Hans Blumenberg
La relación del Estado con la norma de la paz está condicionada por su referencia a la realidad. Esto se observa en un doble sentido: primero, por la realidad que el Estado reclama para sí mismo y que manifiesta en actos políticos; y segundo, por la realidad que atribuye a aquello que él mismo no es. El concepto de realidad es un concepto de contraste; él elude la definición, pues “solo aquello que no tiene historia es definible”.2 La demanda que para cada caso particular resulta imperativa; lo que no puede ser ignorado o pasado por alto; aquello con lo cual contamos e impone exigencias desmedidas sobre nosotros; por lo cual se lucha y contra lo cual se rebela uno; lo que es capaz de movilizar emociones y sacrificios: todo esto, y al menos esto, tiene estatus de realidad. La forma en que la realidad es comprendida pertenece a las “implicaciones de la noción de una forma de vida”,3 a partir de la cuales puede entenderse el complejo de actos de un individuo o de una sociedad —más allá de la suposición de que sólo hay reacciones a estímulos— como la unidad de un comportamiento frente a la realidad que se da a sí mismo reglas o que, al menos, puede reducirse principalmente a reglas. En el concepto de realidad convergen actitudes teóricas y prácticas.
En la comparación y en la presencia competitiva se comprende lo que significa decir que el Estado exige realidad y se la confiere a aquello que está “al margen de él, por encima de él, fuera de él y, bastante a menudo, en contra de él”.4 Sobre el sustrato que proporcionan las situaciones extremas se puede demostrar este hecho: en la guerra, el Estado experimenta una intensificación tanto de su propia realidad como vinculación exterior y excluyente, como de la autoevidencia de su necesidad y de su derecho propenso al absolutismo. Esto sucede no sólo en la guerra, sino también en sus márgenes, incluso en la anticipación simulada de la guerra como guerra “fría”. Es mediante la crisis que la existencia del Estado se esencializa; el estado de emergencia es el ejemplo paradigmático de su justificación. Quien se compromete con el Estado en tanto “realidad superior” y se identifica con él, lo mienta como sujeto de crisis y, de esta manera, lo supone en crisis con demasiada facilidad. No asombra la insistencia con que los políticos en el poder ponderan la perfecta reglamentación de un posible “estado de excepción”. También la crisis exterior manipulada como instrumento de estabilización interna del poder es parte común de la labor política. Sin embargo, dado un estándar técnico en el que las guerras reales amenazan al Estado en sí mismo y en tanto tal, donde pueden incluso destruir su identidad como sujeto de crisis, la guerra hipotética, la “guerra fantasma”, se transforma en un medio que promete llevar a los Estados a una solidez cristalina. Hay, por lo tanto, una correlación entre la amenaza a la paz y la evidencia del Estado, y esto sugiere que se puede inferir una correlación análoga entre la debilidad del Estado y el fortalecimiento de la paz. Esta correlación, por supuesto, todavía no hace del debilitamiento del Estado la causa de la evolución pacífica, aunque sea cierto que, desde tiempos inmemoriales, el Estado sólo ha sido sujeto de paz en estado de agotamiento: toda paz ha sido siempre “fría”. Este tipo de paz no necesita establecerse específicamente: es la condición de inercia del mundo político que persiste mientras no la perturben fuerzas determinantes. Sólo el Estado virulento es potencialmente un factor de desestabilización semejante. Aquí virulencia significa realidad que tiende al comparativo de la realidad.
Es un hilo de pensamiento aristotélico elemental el que nos permite asumir que el Estado, si fuese algo que “existe por naturaleza”, como todo lo natural, tendería a la perfección de su sustancia, es decir, al despliegue de su necesidad en cada lugar y en cada instante, y no sólo para asegurar las condiciones de su existencia desnuda, sino también para prevenir toda eventualidad que la ponga en peligro. Su entelequia es la presencia densa y la potencia inescapable, ambos rasgos que, después de todo, sólo son verificables en medio de una crisis. Por muy útil que haya resultado el modelo creado por Hobbes, en el que el estado de naturaleza del individuo es eliminado racionalmente mediante la sumisión de todos frente a todos a partir de la convención de un dominio absoluto, con ello el individuo simplemente entra en un nuevo, aunque mediado, “estado de naturaleza”, en el que, despojado ya de todo poder, se entrega a “la Historia” como ejecución autónoma de esta convención, esto es, a la autorrealización del Estado que se desvincula del punto de origen de aquella racionalidad que lo fundó y se convierte con ello en una segunda naturaleza [Naturalität] que —como todo lo que es “natural”— impone la más estricta prohibición de dudar de lo que existe y de cómo existe.
¿Acaso no hay ninguna otra conexión entre la norma de la paz y la realidad del Estado que aquélla de la paz nacida del agotamiento, del cálculo del poder circunstancialmente insuficiente y de lo desfavorable de la oportunidad? ¿Es la relación del Estado con la realidad —y, con ello, su relación con la norma de la paz— una constante en la historia y, en esta medida, también para la teoría política? Para ahondar en esto, es necesario ir más lejos en nuestra reflexión.
La teoría del Estado soberano es el resultado de una Edad Media en decadencia. Sería romántico dejar que este hecho hablara en su contra.5 Dicha teoría del Estado obtuvo su formulación sistemática gracias a la recepción de la Política de Aristóteles en el siglo XIII y ganó precisión con el agravamiento del conflicto medieval de potestades. Lo que propuso Aristóteles era, al contrario de la República platónica, no tanto una teoría del Estado perfecto, sino, más bien, una doctrina acerca del perfeccionamiento del Estado, en la medida (sic. insofern) que éste realizaría la naturaleza humana, entendida a su vez como naturaleza de un “ente político”. De esta presuposición se derivaron dos consecuencias: primero, la “naturalidad” del Estado en virtud de su fundamentación antropológica; segundo, la imposibilidad de superar la teoría del Estado a través de una teoría de las relaciones entre órdenes políticos que la trascendiera, es decir, la imposibilidad de que fuera racional dejar atrás al Estado en favor de la constitución de estructuras superiores.
A inicios del siglo XVI, este resultado de la escolástica —y aquí no es posible rastrear la recepción y transformación de las premisas aristotélicas durante los siglos XIV y XV— era ya un elemento constitutivo de la tradición. Pero ahora esta teoría tradicional del Estado quedó atrapada entre dos posiciones contrarias: por un lado, una apelación al realismo de las situaciones políticas y una teoría de los comportamientos que les corresponden; por otro, la formación de la ficción racional en la figura de una utopía. La primera aparece representada por el Príncipe de Maquiavelo, la segunda por la Utopía de Tomás Moro.
Ambos trabajos —y siempre debe tenerse en consideración este hecho— surgieron casi en el mismo momento de la historia. La primera versión del tratado sobre el príncipe fue terminada a finales de 1513 aunque, desde luego, la versión impresa sólo apareció en 1532 en Roma, tras la muerte de su autor. El tratado Sobre la mejor forma de gobierno y la nueva isla Utopía fue impreso en su versión latina en 1516 en Lovaina; la primera versión en inglés se publicó en 1551 en Londres. ¿Qué significa la simultaneidad de la aparición de estas dos manifestaciones extremas de la teoría política?
Ernst Cassirer fue el primero en comparar el significado y la función histórica del Príncipe de Maquiavelo y los Discorsi de Galileo, aunque más de un siglo separaba la aparición de ambas obras. Esta comparación sigue siendo estimulante en virtud de que su legitimidad, aunque es casi palpable, evade una y otra vez los intentos de justificación sistemática. Lo que resulta decisivo es la separación de la política del campo sistemático de analogías de la física y la ética, tal como Galileo tuvo que liberar a la física de la metafísica y, al inicio, también de la cosmología de tintes aristotélicos, o como cuando Hugo Grocio buscó una fundamentación autónoma de la teoría del derecho de ese momento que resultara independiente de la metafísica y la teología. Con la teoría del Estado, Maquiavelo no fue el fundador de una nueva ciencia —la teoría del Estado— en un sentido análogo al que tendría Galileo para la nueva física; fue, más bien, aquél que, al refinar el sustrato, hizo visible una nueva sustancia para una posible ciencia y, con ello, trajo a la luz una realidad como tal. Pues Maquiavelo era un teórico a pesar de su propia voluntad: siendo un hombre arrojado del tren del éxito político, se vio obligado a hablar de una cosa que él mismo sólo consideraba relevante hacer. La teoría es para él un sustituto de la acción y no una condición para ella. Pero aquello que lo condenó a re-pensar —en sentido literal— es en sí misma una forma de ser afectado por esa absoluta realidad que no puede observarse “desde afuera”. También allí donde la amoralidad de este nuevo realismo político se encontró con su resistencia teórica en el anti-maquiavelismo de la Ilustración, esto no pudo implicar ya un regreso a una presunta unidad entre moral y política; en esta medida, la autonomización de lo político llevada a cabo por Maquiavelo fue irreversible.6
Al demostrar en dicho sustrato la realidad de lo político, Maquiavelo rompió con la comprensión tradicional de la realidad como naturaleza, tal como sucedería también en el nacimiento de la nueva física de los Discorsi, cuando Galileo entró en los arsenales de Venecia para encontrarse con el rastro de los logros de la destreza humana. La contemplación de los fenómenos, el ideal clásico de la teoría del cielo estrellado, resultó insuficiente tanto en un caso como en el otro. La técnica, el principio de “movimiento violento” en el sentido que le da la tradición aristotélica, reveló la naturaleza del asunto. El principio de la nueva física, recién esbozado por Galileo mismo, describía un estado de cosas tal que no se encuentra como fenómeno en la naturaleza: la inercia del cuerpo. De la misma manera, también Maquiavelo había rechazado la derivación aristotélica del Estado a partir de la naturaleza humana. Lo que le fascinaba era el Estado en su situación casi experimental, pues quería tanto representar como capturar “la torpeza innata del hombre para gobernar o ser gobernado”,7 en oposición al canon antiguo del “animal político”. Por ello no le interesaron las viejas imágenes legitimadas histórica o espiritualmente, cuya historia se considera como una de crecimiento y que han asumido algo así como naturalidad; le interesaron el surgimiento y la preservación de nuevos dominios y ejercicios de poder. El arte del Estado, el arte dello stato, tuvo su equivalente exacto en la artificialidad del poder en tanto caso normal de la estructura política (un poder cuya preservación será siempre problemática, de modo tal que el caso límite radique en el detenimiento de aquella inercia histórica de la supervivencia). El hombre privado que se convierte en gobernante mediante virtud propia (virtù) o mediante el favor del azar (fortuna) ofrece el paradigma del artefacto político; para él todo lo ya dado (occasione) se convierte en mera materia sobre la cual imprimir la forma de sus decisiones.8 Maquiavelo usa el modelo del hilemorfismo aristotélico para asignar las categorías de las artes mechanicae a las acciones políticas. Aquí comienza a esbozarse uno de los principios de la modernidad: la materialización de aquello que antes había sido considerado naturaleza (y que, en consecuencia, hasta entonces podía reclamar la sanción de todo aquello que era autoevidente) deviene sustrato de los procesos demiúrgicos. Incluso antes del colapso del cosmos ptolemaico, el Estado había perdido su peculiar carácter medieval de carcasa. Ya no es el marco en el cual se despliegan los acontecimientos de la historia para un espectador escondido, sino que él mismo es el actor único y exclusivo. Comprender su acción —y no ya su construcción— será la tarea de la teoría.
Con el nuevo pathos realista, Maquiavelo invoca lo factual (verità effettuale della cosa) en contra de la república imaginaria de la tradición platónica (immaginati repubbliche), la cual había experimentado un renacimiento en la misma Florencia a la que Maquiavelo intenta presentarse como político realista con su tratado.9 Platón había derivado su República de la estructura tripartita del alma humana; en el centro de su obra se hallaba la teoría de las ideas y la famosa alegoría de la caverna que ilustraba la necesidad de vincular el Estado con el conocimiento de la realidad absoluta. La acción política debía basarse en la autoevidencia de la relación con la realidad: esta autoevidencia podía alcanzarse al final del ascenso desde las sombras de la caverna hasta el mundo de las ideas. Platón mismo sintió la necesidad de agregar una presentación genética a la construcción estática de su República; esta debía realizarse en una trilogía, de la cuál únicamente fue concluido el primer diálogo. El Timeo lidia con la cosmología y permite adivinar que, en este caso, Platón no quiso derivar el Estado de la estructura del alma humana, sino de aquélla del cosmos. Si la naturaleza pudo volverse cosmos, entonces el Estado puede, de manera análoga, hacerlo también (algo similar podría haber sido el objetivo de la argumentación de la trilogía tardía). En cualquier caso, fue posible asignar naturaleza y Estado a un concepto de realidad homogéneo, al que correspondió un ideal de “teoría” igualmente homogéneo.
El desengaño realista de Maquiavelo estaba dirigido contra la República, no todavía contra la Utopía. Fue tan sólo para los lectores del siglo XVIII, que redescubrieron su Príncipe, que también la utopía de la ilustración apareció como parte del eje contra el cual arremetía su argumentación. Pero esto se basa en el malentendido —que a la fecha no ha sido superado— de que la utopía proviene únicamente de la tradición platónica. Con ello se pasa por alto que ya la Utopía de Tomás Moro comparte un aspecto con el Príncipe de Maquiavelo que separa a ambos tanto de los presupuestos de la teoría platónica del Estado, como de la aristotélica: ya no dependen ni del cosmos natural, ni de las ideas y sus derivaciones aparentes, ni tampoco de la teleología de una naturaleza del ser humano que se realiza en el Estado. La realidad política, tal como es representada por ambos autores del siglo XVI, no es la continuación de la realidad física “con otros medios”.
La utopía, tal como su nombre lo indica, no tiene lugar. A diferencia de la alegoría de la caverna, a ella no se le puede otorgar una topografía a través de la cual un camino conduzca a la autoevidencia de las ideas. Su función es de otro tipo, a saber, la de una crítica que se dirige contra la facticidad de lo existente. Ella no define lo que debe aparecer en su lugar, aunque sugiere qué podría hacerlo: moviliza la posibilidad contra la realidad, aunque sea sólo para darle contornos más precisos a las realidades. A la materialización entendida como principio de la modernidad pertenece el hecho de que, como ilustración, este proceso se presenta como scientia possibilium contra lo que ha devenido y lo ya existente. L’homme d’esprit voit loin dans l’immensité des possibles; le sot ne voir guère de possible que ce qui est.10 Pero esto es al mismo tiempo la debilidad de la utopía, pues, aunque ciertamente expande el horizonte de lo posible, no da evidencia de la posibilidad de superarlo. “Según la modalidad, el racionalismo abandona la realidad sin llegar a la necesidad. La posibilidad es su enorme campo”.11 Esto es lo que Kierkegaard ha descrito en su Enfermedad mortal como la “desesperación de la posibilidad dada por la falta de necesidad”.12 Allí yace un residuo de exigencias platónicas que permanece a todas luces presente en la teoría moderna del Estado.
La diferencia entre la tradición utópica y la platónica se vuelve evidente de manera inmediata en el prototipo del género, la Utopía de Tomás Moro. El texto explícitamente niega la evidencia del modelo que expone. Hacia el final del informe sobre la isla Utopía se describe el ritual de sus habitantes, que termina con una gran oración de cierre en la cual los sacerdotes y el pueblo agradecen en conjunto el poder vivir en el mejor Estado. Pero inmediatamente limitan la certeza de esta conciencia del Estado, al dirigir una petición a la divinidad para que les permita saber si acaso pudiese existir un mejor sistema político. Dicha relativización es un gesto de humildad, pero no es casual que aparezca al final de su exposición de teoría política que pretendía competir con la República platónica y que de esta forma ha sido recibida.
En todo platonismo debe estar clausurado un punto de relativización semejante. El que observa las ideas —que es presentado al mismo tiempo como el político competente— no sólo descubre que el cosmos ideal es el modelo verdadero de un mundo, sino también que es la única verdad. Aunque —y permaneciendo en la imagen de la alegoría de la caverna— los seres humanos habían ya una vez confundido las sombras con la verdadera realidad, es impensable que este engaño se repitiera para aquél que había encontrado ya el camino hacia el conocimiento. Las ideas son de tal forma que no puede haber un mallon on, un mayor grado de realidad. Ellas cumplen con la conciencia del carácter definitivo de lo alcanzado. La exigencia de tal certeza de la evidencia última es, a lo largo de la tradición, parte del platonismo; aun cuando, frente a la contemplación existiese todavía un nivel superior de certeza absoluta en el “contacto” con lo Uno. En la filosofía política, la confianza en la evidencia siempre ha tenido ese “rasgo prepotente” que Jacob Burckhard ya advertía en Platón.13
Mientras que en la moderada forma tardía del Estado platónico, tal como aparece en las Leyes, se prohíbe a los ciudadanos viajar y se ordena a aquéllos que deben hacerlo por alguna razón que describan las condiciones del exterior como inferiores a las del propio Estado, los utópicos de Tomás Moro solicitan el esclarecimiento contrario, a saber, que se les permita saber si es que existe, en algún lugar, un Estado mejor que el suyo. Esta diferencia con respecto al platonismo es significativa para la función de la utopía en la modernidad. Que el estado ficticio esté situado en el futuro —condición que originalmente no figuraba como parte de la utopía— no es aquí esencial; puede igualmente buscar el carácter vinculante de una formación histórica, tal como sucede con la romantización de la legislación francesa medieval en Montesquieu o con la imaginación exótica de la literatura de viajes prototípica. Incluso cuando Hitoldeo, el narrador de la Utopía, afirma que el Estado que describe es capaz de una existencia duradera; aclara que esta afirmación es una humana coniectura, una conjetura humana. Esto se acerca más a una hipótesis que a una idea eterna.14
En vista de la aparición simultánea del Príncipe y la Utopía, otro momento de la prehistoria del Estado utópico debe ser considerado: la isla de la utopía no es una formación natural, sino que surgió gracias a una separación artificial de la tierra firme. El aislamiento de las realidades comunes de la vida política contemporánea pareció ser posible sólo a costa de un precio que, para un lector con formación humanística, debe haber apestado a hybris. Como Burckhardt ha demostrado numerosas veces, los griegos consideraban a las “grandes empresas, a través de las cuales la figura de paisajes enteros era transformada, como sacrílegas”15 y la sanción de la inviolata terra está ciertamente presente en la Utopía de Tomás Moro, lo que se aprecia en el hecho de que el informe que comienza con el acto de transformación radical de la naturaleza, concluye con el lamento por la arrogancia del ser humano.16 Por lo tanto, el Estado Utopía no halla su fundamento en ideas eternamente válidas y de su réplica física, sino en el acto de separación de las circunstancias dadas de antemano por la naturaleza. El horizonte del concepto de realidad dentro del cual Maquiavelo y Tomás Moro elaboran teorías antitéticas en términos de contenido resulta ser homogéneo en su coerción a romper con las sanciones clásicas de lo “ya-dado”. El momento de violencia y de poder que se encuentra en el inicio —allí donde la estatalidad cobra ser— es el axioma compartido por ambas. Y aún comparten otro elemento: la indiferenciación entre ser y apariencia, es decir, la carencia de esa estructura clara que en la alegoría platónica de la caverna resulta del proceso político y permite el ascenso hacia lo que es evidente. En la Utopía, ésta era la invocación del testigo absoluto, quien por sí solo podía revelar la relatividad del presunto mejor Estado con respecto a otro quizá mejor. En Maquiavelo resultaba esto mucho más severo: que la apariencia de continuidad intacta e incuestionable naturalidad sería aquello que debería ser artificialmente otorgado, de manera retrospectiva, una vez concluida la batalla por el poder.
En este comienzo del pensamiento filosófico moderno acerca del Estado se comprueba que la “realidad” siempre es concebida en términos de una relación de contraste. Las realidades se califican como tales sólo en la medida en que pueden ser defendidas contra la acusación de ser irreales. Platonismo significaba: la idea como instancia que se enfrenta contra aquello que es “mera apariencia”. Maquiavelismo significaba: la apariencia como instancia en contra de aquello que es “mera idea”. Utopía significaba: la ficción de la posibilidad como instancia en contra de aquello que es “mero hecho contingente” y, con ello, deficiente con respecto a sus superaciones racionales.
Pero en estas antítesis todavía no ha aparecido el antagonismo elemental que estaba contenido en la constitución de la tradición metafísica: la demonización platónica de la sofística, su alejamiento de la retórica por medio de la filosofía. El concepto de realidad sobre el cual trabaja esta tradición metafísica —y cuyas consecuencias tuvo que elaborar— puede ser reducido en último término a la oposición fundacional entre “palabras” y “cosas”. El platonismo es una filosofía en contra de la supremacía de la palabra, es el postulado de la vista en contra del oído, de la evidencia contra la persuasión, de las res contra las verba. “Sólo palabras” es el topos permanente para señalar el carácter irreal de aquello que no tiene importancia. La mala fama de la retórica política está basada, ya incluso en Platón, en la suposición de que la verdad tiene su propio poder y que prevalecerá siempre y cuando no se produzca una perversión de la proporción que convierta al lógos más débil en el más fuerte. La concepción técnica de la política que dio a la retórica su aún vigente ambigüedad debía ser desacreditada a través de la apelación a una realidad última y verdadera de la misma índole que las ideas. El hecho de que, en el “realismo” de la Edad Moderna, esta problemática estuviera latente y pugnara por hacerse explícita de nuevo, es algo que pertenece a las percepciones tardías de una época en la cual todavía nos resulta complejo justipreciar y analizar imparcialmente el poder de la tradición.
Comenzamos a dudar a la hora de descartar las demostraciones verbales de la política tachándolas de “mera retórica”, una expresión por largo tiempo considerada peyorativa. Ocasionalmente, quizá cada vez más y más, nos parezca reconfortante que la política sea conformada a partir de “meras palabras”. ¿No nos hemos atrevido a exigir con demasiada frecuencia que el Estado, después de tantas palabras, pase por fin a la acción? Un análisis de nuestra historia reciente revela que, en el ámbito de las estructuras globales, existe una preferencia por sustituir palabras por hechos y acciones, y proclamaciones por decisiones. El dejarlo en meras palabras o —como se suele decir ahora— “conformarse con explicaciones” puede ser crucial. Lo que se ha denominado “guerra fría”, a partir de su acuñación por Bernard Baruch en el contexto de la discusión sobre la doctrina Truman en 1947, se ha convertido en un patrón de comportamiento de las superpotencias en el que, cada vez más, se hacen pasar palabras por realidades (y difícilmente se animaría uno a decir que preferiríamos ver las realidades mismas en su lugar). Como comportamiento en un mundo en el que el riesgo que entraña la acción es capaz de descalificar todos sus posibles éxitos, las “grandes palabras” comienzan a sonar reconfortantes. No creo que tenga mucho sentido abstraerse de esta situación a fin de arribar más rápidamente a la moral. Ella puede ser muy insatisfactoria desde “el punto de vista superior”. ¿Pero es este punto de vista autoevidente y obligatorio racionalmente? ¿No se eleva sobre el desprecio de la sofística con sus implicaciones metafísicas? El desdén de lo pragmático en favor de aquello que debería ser superior a toda razón entra en el campo visual de un escepticismo que no permite que se configure una “auténtica realidad”.
No sabemos qué tan estable sea y pueda ser una situación tal. Por ello, quizá no deba tomarse como totalmente obvia y definitiva la tesis que sostiene que “el mundo técnico no se estabiliza por sí mismo”.17 En cualquier caso, el cumplimiento de su función desde la inmanencia objetiva es una concepción límite de toda tecnicidad. Suponiendo que pudiéramos acercarnos a ese valor límite de la regulación inmanente, entonces sería más válida la afirmación de que la acción política cumple mejor su propósito allí donde simula el rasgo clásico de “decisividad” y esto último quizá sólo para apaciguar los deseos funcionales y las insatisfacciones endógenas. Esta formulación es irritante y exagerada, pero me parece útil en contra de la sobrevaloración del repertorio vetusto de la “realidad” política.
Hay que notar lo poco que se hace y puede hacerse en lo que respecta a las grandes alternativas políticas, no sólo en la política exterior, sino también en la interior. Por supuesto, es una necesidad política mantener la conciencia de que puede hacerse mucho si tan sólo esto o aquello —especialmente las personas— fuera distinto. Ocasionalmente hay demostraciones imprudentes de que la reserva de lo totalmente distinto es agotable. La decepción generalizada de la gran coalición de la República Federal Alemana se debe a que se hizo algo demasiado rápido y por necesidades apremiantes, en tanto ultima ratio de la construcción de la capacidad de acción política, era un mito pragmático y tenía que ser salvaguardado en tanto tal.18 Sólo sería comparable con la gran última reserva de la huelga general: el brazo fuerte que detiene todas las ruedas permanece fascinosum y tremendum sólo mientras uno se encuentre de este lado de la decepción de su alcance.19 En comparación con lo que podría ser decidido, lo que de hecho puede serlo es cada vez más reducido. Si para nosotros esto no es tangible en el fenotipo de los procesos, se debe a la necesidad de “acontecimientos” que tienen los servicios de noticias modernos, lo que responde antes a sus propias capacidades que a la realidad. Finalmente, también la posibilidad de la guerra pasará a “modalidad verbal”. Esto no significa que dejará de pensarse en la guerra como medio, pero sí que este pensamiento no podrá llevarse hasta sus últimas consecuencias. Esta sería una paz mala, pero no la peor. No el tipo de paz que surge del discernimiento y la convicción, del gran esfuerzo que la humanidad no puede dejar de esperar y alimentar, y sobre cuyas condiciones está obligada a reflexionar, sino, más bien, la paz que surge de la certeza de la decepción y de la catástrofe que se deriva de todo intento de conseguir lo contrario. Se dice con suficiente frecuencia que la extrema sensibilidad de las estructuras modernas de suministro, gestión y producción convierten toda idea de violencia, incluso del tipo más convencional, en algo arriesgado. Todavía hoy debe limitarse esta declaración, pues tal sensibilización de la organización de la vida cotidiana no ha sido alcanzada en todo el mundo y, cuando hay una menor vulnerabilidad, el riesgo de “pequeñas aventuras” sigue siendo susceptible de ser menospreciado.
C. F. v. Weizsäcker ha defendido la tesis de que la paz mundial es inevitable, pero de ninguna forma certera.20 De acuerdo con él, esta falta de certeza no es sólo una debilidad del cálculo teórico, sino que tiene también una función inmanentemente racional: ella asegura la necesidad permanente del gran esfuerzo que la meta de la paz mundial continuamente exige. La estructura lógica del argumento recuerda al postulado kantiano de la existencia de Dios, misma que debe permanecer teóricamente incomprobable no sólo porque resulta imposible demostrarla, sino por las consecuencias prácticas que tendría para la autonomía moral la certeza teórica del juicio divino sobre todos los actos: la libertad pasaría a ser cálculo. Si la paz mundial es —dada su inevitabilidad— también segura, pertenece, por tanto, no sólo a lo que nadie puede saber, sino a lo que nadie debe saber. Pero la paradoja que aquí se nos presenta es aún más radical y difícil de aprehender. Un Estado que derivara su certidumbre de la inevitabilidad de la paz, descuidaría su propio armamento y ofrecería, dada la vulnerabilidad de sus estructuras internas, la posibilidad de extorsión a cualquiera que estuviese dispuesto a atacar. Con ello posibilitaría un cambio subcutáneo en las relaciones de poder, lo cual encerraría siempre el peligro de un conflicto mayor. Incluso la incertidumbre de la reacción frente a una agresión debe preservarse y no debe perder su relevancia.
Esto tiene consecuencias peculiares para la “moral de la paz” del ciudadano individual. La obligación del servicio militar ha cobrado relevancia porque sólo ella mantiene vigente una cierta incertidumbre acerca de la posible reacción frente a una violación de la paz. Pero si este riesgo no resultara suficiente para sostener la inevitabilidad de la paz como evidente, entonces se seguiría una conclusión esencialmente privada que no es susceptible de anticiparse políticamente. Cuando el único objetivo definible del poder armado y de las alianzas posibilitadas por él —a saber, volver a la guerra un sinsentido mediante el incremento de los riesgos— ha fracasado de manera evidente, entonces cesa el deber del servicio militar que estaba atado a ese objetivo. Todo lo que suceda ahora no compensará las metas que lo habrían hecho soportable. Lo que es casi impensable políticamente sería lógicamente inevitable: las fuerzas armadas tendrían que disolverse y las alianzas tendrían que declararse incumplibles. Ningún Estado podría o debería anunciar esto con antelación, cada uno tendría que hacerlo en un momento X y muy probablemente lo haría. Al considerar las antinomias de esta situación, se debe contar con las imputaciones de promover un nuevo maquiavelismo con los gestos de repulsión que esto suscita. Dejar que quien transgredió la paz de manera determinada, autoproclamada o reconocible se salga con la suya, después de que la demostración del riesgo no pudo detenerlo, y rendirse incluso antes del enfrentamiento, es un pensamiento que resulta difícil de soportar, aun cuando se expresa en estos términos. Pero especialmente frente a la oposición de la mentalidad política clásica, aquí también debe sostenerse la premisa de que la victoria no puede ser ya percibida como ganancia, y es que el vencido puede confiar en que pronto el agresor se verá confrontado con la complejidad de los problemas de un mundo que sólo es posible en virtud de la tecnología y, con ello, su victoria debe revelarse pronto como ilusoria. ¿Puede contarse con que el agresor se verá de esta forma obligado a virar hacia la racionalidad?
Para responder a esa pregunta, debemos detenernos a analizar otra paradoja de nuestra realidad política: la paradoja del poder impotente. Los instrumentos del poder han crecido de manera escandalosa en el mundo contemporáneo y es posible pensar que se acumulen hasta un grado casi absoluto a través de un cartel de superpotencias. Pero esta manera convencional de concebir al poder deja de lado la pregunta acerca de qué equivalente de ejercicio del poder corresponde realmente a los grandes órdenes de los que hablamos ahora. Sin duda, siempre ha habido fines que no pueden ser alcanzados mediante el mero ejercicio de poder. Pero aquí la pregunta relevante es la de qué porcentaje de todo lo que alguna vez fue y podría ser objeto y meta del poder político suma aquellas cosas que ya no pueden alcanzarse por vía del poder y qué dignidad tienen en relación con las concepciones clásicas del poder. Y, asimismo: ¿con qué tendencia se desarrolla la proporción de este porcentaje?
Para responder a esta pregunta se debe partir de la forma más primitiva del ejercicio del poder, es decir, de la identificación de los humanos con sus capacidades físicas y del dominio sobre ellas. En esta elaboración elemental se puede calcular la fuerza de trabajo y la potencia de combate a partir del número de personas que estén bajo la órbita de influencia de una estructura política. Pero este tipo de poder en el sentido clásico se ha vuelto ahora simultáneamente poco interesante e irrelevante. Controlar las capacidades industriales y militares significa actualmente disponer de “cabezas” en el sentido más reducido y estricto, y ya no más en el sentido de la pars pro toto. El fracaso de los poderes coloniales y la conformación de bloques están vinculados a este proceso. Tanto la expansión de las fronteras como la capacidad de disponer sobre los territorios y sus habitantes se han vuelto ineficaces porque dichas cabezas se pierden cuando son dominadas en contra de su voluntad. Mientras la fuerza humana y habilidad que es posible obtener coercitivamente pueden ser reemplazadas técnicamente casi a voluntad, la inteligencia espontánea y el ingenio permanecen imposibles de coaccionar. Como sea que se quiera llamar a las fuerzas y cualidades que en el momento actual podrían ser el objetivo a controlar por parte de una voluntad política expansiva, ellas no pueden ya separarse de un acto de consentimiento con esta voluntad, a diferencia de lo que sucedía con el trabajo puro, el servicio militar, las habilidades de los artesanos y la mente de los funcionarios. De aquí lo inevitable de los intentos demorados y tardíos por ejercer una política imperial como ideológica.
Que el poder pierda su horror en el instante en el que puede ser representado, por así decirlo, de manera pura, se debe menos de lo que algunos creen a los horrores que puedan oponérsele, y más al hecho de que su ejercicio se ha vuelto casi ridículamente infructuoso y su devaluación como meta política debe progresar rápidamente. Aunque parezca que la paradoja del poder impotente consista, sobre todo, en el inmanejable aumento de las armas en las cuales se sostiene y con las cuales no tiene permitido hacer nada, este fenómeno superficial esconde —si es que puedo decirlo así— la sorpresa humana de que la sustancia de aquello que no puede ser conquistado ni controlado a través del poder se haya vuelto crucial, en la realidad moderna, para la supervivencia de esta misma realidad. El punto en el desarrollo técnico-cultural de un Estado en el que, en la esfera política, éste no puede permitirse ya conflictos con la esfera intelectual, resulta revelador en este sentido. Vivimos en un mundo en el que debe volverse inoportuno ejercer el poder y en el cual lo atractivo del poder no está relacionado de ninguna forma con los riesgos que deben correrse por su bien. Esto no necesariamente significa que la forma de comportamiento político se modifique como fenómeno de manera radical. Pero dicha inmutabilidad puede ser meramente aparente. Vemos también en otros ámbitos, como, por ejemplo, el de las luchas laborales, que el repertorio clásico de las formas de comportamiento adquiridas es mantenido como ritual. La modalidad verbal de la que hablo puede verse como una etapa de desvanecimiento de la constancia fenoménica. La antítesis res-verba se transformaría en la tesis verba-pro-rebus —y esto sería algo así como el retorno de la sofística de su exilio platónico– por supuesto, bajo un nuevo aspecto que la tradición no podría haber imaginado.
Quien examine el presente desde esta tradición y sus medios, encontrará este análisis decepcionante o tal vez incluso atroz. ¿El Estado no debe ser ya la realización verdadera y efectiva del zoon politikon, sino el responsable de un “rol” —y un mero rol de habla— en la economía de la historia humana? Y su dignidad, que antaño se podía apreciar en la contemplación del cosmos, ¿debe ahora situarse en la esfera de la retórica institucionalizada? Si decepción y horror es lo que cabe esperar aquí, entonces la autoevidencia de esta reacción requeriría ser explorada. Para ello, puede ser de ayuda referirnos de vuelta al concepto de realidad.
Tal como en el curso de la historia de la cultura europea la naturaleza había perdido su condición de destino en favor de la política, así parecería que esta última puede también ser superada por la relevancia de otras estructuras. Lo que mueve a la vida y define su destino es real en grado sumo: el clima puede ser la quintaesencia de todas las realidades y el dios del clima el ser supremo por excelencia. Desde hace mucho tiempo el medio político de la vida humana se ha vuelto más inexorable que el físico. La ciencia y la técnica han llevado a una neutralización de la naturaleza y de ahí la característica irrealidad que ésta adopta para los seres humanos cuando se circunscribe en reservas al interior de la civilización moderna. La dificultad de este estado de cosas está en que la principal corriente de la historia de la ciencia moderna es la ciencia natural, pero incluso su éxito tuvo como resultado que la naturaleza fuera ensombrecida y allanada en tanto epítome del destino preestablecido para los seres humanos. Sólo de manera vacilante ha seguido el pensamiento filosófico el cambio de primacía de las realidades frente al paradigma establecido por la tradición. Lo difícil que resultó reflexionar sobre la prioridad de lo político se encuentra expresado en la carta que Marx escribió el 13 de marzo de 1843 a propósito de las Tesis provisionales para la reforma de la filosofía [1842]: “los aforismos de Feuerbach sólo me parecen incorrectos en un punto, y es que refieren mucho a la naturaleza y muy poco a la política. Sin embargo, esta es la única alianza mediante la cual la filosofía actual puede volverse verdadera”.21 Pero ¿podría ser que también esta fase en la que la política es el epítome de la realidad y la gestora del destino de los seres humanos sea ya o esté en proceso de convertirse en pasado? Una sobria apreciación del estado de cosas que aquí importa queda oscurecida mediante un artificio en el que factores nuevos y heterogéneos son simplemente subsumidos por el concepto genérico de lo político porque se les han aplicado los esquemas institucionales de los ministerios políticos tradicionales. Para nosotros se ha vuelto casi autoevidente que existe algo como política económica que no es (o no ya exclusivamente) política comercial en sentido clásico. En el momento en que la ciencia, entendida como fundamento de las posibilidades de vida modernas, se agudizó lo suficiente, la “ciencia política” fue elevada al grado de constituir un departamento propio y, con ello, fue integrada al corpus de la política. También la “política educativa” sólo aparece así, como si fuese una continuación del departamento clásico de culto.
Declarar que todo es político ofusca el cambio de las circunstancias reales. Si el ejercicio de poder al exterior y al interior se transformó en la definición de lo político, fue porque detrás de ello se alzaba la idea de la autopreservación del Estado como quintaesencia de su condición de ser un fin en sí mismo. Y la autopreservación fue una de esas categorías de lo político que fueron tomadas del concepto de naturaleza. Puede ser que en la supresión de estas categorías resida el potencial humano del proceso aquí esbozado. Lo que habla en favor de esta oportunidad es que el repertorio tradicional de la sustancia política ha sido desplazado y aquellos “grandes” conceptos de las fronteras naturales, las demandas legítimas, la soberanía, el Lebensraum, la independencia para asegurar la propia existencia, del ser-amo-de-uno-mismo —todas estas ideas frecuentemente ensayadas y abusadas, en las que la vida y la muerte han estado en juego— son sustituidas por una nueva escala de posibilidades regulativas y de pensamiento. Rousseau todavía podía describir el resultado de sus experiencias durante su estancia en Venecia como una de “grandes verdades que colaboran con la felicidad de la humanidad”: “había visto que todo dependía radicalmente de la política, y que, de cualquier modo que se obrase, ningún pueblo sería otra cosa que lo que le hiciera ser la naturaleza de su gobierno”.22 Pero ¿habría él permitido aplicar este concepto “sustancial” de política a lo que hoy, siendo política económica, no resulta “también” política, sino política por sobre todo lo demás?
No cabe duda de que las elecciones, las crisis y la formación de gobiernos se encuentran cada vez más influidos por situaciones y factores económicos. Esto, sin mencionar que los intereses de la existencia económica están detrás de la aplicabilidad de casi todas las demandas de diferente procedencia, como es el caso de las políticas científicas o educativas. Pero, sobre todo, allí donde hasta hace pocos años o décadas el gobierno caía por un error en la política exterior, hoy sobrevive fácilmente, mientras que una ligera ralentización del aumento en la producción o una fluctuación a la alza en la tasa de desempleo lo conducen a una situación desesperada. La política económica no está sólo relegada a un departamento de Estado que existe en Alemania desde hace cincuenta años, desde el 21 de octubre de 1917; ella se ha convertido, cada vez más —y a pesar de que buena parte de su breve historia como parte del gabinete la haya pasado bajo la forma de políticas fiscales turbias— en la sustancia misma de lo político o, lo que es lo mismo, ha des-sustancializado su figura históricamente sancionada. Y parece que el desplazamiento de lo específicamente político hacia el ámbito de lo económico sigue avanzando: el “imperativo de Friburgo” formulado por Walter Eucken, que limitaba la política económica a la “creación de las formas que ordenen la economía”,23 retrocederá frente al postulado del control del crecimiento una vez que el automatismo de los sistemas autorregulados haya mostrado fluctuaciones alarmantes.
En este contexto se sitúa el cambio de significado de la política financiera. Bajo la forma del derecho del parlamento a aprobar o rechazar presupuestos, ella solía ser el instrumento clásico para ejercer poder en el Estado, es decir, política en el sentido más preciso. Sin embargo, desde hace algún tiempo se degenera visiblemente para volverse una variable dependiente de la política económica. Esto sucede porque de esta última depende la tasa de aumento de los ingresos públicos, que por sí misma delimita el campo de la acción gubernamental. Así, los debates presupuestarios del parlamento, antaño uno de los grandes momentos de control sobre el poder ejecutivo, han adquirido el carácter de la más ficticia representación de ese gran papel del pasado.
De acuerdo con parámetros tradicionales, es sorprendente lo desproporcionado que resulta que la política económica se abandone a la inamovilidad del destino; sobre todo si se toma en cuenta el hecho de que su instrumento es, en realidad, la palabra del discurso público: la información fidedigna, el llamado a la no intervención por parte de terceros, los principios rectores, las pautas de orientación, las proyecciones de objetivos y los estímulos al consumidor. Por mucho que la política económica quiera aparentar ser la concreción de “medidas”, ya se sabe lo poco que se puede hacer con estos asuntos una vez que los vientos están en su contra, cuando la confianza elemental se desvanece y emerge una reticencia indefinible. En lugar de palancas que el poder pueda operar, se habla de “discutir hasta el hartazgo” una coyuntura, de irradiar confianza, de anticipar verbalmente el cambio deseado, del efecto del pronóstico sobre su objeto, del clima de inversiones (que, al igual que el “ambiente de trabajo”, requiere siempre atención) y del “impulso de las bellas palabras”. Más allá de cualquier otra cosa que pueda ser, tal política de la palabra es ciertamente una demostración de la impotencia del poder [Ohnmacht der Macht], o lo que es lo mismo, de una política apolítica, si uno quisiera insinuar que la “política” es una constante sin historia. Pero es precisamente en un campo que no ha tenido siempre la dignidad de lo político que la retórica puede probablemente deshacerse de la mala fama que asocia sus funciones indispensables con el falseamiento de la verdad, la manipulación de una voluntad que de otra forma actuaría libremente y la confusión entre apariencia y realidad. Por supuesto, la indignación ante la separación entre palabras y realidades está siempre presente en el seno de una tradición que afirma ocuparse de los entes reales y de las cosas mismas: “Pero quien se preocupa por la verdad, no debe, creo yo, ajustar su vocabulario con estudiada premeditación, sino que debe tratar de expresar como pueda lo que desea; porque a quienes están pendientes de frases y se ocupan de estas, se les escapan las cosas”.24 Que el malentendido sea casi inevitable cuando no se toma esto como la norma más autoevidente tiene su razón de ser en el elemental “complejo” de nuestra tradición intelectual, que quiso hacer imposible la sofística y sólo aceptar como válida la realidad última en sí (una realidad que, tras25 Sócrates, siempre ha estado por fuera y por encima del ser humano). El debilitamiento ontológico del Estado como “realidad de la idea ética” en función del cual “el individuo mismo, en tanto miembro de ella, posee objetividad, verdad y eticidad”26 es, en efecto, una regla para un replanteamiento que aún está por realizarse. Sin embargo, esta reorientación no elabora un nuevo concepto de realidad y prescribe una manera de hacer las cosas, sino que simplemente comprende [nach-vollzieht]27 la aporía del desempoderamiento del poder y protege de las falsas decepciones.
Quizá se diga que todo esto tiene un parecido fatal o asimilatorio con las tesis de Marx sobre la extinción del Estado en la fase final del comunismo. Por supuesto, sobre fases finales no me atrevo a decir nada. Lo que me interesa es un análisis de tendencias. Aquí no hay que ser disuadido por el reproche de que se trata de un sustrato preparado, pues lo preparado hace visible lo invisible. El uso que se da a la expresión “extinción del Estado” se revela como realista, es decir, ligada a un determinado concepto de realidad que consideraría al Estado como inexistente en el instante en que, dentro del esquema antitético res-verba, fuera situado del lado de las “meras palabras”. Pero la transformación de los conflictos internos y externos, las alteraciones, las amenazas y las agresiones en el plano verbal es un hecho antropológico conocido desde hace tiempo, y comenzamos a acostumbrarnos a que la frecuentemente denostada “discusión infinita” pueda muy bien sustituir y traducir la descarga momentánea de un conflicto. Para la crítica de Platón a la sofística, el querer hacer del lógos más débil el más fuerte era el epítome de la depravación retórico-demagógica. La aprobación que esta crítica halló a lo largo y ancho de nuestra tradición se basa en la polivalencia del término griego lógos. El presupuesto de la fórmula discriminatoria era que el lógos más débil debía serlo en función de su carencia de contenido de verdad y razón; si se dejara a los logoi abandonados a sí mismos, a su fuerza interna, el más verdadero sería también el más fuerte. Esta relación natural se vería deformada por el artificio retórico. A esto corresponde la superstición moderna de que, sin la ayuda de las artes propagandísticas, los proyectos de los partidos políticos prevalecerían en virtud de la verdad política contenida en sus programas. Sin embargo, en el fondo, el esquema de sucesión de la democracia efectiva excluye por principio esta suposición y, más bien, implica que aquél que está en el poder, probablemente se jugará el derecho a permanecer en él, pues ahora debe sostener el peso de probar aquello que antes era tan sólo un argumento, mientras que la oposición tiene argumentos alternativos que ofrecer precisamente para este caso. Aquí ni el poder se encuentra en la verdad, ni la verdad en el poder. “Poder” significa potentia, y así debe permanecer: su realidad es la posibilidad. Igualmente falsa resulta la idea de que las posibilidades “exigen” su realización, o de que la verdad llama a ser reconocida, la herramienta a ser usada o la armadura a la guerra. Aunque todavía no es ningún progreso moral hacer que quienes consideran un conflicto como inevitable y están a punto de atacar, hablen en lugar de hacerlo, tal vez seguir exigiendo la moral allí donde nunca podría realizarse, o seguir sugiriéndola bajo la premisa de “re-etización”28 —lo que insinúa con engañoso romanticismo que tal cosa existió alguna vez— no sea el único ni el mejor camino. Se trata, más bien, de cuestionar la realidad misma a la que por largo tiempo se le ha exigido algo en vano.
La separación de Maquiavelo entre ética y política ha quedado en entredicho por las máximas cínicas de su espejo de príncipes. A nosotros nos resulta ciertamente insoportable el hecho de que pueda dar al príncipe recién ascendido al trono, en un solo aliento, consejos tan radicalmente diferentes como, por un lado, no dejar vivo a ningún miembro de la dinastía previa y, por el otro, no cambiar ni las leyes ni los impuestos. Pero este tipo de técnica política no sólo apunta al uso libre del veneno y del puñal, sino que también deja ver el despliegue de aquella racionalidad que se contenta con evitar, impedir o simular ciertas acciones. Por paradójico que suene, en la separación de Maquiavelo entre ética y política también se encuentra la consecuencia, de una teoría del mínimo político. El paso a la modalidad verbal presupone que las acciones en este campo ya no pueden ser tan sagradas como para impedir que su lugar sea “reocupado” por cuasi-acciones. Sólo quien se arriesgue a afirmar al realismo como beneficioso puede rehuir del nominalismo político que de ello surge.
Por supuesto, también la demagogia y la propaganda —una técnica, no de meras, sino de grandes palabras— siguen esta línea. Pero lo que se ha vuelto igualmente evidente desde hace tiempo es que existe una sólida técnica para, al menos, anteponer el discurso a la acción y la información a la intervención, cuando no incluso para sustituir el uno por el otro. La esencia de la estrategia política se ha vuelto prevenir errores y apreciaciones fallidas con respecto a las intenciones y el potencial y, en consecuencia, las acciones irreversibles de un potencial oponente; tratarlo durante el mayor tiempo posible como un competidor en el campo del pensamiento de planificación racional; establecer con él señales en función de estructuras de pensamiento compartidas y dejarle saber qué y cómo piensa uno mismo. Esto se ha vuelto el núcleo de una estrategia política que no permite otros medios que los de la palabra. El sentido de los enormes esfuerzos técnicos y económicos consiste, en buena medida, en otorgar y mantener la credibilidad de la palabra, la información y las señales. Por supuesto, es ya en sí mismo un juego de palabras el decir que las palabras son también acciones y no “sólo” palabras. Cómo hacer cosas con palabras29 es el nombre de un importante libro de J. L. Austin. Quizá haya que escribir otro: Cómo no hacer nada con palabras.
La idea de un “mundo abierto” puede imponerse y probablemente ya lo esté haciendo. Esto no sólo se da porque las derrotas del secretismo se hayan vuelto evidentes y los instrumentos tecnológicos de reconocimiento omnipresentes, ni tampoco porque la lógica interna de los procesos científicos y técnicos en sistemas aislados haya resultado en un equivalente virtual de comunicación disfuncional, sino también, y sobre todo, porque la disponibilidad de información ha demostrado ser el factor más importante para evitar las crisis. El cálculo deficiente de riesgos ha sido una de las principales causas de las grandes crisis. En un mundo que se ha vuelto más transparente y permeable, la mentalidad ajedrecística terminará por ser anacrónica en la tipología de los políticos. En este juego se han desarrollado reglas para transmitir información al contrincante sin revelar que esto fue hecho de manera intencional. Potencias que se demonizan, ridiculizan y amenazan, tal como enemigos en el estilo clásico, mantienen contactos constantes por debajo del nivel de la retórica oficial, como es el caso de Estados Unidos y China en Varsovia. Incluso ha comenzado a cambiar la valoración de los grandes casos de espionaje como un tipo de economía de la información involuntaria, al menos cuando uno toma en cuenta cómo, aunque las drásticas disposiciones penales permanecen, sus consecuencias se eliminan mediante el intercambio de agentes. Anteriormente, incluso el hombre propio en el otro bando era considerado un sujeto poco honorable; hoy, después de haber hecho su trabajo, puede ser presentado y condecorado como una especie de héroe de la primicia. Uno no sólo quiere estar prevenido contra las sorpresas, sino también que los otros estén al tanto de ello. La improbabilidad de los grandes secretos debe ser demostrada y la sincronización en la expansión de las potenciales debe ser verificada. Aunque las potencias mundiales no pudieron llegar a un “acuerdo de cielos abiertos”,30 pocos años después los satélites de reconocimiento comenzaron a hacer este trabajo y, sorprendentemente, nunca hubo una reacción comparable a la del incidente del U-2, ni siquiera a una protesta clara.31 La prensa hace también algo parecido sorteando el “abismo de la traición a la patria”: dificulta todo intento gubernamental de operar como fuerza del destino y de ejercer la política exterior en condiciones no verificables.32 La incertidumbre con respecto a lo que en el futuro todavía podrá ser objeto de un estricto castigo por traición es sintomática de que el estado de agregación de la realidad política esté en vías de cambio.
La realidad que uno invoca cuando pretende ser un “realista” político adquiere seriedad y carácter vinculante sólo cuando el Estado, en su propia pretensión de la realidad, ya no compite con ella y deja de pretender ser la necesidad que únicamente debe satisfacer. Esto se vuelve evidente cuando las decisiones que hoy se han vuelto posibles ya no pueden ser tomadas en tanto que políticas. A esto se le denomina una pérdida de sustancia. Si hablar de pérdida resulta acertado o no debe ser cuestionado; si lo es hablar de pérdida de sustancia permanece atado a las precondiciones aquí tematizadas del concepto de realidad y su permanencia.
Cuando se vuelve imposible demostrar las condiciones bajo las cuales sería posible alcanzar la paz mundial como resultado de procesos razonables, la resignación frente a la inviabilidad de su aplicación empuja esta norma indispensable hacia el reino de las esperanzas escatológicas, es decir, a la convicción de que sólo la destrucción del mundo haría posible un mundo nuevo. Una vez que la confianza religiosa es expulsada de este esquema, puede ser repensado con la fórmula mágica de acuerdo con la cual la destrucción de lo que permanece garantiza la calidad de lo que vendrá. Sin embargo, no se debe perder de vista que la pérdida de potencia del Estado no puede dar lugar a nada más que a una paz, por así decirlo, de calidad técnica similar. Su imperativo sería hipotético, no categórico. Sería deseado únicamente como precondición para otra cosa. Pero ¿qué sería esta otra cosa?
La idea de que una vez que se haga felices a los hombres, ellos mismos se volverán también pacíficos, está profundamente arraigada en la tradición utópica. Pero esto presupone que la realidad del Estado no sería de tal densidad autónoma como para poder eludir la voluntad de paz de los ciudadanos. Que esta presuposición no esté dada nos obliga a tratar la problemática de la paz como una cuestión de razón técnica, como una pregunta preliminar a aquella cuestión más esencial, aunque apenas menos urgente, de cómo viviría la humanidad en paz, de qué podría hacer con la oportunidad brindada por la técnica. La inevitabilidad de la paz no implica su certeza, pero tampoco asegura que sea atractiva para la fantasía humana de felicidad. La utopía no implica racionalidad: ella debe superarla sin destruirla. Hay razones para recordar esta atribución. Para una imaginación de las posibilidades humanas muy ambiciosa, debe parecer una traición a la utopía el considerar que todo aquello que debiese ser realizado con esfuerzo humano y con el gesto enfático que anuncia un gran cambio, pueda ser de hecho sólo una consecuencia racional. La imbricación entre estos dos problemas debe ser resuelta. La utopía no puede prometer paz, pues ésta es la precondición de aquélla. La paz mundial no implica la felicidad mundial de la humanidad, sino que resulta tan sólo el primer paso para no perder la esperanza en ella. Resulta aterrador lo poco que la paz mundial resuelve los problemas de la humanidad: aun así, este es el problema de problemas. Desde luego, la emoción, la activación de las fuerzas constructivas, sólo puede realizar lo que podría venir después de haber alcanzado la paz. Un futuro tal cuestionará todo presente, pero esto no significa que podamos negarnos a reconocerle el mínimo de expectativas racionales que se merece.
Incluso cuando se insiste en que la norma de la paz no puede ser parte constitutiva de una utopía —pues, en tanto condición de posibilidad de todo proyecto de situaciones felices, posee la evidencia que debe negarse a cada uno de estos proyectos— existe un vínculo importante entre la utopía y el problema de la paz, sobre todo después de que en la Edad Moderna el pensamiento utópico se convirtiera en una instancia fundamental para la contingencia del Estado, es decir, en un elemento contrario al momento platónico de la teoría del Estado. Con todo, la función histórica que la utopía cumple en favor de la posibilidad de la paz mundial no debe desdibujar la diferencia entre ambas, pues el problema de la paz debe ser considerado en función de su consistencia en lo que refiere a las condiciones actualmente existentes dado que el acercamiento a dicho estado necesario exige que “cada forma intermedia, cada fase de transición, sea capaz de existir de manera independiente”.33 Se podría exigir una mutación del ser humano destinada a hacer felices a todos, pero no se puede partir de la exigencia de una transformación radical de las convicciones humanas para alcanzar lo inevitable, a saber, que la humanidad conserve su mera existencia.
La utopía le presenta a cada realidad las posibilidades que ha rechazado, y con ello sanciona a las condiciones y las instituciones con la vulgaridad de la contingencia de lo meramente fáctico. La realidad no admite nunca su contingencia ante sí misma, sino que la oculta otorgándole la acreditación de la consistencia vinculante. La Edad Moderna, al intentar determinar su historia mediante un concepto de consistencia, a saber, el progreso, se resistió a ser cuestionada no sólo por la trascendencia teológica, sino también por la trascendencia de la utopía. En tanto realización constante de posibilidades, el progreso nos hace olvidar que él mismo es únicamente la prolongación de las posibilidades inherentes a la realidad presente. La utopía, en tanto género literario, se ve despojada de su función originaria en cuanto es puesta al servicio del progreso: su trascendencia se interpreta como la omisión aparente de un periodo de tiempo y, con ello, es limitada a la inmanencia de un tiempo. La utopía situada en el futuro como extrapolación de lo que vendrá de cualquier forma puede generar optimismo o resignación, pero ambas actitudes son proclives a dejar a la historia a su suerte. En esta medida, el desplazamiento de la utopía exótica por la utopía del futuro y de la utopía social por la utopía técnica, es parte del proceso de deterioro de su función, pues con ello el concepto de realidad de la consistencia es asimilado a la categoría de progreso. Que la provincia utópica no tenga, de acuerdo con su nombre, ningún lugar, significa precisamente que se encuentra por fuera del contexto de las realidades.
En esta medida, la utopía se encuentra también exenta, en sentido propio, de lo que Hegel dice en su prefacio a la Filosofía del derecho en rechazo de todo intento por desarrollar un Estado ideal: para “dar lecciones acerca de cómo debería ser el mundo”, llega “la filosofía siempre demasiado tarde”.34 Por supuesto, la utopía no puede dar lecciones acerca de cómo debería ser el mundo o el Estado, pero sí puede mostrar que no tendrían por qué ser tal como son ahora, es decir, que la conciencia de su autoevidencia es impugnable. La contingencia que se deriva de la utopía es la antítesis de la autoevidencia del ideal del cual la metafísica había derivado el cosmos. Este orden ineludible que colma el espacio de las posibilidades podía volverse tiránico —tal como lo presentían los gnósticos— y despertar la conciencia de la condición de prisionero y la necesidad de redención o, alternativamente, apuntar en favor de una la huida hacia la mística privada. Para el Estado, que buscaba ampararse en su dignidad cósmica, la amenaza de este vuelco hacia lo coercitivo no aplicaba en menor medida: no era posible negarle el derecho a reclamar la vida de sus ciudadanos en su totalidad. La única alternativa que el cosmos ofrecía era el caos y de ahí surge la inevitabilidad de someterse al orden establecido. Todavía en Hobbes, la estructura del argumento que demuestra la indisolubilidad del contrato estatal y el absolutismo que de él se deriva como núcleo de la razón misma es ésta: la autoconservación del Estado como definición elemental de todo acto político es la delegada autoconservación del individuo. El individuo entra en el contrato mítico preexistente tal como en el pecado original; debe haberse ya entregado en tanto persona legal y, sin embargo, debe legitimar la coerción que apunta en contra suyo como la consistencia de una condición jurídica de la que él mismo es responsable. De este modo, la razón se pone inmediatamente al servicio del “excedente” del Estado fáctico, en lugar de ponerlo en cuestión a partir de la economía de lo inevitable. Sin embargo, lo dudoso no es la racionalidad de este modelo de fundación del Estado en sí misma, sino la contradicción entre el motivo del contrato y la renuncia a ser una persona legal que supuestamente se deriva de él: uno no puede estar obligado a renunciar a sí mismo para poder conservarse.
Toda argumentación racional sobre cómo satisfacer la norma de la paz tendrá un parecido formal con la concepción del contrato social: tal como el Estado representa la racionalidad de los individuos, para quienes el estado de naturaleza significaría la ruina, así la salvaguarda de la paz representa la racionalidad de los Estados, cuyo colapso llevaría hoy a un “estado de naturaleza” internacional. Cuando la teoría moderna del Estado hace de la autoconservación del Estado el principio político más elevado, no sólo se obliga a sí misma a medirse en función del servicio que presta a este principio con cada paso teórico, sino que también se ve obligada a demostrar que lo satisface. Este criterio es válido específicamente para el “estado de naturaleza” que se repite en el nivel interestatal, es decir, del derecho de todos a todo, y, con ello, al conflicto absoluto de las condiciones de la autoconservación de todos. Dicha racionalidad que llevó a los individuos a entrar en ese pactum subiectionis como renuncia a su derecho natural absoluto ¿no debe volverse también obligatoria en el nivel del derecho absoluto de los Estados? Esto sólo puede significar lo siguiente: como consecuencia de la idea de renunciar a derechos mediante contratos, debe haber un contrato estatal entre Estados, si es que quiere satisfacerse el imperativo de la razón que surge a partir del principio de autoconservación. Pero la teoría contractual clásica no penetró en esta apertura de su consistencia, y esto fue así porque no defendía el principio abstracto de la conservación de los Estados, sino el principio concreto de la conservación de determinados Estados y formas de Estado que habían surgido históricamente de las unidades físicas de los pueblos y sus territorios. Por ello, y como consecuencia de la teoría contractualista del Estado, Destutt de Tracy formuló la exigencia explícita de un “contrato estatal de los Estados” en su comentario a Montesquieu de 1819:
Las naciones están unas respecto de otras, en aquel estado en que estarían unos hombres salvajes, que no perteneciendo a nación alguna y no estando unidos con algún vínculo social no tendrían tribunal que invocar, ni fuerza pública que reclamar para que les protegiese: entonces por precisión tendría que servirse cada uno de sus fuerzas individuales para conservarse.35
Para alcanzar una “sociedad perfeccionada y organizada”,36 a los Estados sólo les faltaba fundar un tribunal común y una fuerza coercitiva superior. Este objetivo siempre había sido considerado una quimera, pero desde el punto de vista de la teoría del contrato social, este segundo paso para la superación del “estado de naturaleza” probablemente no sería tan difícil como debió ser el primero. La utopía es aquí incorporada a la consistencia del progreso. Pero ¿podría confiarse sólo en la lógica? Probablemente no, mientras el “estado de naturaleza” entre los Estados no implicara todavía una amenaza absoluta de todos por todos, tal como Hobbes había presupuesto en el caso de los individuos. Al menos, los sujetos de la historia, las entidades ficticias de los Estados, podrían todavía ser considerados como capaces de sobrevivir a toda guerra o crisis; esto es lo que evitó que la idea de la repetición del contrato social en un nivel superior tuviera una fuerza coercitiva. Pero no sólo por eso resulta inconcebible que el acto de la segunda y definitiva superación del “estado de naturaleza” pueda ser análogo al primero; en realidad, el acto de entregarse a una autoridad superior es lo que resulta absolutamente contradictorio con la realidad última del Estado.
De ahí que Kant, en su elaboración filosófica Sobre la paz perpetua de 1795, tampoco pudiera ir más allá de la construcción de una “federación pacífica” de Estados soberanos que funde derecho internacional, y esto a pesar de que él mismo declaró de forma explícita que, en sus relaciones, deben considerarse como en “estado de naturaleza”.37 La incuestionabilidad de la hipóstasis del Estado no ha sido aquí quebrantada, pues cada foedus pacificum [federación pacífica] debe hacerse efectivo sin que los Estados “tengan por ello que someterse a las leyes públicas y a la coacción que de ellas se deriva, tal como sucede con el ser humano en estado de naturaleza”.38 El futuro de la gran paz en la “idea del federalismo” en tanto “sucedáneo de la unión de la sociedad civil” ” se da entre y no sobre los Estados.39 Aunque la idea positiva de la razón de una “República mundial” resulte lógica, se demuestra históricamente inconsistente, pues presupondría una autocontradicción entre el pluralismo existente de los Estados y la voluntad inherente de cada uno a la autoconservación. En la Filosofía del derecho, Hegel deduce de ello que el Estado es “(la) individualidad como un exclusivo ser-para-sí”.40 Los Estados no sólo estarían fácticamente “enfrentados uno contra otros en estado de naturaleza”, sino que este estado permanecería insuperable, pues “sus derechos no adquieren realidad gracias a una voluntad de poder general que se constituye sobre ellos, sino gracias a su propia voluntad”.41 Aquellos que desean una unidad superior, sea esta incluso a la manera de una confederación de Estados , “saben poco de la naturaleza de una totalidad y de la concepción que un pueblo tiene de sí mismo en su independencia”42. Si esto manifiesta el “curso de Dios en el mundo”43 que el Estado es, entonces este absolutismo de la realidad del Estado resulta en realidad un callejón sin salida para la norma de la paz y, consecuentemente, la “disputa de los Estados… sólo puede definirse a través de la guerra”.44 Ver en el Estado “algo técnico más que algo espiritual”,45 es decir, algo que, según Hegel, “no será merecedor del nombre enfático de lo real”,46 por lo menos abre de nuevo el espacio de maniobra [Spielraum] de aquello “que no tiene más valor que aquel de lo posible”.47 Nuevamente queda claro lo que significa tematizar el concepto de realidad como fundamento de la teoría del Estado y cuestionar críticamente sus implicaciones para la norma de la paz. La concomitante pérdida de consistencia de la teoría contractual del Estado es simplemente un modelo ilustrativo de ello.
Las teorías clásicas del Estado tienen la debilidad de suponer que el proceso de constitución estatal lleva a una estructura consolidada mediante un único paso decisivo. Este requisito normativo implícito normativa implícita ha hecho que la recepción de la filosofía del Estado de Montesquieu se solidifique como dogmática de la división de poderes y que se sume a las filas de otros “planes de construcción”. Pero cualquier lectura del Espíritu de las leyes hace evidente que lo que intenta no es describir el surgimiento del Estado a partir de una condición pre-estatal, sino reducir el Estado histórico que existe de antemano a las dimensiones de lo que resulta tolerable para el ser humano. La aversión de Montesquieu a la teoría contractualista del Estado responde a que para él no era importante fundar y “construir” un Estado, sino, más bien, capturar e inhibir la dinámica genuina del poder. El deseo de ejercer el poder le parecía una energía ya dada, introducida como naturaleza a la historia, y nada que pudiera hacerle frente resultaba demasiado insignificante o pequeño. Incluso a los déspotas a veces los pueden detener las emociones humanas, al modo que el mar, cuando parece que va a cubrir toda la tierra, se detiene ante la hierba y las piedritas de la orilla.48 Voltaire desdeñó esta metáfora de manera burlona. Lacónicamente, señaló que la causa del repliegue del mar no son la hierba y las piedritas, sino la ley de gravedad.
Tal colisión de metáforas elementales nos permite percibir, con horror, cómo la debilidad constructiva del pensamiento incita al crítico a la más severa observación: una vez que algo es tipificado como acontecimiento natural, hasta el más mínimo espacio de maniobra para la palabra y las afecciones humanas queda excluido. La rectificación de la imagen, la invocación a las leyes de la naturaleza, hace que la noción de moderar al Estado se traslade al ámbito de lo irreal. Casi como ilustración de la confrontación de metáforas, el primer esbozo de la problemática de la paz aparece en Kant cuarenta años antes de que escribiera su tratado sobre la paz perpetua. En noviembre de 1755, la noticia del terremoto de Lisboa con sus treinta mil muertos sacudió a Europa; Kant tomó la pluma tres veces para explicar a sus conciudadanos los acontecimientos y reconciliarlos una vez más con la teodicea de la ilustración alemana. Pero, mientras Kant terminaba su Historia y descripción natural de terremoto, la guerra, que terminaría por alargarse siete años, comenzaba. La última oración de su texto tiene como destinatario el rey de Prusia, a quien Kant había recientemente dedicado su Historia natural universal y teoría de los cielos: “Un líder que, impulsado por un noble corazón, se deja conmover por el sufrimiento del género humano y aleja la miseria de la guerra de aquellos a quienes amenaza desde todos los flancos con graves desgracias, es una herramienta de provecho en la bondadosa mano de Dios y un regalo divino a los pueblos de la Tierra, quienes nunca podrán apreciar completamente el valor de su grandeza”.49 Kant lanza sus piedritas contra la marea, apela a la catástrofe natural contra la catástrofe política; su argumento, sin embargo, yace en los “sufrimientos del género humano”.
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1 [Hans Blumenberg. “Wirklichkeitsbegriff und Staatstheorie”, Schweizer Monatshefte, Vol. 48, Nº 2,1968-1969, pp. 121–146. Traducción de Miranda Bonfil, revisada por Damián Rosanovich. Agradecemos a la revista Schweizer Monatshefte por ceder los derechos para la presente publicación.]
2 Friedrich Nietzsche. Genealogía de la moral. Madrid, Alianza, 2005, p. 103.
3 Peter Winch. Ciencia social y filosofía. Buenos Aires, Amorrortu, 1971, p. 92. Traducción modificada.
4 Thomas Mann. Consideraciones de un apolítico. Salamanca, Capitán Swing Libros, 2011, p. 149. Traducción modificada.
5 “Soberanía” no es aquí un concepto límite en el sentido de la definición de Carl Schmitt: “Soberano es quien decide sobre el estado de excepción” (Carl Schmitt. Teología política. Cuatro capítulos sobre la teoría de la soberanía. Madrid, Trotta, 2009 p. 17). Pero la cualidad política, que sólo puede presentarse de manera “pura” en la situación extrema, tiende a ya no depender de la ocurrencia fáctica de esta condición, sino a tomar en sus propias manos el derecho a definir aquello que es extremo. Este conceptus terminator no es esencial a lo político, pero sí esencialmente atractivo. Ahí radica la conexión entre la demanda de realidad [Wirklichkeitsanspruch] y la problemática de la paz. La pregunta sobre la competencia de aquello que se encuentra más allá de las competencias reguladas no es ya un problema al interior de la realidad política, sino que concierne a la competencia entre una realidad heterogénea y una realidad política. Es aquí que debe comenzar toda resistencia a la comparación.
6 Sobre Maquiavelo y Galileo, ver Ernst Cassirer. El mito del Estado. México, Fondo de Cultura Económica, 1968. Sobre Galileo y Hugo Grocio, ver Ernst Cassirer. La filosofía de la ilustración. México, Fondo de Cultura Económica, 1975.
7 Tomado de Goethe en su adenda a la traducción de Benvenuto Cellini, titulada “Flüchtige Schilderung florentinischer Zustände”. Johann Wolfgang von Goethe. Gedenkausgabe der Werke, Briefe und Gespräche. Vol. 15. Zürich, Artemis, 1948, p. 883.
8 Ver Nicolás Maquiavelo. El príncipe. Madrid, Gredos, 2011, p. 19.
9 Ver Nicolás Maquiavelo. El príncipe…, pp. 51-52.
10 “El hombre de espíritu ve a lo lejos, en la inmensidad de lo posible; el tonto sólo ve como posible aquello que ya es”. Denis Diderot Pensamientos filosóficos. El combate por la libertad. Barcelona, Proteus, 2009, pens. XXXII.
11 Schiller a Goethe, 19 de enero de 1798. Johann Wolfgang von Goethe y Friedrich Schiller. La más indisoluble unión. Epistolario completo 1794-1805. Buenos Aires, Miño y Dávila Editores, 2014, p. 286.
12 [Soren Kierkegaard. La enfermedad mortal. Madrid, Trotta, 2008, p. 57.]
13 [Jakob Burckhardt. Historia de la cultura griega. Tomo I. Barcelona, Ibera, 1947, p. 365. El traductor Eugenio Imaz, tradujo “una meta de violencia”.]
14 Recientemente también el análisis crítico de fuentes ha dejado de situar la “Utopía” en la línea de la tradición platónica y su recepción: Hans Süßmuth. Studien zur Utopia des Thomas Morus. Münster, Aschendorff, 1967; Karl-Heinz Gerschmann. “Nicht-platonische Quellen zur Utopia des Thomas Morus,” Der Staat, Nº 7, 1968, pp. 471–486. Aquello que demuestra la influencia y dependencia de la obra platónica en Moro pertenece a la última fase de composición de la obra y forma parte ya de una autointerpretación que apunta hacia la idea de una “competencia” con la República de Platón. Tal estilización fijó la impresión en el público de que este libro, cuyo éxito sería inmediato, resultaba un sucesor de la tradición platónica. Pero asumir la tradición sólo sirve para acentuar la idea de la competencia: ya incluso al comienzo de la primera edición se incluye un poema latino en el cual el estado utópico es alabado como posible vencedor sobre la república platónica y, en la carta introductoria escrita por Pedro Egidio que se encuentra a continuación, se asegura que la Utopía es una posesión más importante para todo hombre que la obra de Platón.
15 [Jakob Burckhardt. Historia de la cultura griega…, t. II, p. 120.]
16 Isthmum perfodere [perforar a través del ismo] pertenece a los proverbios que Erasmo de Rotterdam —perteneciente desde 1499 al círculo de amigos de Tomas Moro— usa en los Adagios. Para la fórmula inviolata terra compárese con la cita de Dicearco transmitida por Varrón. [“Igitur, inquam, et homines et pecudes cum semper fuisse sit necesse natura —sive enim aliquod fuit principium generandi animalium, ut putavit Thales Milesius et Zeno Citieus, sive contra principium horum exstitit nullum, ut credidit Pythagoras Samius et Aristoteles Stagirites, necesse est humanae vitae ab summa memoria gradatim descendisse ad hanc aetatem, ut scribit Dicaearchus, et summum gradum fuisse naturalem, cum viverent homines ex his rebus, quae inviolata ultro ferret terra”. En español: “Ya se admita un principio generador de los animales, tal como opinaban Tales de Mileto y Zenón de Citio, o bien que, por el contrario, se niegue dicho principio, como lo hacen Pitágoras de Samos y Aristóteles el Estagirita, es preciso reconocer que la vida humana, remontándonos gradualmente hasta su condición primitiva, ha pasado por muchas transformaciones hasta llegar a su estado actual, como escribió Dicearco, y que, como semejante condición era completamente natural, los hombres vivían con aquellas cosas que producía la tierra espontáneamente.”] Marco Terencio Varrón. De las cosas del campo. México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1945, libro II, I, 3-4.
17 Carl Friedrich von Weizsäcker. “Friede und Wahrheit,” Die Zeit, 30 de junio de 1967.
18 [Se refiere a la coalición gubernamental entre la Unión Demócrata Cristiana (CDU) y el Partido Socialdemócrata (SPD) bajo el canciller Kurt Georg Kiesinger (1966-1969).]
19 [Referencia al concepto de mysterium tremendum et fascinans utilizado por Rudolf Otto para caracterizar la experiencia de lo sagrado. Ver Rudolf Otto. Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios. Madrid, Alianza, 2011.]
20 Ver Carl Friedrich von Weizsäcker. Ist der Weltfriede unvermeidlich? Hamburg, Decker, 1967, p. 7.
21 Carta de Marx a Arnold Rouge en Dresden, 13 de marzo de 1843. Karl Marx y Friedrich Engels. Die Marx-Engels-Gesamtausgabe. Tomo I 1/2. Berlin, Dietz, 1976, p. 308.
22 Jean-Jacques Rousseau. Las confesiones. Madrid, Espasa-Calpe, 1979, p. 346.
23 [Walter Eucken. Grundsätze der Wirtschaftspolitik. Tübingen, Mohr Siebeck, 1969, p. 336.]
24 Clemente de Alejandría. Stromata. Libro II, cap. 1, § 3.2 Disponible en https://archive.org/details/clemente-de-alejandria-stromata, acceso 27 de septiembre de 2023.
25 [Este “tras” (nach) significa, simultáneamente, “de acuerdo con”. Este juego de palabras aparece en cursivas en el texto original y entra en resonancia con el nach-vollzieht al final del párrafo].
26 Georg Wilhelm Friedrich. Fundamentos de la filosofía del derecho o Compendio de derecho natural y ciencia política: para uso de sus clases. Madrid, Tecnos, 2017, p. 679, § 258. La cita ha sido modificada para adecuarse al texto.
27 [Las cursivas pertenecen al original. Juego de palabras que separa el verbo conjugado nachvollzieht (comprende) en sus componentes nach- (tras) y vollzieht (realiza), con lo que adquiere la connotación de recrear.]
28 [Carl Friedrich von Weizäcker. Ist der Weltfriede unvermeidlich?…, p. 12.]
29 [Johan Langshaw Austin. Cómo hacer cosas con palabras. Palabras y acciones. México, Paidós, 2018.]
30 [En 1955 el presidente de Estados Unidos, Dwight D. Eisenhower, propuso a la Unión Soviética un acuerdo de observación aérea mutua. Aunque esta iniciativa no fue aceptada por Nikita Jrushchov, representa un momento de relajación de las tensiones de la Guerra Fría.]
31 [El 1 mayo de 1960 un avión espía estadounidense U-2 fue derribado sobre territorio soviético. Esta intrusión aérea deterioró las relaciones entre ambos países y provocó que se cancelara la esperada Cumbre Este-Oeste de París.]
32 [Referencia al escándalo Spiegel, una crisis política y mediática ocurrida en 1962, cuando Franz Josef Strauss, ministro de defensa de la República Federal de Alemania, acusó a la revista Der Spiegel de alta traición por los reportajes publicados acerca del estado de las fuerzas de defensa. Esto derivó en el arresto de varios periodistas y una subsecuente ola de protestas entre la población.]
33 Carl Friedrich von Weizäcker. Ist der Weltfriede unvermeidlich?…, p. 12. Este importante principio de todo debate sobre el problema de la paz es descrito por von Weizsäcker como “un caso especial de la muy general proposición de la teoría de la evolución de Darwin (…) de acuerdo con la cual hoy sólo pueden existir aquéllos seres vivos cuya ascendencia completa fue viable en cada momento de la historia pasada.” Carl Friedrich von Weizäcker. Ist der Weltfriede unvermeidlich?..., p. 9. La traducción es propia.
34 [Georg Wilhelm Friedrich Hegel. Fundamentos de la filosofía del derecho…, p. 61.]
35 [Antoine Destutt de Tracy. Comentario sobre el espíritu de las leyes de Montesquieu. Madrid, Fermín Villalpando, 1821, p. 94.]
36 [Antoine Destutt de Tracy. Comentario sobre el espíritu de las leyes…, p. 96.]
37 [Immanuel Kant Sobre la paz perpetua. Un esbozo filosófico. Madrid, Verbum, 2019, p. 20.]
38 [Immanuel Kant Sobre la paz perpetua…, p. 22.]
39 [Immanuel Kant Sobre la paz perpetua…, p. 23. La cita ha sido modificada para adecuarse al texto.]
40 [Georg Wilhelm Friedrich Hegel. Fundamentos de la filosofía del derecho…, § 322]
41 Georg Wilhelm Friedrich Hegel. Fundamentos de la filosofía del derecho…, § 333. Traducción alterada
42 Georg Wilhelm Friedrich Hegel. Fundamentos de la filosofía del derecho…, § 322.
43 [Georg Wilhelm Friedrich Hegel. Fundamentos de la filosofía del derecho…, § 258. Adición al texto (G) que no está incluida en la edición en español]
44 Georg Wilhelm Friedrich Hegel. Fundamentos de la filosofía del derecho…, § 334.
45 Thomas Mann. Consideraciones de un apolítico…, p. 149.
46 [Georg Wilhelm Friedrich Hegel. Enciclopedia de las ciencias filosóficas. Madrid, Alianza, 1997, p. 106.]
47 [Georg Wilhelm Friedrich Hegel. Enciclopedia de las ciencias filosóficas…, p. 106.]
48 Charles-Louis de Secondat barón de Montesquieu El espíritu de las leyes. Barcelona, Altaya, 1993, p. 25. Traducción alterada.
49 [Immanuel Kant. “Geschichte und Naturbeschreibung der merkwürdigsten Vorfälle des Erdbebens, welches an dem Ende des 1755sten Jahres einen großen Theil der Erde erschüttert hat”, en: Kants Werke (Akademie Textausgabe). Tomo I. Berlin, Walter de Gruyter, 1968, pp. 429–462. Traducción propia.]