Algunas consideraciones sobre historia conceptual, teoría política y psicoanálisis

Ricardo Laleff Ilieff

ric.lal.ilie@gmail.com

Universidad de Buenos Aires, Instituto de Investigaciones Gino Germani,
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Buenos Aires, Argentina

Resumen

El artículo expresa algunas consideraciones en torno a las posibilidades teóricas que ofrece la historia conceptual en diálogo con otros campos o disciplinas del conocimiento inscritas en las ciencias sociales y las humanidades. En particular se recuperan dos aspectos bien específicos que engloban, por un lado, la conocida distinción entre “palabra” y “concepto” y, por otro, la relación entre lo “conceptual” y lo “no conceptual”. De esta manera, el escrito propone un tratamiento ampliado de tales tópicos recordando algunos aportes de la teoría política y el psicoanálisis lacaniano.

Palabras clave: Conceptual, inconceptualidad, ontología, política.

Abstract: Some Considerations on Conceptual History, Political Theory and Psychoanalysis

The article presents some considerations on the theoretical possibilities offered by Conceptual History in dialogue with other fields or disciplines of knowledge inscribed in the social sciences and humanities. In particular, two very specific aspects are recovered, on the one hand, the well-known distinction between “word” and “concept” and, on the other hand, the relationship between the “conceptual” and the “non-conceptual”. In this way, the paper proposes an expanded treatment of such topics, recalling some contributions from political theory and Lacanian psychoanalysis.

Keywords: Conceptual, Inconceptuality, Ontology, Politics.

Recibido el 29 de abril de 2024
Aceptado el 18 de mayo de 2024

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Punto de partida

La historia conceptual se afirma en una intención no solo de corte historiográfica. Su aporte al campo de las ciencias sociales y las humanidades está lejos de poder ser reducido a la cuestión del método.

Una consideración semejante conlleva comprender, en un sentido amplio, la inscripción teórica y epistemológica de este enfoque nacido en el centro de Europa. Un buen modo de hacerlo podría ser intentar comprender el diálogo intrínseco que establece, desde sus premisas, con otras “búsquedas teóricas”.1 En este sentido, podría decirse que a diferencia de otras perspectivas, la historia conceptual no reniega o reprime deudas, ni tampoco pretende mantenerse incólume a las contaminaciones disciplinares. Por ello sus principales exponentes entienden que estructurar un modo riguroso de estudio o de análisis lejos está de significar recusar a otras corrientes o perspectivas, descuidar sus hallazgos o incluso impugnarlos desconociendo que existen distintos modos de abonar, allanar y hasta dificultar productivamente las capacidades heurísticas del propio enfoque adoptado. La historia conceptual, por tanto, abjura de la pretensión hermética y atomista –y desde ya siempre ilusoria– de algunos campos del conocimiento, tan renuentes a pensar y tensionar no solo sus premisas, sino también las condiciones de posibilidad sobre las que se montan. Entonces, no es cierto que exista desconexión entre los saberes, más allá de sus ritmos y tonos específicos, y más allá también de la tendencia típicamente moderna, y en apariencia irrefrenable, de la hiperespecialización.2

Para volver a lo dicho al inicio, la obra de Reinhart Koselleck y sus principales epígonos se vale de cierta mixtura teórica que vale la pena subrayar. Así, la historia conceptual permite pensar el entramado de sentido que opera en la historia, sin que ello signifique una devaluación de los enigmas sobre los modos en que se provee carga empírica a las investigaciones. Precisamente algo de esta arista es lo que permite observar los debates y polémicas al interior de su campo de estudio; el hecho de que se haya discutido y todavía se discuta, por ejemplo, sobre los márgenes y alcances de un enfoque que no puede quedar reducido simplemente al estudio del pasado, ni a la revisión de ciertas geografías, muestra su actualidad. Como bien se sabe, la denominada “Escuela de Padua” se ha propuesto vincular historia conceptual con filosofía, más específicamente con cierto componente normativo de la tradición filosófica occidental.3 El resultado ha sido muy interesante para evaluar en qué medida la academia contemporánea está en condiciones de recuperar la pregunta tan griega por la “buena vida” que se encontraba en la base de la filosofía allí cuando se la entendía como la “ciencia primera”.4 Por otra parte, en Argentina, se ha desarrollado toda una serie de posicionamientos críticos, no menores, que ensanchan los márgenes de experiencia que la historia conceptual ha buscado interpretar. Recuérdese, por caso, las indagaciones acerca de los lenguajes políticos y las aporías teórico-prácticas que contienen las diversas experiencias sociales.5

Como es evidente, estos ejercicios o variaciones sobre la historia conceptual koselleckiana resultan impensables sin los entrecruces disciplinares, diálogos y contrapuntos que interrogan la relación tan clásica –como siempre urgente– de la historia con la política.

Ahora bien, es preciso remarcar cierta contracara de la historia conceptual, una que muestra la reticencia a la que debe hacerle aun frente. Algunas visiones historiográficas reducen la currícula de muchos centros de formación universitaria a visiones consagradas hace siglos, sin que se pueda abrir, precisamente, entrecruces como los que propone el estudio de los conceptos. Cierta licencia poética permitiría señalar que un enfoque como el koselleckiano y sus variaciones se ve todavía obligado a sufrir cierto exilio, a buscar el reconocimiento en otros territorios del saber. No casualmente, la ciencia política y la sociología son dos de las disciplinas más interesadas en alojar los avances en torno a la capacidad del concepto de pensar los asuntos humanos.6 Pero, como también se sabe, esto puede reintroducir en las investigaciones aquello que la propia historia conceptual desechó desde sus fundamentos, a saber: el reduccionismo. Es que si la historiografía clásica puede llegar a segregar –para ser grandilocuentes– a la historia conceptual por su acercamiento a la filosofía, la teoría política y otras disciplinas, las ciencias sociales pueden verse tentadas a valerse de la historia conceptual como un mero instrumento que le provee carga empírica, un elemento forzado de veridicción a sus hipótesis. En cierta medida, es el peligro a que quede reducida a una herramienta más de una “caja” que al abrirse pasa el rodillo de la simplificación y la homogeneización sobre el objeto de estudio. Por todo ello es posible advertir que estos asuntos deben ser todavía mirados de frente, pues solo así se puede acrecentar el flujo de conversaciones acerca de una reflexión sopesada sobre los asuntos políticos.

Este artículo se adentra, precisamente, en las orillas de tal empresa asumiendo que la historia conceptual puede verse continuada por otros medios, que no son los de la historiografía, pero que no son sin esos componentes que revelan su carácter histórico-polémico. Por ello, en lo que sigue, se buscará apelar a este tono articulador que caracteriza a los derroteros del enfoque consagrado por Koselleck con la propuesta de reflexionar sobre algunos tonos que lo mantienen en plena vigencia y en una rica mixtura. La idea central que motiva este ejercicio es la de entablar cierto entrecruce con la teoría política y el psicoanálisis.

Si es cierto que el enfoque histórico-conceptual se asume o se presume hermanado a otras búsquedas, y si esas otras búsquedas son articulables de manera productiva con la historia conceptual, entonces en sus intersecciones –en algunas de ellas– pueden aparecer aspectos a dilucidar y problemáticas a detectar que bien pueden nutrir a futuros trabajos. La tarea aquí consignada se desplegará a partir de notar dos instancias bien específicas: la primera no es otra que la clásica distinción entre “palabra” y “concepto” efectuada por Koselleck, mientras que la segunda remite a la relación entre conceptualidad e inconceptualidad que va más allá de lo señalado por dicho autor al llegar hasta la compleja e intrincada obra de Hans Blumenberg. En aquella primera cuestión a tratar, lo que aparecerá puesto en juego es una pregunta fundamental de la política, mientras que en la segunda aparecerá la cuestión ontológica que revela un ámbito transversal para la reflexión epistemológico-política. En ambos casos se utilizarán ciertas reflexiones psicoanalíticas que revelan algunas convergencias y vectores comunes.

“Palabra” y “concepto”: la política en cuestión

La historia conceptual distingue “palabra” de “concepto” y en esa distinción se pone en juego algo crucial para la política.

Como bien se sabe, cuando Koselleck planteó esta diferencia se encontraba en plena búsqueda por articular, rigurosamente, “historia” y “política”, esto es, por desentrañar una conexión que no es lineal ni en sus causas, ni en sus efectos. Existía allí la pretensión de re-anudar las tres ruedas de la temporalidad –pasado, presente y futuro– y de mostrar el hilo secreto que las enhebra. En todo este proyecto la influencia de Carl Schmitt es tan evidente como crucial. Basta con tener presente algunas de las afirmaciones de este autor en Teología política de 1922, principalmente la reconocida e imperiosa búsqueda por dar con una “sociología de los conceptos” que articulase visión metafísica del mundo con formas de organización política:

Decir, por ejemplo, que la monarquía del siglo XVII era el sustrato real que se “reflejaba” en el concepto cartesiano de Dios, no es sociología del concepto de soberanía. Sí pertenece, en cambio, a la sociología de la soberanía de aquella época mostrar que la existencia histórica y política de la monarquía correspondía al estado de conciencia de la humanidad occidental en aquel momento, y que la configuración jurídica de la realidad histórico-política supo encontrar un concepto cuya estructura armonizaba con la estructura de los conceptos metafísicos. Por eso tuvo la monarquía en la conciencia de aquella época la misma evidencia que había de tener la democracia en época posterior. Presupone, por tanto, esta clase de sociología de los conceptos jurídicos, la conceptualidad radical, es decir, una consecuencia llevada hasta el plano metafísico y teológico. La imagen metafísica que de su mundo se forja una época determinada tiene la misma estructura que la forma de la organización política que esa época tiene por evidente. La comprobación de esa identidad constituye la sociología del concepto de la soberanía.7

Pero además de la schmittiana, la historia conceptual recibió otra influencia sumamente relevante: la del denominado Giro Lingüístico –en especial la lectura hermenéutica que Hans Gadamer puso de manifiesto desde su decisiva intervención sobre el método–.8 Sin posibilidad de adentrarse en las profundidades de estas dos huellas, las presentes líneas se contentan con señalar que le sirvieron a Koselleck para distinguir el material con el que debía trabajar el historiador. Si bien no puede decirse que su definición solo comprendiera a los conceptos –pues el propio nacido en Görlitz se refirió a la importancia de estudiar el rol de los intelectuales de una época y tener presentes aspectos lingüísticos o terminológicos de diversos tipos–,9 lo cierto es que allí se cifra la arena primordial, el contexto de experiencia, que ha buscado aludir con sus trabajos.

Para decirlo claramente, a diferencia de la palabra, el concepto opera como un vehículo de realidad socio-histórica en tanto oficia de “índice” y “factor” de la realidad. Oficia de “índice” porque permite marcar un espacio y una temporalidad, esto es, circunscribirla.10 Así, los conceptos tienen su génesis, la cual es importante advertir y comprender en su desarrollo, de lo contrario el anacronismo aparece como un efecto indeseado, como lo que homogeneiza distintos contextos de experiencia. Pero también, como se ha dicho, el concepto es “factor”, puesto que en él y a través de él se dan disputas por definir su sentido, por balizar la arena de discusión de la política, por construir un espacio de representación anudando márgenes éticos-normativos. En consecuencia, si bien no se puede afirmar que la lucha política es la lucha conceptual, toda disputa política no es sin palabras que son conceptos. El historiador, por tanto, debe valerse de ellos, trabajar con ellos, capturar, tematizar y comprender las sedimentaciones de sentido y los márgenes interpretativos, los cuales permiten interpretar algo de la realidad por fuera de sintagmas fáciles, como aquellos que destacan una mera dimensión de continuidad y/o de cambio en el discurrir de los años. Para la historia conceptual, entonces, no hay realidad fuera de la discursividad; la política se vale del lenguaje y, a su vez, politiza palabras al volverlas conceptos.

Sin embargo, la profundidad de esta distinción revela recovecos que no pueden ser tan rápidamente explorados. La política, por caso, no puede ser pensada sin la dimensión discursiva de lo social, a tal punto que la política misma se revela como discursividad, como un tipo particular de discursividad que la vuelve distinguible de otras. Al historiador conceptual solo le queda entender la política de una época a partir de sus palabras; palabras que, de todos modos, ya no son meros componentes que discurren o circulan por el carácter hablante del ser humano, sino conceptos que anudan sentidos, significantes que estructuran representaciones, representaciones que dan lugar a múltiples identificaciones de los individuos. Y eso ha sido algo que el psicoanálisis, ya desde Sigmund Freud, ha revelado con particular interés y que incluso autores posmarxistas como Ernesto Laclau han recuperado para comprender la conformación de identidades colectivas por fuera de principios funcionalistas o atomistas. De hecho en un libro como La razón populista, Laclau provee un intento de comprensión sobre la política que busca vincular el carácter estructural de los significantes con el componente afectivo que los inviste, sin el cual resulta incomprensible por qué no toda palabra puede aparecer como metáfora primordial de la universalidad.11

Además, es importante recordar otros aspectos. La palabra “Estado”, por ejemplo, tiene su propia genealogía,12 pero solo cobró relevancia como concepto a partir de un determinado contexto, con una serie de intervenciones teóricas y políticas que la historia conceptual busca comprender, captar la discursividad de una época y no solo las intervenciones intelectuales de esa época. De allí que el investigador o académico no pueda usar el término “Estado” sin hacer propias ciertas precauciones genealógicas, sin abrigar la singularidad del tiempo que se pretende explicar, pues de lo contrario se estaría dando por supuesta una visión teleológica de la historia. Así, una pregunta típicamente griega como la que buscaba definir cuál era el mejor régimen político para la polis aparecerá como un antecedente de la organización absolutista o del moderno Leviatán, sugiriendo un atraso o involución que, desde ya, no es tal:

El uso acrítico del concepto conduce a pensar la historia como destinada a construir el Estado, definido con naturalidad por ese núcleo permanente de sentido ya evocado. Atribuirle al Estado un pasado tan remoto no solo equivale a legitimarlo como la única forma de organización política posible de gobierno, sino que también vuelve superfluos los movimientos contestatarios contra el Antiguo régimen, incluyendo la Revolución Francesa, que por primera vez hizo del Estado una realidad.13

Por tales considerandos la historia conceptual se sitúa en las antípodas de la historia de las ideas, enfoque menos preocupado por destacar tales diferencias y mucho más obsesionado por inscribirlas en una suerte de continuo nutrido de una profusa visión progresiva y progresista. En cambio para la historia conceptual, la temporalidad no es un hilo en cuyos filamentos cuelgan los hechos anómalos, sino un entramado que es menester comprender con sus distintos estratos, sus fuentes y reactualizaciones.14

Las ideas no pueden servir de unidad de análisis para un tipo de comprensión histórica tal puesto que carecen, como tales, de un principio de historicidad inherente. Una idea aparece o no en un contexto, pero ello es una circunstancia externa a ella. Entre una idea y su contexto no existe un vínculo más que contingente. Solo en los conceptos las variantes semánticas producidas por las alteraciones en su contexto de enunciación se integran a los mismos y pasan a formar parte constitutiva de su definición. De aquí resulta aquella limitación intrínseca a toda historia de ideas.15

Por otro lado, esto se revela concordante con las características de la praxis política; praxis que no se desarrolla en el vacío y que no admite, por ejemplo, traducciones mecánicas de un contexto de experiencia a otro –premisa que reverberaba ya en las anotaciones carcelarias de Antonio Gramsci durante el período de entreguerras europeo, pero que bien vale la pena recordar–.

Entonces, el historiador conceptual no solo debe enfrentarse con los pormenores de la reconstrucción sopesada y compleja de los conceptos, no solo debe enhebrar una visión sobre la historia y la temporalidad lejos de las hipótesis lineales, sino que además debe trabajar asumiendo que el concepto es plurívoco, que han existido múltiples interpretaciones y que incluso –y esto es un problema metodológico, pero también teórico-político– que aparece excedida por fenómenos extralingüísticos que el propio concepto no logra abrigar del todo. Es como si de esta manera la historia conceptual admitiera la propia carencia, la frontera que hay que expandir en su propio “método”.

A razón de esto último, el punto a destacar es que la relación entre palabra y concepto manifiesta la trascendencia de la política para la historia y, por ende, la importancia de que el historiador conceptual se adentre de lleno en la tradición política que busca elucidar a partir de cierto material disponible. Por ello cabe preguntarse si no es acaso en la articulación de los modos de conceptualizar la historia y su desarrollo siempre presente, con sus prescripciones de futuro, en donde es posible rastrear un componente crucial de la política que si bien es discursivo excede por mucho la posibilidad de reconstrucción. Es decir, ¿no es siempre mucho menos veloz –por utilizar un término impreciso– la reconstrucción histórico-conceptual que la contingencia que constituye a la política como actividad intensa que une distintas esferas de la vida? Koselleck mismo pensó cómo los derrotados de ciertas luchas políticas favorecen los modos de comprensión de la historia; cómo introducen innovaciones en la historiografía, no solo por sus vivencias personales, por sus derrotas personales, sino por las defecciones de las causas políticas que se explican y se inscriben como fenómenos históricos, aspectos que dejan siempre a la tarea del historiador en un lugar de íntima relación con el presente.16

Pero también cabe asumir que lo conceptual de la política, que hunde sus raíces en la discursividad de la vida, no puede ser pensado sin las direcciones de un espacio de representación que coaligan, aunque de manera supuestamente misteriosa, los pormenores de la teoría y de la práctica. En la querella de las interpretaciones, en los modos de comprender un concepto y en los modos en que ese concepto alude a polémicas, ¿no está presente el problema de significantes que se anudan a otros significantes y se estructuran como legítimos, cruciales o importantes? ¿No es esta, acaso, la materia con la que lidia la política, es decir, palabras para hacer referencia a un mundo que, sin embargo, no existe sin palabras, pero que excede también a las palabras, tal como ha sugerido Laclau al recuperar la dimensión afectiva? Y si esto fuera realmente así, ¿cómo volver a pensar lo lingüístico con lo extralingüístico, lo discursivo con lo extradiscursivo, lo conceptual con lo inconceptual?

Por tales motivos es menester preguntarse por esa fijación que la teoría advierte y que la política parece sufrir por su discurrir y que lleva a detenerse en la interrogación ontológica, aunque más no sea inacabadamente y tal como ha sido formulada en otro decir, que es impensable por fuera del diálogo explícito que entabló con el koselleckiano.

Concepto e inconceptualidad: la ontología en cuestión

La relación advertida por Koselleck entre lo lingüístico y lo extralingüístico –y entre historia social e historia conceptual17– pone en juego la relación entre lo conceptualizable y lo inconceptualizable. De ese modo, lo que aparece en primer plano es la ontología. Sin embargo, no ha sido Koselleck quien mejor tematizó esta cuestión, sino Hans Blumenberg.

En Paradigmas para una metaforología, este filósofo alemán de escritura sumamente abigarrada comprendió que la pretensión cartesiana de un lenguaje científico unívoco resultaba imposible. La propia posibilidad de la historia conceptual, y hasta la propia posibilidad de historizar las ciencias y de teorizar sobre los asuntos humanos, así lo demostraban. Desde el parecer blumenberguiano, un concepto nuevo –uno con el que se pretende revelar una estructura o transmitir un descubrimiento– nunca es enteramente nuevo; se inscribe en un entramado social, cultural y político. Todo esto da cuenta de que el universo de la ciencia siempre es desbordado por el de la cultura. Así, contra la pretensión cartesiana de una objetivación del concepto, Blumenberg señalaba lo siguiente:

Vista desde el ideal de una terminología definitivamente válida, en general la historia de los conceptos solo puede tener un valor crítico-destructivo, un papel que se acabaría una vez conseguida la meta: esa remoción de la carga multi-opaca de la tradición que Descartes sintetiza en el segundo de sus conceptos críticos básicos, el de prévention [prevención] (correspondiente a los “ídolos” de Francis Bacon). “Historia”: esto no es pues aquí otra cosa que precipitación (précipitation) y prevención (prévention), pérdida de la presencia exacta, cuya metódica recuperación anula la historicidad.18

Si el concepto no da con la “cosa”, esto no se debe a una capacidad de quien toma la palabra para definir al objeto, sino de la capacidad del concepto por fijar un entramado de significaciones. En ese marco es que Blumenberg argumenta que la metáfora posee dignidad histórica y que por ello mismo debe ser analizada y articulada con la tarea conceptual. Pero la metáfora alude a eso a lo que el concepto no puede aludir: el “mundo de la vida” con sus grandes problemas, con sus diversas formas simbólicas.

La metáfora retiene aquello que, desde un punto de vista objetivo, no entra entre las propiedades de un prado pero que sin embargo no es el añadido subjetivo–fantástico de un observador, solo el cual acertaría a ver en la superficie de un prado el perfil de una cara humana (un juego típico cuando se visita una cueva de estalagmitas). La metáfora realiza esta atribución asignando el prado al inventario de un Lebenswelt (mundo de la vida) en el que tienen “significaciones” no solo las palabras y los signos, sino las cosas mismas —de entre las cuales, el tipo antropogenético primitivo pudiera ser la cara humana, con su incomparable significación situacional. Montaigne ofreció la metáfora de este sentido sustantivo de la metáfora: “le visage du monde”. 19

Así, lo metafórico deviene crucial para el lenguaje y no un instrumento que lo embellece, como creían los antiguos retóricos.20 Sin embargo, esto deja abierta la puerta a una sospecha, que acaso Blumenberg desliza muy bien: el lenguaje es, también, pura metáfora, pues nunca da realmente con el objeto que cree poder definir. Es por ello que la metaforología que él mismo esboza permite repensar el problema de lo lingüístico y lo extralingüístico más allá de la historia del concepto.21

Sin embargo, Blumenberg no aludió a lo inconceptual en este escrito de 1966, sino que lo hizo en otros trabajos posteriores, fragmentarios, llenos de poderosas intuiciones, pero escasamente desplegadas.22 En algunos de esos escritos, encontró que lo inconceptualizable se asemeja al noúmeno kantiano, es decir, a aquel límite inherente, del cual no se puede afirmar nada de manera conclusiva o no se puede decir nada con certeza, pero que siempre recuerda hasta dónde el conocimiento puede relacionarse con lo absoluto. Para comprender mejor esta cuestión de la que se vale Blumenberg es menester bucear entre sus anotaciones. Por ejemplo, en sus escritos sobre el mito se pueden rastrear ciertos ecos o reverberaciones; también en aquellos destinados a definir la antropología filosófica, trabajos que continúan, en cierto modo, su tesis doctoral en torno al debate Husserl-Heidegger sobre el rol de la ontología y la historia. A los fines de apelar solo a un vector de análisis sobre este punto, quizás la mejor forma de aprehender la sustancia de esta problemática sobre lo inconceptualizable consista en interrogar su comprensión acerca del “absolutismo de la realidad”, cuestión que parece permear sus consideraciones más eminentes.23

A los ojos de Blumenberg, existe algo que acecha al ser humano desde siempre y del cual busca resguardarse. Poco importa aquí si ese algo, que Blumenberg llama “absolutismo de la realidad”, es un concepto o una metaforización de la finitud o de la muerte; lo importante es que con ello revela una cuestión ontológica fundamental, que tiene sus limitantes para pensar la relación de lo inconceptualizable con lo conceptualizable.

Blumenberg toma de los neokantianos –principalmente de Ernst Cassirer–24 la idea de que las formas simbólicas permiten lidiar con el absolutismo de la realidad. A la inversa de Platón, según su parecer, el ser humano busca crear y recrear cavernas de las que no debe salir, de las que debe valerse para su quehacer, para actuar a distancia, para no ser finalmente dominado por lo externo: “El humano vive de la seguridad de la distancia espacial y temporal de aquello que puede sobrevenirle, en definitiva con el intento de transformar esa distancia en absoluta”.25

Es evidente que en este punto Blumenberg opera con dualismos, pues ¿por qué no pensar que el “absolutismo de la realidad” también se encuentra al interior de las formas simbólicas? De hecho, ¿no es factible pensar que el propio ser humano es también una forma simbólica en tanto su desarrollo no es explicable desde lo biológico, a diferencia de lo que Blumenberg sostiene? Estas tensiones de su obra nos dejan entonces en la antesala de lo que hemos querido señalar en este segundo apartado al hacer alusión a la importancia de pensar la ontología que opera en una visión sobre el modo de comprender la temporalidad y la discursividad.

Palabra, concepto, ontología

Si la distinción entre palabra y concepto observada en el primer apartado muestra la relación de la historia conceptual con la política, la distinción entre lo lingüístico y lo extralingüístico, entre el concepto y el lenguaje, expone un problema ontológico del cual no es posible escapar.

Blumenberg prosiguió en lo que Koselleck no se animó al definir este asunto como parte de lo inconceptualizable. Sin embargo, como se ha mostrado en el segundo apartado, restauró una visión antropológica objetiva sobre la realidad y el propio ser humano al asumir un absolutismo externo al “Hombre”, como si entre uno y otro mediara lo simbólico y no como si todo ello –“realidad”, “caverna” y “ser humano”– fuera siempre algo ya simbólico, solo existente en su simbolización. Es en este punto que es preciso o ilustrativo apelar muy puntualmente a Jacques Lacan.

Su fenomenal obra podría ser comprendida a partir de una visión ontológica que indica que el ser humano se ve acechado por un real que se figura tan externo como interno a él, un real que trabaja desde dentro y fuera del orden simbólico. Es que para Lacan lo real, anudado a lo imaginario y a lo simbólico, es uno de los registros de la experiencia y que le dan soporte a una realidad que no es, sino que solo puede ser en cuanto experiencia de una carencia ontológica de objeto. Visto de este modo, para Lacan, lo real deviene de una limitación inherente a lo simbólico que, por otro lado, por esa misma limitación es garantía de la permanencia de lo simbólico y sus reactualizaciones, esto es –si efectuamos una veloz traducción disciplinar–, de la política y la historia que anudan diversas formas de vida.26

Esta dimensión ontológica “negativa” enarbolada por el mencionado pensador francés –pues no hay ser, no hay nada que sea una experiencia universalizable– marca un deslizamiento de su psicoanálisis en relación con el esgrimido por Freud, quien postulaba un objeto primario perdido tras la intervención del padre en el Edipo, esto es, tras el ingreso del niño al campo social.27 Para Lacan, en cambio, como no hay objeto primordial –el pecho materno o la vida uterina– que se pierde, no hay nada, solo una experiencia de objeto que nunca existió y que solo sirve para taponar el vacío del ser. Decir esto permite, a su vez, desmarcar las presentes líneas del único antecedente que se ha encontrado hasta el momento acerca de una reflexión articulada entre las premisas de la historia conceptual y las del psicoanálisis.28

En un breve trabajo al respecto, Marie-Odile Godard utiliza categorías freudianas como la de “trauma” y “acontecimiento” para establecer una suerte de analogía estructural entre ambas tradiciones, como si el historiador conceptual y el analista debieran operar con una inscripción bien precisa, cuyos efectos se deducen una y otra vez de un punto primero.29 Por lo que se ha dicho más arriba, el proyecto koselleckiano no podría jamás asumir tal visión; tampoco el lacaniano, cuya revisión de Freud conlleva una lectura sobre el trauma como aquello que no deja de manifestarse al romper las barreras de la represión. De lo que se trata, en verdad, es de poder dar cuenta de un viraje ontológico que permea toda consideración sobre la vida política y el estudio de la historia desde lo conceptual.

Ahora bien, en el caso de Blumenberg, quien falleció en 1996, a pesar de todas sus intuiciones sobre lo inconceptualizable, hay que decir que no llegó nunca a adentrarse en estos debates; los cuales, por otro lado, más allá de sus matices, sus posturas han coincidido en señalar el carácter sin fundamento último de nuestra época, independientemente incluso de las adscripciones teóricas que se profesen o de las simpatías o antipatías valorativas que se enarbolen. Por ello, es posible señalar a manera de cierre que Blumenberg no dejó sino en suspenso las respuestas a ciertas preguntas. Preguntas que, en definitiva, todavía son las de este tiempo, como por ejemplo: ¿cómo pensar la historia desde su real contingencia? ¿Cómo articular lo conceptualizable con lo inconceptualizable a partir de la idea de carencia de fundamento? ¿Cómo explicar el carácter precario de todo fundamento último y la presencia de estructuras que muestran un mínimo de orden, de sentido, con sus luchas políticas y sus aporías?

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1. Ver Claudio Ingerflom. “El Estado de Reinhart Koselleck o cómo pensar los cambios históricos”, en Reinhart Koselleck: El concepto de Estado y otros ensayos. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2021, pp. 97-128, esp. p. 101.

2. Ver Vladimir Tasic. Una lectura matemática del pensamiento postmoderno. Buenos Aires, Colihue, 2001.

3. Al respecto, ver el representativo volumen de Sandro Chignola y Giuseppe Duso. Historia de los conceptos y filosofía política. Madrid, Biblioteca Nueva, 2009.

4. “No se puede entender el presente usando como modelo (esto sería una actitud típicamente moderna) una reflexión sobre una realidad tan diversa de la nuestra, cuál era la de la polis o la del mundo medieval. Se trata más bien de pensar radicalmente los conceptos modernos (derechos, igualdad, libertad, pueblo, poder, democracia), recomponiendo así un gesto del pensamiento que era también el de los griegos clásicos, y relacionándolo con nuestra realidad, más allá de la pretendida solución ofrecida por los esquemas de la teoría.

El trabajo de historia conceptual, visto desde esta óptica, y con esta radicalidad, me parece expresar un sentido de la filosofía política que evidencia todo su empeño teórico, empeño que me parece desde luego traicionado cuando se propone una reflexión sobre unos conceptos considerados eternos, que revisten una universalidad sólo en tanto son todos ellos genéricos y, sin embargo, capaces de comportar una subrepticia aceptación de la parcialidad y de los presupuestos de la conceptualidad moderna. Tal práctica de la filosofía política, como historia conceptual, me parece que puede hacer posible, de una parte, un trabajo sobre filósofos clásicos y sobre sus conceptos políticos, y de otra, contemporáneamente, la reapertura del problema de la justicia y de una relación con la realidad que va más allá del carácter reductor de estos conceptos políticos modernos, que también aparecen epocalmente en crisis”. Giuseppe Duso. "Historia conceptual como filosofía política", Res publica, Nº 1, 1998, pp. 35-71, acá p. 71.

5. Me refiero a trabajos como los de Claudio Ingerflom sobre Rusia —cito solo aquí uno de ellos: Claudio Ingerflom. El revolucionario profesional. La construcción política del pueblo. Rosario, Prohistoria, 2017—, y los de Elías Palti —como, por ejemplo, Elías Palti. Una arqueología de lo político. Regímenes de poder desde el siglo XVII. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2018—.

6. Se podrían citar muchos trabajos que ilustran esta pregnancia. Decido aquí, simplemente, recordar el estado del arte puesto a consideración en Germán Aguirre y Sabrina Morán. “Historia conceptual”, en Luciano Nosetto y Tomás Wieczorek (dirs.): Métodos de teoría política: un manual. Buenos Aires: IIGG-CLACSO, 2020, pp. 61-84.

7. Carl Schmitt. Teología política. Madrid, Trotta, 2009, p. 44

8. Ver Hans Gadamer. Verdad y método I. Salamanca, Sígueme, 1992.

9. Ver Reinhart Koselleck. “Introducción al Diccionario histórico de conceptos político-sociales básicos en lengua germana”, Anthropos, Nº 223, 2009, pp. 92-105.

10. Una explicación más acabada se encuentra en Claudio Ingerflom. “El Estado de Reinhart Koselleck…”.

11. Ver Ernesto Laclau. La razón populista. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2015.

12. Ver Quentin Skinner. El nacimiento del Estado. Buenos Aires, Gorla, 2003.

13. Claudio Ingerflom. “El Estado de Reinhart Koselleck…”, p. 100.

14. Ver Lucila Svampa. “El presente en suspenso. Estratos del tiempo y la pregunta por lo contemporáneo a partir del pensamiento de Reinhart Koselleck”, Daimon, Nº 71, 2017, pp. 157-170.

15. Elías Palti. “Ideas, conceptos, metáforas. La tradición alemana de historia intelectual y el complejo entramado del lenguaje”, Res publica, Nº 25, 2011, pp. 227-248, acá pp. 228-229.

16. “Ocurre lo contrario entre los vencidos. Su primera experiencia es que las cosas han salido de manera distinta a lo que pretendían o esperaban. Cuando reflexionan, entran en una situación de necesidad justificativa para explicar por qué todo ha sucedido de otra manera y no como lo habían pensado. De este modo puede ponerse en marcha una búsqueda para comprender, y tal vez explicar, a largo plazo los motivos de la actual sorpresa. Muchas cosas hablan en favor de la hipótesis de que precisamente a partir de sus impresionantes experiencias únicas surge una visión a largo plazo y de mayor fuerza esclarecedora. Puede que la historia –a corto plazo– sea hecha por los vencedores, pero los avances en el conocimiento de la historia –a largo plazo– se deben a los vencidos.” Reinhart Koselleck. “Cambio de experiencia y cambio de método. Un apunte histórico-antropológico”, en Id.: Los estratos del tiempo: estudios sobre la historia. Barcelona: Paidós, 2001, pp. 43-92, acá p. 83. Ver también: Ricardo Laleff Ilieff. Lo político y la derrota. Un contrapunto entre Antonio Gramsci y Carl Schmitt. Madrid, Guillermo Escolar, 2020.

17. Ver Reinhart Koselleck. Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos. Barcelona, Paidós, 1993.

18. Hans Blumenberg. Paradigmas para una metaforología. Madrid, Trotta, 2018, p. 42

19. Hans Blumenberg. “Aproximación a una teoría de la inconceptualidad”, en Id.: Naufragio con espectador. Madrid, La balsa de medusa, 1995, pp. 97-117, acá, p. 99.

20. “Esta clasificación tradicional de la metáfora en la teoría de los ornamentos del discurso público no es casual: para la Antigüedad, el logos igualaba por principio al todo del ente. Kósmos y logos eran términos correlativos. Aquí, la metáfora no tiene forma de enriquecer la capacidad de los medios de expresión; no es más que un medio de conseguir que el enunciado sea eficaz, que afecte e interese a sus destinatarios políticos y forenses”. Hans Blumenberg. Paradigmas…, p. 43.

21. El propio Koselleck indicó que si hubiera seguido el tratamiento “admirable” que Blumenberg visibilizó con su metaforología –“si hubiésemos utilizado sus métodos en lugar de los nuestros”–, habría “confeccionado un diccionario completamente distinto” al realizado junto a Otto Brunner y Werner Conze. Reinhart Koselleck. “Respuesta a los comentarios sobre el Geschichtliche Grundbegriffe”, en Id.: El concepto de Estado…, pp. 79-93, acá p. 81.

22. Ver Hans Blumenberg. “Aproximación…”; e Id. Theorie der Unbegreiflichkeit. Frankfurt am Main, Suhrkamp, 2007.

23. Ver Hans Blumenberg. Trabajo sobre el mito. Barcelona, Paidós, 2003.

24. Ver Ernst Cassirer. Las formas simbólicas I, II y II. México, Fondo de Cultura Económica, 2016.

25. Hans Blumenberg. Descripción del ser humano. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2011, p. 443.

26. Ver Jacques Lacan. “Lo simbólico, lo imaginario y lo real”, en Id.: De los nombres del padre. Buenos Aires, Paidós, 2014, pp. 11-64; Ricardo Laleff Ilieff. “Blumenberg y lo real lacaniano”, en Id. y Gonzalo Ricci Cernadas (comps.): Hans Blumenberg, pensador político: lecturas a cien años de su nacimiento. Buenos Aires, IIGG-CLACSO, 2021, pp. 187-201.

27. Sobre el particular, ver Ricardo Laleff Ilieff. Poderes de la abyección. Política y ontología lacaniana I. Buenos Aires, Miño y Dávila, 2023.

28. Ver Marie-Odile Godard. “Acontecimiento y psicoanálisis”, en Christian Delacroix, François Dosse y Patrick Garcia (dirs.): Historicidades. Buenos Aires, Waldhuter, 2010, pp. 253-272.

29. “Para el psicoanálisis, el acontecimiento se conjuga en el presente”. Marie-Odile Godard. “Acontecimiento y psicoanálisis…”, p. 254.