Soberanía y representación política1

Frank Ankersmit

f.r.ankersmit@rug.nl

Universidad de Groninga, Groninga, Países Bajos

Resumen

La Edad Moderna—el periodo comprendido entre 1500 y 1800—comenzó incorporando al pensamiento político la noción de soberanía y terminó enriqueciéndola con lo que hoy se entiende por representación política. Estas dos nociones han sido consideradas tradicionalmente como los dos pilares que sostienen tanto la democracia moderna como nuestra convicción de que la soberanía popular es lo que convierte a nuestras democracias contemporáneas en el mejor sistema político jamás concebido. Sin embargo, el gran problema es que la soberanía y la representación política son difíciles de reconciliar entre sí: la relación entre ambas es muy parecida a la que existe entre los dos cónyuges de un matrimonio permanentemente al borde del divorcio. Este ensayo trata de explicar por qué esto es así y por qué Rousseau estaba en lo correcto al insinuarlo en su Contrat social. Para ello, se analizan los aspectos relevantes de la historia del pensamiento político desde la Edad Media hasta los llamados liberales doctrinarios de principios del siglo XIX. Ello permite reconocer una incoherencia fundamental en el corazón mismo de nuestras democracias modernas, así como sus desagradables consecuencias para quienes ejercen la función de representantes del pueblo.

Palabras clave: Soberanía, representación política, democracia representativa, Bodin, Rousseau, liberalismo doctrinario.

Abstract: Sovereignty and Political Representation

Modern Time—the period from 1500 to 1800—began by adding to political thought the notion of sovereignty and ended by enriching it with what is nowadays understood as political representation. These two notions have traditionally been seen as the two pillars supporting both modern democracy and our conviction that popular sovereignty is what makes our contemporary democracies into the best political system ever conceived. However, the big problem is that sovereignty and political representation are hard to reconcile with each other: the relationship between the two of them is much like that between the two partners in a marriage permanently on the verge of divorce. This essay tries to explain why this is so and why Rousseau was basically right when intimating as much already in his Contrat Social. It does so by considering the relevant aspects in the history of political thought from the Middle Ages down to the so-called doctrinaire liberals of the beginning of the 19th century. Doing so compels us to recognize a basic inconsistency at the very heart of our modern democracies and its nasty consequences for the position of the people’s representatives.

Keywords: Sovereignty, Political Representation, Representative Democracy, Bodin, Rousseau, Doctrinaire Liberalism.

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Es el término representación el que, mal entendido, lo ha enredado todo;
y este término ha sido mal entendido porque nos hemos formado una falsa
idea de la soberanía y de la libertad.
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1. Introducción: el problema

Con la emergencia del orden político de la modernidad temprana, dos nuevos conceptos entraron en la escena del pensamiento político: la noción de soberanía y la de representación política. Podría afirmarse que, tomadas en conjunto, estas dos nociones contribuyeron en gran medida a marcar los límites entre el orden político medieval y el Estado moderno, tal y como este se ha desarrollado desde principios del siglo XVI hasta la actualidad.

Esta afirmación de ninguna manera pretende insinuar que la Edad Media no haya poseído sus propios equivalentes de aquellas dos nociones. No obstante, su rol era mucho menos importante por entonces, y su sentido era muy diferente al que se le atribuye actualmente. Veamos el caso de la soberanía. En la Edad Media, ese término era raramente empleado y, cuando lo era, evocaba una jerarquía según la cual ciertas clases de individuos estaban situadas más arriba (o más abajo) de otras. En clara oposición a esta concepción exclusivamente relacionalista de la soberanía, Bodin señaló en sus Six livres de la République un non plus ultra claramente definido en aquella jerarquía, y lo identificó con el legislador de la nación: una concepción que continúa siendo la que habitualmente adoptamos al pensar la soberanía. Del mismo modo, la Edad Media ciertamente tuvo su propia variante de la representación política en las asambleas de los tres órdenes, a las que cada estado enviaba sus propios representantes para negociar con el príncipe. Sin embargo, estas asambleas de estados tienen tan poco en común con nuestros parlamentos modernos como una catedral medieval con el Capitolio de Washington.

Más importante aún, en la Edad Media no se hizo ningún intento por definir la relación entre soberanía y representación (tal y como estas nociones fueron entendidas en aquella época). Por el contrario, cada una de ellas poseía su propio campo de aplicación y los solapamientos entre ambos eran pocos o nulos. Así pues, no había necesidad de explorar su relación, y ni siquiera de suponer que existiera una relación significativa entre ambas nociones.

Esto cambió con la emergencia del Estado moderno y el nacimiento del pensamiento constitucional. Se esperaba que este último brindara una definición del Estado moderno, de sus tareas, su legitimidad, sus derechos, deberes y de los límites de su poder, el cual debía, por sobre todas las cosas, hallarse libre de contradicciones internas. Tal expectativa nacía de la idea de que cualquier contradicción en la concepción de la soberanía y de la representación—en cuanto pilares sobre los que se asienta el Estado moderno—era susceptible de prestarse a confusiones en el uso de los formidables poderes del Estado e invitar así a abusar de ellos. En ese sentido, existe la idea de que la teoría política occidental y la práctica del Estado democrático moderno han logrado con cierto éxito mantenerse libres de estas fatales confusiones. No hay mejor ejemplo de esta idea que la tan cara noción de soberanía popular. En efecto, ¿no expresa esta noción una perfecta armonía entre aquellas de soberanía, por una parte, y de representación política del pueblo (soberano), por la otra?4 ¿No expresa esta noción la reconciliación final de la soberanía y la representación política, favoreciendo, además, la causa de la libertad, de la legitimidad y de una sociedad justa?

Mi intención en este ensayo es cuestionar aquel consenso casi universal, al menos en lo que respecta al rol de las nociones de soberanía y representación política en nuestro universo político. En este estadio inicial del argumento, basta con observar que ya existen algunos motivos a priori para tener dudas a tal respecto. A fin de cuentas, ¿las nociones de soberanía y de representación no fueron desarrolladas en épocas diferentes y con fines totalmente distintos? La noción de soberanía fue una invención del siglo XVI, y estuvo orientada sobre todo a allanar el camino a la monarquía absoluta. La noción de representación política, por su parte, fue desarrollada en el siglo XVIII, con el propósito de llevar a cabo la transición de la monarquía absoluta a la democracia. ¿Puede haber una distancia más grande que la que existe entre la monarquía absoluta y las democracias contemporáneas que resultaron precisamente de una larga y sangrienta lucha contra ese régimen? ¿No se habrá equivocado Tocqueville, tal vez, al insistir tanto en la continuidad entre la monarquía absoluta y la democracia (contemporánea)? Al sostener esta tesis, ¿no percibió acaso la afinidad entre la monarquía absoluta y los estrechos vínculos que la soberanía mantiene con la autocracia, o el conflicto bastante evidente de la democracia con ambas? ¿Acaso no tiene razón Kelsen cuando sostiene (en palabras de Nadia Urbinati) que la representación sanciona “la muerte de la soberanía”5 y que, por lo tanto, el intento de reconciliar ambas nociones es, en efecto, como buscar la cuadratura del círculo? ¿Acaso la soberanía no evoca la prioridad de la concordancia del orden jurídico, mientras que la representación está orientada ante todo a poner de manifiesto los deseos del electorado, sean estos concordantes o no entre sí? Por sobre todas las cosas, ¿quién debe juzgar esta concordancia? ¿La lógica, el derecho, la historia, o aquello que funcione en la práctica?

Desde el siglo XVIII, varios teóricos políticos insisten en la incompatibilidad de las dos nociones,6 aunque sin advertir correctamente sus consecuencias más graves para el fundamento teórico de lo que se entiende en la actualidad como “democracia representativa”. Rousseau lo tuvo más claro que ninguno de sus contemporáneos, posiblemente porque simpatizaba con la soberanía popular más que cualquiera de ellos, y, por lo tanto, era más sensible que la mayoría de sus coetáneos a las inconsistencias conceptuales de esa noción. Es por ello que, a la hora de explorar la posibilidad de reconciliar las nociones de soberanía y representación política, el mejor camino sea volver a estos debates del siglo XVIII, prestando especial atención al rol que Rousseau desempeñó en ellos.

Por último, y antes de concentrarnos en la filosofía política de hace dos siglos, una fabula de te narratur. Bajo la superficie traicioneramente lisa de los muros de nuestras instituciones políticas hay muchas grietas y fisuras que hemos heredado de nuestro accidentado pasado político y constitucional. Si queremos evitar que las paredes se nos vengan encima, conviene descubrir esas grietas y fisuras. Esto es ahora más cierto de lo que fue nunca en el último medio siglo. Las democracias occidentales no están en buena forma, ni en este lado del Atlántico, ni en el otro. El balance más optimista sería decir que vivimos un periodo de transición. Si tal balance es correcto, tenemos más razones aún para estar bien informados sobre las grietas y fisuras ocultas en los muros políticos de nuestras instituciones democráticas actuales: cualquiera que decide reconstruir su casa, debería conocer bien sus puntos débiles de su estructura actual, para evitar que se derrumbe al comenzar la obra.

2. Soberanía y representación política en la Edad Media

En la Edad Media occidental, el orden político no constituía un orden cerrado en el sentido de encontrarse organizado por un marco preexistente, claro y perfectamente definido, en función del cual quienes vivían en él pudieran definirse a sí mismos y precisar su relación con los demás. En otras palabras, solo existían relaciones recíprocas, y no había un sistema fijo de coordenadas políticas que permitiera definir objetivamente tales relaciones. El orden público medieval era como un océano en el que los peces solo se tienen a sí mismos para saber dónde están. Por el contrario, el orden público moderno es más bien como un acuario en el que cada pez individual se localiza principalmente al determinar su distancia con respecto de la superficie del acuario, sus lados y su fondo.

Esto tuvo consecuencias para las nociones de soberanía y representación política. Como Bernard de Jouvenel subrayó, la Edad Media conoció una “jerarquía de mando” y un complejo sistema “derechos estamentales” que permitía a los nativos del orden político medieval establecer si alguien era “superior” (senior) o “inferior” en ese orden.7 Con todo, esta jerarquía no permitía hablar del nativo “más alto” o “más bajo” de ese orden, ya que simplemente no poseía los criterios para definir aquello que podía ser identificado como el punto “más alto” o “más bajo”. En este aspecto, se asemejó a la aritmética, en donde siempre puede precisarse si un número es mayor o menor que otro sin necesidad del número “más alto” o “más bajo”. Así pues, desde un punto de vista conceptual, la matriz política medieval no tiene nada de excepcional. La desventaja consiste, en todo caso, en el trabajo de fijar el lugar que cada quien ocupa en ese orden a partir exclusivamente de las propias relaciones con los demás, un procedimiento mucho más engorroso e incierto que si puede confiarse en unas pocas coordenadas políticas objetivas para hacerlo.8

La ausencia de tales coordenadas objetivas puede explicar por qué en la Edad Media la discusión política sobre cuestiones de la esfera pública tuvo una tendencia congénita a desviarse hacia disputas jurídicas que se dirimían en términos de derecho privado (a menos, por supuesto, que se prefiriera decidir el asunto por la fuerza). El derecho público mismo no ofrecía suficientes indicadores fiables para resolver aquellos conflictos, de modo que el derecho privado fue la alternativa obvia a la que recurrir. El derecho privado ocupaba gran parte del campo que hoy en día se asigna al derecho público. Esto también explica por qué la Edad Media fue un período en el que los abogados y los notarios públicos tuvieron un protagonismo en la vida pública igualado en la actualidad solo por los Estados Unidos de América. Explica, por último, por qué Fukuyama no se equivoca cuando atribuye a la Edad Media europea el descubrimiento del “Estado de derecho” en cuanto “imperio de la ley”.9 Sin embargo, sería más apropiado hablar del “Estado de derechos” (en plural) o del “imperio de una ley”, que del “Estado de derecho”. Ciertamente, en la Edad Media, las leyes individuales no formaban un todo más amplio y global, como las personas sometidas a tales leyes tampoco formaban parte de un orden público omnicomprensivo y perfectamente definido.

Algo parecido ocurrió con la representación política. Esta noción era igual de corriente en la Edad Media que la de soberanía, y también poseía un significado muy diferente del que adquirió en la modernidad. En la Edad Media existía ciertamente la representación política, como cuando, por ejemplo, el príncipe convocaba a los representantes del Tercer Estado con el fin de obtener de ellos los medios financieros para llevar adelante una guerra, su política exterior o cualquier otra empresa costosa. En tales ocasiones, podían identificarse dos partes en conflicto, más que dos partes cooperando en alguna cuestión de interés público reconocida y compartida como tal por ambas.10 Cada una de estas ocasiones seguía más o menos el mismo guión. En términos generales, tanto el príncipe como el Tercer Estado tenían sus propias agendas; pero, si el príncipe necesitaba apoyo financiero para algún asunto personal (con el que los estados a menudo se sentían muy poco identificados), convocaba los estados ante sí; y, si todo iba bien, se llegaba entonces a algún acuerdo aceptable para ambas partes. En casos como este último, en el que los representantes del Tercer Estado estaban dispuestos a satisfacer las demandas del príncipe, con frecuencia se pedía a cambio al príncipe la promesa de conceder ciertos privilegios o inmunidades a las corporaciones por ellos representadas.

Naturalmente, este tipo de acuerdo coincide con lo dicho previamente sobre el sistema jurídico medieval. En primer lugar, el dinero pagado al príncipe por el Tercer Estado tenía más el carácter de subsidios sujetos a negociación, que el de impuestos regulares. En segundo lugar, los privilegios e inmunidades sui generis tenían habitualmente la forma de excepciones a acuerdos públicos previos y, por lo tanto, se asemejaban a contratos privados entre el príncipe y partes privadas. Estas características subrayan la tendencia incesante del sistema jurídico feudal a pasar de la generalidad a la fragmentación y a acuerdos concretos (mientras que, a la inversa, la validez universal es una condición sine qua non de la legislación del Estado moderno, al menos hasta nuestra época, con la emergencia del neoliberalismo, el cual promueve de nuevo la invasión del derecho público por el derecho privado). En síntesis, la privatización del dominio público fue la deriva fundamental del ordenamiento jurídico medieval.

En lo que refiere a la representación política, el panorama es el siguiente. La interacción relevante entre el príncipe y los representantes del Tercer Estado tenía el carácter de un acuerdo entre dos partes privadas, acuerdo en el cual la relación entre los representantes del Tercer Estado y a quiénes representaban se hallaban totalmente fuera del alcance del príncipe. El príncipe no podía interferir en la forma en que estos representantes representaban a las ciudades, gremios o distritos que los habían elegido. Así pues, dado que el “gobierno” es identificado con las prerrogativas del príncipe, la representación política no formaba una parte constitutiva de él. En ese sentido, un miembro de la Cámara de los Comunes podía todavía afirmar en una fecha tan tardía como 1677 que “no nos consideramos parte del gobierno, porque de lo contrario el gobierno no sería una monarquía”.11 De hecho, subyace una lógica bastante convincente detrás de esta forma de concebir las cosas. Si los representantes del pueblo forman parte del gobierno, entonces no queda más que estar de acuerdo con aquella pregunta retórica de John Cotton: “si el pueblo es quien gobierna, ¿quién será el gobernado?”12

Sin embargo, sería precipitado considerar que se trata simplemente de una pregunta retórica. Como Morgan señala, este tipo de acuerdo entre el príncipe y los representantes del Tercer Estado solo podía funcionar en la práctica si el príncipe podía esperar que quienes eran representados por los representantes respetaran el acuerdo.13 A su vez, ello requería necesariamente que los representantes dispusieran de los medios para hacer cumplir a su electorado el acuerdo cerrado con el príncipe. Ciertamente, los representantes eran enviados al príncipe con un mandato imperativo, pero eso no alteraba el hecho de que eran ellos quienes firmaban el acuerdo y quienes eran responsables de su correcta aplicación. Ello implica, a su vez, que los representantes debían poseer cierta “autoridad” (como quiera que haya sido definida) sobre su electorado, de modo que en la relación que unía a ambos nacía espontáneamente una suerte de gobierno alternativo o, más bien, paralelo. La relación entre el príncipe y los representantes de los estados generó así silenciosamente una jerarquía política completamente nueva entre estos últimos y sus electorados.14 De este modo, el orden jurídico y político medieval engendró involuntariamente a su propia némesis y dio a lugar a la emergencia del Estado moderno como su rival. En el largo plazo, este rival resultó ser infinitamente más exitoso que su creador involuntario: lo que hoy en día se entiende por democracia representativa está mucho más próximo a cómo se relacionaban los representantes del Tercer Estado con sus electorados que a cómo se relacionaba el príncipe medieval con los propios representantes o con sus representados.

Tal ha sido la dialéctica de la representación política en la transición de la Edad Media a la Modernidad. La pregunta de Cotton expresa así un impasse que se extiende hasta la actualidad: ¿cómo proyectar la dicotomía entre gobernantes y gobernados sobre aquella existente entre el representante medieval y a quien representaba (y, sobre todo, aquella existente entre el representante y el ciudadano en una democracia representativa moderna)? Cualquiera que sea la respuesta que se dé a esta pregunta, se trata, en el fondo, de una simple patraña política, ya que no existe respuesta coherente posible.

Para finalizar, aunque el retorno a la noción medieval de representación política sea totalmente impensable, ello no debe conducir a perder de vista que, al menos en un aspecto, es conceptualmente superior a su sucesora moderna. En efecto, ella establecía una clara distinción entre los representantes del pueblo y el príncipe, mientras que, en nuestras democracias representativas, el representante es simultáneamente representante y legislador. Este es uno de los puntos débiles más importantes de nuestros sistemas políticos modernos. Desde un punto de vista lógico, estas dos funciones son irreconciliables: no se puede defender con sinceridad los intereses del pueblo de la forma en que se espera que lo haga un representante y a la vez decidir también al respecto. Un abogado no puede ser al mismo tiempo juez en un pleito. Obligado a desempeñar el rol de juez, el abogado se vería tentado de hacer una interpretación tendenciosa de la ley; y un juez que tuviese que actuar como abogado del demandado asistiría probablemente mal a su cliente. Del mismo modo, el representante del pueblo, en cuanto representante, debe encontrar difícil de ver el interés público, y, en cuanto legislador, de escuchar los deseos del electorado. El hecho de que el representante del pueblo se vea obligado a realizar este continuo cambio de roles es sin duda uno de los defectos más graves de nuestras democracias representativas,15 no so lo desde el punto de vista del representante, por cierto, sino también desde el del ciudadano, quien jamás puede estar seguro de qué rol asume su representante cuando le dirige la palabra. ¿Le está hablando un amigo de confianza que defiende su caso hasta el final, o un amo severo y soberano? O bien, tercera posibilidad: ¿debería aceptar que sus representantes le dirijan la palabra siempre en dos lenguas?

Corresponde señalar a continuación que la noción medieval de soberanía y la de representación política pueden coexistir pacíficamente. La concepción de la soberanía como una jerarquía política en la que no existe un punto fijo con el que quienes se hallan dentro de ella puedan relacionarse inequívocamente no apoya ni obstaculiza la teoría y la práctica medievales de la representación política, y viceversa. No cabe esperar ninguna incoherencia del hecho de disponer simultáneamente de ambas nociones.

Tales incoherencias se volvieron inevitables con la transición al Estado (democrático) moderno.

3. De la Edad Media a la modernidad temprana

Aunque las nociones medievales de soberanía (popular) y representación política tal y como han sido esbozadas en el apartado anterior sobrevivieron hasta el final del Ancien Régime,16 en la transición de la Edad Media a la modernidad surgió una concepción esencialmente nueva de ambas. Es posible afirmar que, en la Edad Media, el hecho indiscutible de que algunas instituciones políticas tuvieran un rango superior a (cualquier) otra (u otras) no implicaba la existencia de una noción coherente de máxima autoridad política. Ciertamente, podía señalarse tal autoridad si se quería hacerlo—el emperador alemán era el candidato más probable—, pero ello era más bien causa de disputas sobre préséances diplomáticas, y no una realidad legal y constitucional concreta y palpable. “Superior” e “inferior” era todo lo que hacía falta. La misma lógica aplica cuando en la actualidad se rechaza (con la excepción de filósofos como Alvin Plantinga)17 el argumento ontológico de San Anselmo, según el cual la existencia de un último ser superior y supremo puede ser deducida lógicamente del hecho indiscutible de la existencia de una jerarquía de los seres: id quo nihil maius cogitari potest (es decir, Dios).

No obstante, en el siglo XVI, San Anselmo entró en la política, por así decirlo, para fundar el Estado moderno. Por aquel entonces, fue acuñada una definición clara y distinta de aquello que debía entenderse como máxima autoridad política: a saber, el soberano. Como es bien sabido, esta definición fue ofrecida por Bodin en 1576, en sus Six livres de la République, en donde la expuso en los siguientes términos:

Quienes son soberanos no deben hallarse en modo alguno sujetos al mandato de otros y deben poder dictar la ley a sus súbditos, y anular o derogar las leyes ineficientes, para reemplazarlas con otras, lo cual no puede ser realizado por alguien que se halla sujeto a las leyes, o a quienes tienen poder o mando sobre su persona.18

Bodin la articuló también en pocas palabras: “concluiremos que la primera prerrogativa (marque) de un príncipe soberano consiste en el poder de dictar la ley a todos en general y a cada uno en particular”.19

Es por ello que, según esta definición, aquel poder que en una comunidad política podría ser definido como el id quo nihil maius cogitari potest de San Anselmo es esencialmente el legislador. Convencionalmente, cuando se emplea la noción de soberanía, es necesario distinguir el contexto en el que se inserta la relación entre el soberano y quienes se encuentran sometidos a su persona de aquel que enmarca la relación entre diferentes soberanos (o Estados soberanos). En este último caso la definición ofrecida por Bodin lógicamente no tiene sentido.20 Sin embargo, cuando se trata de definir la naturaleza de la soberanía dentro de un Estado individual, la definición de Bodin ha perdido poco de su verosimilitud y poder de persuasión en los últimos cuatro o cinco siglos. Kelsen, por ejemplo, todavía definía la soberanía de un modo que se aproxima bastante a la definición del propio Bodin: “La afirmación de que la soberanía es una cualidad esencial del Estado significa que el Estado es una autoridad suprema. La ‘autoridad’ suele definirse como el derecho o poder de expedir mandatos obligatorios” (es decir, leyes. F. A.).21 Más aún, la idea de soberanía popular se encuentra tan ampliamente aceptada hoy en día por los simples ciudadanos y, a la vez, por los especialistas en teoría constitucional, como la idea de que la voluntad del pueblo es expresada por el legislador. Relacionar ambas ideas conduce, de hecho, a concluir que el soberano es el legislador.

La definición de soberanía de Bodin obtiene todavía más defensores si se recuerda en qué circunstancias surgió y a qué fines pretendía servir. Se ha señalado con frecuencia que la definición de Bodin fue, al menos en parte, una respuesta a la guerra civil entre católicos y hugonotes en la Francia de la segunda mitad del siglo XVI. Por entonces, pareció necesaria una autoridad que pudiera elevarse por encima de las partes en conflicto y resolver la disputa entre ellas antes de que la nación pereciera en un gesto desesperado de suicidio religioso. En ese sentido, a pesar de lo que se piense del absolutismo monárquico, es preciso reconocer que, una vez que los poderes soberanos que Bodin había reclamado para príncipe le fueron concedidos, la paz pudo ser restablecida gradualmente una vez más en países que habían sido desgarrados por la guerra civil religiosa. Es más, la concepción de la soberanía de Bodin confinaba explícitamente la autoridad del príncipe a su propio territorio, de modo de inhibir a los gobernantes de inmiscuirse en la lucha interna de otros países. La doctrina cuius regio, eius religio, formulada inicialmente en la Paz de Augsburgo de 1555, recién entonces pudo pasar realmente a formar parte de la práctica política. El resultado fue lo que en las últimas décadas se ha dado en llamar “el sistema de Westfalia”.22

Si estos fueran todos los méritos de la definición de Bodin, bien podría habérsela abandonado una vez que la paz religiosa y la integridad territorial fue alcanzada en Europa. Sin embargo, la definición no perdió en absoluto su valor. La explicación es que, en la transición de la Edad Media a la modernidad temprana, la sociedad europea se complejizó rápidamente en casi todos los aspectos imaginables. Ofrecer ejemplos sería insistir sobre lo obvio. El resultado fue que la sociedad se vio necesitada urgentemente de una legislación que diera orden a todas estas nuevas realidades económicas, sociales y políticas—de manera semejante a cuando los automóviles empezaron a circular en las rutas y los gobiernos tuvieron decidir si debían hacerlo por la derecha o por la izquierda de la calzada—. El derecho consuetudinario y los diligentes intentos bartolistas de adaptar el derecho romano a las realidades de la sociedad (medieval/feudal) eran ya insuficientes para hacer frente a todas estas nuevas realidades. En una palabra, mientras que el príncipe en la Edad Media podía dedicarse simplemente a ser juez, en la modernidad debió convertirse en legislador. Esto colocó en el orden del día el problema de cómo rendir cuentas—legal y constitucionalmente—de la nueva legislación, así como a quién debía serle concedido el derecho de dictar la nueva legislación y bajo qué condiciones. Fue a estas cuestiones a las que la concepción de la soberanía de Bodin dio una respuesta más que adecuada.23

Situar la teoría de la soberanía de Bodin dentro de este contexto puede ayudar a superar la gran resistencia que ella ha suscitado en tanta gente. En primer lugar, Bodin sostuvo claramente que la soberanía es una e indivisible (doctrina que sería reiterada dos siglos más tarde por los revolucionarios franceses). En efecto, al interrogarse sobre la posibilidad de “dividir los derechos y las prerrogativas de la soberanía y formar un Estado que fuera simultáneamente aristocrático, monárquico y democrático”, Bodin concluye diciendo: “yo respondo que tal Estado nunca ha existido y que ninguno de esa naturaleza puede ser establecido o incluso imaginado, porque las prerrogativas de la soberanía son indivisibles”. Ciertamente, Bodin expresó así su rechazo al gobierno mixto. Julian Franklin percibe en este argumento de Bodin una apología del absolutismo monárquico24—la combinación de la indivisibilidad de la soberanía con el rechazo al gobierno mixto ofrece sin duda un fuerte argumento a favor del absolutismo monárquico—. No es mi intención negar que Bodin, hijo de su tiempo, haya favorecido el absolutismo monárquico como la aplicación más cabal de su concepción de la soberanía. Sin embargo, basta con continuar la lectura del pasaje que acaba de ser citado para reconocer que esto no es todo lo que hay para decir al respecto:

En efecto, el que tenga el poder de dictar ley a todos, es decir, de mandar o prohibir lo que quiera, sin que nadie pueda apelar su decisión, ni siquiera oponerse a sus órdenes, prohibirá también a los demás el hacer la paz o la guerra, el recaudar impuestos, el jurar lealtad y rendir homenaje sin su permiso.25

Si uno no se deja llevar por el lenguaje ciertamente aciago y desalmado de Bodin, solo cabe darle la razón. ¿O estamos dispuestos a conceder a cualquier institución de nuestras democracias contemporáneas ajena al órgano legislativo (como sea que este sea definido) el derecho a dictar leyes, declarar la guerra o concluir la paz y recaudar impuestos, pasando por encima del propio órgano legislativo? Eso significaría el fin de nuestros Estados democráticos,26 y también de los que no lo son, ya que ningún Estado sobreviviría a semejante demolición del poder legislativo.

En segundo lugar, hay quienes incluso ven en el apoyo de Bodin al absolutismo monárquico una defensa del despotismo. Nuevamente, no hay dudas de que Bodin utilizó palabras duras para exponer su caso:

Si el príncipe soberano está, pues, exento de las leyes de sus predecesores, mucho menos está obligado por las leyes y ordenanzas que él mismo ha dictado. En efecto, aunque uno puede recibir la ley de otra persona, es imposible por naturaleza darse a sí mismo una ley, así como ordenarse a sí mismo hacer algo que depende de la propia voluntad […] Del mismo modo que el papa no puede atarse las manos, como dicen los canonistas, un príncipe soberano tampoco puede atarse las manos.27

Sin embargo, una vez más las apariencias engañan. En primer lugar, Bodin afirmó inmediatamente después de este pasaje que el príncipe está obligado a respetar la ley divina y natural. A continuación, Bodin distinguió claramente entre leyes y contratos, y aseguró que el príncipe estaba obligado por los contratos que había celebrado con sus súbditos.28 De hecho, lo que Bodin reclamaba para el soberano no iba más allá del justo pedido de que el soberano—entendido como legislador—no se hallara sometido a la ley vigente, a saber, que pudiera dictar nuevas leyes, derogar aquellas que considerara reñidas con el interés público o bien adaptarlas a las nuevas circunstancias. Esto es lo que era necesario cuando Europa entró en una nueva fase de su historia en la que la sanción de nuevas leyes fue una condición sine qua non para evitar que el dominio público y el privado se desintegraran en un caos total. De hecho, esta tarea del legislador soberano ha sido desde entonces cada vez más urgente. Consideremos la legislación necesaria hoy en día para internet, los medios de comunicación, la biociencia, la eugenesia, la eutanasia o los productos financieros. Más que nunca, el legislador soberano de Bodin es lo que nos separa del fin de la civilización bajo la forma de un caos jurídico.

La adopción de la noción de soberanía de Bodin y del legislador soberano significó también el fin de la concepción medieval de la representación. Como se vio recién, la concepción medieval excluía la posibilidad de que existiera un interés compartido entre el representante y el príncipe. Es posible afirmar que ese interés común existía entre el representante y las ciudades, gremios o distritos a los que representaba. No obstante, como se vio en el apartado anterior, la relación entre el príncipe y el representante del Tercer Estado (o de cualquiera de los tres estados) se parecía mucho a un encuentro entre embajadores de dos potencias extranjeras. El acuerdo entre ambos era más que bienvenido, pero ninguno podía imponer realmente un arreglo a entera satisfacción. La aceptación de la noción de soberano de Bodin significó la introducción de un centro de gravedad único en el ámbito político, y a cuya atracción gravitatoria debían obedecer tanto el príncipe como el representante. El resultado fue que el príncipe—o, más bien, la persona o grupo de personas a quienes se concedió los poderes de legislar—se ubicó a partir de entonces en ese centro de gravedad, mientras que los representantes del pueblo se encontraron obligados a orbitar a su alrededor. Desde entonces, la discusión sobre la naturaleza del Estado moderno se ha convertido en una discusión sobre cómo dilucidar la relación entre ese centro de gravedad, los representantes del pueblo que orbitan a su alrededor y, por último, el propio pueblo.

Una respuesta obvia fue modelar la relación entre el legislador y los representantes del pueblo a partir de lo que se había heredado de la Edad Media. Tal es el caso de la noción hobbesiana de representante. El derecho privado había sido en la Edad Media el modelo para definir la relación entre el príncipe y los representantes del pueblo. Lo mismo ocurre con la concepción hobbesiana de la representación política:

Una Persona es aquella cuyas palabras y acciones son tomadas, o bien como propias, o bien en representación de las palabras y acciones de otro hombre, o de cualquier otra cosa a la cual son atribuidas, ya sea con Verdad o por Ficción. Cuando ellas son tomadas como propias, entonces se la llama Persona Natural; y cuando son tomadas en representación de las palabras y acciones de otro, entonces es una persona Imaginaria o Artificial. […] De las Personas Artificiales, algunas poseen sus acciones y palabras como Propiedad de aquellos a quienes representan. Así pues, la Persona es el Actor; y el que es dueño de sus palabras y acciones es el AUTOR: en este caso el Actor actúa por Autoridad.29

Así pues, la situación entre un procurador y la persona representada por él fue acá el modelo de la relación entre el Estado y las personas—es decir, los súbditos del Estado—a las que el primero representa. El derecho privado continuó siendo el modelo del derecho público, como lo fue en la Edad Media. Sin embargo, la propuesta de Hobbes acerca del representante fue, al mismo tiempo, parte de una de las defensas más poderosas del derecho público modernista jamás concebidas. En otras palabras, el nacimiento y la introducción de la noción moderna de soberano ejercieron una fuerte presión sobre la concepción de la representación política, con la consecuencia de que, tarde o temprano, una de las dos tuvo que ceder lugar a la otra. En el caso de Hobbes, el ámbito político se vio entonces unificado bajo la égida de un poder soberano indivisible, mientras que, al mismo tiempo, gran parte de lo que había esperado conseguir con ello fue deshecho de nuevo por su dependencia de la concepción medieval e imperativa de la representación, la cual se hallaba en la base de su explicación sobre cómo este soberano podía representar a la nación. Si uno se centra en la línea principal de la propuesta de Hobbes, la soberanía expulsa a la representación; pero si se mira bajo las piedras de algunos de sus argumentos más técnicos, ocurre lo contrario.

En todo caso, las tensiones entre soberanía y representación se acentuaron progresivamente en el transcurso del siglo XVIII y durante la Revolución francesa, y, en ese sentido, es posible discernir en los escritos de Burke, Rousseau, Sieyès, Constant y de los liberales doctrinarios algunos intentos explícitos o implícitos de forzar la cuestión hacia un lado o hacia otro.

4. Burke

Mientras que el argumento de Hobbes en el Leviatán sobre la representación fue un peculiar remanente medieval en una filosofía política enteramente modernista, con Burke ocurrió lo contrario, como veremos pronto. Comencemos primero por sus ideas sobre la soberanía.

Debido a su impaciencia con las “especulaciones vagas y metafísicas”, Burke no se interesó mucho por las sutilezas legales y constitucionales de la noción de soberanía. Con todo, en las relativamente escasas ocasiones en que empleó esa palabra, o la insinuó —y parece haberlo hecho con cierto grado de precisión—, optó por una “especie de término medio” entre la concepción de la soberanía medieval y la moderna.30 Hay en su concepción un soberano que constituye la fuente de la legalidad de la nación (esta es la parte moderna), pero esta fuente no puede ser localizada en ningún lugar concreto de la constitución de la nación (lo que recuerda a la concepción medieval de la soberanía):

Mientras que la estructura bien abroquelada de nuestra Iglesia y nuestro Estado, el santuario, el Lugar Santísimo de esa antigua ley, defendida por la reverencia, defendida por el poder, una fortaleza a la vez que un templo, […] mientras que la monarquía británica, no tan limitada como cercada por los órdenes del Estado, […] mientras que nuestro señor soberano el rey y sus fieles súbditos, los lores y los comunes de este reino, la solemne y francamente jurada promesa constitucional de esta nación, […] mientras que todo esto perdure, mientras que el duque de Bedford esté a salvo, todos estaremos a salvo en conjunto: los de arriba lo estarán de las plagas de la envidia y de los despojos de la expoliación; los de abajo lo estarán del puño de hierro de la opresión y del insolente desdeño del desprecio.31

La soberanía se coloca acá en la constitución de la nación, o, más bien, en cómo la constitución sintetiza la forma en la que la Iglesia y el Estado, el Rey, los lores y los comunes han cooperado entre sí desde tiempos inmemoriales. Sin duda, la imposibilidad de precisar la ubicación exacta del soberano en la constitución de la nación concedió a Burke una libertad de maniobra que él explotó con entusiasmo cuando fue necesario, evitando de este modo un conflicto abierto con sus concepciones mucho más acentuadas sobre la representación política.

Un ejemplo ilustrativo del desdén de Burke por la noción de soberanía lo constituye su crítica, al comienzo de sus Reflections on the Revolution in France, a la comparación que hace el Dr. Price entre la Revolución Gloriosa de 1688 y la Revolución francesa de 1789. Burke ciertamente se vio obligado a admitir que “hubo en la Revolución, en la persona de Guillermo III, una pequeña y temporal desviación del estricto orden en una sucesión regularmente hereditaria”32—aunque acá la simple expresión “una pequeña y temporal desviación” sería sin duda, para la gente que presenció los acontecimientos de 1688, el eufemismo del año—. No obstante, al colocar la soberanía en algún lugar indefinido de la constitución inglesa, Burke logró con éxito reducir la Revolución Gloriosa a un acontecimiento de escasa importancia—al tiempo que en otros escritos la enaltecía como la manifestación suprema de la libertad británica—. Su descripción, un poco más adelante, de Jacobo II como “un mal rey con un buen título, y no un usurpador”33 es aún más problemática. Si Burke hubiera llamado a Jacobo “usurpador” (una acusación bastante inofensiva, como cabría suponer—lo cual conduce a preguntar ¿por qué eso era ya demasiado para Burke?—), podría haber argumentado que Jacobo abusó de aquella parte de la soberanía de la nación que había sido confiada al rey. Aunque no es un argumento muy convincente y elegante, tiene al menos la virtud de respetar la lógica constitucional. Sin embargo, al negar explícitamente que Jacobo hubiera sido un usurpador—hurtando así, sin llamar la atención, cualquier tipo de soberanía que se consideraba atribuida al rey—la soberanía comienza a pulverizarse en la constitución de la nación de la forma más impredecible e irresponsable.34 No caben dudas de que esto es lo último que Burke hubiera deseado legalizar. Sin expresarla explícitamente, su opinión era que en 1688 el Parlamento tuvo, al menos en la práctica, derecho a intercambiar a Jacobo II por Guillermo III. Desde este punto de vista, su tendencia a repartir uniformemente la soberanía por toda la constitución habría quedado reducida, en última instancia, a la soberanía parlamentaria. Este es, ciertamente, un punto de vista honorable y consecuente,35 pero Burke no ofrece en ningún escrito un argumento formal apoyándolo.

Esto me trae a la parte moderna de la filosofía política de Burke: su teoría de la representación política. Burke expuso sus puntos de vista sobre la representación en un discurso a sus votantes en Bristol. Este discurso le costó probablemente la reelección, lo que obligó al marqués de Rockingham a buscarle un burgo podrido para asegurar su presencia en la Cámara de los Comunes. El célebre y relevante pasaje dice así:

Ciertamente, señores, la felicidad y la gloria de un representante consiste en vivir en la más estricta unión, la más estrecha correspondencia y la más irrestricta comunión con sus electores. […] Sin embargo, su opinión imparcial, su juicio maduro, su conciencia ilustrada, no debería ser ofrecida en sacrificio a ustedes, a ningún hombre, ni a ningún conjunto de hombres existente. Vuestro representante os debe, no solo su industria, sino también su juicio; y os traiciona, en lugar de serviros, si lo sacrifica a vuestra opinión. […] Las instrucciones autoritativas, los mandatos emitidos, que el representante está obligado ciega e implícitamente a obedecer, a votar y a defender—aunque sean contrarios a la más clara convicción de su juicio y de su conciencia—, son todas cosas totalmente desconocidas para las leyes de esta tierra, y surgen de un error fundamental en el completo orden y tenor de nuestra Constitución. […] El Parlamento no es un congreso de embajadores de intereses diferentes y hostiles, los cuales cada uno debe preservar, como agente y defensor, contra otros agentes y defensores; el Parlamento es una asamblea deliberativa de una nación, con un interés—aquel de la totalidad—, en donde no deben regir los objetivos ni los prejuicios locales, sino el bien general, resultante de la razón general de la totalidad. Ustedes eligen a uno de sus miembros, en efecto, pero una vez elegido, no es ya un miembro de Bristol, sino un miembro del Parlamento.36

Esto supone una ruptura fundamental con la concepción medieval de la representación en dos aspectos. El representante ya no se encuentra ligado por un mandato imperativo a quién representa y, asimismo, ya no representa al distrito que lo envía al Parlamento.37 Es posible percibir acá, una vez más, la adhesión a la soberanía parlamentaria—tanto más cuanto que recién ha sido señalada ya la predilección de Burke por ese tipo de gobierno—. Esta adhesión redunda en la adopción de una variante particular de la aristocracia, a saber, la aristocracia parlamentaria.

Ahora bien, conceptualmente no hay, una vez más, nada de malo en la aristocracia como forma de gobierno en la que cierta minoría posee autoridad soberana. Se trata de un tipo de gobierno que se puede ser defendido consecuentemente. No hay ningún problema al respecto. Sin embargo, dos problemas se presentan en la construcción de Burke. En primer lugar, habría que preguntar qué consecuencias tuvo esto sobre la perspectiva constitucionalista de Burke acerca de la soberanía, tal y como ha sido expuesta. En efecto, la noción de representación de Burke introduce al votante también en la escena política. Así pues, es innegable que el votante también forma parte de “la constitución”. No obstante, si, en los términos de Burke, la soberanía se ubica en la constitución, de ello se deduce necesariamente que la soberanía está en cada parte de todo el trayecto que va desde el rey hasta el más humilde de sus súbditos. Sin embargo, como es bien sabido, lo que está en todas partes, en la práctica no está en ninguna. Ello significaría la disolución de la noción de soberanía. Ante este problema, Burke probablemente recurriría a su tesis de la soberanía parlamentaria, pero, en tal caso, ¿qué papel significativo podría tener entonces la representación en una aristocracia? En caso de tenerlo, la aristocracia no es ya una aristocracia, sino una variante de la democracia, y si no tiene ninguno, la representación es una mera fachada pseudodemocrática para lo que es, en la práctica, una aristocracia. Para todos los teóricos políticos desde finales del siglo XVIII hasta la actualidad, queda claro que lo que se llama con tanto cariño democracia representativa es, en la práctica, una aristocracia electiva.38

Por consiguiente, o bien se atribuye la soberanía a una aristocracia (parlamentaria o de cualquier otra denominación)—pero entonces tanto la representación medieval como la moderna son meras apariencias que pretenden hacernos desviar la mirada de la verdadera realidad aristocrática—, o bien se opta por la representación. En este último caso, se presentan dos posibilidades: la representación medieval y la moderna. En la representación medieval, la soberanía desaparecería de la vista, puesto que sería claramente ridículo presentar como el soberano a las ciudades, gremios, etc., representados por sus representantes. La otra posibilidad es la representación política moderna. Sin embargo, acá la representación se encuentra sometida a la soberanía, ya que, como se vio, una democracia representativa es, en la práctica, una aristocracia electiva, y esta concesión de la soberanía anula el papel de la representación. Así pues, soberanía y representación se excluyen mutuamente. Este es, pues, el callejón sin salida al que nos conduce inevitablemente la argumentación de Burke—y que Rousseau le habría señalado, si hubiera estado familiarizado con el pensamiento político de Burke—.

5. Rousseau

Mientras la representación expulsa a la soberanía en el pensamiento de Burke, en el de Rousseau ocurre lo contrario—aunque, como veremos, con una salvedad bastante importante—. Las concepciones de Rousseau sobre la soberanía y la representación política han sido largamente discutidas desde la publicación del Contrat social hace dos siglos y medio. Así pues, carece de sentido cualquier pretensión de añadir algo sustancial a todo lo que se ha dicho ya sobre los argumentos relevantes de Rousseau. No obstante, creo que un aspecto de la crítica de Rousseau a la representación política ha sido atendido hasta ahora de manera insuficiente. En 1762, el blanco de la crítica de Rousseau en el Contrat social era, en concreto, la representación medieval, y no la variante moderna—lo que puede ayudar a explicar por qué no compartimos la sorpresa casi universal ante la adopción condicional por parte de Rousseau de esa variante moderna en sus escritos políticos posteriores a 1762, como, por ejemplo, sus Considérations sur le gouvernement de Pologne—.

Así pues, comencemos por el célebre y discutido pasaje sobre la representación en el Contrat social:

La soberanía no puede ser representada, por la misma razón por la que no puede ser alienada; esta consiste esencialmente en la voluntad general, y la voluntad no se representa en absoluto: o bien es la misma, o bien es otra, no hay punto medio. Así, los diputados del pueblo no son ni pueden ser sus representantes; no son más que sus comisionados; no pueden tomar ninguna decisión definitiva. […] El pueblo inglés se piensa libre, pero se equivoca seriamente: no lo es más que durante la elección de los miembros del parlamento; tan pronto como estos han sido electos, deviene esclavo, no es nada. En los breves períodos de libertad, el uso que hace de ella bien amerita que la pierda.39

Casi todos los lectores de Rousseau han visto en ese pasaje un rechazo de lo que en este ensayo se llama representación política “moderna” o burkeana.40 No es difícil explicar por qué. En primer lugar, puesto en esos términos, el argumento de Rousseau tiene bastante sentido. En efecto, en la concepción burkeana de la representación política, en la que el representante ya no está ligado por un mandato imperativo a aquellos a quienes representa, el representante tiene el poder de promulgar leyes que no son aceptadas por sus votantes. Dado que, como es bien sabido, Rousseau fue de manera consecuente un ferviente e implacable defensor de la soberanía popular, era de esperar que se opusiera a este aspecto de la representación “moderna”. En segundo lugar, Rousseau se refería explícitamente a la representación política en la Inglaterra de su propio tiempo y que es asociada inmediatamente con la representación “moderna” tal y como fue analizada por Burke.41

Sin embargo, tal interpretación es incorrecta. Esto queda claro cuando se presta atención a los pasajes inmediatamente anteriores y posteriores al célebre que ha sido citado. En efecto, de estos pasajes se deduce que Rousseau no discute en ellos lo que se ha dado en llamar democracia representativa, sino la representación medieval. Ciertamente, en las líneas inmediatamente anteriores al célebre pasaje, Rousseau expresa su desacuerdo con la forma en que la nación era representada en la Edad Media por los tres estados, y agrega a continuación: “La idea de representantes es moderna: proviene del gobierno feudal, de ese gobierno inicuo y absurdo en el que la raza humana es degradada, y en el que el nombre de hombre está en deshonra”. Así pues, Urbinati evidentemente no se equivoca al afirmar que, cuando Rousseau “escribió en el Contrat social que la representación era una institución moderna, se refería precisamente a la tradición feudal”.42

Al incorporar este detalle en su propia interpretación de la célebre cita, Urbinati concluye que Rousseau había querido expresar con ella su rechazo a la confusión entre res privata y res publica, propia del sistema feudal. No caben dudas de que esto es así. En efecto, la distinción entre el interés privado y el interés público y la necesidad de evitar que el segundo sea sofocado por el primero es un tema que circula por todo el Contrat social, si no es que lo hace por todos los escritos políticos de Rousseau. Con todo, el punto de su argumento está claramente en otra parte; se trata, a fin de cuentas, de una declaración sobre la imposibilidad de representar la soberanía—esto es lo que afirma más explícitamente: “la soberanía no puede ser representada, […] la voluntad no se representa en absoluto”—, o, mejor dicho, la soberanía popular—esto era sin duda lo que Rousseau tuvo continuamente en mente al escribir el Contrat social—. Por consiguiente, el célebre pasaje no debería ser interpretado como un rechazo de la representación burkeana “moderna”, sino como un planteamiento sobre la incompatibilidad entre sí de las nociones medievales de soberanía y de representación.

Sería apropiado agregar que esto no implica necesariamente que Rousseau haya sido hostil a la idea misma del representante medieval, ligado a quien representaba por un mandato imperativo. De hecho, Rousseau parece haber sido bastante consciente de que, en un mundo imperfecto, esto es lo más cerca a respetar la voluntad del pueblo que se puede llegar, en tanto y en cuanto el pueblo no esté en condiciones de expresar su voluntad por sí mismo. Todo lo que Rousseau dice y quiere decir acá es que ese tipo de representación no puede ser armonizada con la noción de soberanía de Bodin, y que él se debía a sí mismo el ser sincero al respecto. En este punto, no se puede sino estar de acuerdo con Rousseau. En efecto, la concepción de la soberanía de Bodin reúne todo el ámbito político en una totalidad, y, entonces, el representante medieval se convierte inevitablemente en el campo de batalla entre el legislador soberano y el electorado representado por sus representantes. Como hemos visto, la representación medieval poseía el gran mérito de ser coherente consigo misma: el representante nunca se veía obligado a renunciar a su rol de representante y a decidir, también, sobre su contribución como representante. Toda decisión de esta naturaleza era o sería tomada por aquellos a los que representaba, y a los que estaba ligado por un mandato imperativo. No obstante, como Rousseau subrayó, esto supone la inexistencia de la soberanía. En lugar de la soberanía, lo que existía en el sistema medieval eran negociaciones entre el príncipe y los representantes del Tercer Estado. No había ningún poder soberano por encima de ellos que tuviera derecho a interferir en modo alguno en tales negociaciones. La jerarquía política simplemente terminaba en ellos dos.

Sin embargo, cuando la representación medieval se vio forzada dentro del modelo unitario encapsulado en la noción de soberanía de Bodin, el enfrentamiento entre representación y soberanía se volvió inevitable. Este enfrentamiento se puso de manifiesto principalmente en la función del representante del pueblo. A partir de entonces, este debía representar al pueblo y decidir sobre la propuesta que había hecho como su representante. En cierto modo, era como si el representante medieval hubiera transgredido, por así decirlo, la línea mágica que siempre había separado al príncipe de los representantes del Tercer Estado.

El gran mérito de Rousseau fue el de centrarse en la representación medieval para demostrar que ella esconde una gran contradicción. Mientras la representación política medieval quede fuera del análisis y la democracia representativa sea el modelo en mente, esta contradicción será ciertamente imperceptible. Solo al confrontar nuestro análisis con el de Rousseau es posible reconocer lo inconveniente de combinar la representación y el ejercicio de la soberanía en el representante del pueblo, ya que supone una invitación permanente a confundir estas dos labores constitucionales esencialmente diferentes. Depende de las circunstancias si esta confusión da lugar a un abuso de poder (soberano) por parte del representante, o si más bien socava el ejercicio de sus tareas y responsabilidades constitucionales. Con respecto de esta última opción, debería tenerse presente que llevar a cabo una tarea desarrollada en torno a una gran contradicción nunca es fácil. Así pues, en general, el representante se ve socavado por la contradicción, más que estimulado para encontrar en ella una oportunidad para el abuso de poder. La historia política demuestra que tal intuición es correcta.

Estas reflexiones se encuentran en sintonía, por supuesto, con la idea convencional de que Rousseau consideraba que la representación política y la soberanía son incompatibles entre sí. En este punto, quisiera agregar tres breves comentarios. En primer lugar, si un filósofo político de la talla de Rousseau llega a semejante idea, no se pueden descartar de plano sus conclusiones al calificarlas como apresuradas e irrelevantes. En efecto, esta incompatibilidad no solo tiene interés en el marco del estudio de sus escritos políticos, sino que deberíamos preguntarnos también sobre las consecuencias de su pensamiento para la reflexión contemporánea sobre la naturaleza del Estado democrático. En segundo lugar, en las genealogías de la democracia representativa se tiende a hacer hincapié en la Grecia clásica cuando se trata de los orígenes de la democracia, en detrimento de la representación en la Edad Media. Rousseau deja en claro que la representación política en la Edad Media merece más atención de la que se le presta en la actualidad. En tercer lugar, como se verá pronto, Rousseau no detiene su reflexión en la tesis de la inevitable tensión entre soberanía y representación política. Sin renegar en absoluto de sus planteamientos expuestos en los párrafos precedentes, logró crear entre la representación y la soberanía la distancia necesaria para evitar que ambas nociones se chocaran inmediatamente una contra la otra.

Para estar en condiciones de percibir esto, es preciso recordar cuál era la pregunta absolutamente fundamental a la que Rousseau había querido responder en su Contrat social:

Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y, a través de la cual, cada uno, al unirse a todos, no obedezca más que a sí mismo, y permanezca tan libre como antes. Tal es el problema fundamental cuya solución brinda el Contrat social.43

Esto ofrece efectivamente el marco en el que Rousseau desarrolló su filosofía política en el Contrat social, y determina cómo deberíamos interpretar su concepción de la representación política. Propio de este marco es que este propone un movimiento desde una situación inicial a la que, por la vía de alguna turbación violenta—a saber, la fase de asociación—, se regresa luego, pero en un plano superior en el que las libertades iniciales del individuo le han sido restituidas en una versión superior y socializada.44

Esta es la matriz de gran parte de la obra de Rousseau, y es posible encontrarla no solo en su filosofía política, sino también en su antropología filosófica y en su filosofía de la historia. En todos los casos, una unidad inicial resulta dividida, y todo el esfuerzo y la perspicacia filosóficas de Rousseau son consagrados al servicio de averiguar si es posible deshacer o no tal división—y, en caso afirmativo, en qué medida—. En términos generales, Rousseau se muestra pesimista sobre este punto, pero es un filósofo demasiado sutil como para caer en las generalizaciones.45 Horowitz capturó muy bien el movimiento al describir cómo este funciona tanto en el plano del individuo humano como en el de la historia de la sociedad civil:

En la inmediatez de su vida psíquica, el salvaje ofrece un prototipo de la felicidad humana. Debe entenderse que un prototipo no es un ideal, sino el patrón original. El ideal de felicidad de Rousseau—tal como se encontrará en el Émile—es un retorno dialéctico al equilibrio psíquico del salvaje.46

Tal y como Horowitz ha expresado en otra parte de su estudio, la socialización del salvaje que causa su entrada en el orden social produce una especie de “desdoblamiento de la personalidad”, alienándolo de su verdadero yo.47 Rousseau había afirmado en el segundo Discours que tal desdoblamiento de la personalidad es la fuente de todos los males de la sociedad civil,48 y que esta última puede ser reducida a la victoria del amour propre sobre el amour de soi. De este modo, emerge una sociedad en la que los individuos han perdido aquello que los anclaba a sí mismos, por así decirlo, lo que explica por qué solo pueden relacionarse con los demás mediante la emulación o la expoliación constantes. El destino del individuo y el de la sociedad civil son, nuevamente, bastante similares, como si la historia ontogenética del individuo recapitulara la historia filogenética de la sociedad civil, para expresarlo con la terminología de Ernst Haeckel.49

Idealmente, este desdoblamiento es lo que la política debería intentar superar. Podría haber sido superado si tan solo hubiera existido una persona que hubiera experimentado este desdoblamiento de la personalidad, ya que la reconstitución de su antiguo yo en un nivel superior hubiera sido relativamente fácil y apenas un desafío para un solo individuo. En palabras de Rousseau:

Hubiera deseado nacer en un país donde el soberano y el pueblo tuviesen un solo y mismo interés, de modo que todos los movimientos de la máquina tendieran siempre y exclusivamente a la felicidad común. Dado que eso no es posible a menos que el pueblo y el soberano sean una sola y misma persona, se deduce que yo habría deseado nacer bajo un gobierno democrático y sabiamente moderado.50

Sin embargo, somos “arrojados” a una sociedad civil51 constituida por los mecanismos del amour propre y sus equivalentes sociales, de modo que solo en “circunstancias de laboratorio” muy particulares (como las descritas en el Émile) puede superarse el desdoblamiento de la personalidad. En todo caso, lo importante es que ello permanece como algo que resulta posible: la lógica política de Rousseau no excluye radicalmente esa posibilidad.

Volvamos ahora a la representación política teniendo en cuenta todo lo anterior. Encontraremos acá, una vez más, la matriz expuesta recién. Resulta crucial en este punto la noción de volonté générale en oposición a la volonté de tous. La primera expresa el interés general genuino, sin las distorsiones causadas por los intereses privados.52 Sin duda, el interés privado produce en el ámbito político el mismo efecto que aquel que el amour propre causa en el individuo dentro la sociedad civil: ambos conducen a un desdoblamiento de la personalidad que aliena al individuo de sí mismo. Así pues, la lógica de Rousseau incita a reconocer la volonté générale como la voluntad que puede restaurar el cuerpo político a su prístina unidad. Esto puede ser útil para aclarar la famosa y categórica acusación de Rousseau acerca de la representación política que fue citada anteriormente: “La soberanía no puede ser representada, por la misma razón por la que no puede ser alienada; esta consiste esencialmente en la voluntad general, y la voluntad no se representa en absoluto: o bien es la misma, o bien es otra, no hay punto medio.”53 Ahora bien, nótese que Rousseau sostiene acá explícitamente que la soberanía no puede ser representada porque de serlo corre el riesgo de ser alienada. De ello se deduce que la soberanía puede ser representada siempre y cuando esta no sea alienada.54 Esto es claramente lo que sucede cuando el soberano expresa la volonté générale, de acuerdo con la afirmación de Rousseau (en el mismo pasaje citado), según la cual “la soberanía [….] consiste esencialmente en la voluntad general”.

A modo de conclusión en esta exposición larga y compleja, quienes estudian a Rousseau (como Urbinati) sin duda están en lo correcto al afirmar que la deriva general de la filosofía política de Rousseau conduce a la idea de que la soberanía y la representación política se excluyen mutuamente. Sin embargo, esta exclusión no es el producto de una lógica, sino de cuestiones históricas y sociales que impiden la reconciliación de la soberanía y la representación política. Esta salvedad es importante, no solo para comprender mejor a Rousseau, sino también para entender la relación entre las nociones de soberanía y representación política, y para una discusión de esa relación a principios del siglo XIX (a la que referiré pronto).

Richard Fralin publicó en 1978 un libro serio y erudito en el que analiza detenidamente todo lo que Rousseau había dicho sobre la representación política a lo largo de su carrera como filósofo político. A Fralin le llamó la atención el hecho de que, aunque Rousseau rechazó inflexiblemente la representación en su principal texto político—Du contrat social—, parecía haber sido mucho más transigente con la representación tanto antes como después de 1762.55 Antes de ese año, sus ideas sobre la representación no habían madurado aún y, por lo tanto, tendió a sumarse al esfuerzo de los enciclopedistas (como d’Holbach) por sustituir la representación de los tres estados por algo más moderno y cercano a lo que hoy en día se entiende por representación política.56 A continuación, en 1762, vino la crítica radical de la representación en el Contrat social, la cual, como cabría de esperarse, debería haber marcado el tenor de todas sus declaraciones posteriores sobre el tema. Sin embargo, ocurrió exactamente lo contrario. Con el caso de sus Considérations sur le gouvernement de Pologne (1771), podría pensarse que el gran tamaño de ese país y su difícil situación política obligaron a Rousseau a añadir un poco de agua al espeso vino de la representación. Con todo, sorprende enterarse que llegó incluso a defender el liberum veto, al que todo el mundo en el siglo XVIII señalaba como la principal fuente de la parálisis política del país.57 Resulta ciertamente difícil concebir que alguien tan insistente en la unidad y la indivisibilidad de la soberanía como Rousseau pudiera estar dispuesto a realizar una concesión tan disparatada.

En cualquier caso, cabe esperar algo distinto para las Lettres écrites de la montagne (1764). ¿Acaso Rousseau no confesó abiertamente que había pensado en Ginebra al escribir el Contrat social? De hecho, ¿no era Ginebra un tipo de Estado ideal para aplicar los principios fundamentales de aquel libro? Es más, ¿acaso Rousseau no estaba especialmente bien informado sobre las instituciones políticas ginebrinas y su historia gracias a todo el trabajo de investigación que había realizado para escribir sus Lettres? Con todo, Rousseau extrañamente se acerca en las Lettres a las ideas de Burke sobre la representación política. En efecto, en abierta contradicción con la defensa de la soberanía popular (que no debe confundirse, desde luego, con la concepción moderna de la democracia representativa) realizada en el Contrat social, Rousseau defiende acá la soberanía del Gran Consejo (que representaba a la burguesía ginebrina).58 De hecho, llega incluso a negar al pueblo el derecho a la iniciativa legislativa—subrayando de este modo, como Burke, la autonomía del representante con respecto al pueblo al que representa—, a la vez que reduce explícitamente el papel constitucional del pueblo a la simple ratificación de lo decidido por sus representantes.59 En estos escritos, Rousseau expresa ahora—en contraste con el Contrat social, publicado apenas dos años antes—una asombrosa simpatía hacia Inglaterra.60

¿Cómo se explica esta sorprendente volte-face? Ciertamente, Fralin estaría en parte en lo correcto al decir que Rousseau simplemente cambió de parecer. ¿Por qué no? ¿Acaso no lo hacemos frecuentemente nosotros mismos? A fin de cuentas, il n’y a que les imbéciles qui ne changent pas d’avis.61 En todo caso, el cambio de parecer de Rousseau es probablemente menos acentuado si se tiene en cuenta lo expuesto en los párrafos precedentes. Como hemos visto, en efecto, aunque la crítica de la representación política por parte de Rousseau se basaba en su afirmación sobre la incompatibilidad de la representación y la soberanía, su argumento aún dejaba lugar para la representación política en circunstancias ideales. Muy poco, pero, aun así, algo de lugar. Esto le confirió cierta libertad de maniobra a la hora de tener que aplicar su filosofía política sobre el implacable hecho político concreto.

6. Sieyès, Constant y los liberales doctrinarios

Lo que Rousseau colocó en la agenda de la filosofía política ocupó por mucho tiempo a los teóricos. En términos generales, se admitía que el problema no poseía solo un interés académico, sino que también tenía consecuencias inmediatas para el funcionamiento concreto de las democracias representativas que emergían en la Europa del siglo XIX. Resultaba evidente que, para su correcto funcionamiento, era crucial alcanzar una claridad absoluta sobre el rol constitucional del representante del pueblo. En efecto, el representante del pueblo era la piedra angular de todo el sistema, y la falta de claridad en su estatus y en sus funciones constitucionales podía estropearlo todo. No era difícil darse cuenta de que los debates sobre el representante debían concentrarse en la forma en la que este podía ser el representante del pueblo y, al mismo tiempo, en su calidad de legislador, su soberano. Evidentemente, la noción de soberanía popular sintetizaba todas en contradicciones en los límites trazados a las funciones constitucionales del representante. Por consiguiente, ¿qué otra solución era más lógica que volver de algún modo (con Hobbes, aunque de forma más sistemática) al modelo medieval de representación y separar de nuevo radicalmente representación y legislación (o soberanía)? Este fue, pues, el remedio prescrito por Emmanuel Sieyès.

Es posible resumir la propuesta principal de Sieyès de la siguiente manera. En primer lugar, es preciso establecer un Tribunado62 elegido por el pueblo y ligado a él por mandato directo. Este Tribunado registrará “objetivamente” los deseos y expectativas del pueblo, y no posee autonomía alguna con respecto del electorado. Por otra parte, se establecerá un ejecutivo, elegido también por el pueblo, conforme a la propuesta de Rousseau en el Contrat social. Finalmente, un legislativo, elegido también por el pueblo. En las sesiones del legislativo, los diputados del Tribunado y del ejecutivo debatirán los pros y los contras de las propuestas que fueron presentadas por el Tribunado, y, tras escuchar a ambas partes, el legislativo tomará una decisión.63

A primera vista, pareciera que esta construcción tan ingeniosa es capaz de resolver el problema planteado por la representación moderna: da la impresión que la contradicción en el corazón del representante ha sido eliminada mediante la separación del Tribunado y el legislativo. En efecto, en la propuesta de Sieyès, el representante es o bien representante (como miembro del Tribunado) o bien legislador (como miembro del legislativo), nunca las dos cosas al mismo tiempo. Así pues, todo parece indicar que la propuesta de Sieyès—de llevarse a cabo—protegería nuestras actuales democracias representativas de la acusación de ser en realidad aristocracias electivas.64 Sin embargo, en el contexto del debate actual, el defecto de este sistema es que solo separa parcialmente soberanía y representación. En efecto, los miembros del legislativo son elegidos por el pueblo y a la vez tienen la última palabra en las discusiones entre los diputados del Tribunado y el ejecutivo. Por consiguiente, en lo que a ellos respecta, todo el problema se les volverá a presentar nuevamente—y confieso que no veo ningún remedio para esto en el marco de la propuesta de Sieyès—.

Veamos, pues, cómo abordó este problema Benjamin Constant. Las ideas de Constant son acá objeto de interés, ya que fueron desarrolladas explícitamente como una respuesta a Rousseau. En efecto, Constant desarrolló el hábito de contemplar la Revolución francesa—y, sobre todo, el régimen del terror de Robespierre—como si fuera una especie de experimento de laboratorio capaz de permitir identificar con precisión los elementos negativos de la filosofía política de Rousseau. Sin duda, esto introduce un sesgo específico en su argumento, en la medida en que este tiende a centrarse en la forma en que las ideas de Rousseau sobre la soberanía y la representación podrían invitar a abusos del poder soberano como ocurrió con el caso de Robespierre. Las pruebas apuntan como principal culpable a la noción de soberanía de Rousseau. O, mejor dicho, a todo recurso a, o adopción de, la soberanía. Constant emplea muy ocasionalmente este término, y opta por un equivalente más o menos cercano de factura propia: autorité sociale—un término ambiguo que no fue claramente definido en ninguna parte, y que debería ser interpretado como una noción edulcorada de la soberanía—. Así pues, mientras que la respuesta de Sieyès a Rousseau consistió en otorgar el máximo grado de separación posible a la representación y la soberanía, la propuesta de Constant pretendió convertir esta última en una noción políticamente inofensiva.

No es fácil sintetizar las ideas relevantes de Constant, ya que en algunos casos son bastante confusas.65 Su ataque a la noción de volonté générale de Rousseau comienza por objetar que cualquier forma de gobierno—como la teocracia, la monarquía o la aristocracia—sea solo legítima si cuenta con el apoyo de la volonté générale.66 Sin duda, Constant no tiene en mente acá la volonté générale de Rousseau que formula los mandatos del soberano, sino la decisión sobre quién o qué será el soberano, dos cosas que Rousseau siempre mantuvo cuidadosamente separadas67 (aunque no resulta inconcebible que, en el caso de que Rousseau hubiese debido apresurar una definición al respecto, hubiera estado de acuerdo en última instancia con Constant sobre la idea de que cualquier constitución debería contar con el apoyo del mayor número posible de las personas que conforman el pueblo). Un problema similar se presentó cuando Constant abordó lo que considera el mayor defecto de la filosofía política de Rousseau, a saber, su insistencia en que no existen límites a los poderes del legislador.68 Como Constant subraya, es precisamente esto lo que volvió posible el régimen del terror de Robespierre; no habrían sido posibles abusos de poder tan execrables si se hubieran respetado los límites correspondientes a todo ejercicio de la soberanía. Dos consideraciones vienen al caso en relación con estas ideas de Constant.

En primer lugar, tales abusos solo pueden ser impedidos si existe un poder soberano que los prohíba. La Déclaration des droits de l’homme et du citoyen de 1789 a la que el propio Constant hace referencia acá no es una revelación capaz de inspirar ni acciones concretas ni mucho menos todo un sistema político al momento mismo de penetrar la mente de alguien (como la de Jérôme Champion de Cicé69). En efecto, para impedir y castigar cualquier infracción cometida, es preciso su ratificación por parte de las instituciones públicas, como la Assemblée Nationale en agosto de 1789. Así pues, en ausencia de una institución que tenga la autoridad soberana para hacerla cumplir y que tenga el deber de rendir cuentas de cómo ha hecho uso de su autoridad, la Déclaration continuará siendo una pieza vacía de retórica política. La pregunta inevitable es entonces: ¿de dónde proviene esta autoridad? ¿Por qué debemos obedecerla? ¿De qué manera cualquier respuesta a esa pregunta resuelve la cuestión de la autoridad soberana? Esto me trae a una segunda—y más relevante—observación. El defecto decisivo del planteamiento de Rousseau era, según Constant, la suposición de que, si en el contrato original, todos se entregan a todos los demás, entonces nadie se entrega a nadie en particular. Sin embargo, como Constant sugiere:

La acción que se hace en nombre de todos, al estar necesariamente, por común acuerdo o por la fuerza, a disposición de uno solo o de algunos, redunda en que, cuando nos entregamos a todos, no sea cierto que no estemos entregándonos a nadie. Por el contrario, estamos entregándonos a aquellos que actúan en nombre de todos. De aquí se sigue que, al entregarse por entero, uno no se entrega en una condición igual para todos, puesto que algunos se aprovechan exclusivamente del sacrificio del resto.70

Ahora bien, Constant repite acá portentosamente el propio argumento de Rousseau. En efecto, todas las sospechas de Rousseau con respecto de la representación tenían por fuente última, como se ha visto arriba, su desconfianza hacia las personas que hablan “en nombre de otros”—¡y de quienes dicen representar!—. En otras palabras, no hay ninguna razón para suponer que Rousseau hubiera sido menos crítico que Constant al condenar el régimen del terror de Robespierre como un ejemplo atroz de lo que puede ocurrir cuando los representantes se creen la encarnación del poder soberano.

Pasemos ahora a la teoría de la representación política de Constant. En primer lugar, descubriremos con cierto desconcierto que en las 859 páginas71 de su principal obra sobre filosofía política (la cual lleva incluso la expresión gouvernement représentatif en su título), Constant no abordó en ninguna parte la representación política. Sin embargo, afortunadamente lo hace en otros textos, particularmente en su célebre discurso de 1819 sobre la libertad de los antiguos y de los modernos. Constant califica allí el gobierno representativo como un descubrimiento “moderno”,72 del mismo modo que Rousseau había calificado la representación como institución “moderna” por sus orígenes en la Edad Media. Sin embargo, también es “moderno” en el sentido de ser el sistema político de la época en la que los ciudadanos—a diferencia de los de la Atenas o la Roma clásicas—no tienen ya el tiempo para debatir y decidir por sí mismos las cuestiones políticas y, por lo tanto, prefieren delegar esta tarea a sus representantes. En palabras de Constant:

De ahí viene, señores, la necesidad del sistema representativo. El sistema representativo no es más que una organización mediante la cual una nación encarga a unos cuantos individuos que hagan lo que ella misma no puede o no quiere hacer. Los pobres se ocupan de sus propios asuntos; los ricos contratan procuradores. […] El sistema representativo es una procuración conferida a un cierto número de hombres por la masa del pueblo, que quiere que sus intereses sean defendidos y que sin embargo no tiene tiempo de defenderlos siempre por sí mismo. […] Los pueblos que, con el fin de gozar de la libertad que les corresponde, recurren al sistema representativo, deben ejercer una vigilancia activa y constante sobre sus representantes, y reservarse—para épocas con intervalos relativamente breves—el derecho de apartarlos en caso de que hayan engañado su confianza y revocar los poderes de los que hubiesen abusado.73

No caben dudas de que esta es una idea sumamente razonable y ofrece una imagen perfectamente aceptable de la práctica de nuestras democracias representativas contemporáneas. Sin embargo, el verdadero problema teórico se difumina. En efecto, supongamos que existe el conflicto entre el pueblo y los representantes del pueblo al que alude Constant. ¿Quién apartará a estos últimos? ¿El pueblo, iniciando tal vez una revolución contra sus gobernantes? ¿O, hipotéticamente, apelando de forma más pacífica a una institución a la que pueda hacer llegar sus quejas y que tenga el poder de actuar en consecuencia? Tal institución existe afortunadamente: el Parlamento. Por desgracia, esta es precisamente la institución contra la que el pueblo se rebela y que, al parecer, tiene una visión del asunto en cuestión diferente a la del pueblo. Evidentemente, si no fuera así, no existiría conflicto alguno entre el pueblo y sus representantes. Así pues, esta idea no contribuye a resolver el problema ocasionado por la imagen optimista que Constant tiene de los sistemas representativos, y, por consiguiente, el conflicto conceptual entre representación y soberanía reemergerá inevitablemente. En el esquema de la democracia representativa de Constant, el teórico burkeano probablemente optará por la representación, mientras su rival rousseauniano optará por la soberanía. En todo caso, el único mérito de la forma en que Constant plantea el dilema es que es tan vaga que vuelve invisible al dilema junto con todas sus implicaciones.

Llegamos así, finalmente, a la forma en la que los liberales doctrinarios desarrollaron la cuestión que ocupa la atención de este ensayo. Rosanvallon ha escrito sobre la concepción que los liberales doctrinarios poseían de la soberanía y la representación: “Sus desarrollos sobre este punto marcan una ruptura brutal con la mayoría de los escritos anteriores. El término ‘representación’ adquiere para ellos un sentido nuevo. […]. Conciben al gobierno representativo, ante todo, como un operador social dinámico”.74 Sería apropiado agregar que los liberales doctrinarios permanecieron bastante cerca de Constant. Para empezar, retomaron de él la idea de que, en una democracia representativa, los ciudadanos delegan su soberanía en sus representantes.75 Es más, su principal tesis proponía una “soberanía de la razón”, anticipada ya por Benjamin Constant en su Commentaire sur l’ouvrage de Filangieri, publicado en dos partes en 1822. Dos elementos pueden ser claramente identificados en la idea de la soberanía de la razón.

En primer lugar, se produce acá un alejamiento del voluntarismo de la volonté générale de Rousseau76 hacia un cognitivismo en el sentido de que el ejercicio de la soberanía consiste, ante todo, para los liberales doctrinarios, una cuestión de averiguar lo que es verdadero, justo, prudente, y que sirve al interés público. En segundo lugar, tales verdades solo pueden ser descubiertas en la interacción entre el gobierno y la sociedad, y es precisamente esto lo que pretende revelar la representación política: “Lo propio del sistema representativo, y también su gran ventaja, consiste en revelar sin cesar la sociedad a su gobierno y a sí misma, y el gobierno a sí mismo y a la sociedad”.77 Así pues, la representación es un espejo en el que la sociedad y el gobierno pueden reconocerse mutuamente y descubrir la verdad social y política que debe guiar las acciones del gobierno.

De esto se desprenden otras dos conclusiones más. En primer lugar, aquel giro cognitivista en la forma de concebir la soberanía implica que ninguna persona o institución puede proclamarse depositaria de la verdad soberana. No hay más que una búsqueda continua de esa verdad, y eso requerirá una entrega permanente tanto de la sociedad como del gobierno. En palabras de Guizot:

El derecho de soberanía no pertenece a nadie, porque el conocimiento pleno y continuo, la aplicación fija e imperturbable de la justicia y de la razón no pertenecen a nuestra naturaleza imperfecta. […] Lo que digo es que el gobierno representativo no atribuye el derecho de soberanía a nadie, que todos los poderes se agitan en su seno para descubrir y ajustarse de forma fiel a la norma que debe regir su acción, y que el derecho de soberanía solo les es reconocido a condición de que lo justifiquen incesantemente.78

Podría afirmarse que este es el núcleo del liberalismo de los liberales doctrinarios: negar que cualquier persona o institución pueda presentar sus ideas como la verdad política absoluta (aunque exista siempre el deber de intentar aproximarse a ella lo más posible) es, de hecho, la reivindicación más práctica y elegante que pueda ser concebida de la libertad política—y que fue reiterada por los pensadores liberales del siglo XX, como Popper y Hayek—.79 Sin embargo, más importante aún es un cambio fundamental en la forma de concebir la representación. La concepción liberal doctrinaria de la soberanía de la razón asigna a la representación la tarea de recolectar las semillas de la razón diseminadas por toda la sociedad y transportarlas a la asamblea de la nación y al espíritu de los políticos que deben decidir sobre los asuntos de interés público. La representación ya no tiene acá la tarea de establecer de algún modo en la capital una copia en miniatura de la nación en su conjunto más o menos fiel, sino que más bien debe ser considerada como una delgada red de conductos construidos sobre toda la superficie de la sociedad, a lo largo de la cual todas las ideas provechosas sobre cómo dirigir el país son conducidas hasta los responsables de la toma de decisiones públicas.80 Es este desplazamiento en la noción de representación lo que Guizot tenía en mente cuando escribió el pasaje que ha sido citado como epígrafe al comienzo de este ensayo.

La perenne tensión entre soberanía y representación ha desaparecido acá. De hecho, cada una de las dos se apoya ahora en la otra. La representación es necesaria para otorgar a la soberanía de la razón su contenido concreto en casos individuales de toma de decisiones públicas; y la soberanía de la razón es necesaria para garantizar que la sabiduría política (“la sabiduría de las multitudes”, como se dice hoy en día) adquirida en el proceso de representación triunfe en el debate político y se materialice en decisiones políticas. Ambas nociones—representación y soberanía—han sido sociologizadas en el sentido de que expresan procesos fundamentalmente sociológicos y ya no deben considerarse como categorías que definen la relación constitucional entre el electorado y el Estado.81 En palabras de Rosanvallon: “Es así, de una manera sociológica, que los doctrinarios resolvieron el problema planteado por la presencia-ausencia del derecho de soberanía. Superaron las contradicciones prácticas del pensamiento liberal corriente por medio de la sociología”.82

7. Epílogo

Tras la sociologización, por parte de los liberales doctrinarios, del conflicto entre soberanía y representación, la cuestión tratada en este ensayo desapareció de la agenda de la filosofía política. Sería precipitado, a mi parecer, inferir que la solución liberal doctrinaria del conflicto fue aceptada universalmente.83 Probablemente esté más próximo a la verdad el pensar que la sociologización e historización de la filosofía política en el siglo XIX volvió a la mayoría de los filósofos políticos indiferentes a lo que tanto había ocupado a la generación de los Burke, los Rousseau, los Sieyès y los Constant. Así ha permanecido hasta la actualidad. Con una excepción elocuente, sin embargo. Al declarar la guerra a la sociologización del pensamiento constitucional con su Reine Rechtslehre84 (“teoría pura del derecho”), Hans Kelsen desenterró todos estos viejos problemas de nuevo. Al discutir el rol del representante (burkeano) moderno, escribió:

En efecto, es solo con esta declaración de independencia del Parlamento respecto del pueblo que nace originalmente el Parlamento moderno, el cual se diferencia claramente de las antiguas asambleas estamentales, cuyos miembros, como es bien sabido, estaban ligados por los mandatos imperativos de sus electores, ante los cuales debían rendir cuentas. La ficción de la representación busca legitimar el parlamentarismo desde la perspectiva de la soberanía popular.85

Así pues, ¿cómo debemos reaccionar a esto? Quizá un enfoque práctico sea lo más recomendable: ¿pueden las discusiones de hace casi dos siglos arrojar alguna luz nueva sobre la complicada situación política actual?

Personalmente, me inclinaría por una respuesta afirmativa. Es posible afirmar que nuestros representantes contemporáneos se sienten cada vez más divididos por su tarea de representar al pueblo, por un lado, y por su rol de legisladores, por otro. Dos acontecimientos relativamente recientes revisten especial importancia en este contexto: la desideologización de la política en las dos últimas décadas y el carácter cada vez más técnico de nuestros principales problemas políticos. Mientras el ciudadano y su representante estuvieron unidos por una ideología compartida, y mientras el ciudadano pudo tener un conocimiento razonablemente preciso de los principales dilemas políticos del momento, la tensión entre representación y legislación pudo mantenerse imperceptible. Sin embargo, es posible que haya llegado el momento en que el representante tenga que decidir si prefiere ser un tribuno popular al estilo de Sieyès o el nieto tecnocrático del representante de Guizot, a la búsqueda permanente de “la soberanía de la razón”.

Bibliografía

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1 Publicado originalmente en Redescriptions, Vol. 17, Nº 1, 2014, pp. 10–43. Traducción al español de Pablo Escalante.

2 Aquí se ha optado por traducir todas las citas textuales que se encontraban reproducidas en su idioma de origen, tanto en el cuerpo del texto, como en las notas al pie de la pieza original. Las traducciones de las citas en latín, cuando las hay, pertenecen al autor. NdT.

3 François Guizot. Histoire des origines du gouvernement représentatif en Europe. 2 vols. Meline, Cans et Cie., Bruxelles, 1851, vol. 2, p. 98. [Traducción española de Marceliano Acevedo Hernández: Historia de los orígenes del gobierno representativo en Europa. Oviedo, KRK Ediciones, 2009.] La característica más sorprendente de este brillante libro—tan bien documentado como penetrante—es que, de cincuenta y un capítulos, solo dos tratan sobre el gobierno representativo en la propia época de Guizot, mientras que los cuarenta y nueve restantes tratan sobre la Edad Media. La transición de la representación política medieval a la moderna—el tema de este ensayo—queda así lamentablemente fuera del análisis de Guizot. Esto es especialmente una pena, ya que la opinión liberal doctrinaria sobre esta transición bien podría ser más interesante que cualquier otra en la época de Guizot.

4 La noción misma de soberanía popular ya debería suscitar sospecha. Si el pueblo es soberano, ¿quiénes son sus súbditos entonces? ¿El mismo pueblo? ¿Cómo puede decirse que el pueblo es a la vez soberano y súbdito de este amo soberano sin tergiversar lo que corrientemente se entiende por los términos “soberano” y “súbdito”? Uno no puede obligar a la propia voluntad, como insistía Bodin: nulla obligatio consistere potest, quae a voluntate promittentis statum capit (“ninguna obligación puede existir que dependa de la voluntad de quien promete”). Jean Bodin. On Sovereignty: Four Chapters From the Six Books of the Commonwealth. Cambridge, Cambridge University Press, 1992, p. 12. Uno tampoco puede darse leyes a sí mismo—ni renunciar al derecho a cambiarlas—sin dejar de ser, mediante ese acto, un ser soberano. La noción de soberanía popular es así profundamente problemática, por más simpática que parezca.

5 Así es como Nadia Urbinati ha sintetizado brevemente la concepción de Kelsen sobre la relación entre ambas. Ver Nadia Urbinati. “Representative Democracy and Its Critics”, en Sonia Alonso, John Keane y Wolfgang Merkel (eds.): The Future of Representative Democracy. Cambridge, Cambridge University Press, 2011, pp. 23–49, particularmente la p. 40.

6 Para los comienzos del periodo analizado en este ensayo, pueden traerse a colación las palabras de John Cotton (1585-1652) a Lord Say y Seal, gobernador de Massachusetts: “si el pueblo es quien gobierna, ¿quién será el gobernado?” Citado en Edmund S. Morgan. Inventing the People: The Rise of Popular Sovereignty in England and America. New York, W.W. Norton, 1988, p. 45. [Traducción española de Julio Sierra: La invención del pueblo. El surgimiento de la soberanía popular en Inglaterra y Estados Unidos. Buenos Aires, Siglo XXI, 2006.] Hacia el final del periodo en cuestión, Guizot ridiculiza la teoría de la soberanía popular: ¿qué clase de teoría es esta en la que “hay un soberano que no solo no gobierna, sino que obedece, y un gobierno que manda, pero que no es soberano?”. François Guizot. Histoire du gouvernement représentatif…, p. 103.

7 Bertrand de Jouvenel. De la souveraineté. À la recherche du bien publique. Paris, Librairie de Médicis, 1955, p. 219. [Traducción española de Leandro Benavides: La soberanía. Granada, Comares, 2000.]

8 Desde un punto de vista teórico, de hecho, uno se encuentra en un dilema muy parecido al del científico quineano que debe confrontar sus teorías con la red de todas las teorías científicas existentes. Este es el punto donde el orden político medieval coincide con lo que hoy en día se conoce como “antifundacionalista”, mientras que el orden político moderno es “fundacionalista”. Si el neoliberalismo contemporáneo puede ser visto como un “renacimiento del feudalismo”, en la medida en que ambos privilegian lo privado sobre lo público, puede decirse así que la agenda política del antifundacionalismo promueve la causa del neoliberalismo. Huelga decir que con esto no insinúo que antifundacionalistas como Richard Rorty hayan sido conscientes de lo que han sido, en su propia opinión, los perversos efectos políticos del antifundacionalismo.

9 Francis Fukuyama. The Origins of Political Order: From Prehuman Times to the French Revolution. London, Profile Books, 2011, Parte III. [Traducción española de Jorge Paredes: Los orígenes del orden político. Desde la prehistoria hasta la Revolución francesa. Barcelona, Deusto, 2017.]

10 Locke se mantuvo próximo a esta forma de pensar. Sus escritos evitan deliberadamente la noción de soberanía por sus connotaciones hobbesianas, lo cual deja a Locke solo con “fideicomitentes” (los ciudadanos) y un “fideicomisario” (el Estado), de los que se espera una cooperación entre sí en base a la mutua confianza. Esto es lo que entendió como “gobierno por consentimiento”. Ver Ian M. Wilson. The Influence of Hobbes and Locke in the Shaping of the Concept of Sovereignty in Eighteenth Century France. Banbury, Voltaire Foundation, 1973, pp. 36–38.

11 Citado en Edmund S. Morgan. Inventing the People…, pp. 45–46.

12 Citado en Edmund S. Morgan. Inventing the People…, p. 45.

13 “El mismo poder que una comunidad local debía otorgar a su representante abría el camino a este último para elevarse por encima de esa comunidad”. Edmund S. Morgan. Inventing the People…, p. 47.

14 Dentro de esta jerarquía, anticipando en cierto modo de manera escalofriante la representación política moderna, las tareas legislativas y ejecutivas tendieron a fundirse. Ver Bertrand de Jouvenel. De la souveraineté…, p. 223. Llamativamente, Rousseau vio con buenos ojos esa fusión del legislativo y el ejecutivo. Ver Rousseau, Jean-Jacques. Du Contrat Social, ou Principes du Droit Politique. Paris: Garnier/Flammarion, [1762] 1962, p. 305. [Traducción española de Gabriela Domecq: El contrato social. Buenos Aires, Colihue, 2017.]

15 Así como Locke y Montesquieu previnieron sobre la concentración de los poderes legislativo y ejecutivo en un mismo cuerpo, tendría sentido también prevenir de manera semejante sobre la idea de convertir al representante del pueblo en su representante y a la vez en su soberano.

16 El sentido medieval está todavía presente en el artículo sobre la representación que d’Holbach escribió para la Encyclopédie. Ver Richard Fralin. Rousseau and Representation: A Study of the Development of his Concept of Political Institutions. New York, Columbia University Press, 1978, p. 26. Como se verá más adelante, incluso la concepción de la representación del propio Rousseau estuvo estructurada en gran medida a partir de la medieval.

17 Ver Alvin Plantinga. The Nature of Necessity. Oxford, Clarendon, 1974. NdT.

18 Jean Bodin. On Sovereignty…, p. 11. En acuerdo con Bodin, Charles L’Oyseau definió la soberanía en 1609 de la siguiente manera: “consiste en un poder absoluto y completo en todos los aspectos, al que los canonistas llaman plenitud de poder. Por consiguiente, no tiene por encima un rango superior; pues el que tiene un superior no puede ser supremo y soberano; ni posee limitación de tiempo, pues de lo contrario no sería poder absoluto, y ni siquiera señorío, sino un poder bajo custodia o bajo fianza”. Citado en Bertrand de Jouvenel. De la souveraineté…, p. 230.

19 Jean Bodin. On Sovereignty…, p. 56.

20 Philpott ha sugerido que la soberanía es como Jano: por un lado, puede referirse a la relación entre un Estado y su súbdito, o a un aspecto importante de ella, y, por otro lado, a aquella que existe entre distintos Estados. Ambas relaciones son comprendidas por la definición de soberanía como “posesión de la autoridad suprema dentro de un territorio”. Daniel Philpott. Revolutions in Sovereignty: How Ideas Shape Modern International Relations. Princeton, Princeton University Press, 2001, p. 16. Ciertamente, la noción de soberanía es diluida acá para admitir ambos tipos de relaciones. Krasner ha optado por una estrategia alternativa. Este autor ha distinguido cuatro tipos de soberanía: 1) soberanía interna, 2) soberanía interdependiente (a saber, la capacidad de los gobiernos para controlar los movimientos transfronterizos), 3) soberanía internacional (por la cual los Estados se reconocen mutuamente como Estados soberanos) y 4) soberanía westfaliana (es decir, la variante de 3) que se desarrolló en Europa en el periodo posterior a la Paz de Westfalia de 1648). Ver Stephen D. Krasner. Sovereignty: Organized Hypocrisy. Princeton, Princeton University Press, 1999, pp. 9 y ss. [Traducción española de Ignacio Herrera: Soberanía. Hipocresía organizada. Barcelona, Paidós, 2001.] La estrategia de Krasner es preferible a la de Philpott, ya que respeta la idiosincrasia de la soberanía interna y la soberanía de un Estado con respecto de los demás. Naturalmente, emerge el interrogante sobre si esta última puede modelarse a partir de la primera. Esta es la cuestión que Vattel intentó resolver en 1758 con su Droit des gens, en el que los Estados fueron considerados como individuos en sentido amplio, de modo que las teorías contractuales del estilo de las Hobbes o Locke podían ser trasladadas al ámbito de las relaciones internacionales.

21 Hans Kelsen. General Theory of Law and State. Cambridge, Harvard University Press, 1946, p. 383. [Traducción española de Eduardo García Máynez: Teoría general del Derecho y del Estado. México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1958.] Asimismo, en otra obra escribió: la soberanía “no es otra cosa que la eficacia del ordenamiento jurídico estatal”. Hans Kelsen. Reine Rechtslehre. Wien, Deuticke, 1960, p. 292. [Traducción española de Gregorio Robles: Teoría pura del derecho. Introducción a los problemas de la ciencia jurídica. Madrid, Trotta, 2011.]

22 Tal expresión refiere al hecho de que la Paz de Westfalia (o de Münster) de 1648 codificó formalmente todas aquellas tendencias en las relaciones internacionales.

23 Esto puede servir para explicar aquello que está bien y aquello que está mal en la concepción de la soberanía de Schmitt. Al exponer sus ideas sobre la soberanía, Schmitt comenzó (como casi todo el mundo) con la definición que Bodin sintetiza en los siguientes términos: “la soberanía es el poder absoluto y perpetuo de una república”. Carl Schmitt. Political Theology: Four Chapters on the Concept of Sovereignty. Chicago, University of Chicago Press, [1922] 2005, p. 8. [Traducción española de Francisco Javier Conde y Jorge Navarro Pérez: Teología política. Madrid, Trotta, 2009]. Sin embargo, Schmitt evitó cuidadosamente establecer acá la identificación que Bodin realizó entre el soberano y el legislador; y, al emitir comentarios en discusiones posteriores sobre la soberanía, asoció el soberano al Estado, la ley, el imperio de la ley, o a la soberanía de la ley, pero, como desde el primer momento, jamás al legislador. No es difícil explicar el por qué. La noción del soberano como el legislador es la adversaria más evidente y creíble frente a su propia concepción del soberano, según la cual es soberano la persona o institución que tiene el poder de decidir sobre el estado de excepción. Por consiguiente, Schmitt mantuvo en cierta forma esa definición de soberanía al margen, con el fin de hacer espacio para la suya propia. No obstante, puede percibirse cierta coincidencia con Bodin. Schmitt definió la excepción de la siguiente manera: “una norma general, como la que se encuentra representada en cualquier prescripción legal vigente, nunca puede abarcar una excepción absoluta, ni, por lo tanto, brindar completamente fundamento a la decisión de reconocer la existencia de un caso excepcional auténtico”. Carl Schmitt. Political Theology…, p. 6. La excepción es, por así decirlo, “demasiado amplia” para poder ser definida dentro del sistema existente de prescripciones legales. Acá es donde Schmitt estaba en lo correcto, pero no reparó en que el Estado moderno se enfrentó continuamente desde el siglo XVI a este tipo de desafío debido a las nuevas realidades económicas, sociales, políticas y culturales. Así, la excepción se convirtió en regla, y entonces ya no puede considerarse una “excepción” en el sentido excesivamente dramático que Schmitt otorgó a ese término. Acto seguido, se encomendó al legislador soberano inspirado por Bodin la tarea de fijar normas sobre cómo tratar estas “excepciones” que aparecen permanentemente en todo lugar de la sociedad moderna.

24 Jean Bodin. On Sovereignty…, p. XXII.

25 Jean Bodin. On Sovereignty…, p. 104.

26 Sin duda, podría objetarse acá que la globalización y la “cesión de la soberanía” a organizaciones supranacionales como la OTAN, la UE o la ONU presentan un panorama diferente. Sin embargo, en este punto puede acordarse con Krasner: “el incremento de los flujos de transacciones no ha hecho impotente al Estado a la hora de perseguir agendas políticas nacionales; el control estatal continúa siendo una realidad”. Stephen D. Krasner. Sovereignty…, p. 13. Por consiguiente, la afirmación de que la transmisión de la soberanía del nivel nacional al supranacional debería significar su fin es tan patentemente errónea como el argumento de que si cien personas contribuyen cada una con un libro para crear una (pequeña) biblioteca, estos libros inevitablemente serán extraviados. De hecho, como demuestra la historia de la aparición de los Estados federales, el procedimiento puede redundar en realidad en un incremento del poder soberano. Pensemos la soberanía como agua en un vaso: ¿desaparece el agua si se vierte fuera del vaso?

27 Jean Bodin. On Sovereignty…, pp. 12-13.

28 “Debe quedar así fuera de toda duda que un príncipe que ha contratado con sus súbditos está obligado por su promesa”. Jean Bodin. On Sovereignty…, p. 36.

29 Thomas Hobbes. Leviathan. Cambridge, Cambridge University Press, [1651] 1991, pp. 83–84. [Traducción española de Carlos Balzi: Leviatán. Buenos Aires, Colihue, 2019.]

30 Como también lo hizo respecto de los derechos del hombre: “los derechos del hombre se encuentran en una suerte de punto medio: no pueden ser definidos, pero definirlos no es imposible (itálica de Burke). Edmund Burke. Reflections on the Revolution in France, en id.: The Works of the Right Honourable Edmund Burke. 12 vols. Boston, Little, Brown, and Company, 1865-1867, vol. 3, p. 313. [Traducción española de Carlos Mellizo Cuadrado: Reflexiones sobre la Revolución en Francia. Madrid, Alianza, 2003.] Así pues, si el soberano, obligado a imponer el respeto de los derechos humanos, está en “una especie de término medio”, estos derechos también deben estarlo, y viceversa.

31 Edmund Burke. Letter to a Noble Lord on the Attacks Made on Mr Burke and His Pension, in id.: Works…, pp. 20, 211.

32 Edmund Burke. Reflections…, p. 253.

33 Edmund Burke. Reflections…, p. 261.

34 Al hallarse en un aprieto semejante, Locke encontró una salida más convincente mediante la admisión de dos significados para el término legislativo. Por un lado, el término podía significar el legislativo en el sentido propio de la palabra y, por otro, el pueblo ante el cual el legislativo es responsable. Ver Ian M. Wilson. The Influence of Hobbes and Locke…, p. 37.

35 Tal y como lo defendió Adam Dicey en 1885, en su influyente Introduction to the Study of the Law of the Constitution, donde expuso lo que se conocería como el “modelo de Westminster”.

36 Edmund Burke. Speech at the Conclusion of the Poll, in id.: Works…, vol. 2, pp. 95–96.

37 Burke no había sido el primero en realizar esta afirmación. Morgan menciona en este contexto a Sir Edward Coke, Algernon Sydney y Sir Henry Parker. Ver Edmund S. Morgan. Inventing the People…, pp. 49 y ss.

38 Ver Frank Ankersmit. “What if Our Representative Democracies Are Elective Aristocracies?”, Redescriptions, Vol. 15, Nº 1, 2011, pp. 21–44.

39 Jean-Jacques Rousseau. Du contrat social, ou Principes du droit politique. Paris: Garnier/Flammarion, [1762] 1962, p. 302. [Traducción española de Gabriela Domecq: El contrato social. Buenos Aires, Colihue, 2017.]

40 Un ejemplo elocuente es Guizot. Ver François Guizot. Histoire du gouvernement représentatif…, pp. 82, 83. Debo confesar que yo mismo he cometido también este error. Ver Frank Ankersmit. “Representative Democracies Are Elective Aristocracies?...”.

41 Urbinati sugiere que el término “representación” fue asociado principalmente con su significado “moderno” solo a partir de los primeros años de la Revolución francesa. Ver Nadia Urbinati. “Representative Democracy and Its Critics…”, p. 30. Así pues, en 1762—fecha de publicación del Contrat social—el término poseía todavía su sentido anterior.

42 Nadia Urbinati. “Representative Democracy and Its Critics…”, p. 34.

43 Jean-Jacques Rousseau. Du contrat social…, p. 243.

44 En palabras de Kelsen: “El argumento rousseauniano de que el sujeto renuncia a toda su libertad para recuperarla como ciudadano es muy significativo, porque en esta distinción entre súbdito y ciudadano se encuentra la clave para comprender los dos diversos órdenes de las relaciones sociales y el planteamiento completo del problema”. Hans Kelsen. Vom Wesen und Wert der Demokratie. Tübingen, Mohr, 1929, p. 12. [Traducción española de Juan Luis Requejo Pagés: De la esencia y valor de la democracia. Oviedo, KRK Ediciones, 2009.]

45 Solo es posible estar de acuerdo con la valoración que hace Kelsen de Rousseau como “quizás el teórico más importante de la democracia”. Hans Kelsen. Vom Wesen und Wert…, p. 6.

46 Asher Horowitz. Rousseau, Nature and History. Toronto, University of Toronto Press, 1987, p. 131.

47 El “yo” se convierte en un mero nodo en una red de fuerzas externas, pero que inicialmente le pertenecían en cuanto estaban “formadas de su propia sustancia”. Asher Horowitz. Rousseau…, p. 127.

48 Claramente, el planteamiento de Rousseau en este punto es muy próximo al de Freud en su Malestar en la cultura. Para un desarrollo de esta cuestión, ver mi “Freud as the Last Natural Law Philosopher”, en Frank Ankersmit: Political Representation. Stanford, Stanford University Press, 2002, pp. 60–91.

49 Ver Ernst Haeckel. Generelle Morphologie der Organismen. Allgemeine Grundzüge der organischen Formen-Wissenschaft, mechanisch begründet durch die von Charles Darwin reformierte Deszendenz-Theorie. 2 vols. Berlin, Reimer, 1866. NdT.

50 Citado en Richard Fralin. Rousseau and Representation…, p. 53.

51 Hans Kelsen. Vom Wesen und Wert…, p. 8.

52 “La voluntad general es siempre recta y tiende constantemente a la utilidad pública”. Jacques Rousseau. Du contrat social…, p. 250.

53 Los estudiosos de Rousseau suelen seguir el ejemplo del propio Rousseau, pasando de esta cuestión a la más académica que se interroga sobre la posibilidad o no de representar las voluntades. Sin embargo, creo que se trata de un callejón sin salida que nos aleja de lo que realmente está en juego. Ver Nadia Urbinati. “Representative Democracy and Its Critics…”, p. 25; Richard Fralin. Rousseau and Representation…, p. 81; y el acuerdo explícito de Kelsen (Hans Kelsen. Vom Wesen und Wert…, p. 85) con la tesis de Rousseau sobre la imposibilidad de representar la voluntad: “la voluntad es en realidad intransferible”.

54 Esto puede ayudar a resolver una flagrante contradicción de Rousseau cuando discute en otra parte la representación de la volonté générale. En efecto, en el capítulo III del libro II, Rousseau desarrolla de forma bastante ingenua la forma en que la volonté générale (definida allí como el ejercicio del poder soberano [252]) podría ser recolectada a través de alguna operación sobre la volonté de tous, a pesar de que poco antes había afirmado categóricamente que las voluntades no pueden representarse en absoluto (250). Con todo, esta contradicción desaparece si se parte del supuesto de que una volonté générale representable no es una contradicción en los términos, aunque en la práctica resulte inaccesible debido a la forma en la que la sociedad civil distorsiona la concepción que se tiene de ella.

55 Richard Fralin. Rousseau and Representation…, p. 10. Urbinati llegó a una conclusión bastante parecida. Ver Nadia Urbinati. “Representative Democracy and Its Critics…”, p. 36.

56 Richard Fralin. Rousseau and Representation…, capítulo 1.

57 Richard Fralin. Rousseau and Representation…, p. 185.

58 En este punto, su insistencia en que la representación política es deseable para el ejecutivo está, desde luego, totalmente concordancia con el Contrat social. Ver Jean-Jacques Rousseau. Du contrat social…, p. 302.

59 Richard Fralin. Rousseau and Representation…, p. 109.

60 Richard Fralin. Rousseau and Representation…, capítulo 8.

61 Antiguo proverbio francés: “Solo los necios no cambian de parecer”. NdT.

62 El término ha sido evidentemente tomado de la institución romana del tribunado.

63 “1. Existirá, con el nombre de tribunado, un cuerpo de representantes, tres veces superior en número a los departamentos, con la misión especial de velar por las necesidades del pueblo, y de proponer al poder legislativo cualquier ley, reglamento o medida que considere útil. Sus reuniones serán públicas. 2. Existirá, con el nombre de gobierno, un cuerpo de representantes, en número de siete, con la misión especial, tanto de velar por las necesidades del pueblo y por las propias de la ejecución de las leyes, como de proponer a la legislatura cualquier ley, reglamento o medida que considere útil. Sus reuniones no serán públicas. 3. Existirá, con el nombre de legislatura, un cuerpo de representantes, nueve veces superior en número a los departamentos, con la misión especial de juzgar y pronunciarse sobre las propuestas del tribunado y sobre aquellas del gobierno. Sus decisiones, antes de ser promulgadas, llevarán el nombre de decretos”. Emanuel Sieyès. “Opinion de Sieyès, sur plusieurs articles des titres IV et V du projet de constitution, prononcé à la Convention le 9 thermidor de l’an troisième de la République”, en Id.: Œuvres de Sieyès. 3 vols. Paris, Edhis, 1989, vol. 3, doc. 40, pp. 22–23.

64 Es posible afirmar que el sistema de Sieyès es “democrático”, ya que tanto la entrada como la salida de ese sistema tienen su fuente exclusiva en aquello de lo que el pueblo lo alimenta. Ver Frank Ankersmit. “Representative Democracies Are Elective Aristocracies?...”. Esta afirmación se sostiene incluso en los casos en los que el pueblo se encuentra dividido sobre una cuestión política determinada. En efecto, el sistema garantiza que cualquiera que sea la decisión que se tome en última instancia, siempre estará de acuerdo con al menos una parte de los deseos del electorado. En este sentido, pues, la propuesta de Sieyès constituye sin duda—desde el punto de vista de la democracia—una mejoría con respecto a nuestras democracias representativas contemporáneas, donde tales garantías no existen. No obstante, desde el punto de vista de un gobierno eficaz, esto bien puede ser considerado una desventaja, ya que en política uno se ve obligado con frecuencia a llegar a arreglos que no tienen precedente en las posiciones políticas de las que nace el acuerdo. Ver Frank Ankersmit. Political Representation…, pp. 206–213.

65 En palabras de Holmes: “sus escritos [los de Constant], aunque nunca oscuros, son escurridizos y difíciles de sintetizar porque responden a aspectos muy opuestos de los problemas de su propio interés”. Stephen Holmes. Benjamin Constant and the Making of Modern Liberalism. New Haven, Yale University Press, 2011, p. 3.

66 Ver Benjamin Constant. Principes de politique applicables à tous les gouvernements représentatifs. Berlin, De Gruyter, 2011, p. 101. [Traducción española de Víctor Goldstein: Principios de política aplicables a todos los gobiernos. Buenos Aires, Katz, 2010].

67 “Este (quien redacta la constitución) es el mecánico que inventa la máquina, aquel (el príncipe) no es más que el trabajador que la monta y la pone en marcha”. Jean-Jacques Rousseau. Du contrat social…, p. 260.

68 A través de su insistencia en que deberían existir límites al poder del legislativo, Constant sigue claramente los pasos de Locke. Ver Ian M. Wilson. The Influence of Hobbes and Locke…, p. 38.

69 Ver Marcel Gauchet. La Révolution des droits de l’homme. Paris, Gallimard, 1989, pp. 36–59. NdT.

70 Benjamin Constant. Principes de politique…, p. 116.

71 En la reciente edición de sus Œuvres complètes (Berlin, De Gruyter, 2011).

72 Benjamin Constant. The Liberty of the Ancients Compared With That of the Moderns, en Id.: Political Writings. Cambridge, Cambridge University Press, 1988, p. 310. [Traducción española de Carlos Patiño Gutiérrez: “Sobre la libertad de los antiguos comparada a la de los modernos”, Libertades, Nº 3, 2013, pp. 83–95].

73 Benjamin Constant. Liberty of the Ancients and Moderns…, pp. 325–326. Constant retoma acá la teoría de la representación de Sieyès, quien, a su vez, la había desarrollado aplicando a la política la teoría de la división del trabajo de Adam Smith.

74 Pierre Rosanvallon. Le Moment Guizot. Paris, Gallimard, 1985, p. 55. [Traducción española de Hernán M. Díaz: El momento Guizot. El liberalismo doctrinario entre la Restauración y la Revolución de 1848. Buenos Aires, Biblos, 2015.]

75 “Es cierto que la soberanía está en ti y solo en ti; pero, sin perderla, puedes delegarla. Lo haces todos los días, confías a tu procurador la gestión de tus asuntos, a tu médico la de tu salud, a tu abogado la de tus litigios”. François Guizot. Histoire du gouvernement représentatif…, pp. 83–84. Un cínico nos recordará acá el proverbio: “quien delega, abdica”.

76 “Los propios votantes no dicen de antemano a sus diputados: ‘Esta es nuestra voluntad, que sea ley’”. François Guizot. Histoire du gouvernement représentatif…, vol. 1, p. 74.

77 Citado en Pierre Rosanvallon. Le Moment Guizot…, p. 55.

78 François Guizot. Histoire du gouvernement représentatif…, vol. 1, pp. 72–73. Ver también pp. 82–85.

79 Se puede recordar acá también la observación de Kelsen: “Por eso el relativismo es la cosmovisión que presupone el pensamiento democrático” Hans Kelsen. Vom Wesen und Wert…, p. 101.

80 “Todas las combinaciones de la máquina política deben tender, pues, […] a extraer de la sociedad todo lo que ésta posee de razón, de justicia, de verdad”. François Guizot. Histoire du gouvernement représentatif…, vol. 2, p. 75. Ver también vol. 1, p. 95.

81 “Sociedad y gobierno se involucran mutuamente; no hay ya sociedad sin gobierno, como tampoco gobierno sin sociedad”. François Guizot. Histoire du gouvernement représentatif…, vol. 1, p. 68.

82 Pierre Rosanvallon. Le Moment Guizot…, p. 93.

83 Es indudablemente cierto, sin embargo, que, en la moderna teoría de los sistemas (Luhmann y Willke) y en la teoría contemporánea de la gobernanza —posiblemente la filosofía política de nuestro tiempo—, tanto la soberanía como la representación política han sido sigilosamente suprimidas de una manera bastante parecida a aquella con la que los liberales doctrinarios lograron el mismo propósito dos siglos atrás.

84 “De una manera completamente acrítica, la jurisprudencia se ha confundido con la psicología y la sociología, con la ética y la teoría política”. Hans Kelsen. Reine Rechtslehre…, p. 1. En su teoría pura del derecho, Kelsen intentó emancipar el pensamiento jurídico de tales influencias.

85 Hans Kelsen. Vom Wesen und Wert…, p. 30–31.