Elogio del largo plazo

El aporte de Historia y justicia a la historiografía social

Martín L. E. Wasserman

mwasserman@filo.uba.ar

Instituto de Historia Argentina y Americana “Emilio Ravignani”,
Universidad de Buenos Aires
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina

Reseña de Darío Barriera. Historia y justicia. Cultura, política y sociedad en el Río de la Plata (Siglos XVI-XIX). Buenos Aires, Prometeo, 2019, 740 pp.



A lo largo de sus veinte capítulos, Historia y justicia recorre el frondoso itinerario investigativo de Darío Barriera, visibilizando un extenso y coherente programa de investigación. Al hacerlo, permite al lector identificar el posicionamiento del autor en el complejo y dinámico mapa de la historia social de la justicia, en la que su obra se inscribe y a la cual contribuye prolíficamente. Cuidadosamente organizado en tres partes, el libro reúne una vastísima producción historiográfica que, con ocasión del estudio de la justicia, atañe más ampliamente al estudio de la sociedad.1 En otros términos, la obra explica que toda historiografía es una historiografía social. Historia y justicia es, en este sentido, un libro de historia social que invita a lectores y lectoras a entender las complejidades de la historia social de la justicia, sus tópicos de investigación, y los aportes que de ésta pueden tomar una diversidad de campos de estudio colindantes.

Para su abordaje histórico, Darío Barriera propone aproximarse a la justicia como un quehacer judicial (p. 31). Con miras a superar aproximaciones que rastrean una genealogía del Estado republicanamente organizado a través de uno de sus poderes (p. 55), el autor invita a una historia de la justicia en diálogo con las perspectivas jurisdiccionalistas y “atenta a la hermenéutica de sus dimensiones sociales, culturales y políticas” (p. 734), una aproximación antropológica que apele al heterogéneo herramental metodológico construido por la historiografía social (p. 539). En otros términos, Barriera promueve una “historia social de la justicia”, partiendo de la premisa según la cual “las relaciones sociales impactan en el funcionamiento del mundo judicial y son impactadas por él” (pp. 138, 163 y 175).

Esto posiciona al autor en el marco de un contexto historiográfico cuyo desarrollo el libro, lejos de presuponer tácitamente, explicita con detalles. En efecto, y en línea con la sociología de Edimburgo, Barriera sostiene que “todo ámbito de producción científica es, por definición, un ámbito incidido por las relaciones sociales en las cuales están insertos sus agentes” (p. 212). Esta premisa es la que permite ubicar a la historia social de la justicia en el marco de una compleja evolución historiográfica, a la vez que habilita una comprensión sobre la incidencia que esas variaciones historiográficas tuvieron en la construcción de los objetos de estudio.

En este sentido, el libro ofrece una narración pormenorizada sobre las cambiantes condiciones de producción del conocimiento histórico, habilitadas y moduladas a lo largo del siglo XX por los distintos momentos que atravesó la historiografía argentina del derecho y la justicia. Para ello, el autor repone los nombres propios que zurcen la historia de esa pujante historiografía, detallando los decursos que a lo largo de las décadas han hilvanado a universidades, institutos, revistas y proyectos, a través de los cuales se permean asimismo los vaivenes de la historia política argentina (pp. 78, 89, 152). Hay allí una historia social de la historiografía del derecho, nutrida de personas e instituciones que tramaron y urdieron las cambiantes redes que la sostuvieron y dinamizaron (pp. 112, 153). Se trata de un “croquis” en permanente composición, que permite al lector comprender “cómo se llegó a practicar la historia de la justicia”, así como las intersecciones en las cuales se ha desenvuelto—siendo el americanismo una de sus principales arenas—(p. 120).

Visibilizar las condiciones de producción es relevante toda vez que éstas explican, asimismo, la cambiante configuración del objeto de estudio y los tópicos que fueron—y son—materia de atención investigativa. Pensada en los términos de Reinhart Koselleck (que Barriera recupera), la estructuración lingüística es constitutiva de la realidad histórica (p. 544). Por ello, los modos con que cada momento historiográfico designa al objeto son relevantes para comprender su construcción, tanto como lo es el rastreo de los significados conferidos por el lenguaje entre 1611 y 2002 para distinguir las variaciones que “crimen” y “delito” experimentaron en el largo plazo (pp. 561 y ss.). Hay en ello, por lo tanto, un ejercicio epistemológico que Barriera ofrece a lo largo de todo el libro, y que permite desontologizar conceptos inherentemente históricos, mutables y dinámicos—entre los cuales el de “ley” quizás sea el más elocuente—(p. 573).

El libro despliega aquellos tópicos investigativos, recuperándolos con base en la propia investigación del autor y en el diálogo que ésta sostiene activamente con su campo de estudio. Sólo analíticamente deslindables, algunos de estos pueden identificarse como: el equipamiento político del territorio americano;2 la naturaleza judicial del gobierno en el Antiguo Régimen;3 el estudio de los agentes que gobernaban ejerciendo justicia;4 la dimensión local del gobierno monárquico en el vértice sudeste de la Audiencia de Charcas;5 las inflexiones y continuidades implicadas en el cambio dinástico entre la Casa de Austria y la de Borbón;6 la transición entre la cultura jurisdiccionalista y constitucionalista;7 la emergencia de una estatalidad republicana y las implicancias que esa transición tuvo en la escisión de poderes.8 A través de estos tópicos, Barriera ofrece un estado de las cuestiones que atraviesan a este valioso continente de la historia social.

El libro demuestra, por lo tanto, la potencia explicativa que porta un abordaje de largo plazo, habilitando la comprensión de procesos cuya historicidad sólo puede advertirse a través de la larga duración (aun preservando una escala local para el análisis). Ello implica no sólo un abordaje plurisecular sobre prácticas, significantes o potestades, sino igualmente un cuidadoso trabajo de enlace con el presente histórico. Tomando al “presente como punto de partida” (p. 698), el autor explica que la observación de prácticas judiciales en el pasado puede ser tributaria de disparadores contemporáneos. De igual modo, las apelaciones que los actores del presente hacen al pasado —o los “puentes” que tienden con éste— deben advertirse como un campo de abordaje, que permite “reflexionar yendo y viniendo desde el siglo XXI al XVIII, y a veces hundiendo las narices un poco más allá” (p. 733). De este modo, Barriera logra explicitar al presente histórico como disparador de indagaciones preservando, a un mismo tiempo, las rigurosidades metodológicas de la investigación histórica. Y aquí se advierte otro aporte del libro, que el autor enlaza a la historia de la justicia pero que la trasciende sin dificultades: esta historiografía “identifica contenidos que son históricos precisamente porque no son pasado, porque están alojados en el presente” (p. 733). En otros términos, lo histórico quizás pueda pensarse como aquello situado en coordenadas espaciales y temporales precisas, y no sólo ni exclusivamente como aquello pretérito.

Barriera comparte sus aportes como investigador, pero a un mismo tiempo socializa sus descubrimientos como lector, haciendo de su libro una materia viva cargada de actualización. Historia y justicia es por ello una cartografía a la vez que una bitácora. Y en esa conjunción, es una referencia para toda la historia social.


1 Las partes en que se organiza el libro son: “Hacer historia de la justicia en la Argentina. Una historiografía constituida en intersecciones incómodas”; “Instituciones, territorios, agentes, distancias”; y “La justicia y lo jurídico en clave social y cultural”.

2 El equipamiento político del territorio americano es observado a través de diversos prismas en el libro, tales como la venalidad de los oficios de vara en Santa Fe entre los siglos XVI y XVII (pp. 271 y ss.).

3 La naturaleza judicial del gobierno en el Antiguo Régimen es abordada, particularmente, a través de los agentes locales en el territorio, en quienes se materializaba una identidad polisémica: “justicias”, identificadas con el sujeto que administra la potestad jurisdiccional del rey (p. 242).

4 El estudio socio-profesional de quienes administraban la justicia en distintos niveles y temporalidades (oidores y altas justicias, abogados, notarios, justicias ordinarias y menores, las “bajas justicias” rurales y urbanas—alcaldes de la hermandad, jueces de paz—) se postula como una “vía de acceso a la comprensión sobre el funcionamiento de la justicia” (p. 122), que amerita y justifica el estudio de los agentes que gobernaban ejerciéndola.

5 Estudiar la dimensión local del gobierno monárquico implica comprender el rol o “función” de la distancia en el ejercicio del gobierno. Pero no sólo las distancias atlánticas que podían separar la corte de Madrid de la Santa Fe del Río de la Plata, sino las distancias normadas por los Austrias entre los administradores de su justicia y el inmediato entorno local en el territorio, en busca de distanciamiento social, una asepsia relacional constitutivamente imposible (p. 620). En este sentido, la distancia y la proximidad permearon consecuentemente al ejercicio local de la justicia, ofreciendo un variado arco de “distintos tipos de proximidad que puede presentar la justicia en cada forma de poder político” (p. 734).

6 Las inflexiones y continuidades implicadas en el cambio dinástico, y más particularmente en torno a las llamadas “reformas borbónicas”, son contempladas asimismo desde un análisis local sobre las tensiones entre el Cabildo de Santa Fe y el Virrey, quien desde 1791 “señaló sistemáticamente su preeminencia sobre el cabildo en materia de designaciones de oficios; pero, recuperando lo mejor del estilo de los Austria, también dejó hacer y legisló sobre el hecho consumado cuando éste no iba en contra de los intereses de la monarquía” (p. 427). En este sentido, si gobernar es ejercer justicia, la potestad para designar justicias locales es un ámbito para evaluar cuán disruptivo fue el reformismo borbónico.

7 La transición entre la cultura jurisdiccionalista y constitucionalista también encuentra escenarios locales para su observación, como el representado por las justicias rurales santafesinas entre el siglo XVII y 1808 (pp. 387 y ss.) y las alcaldías de barrio entre 1760 y 1860. Dicho análisis permite al autor demostrar que la historiografía ha pasado de una asociación entre “policía” y “orden público” en el marco de una genealogía del Estado, a una historia de los “poderes de policía” (p. 433), con miras a “comprender la configuración de unos poderes, en plural, que instituían y constituían un territorio a través de una compleja variedad de agentes e instituciones” (p. 433). En efecto, Barriera explica que la “justicia de paz” o las justicias de equidad “funcionaron como un puente entre las culturas jurisdiccionalista y constitucionalista”, es decir, la transición entre “una cultura basada en la ley como elemento indisponible y la vecindad como atributo de pertenencia a una comunidad confesional”, a otra cultura en la cual la ley “comenzaba a ser resultado de política” y la vecindad era suplantada por la “pertenencia a una comunidad política donde el principio del tercero excluido no pasaba por la confesión religiosa sino por la «confraternización» política alrededor de un identificador interregional promovido como Nación” (p. 539).

8 La emergencia de una estatalidad republicana y las implicancias que sobre la escisión de poderes tuvo esa transición son observables a través de experiencias tales como la “desjudicialización” de ciertas funciones—y las tensiones en torno a ella en ciertas áreas rioplatenses, como Santa Fe—(p. 532). Si la cuestión jurisdiccional es central en la comprensión y en las formas de ejercicio de la política, también permite matizar los cambios y novedades traídos por el nuevo orden en el Río de la Plata, tal como se observa en estudios de caso que demuestran que, en años tan tardíos como 1826 y 1833, ciertos oficios en Rosario retenían unidos el ejercicio de la justicia y el gobierno (p. 494).