Política Proletaria hoy

Sobre los Peligros y las Posibilidades de la Analogía Histórica

 

Por James Ferguson[1]

University of Stanford

 jgfergus@stanford.edu

 

 

Resumen

Cuando las desposeídas clases urbanas contemporáneas  son representadas como “proletariado”, se activa una poderosa analogía histórica por la cual la muy bien documentada experiencia de las florecientes clases trabajadoras industriales de la Europa del siglo XIX proporciona un patrón implícito de interpretación de eventos y procesos muy alejados, en tiempo y en espacio. El  uso que  Karl Marx ha dado a la  figura del proletariado,   frecuentemente proporciona inspiración y constituye un modelo para tales movimientos analógicos, ya en su propia época fue una analogía histórica compleja que invocaba las jerarquías sociales de la antigua Roma. Repensar esta historia intelectual doblemente analógica nos ofrece la ocasión tanto de considerar los usos y abusos de la analogía histórica, como para utilizar la reflexión sobre los proletarios originales (romanos) como palanca conceptual para desmontar algunos supuestos obsoletos sobre la política contemporánea de ciertas poblaciones urbanas sin propiedad, en el sur de África y más allá.

Palabras clave: analogía histórica, comparación, trabajo, proletariado, propiedad, dependencia; sur de África, Sudáfrica, antigua Roma.

 

Abstract

 

When contemporary dispossessed urban classes are figured as a “proletariat,” a potent historical analogy is activated in which the well-documented experience of the burgeoning industrial working classes of nineteenth-century Europe provides an implicit template for interpreting events and processes far removed in time and space. Yet Karl Marx's own deployment of the figure of the proletariat, which often provides the inspiration and model for such analogic moves, was itself in its own time already a complex historical analogy, invoking the social hierarchies of ancient Rome. Rethinking this doubly analogical intellectual history provides an occasion both for considering the uses and abuses of historical analogy, and for using a reflection on the original (Roman) proletarians as a conceptual lever for prying apart some outdated assumptions about the contemporary politics of certain propertyless urban populations, in southern Africa and beyond.

 

Keywords: historical analogy, comparison, labor, proletariat, property, dependence, South Africa, ancient Rome.

Cómo citar este artículo: Ferguson, James (2022). “Política Proletaria Hoy. Sobre los Peligros y las Posibilidades de la Analogía Histórica”, Etnografías Contemporáneas,  8 (14), pp.132-152.

 

Los términos analíticos que hacen posible el trabajo de comparación social e histórica son generalmente lo que podríamos denominar bienes usados. No somos los primeros en manipularlos y nos llegan con las manchas, rastros e imperfecciones de sus usos anteriores. Tales residuos de usos previos crean asociaciones análogas, a través de las cuales instancias históricas previas o casos sociológicos paradigmáticos pueden establecer los términos (bastante literalmente) con los que describimos y comparamos otros casos. A veces, nuestros términos analíticos de comparación invocan tales analogías explícitamente. Cuando discutimos sobre el "apartheid" en Israel, o identificamos clases de "compradores" y "kulaks" en África Oriental, el préstamo de argumentos o de marcos de referencia (y no solo de términos) no está disfrazado. Pero incluso cuando nuestros términos son más técnicos, o son aparentemente universales, los rastros de sus usos anteriores permanecen en ellos. Un antropólogo político de hoy en día, por ejemplo, no puede describir una sociedad de "linaje segmentario" sin transportar inmediatamente al lector formado antropológicamente a las llanuras aluviales de la tierra de los Nuer  y al mundo textual de E. E. Evans-Pritchard. Y aun términos menos especializados tienen  vínculos similarmente profundos con predecesores históricos bien conocidos y consagrados: ¿podemos realmente discutir la "revolución" hoy en día sin encuadrar tácitamente nuestro pensamiento en relación a las asociaciones gastadas de esa palabra con casos paradigmáticos o canónicos que espontáneamente nos trae a la mente? Tal analogía-por-asociación es probablemente inevitable y, en cualquier caso, no es un obstáculo para una comparación sólida y fructífera. Pero, a continuación, argumentaré la común combinatoria de términos analíticos con analogías históricas, convencionales o canónicas, la cual merece una reflexión más crítica y metodológica que la que generalmente le hemos dado hasta ahora –tanto por la coartada que puede producir y (menos obvia pero quizás más interesantemente) como por la desestabilización creativa y potencialmente útil que un cambio consciente hacia analogías menos convencionales podría proporcionar–.

El caso que deseo considerar involucra los términos "proletariado" y "proletario" en  Sudáfrica contemporánea. Comienzo por observar que, si bien estos términos todavía están en uso, la analogía histórica que alguna vez fue la justificación explícita para ese uso —asimilar el surgimiento de una clase trabajadora industrial en el sur de África con los desarrollos anteriores de Europa—hoy está cada vez más en disputa. Pero la conclusión que quiero sacar de esto no es que deberíamos dejar de usar analogías históricas, sino que deberíamos esforzarnos por utilizarlas de formas menos convencionales y más imaginativas. Por lo tanto, no defiendo una retirada del lenguaje "proletario", con el argumento de que ahora esté desactualizado, anacrónicamente fuera de su tiempo y espacios adecuados. En cambio, apunto a poner la analogía proletaria, y sus problemas actuales, en un contexto histórico mucho más expansivo, y por lo tanto, a abrir un conjunto más amplio de posibilidades analógicas. Sugiero que, al expandir la analogía, en lugar de simplemente descartarla, se le puede dar tanto al término "proletario", como a las analogías que es capaz de sugerir, una nueva relevancia y un nuevo alcance analítico sobre el presente. De manera más general, también sugeriré que esforzarse por ser más auto-conscientes de los vínculos entre los términos de nuestras comparaciones y de las asociaciones históricas implícitas, con las que están conectados, puede permitirnos abrir nuestro pensamiento a una gama más amplia de analogías, desplazando, así, los casos paradigmáticos demasiado familiares que actualmente dominan nuestras imaginaciones analógicas.

Comencemos, por tanto, por la cuestión de, como indica mi título, "la política proletaria hoy". La palabra "proletario" está, por supuesto, asociada para siempre con la obra de Karl Marx y, en particular, con la tradición marxista de análisis de clase dentro de la cual "el proletariado" y la "proletarización" han sido conceptos centrales. Hoy en día y en la mayoría de los lugares, ese lenguaje tiene un tono bastante antiguo. Pero en Sudáfrica, el concepto de "proletariado" conserva tanto una circulación sorprendente, como una medida de real significancia.[2] Esto es, parcialmente, un legado de las diversas orientaciones marxistas que se unieron en los largos años de lucha contra el apartheid, parcialmente debido a su rol de palabra clave en la erudición progresista y en la teoría política de izquierda, y parcialmente, una especie de esquema para imaginar nuevas clases sociales y nuevos protagonistas políticos (como en la imagen cada vez más discutida del “precariado”). El resultado es que una categoría históricamente muy particular, incluso peculiar, utilizada durante mucho tiempo para analizar las formas políticas económicas de la Europa del siglo XIX, a menudo aparezca, tanto en los relatos históricos como en los contemporáneos del África austral, como si fuera un simple término descriptivo y no, como me parece que es, como una alusión bastante forzada y anacrónica.

Esta situación sólo puede explicarse por el hecho de que, desde los primeros días del análisis socio-científico de la región, hemos trabajado bajo el hechizo de una poderosa analogía histórica, comparando los acontecimientos contemporáneos en el sur de África con los de la Europa de la época de la industrialización capitalista. Como he escrito en otra parte (Ferguson, 1999), la antropología de mediados del siglo XX de lo que se llamó "cambio social" funcionó, desde el principio, con la idea de que la industrialización de Europa proporcionaba la clave para comprender los acontecimientos en las economías mineras de Sudáfrica, en expansión entonces. Por ejemplo, el antropólogo social Max Gluckman, fundador de la "Escuela de Manchester" de antropología y director del famoso Instituto Rhodes-Livingstone, identificó el problema sociológico fundamental de la región en lo que denominó "la revolución industrial africana" (Gluckman, 1961). A los nuevos trabajadores de campo que comenzaban a investigar en la región, Gluckman según se informó, asignaba como lectura obligatoria para el viaje en barco desde Gran Bretaña nada que tuviera que ver con Sudáfrica, sino dos obras entonces influyentes de historia social de la industrialización de la Inglaterra de fines del siglo XVIII y principios del XIX (The Town Laborer [1917] de JL Hammond y Barbara Hammonds, y The Village Laborer [1920]), creyendo que así proporcionaban el marco apropiado para comprender las realidades sociales que pronto encontrarían los investigadores.[3]

También los historiadores vieron en el sur de África un proceso histórico que, de manera significativa recapitulaba el desarrollo anterior de Europa, un proceso caracterizado por la acumulación primitiva, la expansión de un modo de producción capitalista, el despojo rural y la creación de un proletariado urbano. Ni los antropólogos, ni los historiadores ignoraban las particularidades de la región o sus manifiestas divergencias con las trayectorias europeas del desarrollo capitalista. Sin embargo, había una fuerte sensación de que, a grandes rasgos, África estaba pasando por algo que Europa ya había experimentado. En este sentido, el marco eurocéntrico se daba por sentado.

A finales del siglo XX, la historia del surgimiento de una clase trabajadora fue quizás el único tema dominante de una erudición extremadamente admirable (y en su mayoría marxista) que florecía durante ese período. Pero a pesar de lo ricas que fueron estas discusiones, lo que sorprende ahora, al mirarlas retrospectivamente, es cuán pocas dudas parecía haber de que el término "proletariado" fuera una categoría útil y apropiada para caracterizar a las masas urbanas y semiurbanas que habían crecido alrededor de los nuevos pueblos mineros y de otros asentamientos urbanos. Esto contrastó notablemente con los estudios sobre el campo, en donde las discusiones agudamente críticas de varias disciplinas cuestionaban, sin descanso, la relevancia y la validez de las analogías y de las terminologías europeas. ¿El término "feudalismo" es realmente de alguna aplicación en África? preguntó Jack Goody (1963) ¿Los términos europeos como “tribu” no distorsionan la comprensión académica de las políticas africanas contemporáneas y precoloniales –se preguntó Terence Ranger (1985)? "¿Se debe llamar campesinos a los cultivadores africanos?" –preguntó Lloyd Fallers (en el título de un influyente artículo de 1961)–. Pero pocos parecían dudar (al menos en África del sur) de que los trabajadores industriales africanos iban a ser denominados como proletarios. Como he argumentado en otra parte (Ferguson, 1999), esto no era sólo una cuestión de terminología, sino de una trama imaginaria que configuró la manera en la que los desarrollos sociales y políticos fueron, al mismo tiempo, narrados y entendidos .

A estas alturas, todo esto es un terreno bastante familiar. Pero el nuevo pliegue que quiero introducir aquí en la discusión, es la observación de que el término "proletariado", que hemos venido usando en las últimas décadas como una especie de analogía histórica (comparando a ciertas personas sin propiedad, en su mayoría urbanas, con las florecientes clases trabajadoras industriales del siglo XIX), fue, ya en su momento, en sí misma, una analogía histórica, una que atravesó no solo uno o dos siglos de historia, sino casi dos milenios.

Como bien lo sabía Marx (educado, como lo fue, en derecho romano), el concepto de proletariado tenía su origen en las prácticas administrativas de la antigua Roma, en donde aparecía como una categoría censal, que se aplicaba a las personas que eran ciudadanos libres pero que carecían incluso de la posesión mínima de la propiedad requerida para ser miembro de la jerarquía de clases de la República Romana. Esto es: una categoría social de ciudadanos libres pero sin propiedades, cuyo número se disparó durante el período imperial, sobre todo en la misma ciudad capital de Roma.

En contraste con el uso posterior del propio Marx, los romanos que eran designados como "proletarios" no eran principalmente trabajadores asalariados, una categoría de hecho poco desarrollada en la economía romana. Más bien parecen haber hecho sentir su presencia en la sociedad en general menos como trabajadores que como "la turba de la ciudad" [the city mob], según lo que Eric Hobsbawm analizó hace mucho tiempo (1965: 108-25). Esto es, su rol social se basaba en la política y en el clientelismo más que en los salarios, y dependía de los flujos distributivos casi tanto como del trabajo productivo. El propio Marx señaló esto en el prefacio de la segunda edición de su célebre Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, citando la observación del historiador Sismondi sobre que "el proletariado romano vivía a expensas de la sociedad, mientras que la sociedad moderna vive a expensas del proletariado" (Marx, 1978: 5).

El uso del término "proletariado" para designar una clase compuesta específicamente por trabajadores asalariados fue, como ha demostrado Peter Stallybrass (1990), una innovación terminológica del siglo XIX, en la que el propio Marx desempeñó un papel protagónico. Los usos más antiguos se habían adherido mucho más al sentido romano original, al sugerir un conjunto empobrecido, desordenado y posiblemente peligroso de indigentes y vagos. “Antes de Marx”, ha escrito Stallybrass, “proletario (prolétaire) era uno de los significantes centrales del espectáculo pasivo de la pobreza”; “[e]l proletariado, en otras palabras, no era la clase obrera: eran los pobres, los recolectores de trapos, los nómadas” (ibid.: 84). Según el relato de Stallybrass, Marx solamente creó al "proletariado" como a un protagonista coherente y moralmente recto de la clase trabajadora por medio de un proceso de purificación, en el que muchos de los elementos heterogéneos y desagradables de lo que se había conocido como el proletariado fueron extraídos y contenidos de manera segura dentro de otra categoría: la del Lumpenproletariat. A esta figura, como es bien sabido, la trataron Marx y Engels con descarado desprecio: “la escoria social”, “esa masa putrefacta” de parásitos y criminales, “esta escoria de elementos depravados de todas las clases” (citado en Ferguson, 2015: 221), "desviando hacia esa categoría", como observa Stallybrass, "gran parte del miedo, la aversión y la fascinación voyeurista que la burguesía había depositado en la categoría previa y menos específica del proletariado" (1990: 82).

Es sólo esa "purificación" de los significados más antiguos de proletario (una purificación que hace mucho tiempo hemos olvidado y que hoy damos por sentada) lo que permitió la comprensión moderna del "proletariado" como una entidad sociológica coherente, caracterizada por ambas funciones económicas específicas (trabajo asalariado productivo) y características político-morales específicas (una clase trabajadora "respetable", capaz tanto de ganar conciencia de clase como de perseguir objetivos políticos de importancia universal). Pero precisamente esta purificación es la que separa al concepto marxista contemporáneo de “proletariado” de la población urbana global contemporánea, a la cual hoy se le aplicaría sólo muy tenuemente. El concepto de proletariado purificado lucha por encontrar sustento aquí precisamente porque las nuevas poblaciones urbanas emergentes del Sur global a menudo subsisten a través de estrategias de subsistencia improvisadas, "informales" y uno está tentado a decir "lumpen", que han desplazado cada vez más los salarios estables del trabajo como base económica de las subsistencias urbanas en gran parte del mundo. Por tanto, me gustaría volver por unos momentos, al original, al punto de referencia romano de los análogos proletarios de Marx. Al mezclar un poco al "proletariado" que Marx tan cuidadosamente purificó, podemos encontrar mejores formas de usar algunas metáforas familiares y mejores formas de comprender las posibilidades y peligros de la analogía histórica.

 

La política proletaria de la antigua Roma

 

Antes de continuar, es hora de introducir una salvedad enorme: tal vez como sea de esperar para un estudioso especializado en el África del sur moderna, este autor, de hecho, no sabe mucho sobre la antigua Roma. Si el propósito de este ensayo fuera contribuir a la comprensión académica de la sociedad romana, o a la historia romana, sería muy vergonzoso y, de hecho, descalificador. Pero este ensayo no tiene tal propósito. No debe considerarse como un informe de conocimientos, sino más bien como una especie de experimento conceptual. Con ese objetivo en mente, espero que, una vez que surjan los resultados de este experimento, el lector generoso perdone la evidente falta de experiencia, así como lo que seguramente a cualquier especialista le parezcan, en el mejor de los casos, simplificaciones excesivas. Que no haya ningún malentendido: este artículo no es en modo alguno una contribución a la historiografía de Roma. Su objetivo no es más que resumir, muy crudamente, algunos hechos básicos extraídos de la literatura secundaria sobre el orden social de la antigua Roma (y especialmente sobre la ciudad de Roma en su período imperial) para lanzar una provocación respecto a nuestro uso de las analogías históricas. Si tiene alguna contribución que hacer, radica en esa provocación, y ciertamente, no en ningún conocimiento o revelación original sobre Roma.

Por lo que puedo decir de esa literatura secundaria,[4] la diversa colección de ciudadanos romanos considerados bajo la antigua categoría del censo como "proletario" se parecía menos al "proletariado" asalariado y respetable de Marx que a las "impurezas" que él sistemáticamente limpió. Es decir, se parecía bastante al muy despreciado Lumpen proletariado de Marx. Consideren el siguiente relato del período imperial tardío: “El proletariado vago y holgazán… dedica toda su vida a la bebida, el juego, los burdeles, los espectáculos y el placer en general. Su templo, hogar, lugar de encuentro, de hecho el centro de todas sus esperanzas y sueños, es el Circo Máximo… La mayoría de estas personas son adictas a la glotonería. Atraídos por el olor de la cocina y de las voces chillonas de las mujeres... se aglomeran en el estadio de puntillas, mordiéndose los dedos y esperando que los platos se enfríen (Ammianus Marcellinus [ca. 330-395], citado en Grant,1992: 81)”.

Esta es una narración de élite, por supuesto, pero en ella y en otras similares se nos presenta precisamente ese “espectáculo pasivo de la pobreza” que Marx había expulsado de su imagen del proletariado como una clase trabajadora respetable. Y si estos “proletarios” romanos suenan menos como trabajadores regulares, y más como una clase baja desempleada, esto no debería sorprender. Como he señalado, la definición original del proletariado romano identificaba un tipo de intersección entre estatus de ciudadano libre y carencia de propiedad. Es decir, era un estatus que no se definía en absoluto por el trabajo, sino por la falta de propiedad, por un lado, y por una especie de afiliación política, por el otro. Sugeriré en breve que este pasaje, del trabajo a las cosas, como a la ciudadanía y a la propiedad, es bastante útil cuando se trata de las posibilidades analógicas del término en el contexto actual.

Aquellos que carecían de propiedades importantes están muy pobremente documentados en los textos, escritos e inscripciones que proporcionan la base de la mayor parte de lo que sabemos sobre la estructura social de la antigua Roma; son lo que Knapp (2011) ha denominado los "romanos invisibles". Pero las fuentes disponibles parecen sugerir que el poder social clave de los ciudadanos urbanos sin propiedades (pero no esclavos) de Roma, no residía principalmente en su capacidad para trabajar, sino en otras capacidades que se asemejan más a las de la "turba de la ciudad" de Hobsbawm, especialmente a capacidades tanto para ofrecer partidarios como para infundir miedo. Un tipo clave de poder involucró a la capacidad de aumentar (mediante la reproducción) la población con fines como la colonización o, en el período imperial posterior, el personal del ejército. Como sugiere el nombre proletarius, "el que produce descendencia", la capacidad de producir hijos era uno de los pocos activos que se reconocía que poseían estos ciudadanos sin propiedad. Pero también en otros dominios, poder proporcionar volumen demográfico importaba, ya sea en forma de partidarios políticos para los políticos, séquitos y admiradores para los notables, o clientes para diversos tipos de patrocinio. Como argumentó Paul Veyne (1990), las élites romanas necesitaban que su gloria se reflejara en un grupo de admiradores; los líderes necesitaban seguidores; y el gran hombre necesitaba no solamente dinero y poder, sino, fundamentalmente, ser celebrado, apreciado, elogiado, y de hecho, amado. Y esa fue una de las tareas sociales realizadas por el proletariado romano.

Es importante señalar, en términos económicos, la prevalencia de lo que podríamos llamar en palabras anacrónicamente modernas, el desempleo masivo entre los ciudadanos libres pero sin propiedades de la antigua Roma. La práctica generalizada de la esclavitud por supuesto redujo la necesidad de contratación de mano de obra, por lo que simplemente no había un mercado regular para los trabajadores de largo plazo (Parkin y Pomeroy, 2007: 215). De hecho, donde había trabajo remunerado más allá de los arreglos casuales a corto plazo, generalmente el mismo se subsumía dentro de las relaciones sociales clientelares, que difuminaban las líneas de división entre salarios y obsequios y generosidad de un patrón. Y pocos podían contar con tales arreglos. De nuevo, la evidencia histórica sobre los medios de vida de los pobres en Roma es bastante escasa, pero según un autor (Bairoch, 1988: 83), los desempleados y subempleados "ciertamente deben haber superado el 30 por ciento, si no el 40 por ciento de la población en edad de trabajar". Knapp lo ha dicho más recientemente, incluso más rotundamente, concluyendo que "la mayoría de las personas no estaban regularmente empleadas” y “vivían al límite, la mayor parte del tiempo, si no todo el tiempo” (2011: 98, énfasis mío). Y estos "desempleados y sub-empleados" parecen haber sufrido condiciones de existencia extremadamente precarias, de hecho, "lumpen". Una fuente habla de "la gran clase de trabajadores libres pobres que no tenían ingresos fijos y probablemente vivían una existencia marginal" (Shelton, 1988: 133), mientras que otra afirma que, "Roma siguió siendo famosa en la antigüedad tardía por la presencia de una población viviendo 'informalmente en las grietas de imponentes edificios, durmiendo a la intemperie en las tabernae o acurrucados en las bóvedas o entre los asientos de teatros, circos y anfiteatros'”(Atkins y Osborne, 2006: 9, citando a Ammianus Marcellinus). Knapp señala que los mendigos "abundaban", mientras que los jornaleros ocasionales probablemente no estaban mucho mejor, ya que vivían en un estado "muy eventual" de futuro "siempre incierto" (2011: 100, 98).

La mayoría de los que estaban empleados eran lo que hoy podríamos denominar “autónomos", y la ciudad contenía innumerables artesanos, artistas y pequeños comerciantes apiñados en chozas y en puestos en torno a la ciudad. Pero, como ha observado MacMullen (1974: 89), "las muy populosas asociaciones de artesanos" deben interpretarse frente a "la evidencia de la subdivisión de oportunidades para hacer dinero"; uno debe apreciar “cuán atomizadas estaban las industrias, cuán minuciosamente subdivididas en pequeñas tiendas y pequeñas agencias” (ibid.: 98-99) tal que normalmente producían sólo muy pequeñas porciones de sustento. Más que a una burguesía moderna o al sector comercial, debieron parecerse a algo más cercano a lo que hoy llamaríamos “la economía informal”; escritores contemporáneos, ciertamente, no dudaron en agruparlos entre "los pobres" y la chusma. Como en el caso de los trabajadores, las relaciones con los mecenas poderosos eran valiosas, si no esenciales, y los artesanos estaban siempre en sintonía con la posibilidad de vincularse como clientes a benefactores o protectores ricos y propietarios. Como dijo un autor de la época, los pobres eran aquellos que “miraban siempre los dedos de los ricos” (citado en Brown, 2012: 56).

Si aquellos que eran clasificados como proletarios (es decir, los más pobres de la plebe, ciudadanos romanos libres carentes de casi toda propiedad) eran dependientes de las relaciones de patrocinio con sus superiores sociales, a menudo dependían incluso más de su relación con el estado, una relación a menudo tan personalizada como la relación con el mismo emperador. Un elemento clave de esta dependencia tomó la forma de distribución directa del estado basada en la ciudadanía, no en el trabajo. A través de las conocidas "leyes de cereales", el emperador distribuía directamente los alimentos a la ciudadanía urbana, de quien también se esperaba que proporcionara espléndidos entretenimientos populares, de ahí la famosa frase "pan y circo".

Pero lo que no siempre se aprecia de estos arreglos es su gran escala. En su apogeo, la metrópoli romana era una ciudad con una población de quizás un millón o más, un número que se acerca al tamaño de las ciudades europeas más grandes incluso en el período de la industrialización temprana en el siglo XIX (Bairoch, 1988: 82; Beard, 2015: 21). Y una gran proporción de esta población recibía granos del estado[5] por medio de una distribución organizada y directa. Las cifras cambiaron con el tiempo y las estimaciones en cualquier caso varían, pero parece ser que unos trescientos mil, o más, residentes de la capital estuvieron recibiendo asignaciones gratuitas en la época de Augusto (Parkin y Pomeroy, 2007: 49) y se han citado números mucho más grandes para los períodos posteriores (Bairoch, 1988: 82-83; pero cf. Veyne, 1990). Un número aún mayor se benefició del precio controlado del grano que distribuía el estado, el precio estaba fuertemente subsidiado en tiempos de escasez (Veyne, 1990: 236–40). Además de esto, un número sustancial de ciudadanos pobres en la capital romana, y de hecho en toda Italia, recibía asignaciones familiares, pagos en efectivo otorgados a familias con hijos.[6] Todo esto permitió la subsistencia de ciudadanos libres, pero sin propiedades, que probablemente lucharon por sobrevivir únicamente por medio del trabajo productivo: "amplias masas de receptores parasitarios de grano", como ha dicho peyorativamente un autor, "siempre constituyeron un Lumpenproletariado" (Alfoldy, 1985: 136).

Como Paul Veyne (1990) ha enfatizado, el grano no se distribuyó a los pobres (en términos contemporáneos, podríamos decir que no hubo "requisitos de pobreza"), sino al pueblo (véase también Brown, 2012: 68–71). Se entendía como una especie de don ostentoso, un gran gesto que traía gloria al dador, pero también como un tipo de obligación de honor, ya que el permitir al pueblo de la gran capital imperial pasar hambre hubiera sido vergonzoso y, en caso de disturbios por comida, peligroso. El aprovisionamiento del emperador al pueblo romano, insiste Veyne, debe situarse entonces dentro de la más amplia cultura antigua de la donación pública y de la gloria pública que él llamó "evergetismo".

Pero vale la pena destacar que, incluso cuando tales dones enfatizaron y promulgaron la vasta brecha social entre ricos y pobres, tampoco faltaban nociones de justas partes [fair shares]. Veyne señala que la primera creación de una ley de granos ocurrió cuando la ira, derivada de la escasez de alimentos, se vinculó a una denuncia sobre la “distribución desigual de dividendos”, en la que “aquellos que derramaron su sangre para agrandar el Imperio no estaban recibiendo su justa parte [fair shares] de la conquista” (1990: 241). Veyne sugiere que esto fue menos la expresión de un principio abstracto y universal que de una ideología política, nacida de una coyuntura específica, que permitió una "alegoría de la justicia en la que el cuerpo político se comparó con una compañía emisora ​​de acciones [share-issuing company], con el fin de hacer más concreta la idea de que todo el mundo tiene derecho a la subsistencia” (1990: 241–42). Más recientemente, Neville Morely ha defendido tanto lo que él llama el "significado práctico" de la seguridad alimentaria como una ganancia política resultante de la "presión desde abajo" y el "significado ideológico" de la concesión "de que todos los ciudadanos romanos deberían tener el derecho a exigir una parte [share] del botín del imperio” (2006: 39).

Es mucho lo que se podría decir sobre todo esto. Para mis propósitos aquí, solo quiero enfatizar que los medios de vida llegaron a los proletarios pobres, con un alcance considerable, no solamente a través de los intercambios económicos por trabajo, sino también como una recompensa por su lealtad política, como demostración del poder y la generosidad del soberano hacia quienes debían adorarlo, o como respuesta a una amenaza real o potencial del orden público.

Permítanme también declarar aquí lo que hasta ahora he dejado implícito: existen sorprendentes puntos de similitud entre el caso romano descrito aquí y el de África del sur contemporánea, y especialmente Sudáfrica, en donde los altos niveles de urbanización coexisten con un desempleo estructural masivo y extensos programas de distribución directa a la ciudadanía.

Para continuar con este paralelismo, observemos que ni la vida económica, ni la política de la capital romana pueden entenderse sin ser situadas dentro de los vastos flujos de recursos que desembocaban en Roma pero que eran producidos en otros lugares. "Roma", como ha dicho Bairoch, era un nodo distributivo: "recibía mucho y aportaba poco" (1988: 83).

Una larga tradición de tipologías del evolucionismo social de ciudades pone a esos tipos de ciudades “políticas” o “administrativas” firmemente en el pasado, y desalienta cualquier esperanza de encontrar en tales ciudades paralelos sustanciales o significativos con las metrópolis modernas. El relato clásico de Giddeon Sjoberg (1965) distinguía claramente lo que él llamó "ciudades preindustriales" de las industriales. Las ciudades preindustriales (entendidas como “antiguas” o “tradicionales”), desde este punto de vista, eran improductivas y extraían valor del campo; las ciudades modernas, en cambio, eran industriales y productivas. Henri Lefebvre (2003) también trazó una progresión evolutiva que va desde lo que él llamó la ciudad política a la ciudad mercantil y a la ciudad industrial. Pero no hay razón para conceder a tales secuencias históricas ningún tipo de verdad universal o necesidad. Si uno mira la historia del urbanismo en, digamos, Zambia, la secuencia está claramente invertida: primero vino la ciudad industrial, en la forma de las ciudades mineras de Copperbelt, y, más tarde, lo que había comenzado como centros administrativos menores y puestos comerciales, como Lusaka y Ndola, se convirtieron en verdaderas ciudades; luego, finalmente, la expansión del empleo estatal y de los sectores terciarios las convirtió en ejes distributivos y en lo que Lefebvre llamaría “ciudades políticas”. De hecho, en muchas partes del continente, las ciudades se han vuelto no más sino cada vez menos industriales, y cada vez más "políticas" o "distributivas" en carácter –recordándonos en este aspecto a Roma– mientras sugieren que el carácter "parasitario" que Sjoberg (1965) atribuyó a "la ciudad preindustrial" puede no ser de hecho una reliquia del pasado. También se pueden recordar aquí las observaciones de Max Weber sobre la importancia, tanto en el mundo antiguo como en el moderno, de lo que él llamó "ciudades consumidoras", cuyas economías estaban respaldadas por el poder adquisitivo de aquellos con (en sus incisivos términos) "ingresos políticamente determinados." Estos "ingresos políticos", en su relato, podrían incluir "funcionarios que gastan sus ingresos legales e ilegales en la ciudad", así como otros "detentores de poder político" e incluso beneficiarios de pensiones (Weber, 1969: 26-27).

Otros detalles de la sociedad romana antigua sugieren más paralelismos. La antigua capital romana estaba plagada de desempleo estructural,  ya he citado una estimación de desempleo del 30 al 40 por ciento que se correspondería bastante bien con las estimaciones actuales sobre las ciudades sudafricanas. La prevalencia de acuerdos laborales precarios y de corta duración, que he señalado como característica de Roma, también se observa cada vez más en Sudáfrica. Si en Roma el trabajo asalariado estable y a largo plazo se vio socavado por la disponibilidad de esclavos, se podría considerar hasta qué punto se ha producido un debilitamiento similar en Sudáfrica via máquinas, que en las últimas décadas ha desplazado a cientos de miles de asalariados formales de las industrias como la minería y la agricultura.

En Roma, el sostén material del estado apoyó a una gran parte de la población. Éste tomó la forma de distribución directa hacia los ciudadanos, en donde los recursos se transferían no a cambio de trabajo, sino como un privilegio de ciudadanía,[7] y como un don que los gobernantes esperaban que les hiciera ganar clientes y partidarios políticos mientras mantenían a raya los posibles disturbios o la violencia de las masas urbanas. Esto también suena familiar en Sudáfrica, donde alrededor del 30 por ciento de todos los ciudadanos reciben pagos sociales directos de un estado que busca adherentes políticos (en forma de votantes), bajo la sombra de los temores palpables y ubicuos de la élite sobre una insurrección urbana, de parte de los ciudadanos sin propiedad. De hecho, en Sudáfrica, como en Roma, incluso los ciudadanos muy pobres conservan ciertos poderes sociales, entre los que se encuentran, como dije antes de Roma, “la capacidad de ofrecer seguidores, por un lado, y de infundir miedo, por el otro." También es digno de mención que, si bien los pagos estatales a los pobres en Sudáfrica incluyen pensiones de vejez y subsidios por discapacidad, también existe, como en Roma, un subsidio especial que se paga a los hogares con niños (el Child Care Grant, que se paga al cuidador o cuidadora de cualquier niño o niña menor de dieciocho años –en Roma era hasta los dieciséis–[8]). Como señaló Weber, los "ingresos políticos" pueden venir de muchas formas. Las transferencias estatales directas a los ciudadanos eran formas decisivas de ingresos políticos en la antigua Roma, tal como lo son hoy en Sudáfrica. Y en ambos casos, las relaciones de clientelismo y dependencia han sido cruciales para sostener los medios de vida de los sin propiedad, en una estructura social de extrema desigualdad. En Sudáfrica, tanto como Peter Brown (2012: 56) ha dicho de la antigua Roma, "estamos tratando con una sociedad abruptamente jerárquica, unida por innumerables cadenas de dependencia". En todos estos puntos, la analogía con la antigüedad parece extrañamente relevante para nuestro presente del sur de África, y, en cierto modo, mucho más que la analogía más reciente (pero cada vez más inútil) de la Europa del siglo XIX.

 

¿Analogías no-capitalistas para una sociedad capitalista?

Realmente no podemos pensar sin analogías, ya que siempre aprehendemos lo nuevo y lo desconocido en términos de cosas que conocemos sobre sucesos anteriores y casos anteriores, o familiares. La analogía histórica, utilizada de una manera consciente y disciplinada, tiene tanto sus usos como sus placeres. Pero también impone límites y crea puntos ciegos. Yuxtaponiendo la analogía histórica a la que estamos más acostumbrados (el proletariado como clase emergente de trabajadores asalariados industriales) con otra menos familiar (el proletariado como ciudadanía sin propiedad, dependiente de distribución clientelar y de subsidios estatales directos), puede ayudarnos a enfocar mejor algunos de esos límites y puntos ciegos.

Con este espíritu he sugerido aquí que una serie de características de la situación económica y social de los pobres urbanos que en la Sudáfrica contemporánea parecen recordar sorprendentemente tanto al proletariado de la antigua Roma como al proletariado del siglo XIX de la Europa industrializada. Pero debo señalar que la inesperada relevancia conceptual de las categorías antiguas para pensar los desarrollos contemporáneos no es sólo una cuestión de África del sur. Tampoco soy el primero en tomar nota de ello.

Varios teóricos han aplicado recientemente analogías históricas a las realidades contemporáneas de manera que, independientemente de lo que uno pueda pensar de los méritos de sus argumentos específicos, desbaratan la vieja idea de un movimiento progresivo a través del tiempo lineal, como si todos estuviéramos ahora (como el personaje de Kurt Vonnegut, Billy Pilgrim, en Matadero Cinco) “desenganchados del tiempo”, saltando de manera desordenada y descontextualizada de un punto en el tiempo a otro, muy distante del primero. Así, mientras solíamos sentirnos seguros de una progresión ordenada, a la vez histórica y teórica, en la que Hegel conduce a Marx tanto como el pasado conduce al presente, Žižek ha sugerido recientemente que es la concepción del proletariado de Marx, la que tiene una adecuación decreciente con respecto a las realidades contemporáneas, mientras que la idea de Hegel de "la chusma" habla mucho más de las condiciones actuales. De hecho, sugiere, "se puede argumentar que la posición de una 'chusma universal' captura perfectamente la difícil situación de los nuevos proletarios de hoy". En lugar de ser explotados como asalariados, “a la chusma de hoy se le niega incluso el derecho a ser explotada a través del trabajo […]; y exactamente como lo describe Hegel, a veces formulan su demanda como una demanda para subsistir sin trabajo… ”. (Žižek, 2012: 440). Volviendo a Roma, la influyente representación de Hardt y Negri de la forma emergente del capitalismo global contemporáneo como "Imperio", por supuesto, no ha referido a ningún principio marxista como su fundamento, sino explícitamente a "la [antigua] tradición romana del derecho imperial" ( 2000: 10). Más recientemente, Göran Therborn, el gran anciano de las teorías sociológicas de clase, escribió una proyección sobre el futuro de clase en el siglo XXI, concluyendo que la "clase trabajadora", que había sido la fuerza política dominante del siglo XX, está retrocediendo rápidamente en importancia, y que "el momento en el que [se la] veía como el futuro del desarrollo social... es muy poco probable que regrese” (2012). En cambio, señala al ascenso de las clases medias organizadas en torno al consumo y lo que él llama "clases populares", a las que también denomina, con poca elaboración, "plebeyos". Otro sociólogo, por su parte, Carlos Forment, ha desarrollado un concepto de lo que denomina “ciudadanía plebeya” para interpretar la política vernácula contemporánea en Buenos Aires (2015). Las categorías sociales subalternas de épocas pasadas, y en particular las de la antigua Roma, parecen tener un extraño tipo de circulación en este momento. Pero tomo aquí esta provocación teórica para ir más allá de la cuestión literal de si las categorías sociales de épocas pasadas son realmente aplicables al presente y, en cambio, busco sugerir el valor de cierto tipo de principio de anacronismo para sacudir a las categorías de pensamiento del siglo XIX y XX que todavía cautivan en gran medida a nuestras imaginaciones teóricas.

Todavía puede ser difícil calmar la preocupación de que haya algo fundamentalmente equivocado en este giro hacia el mundo antiguo, desde que (cualesquiera que fueran las diferencias históricas podrían hacer dudar hoy en día la tan cruda comparación de la África del sur contemporánea con la Inglaterra de principios del siglo XIX, como lo hizo una vez Max Gluckman), sigue siendo cierto que la industrialización de Europa era un sistema capitalista y que la antigua Roma, cualquier otra cosa que se pudiera decir al respecto, no lo fue. ¿Debemos, entonces, simplemente descartar las analogías con los casos no capitalistas simplemente porque ya sabemos, a priori, que no pueden "realmente" aplicarse? Eso, creo, sería otorgar demasiado poder a la operación de nombrar, como si simplemente al designar a una formación social como “capitalista” se estuviera ya respondiendo a todas las preguntas analíticas claves sobre cómo funciona. En cambio, me gustaría utilizar las resonancias sorprendentes de esa otra forma antigua de política proletaria para sugerir que, de hecho, en el sur de África en la actualidad está sucediendo mucho más que, solamente, el desarrollo o el despliegue de un modo de producción capitalista.

La idea de que en la región hubo algo más que desarrollo capitalista fue, por supuesto, un pensamiento clave de la antigua literatura sobre los "modos de producción", arraigada en la afirmación teórica, central para el "marxismo estructural" de la década de 1970, de que siempre sucede algo más en cualquier formación social real de lo que se presenta en un modelo estructural de un único modo de producción. Pero incluso los pensadores más sutiles de los “modos de producción” asumieron que los elementos no capitalistas, contenidos en estas articulaciones complejas, eran viejos y estaban en retroceso y que los elementos capitalistas eran nuevos y expansivos. De la misma manera, Eric Hobsbawm (como señalé) escribió perspicazmente sobre las masas “lumpen” como una dinámica clave de la política urbana moderna. Pero aquí nuevamente, una metanarrativa del surgimiento proletario permitía la asignación confiada de algunos elementos sociales a un pasado arcaico, mientras que a otros se los proyectaba hacia un futuro inevitable. El texto de Hobsbawm al que me referí anteriormente, recordemos, se titulaba “Rebeldes primitivos” y pretendía explicar, como decía el subtítulo, “Formas arcaicas del movimiento social”. Desde este punto de vista, la política basada en “turbas” urbanas, o relaciones de patrocinio, o reclamos distributivos directos, constituían formas primitivas, evolutivamente “tempranas” de resistencia política, para ser eventualmente reemplazadas por rebeldes completamente modernos, formas modernas de resistencia subalterna y, en última instancia, por la movilización de la clase obrera organizada y “consciente”.

En lugar de estas “expectativas de modernidad” bien ensayadas (como las llamé una vez [Ferguson, 1999]), la situación actual sugiere la necesidad de aprender a contemplar futuros menos conocidos y anticipados con menos confianza, y a considerar la posibilidad de que ciertos elementos no capitalistas, que los viejos hábitos mentales relegarían al pasado, pueden ser, de hecho, nuevos y emergentes y no viejos y residuales. Donde una vez hablábamos con confianza de proletarización, hoy parece que, en una gran variedad de países, en todo el mundo, un número cada vez mayor de personas no se sustenta ni de la agricultura, ni del trabajo asalariado. En muchos de estos países, como en la antigua Roma, la distribución estatal directa forma una parte central de los medios de subsistencia materiales de estas clases sociales (en forma de transferencias monetarias y otros pagos sociales, como he analizado en otra parte [Ferguson, 2015]). Y, como en Roma, nos encontramos con formas urbanas que no están impulsadas por la industrialización sino con objetivo de posibilidades distributivas: no son pueblos mineros en auge cuya vitalidad se deriva de la producción y de la industria sino ciudades "administrativas" y "políticas" como Lusaka o Luanda, donde la ciudad aparece como un lugar menos de producción que de distribución y consumo.

Como señaló JK Gibson-Graham (1996) (en un texto al que sigo volviendo, y que ya tiene más de veinte años), las sociedades contemporáneas, ya sea en el Norte o el Sur global, nunca son simple y totalmente “capitalistas”. Formas no capitalistas de vivir y de producir nos rodean y no están en proceso de desaparecer. De hecho, si nuestra medida del grado por el cual una formación social debe considerarse como capitalista es el predominio del trabajo asalariado (una medida que sospecho que Marx aprobaría), entonces debemos concluir que elementos no-capitalistas están, al menos en algunas partes del mundo de hoy, en crecimiento y no en declive.

Ahora quiero ser claro: “no capitalista” aquí no es lo mismo que “bueno”. La esclavitud, después de todo, no es capitalista, y ni la estructura social escandalosamente jerárquica de Roma, ni su militarismo imperial deberían invitar a la imitación. Pero tampoco es momento de cederle el futuro al capitalismo. En un momento en que cada vez menos de nuestros conciudadanos globales pueden ser capitalistas o trabajadores asalariados, cuando cada vez más se están adaptando a lo que Michael Denning (2010) ha denominado "vida sin salario", al ser pioneros en las otras formas de sobrevivencia, necesitamos nuevas formas de entender cómo una política de los sin propiedad podría resultar.

¿Cuáles son los verdaderos desafíos y oportunidades para la política proletaria hoy en la región del sur de África, si por “política proletaria” entendemos no una política del asalariado, sino una política por y para aquellos sin propiedad? La analogía europea del siglo XIX sugiere que se debería esperar un continuo desarrollo y una consolidación de una clase trabajadora “real”, la que entonces puede proceder a organizarse, retener su trabajo, organizar órganos políticos basados ​​en clases, etc. Tal analogía también sugeriría que las distribuciones económicas desconectadas del trabajo y con formas políticas como el clientelismo y el paternalismo pertenecen al pasado –a la prehistoria del capitalismo, no a su presente, y mucho menos aún a su futuro–. La analogía romana, por el contrario, sugiere otras claves que apuntan a otras interpretaciones. Aquí resumo algunas de las posibilidades de esa analogía enumerando cinco temas que surgen de mi entendimiento del material romano. Para cada uno señalo una cuestión contemporánea de relevancia para el sur de África, y tal vez incluso para el Sur global en general, que la perspectiva desde Roma podría iluminar.

 

(1)               Importancia de la distribución estatal directa como fuente de subsistencia y táctica política. Aquí, la realidad contemporánea que tengo en mente es la masiva expansión reciente, en el Sur global, de programas de transferencias monetarias que los estados pagan a sus ciudadanos más pobres. Como he señalado en otra parte (Ferguson, 2015), estos programas no representan simplemente intentos tardíos de reproducir los sistemas de bienestar del Norte, sino que operan con supuestos y racionalidades bastante diferentes. Los estados de bienestar del norte crecieron alrededor del surgimiento de las clases trabajadoras industriales, y estuvieron específicamente destinados a proporcionar una especie de seguro para "familias" entendidas como formadas por "trabajadores" y sus "dependientes", los nuevos programas de transferencia monetarias que se han diseminado por el Sur global no tienen lugar para la figura del “trabajador”. En cambio, focalizan a sus beneficiarios en función de criterios independientes del trabajo, incluyendo criterios que habrían sido familiares a los proletarios de la antigua Roma, a saber, ciudadanía, edad y número de hijos. Mientras que el guión decimonónico de la “proletarización” se esfuerza por comprender este tipo de política distributiva moderna, la analogía romana apunta a una manera diferente de entender cómo ambos, formas de subsistencia y modos de distribución, pueden estar organizados de manera que tengan poco que ver con el trabajo asalariado.

 

(2)               La centralidad de las alianzas clientelares verticales de los pobres con patrocinadores o benefactores ricos, y la relativa debilidad de las organizaciones horizontales basadas en el trabajo y en la amenaza de retirarlo. Aquí, me refiero a la continua importancia del tema de la dependencia, tanto en los sistemas de asistencia social como en la sociología de las comunidades sin salario, en el sur de África y más allá. No es que estos temas hayan sido desatendidos por los científicos sociales (difícilmente sea el caso), pero presupuestos obstinados continúan construyendo a tales alianzas o como patológicas (la temida “dependencia” en el discurso de la política social), o como atrasadas (tradicionales y premodernos “clientelismos” y “patrimonialismos” que lamentablemente envenenan las formas de política propiamente modernas, ya sean éstas entendidas en términos de conciencia de clase e interés de clase o del liberalismo democrático basado en derechos y en la “sociedad civil”). Aquí, al prestar atención a una genealogía más compleja e históricamente profunda de las políticas proletarias se podría ayudar a llamar nuestra atención hacia, y por lo tanto inhibir, el contrabando de estas tramas modernistas de los siglos XIX y XX.

 

(3)               La importancia de las obligaciones políticas y sociales por parte de los propietarios, arraigada en lo que Veyne llamó evergetismo (o la obligación de dar), y el sentido relacionado de que, como él lo expresó, la riqueza es “un fideicomiso, una posesión” [a trust, a possession] en el que la comunidad en general tiene una participación accionaria” [a share][9] (Veyne 1990: 10). Aquí señalo el papel cada vez mayor que desempeñan en gran parte del mundo las ONGs y las organizaciones filantrópicas sin fines de lucro impulsadas por donantes. Estas instituciones son actores cada vez más poderosos en la escena política y social, en vastas partes del mundo, pero tienen motivos y modos de operación que son muy diferentes a los de las empresas capitalistas. De hecho, sus programas son difíciles de entender en términos de imperativos de un sistema de producción capitalista y, por lo general, involucran a sus “poblaciones objetivo” no como trabajadores o consumidores, sino como “beneficiarios”. Pero si una figura de la economía global actual como Bill Gates no se ajusta muy bien a la imagen de Marx de un capitalista, tal vez podríamos hacer algún progreso probando la idea de Paul Veyne del "notable". Los romanos, ciertamente, entendieron que la búsqueda incesante de los ricos y poderosos de fama, de reconocimiento y alabanza no estaba por fuera de la política, sino en su corazón mismo.

 

(4)                La idea de la distribución directa puede justificarse refiriendo a la premisa de que los ciudadanos de un gran estado, independientemente de su papel en el sistema de producción, tienen derecho a una parte [a share] de la riqueza que fluye hacia él. Tengo en mente aquí las ideas muy similares que circulan actualmente en el sur de África en torno a la proposición de que los ciudadanos pobres deberían poder reclamar ciertos derechos de propiedad sobre la riqueza mineral producida por "sus" países, un derecho a lo que en otro lugar he llamado "un parte legítima” [a rightful share] (Ferguson, 2015). La movilización política progresista en el Norte se ha basado durante mucho tiempo en los reclamos del trabajo y en la afirmación de que el valor de la riqueza que una sociedad produce pertenece apropiadamente, al menos en alguna medida sustancial, a quienes hicieron el arduo trabajo de producirla. Pero cuando una gran parte de la población queda excluida de forma permanente de la oportunidad de participar en ese trabajo productivo, muchos reclamos de una parte [a share] de los bienes y servicios de la sociedad deben presentarse a través de otros tipos de argumentos. Y aquí, la vieja idea romana de que incluso a los dueños de nada (los proletarios sin propiedad) se les debe algo —como ciudadanos— no suena en absoluto arcaica, sino bastante actual.

 

(5)                Finalmente, podemos señalar la amplia aplicabilidad contemporánea de esta forma de agencia del proletariado romano, que estaba enraizada tanto en su presencia urbana como en el miedo que tal presencia podría provocar. Aquí, es posible identificar vínculos con los intentos contemporáneos para ir más allá de las limitaciones del constructo ciudadanía, como base de los derechos políticos y económicos, y del potencial de un concepto ampliado de “presencia” como posibilidad de nuevos tipos de identidades políticas y de reclamos políticos (una idea que he explorado brevemente en otro lugar; ver Ferguson 2015, Conclusión). En su forma más simple, tal poder de presencia implica un poder no para retirarse del trabajo sino para habitar y, a veces, perturbar el espacio social. En las grandes megaciudades del Sur global, por ejemplo, los alimentos básicos han sido subsidiados por el estado durante mucho tiempo para las poblaciones que, de otra forma, se teme, podrían participar en disturbios por alimentos u otros delitos. Más generalmente, en la política de tales hábitats ciudadanos, las demandas específicas de prestación de servicios y las necesidades prácticas cotidianas de los residentes (a quienes Partha Chatterjee ha denominado “habitantes” en lugar de “ciudadanos”) son a menudo mucho más imperiosas que las demandas legalistas de derechos de la “sociedad civil” o las demandas económicas ordenadas por los sindicatos (Chatterjee, 2006). En la comprensión de tales “políticas de los gobernados” (en la formulación de Chatterjee), la analogía romana podría ayudarnos a ir más allá de la búsqueda nostálgica de un sujeto de clase unitariamente definido por el trabajo (implícitamente modelado en el proletariado del siglo XIX de Marx), y a recordar, en cambio, la forma muy diferente en la cual el proletariado original (romano) hacía sentir su presencia, no principalmente a través de su representación laboral o política, sino a través de su presencia física y del miedo implícito que era capaz de evocar.

Estas pistas, a las que se llega refractando las realidades contemporáneas a través del prisma improbable de la antigua Roma, complementan, en lugar de reemplazar, las sugeridas por otras analogías históricas más convencionales. Pero no son de poca relevancia para la condición real del proletariado del sur de África, y quizás también puedan ayudarnos a comprender y apreciar formas políticas en otros lugares que parecen invisibles o incluso despreciables bajo la lente de las analogías más familiares. Como he argumentado con cierto detalle en otro lugar (Ferguson, 2015), a medida de que disminuye la capacidad de muchos para hacer reclamos arraigados en el trabajo, nuevos tipos de bases para reclamar apoyo material y reconocimiento social están emergiendo. Éstas incluyen motivos políticos de ciudadanía y pertenencia, así como obligaciones cuasi familiares y cosmológicas de justicia y honor que habrían sido muy familiares para los antiguos romanos, al mismo tiempo que los reclamos de igualdad social y de derechos de los pobres les habrían sido totalmente ajenos.

 

Conclusión

Una analogía histórica, como cualquier buen recurso metafórico, puede llevarnos a lugares interesantes. Pero como lo señaló una vez Ulf Hannerz, “siempre que uno da un paseo intelectual en una metáfora, es esencial que sepa uno dónde bajarse” (1992: 264). A los usuarios de las analogías históricas discutidas en este artículo, he observado, a veces se les ha debido decir en dónde bajar. Quienes compararon a los mineros de Zambia de mediados del siglo XX con los mineros británicos del carbón de dos siglos antes, no estaban, como a veces ellos mismos imaginaron, observando una identidad sustantiva de tipo natural (como, digamos, identificar dos rocas como ambas compuestas de cuarzo): estaban aplicando una compleja analogía histórica. Esa analogía en cierto modo iluminó de manera útil ciertos asuntos. Sin embargo, tomada demasiado literalmente, la misma analogía tuvo un poderoso potencial para engañar y confundir.

Lo mismo puede ser cierto de otras figuraciones del proletario que tienen una intención más obvia y conscientemente analógica, como mi invocación aquí del proletariado romano. Ciertamente, no debemos suponer que al redescubrir el significado “original” del término “proletario” se nos dirá de alguna manera lo que “realmente son” las clases populares urbanas de hoy, y mucho menos se resolverán todos los problemas analíticos contemporáneos que plantean las “clases trabajadoras” que a menudo, y de hecho, no trabajan. Pero si podemos mantenernos concentrados en los peligros y posibilidades gemelos de la analogía histórica –si podemos, esto es, pensar de manera analógica y recordar de vez en cuando que debemos decirnos a nosotros mismos dónde bajar– podemos encontrar que hay algo que ganar buscando nuestras analogías en algún otro lugar que no sean esos sitios y tiempos canónicos que nos hemos acostumbrado tanto a tomar como nuestros puntos de comparación histórica y sociológica. De hecho, puede ser que sólo ampliando el rango de nuestros puntos de referencia comparativos e imaginarios seamos capaces de encontrar nuestro camino hacia una comprensión más adecuada de la política proletaria de hoy, tal como realmente existe y no como imaginamos de manera nostálgica y deseosa. 


 

Referencias bibliográficas

 

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[1] Este artículo es una traducción de James Ferguson (2019), Proletarian Politics Today: On the Perils and Possibilities of Historical Analogy. Comparative Studies in Society and History  61(1): 4–22.   Copyright © Society for the Comparative Study of Society and History. Reprinted with permission. Traducción de Andrés Dapuez. Etnografías Contemporáneas agradece a Comparative Studies in Society and History, por ceder los derechos del artículo para su publicación en español

 

[2] El término está activamente en uso hoy, tanto en el ámbito académico, como en el del discurso político público. Quizás los ejemplos políticos más visibles puedan encontrarse en el discurso de la "vieja izquierda", de sindicalistas como Irvin Jim, secretario general del Sindicato Nacional de Trabajadores Metalúrgicos de Sudáfrica (NUMSA, por sus siglas en inglés), quien recientemente llamó a través de una publicación de Facebook a un liderazgo político que podría ayudar a “la vanguardia de la clase obrera” a “conducir a toda la masa del proletariado y del semiproletariado por el camino correcto”;

https: /www.facebook.com/pg/IrvinJimPage/posts/?ref=page_internal (consultado el 21 de agosto de 2017). Para un ejemplo reciente y sofisticado de trabajo académico que utiliza un lenguaje analítico del proletariado y la proletarización, ver Jacobs 2017.

[3] De acuerdo a Michael Burawoy, quien a su vez transmite un relato de Jaap van Velsen (comunicación personal, 22 de agosto de 2014).

[4] En mi muestreo muy limitado de esta literatura, encontré los siguientes trabajos muy útiles. Para una descripción general y accesible del orden social y político: Beard 2015; sobre la estructura social, categorías sociales y prácticas socioeconómicas que componían ese orden: MacMullen 1974; sobre la posición socioeconómica de los romanos pobres pero libres en particular: Morely 2006; y Knapp 2011; sobre prácticas de donación y patrocinio, y relaciones entre benefactores ricos (incluido el Emperador) y sus destinatarios, Veyne 1990; y Brown 2012 (especialmente la Parte I). La más útil de varias colecciones de fuentes primarias traducidas que revisé fue Parkin y Pomeroy 2007. Bairoch (1988) sitúa de manera conveniente el caso romano en una visión global de la historia económica urbana.

[5] Knapp (2011: 101) señala que la ciudad de Roma era en cierto modo única (una "aberración"), y advierte razonablemente contra la extensión de la imagen de una población dependiente del subsidio que emergía de la capital imperial hacia el Imperio en su conjunto. Sin embargo, mi interés aquí está precisamente en los modos de distribución que aparecieron en su forma más desarrollada y en la propia Roma, no pretendo que sean representativos del Imperio en general.

[6] Veyne 1990: 367–77. El término "asignaciones familiares" es de Veyne (ibid.: 367); los romanos hablaban de la Alimenta.

[7] Como Brown ha enfatizado, los ciudadanos eran un grupo privilegiado, y recibían sus asignaciones de grano con considerable orgullo. Recibir una dosis de comida, señala, "no lo convertía a uno en mendigo. Lo hacía a uno un ciudadano" (2012: 69-70).

[8] Esa es la estimación de Veyne (1990: 371).

[9] Nota del traductor: He preferido conservar entre corchetes algunas de las palabras en inglés dada su especificidad, muchas veces económica, es decir, aquellas que tienen un sentido preciso en el discurso de la economía. De esta manera, mientras que trust puede traducirse aproximadamente por “fideicomiso”, el caso de “share” es mucho más ambiguo. “A share”, una parte, una participación en la propiedad del capital de una corporación, en definitiva una acción, tiene el sentido de activo financiero que representa una porción del capital pero también conserva la lógica del uso cotidiano de “porción”, o “parte” cuando nos referimos al compartir “sharing”, a la “fair share” o justa parte, sentido al que también ha referido el autor en su libro (2015). Un caso aparte es la expresión “the city mob” (mob, que proviene de la expresión latina mobile vulgus, connota frecuentemente la movilidad de una muchedumbre, o de una banda criminal, cuya capacidad de desestabilización política la caracteriza).