último fue la República Sudafricana, que se emancipó dos veces, primero de la comunidad británica, y luego de la dominación exclusiva de los blancos.

La última ola apareció con la implosión de la Unión Soviética, de cuyo legado surgieron alrededor de veinte nuevas repúblicas —en su mayoría islámicas— entre China, Rusia y Oriente. En términos puramente numéricos, el creciente maremoto de Estados nacionales —que ahora se está desvaneciendo— se refleja en las cifras de los miembros de la Sociedad de las Naciones, que comenzó con veintiséis Estados victoriosos, pero ya contaba con sesenta hacia 1935. Las Naciones Unidas fueron fundadas por cincuenta Estados signatarios y ya cuentan con 188 miembros. Desde entonces, bajo el derecho internacional el globo terráqueo ha sido parcelado en Estados nacionales. Este proceso, que ahora ciertamente se perfila como secular, comenzó respectivamente como una liberación revolucionaria, pensada y originada en su mayoría pacíficamente, la que, sin embargo, terminó en casi todas partes en un torrente de sangre y miseria. Porque el título de legitimación de todo Estado nacional se basaba en la homogeneidad. La unidad postulada del pueblo o de la nación creó resistencias de tipos característicos: religiosas, lingüísticas, económicas, históricas, étnicas, o de otra naturaleza. Estas resistencias pudieron proceder de zonas fronterizas, de modo que la expansión preventiva parecía estar prevista, o fueron extraídas de los mismos nuevos Estados. Allí se desplegó una escala de medidas de homogeneización que podían ir desde el sometimiento, la incorporación o la purificación —pasando por el reasentamiento o el exilio—, hasta la aniquilación de la minoría, una vez que esta fuera definida como tal. El sello en común era el sello de la guerra civil, ya fuera liberal-democrático o radical-democrático, popular-democrático o como definiera Mussolini su Estado fascista, democrazia totalitaria. El adversario político no era reconocido como enemigo, sino que era proscripto.

La clasificación según criterios nacionales promueve esto. Los vencedores de 1918 dividieron a los alsacianos en cuatro grupos: completamente francés, tres cuartos de francés, semi-francés, y el resto, igual al imperio alemán, fue expulsado. Así pudo ocurrir que Harry Bresslau, medievalista de Estrasburgo, fuera perseguido en el puente de Kehl sobre el Rin, con dos valijas en las manos, mientras que a su yerno, Albert Schweitzer, luego de cuatro años de permanencia como alemán, ahora se le permitiera quedarse en Alsacia como pleno francés, junto con su esposa “semi-francesa”.19 Un sucesor de Bresslau se basó en su crítica a las fuentes intervenidas para presentar su conocida investigación: se trata de Marc Bloch, fusilado por los alemanes en la Segunda Guerra Mundial como oficial de la Resistencia; desde entonces la Universidad de Estrasburgo lleva su nombre.20 Esta es una de las historias que solo superficialmente son decisivas a nivel nacional. Ante todo, muestran que los alemanes nada habían aprendido de su derrota de 1918. Por el contrario, en 1939 volvieron a imponer una tabla de cuatro categorías, a fin de forzar una zona homogénea de asentamiento en la Polonia conquistada, a través de la germanización o el desplazamiento. Y fueron más allá: avanzaron hacia la aniquilación de la élite polaca, y más aún, de todos los judíos de todas las edades y ambos sexos que pudieran alcanzar, millones de civiles inocentes.

La escala que va de la expulsión hasta la aniquilación ha de convertirse en el parámetro dinámico de numerosas acciones de homogenización en el marco de la formación del Estado nacional. Basta con recordar el desplazamiento de la población greco-turca de 1923, aprobado por las potencias victoriosas; al intercambio de población de doce millones de desplazados entre India y Pakistán; a la expulsión por Israel de más de un millón de palestinos; al desplazamiento forzoso de muchos de millones de negros en Sudáfrica; a la guerra civil entre pueblos en Nigeria, de las cual solo los ibos han tenido que lamentar un millón de asesinados; las campañas de mutuo exterminio de los hutu y de los tutsi en Ruanda y Burundi, el exterminio de los chinos en Java; a los pueblos redefinidos como enemigos de clase, que Stalin mató de hambre o desplazó, y condujo a la muerte a través del trabajo, por no hablar de los millones de enemigos de la Unión Soviética que fueron ejecutados. En el imperio de Mao se estima que el número de víctimas en la guerra civil alcanza los sesenta millones. Es suficiente con estas observaciones seleccionadas casi al azar.

Ahora bien, el reguero de sangre ha sido causado en el proceso de la uniformización de los Estados nacionales, en cada uno de los respectivos países. Sin embargo, esto nos remite a las constelaciones internacionales de poder que han cambiado profundamente a lo largo de estos cien años. Cada guerra civil nacional depende en parte causalmente y en parte funcionalmente de la política internacional. Así se disputó la Guerra Civil española, como una contienda entre los Estados fascistas y la Unión Soviética, con una abstención no entusiasta de las grandes potencias democrático-liberales. El colapso del concierto europeo21 en la Primera Guerra Mundial de ninguna manera ha sido captado por el orden de Versalles o por la Liga de las Naciones. No solo los vencidos, también los vencedores buscaron retocar la paz año tras año. Solo cabe mencionar a los cuerpos paramilitares polacos, que invadieron Alta Silesia en 1921, con el fin de corregir por la fuerza el resultado del plebiscito favorable a Alemania.22 La prometida protección de las minorías fracasó. Ninguno de los Estados sucesores al Imperio Austrohúngaro ha podido absorber federalmente el problema heredado de las diferentes nacionalidades. Toda federación presupone la igualdad de los desiguales, lo cual exige tolerancia y ocasiona gastos. Ni Checoslovaquia ni Yugoslavia han tenido éxito en reconocer a sus propios pueblos con los mismos derechos o como autónomos. Ambos Estados se han derrumbado y han sucumbido a causa de los mismos problemas, en aras de cuya solución había sido aplastada la doble monarquía. Los disparos de Sarajevo solo alcanzaron a un archiduque y a su esposa, mientras que los disparos de Sarajevo de 1994 se dirigieron a un pueblo completo: los bosnios musulmanes.

La Segunda Guerra Mundial todavía se inscribía en el signo de la formación de grandes espacios hegemónicos: “Gran Alemania” en Europa y “Gran Asia para los asiáticos” (Mitsuru Toyama)23 para los japoneses. Las razones para su fracaso son múltiples, pero alcanza con mencionar solo una. Ambos imperios no solo han desconsiderado las realidades nacionales y las potencias a través de sus ideologías raciales, sino que las sometieron con un terror desaforado y con ello perdieron toda legitimación supranacional. Con todo, lo que parecía en un principio satisfacer las expectativas en las Naciones Unidas inmediatamente creó una tensión polar entre ambas potencias mundiales luego del fin de la Guerra. Ambas eran legítimas herederas de la Ilustración europea, ambas defendieron ideologías universalistas, y por lo tanto, mutuamente excluyentes: los Estados Unidos, como precursor del modelo de Estado democrático-liberal, con división de poderes para la protección de los derechos humanos (postulado programáticamente por Wilson en 1917); y la Unión Soviética como vanguardia de la revolución mundial, que realizaría la justicia social con la eliminación de todas las clases, formulada dogmáticamente por Lenin en 1919 en la III Internacional. Como resultado, el mundo se dividió en dos nuevos grandes espacios, según el principio confesional moderno: cuius regio, eius oeconomia.24 Discriminándose mutuamente como malvados por antonomasia, los bloques militares fuertemente armados no se movilizaron a la guerra porque el miedo a la muerte atómica los forzó a un mínimo de racionalidad política.

No obstante, el conflicto Este-Oeste impregnó el mundo entero, ya que todas las nuevas formaciones de naciones y muchas de las historias nacionales, sacudidas por el derrocamiento de monarcas, golpes de coroneles, cambios constitucionales y asesinatos de presidentes —una y otra vez escalando hasta el genocidio— se vieron envueltos en el remolino de los dos imperios mundiales. Surgieron numerosas (y también genuinas) guerras civiles, que mutaron en guerras de sustitutos de las superpotencias, desde Corea hasta Vietnam, pasando por Palestina, Afganistán, Argelia y Cuba, por solo mencionar países del hemisferio norte. Porque todas las facciones de la guerra civil seguían dependiendo de la ayuda o protección de las potencias mundiales si querían poner fin a sus revoluciones nacionales.

Cuantos más pueblos quedaron envueltos en la vorágine de la así llamada “guerra civil mundial”, más rápidamente se desplazaron los frentes de combate, los cuales, por ello, podían cambiar con mayor frecuencia. La traición mantuvo su oportunidad de seguir siendo virtud. En lugar de establecer la paz, los Estados mismos se convirtieron en instrumentos del terror. En tanto los afectados pudieran explotar los polos opuestos, se abrieron las compuertas para una gran cantidad de nuevas alternativas. Movimientos neutralistas del tercer mundo, pan-movimientos de motivación étnica o religiosa, pero por sobre todo las organizaciones transcontinentales como la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) cooperaron mutuamente por medio de intereses económicos y atenuaron la oposición bipolar. Desde que China rompió con el bloque soviético y prosiguió su propia política hegemónica, se originó un pluralismo con nuevos riesgos. Con la implosión del imperio soviético se enfatizó esta tendencia, ya que muchas nuevas unidades políticas entraron en acción. Quedó claro que todos los Estados nacionales no solo heredan el legado del siglo XIX, sino que siguen dependiendo de la protección y de la ayuda, sea mutuamente, sea por medio del agregado de unidades de acción superiores, sea a través de las organizaciones globalmente legitimadas de las Naciones Unidas.

De esta manera, se perfilan tres campos problemáticos estructurales, dentro de y entre los cuales estallarán los futuros conflictos. En primer lugar, universalmente se da la competencia entre la economía global de mercado y los postulados políticos de los derechos humanos sociales o individuales. En segundo lugar, limitado espacialmente, existe la necesidad de asociaciones supranacionales, que han de ser indispensables para la supervivencia, a fin de protegerse mutua y recíprocamente. En tercer lugar, los Estados nacionales han de continuar creando sus propios conflictos, que repercutirán en otras áreas problemáticas.


1 “Hinter der tödlichen Linie. Das Zeitalter des Totalen ”, en Reinhart Koselleck: Vom Sinn und Unsinn der Geschichte. Aufsätze und Vorträge aus vier Jahrzehnten. Edición y epílogo de Carsten Dutt. Berlín, Suhrkamp, 2014, pp. 228–240. Originalmente aparecido en Michael Jeismann (Ed): Das 20. Jahrhundert. Welt der Extreme. München, C. H. Beck, 2000, pp. 9–27. Traducción y notas: Marcelo G. Burello y Damián J. Rosanovich. Agradecemos a la editorial Suhrkamp por los derechos para la presente publicación.

2 El autor dice big stick, en inglés, aludiendo a la premisa de la política exterior del presidente Theodore (“Teddy”) Roosevelt (quien la había tomado de un proverbio africano): “Habla suavemente y lleva un gran garrote [big stick]; así llegarás lejos”.

3 Situada a orillas del Nilo, en el actual Sudán del Sur, la ciudad de Fachoda fue testigo en 1898 de un conflicto político franco-británico, cuando expediciones de ambos países se cruzaron casualmente en su intento de trazar rutas comerciales a lo largo y a lo ancho del Continente Negro.

4 La Entente Cordiale (en francés, “entendimiento cordial”) fue el tratado de no agresión y regulación colonial suscripto por Francia y Gran Bretaña en 1904, y que sería la base de la Triple Entente durante la Primera Guerra Mundial.

5 En 1880-1881 y 1899-1902, el Imperio Británico atacó a los colonos sudafricanos de ascendencia holandesa conocidos como “bóeres” (del neerlandés “boer”, campesino o granjero), que habían fundado dos repúblicas independientes: Transvaal y Orange.

6 Con la “carga del hombre blanco” el autor alude al famoso poema homónimo de Rudyard Kipling, The White Man’s Burden (1899), donde el autor indobritánico instaba a los Estados Unidos a conquistar y colonizar las Filipinas en nombre del progreso humano.

7 En la actual Namibia, entre 1904 y 1907, los herero y los nama fueron prácticamente exterminados por el Imperio Alemán, que quería conservar intacta su colonia, el “África del Sudoeste Alemana” (1884-1919).

8 La rebelión de los boxers (1899-1901) fue promovida originalmente por la sociedad secreta china de los “Puños de la Justicia y la Armonía” (entre otros muchos nombres), cuyo lema era “¡muerte a los extranjeros!”.

9 En 1899, Estados Unidos presentó ante las potencias europeas una petición de mantener una “política de puerta abierta” en China, para evitar la partición de ese inmenso territorio.

10 El autor alude a la nomenclatura de Fernand Braudel, que denominó al siglo XVI el “largo siglo” (1450-1640), y luego popularizada por los historiadores Ilya Ehrenburg y Eric Hobsbawm.

11 Ver: Immanuel Kant. Anthropologie in pragmatischer Hinsicht. Königsberg, Nicolovius, 1798, parte I, libro 1, § 39, apéndice.

12 Al momento de redactarse este artículo (año 2000), la población de la China ya superaba oficialmente los 1.200 millones.

13 La “crisis de los misiles” de Cuba se dio en octubre de 1962, y fue una de las escaladas más intensas de la Guerra Fría.

14 El presidente de los Estados Unidos John F. Kennedy fue mortalmente herido por disparos mientras recorría Dallas, Texas, en noviembre de 1963.

15 Inejiro Anasauma, presidente del Partido Socialista del Japón, fue apuñalado por un estudiante ultranacionalista durante un debate televisivo, en octubre de 1960.

16 El primer ministro iraquí, Abdul Karim Qasim, fue ejecutado en Bagdad, en 1963, por las fuerzas de un golpe de Estado.

17 El presidente de Egipto, Muhammed Anwar-al-Sadat, fue asesinado en El Cairo por una facción de militares rebeldes, en 1981.

18 Nicolae Ceaușescu, líder de la república Socialista de Rumania por más de dos décadas, fue condenado y fusilado por un tribunal militar de su propio país.

19 Harry Bresslau (1848-1926) fue historiador y diplomático. Entre numerosas obras, publicó el Handbuch der Urkundenlehre für Deutschland und Italien (1889). El polifacético artista y pensador Albert Schweitzer (1875-1965) se casó en 1912 con su hija Helene.

20 El historiador judeo-francés Marc Bloch fue fusilado por la Gestapo en junio de 1944.

21 En sentido estricto, se refiere aquí a la conocida “pentarquía”, o equilibrio de poder europeo resultante del Congreso de Viena de 1815, compuesto por Austria, Prusia, Rusia y Reino Unido, al que luego se sumaría Francia.

22 El plebiscito —que debía decidir sobre la frontera alemana en la Alta Silesia— estaba prescripto por el Tratado de Versalles y tuvo lugar el 20 de marzo de 1921. A los levantamientos pro-polacos de 1919 y 1920 le siguió uno posterior al referéndum (de resultado adverso para Polonia), hacia mayo de 1921.

23 Toyama Mitsuru (1855-1944) fue un pensador japonés, fundador de la sociedad secreta panasiatista Genyōsha.

24 “La economía del reino será la del rey”. El autor parafrasea la sentencia cuius regio, eius religio (“la religión del reino será la del rey”), aplicada desde el siglo XVI en diversos territorios europeos a raíz de la Reforma Protestante y los conflictos derivados de ella.