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El llamado de la Mãe Oxum


Exilio sexual e iniciación afroumbandista1


por Pablo Maximiliano Ojeda2


Universidad de Buenos Aires

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas

orcid.org/0000-0003-3218-4142

pmojeda@hotmail.com


RESUMEN

El artículo reconstruye un período, la adolescencia y juventud, en la trayectoria vital de Genaro, pai-de-santo de un templo afroumbandista que funciona activamente en la zona norte del conurbano bonaerense desde los años ochenta. Este líder religioso decidió exiliarse en Brasil durante la última dictadura cívico-militar, país en el que se inició en las religiones de matriz africana y donde obtuvo su formación sacerdotal. Partiendo de una serie de observaciones participantes y entrevistas en profundidad con el informante, se analiza una experiencia de la diversidad, no sólo religiosa sino sexo-genérica, así como las estrategias de agencia que personas como Genaro implementaron para encontrar su camino durante los años más oscuros de la historia argentina reciente. Aquí, la religión ocupa un lugar central, como sitio de arribo, destino hallado, tierra prometida y espacio de pertenencia que mitiga el dolor, el desarraigo y el sufrimiento, otorgando una nueva identidad redentora que posee su correlato de renacimiento, no solo individual sino colectivo, en el aspecto mítico y en la adscripción a una familia espiritual. Palabras clave: Afroumbandista, diversidad sexual, iniciación religiosa, dictadura.


The call of Mãe Oxum. Sexual exile and Afroumbandist initiation


ABSTRACT

The article reconstructs a period, adolescence and youth, in the life trajectory of Genaro, pai de santo of an Afroumbandista temple that works actively in the north of the suburbs of Buenos Aires since the 1980s. This religious leader decided to go into exile in Brazil during the last civil-military dictatorship, a country in which he became initiated in


  1. Este artículo forma parte de la investigación doctoral titulada: ¡Buenos Aires Afro-Queer! El culto kimbanda como espacio de expresión y construcción de identidades disidentes. Desde la transición democrática a la actualidad, del Programa de Doctorado en Ciencias Sociales (FLACSO Argentina), que tuvo financiamiento del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET).

  2. Becario doctoral CONICET, Instituto de Investigación en Estudios de Género, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires.

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the religions of African origin and where he obtained his priestly formation. Based on participant observation and in-depth interviews with the informant, I analyze the experience of diversity, not only religious but sex-generic, as well as the agency strategies that people like Genaro implemented to find their way through, the darkest years of argentina’s recent history. Here, religion occupies a central place, as a site of arrival, destination, promised land and space of belonging that mitigates pain, uprooting and suffering, granting a new redemptive identity, which entails rebirth, not only individual but collective, in a mythical aspect and in belonging to a spiritual family.

Keywords: Afro-umbandista, sexual diversity, religious initiation, dictatorship.


RECIBIDO: 05 de febrero de 2021

ACEPTADO: 23 de junio de 2021


CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO: Ojeda, Pablo Maximiliano (2021) “El llamado de la Mãe Oxum. Exilio sexual e iniciación afroumbandista” Etnografías Contemporáneas, 7 (13), pp. 150-177.


Introducción


Las religiones de matriz africana contienen expresiones performativas que se hallan en disonancia con los discursos hegemónicos en relación con la corporalidad y la identidad sexo-genérica y resultan atractivas para las disidencias sexuales. Algunas investigaciones han observado esta singularidad, para el caso de Brasil, desde fechas tempranas. Landes (1940) señaló que las casas religiosas candomblecistas de Bahía funcionaban como estructuras matriarcales y abrazaban la participación de homosexuales masculinos. Más tarde, Ribeiro (1969) hizo también hincapié en esta posibilidad para la identificación con performances femeninas que se otorgaba a los homosexuales en las casas de religión africanistas, ya que ambos (mujeres y homosexuales) serían “peculiarmente sensibles y propensos a la posesión” (1969: 111). Luego Leackock y Leackock (1975) sostuvieron que esta inserción facilitaba el ascenso social en el sentido de que allí los homosexuales podían alcanzar el máximo grado sacerdotal de pai-de-santo, una figura de autoridad, cuando nada similar ocurría en otros ámbitos religiosos de socialización. Por su parte Fry (1986) destacó que la marginalidad del estilo de vida homosexual habilitaba de algún modo el ejercicio subterráneo de los trabajos mágicos, tan caros a estas religiones; y Leão Teixeira (1987) señaló la característica andrógina o ambigua de ciertos Orixás del candomblé como un atractivo extra para sujetos que encarnaban situaciones de tránsito similares en sus propias vidas.


Asimismo, Birman (2005) afirmó que el diálogo constitutivo que se establece entre el individuo y lo sobrenatural en el africanismo actúa sobre la construcción de la persona en términos sexo-genéricos, “feminizando” a los hombres y/o “empoderando” a las mujeres (2005: 409) según el vínculo que cada practicante establezca con su divinidad y el sexo-género de ésta. En este sentido, la autora propuso considerar la potestad de agencia que los fieles otorgan a las entidades del panteón y señaló allí un entramado complejo retroalimentario que abarca dimensiones como el deseo sexual, el afecto y la construcción de la identidad subjetiva. A su vez, Matory (1988) observó en las religiones del complejo “atlántico-yoruba” ciertos elementos que, a su criterio, explicaban la presencia central de sujetos feminizados (una vez más, mujeres y homosexuales masculinos) en los espacios rituales. La aplicación en Brasil del “paradigma latino-mediterráneo” (Murray, 1995; Guimarães, 2004; Fry, 1982) que dividió el comportamiento sexual en categorías jerárquicamente relacionadas con la actividad efectuada durante la relación sexual (activa o pasiva), reafirmaría la idea de que lo que ocurrió con su traspaso al código afroreligioso fue una superposición de conceptos, que se sintetizaron en forma hierogámica y ritual en el simbolismo nupcial de la iniciación y la posesión. Es en este sentido que “la `bicha` [homosexual pasivo] representa metonímicamente un conjunto de relaciones cósmicas mucho más complejas que la preferencia sexual” (Matory, 1988: 219) ya que su predisposición a ser montado, tanto por el compañero sexual como por la divinidad, lo volvería más competente para el ejercicio religioso.

Por su parte, Segato (2020), en su etnografía realizada en el Xangó de Recife, observa que las religiones de matriz africana desarrollan un lenguaje propio en relación a categorías como la personalidad, el parentesco, la sexualidad y el género. Sostiene que esta singularidad se relaciona con la experiencia histórica de la sociedad esclavista, ya que de ella surgió el grupo humano creador del culto y “en sus relatos míticos, las divinidades que ellos llaman `santos` exhiben actitudes que se aproximan más a la debilidad humana de lo que los asemejan a los seres descriptos por la teología y la hagiografía católica” (Segato, 2020: 293). En este sentido, mientras que la familia patriarcal siempre fue característica de los sectores medios y altos de Brasil, entre las clases populares y sobre todo en la población negra y mulata, es posible hallar formas de organización familiar y roles de género más flexible o alternativos.

Para el caso argentino la literatura específica resulta significativamente menor en volumen. No obstante, varios trabajos –algunos no directamente pero sí relacionados– se han ocupado de este cruce entre disidencias y religiones de matriz afro. En primer lugar, y en línea con la propuesta de este artículo, hay que mencionar investigaciones cuyo eje de análisis se centra en la conversión y el cambio de habitus (Carozzi y Frigerio, 1997; Carozzi, 2002) de aquellos que han adoptado como propia una nueva religión en la que no han sido socializados en su infancia. En este sentido, se argumenta que la expansión de estas religiones en el país –producto del retorno vía Brasil y Uruguay en la segunda mitad del siglo pasado– se relaciona con “el hecho de que las mismas proporcionan un marco institucional y una síntesis viable a creencias y prácticas religiosas previamente presentes en los sectores populares” (Carozzi y Frigerio, 1992:71). Al respecto, Segato (2007) afirma que una “vocación de minoría” sostiene esta reintroducción de repertorios simbólicos que “se torna un significante muy fuerte en un país donde, aparentemente, no se preservó la memoria ni los vestigios étnicos del pueblo trasplantado en la trata de esclavos” (2007: 250). Retomando entonces la punta de ovillo propuesta por esta autora, que pone en diálogo la temática en ambas geografías, y sumando la inestimable producción de Frigerio (1989; 2001; 2002; 2003; 2018) mi trabajo se inserta en la discusión al partir de algunas certezas: las religiones de matriz africana en la Argentina contemporánea se erigen para las disidencias sexuales como “cultos de liberación” (Fernández, 2000) porque posibilitan “el encuentro con otra lógica” (Rodríguez, 2017) y se constituyen como “un espacio para vivir la alteridad” (Rodríguez, 2013).

Lo que sigue a continuación se desprende de mis investigaciones de maestría y doctorado. En este marco, entre 2014 y 2019 realicé una extensa etnografía en varios terreiros ubicados en el Área Metropolitana de Buenos Aires. Allí, entrevisté a jerarquías, miembros plenos y feligresía de las distintas líneas religiosas, presencié innumerables ceremonias rituales y conocí en profundidad a muchos afroumbandistas. Entre ellos, el pai Genaro de Oxum, o “el jefe” como lo llaman afectuosamente sus hijos e hijas de religión, quien desde 1985 administra La Rosadita, un terreiro que funciona en el fondo de su casa, ubicada en un paraje de la zona norte del conurbano bonaerense donde se funden las localidades de Don Torcuato e Ingeniero Adolfo Sordeaux. Este trabajo recupera material de las entrevistas llevadas a cabo allí durante nuestros primeros encuentros en el otoño de 2014 y reconstruye una etapa de su historia de vida que va desde finales de los años setenta hasta principios de los ochenta. El viaje iniciático realizado durante este período, que cubre el itinerario circular Buenos Aires-Río de Janeiro-Salvador de Bahía-Buenos Aires, releva las estrategias de agencia que personas como Genaro implementaron para encontrar su camino durante los años más oscuros de nuestra historia reciente. En este derrotero, la religión ocupó un lugar central que supo amortiguar el desarraigo y calmar el sufrimiento al otorgar el premio de una nueva identidad no solo individual, sino colectiva y la adscripción definitiva a una familia espiritual de pertenencia.


Aventuras clandestinas del despertar sexual


La reconstrucción de las etapas iniciales de la historia de vida de Genaro me ha resultado siempre dificultosa, a pesar de la confianza que hemos ganado mutuamente a través de los años. Llenos de nebulosas y reticencias en el decir, los segmentos correspondientes a su infancia y la temprana adolescencia se hunden no pocas veces en el misterio y la contradicción o sencillamente en el silencio. La situación se modifica hacia la llegada de sus catorce o quince años, lo que no resulta casual, ya que es precisamente a partir de este período vital que la propia identidad se va configurando como una narrativa, un discurso propio y autónomo –lingüístico y extralingüístico– que, si bien mantiene sus clivajes, comienza a inscribir suturas en el marco del surgimiento de las nuevas vinculaciones con otros.

En este sentido, un primer gran salto se dará a partir de los primeros contactos con sujetos pares, en el derrotero de su despertar sexual. “A cierta edad, me empecé a rajar para el centro, con cualquier excusa… la más común era ir a Liniers a comprar velones o figuras religiosas, ya ves, mi destino fue siempre espiritual”. En una de estas recorridas por “el centro” conoce a quienes serán “mis primeras amigas, dos locas un poco mayores que yo”, que le enseñarán las técnicas clandestinas del levante, gracias a las cuales podrá experimentar sus primeros contactos homoeróticos ocasionales. Llegado este punto, es preciso aclarar que mi relación con Genaro ha estado teñida siempre de una mezcla entre paternalismo y profesionalidad. La diferencia generacional, la propia motivación del vínculo –una investigación académica– y la naturaleza de nuestras personalidades individuales, ha situado la conexión en un punto de mutuo afecto y mucho humor, pero también de cierta formalidad discreta. Por ello, ante mis indagaciones o pedidos de detalle acerca de estas aventuras eróticas clandestinas las respuestas han sido generalmente esquivadas en tono de broma: “Profesor,¡qué me está preguntando!” o “Más respeto, que podría ser tu madre”. No obstante, con el tiempo he podido dilucidar que Genaro recuerda esa etapa de su vida como un período aún oscuro en el que “todo lo mejor estaba por venir” pero también de una indudable liberación.

Con respecto a las estrategias para entablar contacto con otros hombres – siempre anónimos, siempre mayores– en la vía pública, dice: “Era difícil hasta que aprendías el código… las miradas, las señas… alguna amiga que te hacía de campana, pero todo era muy rápido. Había como un instinto que teníamos las locas… no te lo podría explicar, tendrías que ser de esa época”. Su relato coincide con las siguientes palabras: “la especificidad del estilo de vida homosexual masculino está en la súbita relación entre desconocidos, a pesar del peligro que implica, y resulta de una facilidad, una rapidez y una frecuencia inconcebibles entre los heterosexuales” (Sebrelli, 1997: 340). Sin embargo, el desarrollo de este “estilo de vida” no se relaciona exactamente con una inclinación o preferencia por la peligrosidad o la clandestinidad, aun cuando los individuos que lo practicaban tuvieran que acostumbrarse por la fuerza a tales condiciones. Aunque la sodomía dejó de constituir un delito en el Río de la Plata a principios del siglo XIX, y el Código Penal de 1886 ya no la menciona como tal, la generación de 1980 –preocupada por construir un sujeto nacional trabajador y viril– junto a las fuerzas de seguridad y una batería de instituciones médico-legales, higienistas y criminológicas, orientó su energía a estudiar, controlar y reprimir a todo aquel que no se ajustara a los parámetros establecidos al clasificarlo como invertido, pederasta, degenerado, desviado, pervertido o marica; y equipararestos taxones segregacionistas con los de loco, vagabundo, delincuente, vicioso o enfermo (Vespucci, 2017; Figari, 2012; Salessi, 1995). Así, mediante esta estrategia semántica, el mundo de las relaciones homosexuales quedaba directamente asociado al de los trastornos psíquicos, los problemas conductuales, la inadaptación, la inmoralidad o el delito; y resultaba por ello legítimo vulnerarlo y condenar sus prácticas e indicios de existencia en el espacio público.

Desde mediados del siglo XX estas estrategias persecutorias y la represión se volvieron sistemáticas, amparadas por normativas como los edictos policiales y la ley de averiguación de antecedentes. Estos dispositivos “anti homosexuales” se aplicaron a partir de 1930 y facultaban a la policía para castigar contravenciones bajo la acusación de “escándalo público” o “incitación al sexo callejero”. Desde 1949, los edictos de la Policía Federal penalizaban a “las personas de uno u otro sexo que públicamente incitaren o se ofrecieren al acto carnal” (Art. 2°, Inc. H); por “llevar vestimentas consideradas como correspondientes ´al sexo contrario´ en la vía pública” (Art. 2°, Inc. F); y castigaban “al encargado de un baile público o, en su defecto, al dueño o encargado del local, que permitiera el baile en pareja del sexo masculino” (Edicto “Bailes Públicos”, Art. 3°, Inc. A) (Sempol, 2014: 28; Pecheny y Petracci, 2006: 55). Por otra parte, la Ley de Averiguación de Antecedentes sancionada en 1958, que facultaba a la policía a detener a cualquier ciudadano por 48 horas para registrar su identificación, “también fue una de las normas más utilizadas para reprimir a los homosexuales” (Sempol, 2014: 29). Con esta batería persecutoria, la policía disponía de una amplia gama de recursos represivos que le permitían aplicar penas de hasta 30 días de arresto sin la mediación de una orden judicial. En este sentido, la clandestinidad a la que se veían obligados Genaro, sus “amigas locas” y los amantes ocasionales para satisfacer sus deseos, convivía con el rechazo social generalizado hacia estas prácticas, fruto de un largo proceso histórico de patologización, criminalización y castigo del homoerotismo, así como de un fuerte cuestionamiento moral por parte de la Iglesia, que las consideraba transgresoras del orden sexual y familiar imperante. La suma de estas tres categorías: la legal, la científica y la moral, conformaban un severo régimen heteronormado de las costumbres, que se tradujo durante décadas en el repudio y la estigmatización hacia quienes desearan o mantuvieran vínculos eróticos con personas de su mismo sexo.


La experiencia marginal de la sociabilidad homosexual en contextos urbanos latinoamericanos, más allá del horizonte de interdicciones que la confinan, tiene gran relevancia para el estudio comparativo de las ideologías sexuales y de género en sus dimensiones productivas. Los estilos de presentación de la persona, el gerenciamiento del secreto, los modos y estrategias de asociación y los procesos de segmentación social nos hablan no sólo de formas de dominación y resistencia, sino también de la creación de sujetos sociales colocados en una particular situación de subalternidad. (Sívori, 2005: 15)


El testimonio de Genaro nos permite conocer –y comprender–, no sólo un ethos propio que recreaba modos alternativos y particulares de amistad entre sujetos que se reconocían como pares (Pecheny, 2002) sino también reconstruir las dinámicas que presentaba el homoerotismo en la ciudad sitiada de mediados de los años setenta. La deriva cotidiana para quienes –como Genaro– se reconocían a sí mismos como “locas” o “maricas” ante el contexto represivo y estigmatizante, poseía ciertas particularidades que es necesario destacar. En principio, como sostiene Insausti (2018), su autoconcepción identitaria era indisociable de la feminidad. Desde esta mirada, los vínculos que establecían con otros hombres –como dijimos, siempre anónimos– en las redes callejeras del levante o “yiro” (Sívori, 2005) eran de tipo jerárquico ya que, si bien el encuentro se pautaba entre dos varones, ambas partes se autopercibían con roles de género y prácticas sexuales que eran diferentes y opuestos. En lo que se ha denominado el “paradigma latino-mediterráneo” (Murray, 1995; Guimarães, 2004; Fry, 1982), este objeto de deseo de la loca era llamado chongo, garrote o soplanuca. Se trataba de un hombre generalmente joven que se consideraba a sí mismo heterosexual, pero para quien la masculinidad y la normalidad sexual no eran incompatibles con ser ocasionalmente felado (Fernández, 2015) o con penetrar analmente a una loca o marica, quien ocupaba siempre un rol pasivo –y por ello asociado a lo femenino– en la relación.

Lejos estábamos aún de la contemporánea e igualitaria concepción de la gaycidad (Meccia, 2011), o del amor gay como un vínculo de pareja estable y deseado (Marentes, 2017 y 2019), legitimado por la suma de logros y visibilidades que la comunidad LGBTIQ+ conquistaría en la transición hacia el siglo siguiente. Muy por el contrario, y al inviertir las palabras de Genaro, que recuerda con nostalgia aquellas aventuras clandestinas del despertar sexual, lo peor estaba por venir.


Tiempos difíciles


El relato de Genaro nos ubica a principios/mediados de la convulsionada década de 1970, en el preludio de uno de los períodos más oscuros y terribles de nuestra historia reciente. Sin embargo, la escalada de gobiernos ilegítimos había comenzado algunos años antes mediante el golpe de Estado que el 28 de junio de 1966 derrocó al presidente constitucional Arturo Illia. La llegada al poder de la autodenominada “Revolución Argentina” representó el punto de partida para un período de alta conflictividad política y social, y de luchas faccionales internas, por las que se sucederían en el ejecutivo tres militares: Juan Carlos Onganía (1966-1970), Roberto Marcelo Levingston (1970-1971) y Alejandro Agustín Lanusse (1971-1973). Estas dictaduras –como todas las que azotaron América Latina en el período– estaban basadas ideológicamente en la Doctrina de la Seguridad Nacional (DSN), a la que apelaban como principio de legitimidad, autorepresentándose como correctivas de lo que consideraban “vicios de la democracia”, identificados como producto de la “subversión” y la corrupción generalizadas. En este sentido, la DSN concebía la existencia de un enemigo interno, cuyo objetivo militar –como mandan los cánones clásicos de la guerra– era su aniquilación definitiva. Sin embargo, Ansaldi y Giordano (2012) han señalado que esta pretensión ocultaba razones de otra índole, ya que cuando se instalaron las dictaduras la “subversión”, paradigmáticamente identificada en las organizaciones guerrilleras, no representaba una real amenaza. Como muestra Velázquez Rivera (2002), el elemento constitutivo primordial de estos gobiernos de facto era la dominación imperialista de Estados Unidos y la dependencia estructural de América Latina. Binomio que le permitiría al poder norteamericano, no sólo dictar tareas específicas a las Fuerzas Armadas locales y estimular un pensamiento político de derecha que enfatizaba la “seguridad interna” frente a la amenaza de la “acción indirecta” del comunismo, sino disponer la intervención del Estado para transferir ingresos de los asalariados al capital, lo que constituyó el fin del agonizante Estado de bienestar e inauguró su par burocrático autoritario.

Bajo el Onganiato la censura corrió todos los límites. Fueron prohibidas óperas, ballets, muestras de arte, obras teatrales y películas. Este contexto posibilitó una escalada de la represión en dos aspectos. En primer lugar, la persecución moral se extendió al conjunto de la sociedad, en un momento en que se transitaba cierta apertura, lo que Cosse (2010: 71) denomina como “revolución sexual discreta”. De esta manera, en un ataque a las expresiones “modernas” y a la intimidad, se volvieron moneda corriente la requisa de albergues transitorios, la denuncia a cónyuges infieles, el corte de pelo a los varones en las comisarías y la detención de jovencitas por usar minifaldas en la vía pública (Manzano, 2018; Eidelman, 2015). En segundo término, los edictos policiales vigentes fueron modificados con el objetivo de evitar que los homosexuales detenidos lograsen la excarcelación mediante el pago de una fianza. Así, la persecución hacia las disidencias sexo-genéricas que existía desde hacía décadas cobró un nuevo impulso, lo que propició como respuesta –en el “fermento de la radicalidad política” (Barrancos, 2014: 24)–, el surgimiento del primer movimiento por la reivindicación de los derechos de las personas homosexuales en la Argentina y América Latina. Este grupo, surgido a fines de los años sesenta, denominado Nuestro Mundo, se unió a otras agrupaciones para formar en 1971 el Frente de Liberación Homosexual (FLH), que “se configuró en una relación activa con la izquierda (peronista y trotskista), el feminismo, la cultura homosexual y el Estado” (Simonetto, 2017: 13). Con la llegada de la llamada primavera camporista, la represión disminuyó por un brevísimo período, pero todo empeoraría con el retorno de Perón al país. La masacre de Ezeiza evidenció las tensiones irreconciliables que habitaban hacia el interior de las fuerzas políticas y militantes; y el germen de la violencia –en estado de latencia durante años– comenzó a extenderse en forma ya imparable.

Mucho se ha hablado acerca de la implementación, por parte de la última dictadura cívico-militar, de un plan sistemático de persecución, secuestro y desaparición de personas LGBTIQ+. Al respecto, resulta interesante revisar dos investigaciones que observaron el mismo corpus documental: el archivo de la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (DIPBA). Este extenso registro –el volumen supera los cuatro millones de folios– de la vigilancia política e ideológica que ejerció el Estado sobre la población provincial, funcionó entre 1957 y 1998 con el rastreo al detalle los movimientos de las personas y su accionar en partidos políticos, gremios, sindicatos, establecimientos educativos, clubes, cooperativas, ámbitos del arte y la cultura, entre otros. Por un lado, a Solari Paz y Prieto Carrasco, miembros de la Comisión Provincial por la Memoria (CPM) les “interesa destacar el grado de importancia que tuvo para la Policía la orientación sexual e identidad de género de las personas […] cuestión que fue de vital importancia tanto en dictaduras como en gobiernos democráticos” (Solari Paz y Prieto Carrasco, 2016: 1) para el accionar represivo, es decir, el seguimiento, detención, tortura y eventual desaparición de los apresados. La metodología que siguen estos autores, analiza el sistema utilizado por la DIPBA, una enumeración que describía las conductas de los espiados, al agruparlas por ítems o temas. Así, el código vigente en 1981, permitía elaborar un informe completo que registraba, entre otros, los siguientes aspectos: 1) núcleo familiar; 2) núcleo vecinal; 3) conducta pública y privada; 4) aptitudes personales y profesionales; 5) ético, moral y religioso; 6) ideológico.


A modo de ejemplo, reproducen textualmente algunos fragmentos hallados en estos informes ambientales:


Con relación a aquel, se ha podido establecer que no tiene horario fijo en su permanencia en su domicilio. Saliendo por lo general a las 7am para regresar a las 21hs.

No habiéndose visto llegar a su casa en compañía del mismo sexo.

[…] pero no se verifica en estos días que éste salga con personas de su mismo sexo y de dudosa moralidad.

Salió de Radio Municipal a las 18hs. Lo hizo acompañado con tres jóvenes de unos 25 a 28 años de edad.

Según las referencias obtenidas […] hacen sus reuniones en horas de la mañana: siendo el primero de los nombrados el que tiene relaciones sexuales con el segundo […]) Asimismo, se ha podido establecer el primero de los dos en el ambiente de los invertidos es muy respetado.

Que en dicho departamento se lo ha visto en permanente compañía de personas jóvenes, ignorándose por completo qué es lo que hacen en su interior. En la localidad de Lomas de Zamora está reputado como persona muy reservada y no se le conocen amigos, aunque sí se comenta que es sumamente ´afeminado´; en los círculos artísticos, por otra parte, se lo tilda como homosexual.

(CPM. – Fondo DIPPBA, División Central de Documentación, Registro y Archivo, Mesa Referencia, Legajo N.º 14.895. Citado en Solari Paz y Prieto Carrasco, 2016:5).


Los autores concluyen que “en el relevamiento realizado encontramos la presencia de varios elementos que a nuestra consideración dan cuenta de la persecución” [por identidad LGBTIQ+] (Solari Paz y Prieto Carrasco, 2016: 4) y afirman que ésta ha sido invisibilizada por la sociedad en general, más adepta a una “mirada tradicional” en su apoyo a la lucha por los Derechos Humanos.

Por otra parte, Insausti (2015) realiza una investigación para la cual:


Las auxiliares del archivo relevaron los textos a partir de cuarenta y ocho palabras clave cuyo objetivo fue el de reconstruir el campo semántico de los modos de nombrar a las sexualidades no normativas en el período […]) se recabaron sesenta expedientes en cuyas fojas son mencionadas, al menos una vez, estas palabras. Cinco de estos expedientes fueron producidos durante el período que va de 1957 a 1966; diez se redactaron durante los siete años de la Revolución Argentina; doce, durante los ocho años que duró la dictadura; otros diez a lo largo de los seis años de la presidencia de Alfonsín y veintitrés, en los seis años de la primera presidencia de Menem (Insausti, 2015: 69).


Un aspecto que destaca este trabajo, es una notoria diferencia entre los legajos redactados antes y después de 1984. En los primeros, el autor afirma que las referencias a las marcas de sexo genéricas –identificadas por las cuarenta y ocho palabras seleccionadas para establecer la muestra–, consisten en “notaciones marginales [que se] utilizan en la caracterización circunstancial de alguien que es investigado por razones políticas” (Insausti, 2015: 70). En este sentido, el estudio determina que aquello que la DIPBA observa y persigue en forma sistemática, y que para ello despliega todo su aparato represor, es fundamentalmente la disidencia política, no la sexual. Hipótesis que se reafirma en el análisis de la segunda división temporal del corpus, es decir el período posterior a 1984, cuando el seguimiento y la persecución se incrementan, en forma directamente proporcional a la visibilización del activismo LGBTIQ+, que la apertura democrática permite. El debate no se encuentra cerrado ni mucho menos, lo único que resulta claro es la necesidad de un mayor número de investigaciones en este campo para despejar, entre otros, los siguientes interrogantes: ¿fueron las disidencias sexo-genéricas perseguidas per se? ¿Alcanza la documentación disponible para establecer una tendencia definitiva al respecto? ¿Son suficientes los testimonios en primera persona con los que contamos?

Genaro recuerda estos años así:


Mi abuelo tenía un taller de carpintería acá en el fondo donde ahora es el ilé, mamá cosía para afuera y mi hermana ya andaba de novia con un muchacho de la construcción. Para ellos la vida seguía…cómo decirte… igual. Yo tampoco me daba cuenta del todo de lo que pasaba, hasta que me empezaron a parar en la calle [la policía] y empecé a tener miedo… ya parecía más grandecito… y sabía que ahí sí me iban a llevar… las mariquitas tenemos como una intuición ¿sabés?


Hasta entonces su aspecto aniñado lo había mantenido a salvo, “aunque salía muy poco”. Fue precisamente en una de esas salidas –cada vez más espaciadas– donde conoció a Raúl, “un muchacho que era de religión”, de quien se enamoró y junto a quien se acercó por primera vez a las creencias que algunos años más tarde cambiarían su vida para siempre.


Setenta y cinco, setenta y seis, [piensa, trata de recordar] soy malo con las fechas… pero ya eran los tiempos bravos... Empezamos a vernos a escondidas porque él tenía novia. El me llevó por primera vez a un templo de zona sur. Mamá siempre había dicho que todo eso era ´cosa e mandinga´ y a mí también me lo parecía, te voy a ser sincero… pero Raúl me encantaba y lo hubiera seguido a cualquier lado… el amor de juventud.


Desde la distancia temporal, con el entrenamiento, la formación y la experiencia litúrgica de muchos años, Genaro sostiene que esas sesiones africanistas que presenciara junto a su amado Raúl en algún lugar impreciso del conurbano sur bonaerense “eran cualquier cosa, un fiasco, estaba todo mezclado”. Sin embargo, reconoce que el impacto de la primera impresión fue rotundo. El ambiente altamente sensorial de tambores, danza, alcohol y banquetes lo sedujo totalmente:


Al principio dije… ¡Dios mío, perdóname!... y después terminé bailando con una bahiana [se refiere a una entidad de la umbanda, incorporada en su médium, situación que sólo pudo comprender años más tarde con la adquisición del conocimiento doctrinario de la religión]. Fuimos un par de veces más… pero no llegué a practicar ni nada… Para mí eso no podía ser una religión… ¡Tan divertido!... era más como estar en una fiesta. Además, yo no tenía ojos más que para Raúl… lo que pasaba alrededor podía haber sido cualquier cosa.


Uno de los aspectos que propició la empatía de Genaro con estas novedosas prácticas religiosas, según él, fue la clandestinidad en que se desarrollaban. “Yo tenía que esconderme para ser quien era, tenía que esconderme para ver a Raúl… que hubiera gente que se escondía para vivir sus creencias libremente me hizo como… como respetar eso”. Otro acontecimiento que recuerda notoriamente emocionado de aquellas visitas al templo fue una tímida visibilidad, sorprendente por lo absolutamente nueva para él. “Raúl me tomó de la mano y le dijo a la cacique [máxima autoridad de un terreiro umbanda]: Le presento a alguien muy especial para mí”.

Pero este período de felicidad y apertura para Genaro, resultaría muy breve. Un día Raúl anunció el inminente casamiento con su novia y le dijo que no podrían verse más. “Se me cayó el mundo, estuve un mes entero llorando casi sin salir de casa, hasta que una noticia peor hizo que me olvidara de él, mamá estaba enferma… muy enferma”. La muerte prematura de su madre –a los cuarenta y pocos años de edad– debido a esa enfermedad que Genaro no especifica, el casamiento y la partida de su hermana al norte del país, seguidas por el fallecimiento de su abuelo al poco tiempo, lo dejaron absolutamente solo apenas cumplidos los veinte años. Cuando rememora ese momento, le brillan los ojos, aunque no de tristeza sino de cierta felicidad secreta y levemente culposa, como quien recuerda las travesuras de su infancia. Pareciera que lo vivió como una suerte de liberación. “Yo no me hallaba mucho acá, quise volver a salir, pero me metieron presa, me pegaron, me robaron, me hicieron de todo mil veces... Hasta que un día dije basta, puse la casa en alquiler, el cambio convenía en ese tiempo, no como ahora, y me fui”.


Un nuevo horizonte


Gente bailando en la calle. Negros. Alegría. Colores. Una ciudad grande. El bondinho. Mujeres libres. Hombres sin remera. Más gente en la calle. Carnavales. Más baile. Ruas. Praias. Cidade Maravilhosa. Edificios altos, muy altos, muchos. Taxis amarillos. Como una película. Mucho verde. Calor. Una chica sube al colectivo y se sienta en el único asiento que justito estaba vacío, entre dos hombres. Eso no pasaba acá, creo que no pasa ni hoy.


Le propuse a Genaro que escribiera, “en un papel, con oraciones sueltas, `cortito`”, las primeras impresiones que le causó la ciudad a la que arribó a fines de los años setenta: Río de Janeiro. En este breve ejercicio de reposición narrativa tan rico en imágenes, observamos que intercala palabras en portugués –idioma que entonces no dominaba– con una comparación no explícita en la que se está nombrando a una Buenos Aires que, por oposición y desde la distancia, es acusada de gris, chica, aburrida, fría y pacata, “eso no pasaba acá”. No se sabe exactamente cuántas personas abandonaron el país entre 1970 y 1980, los años de la diáspora máxima. Algunos investigadores que se han ocupado de esta temática estipulan que fueron exactamente 339.329 individuos (Franco, 2008: 39); otros, que la cifra estimada se encuentra más cercana al medio millón (González Martínez, 2009: 3). En lo que sí existe un consenso casi unánime es en la pertenencia de clase –sectores medios urbanos– y en el motivo –la persecución política–. En ambos aspectos, Genaro representa una mosca blanca. “Para conseguir la plata del pasaje y tirar los primeros meses allá, tuve que vender todo: la máquina de coser de mamá, los muebles, las herramientas del abuelo, hasta la ropa, me fui con lo puesto. Pero fue una decisión, un paso del que nunca me arrepentí porque tenía que ser así”. Recuerda el micro como “un viaje eterno e incómodo”, compensado por el placer que le proporcionaron los primeros días de su estadía allí –otra vez la oposición–, que describe como “una fiesta de colores, libertad y música”.

Es cierto que no era un perseguido político, pero sabemos por su testimonio que en los últimos tiempos que pasó en la Argentina antes de partir, le pegaron, le robaron y lo detuvieron “mil veces”. Pero… ¿Por qué? ¿Tal vez por su aspecto maricón? ¿Su andar afeminado? ¿Sus vestimentas ajustadas y de colores vivos?¿Sus salidas de “yiro” por las noches? Muy probablemente la respuesta a todas esas preguntas sea un sí rotundo. Los estudios que abordan historias de vida con situaciones análogas a la de Genaro son pocos (Panaia, 2019; Lozano, 2017; Molloy, 2012; Rapisardi y Modarelli, 2001) pero suficientes para avalar la hipótesis. En este sentido, el antecedente más significativo está representado por las declaraciones de Néstor Perlongher –residente en San Pablo desde 1981–, quien en 1984 en un reportaje brindado al Miami Herald se define a sí mismo como un “exiliado sexual”. En otra entrevista, mucho más cercana en el tiempo, el poeta y performer Fernando Noy afirma:


Yo me autoexilié en San Salvador de Bahía (Brasil) en el 71, 72 […] era tan feliz de dejar todo el horror que era Buenos Aires en ese momento. Era bravo estar aquí, en tiempos de anfetamina, con esa policía tan feroz, la ´Gaystapo´ le había puesto yo: las mataban a las locas, las llevaban presas, las torturaban. Todo por ser puto, viste. (Citado en Lozano, 2017: 172)


Sin embargo, y pese a estas coincidencias con personajes célebres del ámbito de la contracultura local, Genaro tenía necesidades muy diferentes. No en lo económico, conservaba todavía algo del dinero con el que había llegado y la suma correspondiente al alquiler de la vivienda familiar –recibida mes a mes por giro postal– le permitían alquilar un cuarto modesto y alimentarse. Su carencia obedecía a otro orden. Pasado un primer tiempo de deslumbramiento con la diversión y las luces de la ciudad, empezó a extrañar la iglesia: “yo nunca había dejado de ir a la parroquia, de rezar, de prenderle una velita a San Jorge [el santo favorito de su madre], en fin, de hablar con Dios, de pedirle que me protegiera, Yo ahora me miro allá y me digo: ¡chiquita, que valiente, tan lejos y tan sola!”. Un día, caminando por las calles de Río un cartel llama poderosamente su atención. Decía: “Templo Umbandista. Legião espiritualista de Assistencia Social. Sessões públicas as 5tas Feiras. Das 20 a 22hs.” Decidió asistir.


Eso que acá [en Buenos Aires] estaba escondido, perdido en un barrio horrible de zona sur, allá era una iglesia normal, en una casa antigua, linda, en un barrio lindo, con ese cartel en la entrada. Cuando llegué estaban haciendo una defumación, había bancos con gente sentada, como en las iglesias de acá, pero con negros. Todo se defumaba, los instrumentos, los muebles. Estaban todos de blanco y descalzos, eso me llamó la atención. Estaban descalzos y tenían un pañuelo en la cabeza. En una de las paredes había un altar como escalonado con velas e imágenes de santos, flores también había… Luego alguna gente se tiró al piso y batió cabeza, mientras otros encima tocaban cineta. El sonido, la vibración, el ambiente, todo me hacía sentir paz, yo sentí mucha paz, así, desde la primera vez... Después batieron palma y arrancaron los pontos. La ceremonia siguió con una misa en portugués, yo no entendía mucho todavía, pero sentía como que me hablaban a mí… y me largué a llorar. La gente de blanco seguía con la cabeza apoyada sobre una tela blanca en una parte del piso en la que había arena. Los iniciados, los hijos de la casa se tapaban la cara mientras el pai decía las palabras, la oración, y daba inicio a los trabajos de esa noche. Entonces empezaban a cantar más fuerte, batiendo palmas y sonaban los tambores. Todos bailaban balanceándose a un lado y al otro. Yo estaba maravillado,¡El techo! ¡Era una fiesta!, colgaban flecos hermosos de todos los colores. En eso se apagaron las luces y por primera vez vi una incorporación, no me lo voy a olvidar en la vida. El pai [de santo de la casa] recibió y le encendió [a la entidad incorporada en él] su habano. Abrazó a sus hijos uno por uno, la mirada le había cambiado, ¡Era otro! Luego se acercó su cambón, que le secó la transpiración, el seguía fumando… y empezaron a incorporar los hombres y las mujeres de blanco, fumaban y bailaban, cantaban y giraban. Al pai, su cambón le entregó sus ferramentas [objetos característicos con los que trabaja cada entidad] y empezó a bailar más fuerte, más fuerte, más fuerte. Se reía, abrazaba a todos. Después se fue a un rincón, tomó su pemba y riscó punto en una tabla cuadrada que estaba en el piso; ahí puso una vela blanca, un vaso con agua y un cuenco con líquido. Algunas mujeres se pusieron una saia roja sobre la blanca, se acercaban al pai y él les decía algo al oído, charlaban y se abrazaban y ellas le agradecían, siempre terminaban con un abrazo, de un lado y del otro, de un hombro y del otro, con un golpecito. A veces llamaban a alguien de la feligresía y le tocaban partes del cuerpo, limpiaban… dejaban ir… hacia abajo, con el revés de la mano.


Transcribí en extenso este fragmento de la entrevista porque resulta significativa en el relato la coexistencia de dos mundos espirituales aun cuando el que recuerda es, casi cuarenta años después –como el mismo afirma– “un africanista hecho y derecho”. Por un lado, tres palabras pertenecientes al universo católico que Genaro –sin saberlo todavía– comenzaba a abandonar: altar [los africanistas dicen congal], misa y oración [no utilizan estas palabras]. Por el otro, una multiplicidad de términos afroumbandistas que –sin conocerlos aún en el momento del hecho– Genaro no puede evitar mencionar en su reconstrucción narrativa: defumación [limpieza con hierbas encendidas para alejar espíritus de bajo astral y malas energías]; batir cabeza [saludo de respeto a las entidades, jefes religiosos y tambores]; cineta, batir palma y pontos [campanilla, aplauso y canto sagrado, respectivamente; utilizados para llamar a las entidades]; cambón [asistente del médium en el proceso de incorporación]; ferramentas [objetos particulares que las entidades solicitan al llegar]; pemba [tiza sagrada]; riscar punto [dibujo simbólico que identifica a la entidad]; saia [falda ritual, vestimenta de las entidades femeninas]; y trabajos [actividades que realizan las entidades en beneficio del fiel]. Algunas palabras resultan de uso común en ambas religiones; pero, aunque unas poseen significados equivalentes fácilmente identificables, como hijos o iniciados; otra como feligresía, se utiliza conceptualmente en forma opuesta en ambos credos, ya que mientras para los católicos representa al grupo de devotos, en el africanismo define a las personas que sencillamente van a observar la ceremonia como público.

Clifford Geertz relata sorprendido, que una de las cosas que le llamó poderosamente la atención de sus informantes reconvertidos, con respecto a su cambio de fe, fue que “estaban dispuestos a abandonarla por alguna otra […] que les pareciera más plausible según el caso. Pero lo que no estaban dispuestos a hacer era abandonarla sin adoptar alguna otra hipótesis y dejar los hechos abandonados a sí mismos” (Geertz, 1987: 98, el resaltado es mío). En efecto, existe una vasta discusión acerca de cuánta modificación es suficiente para constituir una verdadera conversión religiosa, y qué es lo que se modifica durante la misma (Robbins y Anthony, 1979; Beckford, 1985; Carozzi, 1993). En este sentido, Snow y Machalek (1984) sostienen que en este complejo proceso no cambian sólo las creencias sino los valores, el comportamiento y las lealtades que el individuo experimenta con su nueva visión del mundo. En razón de ello, resulta válido suponer que tan amplia batería de modificaciones implica también un cambio significativo en el orden de la identidad personal y social que –a partir de la conversión– se autoadjudica como nueva. Berger y Luckman (1972) han afirmado también que la conversión religiosa constituye el prototipo histórico de los procesos de resocialización que invariablemente suponen la modificación casi completa de la realidad subjetiva del individuo.

En términos del interaccionismo simbólico, la metamorfosis involucraría la adopción de esta identidad, sostenida no sólo por significativos cambios circunstanciales –para Genaro, la migración, la presencia de un espacio social que se percibe como más abierto–, sino por el traspaso de un universo del discurso a otro. Desde esta óptica, la conversión religiosa es concebida como una experiencia mediante la cual el individuo, activamente elige transformar su visión del mundo, sus lealtades personales y su concepto de sí mismo (Travisano, 1970; Staples y Mauss, 1987; Richardson, 1985). Estos estudios colocan el énfasis en las elecciones que el sujeto realiza al establecer contacto con un nuevo grupo religioso, adoptar sus creencias y modificar su identidad personal en función de una nueva cosmovisión para comprometerse con las actividades colectivas del nuevo grupo.

Es preciso aclarar que, pese a las diferencias litúrgicas y cosmovisionales que puedan encontrarse entre las distintas versiones, ciertas características son compartidas por el universo espiritual africanista: son religiones de posesión, en las cuales distintas entidades espirituales se apoderan y ocupan a los médiums mediante el trance; son religiones de iniciación, es decir, el ingreso a la religión ocurre a través de una serie de rituales que buscan profundizar la integración del sujeto; son religiones mágicas, porque atienden demandas específicas, sobre todo relacionadas con las áreas de salud, económica y sentimental; son religiones emocionales que envuelven al individuo como un todo, en el cual el cuerpo ocupa un lugar destacado; son religiones universales porque están abiertas a todos los individuos sin distinción de procedencia; y son religiones trasnacionales en las cuales se involucran individuos de distintos países (Oro, 2008: 12-14).


El ritual que Genaro describe en detalle al comienzo de este acápite, se corresponde con una de estas orientaciones. Se trata de la versión más sincrética y de las más extendidas en el vasto universo de las cosmovisiones afrobrasileñas: la umbanda. Desarrollada mediante una suma de elementos africanos, kardecistas, cristianos e indígenas, ha sido definida como:


[un] complejo mágico-religioso en el que todas sus manifestaciones giran alrededor de los poderes, favores, castigos, exigencias, en fin, presencias de espíritus; en el que su centro vital está representado por la posesión por parte de estos espíritus de aquellos agentes que, por don natural y adiestramiento, actúan como instrumento de mediación entre la esfera espiritual y los hombres (Giobellina Brumana, 1984: 228).


Con respecto a estas experiencias de intercambios y aprendizajes mutuos entre el practicante y las entidades sobrenaturales, Genaro afirma: “Enseguida me enganché, es difícil de explicar, supe que eso era lo mío y empecé a ir a todas las sesiones porque lo que quería era llegar a incorporar, sabía que ahí empezaba mi verdadera iniciación como umbandista”. Como afirma Rodríguez (2016):


En este proceso paulatino de conversión, el trabajo corporal resulta clave, fundamentalmente para la mediunidad, pero también para establecer y sedimentar el vínculo con todas las entidades religiosas humanas y no humanas, mucho más allá del momento mismo de la incorporación. La conceptualización y experimentación del propio cuerpo como “materia disponible” para el vínculo con lo sagrado, propiciado por un contexto altamente performativo que propone una multiplicidad de entes materiales e inmateriales con los cuales vincularse, reconfigura el habitus de [aquellos que provienen de] los sectores populares. (2016: 12)


Por otra parte, es necesario mencionar que la composición de aquello que podemos denominar panteón umbandista no posee una estructura ni una dinámica fijas; ni éstas son aceptadas unánimemente por todas las casas ni por todos los jefes o fieles ya que –no debemos olvidarlo– estamos tratando con una religión ágrafa de tradición y transmisión oral y por lo tanto carente de una doctrina oficial, unificadora y legitimadora. No obstante, resulta posible delinear un eje vertebrador común, “un continuum que va de la ortodoxia africana al bricolage más inclusivo” (Segato, 1993: 136) y atraviesa esta cosmovisión otorgándole valor y significado a sus prácticas. En este sentido, sabemos que existen dos tipos bien diferenciados de divinidades y espíritus: aquellos que han sido tomados de los cultos de matriz africana más “puros” –denominados orixás–, y otros que son específicos de la umbanda. Los primeros tienen una doble adscripción, en la que en un proceso sincrético –según se sostiene a menudo, para ocultar la adoración en tiempos de la esclavitud colonial– a cada uno le fue otorgada una identidad que se corresponde con la de un santo católico. Es lo que describe Genaro en el relato de su primera visita al templo, en la que ve: “un altar como escalonado con velas e imágenes de santos”. Este vínculo, se establece por la relación con algún fenómeno natural o bien de orden social. Así, Oxalá, el señor del cielo, se representa habitualmente con la imagen de Jesús; Ogum, identificado en el africanismo con lo bélico, se halla ligado a San Jorge, el santo guerrero; Oxosse, dios de la caza, se corresponde con San Sebastián, asociado a la imagen de la flecha, etc. En segundo lugar, existe otro tipo de entidades denominadas “nuevas”; éstas son exclusivas de la umbanda y se encuentran ligadas a diversas identidades sociales representativas de la cultura histórica y popular brasileña: prethos velhos (esclavos negros viejos); caboclos (indios); bahianos (habitantes del nordeste); ciganos (gitanos); marujos (marineros); crianzas (niños), entre otros. Se trata de espíritus de humanos que un día vivieron en la Tierra y regresan como guías, son ellos quienes realizan el trabajo mágico que asiste al adepto en sus necesidades y los verdaderos responsables de la dinámica en las celebraciones rituales.

La práctica del trance mediúmnico, así como la especificidad ritual que el fiel va desarrollando y adquiriendo con el tiempo, propicia un vínculo particular con estas entidades en el contexto de cada casa religiosa, ya que éstas poseen secretos y singularidades propias. En este sentido, existen al menos tres niveles o grados, que los practicantes identifican, e involucran diferentes niveles de conciencia en el proceso de la educación religiosa: la irradiación (cosquilleo corporal que anuncia la cercana presencia de una entidad); el encostamiento (entrada y salida de las entidades aún no afianzadas); y la incorporación propiamente dicha. Las entidades espirituales de la umbanda se manifiestan en la materia (el cuerpo vivo de una persona) con el fin de evolucionar, efectuando trabajos caritativos para otorgar el axé. Este último concepto, representa la energía dinámica o la fuerza sagrada que según los africanistas puede ser dada o recibida, y sobre la que gira todo el sentido que adquiere el culto ya que, mediante este intercambio, el religioso afirma que crece y desarrolla las cualidades positivas que lo convierten paulatinamente, con el tiempo y la práctica, en un ser completo y mejor.


La señal definitiva


Genaro vivió poco más de un año en Río. Allí visitó varios templos y asistió en calidad de cambón a la llegada de bahianas, africanos, marineros y ciganas. Aprendió mucho de la religión e incluso pudo en algunas ocasiones el mismo incorporar “un africano que entraba y salía, me volvía loco”, pero nunca llegó a bautizarse. Es decir, no logró convertirse en hijo de una casa religiosa ni en miembro pleno de una familia afroumbandista.


Una cosa que me preocupaba, es que nadie daba con mi cabeza [no se lograba identificar el santo rector, único para cada persona, que funciona como guía en la evolución espiritual y a la vez como un descriptor de su personalidad]… Al principio pensé que algo estaba mal conmigo por eso... Después entendí que todavía no era mi tiempo y que los terreiros a los que iba o no eran tan buenos

o más bien no eran para mí.


En términos de lo que Frigerio (2003: 45) denomina “identidades sociales” dentro del africanismo: 1) consultante y depositario de ayuda espiritual; 2) médium e intérprete; 3) hijo de religión; y 4) hijo de un orixá; diríamos que aún estaba desarrollando la segunda fase.

Una noche tuvo un sueño en el que se veía a sí mismo durmiendo en un cuarto pintado de una fuerte tonalidad amarilla.


[L]o cual era rarísimo porque nunca me había gustado ese color y la pocilga que compartía con un ecuatoriano y un español con los que trabajábamos de camareros en la playa era, como decía yo, ´color humedad´, ya te imaginás a lo que me refiero (risas). Sin embargo, yo sabía que ese sueño significaba algo, que algo importante me estaba por pasar… aunque todavía no sabía qué.


En este aspecto resulta interesante observar que, después de vincularse con el lenguaje específico de la religión, ciertos sentidos y sus diferentes relaciones participan de las experiencias concretas de la vida cotidiana. Vale decir, se proponen otras formas de reconocer e interpretar los acontecimientos y de entender la propia agencia de las vivencias personales como atravesadas por un secreto poder, es decir, ejerciendo una acción concreta y eficaz sobre el mundo. “Cuando entrás en religión empezás a estar más atento… un lugar, una persona, un dolor físico, todo te puede estar diciendo algo, en todo hay mensaje si sabés ver”. Genaro relata por otra parte, que Río se había vuelto para él un lugar “caro y vacío, sentía que necesitaba otra cosa, otras vivencias… y el templo al que estaba yendo no era muy amigo de las ´bichas´ [gays], una vez escuché que habían echado a una por eso. Y aunque allá [en Brasil] la cosa no estaba como acá [Argentina], me dije hasta aquí llegó mi amor”.

La sociedad brasileña, desde el golpe que en 1964 derrocara al presidente João Goulart, atravesaba un proceso autoritario de orígenes y características similares a los que sufrían varios países de la región –Bolivia (desde 1971); Chile y Uruguay (desde 1973); Argentina (desde 1976)– y que se extendería allí por un período de veinte años. Sin embargo, la crisis del petróleo de 1973, las altas tasas de inflación, el incremento de la deuda externa y el crecimiento del único partido opositor –el MDB (Movimiento Democrático Brasilero)– minaron paulatinamente el poder militar y obligaron a plantear un proceso gradual de apertura para reconducir al país hacia un gobierno democrático. Esta coyuntura, en la que finalizaron los “años de plomo” –el período más represivo de la dictadura entre 1968 y 1974–, dio inicio no sólo al llamado “milagro económico” sino a un aggiornamiento del régimen que coincide, desde mediados de los setenta, con el nucleamiento de los sectores subalternos de la sociedad civil que inician una serie de reclamos, tales como aumento de salario, libertad de asociación, reorganización de sindicatos, etc. En este marco, hacia 1978, las feministas, los negros y los homosexuales establecerían sus primeras organizaciones de carácter político (Fausto, 2003; Figari, 2009). Pese a este tímido aunque promisorio contexto general para las minorías, es entendible que Genaro, que arrastraba consigo las duras experiencias vividas en la Argentina, decidiera ante la menor hostilidad percibida, partir en busca –una vez más– de nuevos horizontes. Porque como él mismo afirma: “quien se fue una vez no teme irse de nuevo”.

Con la decisión tomada e iniciando los preparativos para su partida una tarde le cuenta a uno de sus compañeros del templo acerca de su incertidumbre y menciona el sueño del cuarto con paredes amarillas, que se había vuelto recurrente. Su interlocutor –un experimentado umbandista– lo escucha atentamente y le dice: “É o Mãe Oxum que está chamando. Você tem que ir para o norte”. Genaro relata este diálogo como un momento bisagra en el trayecto hacia su verdadera iniciación religiosa. En la mitología africanista, cada orixá posee determinadas características y a cada uno se le atribuye una virtud, un modo de ser, una comida, una vestimenta, un día de la semana… y un color. Precisamente, la orixá femenina Oxum, la sensual venus del panteón en el complejo atlántico-yoruba al que pertenecen las religiones de matriz afrobrasileña, la diosa de las aguas dulces, maternal y coqueta, es representada habitualmente en la iconografía con suntuosas vestimentas amarillas y todos los rituales en torno a ella se sirven de este color simbólico. En la Tabla 1 –recuperando las caracterizaciones hechas por Genaro y otros informantes– se describen de forma sintética e ilustrativa, algunas de las cualidades y atributos de los orixás más populares, que por otra parte funcionan como descriptores generales de los comportamientos y las personalidades humanas, cuyas cabezas rigen, una vez que el fiel se ha iniciado en el culto (Segato, 2020; Prandi, 1991; Bastide, 1978).


TABLA 1. Cualidades y atributos de los orixás más populares


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Orixalá u Oxalá, también conocido como Obatalá, es considerado el padre de los orixás, y es concebido como una autoridad débil, reservada, paciente, benevolente, y en cierto punto, poco eficaz o deseosa de ejercer su poder. Le corresponde el día viernes y el color blanco. Se lo sincretiza con Jesús o con Nosso Senhor do Bonfim.


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lemanjá, es la madre de los orixás, biológica e institucionalmente, aunque no de crianza; se la considera como una apática y distante reina del mar. De carácter imprevisible como éste, puede pasar de la calma a la cólera en segundos. Posee una melancolía asociada a la distancia marítima que separó a los esclavos de la madre patria África. Es fina, delicada, poco transparente, traicionera y con aires de superioridad. Le corresponde el día sábado y los colores azul y blanco. Se la sincretiza con Nuestra Señora de la Concepción y Nuestra Señora de los Navegantes.


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Ogum, es el hijo primogénito de Orixalá y Iemanjá. Se trata del dios más viril, paradigma de la masculinidad. Es un guerrero que posee y domina todos los instrumentos de metal. Considerado un luchador solitario que trabaja duro para sobrevivir. En ocasiones, puede tornarse violento. Le corresponde el día martes y el color azul oscuro. Su santo sincrético es San Jorge.


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Xangó, es el hijo más joven y malcriado de Orixalá y Iemanjá, se lo considera el rey de los orixás y está enfrentado con Ogum, a quien le usurpó el trono que le hubiera correspondido por primogénito. Es seductor, mujeriego y algo torpe. Dios del trueno, que retrata su carácter vigoroso. Le corresponde el día miércoles y los colores rojo, blanco y marrón. Su santo sincrético es San Juan.


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Iansan, también llamada Oiá, no pertenece por nacimiento a la familia mitológica. Es una extranjera en la tierra de los orixás, a la que se vincula por su casamiento con Xangó. Diosa guerrera, dueña del rayo y de los vientos tempestuosos. Es justiciera, muy franca, rebelde, trabajadora y guardiana de los ancestros. De carácter fuerte, seguro y determinado. Le corresponde el día miércoles y los colores del arco iris, también el rojo y el marrón. Se la sincretiza con Santa Bárbara.


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Oxum, es la hija más joven de Orixalá y Iemanjá, y la favorita de su padre, también es la amante de Xangó. Diosa de las aguas dulces y el oro. Dócil, buena y amable. Se la considera la madre de crianza de la comunidad mítica. Es sensual y vanidosa, paradigma de la feminidad, coqueta, extrovertida y seductora. Le corresponde el día sábado y el color amarillo o dorado. Se la sincretiza con Nuestra Señora del Carmen.


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Obaluaiê, también llamado Omulú o Xapaná, es el dios de las enfermedades y las plagas. Es viejo y enfermo, su presencia resulta temerosa o desagradable. Su posición en la familia mitológica es discutida, aunque muchos lo consideran como un hermano de Iemanjá. Le corresponde el día miércoles y los colores rosa y negro. Su santo sincrético es San Sebastián, se lo representa amarrado a un árbol y el cuerpo atravesado por flechas.


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Odé, también conocido como Oxossi, es el santo más popular de Bahía. Hermano menor de Ogum, habita como éste en la selva. Es viril, hiperactivo, hábil, travieso y muy seguro de sí mismo. Le corresponde el día martes y el color azul claro. Su santo sincrético es San Expedito.


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Fuente: Elaboración propia a partir de Segato, 2020; Prandi, 1991; Bastide, 1978 y las caracterizaciones hechas por Genaro y otros informantes durante el relevamiento.


Dirigirse hacia el norte, como sugiriera misteriosamente su compañero del terreiro carioca, implicó para Genaro el arribo a la que denomina “mi ciudad espiritual”: San Salvador de Bahía. La describe así:


Era más humilde, más sencilla y a la vez más de verdad. Al principio no me gustó, extrañaba la alegría y los colores de Río. Bahía es una ciudad vieja, antigua. Cerca del Pelourinho [el centro] es muy lindo, pero si te alejás se pone pobre y peligroso. Eso sí, cuando te acostumbrás es un lugar hermoso y tranquilo, con el tiempo aprendí a amarla porque ahí empecé a ser lo que soy.


Allí aprendió capoeira: “hasta sobreviví un tiempo dando clases”; y estuvo por primera vez en pareja, durante dos años, con un bahiano llamado Manoel, “Manolo, le decía yo”. Pero sin duda, lo más significativo para él fue la adquisición de una sólida doctrina religiosa. En Río le habían facilitado la dirección de una casa de candomblé a la que llegó “ansioso y esperanzado” y que fue “el lugar que me dio todo”.

El proceso mediante el cual un individuo es iniciado, al igual que el nombre definitivo que este adquiere y lo convierte en hijo de religión, resulta en su mayor parte secreto. No obstante, poseemos algunas certezas. La primera de ellas, como ya se adelantó, es que a cada persona le corresponde un orixá con quien el adepto mantendrá un vínculo vitalicio de protección/obligación. Esta relación se reconoce y se realiza en lo que se denomina feitura, el ingreso definitivo del sujeto al culto, al que se accede mediante complejos ritos de iniciación (Turner, 1988; van Gennep, 1986) que hacen de él un instrumento para la materialización de la divinidad. A diferencia de la umbanda, en el candomblé de Bahía cada iniciado puede incorporar solo una entidad, el orixá que es dueño de su cabeza. Según el tipo y las características de la deidad, se establece una serie de obligaciones e interdicciones que el hijo deberá mantener durante toda la vida. Sin embargo, es preciso recordar que ambos cultos:


[E]stán fuertemente relacionados, existiendo articulaciones en el orden del sistema de creencias y en la estructura ritual que los vinculan y emparentan. Asimismo, adeptos de uno frecuentan esporádicamente al otro casi sin excepción, diciéndonos, con esto, que se trata de lenguajes y filosofías, si no idénticas, por lo menos compatibles, capaces de convivir en el mismo universo de cultura y en el mismo ambiente social (Segato, 1993: 138).


Es por eso que Genaro pudo ir de un terreiro a otro –incluso al cambiar de ciudad– sin inconveniente, en una suerte de continuidad en el camino de su formación religiosa. Algo que resulta habitual en el universo africanista hasta que el hijo finalmente encuentra su casa o su familia de santo. Para esto, es preciso primero determinar el orixá dominante en una persona, proceso que comienza generalmente con una observación sistemática del comportamiento del futuro hijo por parte de la mãe o pai-de-santo, así como de sus futuros hermanos, más experimentados, en función de descubrir rasgos o características arquetípicas de las divinidades manifestándose espontáneamente en el sujeto. El procedimiento posterior consiste en ratificar esta percepción, a través de lo que se denomina jogo de buzios, un oráculo adivinatorio sagrado conformado por dieciséis cauríes de este molusco, que sólo manipulan los jefes religiosos de cada casa. Luego, durante un tiempo prolongado –puede variar de siete a veintiún días–, el fiel es apartado del resto y transita por tres fases: 1) aislamiento o purificación, 2) liminar o de transición, y 3) incorporación de la divinidad y celebración del nuevo nacimiento.

Ahora bien, los orixás no poseen un único plano de existencia, en realidad estos son tres. En primer lugar, encontramos las grandes generalidades que mencionábamos más arriba, los grandes nombres genéricos de los orixás: Oxalá, Ogum, Iemanjá, etc. En segundo término, estas matrices místicas se escinden en diversas cualidades. Por ejemplo: Oxalá posee una cualidad joven (Oxaguiá) y una anciana (Oxalufá); hay una Oxum que es guerrera y no pacífica; una Iansan guardiana de los ancestros y otra que no; un Xangó adulto y uno niño; Y así con cada deidad, que se desagrega en diversas versiones de sí misma (Giobellina Brumana, 2009; Segato, 1993 y 2020). No existe un número fijo determinado de cualidades para cada orixá y puede suceder que surjan nuevas denominaciones desconocidas. Por último, existe un tercer nivel, que es concreto –por oposición a los dos anteriores, que son abstractos– y que solamente surge con la iniciación del fiel otorgándole a éste su verdadera identidad, una designación única e irrepetible que irá al final de su nombre: la dijina. Es esta la divinidad que yace en el asentamiento, la que se alimenta de la ofrenda y la que, a partir de entonces, actuará en beneficio de su hijo ya que ha nacido en el momento central, absoluto y secreto, cuando el fiel recibe sobre su cabeza afeitada en una fase anterior del ritual –la liminar–, sobre la piedra dispuesta para albergarla, la sangre del animal correspondiente ofrendado al orixá en cuestión, que el pai-de-santo “corta” [mata, desangra] para él o ella.


Así, este nuevo orixá se origina en el instante exacto en que el adepto nace como miembro de la comunidad religiosa; bebe una poción denominada axé de fala y se incorpora gritando su nombre completo –compuesto por la generalidad, la cualidad y la dijina–. Lo hace por primera y última vez, ya que sólo será conocido por el iniciado y su sacerdote; este alarido desgarrado que resulta del momento cúlmine del ritual es seguido por fortísimos redobles de tambor que anuncian al nuevo integrante legítimo de la familia de santo. El instante sagrado y definitivo en que Genaro, la marica exiliada en Bahía, expulsada por la represiva Buenos Aires de los años setenta, se convirtió de una vez y para siempre en Genaro de Oxum.


Consideraciones finales


Peter Berger (1971: 25) afirma que “la religión brinda al hombre un mundo para que lo habite. Este mundo abarca la biografía del individuo, que se desarrolla como una serie de sucesos [y a su vez es] fruto de un universo del discurso ya creado y colectivamente reconocido dentro del cual los individuos pueden entenderse unos a otros y a sí mismos”. Por otra parte, Plummer (1995: 54-56) menciona la existencia de ciertos elementos comunes en las “historias sexuales” al momento de poner la vida por escrito. O más acorde con este caso, al narrarla frente a la presencia del grabador del etnógrafo. El viaje, una huida inicial seguida de una progresión a través de diferentes crisis en el trayecto hacia “algo”; el sufrimiento perdurable, se presentan toda clase de barreras y conflictos durante el recorrido, en el que se atraviesan repetidas situaciones de padecimiento, frustración o duda; el compromiso en una lucha, que se desarrolla a partir de la identificación de un enemigo o una situación hostil y difícil; la búsqueda de la realización, un objetivo es establecido como meta a lograr, a veces débil en el inicio, pero que una vez identificado se persigue con intensidad renovada; y finalmente el establecimiento de un hogar, se arriba a un sitio que representa una nueva identidad, la pertenencia a una nueva comunidad o un nuevo posicionamiento ideológico, político, o como en el caso analizado, religioso. Estas cinco etapas resultan, en la trayectoria vital de Genaro claramente identificables. En este sentido, sus recuerdos, que se remontan hasta los años de adolescencia y juventud, repiten una serie de lugares comunes a toda autobiografía marica (o gay, o trans). El descubrimiento temprano de la diferencia, la exclusión del universo hegemónico heteronormativo, las primeras experiencias del deseo erótico clandestino, la imposibilidad de vivir la propia vida por la vigilancia familiar o institucional; y finalmente, la búsqueda de un nuevo horizonte.

Estas instancias pueden resumirse en lo que Mérida Jiménez (2011: 7) considera como dos nexos comunes del espacio autobiográfico de los disidentes sexuales: “la revisión de la infancia y adolescencia como espejo que refleja la identidad sexual y la experiencia del exilio y con ella, la del viaje que abre puertas a nuevas realidades, a nuevas lenguas y a nuevas autopercepciones”. En el caso de Genaro, el viaje adquiere una doble dimensión, física y simbólica, (Fernández, 2004) ya que se erige, por un lado, como un desplazamiento real –de Buenos Aires a Río/Bahía–; y por otro constituye una progresión hacia una vida más plena y auténtica cuyo eje vertebrador es la religión, espacio en el que alcanza no sólo la realización personal sino la colectiva, con un grupo espiritual de pertenencia, que como el mismo afirma: “es lo que todos necesitamos: una familia”. Resulta claro que Genaro pertenece al segundo movimiento generacional –el primero fue durante la década del sesenta–, que según Frigerio (1989) reintrodujo la religión desde Brasil provocando el denominado boom africanista. En este sentido, durante los años que siguieron a su iniciación como hijo de Oxum y miembro pleno de la casa de candomblé bahiana, Genaro cimentó su identidad, en términos de Weigert (1986: 34) como “una definición socialmente construida de un individuo” hasta alcanzar el grado máximo de la formación sacerdotal, lo que le permitió hacia el período de la apertura democrática en nuestro país, regresar a su casa en la zona norte del conurbano bonaerense y fundar La Rosadita, donde oficia como jefe religioso desde entonces.


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Normas citadas


Ley Orgánica de la Policía Federal – Decreto Ley 333/58 (ratificada por ley 14.467) y Decreto Ley 6580/58. Título II. Funciones de la Policía Federal.