La preocupación memorial de Koselleck

Lucila Svampa

lucilasvampa@gmail.com

Instituto de Investigaciones Gino Germani - Universidad de Buenos Aires
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina
Alexander von Humboldt Stiftung, Alemania

Reseña de Reinhart Koselleck. Modernidad, culto a la muerte y memoria nacional. Madrid, Centro de estudios políticos y constitucionales, 2020, 155 pp.



La nueva edición de Modernidad, culto a la muerte y memoria nacional aparece nueve años después de la velozmente agotada primera, de 2011. Además de tener la ventaja de contar con una revisión en la traducción, se agrega una espléndida nueva introducción de Faustino Oncina Coves. El texto, que goza de una gran erudición—como es costumbre para el catedrático valenciano—no solo recoge problemas en torno a la relación de Koselleck con el giro icónico, sino que además se sumerge un tema nuevo, a saber, la tardía participación de Koselleck en el Historikerstreit (debate de los historiadores).

El volumen reúne, principalmente, una serie de textos de Koselleck de procedencia ampliamente diversa, no solo por su fecha de aparición, sino además por su soporte. Allí encontramos capítulos de libros, artículos periodísticos, actas de congresos y hasta una entrevista, que se publicaron originalmente entre 1979 y 2002. Todos tienen en común la preocupación memorial de Koselleck, que articuló con su interés por la iconografía. Se trata, por ende, de un volumen muy valioso por dos razones: además de acercar al lector hispanoparlante bibliografía koselleckiana antes solo disponible en alemán, reúne contribuciones sobre el campo temático memorial, algo que fue, de hecho, una cuenta pendiente en Alemania hasta abril, con la publicación de Geronnene Lava La dispersión original en la publicación de estos textos y la falta de una compilación a cargo de Suhrkamp tuvo por muchos años notorios efectos en la investigación sobre la obra de Koselleck. En contraste, la Begriffsgeschichte (historia conceptual) y la teoría de los tiempos históricos se respaldaron en publicaciones sólidas, editadas en vida por el mismo Koselleck. Su difusión y recepción tuvieron, por ende, considerables ventajas en detrimento de sus ensayos sobre la cultura de la memoria. Los artículos que encontramos en este maravilloso libro, por un lado, introducen hondas investigaciones que Koselleck emprendió sobre los monumentos, y por otro, presentan formulaciones teóricas claves para indagar su comprensión sobre los modos de recordar las muertes políticas. Hay tres aspectos que destacan su aporte en este campo de estudios: su genealogía sobre el culto a los muertos, los conceptos que él mismo acuñó para la analizar este campo de estudios y sus polémicas en torno al Denkmal für die ermordeten Juden Europas (monumento a los judíos de Europa asesinados en Berlín).

En primer lugar, la reconstrucción que proporciona Koselleck sobre la transformación en el culto a los muertos muestra a las claras un interés del intelectual por el caso francés y el alemán. Una serie de tesis ordenan su investigación centrada, en principio, en la estatua ecuestre de San Jorge y también en las representaciones de los caídos en la Primera y Segunda Guerra Mundial. Los cambios que Koselleck identifica son denominados como procesos de democratización y funcionalización, que acompañan una incorporación estética de elementos tanto nacionales como cristianos. Esto significa, por un lado, que se amplía el espectro de sujetos representados: ya no se verán solo los eximios líderes políticos o militares sino también los soldados rasos, cambio que llega a su expresión máxima con la tumba del soldado desconocido. Por otro, hay una interpelación al sobreviviente sobre la causa política de las muertes que son honradas, a la vez que recordadas. A esto se le suma el abandono del paradigma del monumento a la victoria por la construcción de monumentos funerarios. La principal hipótesis de Koselleck es que las representaciones estéticas muestran, en definitiva, intentos de fundación de sentido en los que el recuerdo de la muerte es puesta al servicio de la política. Esto se hace posible en la Modernidad tras el desplazamiento del sentido trascendente de la muerte atribuido por el cristianismo, incluso hasta después de la Primera Guerra Mundial: “Los muertos encarnan una actitud ejemplar, murieron para realizar una tarea con la que los vivos deben estar en armonía para que los caídos no hayan caído en vano” (p. 77). Los mensajes admonitorios, conmemorativos y de honor a las víctimas se apoyan en una lectura del pasado que busca señalar una inteligibilidad en la historia, pero que, a la postre, redundan en algo irresoluble. Por eso, luego de la Segunda Guerra Mundial, con la atrocidad de sus crímenes, por la eliminación hasta de los cuerpos de los muertos por los bombardeos y los campos de concentración, la sensibilidad política expresa un fuerte cambio que renuncia a la cuestión del sentido. Esta situación da lugar a los llamados monumentos negativos o contra monumentos, que se formulan objetivos sustancialmente distintos: en contraste con las representaciones anteriores, no buscan atribuirles un sentido a las muertes ni tampoco mostrar un aspecto “fundacional” o de aprendizaje político en ellas, sino más bien plantear preguntas que inquieten a un espectador activo.

El segundo gran aporte de Koselleck en este libro consiste en una serie de conceptos con los que construye su perspectiva sobre una teorización de la memoria, siempre reticente a su forma colectiva. La memoria negativa, la discontinuidad del recuerdo, la experiencia primaria y el recuerdo institucionalizado son formulaciones vertebradoras de su perspectiva. Los interrogantes planteados por las nuevas generaciones sobre la responsabilidad histórica y política en la inconmensurabilidad de los crímenes nazis interesaron especialmente a Koselleck. A quién recordar, qué recordar y cómo recordar son tres preguntas centrales para poder analizar las formas en que recuperamos ese periodo oscuro. Según Koselleck, para conocer el pasado existen dos caminos: el del recuerdo institucionalizado o el de la experiencia primaria. El profesor de Bielefeld es tajante en este sentido: solo podemos recordar lo que experimentamos: “Si esa tesis es cierta, y yo creo que es incontrovertible, se sigue de suyo la discontinuidad de todo recuerdo, pues si las experiencias no son transferibles, toda experiencia secundaria debe construir una discontinuidad” (p. 40). La transmisión de la memoria es imposible; lo que existe en cambio es una explicación científica institucionalizada. En este contexto es que Koselleck hace una digresión autobiográfica, relatando un acontecimiento durante su cautiverio luego de la Segunda Guerra Mundial. Allí cuenta un episodio que le ocurre mientras pelaba papas bajo la vigilancia de un ex prisionero polaco de Auschwitz: cuando Koselleck se niega a darse prisa, este sujeto le arroja un banco y le dice “Quieres que te rompa el cráneo, vosotros habéis gaseado a millones” (p. 40). Solo a partir de ese momento es que Koselleck adquiere conciencia de la verdad del terror nazi.

El largo debate sobre la construcción del monumento a las víctimas del holocausto en Berlín es el tercer punto de interés en este volumen. No se trata del primer monumento sobre el que el profesor de Bielefeld polemiza: su análisis tiene como precedente su investigación iconográfica y su crítica a la Neue Wache (Nueva Guardia). Esta última fue por muchos años el único monumento en Berlín a las víctimas de la Segunda Guerra Mundial. Está protagonizada por una estatua de Käthe Kollwitz de la Pietà, acompañada por una inscripción que dicta “A las víctimas de la guerra y la tiranía”. La imagen cristiana de una madre lamentando la muerte de su hijo —que por cierto excluye a judíos y mujeres— junto la placa representaba una imagen rememorativa problemática, que recuerda al mismo tiempo a víctimas y verdugos. Años más tarde, el error estético se reactualiza en la construcción del monumento a las víctimas del holocausto en Berlín. Koselleck participó activamente de la discusión política, iniciada a fines de los años ochenta. Su intervención tuvo lugar no solo en el ámbito de la opinión pública, sino además en la esfera de toma de decisiones. La profunda crítica que Koselleck hace al proyecto —que luego sería inaugurado en 2005— es que el monumento jerarquiza a las víctimas. Entre las víctimas del holocausto se encuentran además de los judíos, perseguidos políticos, las víctimas de la eutanasia, las personas de la etnia sinti y roma, los asociales, los homosexuales y los soldados soviéticos. ¿Por qué entonces erigir un monumento de tal magnitud y centralidad solo para uno de esos grupos? Esto implica, por un lado, usar las mismas categorías raciales que las SS y por otro, asumir distintos rangos entre los muertos. Y agrega Koselleck: “Las categorías de exterminio fueron configuradas y ordenadas por los ideólogos de la raza de las SS, los cuales procedieron en sus acciones conforme a ellas. La muerte era la misma, tan única y tan diferente como lo eran los seres humanos que fueron incardinados sin culpa en esa máquina de muerte” (p. 138). La contundente y osada crítica de Koselleck a este proyecto lo mostró como un historiador preocupado por el conocimiento del pasado pero también por su propia actualidad política.

No hace falta ser un especialista en la obra de Koselleck ni en los debates memoriales para encontrar en este libro una lectura aguda sobre la relación entre historia, memoria y política. En fin, para los lectores hispanoparlantes de Koselleck interesados en los debates memoriales este libro es, en pocas palabras, una joya. Solo con la incorporación del artículo “Glühende Lava, zur Erinnerung geronnen” se alcanzaría un summum, en lo que respecta a la selección de textos.