José Daniel Cesano1
Academia Nacional de Derecho
y Ciencias Sociales de Córdoba, Argentina
Recibido: 13 de julio de 2023
Aceptado: 6 de noviembre de 2023
La ley 27.375 introdujo diversas reformas al corpus normativo que regula la ejecución de la pena privativa de la libertad en Argentina. Dado el carácter performativo de la ley, en este trabajo proponemos indagar si aquella enmienda implicó o no un cambio de paradigma respecto del modelo resocializador que asumió originariamente la ley 24.660 y, en su caso, cuál fue (y es) la incidencia que esta reforma produjo (y produce) en el ámbito de las prácticas de la administración penitenciaria en general y, especialmente, respecto de los equipos técnicos.
palabras claves: resocialización; ley; carácter performativo; equipos técnicos
Law 27.375 introduced various reforms to the regulatory corpus that regulates the execution of the custodial sentence in Argentina. Given the performative nature of the law, in this work we propose to investigate whether or not that amendment implied a paradigm shift with respect to the resocializing model that law 24.660 originally assumed and, if applicable, what was (and is) the impact that This reform produced (and continues to produce) in the field of penitentiary administration practices in general and, especially, with respect to technical equipment.
Keywords: resocialization; law; performative character; technical teams
Sin duda, la idea de la resocialización3 de quien ha delinquido a través de un tratamiento penitenciario es uno de los conceptos más controvertidos en la investigación criminológica. Al limitar la cuestión a la literatura anglófona es posible observar, en una síntesis extrema, cómo la eficacia de la idea de rehabilitación, a partir de la década de los setenta del siglo pasado fue fuertemente denostada; en tanto que, hacia finales de la década de los noventa, pareció resucitar a partir de estudios metaanalíticos acerca de los resultados del tratamiento sobre distintos ofensores (jóvenes y adultos), con impacto en las tasas de reincidencia.
En el ámbito jurídico, desde la perspectiva de los contenidos de los programas resocializadores y su implementación, también se visualizan discusiones. En este sentido, cuando se promulga una ley de ejecución o se la enmienda, por su posible carácter performativo, dicho acto institucional, seguramente, nos interpelará respecto de cuál es el modelo resocializador al que ésta respondió. En los acápites siguientes nos proponemos indagar si la ley 27.375 implicó (o no) un cambio de rumbo respecto del modelo resocializador que asumió la ley 24.660, a la que aquélla modificó y, en su caso, cuál fue (y es) la incidencia que esta reforma produjo (y produce) en el ámbito de las prácticas de la administración penitenciaria.
La discusión sobre esta cuestión en el ámbito jurídico –y a diferencia de otros espacios disciplinares– no es libre sino que está condicionada por la dinámica propia de las jerarquías normativas. El parlamento, cuando concreta las políticas criminales en esta materia, no puede desentenderse de las reglas constitucionales y convencionales superiores a la ley; o, al menos, sabe que si lo hace –es decir, si legisla dando la espalda a aquellas reglas superiores– como consecuencia del control constitucional que ejercen los jueces, la norma que elaboran puede ser declarada inconstitucional. De allí que, cualquier investigación que pretenda desentrañar el modelo resocializador al que una ley adscribe, tiene que partir necesariamente de aquel marco normativo. En el sistema constitucional argentino, la pena privativa de la libertad tiene una finalidad específica y un medio a través del cual el Estado debe lograrla. En efecto, con la reforma de 1994 y la incorporación al máximo nivel normativo de los instrumentos internacionales de Derechos Humanos, que fueron constitucionalizados en el artículo 75, inciso 22 de la Constitución Nacional, parece claro que aquella finalidad es la readaptación social; en tanto que el medio para alcanzarla será el tratamiento penitenciario (artículos 5.6 Convención Americana de Derechos Humanos –CADH– y 10.3 Pacto Internacional de Derechos Civiles y políticos –PIDCP–).
A su vez, el tratamiento –al cual entendemos como “el conjunto de actividades terapéutico-asistenciales, de cumplimiento facultativo para el recluso, que se desarrollan de manera interdisciplinaria, programada e individualizada en el interior de un establecimiento penitenciario, con la finalidad de lograr la adecuada reinserción social del condenado” (Arocena, 2014, pp. 238-239)–, se encuentra limitado por diversas reglas también constitucionales y convencionales; y, entre ellas, una fundamental: el respeto debido a la dignidad inherente al ser humano (artículos 5.2 CADH y 10.1 PIDCP).
La dignidad humana expresa una especificación material independiente de cualquier tiempo y espacio que consiste en considerar, como perteneciente a cada ser humano, de “un espíritu impersonal, que le capacita a adoptar sus propias decisiones sobre sí mismo, sobre su conciencia y sobre la configuración del mundo que le rodea” (Gavara de Cara, 1994, p. 219).5 En su faz negativa, la dignidad humana implica una obligación de abstención por parte de los poderes públicos, cuyo sentido sea vedar cualquier interferencia respecto de aquella capacidad. La caracterización que acabamos de realizar se encuentra reforzada, en nuestro ordenamiento jurídico, a través del canon sistemático, en función de la previsión constitucional que establece el artículo 19, 1ª cláusula; norma que “prohíbe la injerencia del Estado en el fuero interno de los gobernados” (Sampay, 1975, p. 19).
Como consecuencia de tales conceptos normativos podemos afirmar que el tratamiento penitenciario, como medio para lograr la readaptación, no podrá consistir en actividades tendentes a interferir sobre la conciencia del penado, a través de cambios en su personalidad que muten sus valores o creencias (modelo resocializador máximo). Por cuanto, admitir lo contrario, implicaría infringir aquella dignidad en tanto importaría afectar o alterar el proceso de pensamiento del individuo; lo que en la práctica supone tratarlo como un mero objeto. Por eso consideramos que la resocialización debe concretarse en programas tendentes a obtener en el interno un mero respeto a la legalidad (modelo resocializador mínimo); la cual se logra cuando el sujeto, a quien se aplica el tratamiento, como consecuencia de éste, actúe conscientemente de acuerdo con las normas, orientando su conducta según la ley como dato que no necesita ser examinado ni tampoco compatibilizado con el fundamento de validez de su productor. Este atributo particular:
demuestra en qué medida la actitud de la legalidad está caracterizada por una cierta sobriedad y una frialdad objetiva. Cuando la comunidad jurídica y el estado exigen del hombre la conducta legal del respeto voluntario a la norma, no lo convocan a la entrega completa a objetivos éticos supremos. (Würtenberger, 1967, p. 95)
Cuando el 8 de julio de 1996 se promulgó la ley 24.660, su adhesión a un modelo resocializador mínimo quedó patentizada a partir de la misma definición que diera el legislador respecto de la finalidad de la pena privativa de la libertad; esto es, que el condenado adquiera la capacidad de respetar y comprender la ley procurando su adecuada reinserción social. En tal sentido, al poco tiempo de la vigencia de aquella ley, la doctrina que interpretó este precepto la adscribió a este modelo (mínimo) en tanto persigue conseguir, por parte del autor del delito, el respeto de la legalidad. En este sentido, la estructura lingüística del precepto no dejaba margen para la otra alternativa posible (programa de readaptación social máximo), al postular el logro de su cometido a través de un proceso que solo exige entender el mensaje contenido en la ley (esto es, la expectativa de conducta legalmente determinada) y comportarse en consecuencia, sin requerir, en modo alguno, la internalización de los mandatos legales, lo que, inevitablemente, hubiera importado incidir sobre las actitudes internas y escalas de valores del condenado (Cesano, 1997, p. 146).
Cuando poco más de veintiún años después, el 28 de julio de 2017, entró en vigencia la ley 27.375, de reformas a la ley 24.660, el agregado que se hizo al citado artículo 1° –comprender “también la gravedad de sus actos y de la sanción impuesta”– no pareció modificar las cosas. De hecho, los comentarios más recientes con respecto a este artículo así lo han entendido (De la Fuente y Salduna, 2019, pp. 35-36); hermenéutica que puede verse confirmada a partir de cánones interpretativos genéticos cuando, finalmente, el despacho de mayoría de la comisión de la Cámara de Diputados excluyó una expresión del proyecto de los diputados Luis Petri y Waldo Wolf, en el cual, dichos parlamentarios, en su propuesta de artículo 1°, aludían a la “internalización de valores” (Cesano et al., 2020, pp. 20-21).
Sin embargo, señalamos que lo indicado (en el sentido de que la enmienda no modificó el modelo resocializador mínimo) es solo aparente porque existe una norma que puede dar lugar a una adscripción diversa. Nos referimos al artículo 13 bis, que introdujo la ley 27.375. Esta norma dispone que, durante el período de observación, se requerirá un informe del organismo técnico-criminológico, el que “deberá indicar específicamente los factores que inciden en la producción de la conducta criminal y las modificaciones a lograr en la personalidad del interno para dar cumplimiento al tratamiento penitenciario”. No es fácil saber qué quiere significarse con esta exigencia; especialmente cuando se alude a modificaciones en la personalidad.
Una interpretación conforme a las reglas convencionales y constitucionales referidas sería aquella según la cual esas modificaciones que se pretenden por medio del tratamiento solo serán válidas –esto es, constitucional y convencionalmente admisibles– en la medida en que no se atente contra la dignidad del penado; con lo cual los programas de tratamiento y sus objetivos solo debieran ser los necesarios para procurar de la persona condenada “un respeto externo de la ley y un alejamiento del delito, pero, a lo que no debe apuntarse, es a operar sobre su personalidad imponiéndole un determinado conjunto de valores o una específica concepción de vida” (De la Fuente y Salduna, 2019, p. 80).
Indudablemente no es fácil imaginar programas de tratamiento cuyo diseño responda, en forma explícita y exclusiva a una concepción de la reinserción maximalista, destinada a modificaciones tan profundas de la personalidad que intenten trocar las concepciones más internas del sujeto. Con todo, los riesgos de tales modelos no deben ser subestimados por varias razones.
Una de ellas guarda relación con la factibilidad, a partir de los modernos desarrollos de las neurociencias, de programas de tratamiento tendentes a un cambio conductual (Julià Pijoan, 2020, p. 308). En ese sentido, se señala la utilidad de aquella disciplina respecto de personas con daños cerebrales que no han tenido incidencia alguna en la imputabilidad de quien ha delinquido, pero, no obstante, han tenido cierta influencia en la generación de comportamientos violentos. En tales casos, se argumenta si existe evidencia científica que compruebe acabadamente que hay relación entre déficits neurológicos y perpetración de ciertas clases de delitos (V.gr. agresiones sexuales), “pareciera en principio razonable que se indague sobre las posibilidades de las injerencias neurológicas para remover las causas de esa índole que inciden en la aparición de conductas como las mencionadas” (Arocena et al., 2015, pp. 160-161). Sin embargo, claramente, en estos casos, esas propuestas de tratamiento –que incluso suponen la prescripción de fármacos– colisionan con aquellas objeciones constitucionales y convencionales que hemos referido como reparo frente a programas resocializadores máximos (Arocena et al., 2015, p. 161).6
Otra sombra peligrosa de los modelos máximos se vincula con el empleo de la medicación psiquiátrica como medio para atemperar algunos de los efectos negativos que conllevan los procesos de prisionización; tales como estrés, depresión, síndromes de abstinencia, etcétera. Normalmente los síntomas que acompañan a estos trastornos pueden ser controlados con psicofármacos. Y aquí entramos en un terreno mucho más complejo, por muchos factores. Por de pronto el suministro de esta medicación no está, desde luego, rodeada de las exigencias que hemos referido para el caso anterior. Por el contrario, la voluntad de los internos, en estas situaciones está prácticamente eliminada desde que su oposición a la ingesta es considerada como una falta disciplinaria media; como se desprende, por ejemplo, del artículo 17, inciso h, del decreto nacional n° 19/1997 que tipifica la infracción consistente en negarse injustificadamente a recibir el tratamiento médico indicado o los medicamentos conforme lo prescripto. Pero además, hay otro factor cuya consideración no puede soslayarse. La literatura criminológica muestra las preocupaciones con relación a lo que podríamos denominar el empleo disfuncional de psicofármacos en prisión. Con esto queremos significar situaciones en donde la medicación es suministrada con una finalidad no estrictamente terapéutica –en el sentido de que su indicación se corresponde a una patología del penado– sino como un mecanismo que coadyuva a mantenerlo tranquilo; con lo cual, aquel uso se transforma en un mecanismo de control de la seguridad de la prisión. A título de ejemplo, investigaciones etnográficas realizadas en establecimientos penitenciarios de mujeres en Brasil, han señalado, en este sentido, que:
los itinerarios de farmacologización psiquiátrica para los diversos actores responden, para la institución, a un dispositivo de control relativo a la contención y ‘seguridad’ de las instituciones penales sobre la población presa. Para las mujeres privadas de la libertad, la farmacologización psiquiátrica actúa como un eficaz dispositivo de adaptación-resistencia y sobrevivencia a los dolores del confinamiento. Y, para el personal de salud, significa una respuesta más orientada a la contención de síntomas que la raíz de los problemas. (Ordoñez-Vargas et al., 2020, p. 14).
Se trate de un uso debido o disfuncional de este tratamiento asistencial, lo cierto es que el mismo significa una concesión a los modelos de resocialización máxima; los que, con el actual artículo 13 bis de la ley 24.660 se verían favorecidos; al menos a partir de una interpretación formalista del precepto.
El otro factor que tensiona el modelo resocializador mínimo se relaciona con la evaluación que, de los programas de tratamiento, realizan los propios organismos técnicos de la administración penitenciaria, sea cuando un juez requiera esa valoración para analizar la posibilidad de conceder alguna libertad anticipada (condicional o asistida) o cuando se analice la posibilidad de acceder a alguna fase del tratamiento o al período de prueba. En este caso, la ley prevé como exigencia la ponderación del concepto (artículo 104, ley 24.660) que tiene el penado; expresión ésta (concepto) que define la ley como la ponderación de su evolución personal de la que sea deducible su mayor o menor posibilidad de adecuada reinserción social (artículo 101, ley 24.660). Ocurre que, en estos informes, las ponderaciones que realiza la administración aparecen atravesadas de valoraciones subjetivas; que se vinculan con elementos que claramente parten de la necesidad de cambios en los internos que van mucho más allá del mero respeto a la legalidad. En efecto, el análisis de diversos informes técnicos administrativos demuestra hasta qué punto pueden llegar aquellas valoraciones. Así, a modo ilustrativo, la lectura de algunos informes requeridos por los juzgados de ejecución penal de la ciudad de Córdoba en el presente año (2023) evidencian esta tendencia al incluir apreciaciones tales como: “no se evidencia [en el interno] angustia, culpa o autocrítica”; “si bien tiene claro lo que indica la norma y la ley no logra internalizarla acabadamente”; “[se advierte] limitada implicancia subjetiva y escasa valoración del daño en lo que respecta a víctima, desde lo reflexivo”; o “con respecto a su accionar transgresor no se evidencia un posicionamiento que denote implicancia a nivel subjetivo relacionado a las consecuencias que éste [el delito] trajo aparejado”. Estas ponderaciones – que, en alguna medida, se aproximan a las que realiza el personal penitenciario de seguridad7– son delicadas porque se vinculan con modelos de resocialización máximos, en tanto exigen procesos internos, a veces, muy difíciles de alcanzar y cuyo logro, en todo caso –y esto es lo objetable– exigen una identificación del penado con valores que, a lo mejor, no quiere suscribir.
Sin duda que este último factor resulta el más problemático en atención a que, tales informes, son los que determinan cotidianamente –junto a otros factores de corte más objetivo (como lo es la conducta del interno)– el tránsito de los penados a través del sistema de progresividad. El calificativo empleado (problemático) no es solo por la gravitación cuantitativa de aquéllos sino, también, por la dificultad que ofrece la modificación de las actitudes y posicionamientos con que trabajan los equipos técnicos.
¿Cómo se explican estas actitudes y posicionamientos?
Un enfoque provechoso puede ser el de analizarlas a partir del concepto de “campo” en términos de Bourdieu. En efecto, el escenario en el que desempeñan sus tareas los profesionales (especialmente los psicólogos) sostiene sus actividades a partir del propio sentido que le otorgan a las prácticas que realizan; las que, al mismo tiempo, se enmarcan en un conjunto de especificidades del escenario en que se insertan. En este sentido, Bourdieu, al analizar la categoría de “campo” expresó:
[las] posiciones [en el campo] están objetivamente definidas, en su existencia y en las determinaciones que imponen sobre sus ocupantes, agentes o instituciones, por su situación presente y potencial en la estructura de distribución de especies del poder (o capital) cuya posesión ordena el acceso a ventajas específicas que están en juego en el campo, así como por su relación objetiva con otras posiciones. (Bourdieu, 2014, p. 135)
Desde esta perspectiva es posible pensar aquellas prácticas profesionales –y las actitudes que las inspiran– dentro de un contexto de posiciones y relaciones.
Como institución históricamente situada la administración penitenciaria tuvo como propósito –junto a la seguridad– una idea de tratamiento que se conectó con posicionamientos más próximos a modelos de resocialización máximos. Esto se advierte a partir de diversos indicadores. Uno de ellos es la ley. Si se observa, en la diacronía, las reglas que han regulado la ejecución penitenciaria en nuestro país, tanto en la ley 11.833, de 1933, como en el decreto -ley 412 de 1958, se pueden observar estos indicios; en la primera, al establecer como una sección dentro del Instituto de Clasificación al Anexo Psiquiátrico, previendo como una de sus funciones la de formular el diagnóstico psico- fisiológico de cada delincuente (Cesano, 2006, p. 71); y, en el segundo cuando, en su artículo 51, el decreto-ley definió la calificación de concepto no solo a partir de las manifestaciones externas de la conducta del interno sino que también agregó la ponderación de otros elementos tales como su “carácter, tendencia, moralidad o demás cualidades personales”. La jurisprudencia también refleja el tenor de aquellos informes y, al mismo tiempo, el diálogo que se establecía entre los organismos técnicos administrativos y la instancia judicial. Así, por ejemplo, en un fallo de 1942, se puede leer el siguiente argumento:
el derecho a pedir la libertad condicional no se halla condicionado solamente al hecho de no haber observado con regularidad los reglamentos carcelarios, sino a las muestras que hayan dado los penados, durante su reclusión, de haberse operado una reforma positiva de su personalidad, que es el fundamento mismo del derecho acordado, y para apreciar si ello ha ocurrido o no, los jueces no obrarían con prudencia si se apartaran, sin razón que lo justifique, del dictamen del Instituto de Clasificación dependiente de la Dirección General de Institutos Penales, asesor técnico creado expresamente por la ley para el caso. (Cesano, 2006, p. 52)
Este apego al análisis de aspectos subjetivos de los internos, a los que aluden los informes, se explica perfectamente si se tiene en cuenta las primeras inserciones de profesionales (primero, médicos legales y psiquiatras; luego psicólogos) dentro de la institución penitenciaria. En este sentido no puede olvidarse que, en nuestro ámbito cultural, fue José Ingenieros quien enfatizó la importancia de la psicopatología en la etiología del delito. Justamente Ingenieros estuvo al frente del Instituto de Criminología de la Penitenciaría Nacional, hasta el año 1914. Y fue en dicho Instituto en donde tuvo origen el Boletín Médico-Psicológico en donde se registraban los exámenes que se les practicaba a los penados. Dicha práctica continuó durante la gestión de los psiquiatras Helvio Fernández y Osvaldo Loudet. Con la sanción de la ley 11.833 y la ya aludida creación del Instituto de Clasificación y su Anexo, el mismo continúo siendo dirigido por Loudet, y desde allí se institucionalizó el empleo de una ficha estandarizada, conocida como ficha criminológica, que tuvo como propósito establecer un índice de peligrosidad con el estudio distintos aspectos de la vida de las personas privadas de libertad y de sus posibilidades de adaptación social, “revalorizando premisas provenientes del positivismo criminológico” (Gauna Alsina, 2023, p. 33). Con la profesionalización de la carrera de psicología en distintas universidades nacionales (entre 1954 y 1959) comenzó a difundirse también la criminología clínica, en algunos casos con una fuerte relación con las teorías psicoanalíticas. Los profesionales así formados fueron los que comenzaron a incorporarse a los primeros planteles técnicos de los servicios penitenciarios; situación que se intensificó, con la restauración democrática, al promediar la década de los ochenta del siglo pasado.
Volvamos por un momento a Bourdieu, cuando este recordaba como un rasgo característico del concepto de campo, el despliegue de estrategias de conservación (Bourdieu, 2002, p. 121). Esta nota (la idea de conservación) es muy significativa porque permite explicar la pervivencia de estas prácticas profesionales en la larga duración y así la consolidación de modelos de tratamiento en donde, lo medular, está constituido por la modificación de aspectos centrales de la personalidad del interno; lo que va de la mano con aquellas concepciones propias de la criminología clínica y sus diversas variantes, entre ellas las psicoanalíticas. Solo así se puede entender que, en dictámenes criminológicos del presente, siga apelándose a la ausencia de culpa como un aspecto desfavorable en la consideración de los internos.
Sin duda que el artículo 13 bis, que introdujo la reforma, constituye un elemento de riesgo para un paradigma resocializador mínimo no solo al incentivar la continuidad de las prácticas administrativas arraigadas, a que nos acabamos de referir, sino, además, por el carácter performativo de una ley que pretende realizar lo que anuncia por el hecho de enunciarlo (Bourdieu, 2001, p. 188), lo que coayuva a las representaciones de las burocracias penitenciarias y contribuyendo a la reproducción de un modelo de readaptación máximo, tan reñido con los principios constitucionales.
Cuanto venimos exponiendo debe conducirnos a asumir una actitud firme, que interpele este estado de cosas. La tarea habrá de ser realizada, por lo menos, en tres frentes.
El primero es el normativo. Por tal razón, nos referimos a modificaciones legales o reglamentarias que desactiven todos los nichos en donde se enquistan ideas que responden al modelo que criticamos. Hemos visto ya el empleo de informes penitenciarios, muchas veces estandarizados, que incluyen –con fines de evaluación– variables de resocialización máxima. Estos deben ser erradicados definitivamente. Una saludable medida, en esa dirección, es la que adoptó el Servicio Penitenciario Federal, en el año 2021, a instancias del Instituto de Criminología, por la cual se derogaron algunas disposiciones normativas que regulaban el procedimiento de confección de las historias criminológicas; ordenando, por ejemplo, la supresión de apartados, tales como el relativo al posicionamiento frente al delito, o la utilización del “arrepentimiento” o de la “culpa” como elemento de ponderación. Entre los argumentos empleados para fundar esta disposición, destaca el constitucional, la cual expresa al respecto:
Todo registro sobre las respuestas afectivas –sean estas sobre la conducta delictiva cometida, la condena recibida o el tránsito carcelario– se construyen indefectiblemente sobre la intromisión en la vida interna de la persona que ha recibido una sanción penal, por la cual ya se encuentra cumpliendo pena, y el fuero íntimo de su personalidad: ámbitos en los cuales el Estado no puede inmiscuirse. (Boletín, 2021, p. 5)
El segundo frente se vincula con la propia administración penitenciaria y sus equipos técnicos. Son muy difíciles los cambios en un campo altamente burocratizado, en donde quienes monopolizan el poder se valen de la ortodoxia como estrategia. Por eso es tan importante que sea otra instancia quien regule el ingreso a los cuerpos técnicos en el ámbito penitenciario. Una instancia que apele a mecanismos transparentes de selección –por ejemplo, el concurso de antecedentes y oposición, con tribunales establecidos ad hoc- de manera tal que los nuevos ingresos permitan la incorporación de agentes, que se encuentren orientados hacia concepciones más respetuosas de un modelo resocializador mínimo y que representen, frente a los cuadros conservadores, una ruptura crítica, una heterodoxia o herejía en los términos de Bourdieu (2002, p. 121).
El último frente está representado por el poder judicial; específicamente por los órganos jurisdiccionales que tienen a su cargo el control de la ejecución de la pena privativa de libertad y a los equipos técnicos que los auxilian. Al respecto, aun cuando los jueces son plenamente conscientes del carácter no vinculante de los dictámenes administrativos (Molina, 2023, p. 51) en la práctica, es frecuente que aquellos se complementen con los informes periciales de los equipos técnicos judiciales; pudiendo también advertirse cierta tendencia, al fijar los puntos de estas intervenciones, el incluir aspectos tales como la de existencia de riesgo victimológico o el del posicionamiento del interno frente a la infracción; parámetros que se construyen igualmente con elementos propios de los modelos de resocialización máxima. Esto se observa, en general, cuando se trata de evaluar la procedencia de una libertad anticipada en penados condenados por delitos contra la integridad sexual. En ese sentido, creemos que estas pericias debieran estar orientadas, más bien, a responder a otros interrogantes; concretamente: de acuerdo a la criminogénesis ¿se le brindó al penado un tratamiento adecuado? y, en su caso, ¿qué efecto le produjo el mismo en orden al respeto a la legalidad?
Las contestaciones a estos puntos que den los peritos ofrecen al juez elementos objetivos valiosos para ponderar el tránsito institucional del condenado y, sobre esa base, realizar la prognosis de reinserción que exige el artículo 13 del Código Penal. Desde luego que, para ser coherentes, es necesario que los equipos técnicos judiciales –y aquí también se podría aplicar lo dicho con respecto a la noción de campo con que acabamos de analizar a la burocracia penitenciaria– al evaluar la tarea de sus pares administrativos, no lo hagan partiendo de una concepción maximalista de la reinserción social, sino que, en todo caso, tengan presente que, en nuestro sistema, solo es constitucionalmente admisible un tratamiento tendente a una resocialización para la legalidad (programas resocializadores mínimos).
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1 Miembro del Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho. Miembro de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba. Miembro de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires. danielcesano@gmail.com
2 Agradezco la atenta lectura y los comentarios constructivos de los pares evaluadores; algunos de los cuales se han plasmado en la redacción final.
3 Más allá de las discusiones teóricas respecto a algunas diferencias entre los conceptos de resocialización, reinserción o readaptación social, en este trabajo utilizamos los vocablos como sinónimos.
4 Si bien aquí solo analizamos la implicancia de la reforma con respecto del modelo de resocialización, no podemos dejar de señalar que la ley 27.375 ha merecido severos cuestionamientos por parte de la doctrina vernácula; cuestionamientos que, desde luego, compartimos. En este sentido, quizá la crítica más grave que se puede hacer respecto de esta ley se relaciona con su principio inspirador: que la pena impuesta por el tribunal debe ser íntegramente cumplida, como regla general; haciendo tabla rasa de la progresividad. Solo así pueden entenderse las groseras limitaciones que se establecen en el artículo 56 bis; norma que obtura, sin ninguna razón científicamente atendible, la posibilidad de que el interno acceda a las instituciones propias del período de prueba por el solo hecho de la comisión de alguno de los delitos enlistados en aquel precepto, y sin ninguna referencia a la evaluación de los logros del tratamiento en cada caso concreto. Se trata, indudablemente, de un criterio que abreva en razones de mera seguridad; concepción de la que brota este lamentable producto normativo. Sobre esta cuestión ver Arocena (2023).
5 Aun cuando esta caracterización –tributaria del pensamiento kantiano– pueda resultar un poco vaga, su esencia sigue intacta incluso para quienes equiparan la dignidad a una recopilación de derechos subjetivos en la medida que, entre estos, se encuentra el derecho a la integridad intelectual entendido como aquél que resguarda toda afectación o alteración seria o permanente de los procesos de pensamiento de la persona (Hilgendorf, 2021, p. 138).
6 Por supuesto que, tales autores son muy enfáticos cuando, con toda corrección, señalan la necesidad de que el tratamiento sea voluntario y que, en el caso específico en donde la actividad terapéutica se integre con el suministro de medicamentos, el facultativo interviniente informe adecuadamente al interno con respecto a los efectos de la medicación, posibles reacciones colaterales, y todo otro aspecto relevante que pueda derivarse de su ingesta; de modo tal que el penado manifieste su aceptación voluntaria, en específica relación con esta clase de terapias farmacológicas a través de un consentimiento libre e informado (Arocena et al., 2015, p. 177).
7 Como lo señala Machado (2019, p. 333), al analizar una entrevista realizada a una psicóloga del Servicio Penitenciario: “ambos cuerpos (penitenciario y profesional) no se distancian tan significativamente respecto de las concepciones construidas sobre el detenido como también sobre los fines resocializadores de la pena. Cuando la psicóloga entrevistada argumenta que ‘… la detención por lo menos tiene que ser un tiempo de reflexión de qué pasó, de porqué terminé acá…’, no se aleja demasiado del fundamento mismo de la lógica penitenciaria según la cual el tiempo en prisión debe ser un tiempo útil, un tiempo productivo, un tiempo introspectivo, un tiempo sin tiempo transcurriendo en un presente continuo que se desligue de un pasado exclusivamente negativo para construir un futuro repleto de incertezas que aquel ejercicio de responsabilización acrítica no podrá evitar; más allá de que luego las condiciones concretas de la prisión habiliten pocas instancias para que la productividad del tiempo en el encierro sea tal”.