Los sonidos del encierro. Un estudio sonoro al interior de una cárcel bonaerense

Camila Ruiz Diaz Odena1

Universidad Nacional de San Martín.

Recibido: 13 de marzo de 2025
Aceptado: 22 de mayo de 2025

Resumen

El presente artículo surge de la construcción de antecedentes y estado de la cuestión a partir de la pregunta de investigación: ¿qué sentidos atribuyen las personas privadas de su libertad a los sonidos cotidianos en el encierro? Partiendo de la noción de sonido en tanto experiencia social (Petit, 2022) encontramos una vacancia en relación a la realización de estudios socio-antropológicos sonoros en contextos de encierro. Entendemos la importancia del sonido en la investigación social y cultural como un recurso exploratorio para ampliar las preguntas en torno al espacio social carcelario en general y a la relación y sentidos que las personas detenidas atribuyen a los sonidos, en particular.

PALABRAS CLAVE: Estudios sonoros; antropología sonora; antropología de los sentidos; etnografía sonora; cárceles.

Abstract: “The sounds of confinement: a sound study
inside a prison in Buenos Aires Province”

This article arises from the construction of background and state of the question based on the research question: what meanings do people deprived of their freedom attribute to everyday sounds in confinement? Starting from the notion of sound as a social experience (Petit, 2022), we found a gap in relation to the realization of socio-anthropological sound studies in contexts of confinement. We understand the importance of sound in social and cultural research as an exploratory resource to expand the questions around the prison social space in general and the relationship and meanings that detainees attribute to sounds, in particular.

KEYWORDS: Sound studies; sound anthropology; anthropology of the senses; sound ethnography; prisons.

1. Introducción

¿Por qué llevar a cabo una etnografía sonora en una cárcel? Hay tantas respuestas posibles como áreas de conocimiento. Por un lado, actualmente los estudios sonoros se vinculan con diversas disciplinas profundizando en aspectos que parecen secundarios, ya que no siempre se considera el aspecto sonoro como uno de importancia. Por el contrario, los estudios sonoros han logrado analizar, describir y reflexionar acerca de innumerables temas donde, lo que no se ve, es justamente donde hay que indagar.

El poder conmovedor del sonido también sirve, sin embargo, para conformar vínculos y cohesión. La capacidad de selección acústica que adquiere el sujeto para resistir al hechizo sirénico ha de servirle también para construir espacios de complicidad socioacústica, pues la sociedad está hecha de personas que se escuchan: la sociedad es una inmensa caja social, emisora y receptora. (Serres, 2002, p. 18)

Cruces y términos tales como sonido y antropología, arqueoacústica, sonido y sociología, sociofonía, artes sonoras, sonido y feminismo, sonido y urbanismo, ecología sonora, biopolítica del sonido, biotopos sonoros, ecofeminismo sonoro, ecología acústica, tecnopolítica del sonido, violencia acústica, nos dan un panorama del alcance de esta disciplina. Sin embargo, aún no se han realizado estudios sonoros en las prisiones. Como una premisa general y una primera respuesta a la pregunta de por qué en la cárcel, podríamos decir que se debe a que las cárceles presentan formas de organización social únicas, en palabras de Sykes: “debemos ver la prisión como una sociedad dentro de otra” (2017, p. 43). El espacio acústico es singular e irrepetible: “existen tantas prisiones como detenidos” y también lo es la condición de las personas que allí habitan, es decir, estar privadas de su libertad “cada hombre lleva a la institución de custodia sus propias necesidades y su trasfondo, y se lleva su propia interpretación de la vida intramuros” (Sykes, 2017, p. 117). Una epistemología del sonido o de la escucha podría invitar a acercarse desde otra perspectiva a esta sociedad intramuros y volver a una “epistemología del sur”, retomando este concepto del sociólogo Boaventura de Sousa Santos que parte de la premisa de que “todas las experiencias, prácticas y conocimientos humanos son igualmente válidos –equitativamente dignos de ser reconocidos–, sin que esto se traduzca en un proceso de homogeneización epistémica que anule las diferencias de cada cultura respecto a sus formas particulares de concebir el conocimiento” (García Castilla, 2019, p. 137). Quizás de esta manera se pueda llegar a un conocimiento y una práctica cotidiana que sea accesible a cualquier persona de la sociedad: solo basta con detenerse y escuchar.

En el futuro proyecto de investigación se propone trabajar con un enfoque cualitativo que permita analizar las formas de habitar y escuchar el espacio carcelario. Esta es una manera de tomar un lugar, un punto de escucha en el mundo empírico y desde allí indagar y elaborar “premisas generales sobre la vida social; sobre cómo las instituciones conviven e interaccionan y [...] sobre el papel dinámico de los sujetos en este proceso de negociación de la vida social común” (Guizardi, 2012, p. 18). En este marco, las actividades propuestas tendrán como componente metodológico central el desarrollo de una etnografía sonora. El trabajo de campo etnográfico en general es entendido como una concepción y una práctica de conocimiento que busca describir e interpretar un medio cultural determinado para hacerlo inteligible ante quienes no pertenecen a él (Guber, 2012, p. 50). Partiendo de allí, usaremos a la etnografía sonora en particular, siendo esta un dispositivo metodológico para llevar adelante una investigación socio antropológica sobre modos sociales de sonar y escuchar (Vedana, 2010; Martin y Fernández Trejo, 2017). En el marco de una socio-antropología sonora entendida como un amplio campo de investigación cuyo eje es la incorporación explícita y consciente por los modos de escucha y la sonoridad en la pregunta socio antropológica (Granados, 2018; Domínguez Ruiz, 2019). Por su parte Seeger plantea que la constitución del oído etnográfico es un proceso que comenzó con el nacimiento de la antropología y se ha consolidado a través de la “interacción entre el etnógrafo y los miembros de la comunidad, quienes en forma conjunta focalizan el sonido” (2015, p. 30).

El habitar un espacio prisionalizado trae consigo una relación particular con lo sensorial. Es entonces que la pregunta planteada debe encuadrarse en la observación de esa relación con lo sonoro. La escucha es dirigida y contextualizada, inseparable del cuerpo, donde los sentidos están intrínsecamente interconectados (Ingold, 2000). La etnografía sonora puede definirse como un modo particular de escucha a través del cual los etnógrafos se concentran “en las formas sensibles de la vida social, donde el sonido representa una importante fuente de informaciones sensibles de las formas y arreglos de la vida colectiva” (Carvalho da Rocha y Vedana, 2009, p. 42). Queremos acercarnos a la cárcel como un entorno y como espacio sonoro. La noción de entorno tiene un alcance mayor que la de medio ambiente (Chateauraynaud, 2011), ya que permite hacer visible la red de agentes heterogéneos que debe ser analizada en la continuidad fluida entre humanos y no-humanos que lo componen (Lombraña y Di Próspero, 2019). “Espacio sonoro”, en relación a la “acustemología” que es un término que reúne la “acústica y la epistemología, para argumentar que el sonido es una capacidad de conocer y un hábito de conocimiento” (Feld, 2012). Feld, al hablar de “acustemología”, reconoció a las formas de sensibilidad (en particular la audición y la producción de sonidos) como modos fundamentales de ser y de orientarse en el espacio físico, social y cultural. El sonido es conocimiento del mundo (Granados, 2018) y también es fuerza emotiva. Acuñando ambos términos podríamos hablar entonces de un “entorno sonoro”. Adentro, el “símbolo sonoro” también actúa por mecanismo de la evocación, que consiste en la posibilidad de reconstruir, por medio de la escucha y bajo forma de vivencia, escenas primordiales o momentos significativos de nuestra vida. La pregunta antropológica y como sociedad sugiere reflexionar acerca de aquello que no se ve: el sonido y la cárcel.

2. Encuentros desde el sonido en la vida cotidiana intramuros

Si las identidades fluyen, los sonidos que se vinculan con esas identidades también.

(Beltramino, 2018, p. 3)

Este estudio propone hacer foco en las personas privadas de libertad que habitan una Unidad Penal del Servicio Penitenciario Bonaerense (SPB) y su relación con los sonidos en ese contexto, en tanto constituyen una parte significativa de su experiencia cotidiana intramuros. La espera, el cumplimiento de la condena, es atravesada de distintas maneras: hay quienes se ponen sus nuevos trajes como una forma de demostrar una transformación a partir de su inclusión en una comunidad educativa intramuros (Di Próspero, 2020),2 otros participan de talleres artísticos y otros solo resisten el día a día en el encierro, con todo lo que ello implica. A través de estrategias para suplir la necesidad de lograr la reinserción social de quienes egresan del sistema penal, los servicios penitenciarios dividen sus espacios en función de distintos objetivos. Cada uno de estos espacios va a estar mediado por la vigilancia. En este sentido, es interesante leer el trabajo colaborativo de la Orquestra del Caos realizada en colaboración con el Institut Català d’Antropologia en 2005, donde se pone de manifiesto el poder de la tecnología para exacerbar el control y la vigilancia, y cómo el sonido es también un arma psicológica que puede ejercer control social y violencia acústica. En el caso carcelario, el paisaje sonoro está plagado de ruidos y señales acústicas que generan puntos de inflexión, atención y movimiento: alarmas, chicharras, voces procesadas a través de handys, altavoces, sirenas, y otros tipos de sonidos son los que formarían las “sonotopías de la conmoción” (García López, 2005). A su vez, el sonido brinda la posibilidad de formar un mundo interno que escape a esos mecanismos de control, “el sonido, como rodea y penetra tanto al que lo genera como al que escucha, se adapta mucho menos a las actividades de dominación directa” (Berenguer, 2005). En este sentido, la privación de la libertad como sinónimo de castigo que conlleva un aislamiento, hostilidad y violencia, al menos en la actualidad, no solo tiene como correlato la generación de un mundo social cerrado o, en términos de Goffman, “total” sino también aparece como un espacio de posibilidades (Ojeda, 2013 y 2016).

3. Identidades sonoras intramuros

El sonido es siempre un indicio de algo, de alguien, de un momento o de un lugar. Todas las acciones diarias inscritas en la rutina, los contactos con las cosas y los encuentros con las personas producen un sonido; todos los lugares reales o imaginarios que habitamos, los escenarios que recorremos y los momentos que experimentamos poseen una sonoridad particular. (Domínguez, 2015, p. 96)

En su trabajo en una cárcel de mujeres, Ojeda relata cómo a través de su investigación etnográfica fue conociendo tanto a mujeres detenidas como a las agentes penitenciarias y señala: “así, mientras veía escritorios llenos de papeles y de sellos, mientras escuchaba el teléfono que no paraba de sonar y que evitaban atender, también fui charlando con ellos/as” (2013, pp. 211-212). Para nuestro trabajo, el sonido del teléfono que repetidamente no para de sonar es lo que llamamos una identidad sonora:

Se parte para ello de la consideración de que existe una construcción organizada en la experiencia individual del lugar a través de la experiencia sonora que da lugar a una riqueza y variedad de situaciones sonoras y a espacios sonoros particulares los cuales son recogidos y analizados. (Carles y Palmese, 2004, p. 11)

Es decir, la “identidad sonora” refiere a un sonido distintivo gracias al cual los individuos y los grupos se reconocen entre sí y se diferencian de los demás. El sonido del teléfono en relación al espacio y al contexto en el cual se encuentra, transfiere al que escucha una suerte de mandala identitario, porque este timbre telefónico no marca solo una acción sino que posee un valor expresivo, estético y emocional. Ese valor se completa con el oyente. En el espacio carcelario conviven numerosas identidades sonoras que conforman lo que llamamos el “paisaje sonoro”. A finales de los años 60 del siglo XX, Murray Schafer (1977) acuña el término “paisaje sonoro”, refiriéndose a los sonidos producidos en un espacio determinado, con una lógica o sentido otorgado por el entorno social en el que se producen y que además indican la evolución de dicho entorno o sociedad.

En el marco de la Diplomatura en Articulación Territorial dictada en UNSAM, una de las docentes, comentó una experiencia que tuvo cuando apenas comenzaban a ingresar mujeres en el Penal 48 del Servicio Penitenciario Bonaerense (SPB), de la localidad de José León Suárez. Las internas vivían en una situación jurídica y habitacional poco definida. Según comenta, se encontraban en un anexo del penal donde la infraestructura no era adecuada para albergar a estas mujeres que venían con diversas condenas o incluso con sentencias en espera. Se encontraban en celdas individuales y no se conocían entre sí salvo por sus voces, ya que para salir a caminar o hacer alguna otra actividad, las sacaban de a turnos justamente para que no hubiera encuentros o disputas entre ellas. Esta forma de alienación comenzaba a generar lo que las celadoras sintieran en una tensión latente entre las internas y que pensaban podía desembocar en episodios de violencia. Desde el penal se vieron excedidos con esta situación, por lo cual acudieron a docentes y talleristas que trabajaban en la unidad penal para ver si podían ayudar a socializarlas.

Así comenzaron con talleres de teatro y esas mujeres detenidas pudieron conocerse, ponerles rostro a esas voces y comenzaron a relacionarse sin violencia de por medio, incluso lograron empatizar con la historia de la otra. El sonido de sus voces y los silencios, en este caso funcionaron como un puente invisible donde los reflejos sonoros ayudaron a conocer el lugar propio y el ajeno, fijando límites, contradicciones e imaginarios de identidad. A través del espacio carcelario, sus voces se encontraron y se presentaron formando una identidad, quizás basada en presupuestos o estereotipos, pero formando una relación dialógica Bajtiniana, donde la voz de esa otra mujer, también encerrada, contiene información sensible y significativa. A pesar de desencuentros morales o ideológicos, ese signo sonoro de alguna manera ayudó a poder traspasar esa situación de incertidumbre, cuando el sonido atravesó las paredes y ellas supieron que no estaban solas.

la omnipresencia de la voz es equiparable a la ubicuidad del otro en nuestra existencia, de tal modo que la construcción del yo mediante lo verbal pasa por el diálogo como forma primaria de comunicación y pensamiento y, más aún, como concepción del sujeto y su ser. (Bubnova, 2006, p. 100)

El sonido funciona entonces también como “materialización de una diferencia que permite que una identidad sea” (Beltramino, 2018, p. 2), es decir como un vehículo relacional que vincula desde la diferencia, que pone en tensión, pero con un elemento en común y que lo llena de sentido, que es, en este caso, el espacio prisionalizado. Es entonces que el ambiente de las cárceles se transforma según su población, sus actividades (que están intrínsecamente ligadas a las decisiones políticas de turno) y los espacios que habilitan para transitar. No solo las detenidas poseen esta escucha sensible en su vida cotidiana intramuros sino que también lo tienen las celadoras:

Basta recordar los dichos de una vieja celadora ya retirada de la ex–Unidad 3 de Mujeres en Ezeiza que, en una entrevista, mencionaba el silencio absoluto que dejaba escuchar y retumbar el paso de sus pesados borceguís por los pasillos de la unidad, tras la liberación del grueso de las presas políticas en el año 83-84. (Ojeda, 2013, p. 24)

4. Espacio acústico carcelario

El espacio es, en sí mismo, un instrumento en el que el sonido ambiente, de sutiles cambios auditivos, resonancia melódica y ecos mortuorios, llena el aire de un modo tan completo que pareciera encarnar al lugar en sí mismo, una omnipresencia tan familiar que se disuelve en la nada. (Toop, 2013, p. 189)

Por su arquitectura, generalmente las cárceles poseen una acústica característica, portando al sonido con reverberaciones largas. El sonido emitido, permanece y se expande por todo el espacio. Lleva consigo un halo o un eco y se amplifica, produce un cuerpo sonoro en un lugar donde justamente el cuerpo es muy importante para mantener una individualidad, donde la pérdida de la libertad “suponen profundas amenazas para la personalidad del individuo y su autovaloración” (Sykes, 2017, p. 118). Quizás escuchar al otro, escucharse a sí mismo o escuchar actividades que devuelvan esa condición de humanidad sea algo necesario para los individuos y para el conjunto, esperando que la organización tanto de las personas como de los sonidos habiliten una atmósfera pacífica.

Luego del horario de patio, Irina, Adela, Regina, Maia y Gabriela cursaban el taller de danzas árabes. Allí cada una tenía un caderín y un velo que les proporcionaba la profesora de danzas. Siempre se concentraron en su tarea de manera tal que, cuando movían las caderas al ritmo de la música, las monedas hacían un buen ruido que podía escucharse en el resto de la unidad. Cuando la clase terminaba, se tomaban unos 10 minutos para tomar agua y charlar. En esos momentos, se dieron conversaciones muy interesantes, solían reflexionar y hablar de sus presentes y sus pasados realizando comparaciones. (Ojeda, 2013, p. 116)

El sonido de las monedas de los caderines de las mujeres tomando una clase de danzas árabes quizás tiene algo que apacigüe lo doloroso de lo privativo y convierta un ruido tensionante en un sonido musical. Domínguez Ruiz (2022) propone la voz como energía, y en tanto energía, es susceptible de tomar formas o de gestionarse por parte de las sociedades o los sujetos. La autora desarrolla una analogía entre el ruido y el grito, en tanto fenómenos que la sociedad toma como desechos, que son expulsados de la cultura y que al parecer no tienen una utilidad. Estos fenómenos son los que le interesa reciclar y reflexionar acerca de cómo investigar aquello que no se considera relevante, tal como señalábamos al comienzo de este trabajo. A través del grito, entonces, explora qué significados han otorgado determinadas culturas a esta energía primordial en el tiempo y en distintos contextos, cuáles han sido las utilidades o incluso la prohibición de su uso haciendo referencia al silenciamiento de voces por parte de grupos de poder.

El timbre o el tono de la voz, la intensidad (el susurro, el grito), el ritmo, el movimiento en el espacio y otras atribuciones, deja “entre oír” (y no entrever) por ejemplo el estado emocional de la persona: si tiene miedo, si está calmada, si quiere comunicar indiferencia, o al contrario, apego. La voz viaja como un signo comunicativo y es interesante pensar cómo esto funciona en una cárcel, subrayando la idea de que hay múltiples reacciones mediadas por el sonido y la escucha. Muchas veces son relaciones de dominación y sumisión que en la sociedad carcelaria se constituyen como una práctica legítima. El grito, en el sistema carcelario, creemos que tiene múltiples funciones y significados. Opera tanto como una forma de comunicarse en grandes distancias, como formas de enmascarar la voz de otro o como prácticas disciplinadoras.

Quien grita domina sonoramente un espacio tan amplio o reducido según la fuerza de su enunciación y, al gritar, no solo lleva la voz más lejos, sino que alcanza a más escuchas por efecto de la amplificación. El grito es una señal abierta que no discrimina destinatarios; lo que se grita es para todos, y por todos me refiero a aquellos que están próximos y alcanzan a escuchar. (Domínguez Ruiz, 2022, p. 64)

En el comienzo del documental Pabellón 4 (Gachassin, 2017), que transcurre dentro del pabellón 4 de una cárcel de máxima seguridad ubicada en Florencio Varela, escuchamos los gritos de los internos jugando al fútbol en un espacio abierto. Con una reverberación mucho más larga, escuchamos otro grito que intuimos proviene de otra parte de la cárcel justamente por su cualidad física. El paisaje sonoro carcelario se expande a cada rincón y muchas veces la forma de comunicarse es a través del grito, el cual posee diversas connotaciones culturales. El mensaje es para uno pero se difunde hacia todos y el nivel de ruido, tal como menciona Sykes (2017, p. 170) en una descripción sobre un motín, es un significativo indicador de la tensión intramuros.

“Pabellón 4” de Diego Gachassin. 2017

En Rancho de Pedro Speroni (2021), los internos de otra cárcel de máxima seguridad del conurbano bonaerense aprovechan los pasillos para escuchar conversaciones de otro pabellón. La condición física del encierro predispone a una comunicación acusmática, marcando una relación con aquellos discípulos principiantes de Pitágoras, a quienes, durante un período de prueba de cinco años, no se les permitía ver al maestro, sino solo escucharlo detrás de una cortina.

Rancho de Pedro Speroni. 2021.

Este enlace nos hace reflexionar sobre el poder vinculante del sonido con el aprendizaje. En un mundo tan visual, sería interesante incluir a la escucha y a la creación sonora como parte de los procesos educativos, tal como lo proponen Andueza Olmedo y MM Cabeza de Vaca (2023). En este manual, proponen diversas formas de adentrarse en los procesos de aprendizaje poniendo en marcha metodologías inspiradas en la creación sonora, haciendo énfasis en la confluencia entre lo extremadamente concreto del hecho físico del sonido y su reflejo simbólico en lo vital, lo filosófico y lo social. Actualmente, artistas e investigadores de diversas disciplinas como Elena Biserna, Brandon LaBelle, Pablo Sanz, Katrinem y Sam Auinger, realizan talleres, residencias y encuentros que tienen que ver con explorar lo sonoro desde lo vivencial, haciendo caminatas urbanas o derivas, escuchando los paisajes sonoros urbanos y utilizando metodologías de registro como la documentación poética o los mapeos sonoros que permiten resignificar el modo que habitamos los espacios urbanos, reflexionar acerca de nuestra relación con la naturaleza y los procesos socioculturales en la esfera pública y política a través de los sonidos. El hecho de caminar sin rumbo, hacer derivas sin tiempos ni fronteras es una de las prácticas que la sociedad libre posee. En la sociedad intramuros, la privación de la libertad de caminar es un factor que, según este enfoque, sería muy relevante para reflexionar. Si caminar puede considerarse una forma de establecer una relación encarnada y mutua con el entorno, lo mismo puede decirse de la escucha. Por tanto, movimiento y sonido van siempre conectados.

El sonido es una figura móvil por excelencia, como sostenía Jean-Luc Nancy, el sonido “es ante todo presencia en el sentido de un presente que no es un ser [...] sino más bien un venir y un pasar, un extenderse y un penetrar” (2007, p. 25). El sonido es transitorio, vibratorio, en constante estado de desplazamiento, dispersión y transmisión: “El sujeto que escucha siempre forma parte de un proceso vibracional con el entorno y los demás” (Biserna, 2015, p. 3).

Unos y otros podrán transformarse en personas en sentido pleno si pudieran escuchar y ser escuchados, produciendo el espacio simbólico necesario para que todos, sin distinciones, logren exponer sus argumentos no solo en los temas de la vida cotidiana que en la cárcel no son de menor importancia sino también a la hora de plantear sus visiones sobre un espacio definido hasta el momento por la escasez y la coerción. (Kalinsky, 2016, p. 31)

5. Sonido y comunicación

Por su parte, desde la semiótica, se reconoce al sonido como un tipo de comunicación no verbal y por tanto se encuadra en los denominados sistemas de comunicación extralingüísticos y de las formas de definición existentes para los términos signo, símbolo y código (Cárdenas-Soler y Martínez-Chaparro, 2015). Se encuentra relacionado, mayormente, con este último, el código, debido a que un signo es una representación de un objeto o un fenómeno o una acción material y el sonido no significa por sí solo. Así como la imagen, el sonido es un signo comunicativo. El sonido no significa en sí mismo, ni desde el emisor o la fuente ni en la recepción o escucha. El sonido de las monedas del caderín es solo un significante como el sonido de las palabras. Sin embargo, esta escucha sensible del oyente es el que le otorga un significado que será único en relación con el contexto en el que se encuentra ese oyente y en relación a sus experiencias sonoras pasadas. Quizás el sonido del caderín de la clase de danzas árabes a una persona le recuerda a su infancia y para otra es la primera vez que lo escucha y, el día que salga en libertad, ese sonido estará directamente relacionado a la cárcel, a sus compañeras y al sentimiento que haya experimentado en ese momento.

El sonido desencadena una especie de sentimiento irreflexivo, una nube gaseosa que nos rodea, se transforma y después se esfuma. “El sonido es ausencia cautivadora, está fuera de la vista y de todo alcance. [...] El sonido es vacío, miedo y asombro.” (Toop, 2013, p. 11) En este sentido, el espacio carcelario está cargado de todo lo que allí estuvo y ya no está, saciado de esos cuerpos que dejan una estela sonora y transforman el ruido en un paisaje, el tiempo en movimiento y el movimiento en ritmo. El sonido nos lleva ahí donde no se puede ver, aquello que está oculto, que está en las sombras o al margen. Como podemos observar con Ojeda al interior de una cárcel de mujeres, hay muchos acontecimientos que inician con el sonido y que atrae nuestra atención:

Todo comenzó cuando, desde jefatura de turno, se escucharon los gritos de las internas desde el pabellón. Allí se dirigieron una celadora con la jefa de turno. Pese a verlas paradas al otro lado de las rejas, las internas no conseguían dejar de insultarse. Yo me encontraba en jefatura de turno, atenta a las voces y estirando la cabeza por fuera de la oficina para mirar hacia el pasillo. Así logré ver que las uniformadas entraban al pabellón al grito de “¿qué está pasando acá?”. Luego de ese grito de la celadora, todo pareció tranquilizarse, al menos no se escucharon más ruidos. (2013, p. 148)

Esta anécdota contiene algo de lo catártico, de lo trágico e incluso de lo performativo. El sonido nos acerca más a nuestra vulnerabilidad, abre un mundo de espectros que el sonido posee por sí mismo. La fuente sonora guía nuestra acción, nos atrapa, nos atrae como las partículas, nos silencia. En esta relación jerárquica, el grito de la celadora se posiciona por encima del tumulto general y corta una acción. Estos gestos sonoros como forma de marcar los límites se aprenden a partir de experiencias pasadas, generando una memoria sonora: “Por memoria sonora entendemos la construcción a la que cada uno recurre para significar los sonidos que percibe, excediendo el hecho físico y otorgándole un valor semántico en función de la experiencia sociocultural personal.” (Lutowicz, 2012, p. 133). Las uniformadas probablemente ya puedan identificar cuándo ese “ruido” no significa simplemente bullicio sino algo más. Toop propone al oyente como médium:

El sonido es una ausencia presente, el silencio es un presente ausente. O tal vez sea mejor su reverso: ¿es el sonido una presencia ausente, es el silencio una ausencia presente? En este sentido, el sonido es una resonancia siniestra -una relación con lo irracional y lo inexplicable que deseamos y tememos al mismo tiempo. Quien escucha es, entonces, una especie de médium, alguien que percibe y se conecta con aquello que subyace a las formas del mundo. (2013, p. 12)

El sonido, en este sentido, es una catarsis, un estado alterado y, en la convivencia prisionalizada, este estado puede transformarlo todo. A su vez, el sonido es algo tan tangible como lo es para un murciélago que escanea a través de su radar el territorio y le confiere una dimensión tridimensional. Es así que el sonido funciona “como ese componente de la dimensión simbólica que contribuirá a resignificar y a dar forma a la dimensión más material de las relaciones humanas. El sonido como invitación, como inminencia, más que como resonancia” (Beltramino, 2018, p. 5).

El sonido es un lenguaje en sí mismo, no requiere de saberes preconcebidos e incluso es universal tanto para el reino animal como para los seres humanos. Cualquier persona más allá de su condición social o de su lugar de origen, siempre que tenga el sentido de la escucha, va a poder comunicarse a través del sonido. El sonido no tiene clase pero sí es político. Cuando hablamos del silenciamiento de voces o de la violencia sonora, reflexionamos acerca de lo que escuchamos en las ciudades, en los pueblos o en nuestros barrios. El sonido del territorio se transforma, ya no escuchamos al botellero o al afilador de cuchillos con tanta frecuencia, o incluso en algunos barrios ya ha desaparecido. En cambio, escuchamos mucho más el sonido del tránsito o de obras en construcción. En las grandes ciudades, la contaminación sonora del turismo es un problema del que no se habla. Los ecosistemas naturales están invadidos por los sonidos del capitalismo, la música a niveles altísimos, los sonidos de generadores, de aviones y de otros medios de transporte alteran el hábitat natural.

6. Sonidos del encierro y preguntas de investigación

Algunas narrativas carcelarias se identifican como discursos comunes para remarcar la relación (o el quiebre) entre el “adentro” y el “afuera” (Tolosa, 2016; Fernández Alfaro y Sánchez, 2014). Desde estos límites, nos preguntamos ¿qué sonidos del afuera intervienen en el adentro?; ¿la ausencia de los sonidos del afuera produce una falta? En un contexto de encierro no hay un espacio privado, ya que de por sí la cárcel es un espacio público que, paradójicamente, se repliega en el ámbito privado (Chiponi y Manchado, 2018) y los sonidos del afuera no están.

Aquí lo privado es el cuerpo de cada interno, justamente como la palabra refiere: lo interno. A su vez, el cuerpo asimila el sonido de distintas maneras que la vista. “El cuerpo mismo, en cuanto territorio privado, no está capacitado para controlar la información que recibe a través de los oídos, pues estos, a diferencia de los ojos, no cuentan con párpados para escapar de los estímulos sonoros” (Domínguez Ruiz, 2011, p. 34). Cuando hay silencio escuchamos los sonidos más lejanos a la vez que los más cercanos, como la propia respiración, el corazón o el roce de nuestra piel. El silencio es un elemento que también significa. ¿Existe el silencio en un penal? ¿Cómo se sienten las y los detenidos cuando hay silencio?

Pensar al silencio socio-antropológicamente implica alejarse de las concepciones simplistas que lo reducen a la ausencia de sonido para tratar de dilucidar las infinitas posibilidades comunicativas o regímenes estéticos que se tejen en el cruce del silencio, la trama social, las relaciones de poder y las intenciones comunicativas y motivos de los individuos. (Granados, 2018, p. 35)

Como aporta Domínguez Ruiz: “Es también por vía del sonido que el ser humano advierte la existencia de un mundo externo a él y descubre la experiencia de lo otro” (2015, p. 99). Cuando ponemos atención al sonido nos ponemos a pensar. La escucha invita a un estado meditativo tanto individual como colectivo donde lo esencial del sonido finalmente reside en la construcción de un presente en común. Lo aural se desarrolla a partir del existir de cada persona dentro del espacio carcelario, es el cuerpo el que aparece y mueve la energía, la agita y la aquieta.

La esencia del sonido se siente tanto en el movimiento como en el silencio, pasa de lo existente a lo inexistente. Cuando no hay sonido, se dice que no hay escucha, pero eso no significa que la escucha haya perdido su alistamiento. En verdad, cuando no hay sonido nuestra escucha está más alerta que nunca, y cuando hay sonido, nuestra naturaleza aural está menos desarrollada. (Kirpal, 1970, p. 38)

En términos de campo de percepción, es posible referirse a dicho paisaje como el espacio portador de diálogos sonoros, que constituyen o conforman la mayoría de significaciones sociales, culturales e ideológicas, a partir de las cuales los sujetos establecen su identidad (Amphoux, 1993; Woodside, 2008). Chion nos propone que “La percepción no es un fenómeno puramente individual, puesto que deriva de una objetividad particular, la de las percepciones compartidas” (2011, p. 37). Desde aquí surgen las preguntas: ¿cómo influye el entorno en estos diálogos sonoros? ¿cómo se conforma el paisaje sonoro carcelario? En suma, ¿qué sentidos otorgan las personas privadas de la libertad a las sonoridades que atraviesan su cotidianidad en el encierro?

Bibliografía

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Andueza, O. M. y MM Cabeza de Vaca, F. (2023). Un largo eco. Aprendizajes y acciones desde la creación sonora. Red Planea, Arte y Escuela. https://hdl.handle.net/20.500.14352/110364

Beltramino, F. (2018). Lo sonoro como proceso social y terreno de construcción identitaria. Universidad Nacional de Lanús. Ponencia presentada en el Simposio Internacional de Arte Sonoro “Mundos sonoros: cruces, circulaciones, experiencias”. Instituto de Investigación en Arte y Cultura “Dr. Norberto Griffa”, UNTREF.

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1. Licenciada en Comunicación Audiovisual (Universidad Nacional de San Martín). Directora de Sonido (Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica). camirdo@gmail.com

2. Refiere a una metáfora nativa propia de personas detenidas y estudiantes del Centro Universitario (CUSAM) dentro del penal. Alude a una manera de verse a sí mismos como personajes de una historia que pueden cambiar sus trajes, sacarse viejos y ponerse nuevos, como actos de transformación.