Trabajo sexual y ensamblaje penal. A propósito del libro de Marisa Tarantino Ni víctimas ni criminales: trabajadoras sexuales. Una crítica feminista a las políticas contra la trata de personas y la prostitución. Fondo de Cultura Económica, 2021.

Sergio Tonkonoff1

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET),
Universidad de Buenos Aires, Argentina.

Ni víctimas ni criminales es resultado maduro de una larga investigación que tiene por objeto la relación entre trabajo sexual, sistema penal y feminismos en la Argentina contemporánea. Uno de sus principales efectos –ganado a base de hipótesis, argumentos y conceptos claros, datos bien construidos, e interpretaciones rigurosas– consiste en desmentir la homologación mítica entre trabajo sexual y trata de personas. No porque desconozca la terrible realidad de la trata y los vínculos que, en efecto, existen entre ambos circuitos ilegales. Más bien, porque esta igualación aterrorizante cumple en criminalizar el trabajo sexual mucho más que en ayudar a hacer visible y desmantelar las redes de captación, transporte y explotación de personas con fines sexuales, trabajo forzoso o esclavitud.

El libro señala que uno de los discursos que promueve esta asociación entre lo que se consideran dos realidades igualmente terribles, es el auto-denominado neo-abolicionismo feminista. Este movimiento difuso, pero influyente en el diseño de políticas públicas y en el dictado de sentencias judiciales, condena por igual la trata de personas y el intercambio sexual remunerado. Esto último no lo hace basándose en viejos argumentos moralistas, sino en cierta perspectiva de género: la que considera “a la prostitución y a la trata como conceptos asociados, prácticamente sinónimos, que expresan formas paradigmáticas de violencia de género y violación de los derechos humanos de las mujeres y las niñas” (p. 27).

Uno de los esfuerzos mayores del libro consiste en presentar un punto de vista alternativo y feminista respecto del trabajo sexual, considerándolo, precisamente, un trabajo. Para ello debe, entre otras cosas, desarmar esa ligazón mítica puesto que impide cualquier atribución de autonomía y dignidad de las mujeres que intercambian sexo por dinero, al tiempo que impide pensar críticamente las condiciones en las que esto tiene lugar actualmente.

Aprendemos en este libro que el neo-abolicionismo no está solo en su cruzada anti-prostitución en clave de trata. Se nos muestra cómo, a partir de la promulgación de la ley de “Prevención y sanción de la trata de personas y asistencia a sus víctimas”, se produjo en el país un cambio paradigmático del enfoque institucional respecto del tema –en especial, por parte de las agencias penales–. Pero, adicionalmente, se nos señala que el vínculo mítico entre comercio sexual y trata de personas es promovido también por los medios de comunicación, y es tematizado, además, por las ciencias jurídicas y las criminologías académicas. Todo lo cual nos lleva a pensar que nos encontramos frente a un verdadero ensamblaje penal. Es decir, frente a un conjunto heterogéneo de fuerzas o agencias sociales diversas que se articulan de modo transversal en la función de criminalización de conductas y personas. Lo notable aquí, y este es uno de los hallazgos sociológicos y políticos del libro, es que lo que criminaliza este ensamblaje penal no es tanto la trata como el comercio sexual –que, cabe recordarlo, es legal en Argentina–. Con el cumplimiento de todos los requisitos metodológicos de las ciencias sociales, esta investigación muestra que, a partir de la puesta en vigor de la ley, creció dramáticamente el encarcelamiento de personas –sobre todo mujeres– vinculadas al comercio sexual. El punto es que muchos de esos encarcelamientos tuvieron lugar porque se aplicaron figuras jurídicas de la ley contra la trata (rapto, reducción a servidumbre, amenazas, coacciones, etc.) a situaciones habitualmente vinculadas a actividades de intercambios sexuales comerciales. Es decir que las fuerzas policiales y judiciales interpretaron esas situaciones en clave neo-abolicionista, presentando su actividad penal como salvadora y con perspectiva de género.

Por eso, la hipótesis sustantiva del libro consiste en afirmar que la difusión de concepciones neo-abolicionistas ha tenido un efecto tan negativo como paradójico. A saber, promovieron la judicialización y el encarcelamiento de las mujeres en estado de vulnerabilidad que decían venir a proteger. En palabras de la autora: “hay una relación de correspondencia entre la incorporación de los postulados neo-abolicionistas en la configuración de la política criminal argentina contra la trata de personas [...] y el impacto material que ha producido, uno de cuyos efectos más salientes es el alto porcentaje de mujeres criminalizadas por el delito de trata de personas” (p. 30).

Si concedemos buena fe a los protagonistas directos de esta empresa estatal y para-estatal, diremos que estamos ante lo que en sociología se conoce como consecuencias no-intencionales e imprevistas de las acciones intencionales –aquí habría que decir, consecuencias inversas respecto de los propósitos declarados–. Acontece que, como señalara Robert Merton, las definiciones públicas de una situación llegan a ser parte integrante de la situación y, en consecuencia, afectan a los acontecimientos posteriores. Tal parece el caso de las definiciones sociales, jurídicas y políticas promovidas por el neo-abolicionismo cuando se ensamblan penalmente con el accionar de jueces, fiscales, policías, medios de comunicación, juristas y vecinos.

Este fenómeno de las consecuencias inversas de la acción socio-política es recurrente en las más diversas regiones de la vida social. Pero también es, con frecuencia, invisible. De allí que uno de los méritos de este libro sea haber detectado ese mecanismo funcionando en el tejido de lo que podríamos llamar filantropía neo-abolicionista. Este tipo de consecuencias es tan habitual como difícil de reconocer, en el doble sentido, cognitivo y moral, del término. Cualquiera puede participar de acciones colectivas capaces de empeorar los problemas que se proponían resolver. Las políticas reformadoras suelen ser el alimento o el vehículo de transformaciones que paradójicamente refuerzan, cuando no agudizan, las tendencias que buscan revertir. Ello sucede, tal vez sobre todo, cuando los supuestos ideológicos y políticos intervinientes no son revisados críticamente, y cuando, una vez realizadas las reformas y desplegadas las políticas, se carece de mecanismos de monitoreo y evaluación de la propia performance.

El poder judicial es ejemplar en esto. No solo carece de información estadística seria, detallada y centralizada sobre su desempeño, sino que además se niega sistemáticamente a producirla. Se trata, a no dudarlo, de uno de los poderes más opacos de la sociedad argentina contemporánea –con el agravante de que es un poder público y de que posee una importancia crucial para la vida democrática–. En las condiciones actuales, nadie sabe a ciencia cierta cuál es la actividad efectiva del poder judicial en su conjunto y cuáles son sus resultados en términos de agregado. Es este un desconocimiento que comienza por los mismos agentes judiciales. No importa cuánto conozcan de leyes y jurisprudencia los jueces y los fiscales, la clave aquí es que están ciegos ante el funcionamiento del sistema jurídico en tanto sistema. Esto no debe resultar llamativo, puesto que se trata de una condición universal: ningún miembro de un sistema social conoce su funcionamiento por el solo hecho de trabajar en él y estar al tanto de sus normas. Se trata, ante todo, de una cuestión de número y escala, sin el ojo de las estadísticas todos somos ciegos allí. Por otro lado, no sorprende que un poder burocrático con una fuerza coactiva de tan largo alcance y unos privilegios económicos tan marcados, ostente celo y constancia en la producción de esa opacidad corporativa –que es preciso calificar de anti-democrática–. Impresiona, en cambio, el bajísimo umbral de visibilidad comunicacional y de problematización política que todo esto encuentra en el campo social, al menos por ahora.

De allí la importancia de las investigaciones metodológica y conceptualmente transparentes de las ciencias sociales, y de que ellas adquieran carácter público. No porque se encuentren en condiciones de suplir la falta de información cuantitativa y cualitativa que la administración judicial se ocupa minuciosamente de generar. Sino porque estas investigaciones, aun contando con recursos limitados y objetivos específicos, son capaces de producir datos, análisis y reflexiones de gran valor científico, cultural y político. Tal es el caso del libro que aquí reseñamos.

Digamos ahora que otro de los efectos mayores de esta obra es poner de manifiesto la crucial importancia de los procesos penales y su vasto impacto estructurante –impacto que siempre va mucho más allá de lo que el objeto específico de intervención permite registrar a primera vista–. El libro deja ver que, a decir verdad, no hay intervenciones penales específicas. Y esto porque el problema penal es siempre el problema del gobierno de (toda) la sociedad. Para comprender esto, puede ayudarnos avanzar en la comprensión de la cuestión criminal –puesto que de ella se trata– en términos de ensamblaje. Mucho más que al castigo de este o aquel ataque sufrido por este o aquel particular, el rol principal del ensamblaje (o sistema) penal se vincula a la producción y reproducción del orden social. Específicamente, es un sistema que trabaja en la vertebración y mantenimiento de las desigualdades estructurales, los valores hegemónicos, y las exclusiones que definen a ese orden. Pero su medio para ello es la generación de alteridades excluidas por medio de la criminalización de acciones y omisiones, pero también de personas, grupos y objetos. Es decir, que su función fundamental es la producción de los crímenes y de los criminales. Esto puede parecer la silla en la cabeza, pero vuelve inteligible, entre otras cosas, la actividad metódicamente criminalizante de los intercambios sexuales monetarizados llevada adelante por las agencias judiciales ensambladas con medios de comunicación, vecinos, movimientos neo-abolicionistas, iglesias, partidos políticos, etc. Sucede que la “prostituta” es una de las alteridades excluidas más tradicionales de la cultura dominante y la estructura social desigual. De allí que siempre haya sido, y todavía hoy sea, objeto de (sobre) criminalización, más allá incluso de los avatares relativos a la legalidad o ilegalidad estrictamente jurídica de su actividad.

De hecho la clave del libro que nos ocupa es mostrar que allí donde el intercambio sexual consentido entre adultos es una actividad jurídicamente lícita, esté o no mediada por dinero, la aplicación de la ley de trata viene a funcionar como una herramienta de criminalización alternativa de eso que, a falta de mejores términos, llamamos comercio sexual. Como señala Georgina Orellano, Secretaria General de la Asociación de Mujeres Meretrices de la Argentina, lo que se esconde tras la lucha contra la trata de personas es la lucha contra el trabajo sexual y, por añadidura, la lucha por el control del cuerpo y las conductas de las mujeres. Así de amplia y estratégica es la cuestión en juego.

Ocurre que la puta es, ante todo, una figura mítica que existe en el imaginario familiarista hetero-patriarcal como aquella forma de lo femenino que hay que rechazar. Pero ella es, además, y por lo mismo, la figura estigmatizada que el ensamblaje penal se encarga de materializar selectivamente, convirtiendo a ciertas mujeres en putas reales. Los procesos mediante los cuales esta materialización se realiza son aquellos que Michel Misse llamó procesos de sujeción criminal. Su forma clásica es la siguiente: se prohíbe moral y/o jurídicamente ciertas acciones u omisiones, se persiguen selectivamente las transgresiones a estas prohibiciones, se castigan con penas ejemplares y denigrantes aquellas transgresiones que se han seleccionado. Como resultado de esto se obtienen criminales. Es decir, sujetos que luego de pasar por este proceso difícilmente podrán elegir algo distinto de lo que se le mandata con tanta violencia y tanto fervor. El proceso de criminalización es siempre un proceso de sujeción porque obliga a quienes captura a hacer, padecer, y en definitiva a ser, lo que el estereotipo normativo ordena. En este caso, oficiar de puta.

El poder judicial es, sin duda, el vector principal de esta maquinaria o ensamblaje, pero no es el único. La figura de la puta –tanto como la realidad de la prostitución criminalizada– resulta incomprensible sin la constelación de actores sociales que, a coro con jueces y fiscales, la producen como alteridad excretada. Por eso la puta es siempre la puta de: la familia, el barrio, el pueblo, el cabaret, la comisaría, la fiscalía, el juzgado. También de la filantropía y de la religión. Sucede que las estructuras sociales y culturales producen sus exterioridades estigmatizadas y las castigan tanto como las rescatan siempre que se ajusten a su rol.

La puta, al igual que toda alteridad excluida, es la prisionera perpetua de los conjuntos establecidos que la producen como una pertenencia suya, puesto que la expulsan a la vez que la retienen, le niegan casi cualquier derecho a la vez que la utilizan para los más diversos fines –todos de gran importancia para la re-producción de esos establecimientos–. Hay siempre una relación intensa y cruel entre los valores constituyentes de un sistema cultural y sus alteridades radicales, sus márgenes social y moralmente inferiores. Es esta una relación groseramente asimétrica, mediante la que el orden social y sus ciudadanos obtienen innumerables beneficios de aquellos a los que excluyen –es decir, los más débiles–.

Mencionemos solo algunos de estos beneficios. Con la producción (penal) de un grupo específico de individuos como portadores de toda la inmoralidad, el mal queda encarnado y localizado. De este modo se vuelve corporal y geográficamente restringido, genera la idea y la sensación, notablemente eficaz, de que solo habita en esas personas y en esos lugares donde la policía, los fiscales y los jueces, lo buscan y lo encuentran. Con ello se vuelven invisibles los mismos (y otros) comportamientos reprochables que tienen lugar en individuos y grupos no estigmatizados –y, dado su lugar en la estructura social, no estigmatizables– por el ensamblaje penal. Pero, además, esto permite a los establecidos condenar moral y jurídicamente a ese mal y esos malvados, a la vez que usufructuarlo en términos de sobre-explotación económica y goce personal. Tales son las notables funciones que se obliga a cumplir a una pequeña población de seres humanos, por lo general desposeídos y frágiles socialmente, a los que se les paga estos favores con repudio, desprecio y cárcel.

Todo esto fue agudamente poetizado por Chico Buarque en la historia de Geni y el Zepelín. Geni es la prostituta de una típica ciudad occidental y cristiana, firmemente estructurada en clases sociales, y orientada a una vida de consumo. Allí, Geni ofrecía sus servicios a desposeídos, rengos y tuertos, pero también, podemos suponer, a muchos maridos bien habientes y bien establecidos. En términos generales, la respuesta ciudadana, maridos incluidos, era la siguiente: tiren piedras a Geni / tiren bosta a Geni / ella es buena para golpear / hecha está para escupir / se entrega a cualquiera / maldita Geni. La novedad aquí es que un zepelín armado de cañones llega a la ciudad para bombardearla, pero su comandante queda prendado de Geni, y dice que si ella le concede una noche suspenderá la destrucción. De manera que la ciudad entera –el prefecto de rodillas / el obispo a hurtadillas / el banquero y su millar– fue a rogarle a Geni que se entregue y los salve: bendita Geni. Una vez que esto sucedió y la ciudad quedó a salvo, el estribillo ensamblado volvió a cantarse y actuarse como de costumbre: tiren piedras a Geni / maldita Geni.


1. Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad Estadual de Campinas (São Paulo, Brasil). Actualmente es Investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina y Profesor Titular en la Carrera de Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos. También es Director de Diferencias - Revista de Teoría Social Contemporánea. Entre sus últimas publicaciones se cuentan: Reintroducing Gabriel Tarde (NY-London: Routledge, 2024); La Oscuridad y Los Espejos. Ensayos sobre la cuestión criminal (Buenos Aires: Pluriverso, 2020); The Infinitesimal Revolution. From Tarde to Deleuze and Foucault (NY-London: Palgrave Macmillan. 2017).