Habitar el margen. Liminalidad y pertenencia en la pequeña política de la EPN

Lucía Marina Pereyra1

Universidad Nacional de San Martín, Argentina.

Recibido: 15 de abril de 2025
Aceptado: 22 de mayo de 2025

Resumen

Este artículo analiza etnográficamente la vida cotidiana de las y los cadetes de primer año en la Escuela Penitenciaria de la Nación (EPN) de Argentina, con especial atención a las dinámicas sociales que emergen entre pares en el marco del régimen de internado. A través del concepto de “pequeña política” propuesto por Frederick Bailey (1971), se examinan las formas informales de agencia, reconocimiento y jerarquización que operan más allá del diseño institucional formal. En particular, se toma como punto de entrada la figura liminal del “fantasma”, categoría construida por los propios cadetes para describir a quienes sostienen una presencia discreta y evitan la exposición dentro del grupo. El trabajo muestra que estas figuras no son excepcionales ni marginales, sino que expresan modos legítimos de participación y pertenencia dentro de la comunidad moral de la EPN. En lugar de concebir la formación penitenciaria exclusivamente como un proceso disciplinario estatal, se propone una lectura situada que atiende a los juicios entre iguales, a la construcción de reputaciones y a las prácticas cotidianas que permiten a los sujetos adaptarse, negociar su lugar y definir su valor social. En este sentido, el margen no aparece como exterior al orden institucional, sino como parte constitutiva de su funcionamiento.

PALABRAS CLAVE: Pequeña política; liminalidad; pertenencia; formación penitenciaria.

Abstract: “Dwelling on the margins: liminality and belonging in the micro-politics of the EPN”

This article offers an ethnographic analysis of the everyday life of first-year cadets at the Escuela Penitenciaria de la Nación (EPN) in Argentina, with particular attention to the social dynamics that emerge among peers within the boarding regime. Using Frederick Bailey’s (1971) concept of “small politics” it examines informal forms of agency, recognition, and hierarchy that operate beyond the institution’s formal design. The analysis focuses on the liminal figure of the “ghost,” a category constructed by the cadets themselves to describe those who maintain a discreet presence and avoid exposure within the group. The article argues that these figures are neither exceptional nor marginal, but rather express legitimate modes of participation and belonging within the moral community of the EPN. Moving beyond an understanding of penitentiary training solely as a process of state-driven discipline, the article offers a situated reading that foregrounds peer judgment, the construction of reputations, and everyday practices through which individuals adapt, negotiate their place, and define their social value. In this sense, the margin does not lie outside the institutional order but constitutes a key part of its functioning.

KEYWORDS: Small politics; liminality; belonging; penitentiary training.

1. Introducción

Este artículo propone una lectura etnográfica de la vida cotidiana de las y los cadetes de primer año de la Licenciatura en Tratamiento Penitenciario dentro de la Escuela Penitenciaria de la Nación (EPN), centrada en las relaciones sociales. En particular, se enfoca en las figuras liminales –las y los llamados “fantasmas”– para explorar cómo opera el reconocimiento, el juicio entre pares y la ambigüedad institucional. Asimismo, se analizan las formas de evasión, visibilidad selectiva y agencia discreta que permiten sostener la pertenencia sin exposición plena. El objetivo es mostrar que el margen no es exterior al orden, sino parte constitutiva de su lógica. Así, el análisis se orienta a comprender qué nos dicen los márgenes sobre el centro del orden institucional, qué tipo de agencia se ejerce desde la ambigüedad y cómo se construye valor social en la penumbra del juicio entre pares.

Los estudios sobre la formación de fuerzas de seguridad suelen enfocarse en sus dimensiones institucionales, normativas o pedagógicas, y destacan el papel del Estado en la configuración de subjetividades funcionales al sistema punitivo (Pion-Berlín, 1996; Diamint, 1999; Badaró, 2007; Sirimarco, 2009; Frederic, 2014; Bover, 2016). Sin embargo, el presente artículo se propone complementar esa perspectiva con una mirada etnográfica centrada en las dinámicas sociales que se despliegan entre quienes transitan dicha formación. Para abordar esta problemática, se recupera el concepto de pequeña política desarrollado por Frederick Bailey, quien invita a observar no la política formal o estatal, sino la política de “la gente pequeña”: aquellos modos situados a partir de los cuales las personas gestionan su lugar en la comunidad a través de reputaciones, alianzas, conflictos discretos y maniobras informales. Como señala el autor, las actividades de la “gente pequeña” proporcionan evidencia para explorar patrones regulares en el comportamiento social (1971, p. 3).

En este sentido, se busca indagar cómo las y los cadetes, en su vida cotidiana, gestionan sus vínculos, negocian su lugar dentro de la institución y construyen un orden propio, paralelo y en ocasiones incluso divergente respecto al diseño formal. Este enfoque implica un desplazamiento: deja en segundo plano los dispositivos estatales de formación para enfocar en los vínculos sociales que emergen entre pares, en el marco de un contexto fuertemente reglado. Además, permite pensar la EPN no solo como una institución que forma agentes conforme a normas oficiales, sino también como un entramado relacional donde se producen distinciones, reconocimientos y jerarquías a partir de evaluaciones informales. En este marco, el análisis se orienta a captar la dimensión moral de la convivencia entre cadetes: cómo se valoran unos a otros, cómo se simboliza el mérito, y qué acciones permiten sostener –o poner en riesgo el respeto de los pares.

El interés por esta temática surge de la experiencia como docente de la materia Introducción a la Antropología, dictada durante el primer cuatrimestre de la Licenciatura en Tratamiento Penitenciario. A partir de esta experiencia, se desarrolló una investigación etnográfica que forma parte de una línea más amplia vinculada a mi tesis doctoral en Antropología Social. En dicha tesis me propongo analizar los modos en que se forman las y los agentes penitenciarios federales según las distintas gestiones estatales de la EPN desde la restitución democrática hasta la actualidad. Para ello, entre marzo y julio del año 2023 se realizaron observaciones participantes en el régimen de internado de la Escuela, así como entrevistas abiertas a cadetes de primer año.

2. Formarse en la EPN: trayectorias de ingreso y promesas institucionales

La Escuela Penitenciaria de la Nación “Dr. Juan José O'Connor” es un instituto educativo destinado a la formación de las y los futuros oficiales que ocuparán los escalafones del Cuerpo General y Administrativo del Servicio Penitenciario Federal (SPF). Se encuentra emplazada en el partido de Ezeiza de la provincia de Buenos Aires, Argentina. Durante los últimos 15 años, el desarrollo de los planes de estudio ha respondido a lineamientos institucionales basados en el respeto de los derechos humanos y en criterios de materia de tratamientos criminológicos desde un enfoque horizontal e integral. Un ejemplo es la creación de la Licenciatura en Tratamiento Penitenciario mediante un convenio entre el SPF y la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora, que se realizó en el año 2009 con el objetivo de profesionalizar la formación penitenciaria.

La licenciatura tiene una duración de tres años en régimen de internado, de lunes a viernes, período durante el cual varones y mujeres realizan sus actividades por separado excepto durante las clases académicas (de 08:00 a 12:00 hs). Al finalizar esta etapa de formación, los cadetes egresan con el grado de subadjutor/a (primera jerarquía de la carrera de oficial). Posteriormente deben completar la formación mediante un año adicional para obtener el título de Licenciado/a en Tratamiento Penitenciario a cargo de la Universidad de Lomas de Zamora, sin permanecer alojados en la Escuela.

Las y los cadetes llegan a la EPN en busca de una salida laboral segura, en su mayoría tienen entre 18 y 25 años y esta constituye su primera experiencia con una carrera universitaria. Muchas y muchos son alentados por sus familiares que pertenecen a alguna fuerza de seguridad; otras y otros por las facilidades que promete el oficio: el cobro de una remuneración mensual desde su incorporación del cadete a la EPN y la asignación de un destino dentro de los establecimientos penitenciarios u organismos de soporte, ubicados en el territorio nacional. Las y los cadetes aspiran a un plan de carrera de 30 años de servicio activo con 30 días de descanso anual. Para postularse, las y los aspirantes deben cumplir ciertos requisitos, entre ellos se destacan los siguientes: ser argentino nativo o por opción, tener entre 17 y 27 años de edad al momento del ingreso, una estatura mínima de 165 cm. para varones y 162 cm. para mujeres (requisito no excluyente) y ser soltero/a y sin hijos durante toda la cursada.

3. Pequeña política: vínculos, normas y disputas

La vida cotidiana en la EPN no está regida únicamente por las normas escritas del reglamento institucional. Gran parte del orden social entre cadetes se organiza en torno a reglas no escritas que regulan la convivencia, definen lo que está bien o mal en términos morales, y orientan las formas legítimas de pertenencia. Estas reglas no son elaboradas por la autoridad formal, sino que emergen de la interacción constante entre quienes comparten el régimen de internado. Se trata de acuerdos tácitos, prácticas aceptadas, gestos valorados o mal vistos, que configuran una forma de vida común dentro del encierro formativo.

Bailey define a una persona (self) como un conjunto de reputaciones que surgen de pertenecer a una comunidad en particular (1971, p. 22). Como se ha mencionado, dichas reputaciones resultan de las impresiones que se generan en las interacciones sociales. Baileyutiliza el término “comunidad moral” para referirse a un conjunto de personas que se encuentran en condiciones de realizar juicios morales unos sobre otros a partir de un mismo estándar moral (p. 7). En el caso de este trabajo –al igual que en el capítulo I de su libro– el análisis se centra en las interacciones entre iguales, que Bailey tipifica como relaciones entre amigos y rivales (1971, p. 23). En términos del autor, podría decirse que en la pequeña comunidad de la EPN las y los cadetes llevan adelante vínculos múltiples, ya que participan en muchas actividades en común. Cuantas más cosas hacen juntos, más ocasiones tienen para evaluarse mutuamente y construir reputaciones (Bailey, 1971, p. 7).

Los vínculos forjados en los primeros meses del internado se vuelven fundamentales para sostener la estadía. Según una cadete de primer año: “Acá sola no podés”. Estas redes de solidaridad operan como estructuras de apoyo práctico, pero también como espacios de socialización informal de normas y valores. Aprender a “hacer bien” una tarea –desde doblar las sábanas hasta formarse en posición de firme– muchas veces no depende de la instrucción oficial, sino de la transmisión entre pares. Esta enseñanza entre iguales no solo permite adaptarse más rápidamente al régimen, sino también construir formas de pertenencia y reconocimiento dentro del grupo.

Por ejemplo, cuando alguien se olvida de tender la cama o deja su uniforme desordenado, el castigo formal podría derivar en sanciones. Sin embargo, es común que un compañero más experimentado intervenga antes, lo acomode discretamente o le advierta con anticipación. Estos gestos refuerzan una lógica de control comunitario en la que se privilegia el cuidado colectivo y la protección mutua, pero también consolidan jerarquías informales entre quienes ”saben cómo hacer las cosas” y quienes aún no.

Un elemento central en este orden moral es la valoración del compromiso y la solidaridad. Ayudar a un compañero en un momento difícil, compartir elementos de higiene, ceder un lugar o cubrir a alguien ante un superior son acciones cotidianas que se valoran positivamente. A la inversa, quienes actúan con desinterés, denuncian a otros o se muestran soberbios, suelen ser objeto de comentarios críticos o directamente marginados. En particular, se suele decir que esas personas “se empacharon”,2 una forma irónica de señalar que se dejaron llevar por su buena reputación y perdieron el sentido de la reciprocidad. Estas dinámicas, lejos de ser excepcionales, constituyen parte de una política interna que permite regular la convivencia por fuera de los canales formales.

En este contexto, cuando la conducta de algún compañero es considerada problemática, se recurre a la instancia de “poner en onda”, es decir, invitar a esa persona al baño para hablar en privado, lejos de la supervisión. El objetivo no es sancionar, sino reencauzar la conducta de forma colectiva, sin necesidad de involucrar a las jerarquías.

Desde la perspectiva de la pequeña política, estas prácticas pueden leerse como formas de agencia moral colectiva, a través de las cuales los cadetes disputan, corrigen o validan conductas sin necesidad de recurrir a la autoridad formal. Bailey (1971) propone pensar este tipo de maniobras como estrategias de navegación del orden social, donde los sujetos no se rebelan abiertamente, pero tampoco son simples receptores del poder institucional. En su lugar, juegan dentro de los márgenes, interpretan la norma, acuerdan excepciones, negocian castigos y establecen códigos que solo tienen sentido dentro de la comunidad que los comparte.

Esta lógica también se expresa en las distintas tácticas cotidianas que las y los estudiantes despliegan para gestionar el control institucional y evitar sanciones. Desde ajustes en sus rutinas para ahorrar tiempo hasta formas de eludir exigencias formales en la cursada, los cadetes recurren a pequeños desvíos que les permiten cumplir con las expectativas sin exponerse por completo. Algunos optimizan sus movimientos al despertar; otros recurren a acuerdos informales con docentes o emplean estrategias de camuflaje para esquivar restricciones. Estas maniobras, más que representar simples atajos, muestran una capacidad situada para interpretar las reglas, leer el contexto y actuar con astucia.

Desde esta perspectiva, la comunidad de cadetes no es solo el objeto de un proceso de formación, sino también el espacio donde se teje una política propia, cotidiana, discreta y decisiva, en la que se disputan los sentidos del mérito, el respeto y la pertenencia. La capacidad de interpretar estas reglas no escritas –y de moverse en ese campo ambiguo– es tan importante como cualquier otra competencia formal requerida por la institución.

4. El carácter en juego: reputación y reconocimiento

Durante el primer año de carrera, las y los cadetes deben desarrollar ciertas aptitudes que les permitan afianzarse frente a sus superiores y sostener su permanencia en la institución. La formación, en su fase inicial, está atravesada por un régimen de internado que estructura no solo los tiempos y espacios de vida, sino también las formas de estar, mostrarse y ser reconocido. Los primeros tres años se cursan bajo esta modalidad, con salida únicamente entre la tarde del viernes y la del domingo, salvo en casos de sanción que extienden la permanencia durante el fin de semana. Adaptarse y superar la primera mitad del año es vivido como una instancia crítica. Entre las y los cadetes, este momento se nombra reiteradamente como un “filtro”, que permite distinguir quiénes “sirven para esto” y quiénes no. Superarlo implica, en sus propias palabras, “formar el carácter”, una expresión que condensa tanto un proceso de transformación esperada como una prueba pública y colectiva de valor.

En estos términos, el carácter se presenta como una cualidad performativa, observable en la forma de “gritar” al responder, en la postura corporal rígida, en la ausencia de gestos faciales, y en la ejecución intensa de las tareas asignadas, al punto de que la “desesperación” es valorada como señal de compromiso. Sin embargo, más que tratarse solo de una virtud individual o de una capacidad modelada exclusivamente por el régimen disciplinario, el carácter opera además como una categoría moral situada, constantemente puesta en juego dentro del grupo de cadetes.

Más precisamente, puede entenderse el carácter como un componente central del sistema reputacional que organiza la pequeña política interna. Tal como plantea Bailey (1971), las comunidades morales se estructuran sobre la base de juicios informales, donde los sujetos son observados, evaluados y clasificados según criterios tácitos. En este marco, quienes “tienen carácter” no son solamente quienes responden a las expectativas institucionales, sino quienes logran sostener cierta reputación entre sus pares. Así, la distinción entre quienes se adaptan a la Escuela y quienes deciden abandonarla no solo remite a criterios objetivos, sino que se produce a través de narraciones y clasificaciones que circulan entre los cadetes y que dan forma a jerarquías simbólicas.

En este entramado, la reputación permite ubicarse, ascender o desvanecerse dentro del grupo. Las y los cadetes participan de una política del juicio mutuo, en la cual cada acción puede ser leída, reinterpretada y utilizada para legitimar o excluir. Esta lógica se vincula también con los aportes de Pitt-Rivers (1989) y Peristiany (1966), quienes han mostrado cómo los sistemas de honor y vergüenza funcionan como mecanismos colectivos de control moral. En este sentido, el carácter no es algo que un/una cadete tiene, sino algo que se construye en la mirada del otro, y que debe sostenerse a través del tiempo y la práctica.

La reputación, entonces, no solo distribuye prestigio, sino que ordena la convivencia. Define quién puede liderar, quién es confiable y quién queda al margen. Los relatos sobre compañeros “favoritos/as” (se exponen a la vista de superiores para ser reconocidos positivamente), “cachivaches” (son reconocidos por un mal desempeño)3 o “fantasmas” (mantienen un bajo perfil para no ser notados) no son meros chismes: son dispositivos de clasificación. En este esquema, el carácter se vuelve una categoría relacional, dinámica y ambigua, cuya definición varía según el contexto, el momento y los ojos que la juzgan.

Bailey subraya que el simple hecho de tener una reputación, sea esta buena o mala, es lo que permite ser miembro de una comunidad moral. La pertenencia no depende del resultado del juicio, sino de haber sido objeto de ese juicio. Además, advierte que ninguna comunidad podría funcionar sin ejemplos negativos que contrasten y refuercen los positivos (1971, p. 7). En sintonía, Pitt-Rivers define el honor como la combinación entre la estimación de uno mismo y el reconocimiento social de ese valor (1989, p. 22), mientras que Peristiany sostiene que el honor condiciona el orden jerárquico de una comunidad, y divide a sus miembros entre quienes están dotados de él y quienes carecen de esa cualidad (1966, p. 9).

Como advierte Pitt-Rivers (1989, p. 39), la reputación no solo implica orgullo, sino también utilidad práctica. En este contexto, quien se haya ganado la confianza de algún superior, por su entrega o capacidad (la/el “favorito”), podrá encontrar momentos de descanso o reconocimiento al desempeñar alguna función. En cambio, para quienes fueron identificados como “cachivaches” o “fantasmas”, la misma función implica vigilancia constante, tareas ingratas y exigencias mayores, como una forma de “hacerles formar carácter”.

Desde esta lógica, la reputación no es simplemente un atributo individual, sino un recurso social que permite gestionar las relaciones y manipular las condiciones de interacción. Como señala Bailey (1971), la reputación no es algo que se posee, sino lo que otros piensan de uno. Un cadete que se autopercibe como “fantasma” sostiene que lo bueno de ser un fantasma es que “no te exponés” (al juicio) aunque corrés el riesgo de que eventualmente te noten y comiencen a exigirte más para que “formes el carácter”. De este modo, más allá de las estrategias individuales para sobresalir o pasar desapercibidos, el destino de cada cadete sigue estando mediado por las miradas que lo evalúan. En última instancia, el carácter se construye en la interacción: se juega en el juicio, en la reputación, en los márgenes de la norma.

Ahora bien, los juicios en torno a la reputación de un/una cadete se cristalizan en la figura de los llamados “fantasmas”. Aunque el fantasma intente permanecer fuera del radar de los superiores, no logra eludir la mirada –ni el juicio– de sus pares. El hecho de ser nombrado como tal implica que ha sido visto, comentado, situado: su invisibilidad institucional lo vuelve, paradójicamente, visible para la comunidad de cadetes. Escapar de la escena no lo excluye del orden moral compartido; por el contrario, lo inscribe en él de un modo particular.

5. Los fantasmas: pertenencia al margen

Las trayectorias marginales permiten observar esta lógica en negativo. La figura del “fantasma” –término utilizado por los propios cadetes– da cuenta de aquellos que, sin haber sido sancionados ni expulsados, quedan fuera de las dinámicas de participación y legitimidad interna. No se trata de una figura con identidad fija, sino de una posición relacional, construida por la mirada de los demás y sostenida por la circulación de comentarios, silencios y gestos. La condición fantasma no implica desaparición, sino un modo de presencia borrosa: quienes ocupan este lugar no hablan, no son interpelados, no participan, pero son observados, recordados y clasificados. Su existencia reafirma los criterios morales del grupo.

Estas figuras no son invisibles. Por el contrario, su silencio y su retiro parcial se vuelven objeto de observación y de comentario. El hecho de que sean nombrados como “fantasmas” indica que su modo de estar tiene efectos: producen incomodidad, incertidumbre, sospecha o simplemente distancia. El grupo los registra, los clasifica, los mantiene en un umbral de pertenencia que no habilita ni la integración plena ni la exclusión abierta. En este sentido, el fantasma encarna una forma específica de ser visto sin exponerse, de estar presente sin afirmarse, que desafía la lógica binaria de inclusión/exclusión y permite pensar los bordes porosos del régimen formativo.

Observar las trayectorias liminales permite acceder a aspectos poco visibles del orden social que se produce entre cadetes. La figura del fantasma no representa una anomalía, sino una manifestación precisa de los modos en que opera el juicio moral en la formación penitenciaria. A través del silencio, la no participación o la distancia sostenida, se activa una gramática informal de clasificación que construye el valor y la pertenencia. Estas formas de presencia borrosa muestran que la formación no se define únicamente por el cumplimiento o la transgresión de normas, sino también por el modo en que se gestiona la exposición, se administra la visibilidad y se ejerce la mirada colectiva. Lejos de estar por fuera del régimen, el margen lo constituye. Su análisis permite abrir nuevas preguntas sobre las zonas grises de la autoridad, el poder horizontal y los límites difusos de la comunidad institucional.

En la estructura formativa de la EPN, la figura del “fantasma” designa a aquellas y aquellos cadetes que, al no haber desarrollado aquellas cualidades performativas del carácter, eligen mantener un perfil bajo: ocupan los últimos lugares en la formación, evitan interactuar con los superiores y procuran pasar desapercibidos. Esta categoría socialmente compartida no aparece formalizada en los reglamentos, pero es reconocida por la comunidad estudiantil como un tipo de posición dentro del entramado moral e institucional.

Desde una perspectiva teórica, esta figura puede interpretarse como un sujeto liminal, en el sentido que propone Turner (1969), es decir, alguien que habita un espacio transicional e incierto entre dos estados estables. En este caso, entre quienes son vistos de forma positiva como miembros de la comunidad y quienes no. Los fantasmas no son plenamente reconocidos como miembros ejemplares, pero tampoco son excluidos. Persisten en una zona intermedia, en la sombra, lo cual pone en cuestión la claridad de los criterios de membresía y adaptación que la institución presume.

Esta ambivalencia revela la porosidad del régimen de control: el hecho de que existan sujetos que no se ajustan plenamente a la figura del cadete ideal, pero que tampoco fracasan de manera evidente, muestra que la estructura disciplinaria produce espacios grises. De este modo, los fantasmas cuestionan la lógica binaria implícita en la pedagogía institucional –aquella que divide a los estudiantes con y sin carácter– y muestran que también es posible habitar el margen como forma de subsistencia institucional.

A su vez, la figura del fantasma puede interpretarse en clave foucaultiana como una forma de evasión del dispositivo de visibilidad y evaluación permanente. Como señala Foucault (1975), el régimen disciplinario se sostiene en gran parte sobre la capacidad de hacer visible a los sujetos, de inscribir sus cuerpos y conductas en una matriz de observación y corrección. Los fantasmas interrumpen aunque temporalmente, esa visibilidad. Al no exponerse, no ofrecen material directo para la sanción o la recompensa, y así producen una fisura en el engranaje evaluativo que estructura la formación penitenciaria.

Finalmente, si la reputación, como argumenta Bailey (1971), es un mecanismo que articula pertenencia, control social y agencia, entonces las y los fantasmas desafían esta lógica al sustraerse del juego reputacional sin abandonar la comunidad. No se posicionan como rivales ni como amigos, según los términos que el autor describe, sino como figuras de borde que, precisamente por su ambigüedad, permiten observar los límites de la comunidad moral. En lugar de constituir únicamente síntomas de fracaso, pueden entenderse como una forma alternativa de resistencia discreta, una táctica de sobrevivencia en contextos institucionales donde la exposición permanente implica tanto la posibilidad del ascenso como la del castigo.

Así, más que ser marginales o anecdóticos, los fantasmas plantean una pregunta fundamental sobre los criterios de reconocimiento y exclusión en contextos formativos jerárquicos: ¿quién tiene derecho a pertenecer? ¿Qué formas de estar –aunque sean silenciosas, ambiguas o mínimas– configuran también formas legítimas de participación?

6. Consideraciones finales

El análisis de la vida cotidiana de las y los cadetes en la EPN permite advertir que la pertenencia institucional no se define exclusivamente por la adhesión formal a normas o prácticas oficiales, sino también por un complejo entramado de relaciones informales, juicios morales y reconocimientos entre pares. Las figuras liminales, como las y los llamados “fantasmas”, revelan que la ambigüedad no es una disfunción del sistema, sino una de sus condiciones de posibilidad: un espacio donde se ejerce agencia, se negocia el valor social y se redefine continuamente la frontera entre inclusión y exclusión.

Más que ubicarse por fuera del orden, el margen forma parte constitutiva de su lógica interna. La evasión, la visibilidad selectiva y las formas discretas de acción social no solo permiten a ciertos sujetos sostenerse dentro de la institución sin exposición plena, sino que también ponen en evidencia las tensiones que atraviesan los procesos de formación y jerarquización. Estas prácticas no desarticulan la estructura institucional; por el contrario, la sostienen y reconfiguran desde adentro, a través de microdecisiones y valoraciones cotidianas.

Así, comprender la “pequeña política” que se despliega entre los cadetes permite repensar la formación penitenciaria más allá de su dimensión estatal y normativa. Esta perspectiva etnográfica aporta una mirada situada sobre los modos en que se construyen la autoridad, el mérito y el reconocimiento dentro de un régimen fuertemente reglado, pero también profundamente habitado y negociado por quienes lo transitan.

Bibliografía

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Turner, V. (1969). The Ritual Process: Structure and Anti-Structure. Aldine Publishing Company.


1. Licenciada en Antropología Social y Cultural y doctoranda en Antropología Social (EIDAES-UNSAM) con beca interna doctoral de CONICET. lmpereyra@estudiantes.unsam.edu.ar

2. En este contexto, el término “empacho” hace alusión a la indigestión de la comida. https://www.rae.es/drae2001/empacho

3. Término que corresponde al lunfardo rioplatense que en este contexto refiere a una persona extrovertida que disfruta de hacer cosas incoherentes o fuera de lugar. https://www.diccionarioargentino.com/term/cachivache