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“La espiritualidad indígena”


Malentendidos, usos y efectos políticos en el marco del Proceso de Paz en la Amazonía colombiana


por Camilo Rosselli, Camilo Mendoza Zamudio, Felipe Correa y Pablo Hernández


Camilo Rosselli

Universidad de los Andes

c.roselli10@uniandes.edu.co

orcid.org/0000-0002-2179-3471


Camilo Mendoza Zamudio

Universidad de los Andes

c.mendozaz@uniandes.edu.co

orcid.org/0000-0001-7600-4057


Felipe Correa

Universidad de los Andes

lf.correa@uniandes.edu.co

orcid.org/0000-0002-3397-435X


Pablo Hernández

Universidad de los Andes

p.hernandez@uniandes.edu.co

orcid.org/0000-0003-2903-3271


RESUMEN

Este texto pone en evidencia el malentendido producido alrededor de la noción de “espiritualidad” en escenarios de encuentro entre el Estado y los pueblos indígenas de la Amazonía colombiana, abiertos por el contexto transicional derivado del Acuerdo de Paz con la antigua guerrilla de las FARC-EP. Para ello, a través de dos ejemplos etnográficos y de un breve barrido histórico, exploramos cómo se produce, se moviliza y se utiliza dicha categoría por diferentes actores e instituciones, como las organizaciones indígenas amazónicas y la Comisión de la Verdad. De igual manera, abordamos algunos de sus efectos políticos concretos. Por último, concluimos que, por un lado, la noción de “espiritualidad” ha sido utilizada por las instituciones del Estado como un marcador de alteridad asociado a la diferencia cultural, que refuerza la producción histórica de los indígenas como los “otros” de la nación. Por otro lado, para los pueblos indígenas dicha noción ha servido como herramienta de posicionamiento político y les ha permitido promover públicamente su agenda, atada al cuidado de la vida, el territorio y el buen vivir, y tramitarla dentro de los nuevos escenarios de interpelación al Estado nacidos del contexto de transición.

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Palabras clave: espiritualidad, multiculturalismo, acuerdos de paz, malentendido, Amazonía colombiana.


“Indigenous spirituality” Misunderstandings, uses and political effects in the context of the Peace Process in the colombian Amazon


ABSTRACT

This article highlights the misunderstanding that arises around the notion of “spirituality” in encounters between the Colombian State and the indigenous peoples of the Colombian Amazon, in the transitional context derived from the Peace Agreement with the former FARC-EP guerrillas. For this purpose, through two ethnographic examples and a brief historical account, we explore how this category is produced, mobilized and used by different actors and institutions, such as the Amazonian indigenous organizations and the Truth Commission. We also address some of its concrete political effects. Finally, we conclude that, on the one hand, the category of “spirituality” has been used by state institutions as a marker of otherness associated with cultural difference, reinforcing the historical production of indigenous peoples as the “others” of the nation. On the other hand, this notion has granted indigenous peoples a tool for their political position, for promoting their agenda, linked to the protection of life, territory and “good living”, which has been dealt with within the new scenarios of interaction with the State, in the transition context. Key words: spirituality, multiculturalism, peace agreements, misunderstanding, Colombian Amazon.


RECIBIDO: 6 de febrero de 2021

ACEPTADO: 28 de junio de 2021


CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO: Rosselli, Camilo et al. (2021). “‘La espiritualidad indígena.’ Malentendidos, usos y efectos políticos en el marco del Proceso de Paz en la Amazonía colombiana”. Etnografías Contemporáneas, (7) 13, pp. 198-223.


Introducción


Este espacio es en honor a la Amazonía, a la Madre tierra y a sus espíritus que nos han permitido caminar sus territorios, escuchando y esclareciendo la Verdad. También, agradecemos los testimonios que los hijos e hijas de la Amazonía depositaron en nuestras manos, abriendo, de esta forma, el canasto del dolor para compartir con Colombia lo que les ha pasado. Pero también el canasto de las esperanzas, el cual se sigue tejiendo para sanar el territorio

(Comisión de la Verdad, 2020).


Con esas palabras se dio inicio al primer encuentro territorial de reconocimiento La verdad indígena de la Amazonía, organizado por la Comisión de la Verdad en el marco de la implementación del Acuerdo Final de Paz, firmado en el 2016 entre el Estado colombiano y la antigua guerrilla FARC-EP. Por las condiciones derivadas de la pandemia del COVID-19, este evento, ensamblado a partir de segmentos e intervenciones producidas y pregrabadas, se llevó a cabo de manera virtual el 27 de agosto de 2020. Su intención era abrir un espacio dotado de cierta legitimidad institucional del Estado, para escuchar y difundir testimonios de algunas víctimas indígenas (individuales y colectivas) sobre violencias ejercidas en la región amazónica, enmarcadas en lo que se ha construido oficialmente como el Conflicto Armado en Colombia.

Terminado el protocolo y las palabras de introducción, el encuentro inició “con un canto de agradecimiento y sanación a la tierra por parte del pueblo Ticuna” (Comisión de la Verdad, 2020). Según una de las funcionarias de la Dirección de Asuntos Étnicos de la Comisión de la Verdad, el fin del ritual era “abrir el camino y los corazones a la escucha de las experiencias de dolor y resistencia de los pueblos indígenas”. Para William, uno de los mayores1 del pueblo Yucuna encargados del ritual, se trataba de una práctica sagrada de “prevención y limpieza” para la humanidad, que les daba “fuerza para atraer el pensamiento y el espíritu del Padre Creador a este espacio”. Dicha ceremonia de curación y armonización comenzó al interior de una maloca (edificación tradicional para uso familiar, comunal y ritual) de palos y piso de tierra, con un fogón prendido en el fondo de la escena.

La cámara enfocaba a cuatro indígenas —dos mayoras Ticuna, el mayor William y un niño— rodeando una mesita de madera en la que yacían el mambe, un polvo sagrado de hoja de coca tostada y cenizas de yarumo, “que ofrecemos para darle la bienvenida al Padre Creador”, y el tabaco, que “para nosotros también es sagrado, pues es nuestra protección; es el abuelo que siempre nos está protegiendo fuerte, a nuestros hermanos y nuestros mayores” (Comisión de la Verdad, 2020). Mientras tanto, la cámara filmaba y los sonidos de la selva ambientaban el espacio. Además de tener las caras pintadas, todos aparecían con distintas vestimentas y accesorios tradicionales: coronas de plumas, prendas pintadas y collares de semillas y dientes de animales. A excepción de unas botas de caucho que se colaron en las tomas, toda la escena parecía reforzar el viejo imaginario del indígena como alteridad radical: exótico, impoluto, en armonía con la naturaleza y ajeno a las formas de vida occidentales.

Luego de hacer una breve explicación del ritual, el mayor William comenzó a cantar una canción en lengua, mientras las dos mujeres danzaban alrededor del espacio percutiendo un sonajero de semillas. Cuando terminó de cantar, William explicó que “esta canción se extendió al mundo entero y eso es lo que para nosotros es como un suspiro y una fuerza […]. Eso es lo que nosotros decimos la curación, la sanación” (Comisión de la Verdad, 2020). Al terminar la primera canción, las dos mujeres empezaron a cantar otra, mientras seguían danzando al ritmo del sonajero. Esta vez, explicaban ellas, cantamos “en agradecimiento a


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  1. Mayores, Sabedores o Taitas son términos usados para referirse a las autoridades político-espirituales de distintos pueblos indígenas en Colombia. Si bien hoy en día los capitanes, gobernadores o presidentes de las Asociaciones de Autoridades Tradicionales (AATIS) son quienes cumplen roles de liderazgo político en el relacionamiento con el Estado u otras entidades externas, los mayores continúan teniendo un rol político-espiritual comunitario al interior de las comunidades y en muchas ocasiones direccionan, no sin tensiones, las decisiones de los representantes ante el Estado.


    Dios, por habernos dado la vida” (Comisión de la Verdad, 2020). Cuando acabaron, agradecieron a la cámara y hubo un cambio de toma. Con un cigarro en la mano, una de las mayoras explicó lo sagrado del tabaco y su función protectora al soplar bocanadas del humo a cada uno de los participantes de la ceremonia. Una vez terminada la protección con el tabaco, la mayora se dirigió a la cámara para explicar que este ritual es una forma “con la que podemos sanar el mundo espiritual”, donde se encuentran “los espíritus de nuestros abuelos, que nos invitan, desde lo espiritual, a retomar nuestras armas. Pero nuestras armas espirituales, que son estas: las plantas que nos han ayudado” a resistir y pervivir y “que nos dan hoy, aún en esta pandemia, muchas más fuerzas para seguir luchando” (Comisión de la Verdad, 2020). Al acabarse el ritual, la agenda del encuentro territorial siguió rutinariamente, presentando los testimonios de las víctimas de la guerra.

    A lo largo del encuentro, Lizbeth Bastidas, funcionaria de la Comisión de la Verdad, resaltó que el ritual, al igual que los testimonios, sirven como un recordatorio de la resistencia de los pueblos indígenas a través de la espiritualidad, la medicina tradicional, la economía propia y la lengua. Hoy, en el contexto “transicional”, la Comisión parece otorgarle un lugar privilegiado a la “espiritualidad indígena” que, en manos de los abuelos y abuelas, sería la encargada de “sanar, curar y armonizar el territorio y los corazones” de los múltiples actores involucrados en el conflicto. A su vez, los relatos servían como un llamado a la efectiva implementación del Acuerdo —puesta en duda bajo el Gobierno actual— y la necesidad de que “la sociedad civil contribuya a la protección de los guardianes de la Amazonía” (Comisión de la Verdad, 2020).

    De esta manera, el evento de La Verdad Indígena, en general, y el ritual de curación y limpieza, en particular, se presentan como nuevos escenarios “de armonización” que son posibles gracias al Acuerdo de Paz y que resultan reveladores para entender la forma en la que se relaciona hoy el Estado colombiano

    —multicultural y neoliberal— con las organizaciones y pueblos indígenas de la nación. Con esta descripción del encuentro intentamos mostrar la forma en la que la institucionalidad estatal, a través de la Comisión de la Verdad, asume y reproduce ideas y prácticas asociadas a las representaciones indígenas, fijando ciertos marcadores de diferencia como referentes para relacionarse con los pueblos indígenas, víctimas del Conflicto Armado (Caicedo, 2021: 7).

    Es por eso que, más allá de su contenido, este evento de la Comisión de la Verdad es una muestra de cómo se han ensamblado nuevos espacios de encuentro y relacionamiento —mediados por un conjunto de discursos, prácticas y narrativas institucionales propias de un contexto transicional2— entre los


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  2. Castillejo Cuéllar (2017) parte de la noción de transición como ilusión en dos sentidos. Por un lado, ilusión como esperanza de cambio y, por otro, ilusión como apariencia. Es decir, entender las transiciones como ilusiones implica concebirlas en esa ambivalencia entre fractura y continuidad de violencias (pp. xii-1). Con esto en mente, Castillejo Cuéllar sostiene que dicha dialéctica se oculta detrás de la promesa transicional con la que se pinta un movimiento teleológico hacia una nueva sociedad. En este contexto, se ensamblan diferentes escenarios transicionales atravesados por discursos y narrativas globales y locales disputadas alrededor de nociones comunes como “paz”, “verdad”, “reparación”, “perdón”, que abren y nutren lenguajes institucionales específicos, instituciones (como la Comisión de la Verdad), prácticas estatales y, en este caso, espacios de encuentro e interpelación al Estado.


  3. pueblos y organizaciones indígenas y las instituciones del Estado que, aunque se presente como uno, es heterogéneo, complejo y contradictorio (Gupta & Ferguson, 2017; Das & Poole, 2008; Aretxaga, 2003). En este artículo quisimos llamar la atención sobre estos nuevos espacios del “post-acuerdo” para abrir la mirada hacia las múltiples tensiones y malentendidos que operan actualmente en la Amazonía colombiana en torno a nociones como “paz”, “conflicto” y “bienestar”, al igual que hacia sus usos funcionales y sus efectos concretos. Nuestro objetivo central es poner en evidencia el malentendido3 que hay en el uso de la noción de “espiritualidad” en este tipo de escenarios transicionales, y que funciona como soporte para que las organizaciones indígenas y las instituciones del Estado entablen una comunicación exitosa sobre la construcción de la paz en Colombia. Estos escenarios, como hemos sugerido, nos muestran cómo se está transformando la relación entre el Estado y los pueblos indígenas, así como nos permiten entender de qué manera las luchas históricas de estos pueblos están siendo tramitadas en nuevos espacios de acción política.

    En últimas, nos preguntamos por cómo aparece la “espiritualidad indígena” en el escenario transicional establecido por la Comisión de la Verdad: ¿qué se hace y se dice en nombre de la “espiritualidad indígena”?, ¿cuáles son los diferentes usos y efectos que tiene esta noción?, ¿cómo funciona la comunicación entre los distintos actores que se encuentran en los espacios de la Comisión de la Verdad?, y ¿qué sentidos se ponen en negociación o disputa?

    Enfocarnos en estudiar los usos y los efectos de esta noción no es un detalle menor que deba pasarse por alto. Por el contrario, es una apuesta por darle continuidad a la propuesta teórica presentada por trabajos recientes sobre la espiritualidad, y en particular los de Rodrigo Toniol, que buscan alejarse de la preocupación por definir esta categoría, para enfocarse en estudiar las formas en las que se utiliza y se moviliza este concepto. En pocas palabras, las preguntas que plantea Toniol (2019: 5433) en su propio trabajo se vuelcan más hacia el tipo de actores involucrados en estos procesos, los términos que se movilizan, los intereses que defienden, su legitimidad y los efectos provocados con la institucionalización de esta categoría. Este punto de partida remite al campo de la “política de la espiritualidad”, que permite estudiar cómo se producen prácticas y discursos sobre la salud y la enfermedad que, lejos de ser inocuas, tienen una enorme influencia en la definición de políticas de salud pública y en la vida cotidiana de las personas.

    En particular, encontramos en ella una perspectiva interesante para entender la relación entre el fenómeno religioso y las instituciones, pues parte del supuesto de que la religión, la salud y el Estado, entre otros, no pueden entenderse de manera separada. Al colocar las formas institucionales de la producción de la espiritualidad en el centro de la reflexión, la propuesta de Toniol permite resaltar la fuerza que tiene este término como dispositivo político para la gestión de la población, y no tanto como una “modalidad individual de la experiencia sagrada” (Toniol, 2019: 5432).


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  4. Entendido a partir de las reflexiones teóricas elaboradas por Losonczy y Mesturini (2014), que desarrollaremos más adelante.


    Hablar de la espiritualidad institucionalizada nos invita a explorar los modos efectivos de regulación de la diversidad religiosa, al tiempo que nos permite dar cuenta de los distintos usos de la noción “espiritualidad” y de los efectos mismos de definirla. Este tipo de posturas resuenan con los argumentos propuestos por estudiosos de la religión críticos del secularismo, como los de Talal Asad, que demuestran de qué manera regímenes hegemónicos de entendimiento de los fenómenos religiosos, como el del liberalismo político, ponen en juego formas de violencia y relaciones de poder al promover ciertas formas de vivir la religión, la ciudadanía, la diferencia cultural y el Estado, y marginalizar otras (Asad, citado en Manrique, 2019). En línea con lo anterior, nos interesa ver de qué manera el Proceso de Paz pone en juego un entendimiento de “la espiritualidad” que, lejos de ser neutral e incluyente, puede terminar por reproducir desigualdades históricas en la relación entre el Estado y los pueblos indígenas. Es por esto que nos resulta relevante explorar la pregunta por los usos y efectos políticos de la “espiritualidad indígena” en el contexto del pos-acuerdo en Colombia.


    La Comisión de la Verdad


    Para aproximarnos a estas preguntas, es necesario explicar el papel de la Comisión de la Verdad como organismo del Proceso de Paz y su visión sobre la participación indígena en el escenario transicional. La Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición (en adelante la Comisión de la Verdad) es uno de los tres componentes del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición (en adelante Sistema Integral o SIVJRNR) reglamentado por los Acuerdos de Paz. Los otros dos componentes del sistema son la Jurisdicción Especial para la Paz ( JEP) y la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas. En particular, la Comisión fue creada como un ente autónomo e independiente del orden nacional, encargado “de contribuir al esclarecimiento de lo ocurrido y al reconocimiento [de las víctimas], y de promover la convivencia en los territorios” (SIVJRNR, 2019: 49). En otras palabras, su principal objetivo descansa en garantizar el derecho a la verdad, reconocido en el contexto transicional como uno de los pilares fundamentales para la consolidación de la paz en Colombia. Su tarea es esclarecer lo ocurrido en más de cincuenta años de guerra y ofrecer una explicación amplia sobre la complejidad del conflicto armado, promoviendo así un entendimiento compartido por la sociedad nacional sobre lo que ha sucedido y, en especial, sobre los aspectos menos conocidos de la guerra hasta ahora (SIVJRNR, 2019: 33).

    En ese sentido, el Sistema Integral explica que los esfuerzos de la Comisión están centrados en garantizar “la participación de las víctimas del conflicto, asegurar su dignificación y contribuir a la satisfacción de su derecho a la verdad en particular, y en general de sus derechos a la justicia, la reparación y las garantías de no repetición, siempre teniendo en cuenta el pluralismo y la equidad” (SIVJRNR, 2019: 31). En concordancia con ese pluralismo, la Comisión de la Verdad expresa que los pueblos indígenas de Colombia se encuentran entre la población más afectada por el conflicto armado, no sólo por haber sufrido una violencia histórica de larga duración, sino porque las violaciones de sus derechos individuales y colectivos han afectado “su modo comunitario de vida e identidad” (SIVJRNR, 2019: 27).

    Así pues, la Comisión pretende ser una de las primeras comisiones de la verdad que incorpora desde su inicio y “de manera efectiva” un enfoque étnico contra el racismo, la discriminación racial y otras formas inconexas de violencia4. La incorporación de este enfoque implica la “participación y garantías de los derechos reconocidos a los pueblos étnicos y en el reconocimiento material de la diversidad cultural” (SIVJRNR, 2019: 26). Desde un principio, el Sistema Integral argumenta que la Comisión se preocupó por construir una “metodología étnica” que plantea “elementos innovadores que buscan aportar a la transformación de la relación entre la institucionalidad del Estado y los pueblos étnicos, partiendo de la base de que sus acciones garanticen sus derechos a la verdad, justicia y reparación” (SIVJRNR, 2019: 26; Comisión de la Verdad, 2019b). Al interior de la Comisión, esta metodología se tradujo en nuevas formas de organización, que incluían la conformación de un grupo de trabajo de enfoque étnico, encargado de coordinar y orientar el despliegue territorial de la Comisión con pueblos y comunidades indígenas en diferentes regiones del país, entre ellas, la Amazonía colombiana.

    Es importante resaltar que este enfoque diferencial no es exclusivo de la Comisión de la Verdad, sino que atraviesa todo el Acuerdo de Paz. Esto se debe a la inclusión de un Capítulo Étnico5 que “demanda la incorporación de la perspectiva étnica y cultural, para la interpretación e implementación” de cada uno de los puntos del Acuerdo, desde la reforma rural integral hasta la apertura democrática, la solución al problema de drogas ilícitas y la verificación del cumplimiento de lo pactado (SIVJRNR, 2019: 9). Como lo explican los mismos Acuerdos de Paz, este capítulo étnico se incluyó con el fin de proteger y garantizar los derechos de los pueblos étnicos en el país al considerar que ellos:


    han contribuido a la construcción de una paz sostenible y duradera, al progreso, al desarrollo económico y social del país, y que han sufrido condiciones históricas de injusticia, producto del colonialismo, la esclavización, la exclusión y el haber sido desposeídos de sus tierras, territorios y recursos; que además han sido afectados gravemente por el conflicto armado interno y se deben propiciar las máximas garantías para el ejercicio pleno de sus derechos humanos y colectivos en el marco de sus propias aspiraciones, intereses y cosmovisiones (Acuerdo Final, 2016; 205).


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  5. Según la definición misma del SIVJRNR, este “enfoque reconoce que aquellas doctrinas, políticas y prácticas basadas en la superioridad de determinados pueblos o individuos o que la propugnan aduciendo razones de origen nacional o diferencias raciales, religiosas, étnicas o culturales son racistas, científicamente falsas, jurídicamente inválidas, moralmente condenables y socialmente injustas” (SIVJRNR, 2019: 27).

  6. La Constitución colombiana de 1991 establece en distintos artículos (7, 8, 9, 10 y 13) la obligación del Estado de promover las condiciones para que la igualdad sea real y efectiva, y adopta medidas en favor de grupos que históricamente han sido discriminados, excluidos o marginados. Se reconoce a las comunidades indígenas y a las comunidades negras, afrocolombianas, palenqueras y raizales como grupos e individuos sujetos de derechos diferenciales. El enfoque étnico de la Comisión de la Verdad incluye a estos grupos étnicos que se han visto particularmente afectados por el conflicto armado, no sólo en su integridad individual sino en sus derechos colectivos que afectan sus modos de vida comunitarios.


    Paradójicamente, la exclusión de los pueblos indígenas también marcó las negociaciones del Acuerdo de Paz. Según una entrevista realizada en noviembre del 2020 a Wilson,6 un líder Murui del Amazonas, desde que comenzaron las negociaciones en La Habana fue difícil garantizar la participación de los pueblos indígenas en el Proceso de Paz. Hacia el 2016, las organizaciones indígenas, negras, palenqueras y raizales venían creando una propuesta para que se incluyera un capítulo étnico en el Acuerdo, que salvaguardara los derechos territoriales y colectivos de estas poblaciones en el proceso de negociación e implementación de los acuerdos (ONIC, 2019; Entrevista a Wilson, 2020). Sin embargo, “el gobierno no invitó a nuestras organizaciones nacionales”, como la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) o la Organización de Pueblos Indígenas de la Amazonía Colombiana (OPIAC) (Entrevista a Wilson, 2020). A pesar de eso, ellos siguieron insistiendo en su participación, con el argumento de que también formaban parte del conflicto: tenían gente involucrada y habían sufrido muchos tipos de daños.

    Finalmente, las organizaciones indígenas consiguieron los recursos para enviar algunos representantes a La Habana e intervenir directamente en las negociaciones. Cuando llegaron allá ─continúa Wilson─ el Gobierno se negó a escucharlos porque, como no estaban en el protocolo, “no tenían derecho de entrar” en la negociación (Entrevista a Wilson, 2020). Ellos siguieron insistiendo y en uno de los recesos se encontraron con Rodrigo Londoño, alias “Timochenko”, comandante en jefe de las FARC-EP. Se le acercaron y hablaron con él en representación de los pueblos indígenas para presentarle la propuesta del enfoque diferencial. Según Wilson, fue por medio de las cabecillas de la guerrilla que “los presidentes de nuestras organizaciones pudieron entrar a esa reunión y poner un capítulo étnico de cómo se debía hacer ese tema de paz en los pueblos indígenas. Así se hizo, porque a nosotros nunca nos quisieron tener en cuenta en realidad” (Entrevista a Wilson, 2020).

    No es casualidad, entonces, que en el encuentro La Verdad Indígena los mismos funcionarios de la Comisión de la Verdad presentaran la siguiente aclaración: estos encuentros “son una respuesta al llamado del movimiento indígena al Estado y a la sociedad para visibilizar, no solo las afectaciones que han sufrido los pueblos a causa del conflicto armado interno, sino también sus aportes a la paz y a la conservación de la vida y el territorio” (Comisión de la Verdad, 2020). Gracias al trabajo del movimiento indígena —entre otros— se logró la instalación de la Mesa Étnica en La Habana y la inclusión de un capítulo que implementara un enfoque diferencial; un “referente único en el mundo” en cuanto a garantías para “la participación directa de las comunidades en la urgente construcción de la Paz territorial que garantice la vida, la cultura, la identidad, la autonomía y la capacidad de los pueblos para decidir sobre su futuro y territorios” (ONIC, 2019).

    De hecho, este evento en la Amazonía fue el primero en una serie de cinco encuentros regionales que organizó la Comisión de la Verdad, y que constituían, en


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  7. Todos los nombres propios han sido cambiados por cuestiones de privacidad, anonimato y seguridad.


    general, un solo camino hacia el Gran Encuentro Nacional La Verdad Indígena. Estos encuentros se leen, desde la Comisión, como una oportunidad histórica para incorporar el enfoque étnico en el diseño institucional y metodológico de la entidad, a través de la participación efectiva de los pueblos y comunidades étnicas (SIVJRNR, 2019: 26; Comisión de la Verdad, 2019b). Una oportunidad histórica para incluir las narrativas propias y las formas de transmisión del conocimiento de los pueblos indígenas en la explicación del conflicto armado, e integrar, así, la verdad y la narrativa indígena al relato de la sociedad nacional (SIVJRNR, 2019: 26).


    Los malos entendidos de la “espiritualidad”: entre el multiculturalismo y la paz


    Para comenzar, los diferentes encuentros y eventos organizados por la Comisión de la Verdad parecen indicar que, además de una participación activa de los pueblos indígenas, hay una comunicación exitosa entre esta institución y las organizaciones indígenas amazónicas, así como con otros muchos actores e instituciones que operan en torno a los Acuerdos de Paz. Esta comunicación, creemos nosotros, descansa sobre un malentendido. Este concepto se desprende del modelo de comunicación construido por Anne-Marie Losonczy y Silvia Mesturini (2014) a partir de su trabajo etnográfico y de las obras de Marshal Sahlins (1982), por un lado, y de Verónique y Christine Servais (2009), por el otro. El primero, exponen ellas, muestra cómo dos órdenes culturales diferentes le atribuyen significados diversos, pero congruentes, a un mismo evento histórico. Como si se tratara de una codificación paralela, “concebir el malentendido de esta manera hace que dos lógicas sociales y culturales diferentes aparezcan como interpretaciones divergentes de un mismo hecho, que culminan en el mismo resultado: su inscripción como un acontecimiento relevante en ambas memorias culturales colectivas” (Losonczy y Mesturini, 2014: 112). Al hacer esto, emergen de ambas lógicas unos compromisos sociales y cognitivos que condicionan la forma en la que los individuos de estos órdenes culturales se comunican e interactúan entre sí.

    Por otro lado, las autoras rescatan el trabajo de Servais y Servais, pues les permite cuestionar la teoría clásica de la comunicación, al dejar abierta cierta libertad de interpretación por parte del receptor del mensaje. Una comunicación exitosa no es aquella en la que un mensaje se transmite de forma íntegra y completa, sino aquella que logra construirse a partir del malentendido: estar de acuerdo con “el otro” no necesariamente implica entenderse mutuamente. En sus propias palabras, la noción de malentendido “sugiere que compartir un lenguaje común no excluye la posibilidad de que, a pesar de que las personas realmente crean que se entienden una con otra, pueden estar hablando de cosas muy diferentes”. Además, sugieren que todos los actos de comunicación implican cierto grado de malentendido, pero este grado aumenta a medida que los códigos sociales y culturales de los actores empiezan a distanciarse (Losonczy y Mesturini, 2014: 112-113).

    En ese sentido, creemos que son varios los malentendidos que operan alrededor de la implementación de los Acuerdos de Paz en la Amazonía, y que permiten que haya una comunicación exitosa entre una multiplicidad de actores.


    De alguna manera, las organizaciones indígenas y la Comisión de la Verdad parecen haber construido un acuerdo mutuo acerca de la importancia de hablar de “espiritualidad”, “cuidado”, “sanación” y “bienestar” a la hora de construir “paz”, incluso cuando cada uno le atribuye significados diferentes a cada una de estas nociones. Lo mismo podría decirse de aquellos conceptos que se han posicionado como los pilares del proceso transicional: “verdad”, “justicia”, “reparación” y “no repetición”. Dicho de otro modo, la relación y la interacción entre estos actores reposa sobre un modelo de comunicación basado en el malentendido, pues las partes prefieren estar de acuerdo entre ellas, antes que en entenderse una a la otra (Losonczy y Mesturini, 2014: 105-106).

    Aunque es importante dar cuenta de los diferentes usos y significados que cada uno de los actores le da a estas nociones, nos interesa estudiar lo que se hace en nombre de ellas; lo que ese malentendido permite construir y legitimar. Precisamente, Losonczy y Mesturini hablan de un malentendido performativo, co-construido y verbalmente negociado, que permite crear y legitimar prácticas, espacios y discursos en los que cada una de las partes involucradas en la interacción encuentra un beneficio propio (Losonczy y Mesturini, 2014: 106). En otras palabras, y retomando lo que hemos dicho, más que preocuparnos por definir cada una de estas categorías, nos parece importante resaltar que esta comunicación construida sobre el malentendido se utiliza como un proceso que produce, soporta y alimenta los diferentes discursos, prácticas y rituales que se pusieron en marcha con la activación del Proceso de Paz. Sobre la base de este malentendido han circulado personas, prácticas y bienes, que suponen la “adaptación constante de ambos grupos y contextos que enmarcan y apoyan” el malentendido y la circulación misma (Losonczy y Mesturini, 2014: 107-108).

    Por lo demás, no sobra recordar que esta comunicación no ocurre en un vacío histórico, geográfico, cultural, político o económico. Todo lo contrario. Este proceso se inscribe en unos códigos culturales y sociales más amplios, que enmarcan las situaciones de comunicación y establecen los límites aceptables del malentendido (siempre dinámicos, contingentes y sujetos a contracciones o expansiones). Además, Losonczy y Mesturini (2014: 106) señalan acertadamente que este contexto también es el que permite reproducir las desigualdades y las asimetrías históricas entre los actores involucrados en la comunicación.

    Autores como Ceriani Cernadas (2013) han mostrado cómo en la última década en la Argentina, y en Latinoamérica, se ha dado una expansión cada vez mayor de la categoría de “espiritualidad” en distintas áreas de la vida social (como las políticas identitarias) y no solo recluida al espectro de la “Nueva Era”. De esta manera, el autor nos propone “afinar nuestra mirada para analizar el complejo tema de la institucionalización, desintitucionalización y transversalidad. Asimismo, necesitamos historizar los usos y sentidos de estas categorías, para ubicarlas en relación concreta con los entramados socioculturales en que se desenvuelven” (p. 15). Un ejemplo que nos puede dar luces sobre cómo se ha institucionalizado la categoría de “espiritualidad” en relación a políticas identitarias nos lo ofrece el mencionado trabajo de Toniol (2019).

    De acuerdo con este último, desde la década de 1960, la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha empezado a incluir en sus documentos y recomendaciones de política pública la categoría de “espiritualidad” en su lenguaje institucional (Toniol, 2019). En medio de este complejo contexto, la OMS promovió un nuevo modelo de atención en salud que reconoció la “medicina tradicional” como agente legítimo y promulgó nociones de salud “holísticas” que tuvieran en cuenta los saberes y prácticas locales. Como parte fundamental de este enfoque empezó a aparecer con mayor frecuencia la noción de espiritualidad al interior de la organización, que en este caso “corresponde a formas muy particulares de tratamiento y curación característica de sólo una porción del globo: los Otros del Occidente moderno (y biomédico)” (Toniol, 2019: 5439). Así, podemos decir que el uso de esta noción en agendas internacionales ha estado relacionado —directa o indirectamente— con la valorización política, cultural y económica de ciertas prácticas y saberes “tradicionales” que son asociados con poblaciones que son representadas al margen de la modernidad occidental.

    Ahora bien, para aterrizar el uso de la categoría de “espiritualidad indígena” al entramado sociocultural colombiano es fundamental reconocer, desde diferentes investigaciones sobre los efectos del multiculturalismo en Colombia, que desde la década de los 90 se puede notar una revalorización social de lo indígena en el sentido común nacional (Caicedo, 2021; Losonczy & Mesturini, 2014; Langdon, 2020; Ulloa, 2017). En este proceso, las prácticas culturales indígenas se han ido integrando a un set de prácticas rituales populares, mezcladas con la ritualidad cristiana, la biomedicina y la cultura terapéutica. Aunque en cada país se establece una compleja relación entre etnicidad, religiosidad y nación, Caicedo, retomando las reflexiones de Rita Segato, señala la importancia de las formaciones nacionales de alteridad para advertir sobre el carácter histórico de la producción de la diferencia al interior de los estados nacionales y la compleja relación entre etnicidad, religiosidad y nación, que hay que considerar como constitutiva del multiculturalismo colombiano (2021: 645).

    En el caso colombiano particularmente, la difusión de esta noción estuvo asociada con la expansión del consumo ritual del yagé hacia las grandes ciudades en las últimas décadas, que fue acogida por un nuevo público urbano “ávido de nuevos referentes de bienestar” (Caicedo, 2021: 650). Esta urbanización y circulación de los rituales indígenas se hizo en nombre de la medicina tradicional indígena (amazónica). Es decir, se inscribió en un discurso y unas políticas multiculturalistas que legitiman las prácticas terapéuticas propias de los pueblos indígenas. Hoy en día el consumo de yagé funciona como sinécdoque de medicina tradicional indígena y se ofrece dentro del mercado terapéutico y espiritual alternativo, nacional e internacional, y ha sido objeto de legitimación social de lo indígena en la sociedad mayor (Caicedo, 2021:13). Luego, el lugar de los médicos y autoridades tradicionales, y de sus prácticas rituales asociadas, contribuyen a legitimar el lugar del indígena en la sociedad y, en este caso, en la Comisión de la Verdad. Todos estos referentes son importantes para entender los usos que las organizaciones indígenas y la Comisión de la Verdad le dan hoy a estas categorías, como mecanismos para construir y legitimar un discurso compartido sobre la supuesta transición de un contexto de guerra a uno de paz.

    La fuerza de la noción de “espiritualidad” no responde únicamente a la forma particular en que se legitiman la diferencia cultural y los pueblos originarios con la introducción del multiculturalismo como política de Estado en 1991. Es, sobre todo, resultado de las luchas históricas del movimiento indígena que han movilizado distintos conceptos a lo largo del tiempo para posicionar sus reivindicaciones. Al respecto, podemos decir que el uso difundido de la “espiritualidad” como referente de las luchas políticas de los pueblos indígenas es relativamente reciente. Como parte de un informe elaborado por el Centro Nacional de Memoria Histórica sobre las afectaciones, memorias y luchas de los pueblos indígenas en el conflicto armado, se identificó que esta categoría comenzó a aparecer en el movimiento indígena hacia principios de los 2000 para reemplazar con mucha fuerza —a manera de herramienta de negociación y reivindicación indígena— otras categorías como las de “cultura”, “pensar”, “trabajar”, “conocer”, entre otras (Conversación con Carlos Benavides, 2020).

    En el caso amazónico, esto también responde a procesos organizativos propios de la región. Como nos comentaba Daniel en una entrevista, un líder indígena de La Pedrera, entre 1995 y el 2000 las comunidades indígenas se comienzan a organizar, conformándose como resguardos y como Asociaciones de Autoridades Tradicionales Indígenas (AATI). Con eso, nos comentaba, “la guerra ya pasó entre nosotros. Ya no estamos peleando por tierra, ni por palos, sino que estamos peleando organizativamente con el otro, en este caso con el hermano mayor, que son los blancos” (Entrevista a Daniel, 2020). En el año 2000, se forma la Mesa Permanente de Coordinación Interadministrativa en Leticia, desde la cual se ha fortalecido “más el tema cultural y el tema organizativo para poder ir armando unas propuestas contundentes” para el gobierno “en educación, salud, gobierno, ambiente y mujer” (Entrevista a Daniel, 2020).

    Independientemente, los nuevos taitas7 se mueven en una intersección particular entre la tradición yagecera e innovaciones específicas que demandan los públicos urbanos. Como resultado, han transformado su lenguaje y ritualidad de formas originales e innovadoras (Caicedo, 2021: 650). Este escenario heterogéneo de prácticas religiosas y de curación ha simplificado y estandarizado muchos de los aspectos más relevantes de las prácticas indígenas en sus contextos originales, mientras que los taitas han cobrado visibilidad y reputación importante como guías espirituales y maestros de sus nuevos seguidores. Desde que empezaron a viajar a la ciudad, los taitas yageceros comenzaron a posicionarse como legítimos representantes de una “tradición ancestral y milenaria” que el Estado colombiano había sido incapaz de leer y reconocer. Hoy en día, esa asociación constituye el núcleo de su legalidad y legitimidad (2021: 651).

    Por ahora, basta con señalar que la misma noción de “espiritualidad” se ha configurado en las últimas décadas sobre la base de un malentendido “entre sentidos y significados disímiles, e incluso contradictorios, que sin embargo demuestra ser muy eficaz”, pues ha funcionado como moneda de cambio entre indígenas y seguidores del neochamanismo nueva era, pero también entre indígenas e instituciones del Estado colombiano, organizaciones no gubernamentales,


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  8. Voz quechua que hace referencia a la autoridad masculina con la que actualmente se reconoce a los chamanes yageceros y que ha sustituido a las nociones vernáculas del curaca o yacha.


    iglesias y otros (Caicedo, 2021: 13). Puntualmente, una de las facetas de este malentendido es que para los pueblos indígenas amazónicos la concepción de la espiritualidad es una que le otorga agencia “y efectos concretos en el mundo material” a unos seres o entidades no-humanas: espíritus que habitan en el otro lado del mundo y que están encargados del manejo del territorio, de la cacería, de la pesca y de las enfermedades, entre otras muchas cosas (Caicedo, s.f.; Caicedo, 2021; Losonczy y Mesturini, 2014). Esta concepción contrasta con una más “occidental”, por llamarla así, asociada a las espiritualidades nueva era cuyo locus de transformación del mundo depende de la dimensión interna del individuo (Caicedo, s.f.). Para esta última concepción, la espiritualidad se presenta como una experiencia personal que conecta al individuo con algo más grande, trascendental, común y universal (Losonczy y Mesturini, 2014; Frigerio, 2016: 218-222; Toniol, 2019: 5432).

    Aunque este malentendido es aprovechado hábilmente por indígenas y seguidores occidentales, creemos que su uso va más allá de los escenarios terapéuticos y tomas de yagé, para reproducirse y actualizarse en el contexto transicional. Se trata de un malentendido históricamente construido —particularmente en los últimos treinta años— con la promulgación de políticas multiculturales en Colombia, los cambios en el discurso ambientalista y, en general, la reivindicación de lo indígena a partir de discursos y prácticas espirituales nueva era, terapéuticas y de etnoturismo. A su vez, este malentendido en torno a los Acuerdos de Paz retoma y actualiza imaginarios coloniales y racistas sobre la indianidad asignándoles a las poblaciones indígenas un lugar y unos derechos diferenciados únicamente en su condición de minorías étnicas, o de ser “los otros”, de la nación. Aún en el Proceso de Paz la participación indígena está marcada por una fetichización de la diferencia y el exotismo, a partir de imaginarios históricamente construidos. A su vez, esos imaginarios nutren y se alimentan de formas de presencia del Estado y de reconocimiento de la diferencia, que se articulan con el crecimiento del mercado internacional yagecero, las redes de chamanismo trasnacional y los nuevos usos de la ayahuasca que ponen a circular el valor de “la espiritualidad indígena” (Caicedo, 2021: 657).

    Desde esta perspectiva, resulta evidente que el malentendido sobre la “espiritualidad” indígena en escenarios transicionales va más allá de pensar esta categoría como un mundo dual o como una dimensión de crecimiento individual. Los encuentros y eventos realizados por la Comisión, aunque someros, arrojan luces sobre la forma en la que la institucionalidad estatal está leyendo la “espiritualidad” y cómo se está leyendo desde lo indígena. Por un lado, parece ser que la Comisión utiliza la “espiritualidad indígena” como una forma de (re)indianizar a los pueblos originarios y los reclamos que hacen en estos escenarios. Es decir, se utiliza como un marcador de diferencia que permite marcar —valga la redundancia— aquellos sujetos víctimas del conflicto que también son indígenas, o “los otros”; sirve para marcar una alteridad indígena víctima. Esto es, como resalta constantemente la Comisión de la Verdad, una víctima culturalmente distinta y más vulnerable.

    Este uso de la “espiritualidad” por parte de las instituciones estatales como un marcador de la diferencia solo tiene sentido dentro del multiculturalismo colombiano. Según Bocarejo, uno de los poderes más explícitos de la política multicultural en Colombia, y en general en el mundo, “radica en definir o redefinir aquellos sujetos que se consideran como los otros de la nación […]. El reconocimiento de los grupos étnicos tuvo y sigue teniendo como premisa la supervivencia de unas culturas que se piensan como autóctonas” y cuya diferencia busca valorar el multiculturalismo colombiano (Bocarejo, 2017: 259). Así pues, ser un “sujeto étnico” está lejos de ser un proceso de autodefinición; responde a criterios utilizados por el Estado y sus instituciones, quienes juzgan quiénes pueden o no acceder a las políticas étnicas. Estos criterios responden a nociones estáticas y homogéneas sobre el significado y las prácticas de los grupos étnicos. Son poderosas tecnologías de formación de alteridad que sirven para “generar otredad concebida por la imaginación de las élites e incorporada como forma de vida a través de narrativas maestras endosadas y propagadas por el Estado, por las artes, por la cultura” (Bocarejo, 2017: 260). Desde que existe, el Estado siempre ha sido un actor activo en la producción de estas tecnologías y, en el presente, su papel como productor de la diferencia y la diversidad sigue vigente, pues sigue teniendo un papel fundamental en dar forma a esos otros (Caicedo, 2021: 646).

    En ese sentido, la Comisión de la Verdad —como entidad del Estado multicultural colombiano— también asume y reproduce formas coloniales de nombrar y representar a los sujetos indígenas. Para definir quiénes entran o no en La Verdad Indígena (es decir, quiénes son sujetos de derecho diferencial en el Proceso de Paz), la Comisión utiliza criterios diacríticos de diferencia como el territorio, la lengua, las costumbres y, sobre todo, la espiritualidad. Como mencionamos al inicio, la Comisión de la Verdad interpreta los testimonios de las víctimas como un “recordatorio de la resistencia de los pueblos indígenas a través de la espiritualidad, la medicina tradicional, la economía propia y la lengua […]. Sus voces muestran […] cómo la espiritualidad ha sido el elemento más importante para su pervivencia física y cultural” (Comisión de la Verdad, 2020). Por lo mismo, la Comisión de la Verdad pone en escena, a través de la espiritualidad, la ritualidad y la medicina tradicional, esa alteridad indígena que ha sido víctima.

    Dicho de otro modo, para poder ser escuchados los indígenas deben recurrir a los marcos de legibilidad que permite el Estado, y visibilizarse a través de marcadores impuestos de autenticidad y pureza que garanticen la atención de audiencias externas. Como en el ritual de armonización, toda la escena parecía reforzar el imaginario indígena de la alteridad radical: exótico, en armonía con la naturaleza y separado de “Occidente”. En particular, los eventos de la Comisión visibilizan y le dan un lugar privilegiado a la figura del taita, del mayor, del abuelo y de la autoridad tradicional. El ritual de armonización reproduce la imagen de los mayores indígenas como “nativos ecológicos que encarnan la sabiduría milenaria de los pueblos originarios de la Amazonía”, invisibilizando el “proceso siempre activo de configuración nacional de la alteridad” y de otras lógicas de producción y circulación de la diferencia activas en el mundo contemporáneo (Caicedo, 2021: 648). Para la Comisión y sus audiencias, los taitas se perciben como “el otro” y es en esa alteridad donde sitúan su poder y su conocimiento espiritual. Así, la Comisión de la Verdad vuelve a fetichizar la diferencia, reforzando el imaginario de los pueblos indígenas como el “origen” y como los “guardianes de la naturaleza y de la selva”.

    Son varios los efectos que acompañan este uso particular de la “espiritualidad indígena”. De acuerdo con Restrepo, la condición de posibilidad del colonialismo recae justamente sobre la capacidad de crear estas demarcaciones de diferencia frente a los sujetos colonizados, que se caracterizan por procesos de otrerización en los cuales unos “otros” homogéneos, radicales y esencializados son marcados como incapaces de decidir sobre su propio bienestar y necesitan del tutelaje colonial para ser salvados de sí mismos (Restrepo, 2020: 277). En otras palabras, el multiculturalismo debe pensarse como una serie de estrategias y políticas adoptadas por los Estados para gobernar o administrar los problemas de la diversidad: los marcadores de diferencia no sólo producen categorías y criterios de identificación y clasificación, sino que “también regulan las condiciones de existencia diferenciales” para los otros de la nación (Bocarejo, 2017: 260). Esta regulación, administración y gobierno supone asignarles unos lugares particulares en la nación (los territorios indígenas) y restringir sus modos de vida de acuerdo a criterios estáticos de cultura.


    Las Casas de la Verdad: escenarios locales del malentendido


    El 16 de agosto de 2019 la Comisión inauguró en Mocoa, capital del departamento del Putumayo, una Casa de la Verdad para toda la región amazónica. A este evento de inauguración fueron invitados diferentes actores involucrados en la implementación de los Acuerdos de Paz: delegados de la Misión de la ONU y de la Unión Europea, dos comisionados de la Verdad, un general del Ejército, un firmante de la paz (o “excombatiente”) de las FARC en proceso de reincorporación y varios representantes de organizaciones de víctimas, campesinas, afros e indígenas de diferentes departamentos amazónicos. A lo largo del evento, sentados en una mesa en la que no todos cabían, los invitados hicieron sus intervenciones sobre una tarima ubicada en una plaza pública de la ciudad, donde se dispusieron unas sillas para los asistentes y los transeúntes curiosos.

    Después de que los representantes dijeran sus palabras, el evento continuó con la realización de una danza tradicional Inga y Kamsá, a cargo del grupo de danza de un colegio bilingüe Inga. Mientras los encargados adecuaban el espacio y ajustaban los últimos preparativos logísticos, los invitados y los comisionados se abrazaban, se reían y se tomaban fotos en la tarima. En especial, los representantes indígenas —con su parafernalia y sus accesorios tradicionales— atraparon la atención de las cámaras. Una vez estuvo listo el escenario, cuyo fondo eran las calles de Mocoa transitadas por motos, carros y peatones, una de las profesoras del colegio introdujo la ceremonia en ingano, camëntsá y en español. Ella explicó que esa danza hace parte de una celebración anual de los pueblos Inga y Kamsá, con la que agradecen por lo que reciben de la naturaleza y por “el equilibrio, la espiritualidad y el perdón” (Comisión de la Verdad, 2019a). Luego de un breve silencio, los pequeños estudiantes del grupo de danza, con collares y vestimentas tradicionales, comenzaron a bailar en círculo y a cantar en lengua nativa y español, mientras las profesoras los rodeaban percutiendo algunos instrumentos. En medio de la danza, la moderadora del conversatorio, María Carlina Tez, interrumpió la ceremonia para invitar a los asistentes a que se unieran al baile. Agarró el micrófono y dijo: “queremos que este compartir del talento del pueblo Inga de la danza del perdón se contagie con ustedes […]. Así que vamos a hacer ese acto de unidad y de paz”. Luego, agregó: “los invitamos para que hagamos la misma demostración de la danza del perdón […]. Una práctica ancestral que ha sido de resistencia de los pueblos indígenas del Putumayo. ¡Los invitamos a todos a hacer la sinergia de la paz!” (Comisión de la Verdad, 2019a).

    Con la realización demostrativa de la “danza ancestral del perdón” y esas últimas palabras de Tez se refuerza el argumento que hemos construido hasta ahora sobre el malentendido de la “espiritualidad” en los Acuerdos de Paz. La puesta en escena8 del baile muestra los efectos concretos de esta categoría en la transformación de la relación entre la institucionalidad del Estado y de los pueblos indígenas. A través de esta performance de la diferencia podemos dar cuenta de las formas en las que el Estado asume y reproduce ideas y prácticas asociadas a representaciones coloniales de la indianidad, posicionándose públicamente a través del reconocimiento de las prácticas religiosas indígenas que legitiman su presencia en los territorios. En otras palabras, “el ritual como espacio público permite reivindicar a esos “otros de la nación” no a través de la ciudadanía, sino desde el hacer parte del poder ritual multicultural. Asimismo, la religiosidad indígena penetra al Estado y le arranca un reconocimiento” (Caicedo, 2021; 656) desde los referentes que hemos delineado en este trabajo.

    Acá también aparece y se utiliza la “espiritualidad indígena” ligada a ciertas prácticas culturales, como un marcador de diferencia. Por medio de la mimetización de algunas prácticas espirituales de los indígenas (como la danza que acabamos de relatar), en las que también entran a jugar nociones disputadas como las de “paz” y “perdón”, las instituciones y funcionarios del Estado juegan un papel activo en la construcción del indígena como alteridad radical. Esta legitimación contribuye a la institucionalización de tratos y políticas diferenciales al interior de un Estado multicultural, que pueden nutrir imaginarios históricos alrededor de “lo indígena”. En este caso, de nuevo, es claro cómo los indígenas no se hacen legibles ni son considerados víctimas como cualquier otro sujeto: son construidos y tratados por el Estado como víctimas étnicas (o etnizadas). Como resultado, esta concepción permea las maneras en las que las instituciones estatales se relacionan con indígenas y las formas en las que gobierna sus cuerpos y sus territorios. Es decir, tiene efectos políticos concretos.

    Pero la inauguración de la Casa de la Verdad en Mocoa nos permite ir más allá de lo que hemos dicho hasta ahora. Con esta breve descripción del evento queríamos proponer un nuevo espacio etnográfico en este artículo que nos permitiera entender cómo funciona la comunicación en el malentendido entre


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  9. Al igual que Caicedo, hacemos énfasis en la “puesta en escena” —o en el carácter performativo— de lo que pasó en el encuentro, pues no intentamos “demostrar que esta aparente nivelación entre actores sea equivalente a una presencia formal de las instituciones en la vida de las comunidades amazónicas, ni un reconocimiento estricto de autonomía sobre sus saberes y prácticas culturales” (Caicedo, 2021; 655).


    los diferentes actores que se encuentran en los espacios (transicionales) de la Comisión de la Verdad. En primer lugar, porque esta inauguración nos permite resaltar las porosidades y superposiciones que ensamblan la relación entre el Estado y los pueblos indígenas en la Amazonía. Dicho de otro modo, nos permite dar cuenta que esta relación ocurre en un campo histórico y sociológico muy complejo compuesto por múltiples actores y relaciones con muchos matices. Por eso, aunque en un primer momento nos enfocamos en el malentendido generado entre dos “sujetos” o interlocutores claros y definidos, como el Estado y las organizaciones indígenas, no debemos olvidar que la realidad es siempre mucho más compleja, dinámica y desorganizada.

    Como sugerimos a lo largo del primer acápite, y como también lo muestra el evento mismo de inauguración de la Casa de la Verdad, los malentendidos en la Amazonía son múltiples, y no se restringen únicamente a los Acuerdos de Paz. Son múltiples porque deben tomarse en cuenta el rol que asumen muchos otros actores en estas construcciones discursivas y en estas dinámicas políticas. Los asistentes en Mocoa son un ejemplo de eso. Entre ellos, no podemos olvidar las misiones cristianas de diversa índole (sean católicas, protestantes o evangélicas, sean progresistas o conservadoras), así como universidades interculturales, ONGs, ambientalistas, activistas ecológicos y culturales, campesinos, comunidades afroamazónicas, antropólogos, geógrafos, turistas, las industrias extractivistas (p. ej. de hidrocarburos), ganaderos, e incluso la ONU y la Unión Europea, entre muchos otros más. Todos estos personajes anónimos de diversas profesiones, procedencias, sexos y edades participan en la interacción e introducen a ella sus múltiples maneras de ver y actuar en el mundo, así como sus quejas, sus reclamos, sus sueños, sus deseos y sus afectos.

    Aún así, entre estos múltiples actores parece haber un acuerdo (nunca terminado y siempre contencioso) frente al lugar que ocupa la “espiritualidad indígena” en un escenario transicional de construcción de paz, donde “el perdón”, “la sanación” y “el bienestar” se inscriben como vectores centrales de la interacción, aún cuando cada uno le atribuye significados diferentes a cada una de estas nociones. Son estas relaciones complejas y cotidianas entre diferentes actores, así como los múltiples registros, espacios y momentos de la interacción, las que permiten el malentendido y lo hacen difuso, con múltiples aristas.

    El panorama puede complejizarse aún más. Otra muestra rápida de estas fronteras porosas en el malentendido son los casos de María Patricia Tobón Yagarí y de Maria Carlina Tez Jacanamijoy. Ambas son mujeres indígenas de distintos pueblos y ocupan cargos en la Comisión de la Verdad, la primera como Comisionada y la segunda como Coordinadora de la Macro Región Amazonía. Es decir, son mujeres indígenas y funcionarias del Estado simultáneamente. Como plantea Juana Dávila (2009), los funcionarios del Estado son sujetos permeables con creencias, intereses y trayectorias específicas, las cuales repercuten en su actuar cotidiano como empleados públicos. Entonces, podríamos decir que sus experiencias situadas como mujeres indígenas también nutren su trabajo como funcionarias, al igual que las políticas y discursos de la Comisión como institución transicional del Estado multicultural.

    Más allá de eso, la inauguración de la Casa de la Verdad en Mocoa nos permite resaltar que si bien los usos que las organizaciones indígenas y la Comisión le dan a la categoría de “espiritualidad” se fundamentan en un malentendido, este es funcional y productivo. Y lo es porque permite desplegar una serie de mecanismos y discursos transicionales que dan forma a la idea de una nueva nación imaginada que transita de un contexto de guerra a uno de paz. Lo que esta idea de “transición” oculta es que gran parte de las violencias que causaron y alimentaron el conflicto armado en un primer momento —como los imaginarios coloniales sobre la indianidad, los discursos del desarrollo, el extractivismo, el conflicto por la tierra, entre muchas otras cosas— fundamentan la paz que se espera para una “nueva nación”. Entonces, como veremos en un momento, uno de los efectos del malentendido sobre la “espiritualidad” es que el ejercicio de esta categoría se ha convertido en un dispositivo que engrana coherentemente viejas luchas y exigencias indígenas con nuevos escenarios de acción política y de encuentro con el Estado, mediados por narrativas transicionales.

    En este contexto transicional, creemos que la categoría de “espiritualidad” ha servido para legitimar la llegada de la estatalidad a regiones consideradas hasta el momento como “abandonadas”9. Y es que el trabajo de la Comisión de la Verdad puede entenderse no sólo como una forma de reconocimiento de las experiencias que tuvieron las poblaciones indígenas —entre otras— durante el conflicto armado, sino también como una nueva forma de presencia estatal e institucional en el territorio nacional y amazónico. Esto lo sugerimos desde la introducción, cuando señalamos que una de las funciones de la Comisión era promover la convivencia en los territorios afectados por el Conflicto. Durante el evento de inauguración en Mocoa, los mismos funcionarios de la Comisión explicaron que estas Casas están pensadas como espacios políticos y sociales, “que se han convertido en centros de la labor de la Comisión en las regiones” (Comisión de la Verdad, 2019b). Para el representante de la Mesa de Víctimas del Caquetá, quien tomó la palabra durante la inauguración en Mocoa, en la Amazonía colombiana no existen cifras de víctimas porque es una región rural dispersa, de lejanías. Según él, aún “no ha llegado la institucionalidad a ver la problemática de los pueblos indígenas, el conflicto que han vivido en sus territorios y la lucha que llevan muchos abuelos para conservar nuestra autonomía y nuestro gobierno propio” (Comisión de la Verdad, 2019a).

    Si se tiene en cuenta lo anterior, las Casas de la Verdad pueden pensarse como nuevos espacios de encuentro y relacionamiento abiertos en (y por) el contexto transicional. En total, se abrieron veintidós casas de la Verdad en Colombia, en una apuesta de la Comisión para desplegar su presencia en los territorios en los “márgenes” del Estado, que se sobreponen con aquellos históricamente más afectados por el Conflicto y otras formas de violencia anteriores o que nunca


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  10. De acuerdo con Margarita Serje, los discursos del desarrollo se han legitimado y se han mostrado como necesarios para los territorios en los que, supuestamente, el Estado está ausente. Pero, al aterrizar en esos escenarios particulares concretos, han exacerbado las condiciones de precariedad y desigualdad que dicen solucionar (2012: 13-14). También argumenta que el mito de la ausencia del Estado impide ver cómo prácticas y discursos estatales se entretejen con formas de violencia y despojo en dichos lugares. La Comisión de la Verdad, no obstante, es una forma novedosa de presencia estatal en estos “márgenes” del Estado, para llegar con una institucionalidad que apunta a la verdad, a la convivencia y a una eventual política social de reparación.


    cesaron.10 Esta estrategia institucional de abarcar capilarmente el territorio hace que el Estado se haga presente en esos lugares de una manera sin precedentes, mediante otro tipo de prácticas y formas de estatalidad11 que moldean sus relaciones con diferentes sectores de la sociedad. En este caso, no se hace presente12 a través de la Fuerza Pública (muchas veces articulada con grupos armados e industrias ilegales arrasadoras), de proyectos de desarrollo (algunos ligados y financiados por ONGs nacionales e internacionales), de políticas de erradicación de cultivos y lucha contra las drogas, entre otras. Con las Casas de la Verdad, la Comisión se hace presente como una entidad estatal que abre espacios para recibir testimonios de violencia y que coordina escenarios locales de reflexión sobre la Verdad como bien público y derecho de todos. Todo esto siguiendo su mandato de esclarecimiento de la Verdad y de contribución a la “reparación y a la no repetición”, para el “fortalecimiento de una sociedad democrática que vive un proceso parcial de transición del conflicto” (Comisión de la Verdad, 2019).

    Esta forma de presencia de la Comisión abre las puertas a que indígenas y otros sectores sociales puedan interpelar al Estado de una manera distinta. Como sostuvo un representante indígena del Caquetá, la Comisión representa “la posibilidad de visibilizar al Gobierno Nacional que sí hay una problemática en los territorios indígenas de la Amazonía colombiana. Lo que pasa es que no han llegado instituciones para poder visibilizar estas problemáticas” (Comisión de la Verdad, 2019). Luego, agregó que dicha institución, nacida del contexto de transición, es “la instancia [a la] que nosotros los pueblos indígenas podemos decirle [al Estado]: “mira, mi abuelo se fue a la chagra y no volvió; mi hermano se fue a pescar y no volvió,

    ¿qué pasó con esos hermanos que no volvieron?”” (Comisión de la Verdad, 2019).

    Por eso es que, en términos generales, los representantes de las organizaciones indígenas aprovecharon el espacio para posicionar su agenda política de vieja data, alrededor de la defensa de la vida y de sus territorios, lo que los legitima ante el Estado como autoridades de una espiritualidad que ordena el mundo hacia la “tranquilidad” y el “buen vivir”. En su intervención, por ejemplo, el representante invitado de la Organización Zonal Indígena del Putumayo (OZIP) sostuvo que participar de esta inauguración hacía parte de “la esperanza de un buen vivir en cada uno de los territorios”. Luego, hizo un llamado a “que las víctimas [fueran] reparadas no [solo] físicamente, sino espiritualmente”, como ellos lo habían hecho “milenariamente”. Al final, mencionó que, como pueblos


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  11. Das y Poole (2008) entienden los márgenes del estado, más que como espacios físicos, como espacios sociales periféricos en los que habitan cuerpos y sujetos no deseables para los intereses del Estado, que los lee y construye como “otros” que deben ser controlados, “civilizados” y gobernados de ciertas maneras.

  12. Aretxaga (2003) defiende que aproximarse a comprender al Estado a través de sus prácticas y discursos que se producen y reproducen en escenarios concretos y cotidianos dilucida su complejidad, sus tensiones y su porosidad. En otras palabras, sirve para alejarse de la aproximación leviatánica hegemónica que lo entiende como una entidad poderosa, unificada y coherente, independiente de la sociedad. Por lo tanto, propone estudiar formas de estatalidad en contextos particulares, más que al Estado como una entidad con existencia fenomenológica.

  13. La diversidad de maneras coexistentes, en ocasiones, contradictorias en las que el Estado se hace presente nos deja ver su heterogeneidad y, siguiendo a Gupta y Ferguson (2017), nos permite poner en cuestión las nociones de verticalidad y abarcamiento con las que tradicionalmente se entiende al Estado.


    indígenas del Putumayo y de la Amazonía, deseaban “un saneamiento territorial, en el marco de [la] construcción de una Casa de la Verdad”, pues al buscar la paz y la reconciliación “se materializa también ese saneamiento de cabildos y resguardos, [teniendo en cuenta que] el estado colombiano tiene una deuda histórica con [ellos]” (Comisión de la Verdad, 2019).

    Este caso de reparación nos permite dar cuenta de los usos que le dan las organizaciones indígenas a la “espiritualidad” como herramienta para tramitar sus propias agendas políticas. Las particularidades de estos usos resultaron ser más evidentes en las entrevistas realizadas el año pasado a varios indígenas de la Amazonía colombiana. En una de ellas, por ejemplo, Wilson nos hablaba acerca de los malentendidos que hay en torno a los procesos de reparación en el Proceso de Paz, porque la Unidad de Víctimas muchas veces ofrecía una reparación física a través de la entrega de casas en Leticia o en otras ciudades. No obstante, para él no tenía sentido hablar de reparación en una casa, porque eso los sacaba de sus territorios y de sus dinámicas culturales, y los revictimizaba al ubicarlos en contextos más urbanos e individualizados que cambiaban sus relaciones sociales, espirituales y con el entorno. Por eso exigía otras medidas de reparación que tuvieran en cuenta el Enfoque Diferencial y que incluyeran, entre otras cosas, la formalización de resguardos y el reconocimiento de sistemas de conocimiento, de salud y de gobierno propios (Entrevista a Wilson, 2020). Algo similar sugería Guillermo, otro líder Murui, cuando nos hablaba sobre un evento de perdón que ocurrió en el 2012 en La Chorrera, en la amazonía colombiana, para conmemorar el centenario de la Casa Arana. Las medidas de reparación simbólica que se exigieron entonces al Gobierno resuenan con lo que pedía el representante de la OZIP en Mocoa. Entre ellas, se hablaba de la necesidad de escribir una historia en sus propios términos, dejar de presionar por erradicar la coca y revictimizar a las poblaciones indígenas, y de poder sanar, cuidar y proteger sus territorios: “nosotros luchamos para que el territorio esté bien, para que las criaturas y la naturaleza estén sanas” (Entrevista a Guillermo, 2020).

    De nuevo, estas intervenciones revelan un lado del malentendido alrededor de la “espiritualidad” en el que esta noción se convierte en un marcador de alteridad que les da voz a los pueblos y organizaciones indígenas. Los dota de una autoridad y legitimidad específicas en tanto alteridad radical que les permite atrapar la atención del Estado y tramitar sus luchas históricas dentro de estos nuevos espacios. El peso de esa representación indígena es lo que garantiza su reconocimiento dentro de un Estado multicultural. Así pues, la “espiritualidad” se utiliza desde las organizaciones y pueblos indígenas como una herramienta de posicionamiento político que permite abrir espacios de participación para incidir en el debate público y en la toma de decisiones que los afectan directamente, como en la implementación del Acuerdo de Paz.

    Al igual que la Comisión de la Verdad, los pueblos y organizaciones indígenas utilizan “la espiritualidad” como un marcador de diferencia. Este concepto se apropia por parte de los indígenas para separarse y distinguirse del “otro” —en este caso del “no indígena”— y para reconocerse y representarse como sujetos moralmente superiores, haciéndole frente al discurso colonial que los ha presentado históricamente como salvajes e invisibilizados (Entrevista a Guillermo, 2020). En ese proceso de marcarse como distintos, la “espiritualidad” adquiere nuevos usos y significados, pues se piensa más como una forma de ordenar el mundo, como una política de la vida: más allá de una reafirmación de su diferencia, se utiliza como una herramienta para nombrar frente al Estado, sus instituciones y su forma particular de habitar el mundo.

    De nuevo, los significados concretos de este malentendido sobre la “espiritualidad” comienzan a dilucidarse a través de las entrevistas realizadas el año pasado. Como sugería Guillermo, “la espiritualidad no es el término exacto que tienden a usar nuestras culturas. La referencia a la espiritualidad es el orden, es el equilibrio […] es la base del conocimiento; la base y el fundamento para mantener el orden y el equilibrio de lo creado” (Entrevista a Guillermo, 2020). Como vemos, el problema de la traducción al español y de usar un lenguaje que no es el propio también se encuentra en el centro del malentendido y lo profundiza. Pero en el fondo, continuaba él, lo espiritual “es el origen del aire de vida. Es la fuente de energía de vida” (Entrevista a Guillermo, 2020). Algo similar sugería Daniel, cuando mencionaba que “la espiritualidad no lo va a entender el blanco porque sólo se enfoca en lo material. Lo espiritual para nosotros está relacionado con la vida, con el ordenamiento territorial. Ese orden fue entregado por los dioses” y “era armónico” (Entrevista a Daniel, 2020).

    Finalmente, la “espiritualidad” se asocia con las reglas que “entregó el Padre Creador” y que “se cumplen en el aspecto social, económico, religioso y natural” (Entrevista a Wilson, 2020). Es por eso que la “espiritualidad” parece utilizarse desde las organizaciones indígenas como una propuesta de ordenar el mundo, como una política de la vida. En el caso concreto de los Murui y de las comunidades pertenecientes a la afinidad de los Hijos del Tabaco, la coca y la Yuca Dulce, esa política tiene que ver con la Palabra de Vida entregada por el Padre Creador. Ese mandato, que han transmitido los mayores noche tras noche en los mambeaderos, remite al cuidado de la vida y de la diversidad, a las formas de organizar y ejercer el gobierno propio, a las formas de organizar y habitar el territorio, a la salud y al manejo de las enfermedades, al comportamiento en comunidad y a los sistemas de conocimiento propio, con sus narraciones y sus maneras de representar el mundo. En última instancia, remite también al buen vivir: a vivir tranquilos, sin preocupaciones ni malestares. Todos estos usos de la “espiritualidad” exceden la interpretación de la Comisión de la Verdad. Eso es lo que el Estado no entiende y ahí es donde se sitúa el malentendido: ambos actores están de acuerdo en que la espiritualidad es un marcador de la diferencia, pero para las instituciones es una diferencia multicultural que legitima el gobierno y la administración de esos “otros”, mientras que para las organizaciones indígenas remite a formas particulares de (auto)gobernarse, de relacionarse con el territorio y de vivir en sociedad.13 Esta dimensión del malentendido también se hace evidente cuando la comunicación gira en torno a la noción del “territorio”. Cuando en estos espacios


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  14. Reconocer este malentendido no implica caer nuevamente en marcadores de diferencia solidificados, estáticos y ahistóricos. Es importante aclarar que en estas nociones del buen vivir están presentes también relaciones con otras historias culturales distintas a las de los pueblos originarios de la amazonía colombiana. Las referencias al “Padre Creador” o las resonancias con otros discursos sobre la espiritualidad indígena y las políticas del buen vivir en otras regiones y países son solo dos ejemplos de esos encuentros históricos de larga, mediana y corta data.


transicionales de encuentro se habla de “la espiritualidad del territorio” o de “sanarlo”, los funcionarios e instituciones del Estado lo entienden más como una metáfora cultural inscrita en clave de las cosmologías y pensamientos indígenas. Es decir, como una metáfora que contribuye a la marcación de la diferencia amarrada a lo cultural. Sin embargo, como muestran los testimonios indígenas, no es una metáfora: es una agenda política que habla del cuidado de la vida y del territorio que, en este caso, aterriza, se posiciona y se tramita en espacios transicionales de interpelación al Estado.

Fanny Kuiru, coordinadora del área Mujer, Juventud, Niñez y Familia de la Organización de Pueblos Indígenas de la Amazonía Colombiana (OPIAC), sostiene que “cuando se cuida el territorio, se cuida todo: la vida, la salud, se garantiza la soberanía alimentaria” y el sustento para el buen vivir (CNTI, 2020). Pero, como menciona Lizbeth Bastidas, asesora de la Comisión, “donde antes había una maloca, una chagra o bosques protegidos por los espíritus, ahora hay deforestación por minería, cultivos ilícitos, ganadería y tala indiscriminada que atenta contra el equilibrio de los pueblos amazónicos [y] se agudiza con la falta de titulación de resguardos” (Comisión de la Verdad, 2020). Esta inseguridad jurídica y la falta de formalización de los resguardos ocurre simultáneamente con el avance de proyectos extractivos en la Amazonía, cuyos intereses y presiones no deben menospreciarse, pues permiten entender la heterogeneidad y las contradicciones del Estado colombiano, así como el carácter concreto e histórico de las demandas indígenas (CNTI, 2020). Y lo mismo puede decirse sobre la avanzada de actores armados hacia territorios indígenas y el recrudecimiento del conflicto armado en los últimos tres años. Así, la espiritualidad más allá de ordenar el mundo, se convierte en una forma de posicionarse frente a él y de actuar en consecuencia en distintos escenarios de acción política.

Estas luchas históricas se tramitan ahora a través del uso de la “espiritualidad” en los nuevos escenarios transicionales. Como sugerimos hace un momento, no es casualidad que el Capítulo Étnico incluido por los pueblos indígenas en el Acuerdo de Paz establezca medidas de salvaguarda para los resguardos, logrando implementar un decreto que busca cerrar la frontera agrícola y agilizar la titulación de tierras (CNTI, 2020). Del mismo modo, los escenarios de la Comisión de la Verdad, como el encuentro La Verdad Indígena, también se apropian del movimiento indígena para hacer avanzar su propia agenda. Por eso María Carlina Tez aprovechó su participación en el evento para convocar a las instituciones para que tomen medidas urgentes para salvaguardar a los pueblos indígenas y “respaldar las peticiones históricas” que han hecho:


Que se les asignen recursos suficientes para sacar adelante sus planes de vida y sus sistemas de salud y educación propia, así como para recuperar su soberanía alimentaria y sus sistemas de producción. Todo esto para que las comunidades puedan vivir en paz, sin incursiones armadas en sus territorios; para que puedan salir a pescar, a cazar y a cultivar las chagras de manera tranquila; para que los abuelos vuelvan a contar las historias y transmitir el conocimiento y las prácticas culturales a los jóvenes y, así, reconstruir el tejido social fragmentado por las acciones de la guerra (Comisión de la Verdad, 2020).


Este ejemplo resume, en últimas, lo que hemos argumentado hasta ahora: al tiempo que las organizaciones indígenas utilizan la noción de “espiritualidad” —y sus prácticas asociadas— como una herramienta de posicionamiento político que interpela al Estado y así arrancarle un reconocimiento y proponer una agenda propia sobre su gobierno y sus territorios, el Estado a través algunas de sus instituciones, como la Comisión de la Verdad, está recreándose en estas regiones de maneras inéditas que generan la posibilidad de oxigenar y reposicionar las luchas de los pueblos indígenas.


Conclusiones


La espiritualidad es una categoría históricamente situada y enmarcada en configuraciones de poder. Por eso, nos preocupamos por estudiar cómo se produce, se moviliza y se utiliza esta categoría por diferentes actores e instituciones y cuáles son sus efectos en la producción de nuevas formas del gobierno de la diversidad. Los usos de la categoría de “espiritualidad indígena” en los escenarios transicionales abiertos por la Comisión de la Verdad nos permiten ver de qué manera esta noción, en lugar de describir una realidad dada de antemano, habilita formas de relacionamiento entre los pueblos indígenas, el Estado y otros actores y, por lo tanto, es una categoría sujeta a múltiples malentendidos. Al final, hemos visto que la “espiritualidad” es una categoría polisémica y, sin embargo, altamente funcional como mecanismo de comunicación y relacionamiento político en el escenario del pos-acuerdo en Colombia.

A pesar de ser una categoría en constante (re)significación, negociación y disputa, parece que, de los relacionamientos entre Estado y pueblos indígenas, se tiende a decantar una versión que entiende la espiritualidad como característica intrínseca y diferencial de los indígenas; un rasgo identitario que les otorga un valor único en la nación. Esta versión, como hemos visto, es un arma de doble filo, ya que actualiza los principios y supuestos del multiculturalismo en Colombia, una política que produce y reproduce un sinnúmero de paradojas (Bocarejo, 2017; Restrepo, 2020; Caicedo, 2021). En particular, vimos que el campo político que abre la noción de “espiritualidad” sobre lo que debería ser la paz, la justicia y la reparación reproduce en cierta medida unas marcaciones de diferencia ligadas a lógicas coloniales de participación política de los pueblos. Lo anterior no quiere decir que los espacios de encuentro con la Comisión y el Proceso de Paz en general no hayan abierto también la posibilidad de oxigenar y reposicionar las coordenadas bajo las cuales se ha dado históricamente la relación entre Estado colombiano y pueblos indígenas. Tampoco quiere decir que las organizaciones y liderazgos indígenas no pongan en cuestión los malentendidos funcionales frente a la categoría de “espiritualidad”. Es más, los encuentros relatados en este texto también son escenarios en los cuales se ponen en juego otras formas de entender y vivir la espiritualidad.


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