La política como el pulso íntimo del derecho
Nora Wolfzun1
Universidad de Buenos Aires, Argentina.
Recibido:13 de septiembre de 2024
Aceptado: 25 de octubre de 2024
La Crítica Jurídica aloja, como una de sus premisas basales, una mirada hermenéutica atravesada por la tensión entre la permanencia y la movilidad. Esta tensión al interior del discurso jurídico es deudora de su dimensión política, que le imprime a la juridicidad una articulación dinámica de consensos y disensos epocales. Lo político, en tanto condición de posibilidad de un derecho crítico, será entendido como el agravio en torno a la igualdad, resultante de una cuenta errónea en el régimen de reparto de lo sensible, que deja a una parte sin logos. Este agravio motiva la irrupción igualitaria que jaquea los consensos y pugna por obtener nuevas inscripciones. La “comunidad de vida” en Esposito como conjunto de personas unidas por una común obligación de dar (la ley del don) puede y debe articularse con la “comunidad de litigio” que plantea Rancière, en términos de un reclamo igualitario que se inscribe en el ser-juntos con miras a pasar de la voz (phoné) a la palabra (logos). La hermenéutica jurídica crítica se desprende de todo fundamento último, se muestra así des-sustancializada, para abrazar lo político litigioso como invariancia estructural que habilita una puesta a punto permanente de sus bases igualitarias.
PALABRAS CLAVE: hermenéutica jurídica; derecho post-fundacional; política; igualdad.
Legal criticism houses, as one of its basal premises, an hermeneutical perspective crossed by the tension between permanency and mobility. This tension is due to its political dimension, which enables a dynamic combination of epochal consensus and disagreements. The political, as the condition of possibility of critical law, will be understood as the tort which harms equality, rooted in a false account which silences the word (logos) of part of the community. This tort triggers the appearance of equality that challenges agreements and fights for new inscriptions. “Life community” in Esposito as a group of people linked by a common obligation to give, should be assembled with the “tort community” in Rancière, in terms of an egalitarian claim that embraces the word (logos) to the detriment of the voice (phoné). Critical legal hermeneutics detach from ultimate foundations in order to lodge the political tort as an invariant structure which enables a permanent update of its egalitarian bases.
KEYWORDS: juridical hermeneutics; postfoundational law; the political; equality.
El sentido es aquello que emiten las palabras y que está más allá de ellas, aquello que fuga entre las mallas de las palabras y que ellas quisieran retener o atrapar. El sentido no está en el texto sino fuera. Estas palabras que escribo andan en busca de un sentido y en eso consiste todo su sentido.
Octavio Paz, El mono gramático
La Crítica Jurídica aloja, como una de sus premisas basales, un enfoque hermenéutico atravesado por la tensión invariante entre la permanencia y la movilidad. Esta tensión al interior del discurso jurídico es deudora de su dimensión política, que le imprime una articulación dinámica de consensos y disensos epocales. Lo político, en tanto condición de posibilidad de un derecho crítico, será entendido en primera instancia como desacuerdo, como disenso entre un “nosotros” y un “ellos”, en línea con Chantal Mouffe. Ese desacuerdo se resignifica en términos de un agravio (litigio) en torno a la igualdad, resultante de una cuenta errónea en el régimen de reparto de lo sensible (maneras de decir, ver, pensar y sentir) que, por definición, deja a una parte sin logos. Este agravio estructural motiva la irrupción igualitaria que jaquea los consensos y pugna por obtener nuevas inscripciones.
El enfoque que este trabajo procura exponer consiste en una conexión epistémica entre las categorías “comunidad de vida” de Roberto Esposito y “comunidad de litigio” que plantea Jacques Rancière. La comunidad de vida, el ser-juntos, refiere a un conjunto de personas unidas por una común obligación de dar, la ley del don, que tiende a expropiar al sujeto individual en beneficio de la alteridad. La “comunidad de litigio” en Rancière se traduce en un reclamo igualitario inscripto en la estructura del ser-juntos con miras a pasar de la voz (phoné) a la palabra (logos).
Esta perspectiva no solo intenta relocalizar el derecho en su dimensión colectiva sino que además asume su marca de origen: un litigio producto de una desigualdad estructural que convierte al ser-en-común de Esposito en una inclaudicable búsqueda igualitaria por la inclusión.
En este sentido, la hermenéutica jurídica crítica, deudora de un derecho democrático, se desprende de todo fundamento último, se des-sustancializa, para abrazar la dimensión política que habilita una puesta a punto permanente de sus bases igualitarias al interior de su universo interpretativo.
La verdad histórica no es lo que sucedió,
sino lo que juzgamos que sucedió.
Jorge Luis Borges, Ficciones
El mundo de lo humano es el mundo del sentido, que adjudica significaciones epocales a la tenaz objetivación, transformándola al interior de un cierto juego de lenguaje en línea con nuestro segundo Wittgenstein.
De acuerdo al pensamiento luhmanniano, el derecho, tal como cada sistema lo hace, construye su propia realidad a la medida de sus necesidades. Es soberano en la atribución de sentido, en la construcción de identidades, ficciones, clasificaciones, relaciones, diferencias. Y si a esto sumamos la idea del derecho como discurso del poder (y al Estado como detentador del monopolio de la violencia simbólica legítima), comprendemos la enorme tentación de lo jurídico por pretender un universalismo incuestionado acerca de su mirada sobre el mundo social. Para las teorías críticas del derecho, los hechos y normas no son más (ni menos) que artefactos construidos hacia el interior del sistema jurídico, a partir de una lógica propia y de espaldas a cualquier aproximación ontológica, lo que al mismo tiempo crea campos de sensibilidad y de indiferencia, así como nada existe por fuera de su compleja red de operaciones selectivas. La realidad como artificio invita a pensar en muchos mundos posibles, mundos constructores y no deudores pasivos de sus particulares regímenes de verdad. El abandono de un pensamiento sustancialista y estático abre un abanico de ideas útiles para pensar en el protagonismo del derecho en su construcción y transformación (Wolfzun, 2012, p. 196).
La entrada general al campo hermenéutico no puede sortear el puente borgeano entre lo finito y lo infinito. Son dos accesos ineludibles, dos opuestos que se abrazan y co-implican en la tarea fundamental de desentrañar el sentido. La biblioteca de Babel del mundo borgeano nos inunda de textos y libros infinitos entre los que nos perdemos, imposibilitando la clausura, sin principio ni fin. Al mismo tiempo, El libro de arena amenaza con el movimiento inverso: todos los libros condensados en uno solo. En el estadio intermedio se aloja nuestra infatigable tarea hermenéutica, oscilando permanentemente entre la certeza y la indeterminación, a la espera del mejor y más justo sentido posible para cada caso, para cada problemática.
En síntesis, una mirada constructivista del fenómeno de la juridicidad parte de la imposibilidad de una correspondencia entre lo acontecido y lo relatado. Esto permite desacralizar, en primera instancia, la búsqueda de “el” sentido inequívoco, para orientarse hacia la construcción de aquellas interpretaciones que resultan más plausibles, más viables o que respondan a criterios de coherencia tanto normativa como narrativa. Es decir, entre lo real, la experiencia, el acontecimiento, y su configuración hay un hiato ineludible (el signo está en lugar del dato concreto). El carácter instituyente del lenguaje como formador de las condiciones de posibilidad de todo proceso comprensivo nos obliga a redefinir el derecho más allá de su dimensión normativa. No hay un lenguaje neutro como tampoco un derecho objetivo (Wolfzun, 2021, pp. 403-404).
Cada etapa de la vida es una edición que
corrige la anterior, y que será corregida
también, hasta la edición definitiva, que el editor
obsequia gratuitamente a los gusanos.
Antonio Machado de Asís, Memorias póstumas de Bras Cubas.
El operador del derecho (paradigmáticamente la jueza/el juez, canon del sujeto cognoscente en palabras de Carlos Cossio) lleva a cabo una ardua tarea de interpretación en términos de traducción. Traducir implica reconstruir siempre desde un terreno de materiales y significaciones previos que nos puede habilitar a la ratificación de un cierto sentido o a su transformación periférica o nodal. En la tarea de afirmar o renovar el sentido en el campo de la juridicidad, el operador se transforma por estructura en caja de resonancia de los niveles imaginarios, cognitivos y simbólicos del grupo social al que pertenece. Es decir que su calidad de vocero de un particular régimen de producción de sentido anclado en tiempo y espacio, lo aleja de los fantasmas del relativismo y del solipsismo, como bien lo expresa Stanley Fish. Este autor (1980, p. 320) utiliza la idea de comunidad interpretativa, es decir, la tarea hermenéutica se produce al interior de un contexto cognitivo, político y social determinado. No podemos escapar de ser “sujetos situados”.
Traducir el pasado, como todo proceso de producción de sentido, no implica una mera crónica: la tarea de la traducción articula una dimensión episódica, conformada por su aspecto referencial y una dimensión configurativa que implica convertir lo episódico en una estructura con sentido, o como dice Ricoeur (2007, p. 39), una intriga planteada con sentido de final. Este planteo implica pasar de la “intratemporalidad” característica de la crónica a la “historicidad” en tanto extensión temporal de los hechos. El aspecto configurativo es la base de la inteligibilidad en la tarea de traducir.
En este sentido, el juez/la jueza reflexiona, organiza, selecciona la dimensión factual y normativa de un caso, en el marco de sobre-determinaciones epocales que impactan sobre su material, lo que lo torna significativo. Dado que no existe el traductor primero u original, el juez reescribe relatos de otros (partes, testigos, peritos) que a su vez “reescriben” el propio. Podemos decir entonces que todo texto jurídico es inter-texto, atravesado por citas, reenvíos y traducciones.
La hermenéutica jurídica dosifica en cada caso, lo que Kennedy (1999, pp. 119-121) llama los componentes normativos y no normativos que conforman el campo de relevancia a la hora de juzgar, en el entendimiento de que sus conclusiones deben tener legitimidad frente a sus pares y frente a la sociedad toda, cuyo logos también integra e impregna de manera inextricable el campo de la hermenéutica. En esta tarea de transformar factum en artefactum, el operador del derecho pone en acto la dimensión política de su actividad jurisdiccional: sancionar o absolver, incluir o excluir, alojar o prohibir, delimitar el adentro y el afuera son estrategias políticas inextricablemente unidas a su tarea experta en particular y al derecho en general.
La traducción en el sentido de “dar a entender” siempre marca una plusvalía, nos dice Derrida (2006, p. 104) en el Monolingüismo del otro. Esta idea de plusvalía nos aleja de la neutralidad y permite repolitizar la palabra jurídica.
Un día se había animado a decirle a Laura:
“Si se pudiera romper y tirar el pasado como el borrador de una carta o de un libro. Pero ahí queda siempre, manchando la copia en limpio y yo creo que eso es el verdadero futuro”.
Julio Cortázar, Cartas de mamá
El énfasis de este trabajo está puesto en la dinámica articulación entre vida y litigio. Comenzaremos entonces por ponderar un derecho comunitario que sustente una lógica de dación recíproca, la lógica del don y la destitución de la centralidad del sujeto individual. Esto conlleva una tarea de desmonte de la ininterrumpida permanencia en el tiempo del dispositivo de la persona. Dicho dispositivo, afirma Esposito (2003), ha generado una brecha dolorosa entre derecho y vida desde su origen hasta hoy. Su fallida articulación se produce entre otras causas en razón del desdoblamiento conceptual de la categoría de persona: imagen/sustancia, jurídico/teológico, corporalidad/espiritualidad, en virtud del cual algún polo de ese desdoblamiento siempre queda fuera de la protección legal (el siglo 19 y primera mitad del 20 protegió la corporalidad en desmedro de lo espiritual y el siglo 20 de posguerra, por el contrario, amparó la espiritualidad, invirtiendo así el énfasis). Esta oscilación provoca exclusión y abandono, según lugares y épocas.
De espaldas a la categoría de persona, en Immunitas. Protección y negación de la vida, Esposito aborda y analiza el itinerario de la modernidad en términos de comunidad e inmunidad definiendo a la primera como un conjunto de personas unidas por una común obligación de dar. En Communitas (2003, pp. 22-23) Esposito logra su primer corte de bisturí al sustraerse a la dialéctica que domina el debate actual, es decir, la co-implicancia entre la comunidad y su inflexión subjetivista:
Lo que en verdad une a todas estas concepciones es el presupuesto no meditado de que la comunidad es una «propiedad» de los sujetos que une: un atributo, una determinación, un predicado que los califica como pertenecientes al mismo conjunto. O inclusive una «sustancia» producida por su unión. En todo caso se concibe a la comunidad como una cualidad que se agrega a su naturaleza de sujetos, haciéndolos también sujetos de comunidad. Más sujetos.
Es decir que lo común implica una calificación de lo propio: se es propietario de algo común.Si partimos de otra posibilidad etimológica del término communitas y en un intento de rescatar sus huellas originales, Esposito focaliza el término munus de cum-munus. Munus puede significar onus (obligación), officium (oficio, función) y donum (don). Las dos primeras acepciones son formas del deber, pero Esposito subraya que también lo es el don. El munus es un don obligatorio, aunque suene antitético. En el derecho romano, el munus era el tributo que alguien debía pagar por vivir o formar parte de la comunidad. Su forma aporética reside en que es un don que se da porque se debe dar y no puede no darse. La comunidad deja de ser entonces aquello que sus miembros tienen en común, para ser abordada como el conjunto de personas que están unidas por un deber, una deuda. Esta común obligación de dar a través de la cual un grupo se encuentra religado, la “ley del don”, es una forma que tiende a “expropiar” al sujeto individual en beneficio de la alteridad.
Por su parte, la figura del inmune no es simplemente distinto del “común”: es su contrario. Se trata, entonces, de un vocablo privativo que deriva de negar el munus. Señala Esposito (2003, p. 40): “los individuos modernos llegan a ser tales, esto es, absolutos, rodeados por unos límites precisos que los aíslan y protegen, solo habiéndose liberado preventivamente de la “deuda” que los vincula mutuamente”. La inmunidad se impone como huida de la obligación recíproca, de la prestación mutua.
Necesario para su supervivencia, el derecho se relaciona con la comunidad al inmunizarla, al mismo tiempo que la arranca de su posible clausura. Es decir, la dimensión inmunitaria, como parte estructural e interna de la comunidad, funciona, en cada caso, a la manera de una valla que la preserva de su completitud totalizadora.2
La vida involucra a la persona y al mismo tiempo la sobrepasa, la eyecta a su exterioridad material, en favor de deseos colectivos que el derecho subjetivo no abarca. La alianza entre vida y derecho se sustrae al corte subjetivista para reconducirlo a lo impersonal de la comunidad. Una de las dimensiones constitutivas del munus es entonces el carácter “impropio” de nuestro ser-en-común. “No es lo propio, sino lo impropio -–o, más drásticamente, lo otro– lo que caracteriza a lo común” (Esposito, 2003, p. 30). “Lo otro” habilita el juego de los disensos (lo específicamente político en términos de desacuerdo o conflicto) que garantizan un derecho democrático.
En lo esencial, una sociedad puede contener
su violencia si se engaña acerca de sus modos de engañarla.
Eligio Resta, La certeza y la esperanza
Desde una matriz paradojal, afirmamos con Esposito que todo acto de protección comunitaria implica al mismo tiempo una definición inmunitaria de la comunidad, que actualiza cada vez la dupla protección-abandono que marca la intimidad estructural entre violencia y derecho.
En Benjamin (2001, p. 118) la crítica de la violencia es la crítica del derecho que se apropia de ella en un juego mimético. El surgimiento mismo de la justicia y del derecho (su momento instituyente, el hacer la ley) implica un golpe de fuerza, una violencia realizativa que no es justa ni injusta en sí misma y que ninguna justicia ni derecho previos podría garantizar o invalidar (Derrida, 2002, pp. 32-33).
El nudo de la crítica en Benjamin queda individualizado en el punto en que la tradición ha operado el máximo de desconocimiento al pensar el derecho como el lugar antitético de la violencia, lo que consolida el mito del no conflicto, del orden y los consensos (Ruiz, 2014, p. 205). Como diría Rancière, es el reino del derecho como supresión de la distorsión (1995, p. 136).
“Ley, escritura, violencia: nudos en torno a los cuales gira el juego de la ambivalencia del pharmakon” (Resta, 1995, p. 90). La “farmacia” platónica combina a la vez veneno y su antídoto, libera pero al mismo tiempo confirma en la esclavitud, emancipa y en el mismo instante vincula. En este sentido, Resta (1995, p. 31) afirma, como lo hace Ruiz, que las paradojas del fenómeno jurídico, lejos de resolverse, solo se soportan en su desplazamiento y elusión.
En el marco de la relación mimética entre derecho y violencia, la ley la incorpora pero al mismo tiempo la reduce. Reproduce su estructura, pero al gobernarla la contiene. La ambivalencia permanece, pero doblegada, gestionada.
Si partimos de esta alianza, el fenómeno jurídico hace cuerpo con una estructura de bando. Para parafrasear a Agamben (2017, p. 18), la estructura de la juridicidad articula una zona de indistinción en el que la regla y la excepción confrontan en inestable ambivalencia. El derecho renueva, cada vez, este umbral entre lo externo y lo interno, entre la tutela y el abandono.3 Los orígenes de la juridicidad no se remontan, entonces, a un contrato, sino a una zona de indeterminación mucho más compleja, que pone en tensión la voz (phoné) y la palabra (logos).4 La voz es precisamente lo que no se puede revisar, es siempre mutable y fugaz. Está en el punto de excepción, que amenaza con convertirse en regla. En esta dialéctica entre la voz y la palabra, la justicia como esa “voz” que decide, es a la vez conservadora y suspensiva de la ley para poder reinventarla en cada caso: debe pasar siempre por la prueba de lo indecidible, enfatiza Derrida (2002, pp. 52-60). Es un momento finito, de presencia y precipitación, que abre al por-venir la transformación y el cambio.
Desplazar las categorías de pacto, de contrato, de consensos traslapados, para reorientar nuestro análisis hacia el desafío de estar inscriptos en una estructura de bando, nos habilita a adquirir conciencia de su aporía estructural. Frente a los peligros de una ley total, la estructura de bando como zona de indistinción entre la inclusión y el abandono en el campo del derecho, nos “condena” saludablemente a buscar sin pausa nuestro derecho a narrar y re-politizar la palabra en nuestra práctica jurídica cotidiana
En esa zona tensa entre la inclusión y el abandono, Rancière ubica su conceptualización del desacuerdo como litigio inerradicable de la política y el derecho.
En cada ciudad podemos hallar esos dos deseos diferentes
el hombre del pueblo odia recibir órdenes y ser oprimido por aquellos más poderosos que él y a los poderosos les gusta impartir órdenes y oprimir al pueblo.
Maquiavelo
En la línea de Mouffe, el conflicto, los juegos de poder, el nosotros-ellos son la especificidad de lo político, que al partir de un antagonismo estructural a la Schmitt (amigo-enemigo) se reconduce democráticamente hacía un juego de hegemonías y contra-hegemonías, donde cada polo es condición de posibilidad del otro (2014, pp. 25-33). De acuerdo a este desarrollo, la Crítica Jurídica sostiene la funcionalidad paradojal del derecho como poder-resistencia: al mismo tiempo que normaliza determinado sentido de lo jurídico, soslaya o invisibiliza otro (su exterioridad constitutiva, donde se gesta la resistencia contra-hegemónica), en un juego constante de estabilidad y transformación. El modelo adversarial (o agonista) se expresa de manera adversarial en términos de confrontación política, y desplaza la confrontación moral entre el bien y el mal y los peligros que ello conlleva (Mouffe, 2007, p. 12). Por otro lado esta perspectiva agonal aloja las identidades colectivas buscando encauzar las pasiones, deseos, fantasías sociales, para asegurar una movilización democrática de la dimensión afectiva. Una democracia viva asume el litigio entre adversarios y el reconocimiento legítimo de las posiciones que mantienen los otros. Este tipo de concepción de la política democrática es impensable en el seno de una problemática individualista y racional (en línea con Rawls, por ejemplo) que necesariamente tiende a borrar el agon y con ello lo más radical de la política.
Como corolario de este modelo, todo acuerdo o consenso se presenta como precario e indecidible. Es decir, todo orden que se imponga tendrá naturaleza hegemónica pero será una articulación contingente de relaciones de poder, que renuncian a un fundamento racional último.5 En suma se trata de lograr el reconocimiento de lo político en su dimensión más radical, donde se reconozca el poder, los afectos, la coagulación de hegemonías contingentes, la imposibilidad de los reduccionismos racionalistas (Mouffe, 2012, p. 25).
En línea con Mouffe, Rancière entenderá por desacuerdo un tipo determinado de situación de habla: aquella en la cual uno de los interlocutores entiende y a la vez no entiende lo que dice el otro. El desacuerdo no es el desconocimiento ni tampoco el malentendido; no es conflicto entre quien dice blanco y quien dice negro. Es el que existe entre quien dice blanco y quien dice blanco pero no entiende lo mismo. Por ejemplo, en la República de Platón, la filosofía política comienza su existencia por el largo protocolo del desacuerdo sobre un argumento acerca del cual todos están de acuerdo: que la justicia consiste en dar a cada uno lo que se le debe. Cabe aclarar que el desacuerdo no se refiere solamente a las palabras sino también a la situación misma de quienes hablan. Las estructuras del desacuerdo son aquellas en las que la discusión de un argumento remite al litigio sobre el objeto de la discusión y sobre la calidad de quienes hacen de él un objeto.
Y he descubierto que muchas veces es lo que cambia en una
lo que le permite a una seguir siendo la misma. Y que lo que permanece en una intacto, puede cambiarla para mal.
Juan José Saer. Sombras sobre un vidrio esmerilado
En El desacuerdo (1996, p. 43), Rancière suspende la comprensión de la política como gestión por parte de profesionales y especialistas en busca de acuerdos y de asignación de lugares en la sociedad, para introducir una mirada disensual al interior de una “comunidad de litigio”.6
Esta comunidad litigiosa, antes de referirse a los derechos, se gesta como comunidad política a partir de un agravio en torno a la igualdad, agravio estructural en la distribución de las partes de la comunidad, que habilita su reclamo en modo presente. De qué cosas hay igualdad y de qué cosas no hay igualdad; qué son esas cosas; quiénes son los unos y los otros; cómo es que la igualdad consiste en igualdad y desigualdad: éste es el aprieto y la cuenta errónea (Bassas, 2019, p. 70).
El autor ubica esta cuenta errónea en los orígenes de la filosofía política. En la República, Platón plantea una ciudad sin distorsión, una ciudad donde la superioridad ejercida según el orden natural produce la reciprocidad de los servicios entre los guardianes protectores y los artesanos que aseguran la subsistencia. Lo justo es un estado donde el sympheron (ventaja, utilidad que obtiene un individuo o una comunidad de una acción, pero a partir de una relación consigo mismo) no tiene por correlato ningún blaberon (perjuicio surgido de una relación con otro). Son falsos opuestos. La buena distribución de las ventajas supone la eliminación de la distorsión. La justicia como virtud es la elección de la medida que cada parte toma respecto de lo común, solo en la medida en que le corresponde. Ella determina el orden de distribución de lo común (Rancière, 1996, p. 17).
Para los fundadores de la filosofía política la sumisión de la lógica del intercambio (bienes individuales) al bien común, se expresa de una manera determinada: es la sumisión de la igualdad aritmética (la justicia conmutativa que compensa ganancias y pérdidas que preside los intercambios comerciales y las penas judiciales), a la igualdad geométrica (bien común) que establece la proporción de las partes de la cosa común según la cuota que cada una aporta. Para que la ciudad esté ordenada según el bien, es preciso que las cuotas de la comunidad sean proporcionales a las axiai (Rancière, 1996, pp. 18-19).
Aristóteles enumera tres axiai: la riqueza de los pocos (los oligoi); la virtud o la excelencia (areté) de los mejores (aristoi); y la libertad (eleutheria) que pertenece al pueblo (demos). Si los combinamos nos da el bien común. Pero de estos tres, hay un solo título que se deja reconocer con facilidad: la riqueza de los oligoi. La ley de la oligarquía consiste en que la igualdad aritmética rija sin trabas, que la riqueza sea inmediatamente idéntica a la dominación. A ésta se agrega la dominación natural de los nobles, que por el carácter ilustre de su linaje, equivalía a su dominación como ricos propietarios.
¿Y qué es en cambio la libertad aportada por la gente del pueblo? ¿Y en qué le es propia? Aquí se aloja la falsa cuenta: lo propio del demos que es la libertad, no solo no se deja determinar por ninguna propiedad positiva, sino que ni siquiera le es propia. Las gentes del pueblo son simplemente libres como los otros. El pueblo no es otra cosa que la masa indiferenciada de quienes no tienen ningún título positivo (ni riqueza ni virtud) pero no obstante se le reconoce la misma libertad que a quienes la poseen. La libertad es la cualidad de quienes no tienen ninguna otra: se trata de una virtud común.7 Por eso, el título que aporta el demos es una propiedad litigiosa ya que estrictamente no le pertenece.
Pero al mismo tiempo, el demos, es decir el agrupamiento fáctico de los hombres sin cualidades, de aquéllos que según Aristóteles “no tenían parte en nada”, se identifica por homonimia con el todo de la comunidad. Los que no tienen parte (pobres, tercer estado, proletariado moderno) no pueden tener otra parte que la nada o el todo. Es decir que hay un exceso: el pueblo identificado con la comunidad y hay un menos: su propiedad es impropia. Y es justamente a través de la existencia de esta parte de los sin parte, que la comunidad existe como comunidad política, dividida por un litigio fundamental que refiere a la falsa cuenta de sus partes antes incluso de referirse a sus derechos. El pueblo gesta e instituye la comunidad de lo justo y de lo injusto.
Ser todo el tiempo un hombre de grandes convicciones
puede ser agobiante. Las pequeñas, en cambio, están a mano.
Roque Larraquy, La comemadre
Tres grandes maneras de entender la igualdad disputan la escena filosófica, que Rancière utiliza para distinguirlas de la igualdad en sentido posfundacional.
8.1. Platón (Libro VIII de las Leyes y libros III y IV de la República) quiere sustituir una igualdad aritmética por una igualdad geométrica que armonice el alma de la ciudad. Es el típico gesto de la política tradicional en tanto realización de una esencia determinada por la filosofía. El régimen que Platón defiende y que llama politeia (en singular, opuesto a todos los regímenes que se basan en el desacuerdo) implica un modelo de comunidad en términos de organismo vivo regulado por su propia ley. El orden de la politeia presupone la ausencia de todo vacío, donde no hay lugar para el agravio. La archipolítica platónica es fundacional. Todo lo sensible (maneras de decir, sentir, vivir, etc.) resulta estar determinado por la ley comunitaria. Toda la physis se convierte en nomos.
La parapolítica de Aristóteles también es una concepción que responde a una esencia. Hay una estricta correspondencia entre un modo de ser y una manera de decir, ver, pensar y sentir. En el segundo libro de la Política, intentó incluir la parte de los sin parte y sus voces excesivas en el interior de la comunidad. En vez de sustituir directamente a la manera platónica la lógica de la igualdad por la lógica policial, la parapolítica intenta asumir la igualdad como el telos, propio del orden policial de la comunidad. La política para Aristóteles es la distribución de lugares de poder y de gestión de la dominación. El telos de la comunidad tiende hacia una figura democrática que se presenta como la mejor democracia: la democracia rural. La figura de la buena democracia asume las voces excesivas del demos en el telos de la comunidad ubicándolo lejos de la polis, de los centros de decisión y de poder. Es decir, desde un criterio de espacialización, el demos no puede perturbar los asuntos comunes de la asamblea.
Por último, la metapolítica, para Rancière, se basa en la imposibilidad de toda práctica política de la igualdad por la existencia de un agravio absoluto. La política es la manifestación de su falsedad esencial. Hay una distancia que se abre entre una declaración ilusoria de la soberanía del pueblo y la realidad que ahí se esconde, realidad que es la sociedad y su división en clases. En la interpretación metapolítica, la soberanía del pueblo que aparece en el sistema jurídico-político se reduce efectivamente a una mera apariencia que conduce a una democracia formal, a la que se opone la realidad de un poder que pertenece verdaderamente al pueblo. Emerge una oposición entre los que juegan el juego de estas meras formas y los que conducen la acción para disipar ese juego de formas: la oposición entre el pueblo jurídico-político y el pueblo como movimiento social, actor que suprime las apariencias de la democracia. Se entiende así el doble sentido del prefijo “meta”: por un lado remite a la política a un más allá de ella (la lucha de clases detrás de las apariencias) y por otra parte, el acompañamiento científico que trata de revelar la verdad de esas apariencias, de la ilusión de la política. Se produce un corte epistémico entre ciencia e ideología (Bassas, 2019, pp. 77-90).8
8. 2. La igualdad que Rancière propone es posfundacional: no deriva de un principio metafísico, una ley o una esencia. No es una meta ni un derecho humano ni el postulado de una teoría política. Ella parte de una concepción de comunidad como recuento de las partes que siempre resulta ser una cuenta errónea (siempre deja de contar una parte), que en un momento dado reclama la igualdad señalando el agravio que sufre. Este agravio deriva a su vez de la falta de fundamento, de principios, de arkhé de todo orden social (Bassas, 2019, pp. 71-76).
Hay política y no simplemente dominación, entonces, cuando un orden natural de la dominación es interrumpido por la institución de una parte de los que no tienen parte. Estos aportan el nombre vacío de libertad, la propiedad impropia, el título del litigio. Y este blaberon anuncia una nueva geometría: la igualdad de cualquiera con cualquiera, en última instancia, la ausencia de punto de partida, la pura contingencia de todo orden social. El “cualquiera” es la revelación brutal de la anarquía última sobre la que descansa toda jerarquía. Existe para el autor una contradicción primordial: hay quienes mandan y hay quienes obedecen. Pero para obedecer una orden se requiere dos cosas: hay que comprenderla y comprender también que hay que obedecerla. Y para eso, ya es preciso ser igual a quien nos manda. Es esta igualdad la que carcome todo orden natural.
Esta desigualdad geométrica que crea la política no es del orden de ninguna culpa que exija reparación. Es la introducción de una inconmensurabilidad en el corazón de la distribución de los cuerpos parlantes (Rancière, 1996, pp. 33-34). Es el desacuerdo que irrumpe para intentar igualar.
8. 3. La práctica de la igualdad tiene un sentido teatral: la subjetivación política (el acto emancipatorio) es una práctica performática. Interrumpe un reparto dado de lo sensible consensuado para abrir un “como si”, un campo de experiencia que no existía antes. En la subjetivación política de los sin parte (pueblo, mujeres, obreros, negros, indignados, refugiados) se produce un movimiento de desdoblamiento que yace en la base de la emancipación. Así, el obrero deja de ser obrero para ser “como” obrero, es decir, se abre una desidentificación y al mismo tiempo una nueva identificación mediante el desdoblamiento. Se abre una dramaturgia, una nueva escena de apariencia durante un tiempo antes de que esta se reifique, el derecho la incorpore y se convierta en un nuevo consenso (Bassas, 2019, pp. 94-99).
Cada vez que los sin parte interpretan la igualdad y ponen en juego un in-between, un ser-entre, no lo hacen en su propio nombre (simplemente en tanto obreros, plebeyos, mujeres, negros, etc.), sino en una tensión entre el nombre propio y el impropio o a-nónimo. Por eso la política es un cruce que a la vez crea derecho entre la singularidad de la lucha y la universalidad anónima de la práctica de la igualdad.
Es fundamentalmente falso hablar siempre sólo de un “perfil naturalista y tenebroso” del poderío, pensando en la acumulación de poderío por medio de la guerra, o contraponer política (esto es lucha política por el poder) y moral, como opuestos que se excluyen recíprocamente.
El choque que aquí se pretende es en verdad más profundo. Es en la estructura antinómica, en el doble sentido de lo político mismo.
Gerhard Ritter. La cara demoníaca del poder
Rancière nos cuenta la historia de Tito Livio sobre la secesión de los plebeyos en el monte Aventino en el año 297 AC. El historiador romano cuestiona la escena común entre los plebeyos, que solo tienen phoné (que solo experimentan el dolor y el placer) y los patricios, que tienen el logos (sentido de justicia). Pero en la sublevación, dice Rancière, los plebeyos abren una escena común y hablan (logos) “como” los patricios. Es decir, abren una escena “como” iguales, de tal modo que la dominación de los patricios se vuelve contingente.
Si pensamos la política como el pulso íntimo del derecho es porque es generadora y condición de posibilidad de interrupciones igualitarias, de nuevas subjetivaciones, de disensos dentro del orden consensuado, porque favorece el pasaje de la voz a la palabra. La palabra, el lenguaje, como bien nos recuerda Roland Barthes en El placer del texto y Lección inaugural (2015, p. 96) es la residencia del poder. Sustraerse al poder implica “salirse” del lenguaje. Pero lamentablemente el lenguaje no tiene exterior, es “a puertas cerradas”. Sin embargo, no vemos el poder que hay en la lengua porque olvidamos que toda lengua es clasificación y que toda clasificación es opresiva: ordo en latín quiere decir repartición y conminación. Una lengua (dice Jakobson) se define menos por lo que permite decir que por lo que obliga a decir. Hablar, entonces, es comunicar y sujetar al mismo tiempo. En el juego de la polisemia, la connotación, la expresividad, la intertextualidad, los tropos del discurso, el lenguaje siempre se desborda al exterior, pero al mismo tiempo torna inteligibles y válidas todas las abducciones que hacemos o que haremos. Interpretar es descifrar. Frente a la imposibilidad de un punto cero en la escritura, la lengua está siempre comenzada.
Como pulsión transformadora, la dimensión política de la palabra jurídica permea el campo hermenéutico ampliando con nuevas voces el mundo del logos jurídico, en el marco de una operación multidimensional, compleja, alejada de cualquier lógica silogística, orientada al logro de una traducción verosímil. Recurriendo a François Ost (1993, pp. 182-194), el derecho como red que genera su propio movimiento y espacio, nos atrapa entre sus nodos y sus líneas de fuerza, de manera que no solo los expertos u operadores del derecho llevan a cabo una tarea hermenéutica sino que cada uno de los usuarios y destinatarios del derecho, es decir una multiplicidad de actores contribuyen, a través de sus acciones, omisiones, reacciones, reclamos, resistencias, aprobaciones, a construir sentidos epocales en torno a lo justo y lo injusto.
El escándalo del derecho, afirma Rancière, consiste en alojar el litigio como su inasibilidad estructural, que lo torna an-arquico (sin arkhé) y que favorece su renovación y transformación con cada interrupción igualitaria. Al institucionalizar el litigio, el discurso jurídico lo resuelve e incorpora al nivel normativo, pero al mismo tiempo deja abierta la posibilidad de nuevas subjetivaciones políticas, en el entendimiento de que la igualdad es su impostergable horizonte de sentido, deseado y deseable.
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1 Abogada (UBA). Maestría en Ciencia Política (UNSAM). Ejerce docencia de posgrado en la UBA, en las Maestrías de Filosofía del Derecho y de Derecho Administrativo.
2 La inmunidad pretende resguardar a la comunidad pero no de un riesgo externo, sino de algo que forma parte originariamente de ella y es más, la constituye en cuanto tal. Lejos de ser una posibilidad patológica, existe una mutua co-implicancia original entre comunidad e inmunidad.
3 La palabra bando tiene dos significados: uno inclusivo o integrador (la proclama, el orden, el mandato que se dirigen a un grupo para tutelarlo, o para identificarlo) y otro excluyente que tiene su cifra en el término abandono. Integrar y abandonar es la tensa alianza del bando (Agamben, 1998, p. 248).
4 El libro I de la Política de Aristóteles define el carácter eminentemente político del animal humano. Solo el hombre posee la palabra. La voz es el medio de indicar el dolor y el placer y por ello es dada a los otros animales. Pero la palabra está presente para manifestar lo útil y lo nocivo, lo justo y lo injusto. Es la comunidad de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, la que hace la familia y la ciudad. El destino del hombre queda atestiguado por un indicio: la posesión del logos, es decir de la palabra que manifiesta.
5 La autora elabora este modelo como forma de dar respuesta a lo que ella considera “la paradoja democrática” (Mouffe, 2012, p. 21) en la que se encuentran sumidas las sociedades modernas de Occidente, cuyos órdenes políticos se apoyaron en una irreductible conjunción de dos tradiciones de pensamiento diferentes: por un lado, la del liberalismo, cuyo discurso subraya el valor de la libertad individual y los derechos humanos. Por otro lado, la tradición democrática, que pone el énfasis en la igualdad y la soberanía popular. La democracia liberal se presenta entonces en términos de tensión, como una histórica lucha entre dos principios que nunca llegan a realizarse de forma plena.
6 El modo disensual consiste en iniciar las reflexiones identificando primeramente las bases del consenso u opinión generalizada sobre un tema, para después mostrar que tal consenso debe suspenderse alojando la igualdad que Rancière coloca en la base de todo pensamiento político, pedagógico o artístico. Empieza siempre por identificar un consenso acerca de una manera de ver y sentir, lo que llama un “reparto de lo sensible”. Este consenso promueve la desigualdad y para interrumpirlo, se propone un disenso que parta de la igualdad de cualquiera con cualquiera. La escritura disensual se convierte en el principio metodológico de las obras de Rancière (Bassas, 2019, pp. 25-28).
7 La libertad del demos no es ninguna propiedad determinable sino una pura facticidad (por el mero hecho de haber nacido en tal ciudad, especialmente en la ateniense, después de que en ésta se aboliera la esclavitud por deudas). Cualquier cuerpo parlante, dice Aristóteles, condenado al trabajo y a la reproducción, cualquier artesano o tendero se cuenta en esa parte de la ciudad que se denomina pueblo, como participantes en los asuntos comunes en tanto tales.
8 Para Rancière, la emancipación no es, como afirmaba Althusser, una cuestión de ciencia. La emancipación se considera siempre en presente: es asumir las tensiones irresueltas entre la tentativa de vivir desde la igualdad en un marco de desigualdad.