Imágenes paganas. Recurrencias, emergencias y autoidentificaciones de clase en un barrio ferroviario del conurbano bonaerense (2019-2021)

Silvina Merenson
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas/Escuela IDAES,
Universidad Nacional de San Martín, Argentina
smerenson@unsam.edu.ar
https://orcid.org/0000-0002-2614-0541

Lucía Sánchez
Escuela de Política y Gobierno, Universidad Nacional de San Martín, Argentina.
lsanchez@unsam.edu.ar
https://orcid.org/0000-0001-6176-9145

Menara Guizardi
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas/Escuela IDAES, Universidad Nacional de San Martín, Argentina
Universidad de Tarapacá, Chile
menaraguizardi@yahoo.com.br
https://orcid.org/0000-0003-2670-9360

Resumen

Este artículo analiza las autoidentificaciones de clase en una coyuntura específica de la Argentina (octubre de 2019 – marzo de 2021), en un vecindario ferroviario situado en el municipio de San Isidro, sector norte del Conurbano de Buenos Aires. A partir de un trabajo de campo que siguió distintas estrategias y técnicas en la recolección de datos empíricos (observación participante, aplicación de un instrumento cuantitativo, entrevistas etnográficas y relevamiento fotográfico), nos propusimos explorar las dinámicas y subjetivaciones asociadas a las experiencias de clase en sus inscripciones y agenciamientos. Para ello indagamos recurrencias y emergencias en una conjugación específica, vinculada a los modos en que el trastrocamiento de los “ritmos de vida” informan sobre su historicidad. Buscamos dialogar críticamente con las apuestas mecánicas que subordinan las autoidentificaciones de clase a la situación económica; también con aquellas que omiten los efectos sedimentados de esta relación en la configuración de deseos y expectativas que re esquematizan el mundo social.
Palabras clave: autoidentificaciones de clase, agencia, temporalidad, conurbano bonaerense.

Pagan Images. Recurrences, Emergencies and Class Self-perceptions in a railway district of Buenos Aires

Abstract

This article analyzes class self-identifications in a specific juncture in Argentina (October 2019 - March 2021), in a railway neighborhood located in the municipality of San Isidro, in the northern suburbs of Buenos Aires. Based on fieldwork that included different strategies and techniques in the collection of empirical data (participant observation, application of a quantitative tool, ethnographic interviews and photographic survey), we set out to explore the dynamics and subjectivations associated with class experiences in their inscriptions and agency. To this end, we investigated recurrences and emergences in a specific context, linked to the ways in which the disruption of the "rhythms of life" inform their historicity. We seek to critically discuss the mechanical standpoints that subordinate class self-identifications to the economic situation; and to look at those that omit the sedimented effects of this relationship in the configuration of desires and expectations that re-schematize the social world.
Keywords: class self-identifications, agency, temporality, suburbs of Buenos Aires.

RECIBIDO: 30 de junio de 2021
ACEPTADO: 4 de octubre de 2021

CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO: Merenson, Silvina; Sánchez, Lucía y Guizardi, Menara (2022) “Imágenes paganas. Recurrencias, emergencias y autoidentificaciones de clase en un barrio ferroviario del conurbano bonaerense (2019-2021)”, Etnografías Contemporáneas 8(15).

Introducción1

Este artículo analiza las autoidentificaciones de clase en una coyuntura específica de la Argentina que va de los últimos meses del año 2019 a comienzos de 2021. Se trata de un periodo delimitado por el fin de la presidencia de Mauricio Macri y el primer año de gobierno de Alberto Fernández, coincidente con el inicio de la pandemia ocasionada por Covid-19. Nos interesa explorar las dinámicas asociadas a las experiencias de clase a partir de las formas heterogéneas en que estas dialogan en un vecindario al que denominaremos Barrio Operario.

A fines de 2019 llegamos a este barrio ferroviario situado en el municipio de San Isidro, sector norte del conurbano bonaerense, para realizar una investigación –aun en curso– que tiene entre sus objetivos comprender los vínculos entre las autoidentificaciones de clase, las identificaciones políticas y su inscripción territorial. Elegimos Barrio Operario por diversas razones que van de su escala –pequeña en comparación con otros vecindarios del distrito, considerados “residenciales” y de “clase media”– a su potente identificación peronista; también por la heterogeneidad controlada que condensa en términos de ingreso, ocupación y otras variables usualmente empleadas para definir la “clase objetiva”.

En otra ocasión, hemos desarrollado en extenso los debates en torno a la noción de “clase social” en sus elaboraciones marxistas, weberianas y su articulación bourdiana, que constituyeron nuestros marcos teóricos iniciales, así como su devenir en los estudios sociológicos y antropológicos locales (Guizardi y Merenson, 2021), también sintetizamos seis debates de inspiración marxista que tuvieron impactos sustantivos en los abordajes sobre clases sociales en el pensamiento antropológico latinoamericano del siglo veinte (Guizardi y Merenson, 2022). Por razones de espacio, la noción de clase social que consideramos coloca en el centro de nuestra reflexión su entrelazamiento con “las diferenciaciones y categorizaciones sociales basadas en diversas dimensiones sociales, en general adscriptas” (Jelin, 2020: 158) que “operan desde afuera –‘los otros’ (grupos, instituciones”)– como “desde el interior, a través de los sentimientos subjetivos y la autoidentificación” (Jelin, 2020: 158).

Desde sus comienzos, la sociología argentina ha explicado la autoidentificación de clase como el resultado de un proceso multidimensional atravesado por el contexto histórico (Germani, 1955[2010]; Sautu et al., 2010). Este proceso remite a un sistema de “actitudes, normas y valores que vinculan a los miembros de diferentes grupos ocupacionales con cada clase, distinguiéndolos a la vez de otras” (Dalle, 2016: 69). En consecuencia, la clase como experiencia se presenta condicionada por determinadas “constelaciones de factores” que en algunas –o en todas las circunstancias– podían resultar dominantes (Germani, 1963[2010]: 175). Lo que se trataba de advertir por entonces era si las circunstancias y la posición de las personas dentro de la sociedad eran acompañadas –o no–, en qué grado, y con qué precisión de percepciones en torno a la jerarquía y la distribución de las posiciones (Germani, 1963[2010]: 174).

Las autoidentificaciones de clase se configuran entonces en las formas heterogéneas en que los actores articulan y dan cuenta de distintas fracciones sociales. Captarlas implica registrar e incorporar al análisis las prácticas, los sentidos y las percepciones nativas que tensionan, afirman o disputan las caracterizaciones estructurales, considerando su historicidad y situacionalidad (Visacovsky y Garguin, 2009; Visacovsky, 2010). En esta línea, indagamos los modos de clasificar y experimentar el mundo social identificando las narrativas, los repertorios simbólicos, las movilidades sociales y las diversas temporalidades puestas en juego en la vida cotidiana. En este artículo, concretamente, buscamos explorar aquello que, al menos en lo inmediato parece estructurar la coyuntura ya mencionada en Barrio Operario, asociada a lo que consideramos provisoriamente como destellos de las reabsorciones de la crisis de 2001. Indagaremos recurrencias y emergencias en una conjugación específica vinculada a los modos en que el trastrocamiento de los “ritmos de vida” (Evans-Pritchard, 1977), informan sobre las autoidentificaciones de clase.

Vale anticipar y explicitar que está muy lejos de nuestra intención diagnosticar o prescribir igualaciones o analogías con la crisis de 2001. Por el contrario, se trata de captar aquellas dimensiones de las prácticas y de sus argumentaciones que hacen a las “memorias de clase” (Bauman, 2011) que, para vecinos y vecinas de Barrio Operario, parecieran hacer sentido en la medida en que sugieren inscripciones en un horizonte menos excepcional de lo que una pandemia global dictaminaría. En cualquier caso, buscamos dialogar crítica y etnográficamente con las apuestas mecánicas que subordinan las autoidentificaciones de clase a la situación económica; también con aquellas que omiten los efectos sedimentados de esta relación en la configuración de deseos y expectativas que re esquematizan el mundo social.

Ecos y desenlaces

Hacia mediados de la década de 1990, distintas investigaciones se enfocaron en la “experiencia masiva de empobrecimiento” que atravesaba el país (Minujín y López, 1994: 92). El ciclo abierto, caracterizado por la segmentación, heterogeneización y polarización social, y por el aumento de la desigualdad de ingresos, determinó quienes resultaron los “ganadores” y los “perdedores” de la reconversión capitalista neoliberal (Minujin y Kessler, 1995; González Bombal y Svampa, 2002). Dos décadas después, su desenlace –la “crisis del 2001”–, se presentaba en Barrio Operario como indicio o parámetro, sino de un presente, de un porvenir sombrío. Es oportuno entonces partir de la reseña de algunos de los trabajos que contribuyeron a comprender aquello que inscribe la actual coyuntura. Vale mencionar que, en buena medida, la literatura que referiremos en este acápite remite a otras escalas. Aun así, entendemos que ofrece algunas coordenadas que nos permiten enmarcar a modo de antecedente o memoria inmediata la perspectiva de nuestros interlocutores.

Tanto en la década de 1990 como en la primera parte de la década siguiente, la atención sociológica se dirigió a analizar las redes y los mecanismos sociales activados para mitigar o sortear –con mayor o menor éxito– los procesos de movilidad descendente que dieron entidad a los “nuevos pobres”; un segmento integrado por sectores medios de la población que por el deterioro de sus ingresos se encontraba ante la imposibilidad de acceder a los bienes y servicios básicos necesarios (Minujin y López, 1994: 94). Su constitución, producto de una pobreza adquirida, no heredada, dio lugar a su caracterización como un “estrato híbrido”, cercano a las clases medias en sus aspectos culturales (el tamaño de las familias, el nivel educativo alcanzado), pero también a los pobres estructurales en términos de niveles de ingreso, desempleo y precariedad laboral (Kessler y Di Virgilio, 2008). Estos trabajos apuntaron la coacción al cambio, el desorden de las prácticas de consumo, su distribución heterogénea y no concentrada en los intersticios de las tramas urbanas, así como la existencia de un modo específico de explicar el declive: como efecto de la desaparición de la clase media y no de una desafiliación individual que las y los situaba en la pobreza.

La condición subalterna derivada de aquella reestructuración neoliberal orientó la exploración etnográfica del mundo popular. Míguez y Semán (2006) identificaron tres categorías clave –fuerza, jerarquía y reciprocidad– a partir de las cuales registraron cambios y continuidades en los sectores populares. La primera, alude a una potencia física y moral asociadas a un sistema de valores. La segunda, abre una perspectiva desde la cual observar, por ejemplo, la dinámica familiar que oscila entre el patriarcado y el conservadurismo y las tentativas de igualación y horizontalidad. A su vez, esta última también señala un modo de advertir la tercera categoría –reciprocidad–, concretamente, las relaciones políticas y las mediaciones que suponen. En el mundo popular, especifican los autores, “las relaciones no son nunca entre iguales abstractos como piensa el derecho, sino entre personas singulares que merecen un trato según el tipo” (Miguez y Semán, 2006: 27). Esta apreciación resultó fundamental para comprender, entre otras cuestiones, la creciente territorialización de la política y la problematización del “lazo político” desde la crítica a las lecturas instrumentales del “clientelismo” (Vommaro y Quirós, 2011).2

Entre otras muchas cuestiones, la crisis de 2001 permitió captar la existencia y la movilización de un “proletariado plebeyo”, excluido de los ámbitos de los trabajadores sindicalizados (Svampa, 2009) y la de los sectores medios que transitaron con diversos énfasis el proceso de desestructuración de la década anterior. En este último caso, los impactos sobre las autoidentificaciones de clase fueron explorados a partir de diversas lógicas relacionales de reconocimiento e identificación que observaron la estructuración en un tiempo “cíclico”, marcado por “debacles económicas” que jaqueaban la identidad de clase media (Visacovsky y Garguin, 2009).

Como crisis y acontecimiento, la conmoción de 2001 moduló distintas lecturas de la estructura social e impulsó entre las clases medias y los sectores populares formas específicas de establecer divisiones para la “sociedad argentina”. Las divisiones propuestas acentuaban más las derivas que las virtudes de la historia nacional. La reivindicación de la democracia, “más que como la oportunidad de relanzar el progreso y revertir las desigualdades, (…) como uno de los pocos resultados positivos de un periplo frustrante”, resultaba un valor compartido, situado en el marco de un largo trayecto de “desaciertos históricos y vicios sociales, culturales y morales” (Semán y Merenson, 2007: 250). Este “mito de la decadencia” encontraba su puntapié en distintos momentos del siglo XX (Semán y Merenson, 2007: 250).

Sin embargo, la anterior no era la única lectura posible, esta disputaba su lugar con visiones más “optimistas”, esbozadas en sentimientos de reconciliación con la nación. Observamos por entonces que “el optimismo como figura siguiente a la aceptación de la existencia de un relato maestro sobre la ‘decadencia’ argentina” explicaba la voluntad de “hacer y, sobre todo, rehacer la propia nación” a fin de superar la década menemista (Semán y Merenson, 2007: 273). Las interpretaciones de la historia argentina –en su versión más liberal, populista o jacobina– resultaban una interface entre los sentimientos de implicación nacional y las responsabilidades políticas, estableciendo “una secuencia que pasó de expresar la distancia y la expatriación simbólica a enunciar ciertas formas de compromiso histórico-político” (Semán y Merenson, 2007: 301). Estas últimas, a su vez, se hacían evidentes a la hora de establecer y explicar las divisiones sobre el mapa social: “‘los incluidos y los excluidos’, ‘los que tienen y no tienen trabajo’, ‘los que tienen acceso a la educación y los que no’” (Semán y Merenson, 2007: 189) eran algunos de los binomios que explicaban separaciones, conflictos y antagonismos entre “partes” que polarizaban –en términos socioeconómicos y políticos– las ideas sobre la estructura social argentina, delineando así lo que identificamos como un “sentido común sociológico” particularmente extendido entre los sectores medios.

Una década después de la investigación referida en los párrafos anteriores, el cuadro se había transformado en lo relativo a las posiciones estructurales de las clases medias y los sectores populares: en ambos casos, de acuerdo con Benza, se registró “un quiebre en el proceso de polarización que signó a los años noventa” (2016: 121). Las clases medias volvieron a expandirse, recuperaron sus remuneraciones y ampliaron y diversificaron su capacidad de consumo, aunque en términos generales fueron las menos beneficiadas (Benza, 2016: 127). En tanto, en términos de autoidentificación de clase, como observaba Sautu (2016: 181), el acceso a una “buena educación” –asociada a la educación privada– y las tensiones expresadas entre las ideas de libertad y justicia, indicaban algunos de los valores compartidos por quienes se situaban a sí mismos en el medio de la estructura social. Aun así, era la capacidad de ahorro aquello que se destacaba como el parámetro más importante a la hora de establecer los límites entre las facciones de clase media.

En tanto, entre los sectores populares, Semán y Ferraudi Curto observaban “una curva en la que las mejoras del presente resultan parciales respecto de un pasado cada vez más lejano” (2016: 145). Esto se explicó por la recuperación general del empleo y de las remuneraciones, también la implementación de transferencias monetarias que, si bien modificó la realidad inmediata, no trastocó los niveles de inequidad previos al comienzo de este siglo. Para entonces, la pobreza registrada ya no se ajustaba exclusivamente a quienes eran receptores de políticas sociales redistributivas, también abarcaba a empleados cuyos ingresos no llegaban a sobrepasar la línea de flotación (Semán y Ferraudi Curto, 2016). Al menos hasta el inicio del gobierno de Mauricio Macri, el heterogéneo mundo popular se componía de generaciones empobrecidas que perdieron inserciones laborales y que desde allí consolidaron trayectorias de movilidad intergeneracional; personas que partieron de niveles de pobreza casi naturalizada de la que no pudieron trascender; sujetos que dejaron atrás estas circunstancias y jefes de hogar para quienes el trabajo apenas solventa el empobrecimiento (Semán y Ferraudi Curto, 2016: 151).

En términos políticos, se diversificó la sedimentación de los procesos de organización territorial para la gestión de distintas políticas públicas (Semán y Ferraudi Curto, 2016: 156). Hacia 2009, emergió una nueva convergencia entre los sectores populares y el Estado, con una revitalización sindical que incluía como novedad la organización predominante de ramas del trabajo precario e informal. De ahí que las posiciones sociales en el mundo popular, su amplia heterogeneidad, podía leerse como producto articulado de sus trayectorias ocupacionales y de los lazos políticos creados por diversos activismos y por el Estado (Semán y Ferraudi Curto, 2016: 162). Esta propuesta de lectura otorga pistas a la hora de explicar el proceso electoral que en 2015 colocó a Mauricio Macri en la presidencia. Varias apuestas explicativas guían lo que es una reflexión coral en curso. Esta, entre otras cuestiones, pone de relieve el bienestar precario otorgado a los sectores informales y una fuerte crisis de la imagen pública del kirchnerismo que logró transformarse en una expresión política y electoral (Vommaro y Gené, 2017).

Consideraciones metodológicas

Iniciado en octubre de 2019, el trabajo de campo en Barrio Operario avanzó en tres grandes etapas. La primera incluyó la realización de observaciones etnográficas y el sostenimiento de múltiples interacciones y conversaciones informales con sus residentes. Esto permitió establecer los primeros contactos, apuntalar una primera idea de los distintos grupos sociales que integran el vecindario y cartografiar sus diversos espacios, bordes y límites. La segunda consistió en la aplicación de un instrumento cuantitativo diseñado a partir de los ejes temáticos y preguntas de la Encuesta Nacional de Estructura Social (ENES), implementada por el Programa de Investigación sobre la Sociedad Argentina Contemporánea (PISAC).3 La tercera fue la elaboración de historias de vida. Estas buscaron captar la heterogeneidad controlada que habita Barrio Operario cuando se trata de considerar narrativas biográficas y familiares respecto de las autoidentificaciones de clase y de relatos sobre los horizontes, consumos, valores, sentidos comunes y sus modulaciones políticas.4 Vale apuntar que esta etapa coincidió con el proceso electoral de 2019. El clima político, las especulaciones y evaluaciones sobre el resultado permearon todos nuestros diálogos por aquellos días. Realmente no fue necesario formular demasiadas preguntas para que las y los entrevistados se embarquen en reflexiones que mostraban el modo en que establecían vínculos entre sus autoidentificaciones de clase y sus preferencias políticas (Merenson y Guizardi, 2021).

En el mes de marzo de 2020, cuando nos encontrábamos organizando una nueva serie de entrevistas, se informaron los primeros casos de Covid-19 en el país y el Poder Ejecutivo (PE) decretó el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio (ASPO).5 En aquellos días de incertidumbre, miedo y confusión, muchos investigadores nos preguntábamos cómo continuar los trabajos de campo en curso. Algunos buscaban modos de mantener el contacto con sus interlocutores a través de las redes sociales y dispositivos digitales y se disponían a modificar sus técnicas de recolección de datos. Para dos de las autoras de este artículo sucedía que Barrio Operario no era solamente “el campo”, un espacio-tiempo más o menos lejano o distante, recortado de la propia vida cotidiana (Wright, 2001). En el caso de Lucía Sánchez, Barrio Operario es el sitio en el que reside desde que nació y, para Silvina Merenson se trata del barrio lindero a aquel en el que co-residió varios días a la semana entre 2019 y 2021. Esto significa que durante todo 2020 y lo que va del 2021 ambas estuvimos “en campo”: entablamos conversaciones nuestros con vecinos a los que cruzábamos al salir a realizar compras, tomamos notas, escribimos registros y realizamos un relevamiento fotográfico del barrio durante las distintas fases de la “cuarentena”.

En el verano de 2021, retomamos las entrevistas formales con algunas de las personas que habíamos entrevistado a fines de 2019. Nos interesaba saber cómo habían atravesado y experimentado hasta entonces los meses de ASPO y, de haberlo hecho, cómo esta experiencia había trastocado algunas de sus lecturas relativas a la estructura social y a su ubicación en ella. Queríamos saber acerca de las prácticas y recursos puestos en juego para relacionarse con lo que se presentaba, como nos dijo uno de los vecinos, como “la verdadera tormenta perfecta”, aquella que combinaba “crisis económica” y “emergencia sanitaria”. A diferencia de la primera etapa, en este segundo momento del trabajo de campo no aplicamos un cuestionario prediseñado. Implementamos una entrevista abierta que, en algunos momentos, recuperó las palabras de los y las propias interlocutoras registradas en 2019 para indagar cambios o continuidades en sus propios términos.

Concomitantemente, la incorporación de Lucía Sánchez a la realización de estas entrevistas y a la escritura de este artículo transparentó nuestro interés por explorar la escritura autoetnográfica (Blanco, 2012). No es este el espacio para desarrollar en extenso nuestras reflexiones sobre esta forma de producir, escribir y presentar resultados. Digamos por el momento que nuestras reflexiones resultan indisociables de nuestra posición diferencial en el barrio, pero no se limitan a ella. Si bien en algunos pasajes emprendemos una escritura “altamente personalizada” (Richardson, 2003 en Blanco, 2012), nuestras conjeturas e interpretaciones no pierden de vista dos aspectos importantes. Por una parte, el registro de la operación epistemológica que transforma un “lugar” en “campo” (Wright, 2001). Por la otra, que si bien nuestro propósito es hacer lugar a nuestras vivencias, estas buscan abonar y no determinar las conceptualizaciones y reflexiones teóricas que nos guían.

Barrio Operario en su larga duración

En otra ocasión, analizamos en extenso el devenir de Barrio Operario poniendo en relación sus distintas etapas identificadas por nuestros interlocutores, con los ciclos de la industria ferrocarrilera y las estrategias de desarrollo seguidas por el país (Merenson y Guizardi, 2021). Buscamos rastrear las dinámicas de la experiencia de las clases y las identificaciones políticas correlacionando las formas que asumen estos vínculos con factores macrosociales, macropolíticos y macroeconómicos. Siguiendo las narraciones y periodizaciones de los actores, nos detuvimos en tres “momentos” de la historia barrial que resultaban claramente diferenciables: su origen ferroviario, ligado a la “estrategia justicialista” (1945-1955); su paulatina pero sostenida transformación en “villa miseria” (Guber, 1991), asociada fundamentalmente a la “estrategia aperturista” (1976-2002) y, finalmente, desde 2003, su urbanización en el marco de la “sociedad posneoliberal” (Kessler, 2016). A continuación, retomamos y sintetizamos los aspectos que consideramos más relevantes de aquella periodización, aquellos que contribuyen a enmarcar la coyuntura y las preguntas que abordamos en este artículo.

En los primeros años de Barrio Operario, hacia fines de los años cuarenta y los primeros de la siguiente década, la modificación de la autoadscripción posicional de las familias que lo fundaron, llegadas mayoritariamente del norte del país, encontró en el acceso a la vivienda la vía de incorporación a la “clase trabajadora”. Esto, en el mismo gesto, completó y agenció una identificación peronista preexistente. La correlación se mantuvo bastante estable hasta el golpe de 1955, concretamente, hasta la Masacre de José León Suárez, ícono a su vez de la “Resistencia Peronista”. En su marco, el fusilamiento de dos vecinos del barrio –Nicolás Carranza y Francisco Garibotti– además de señalar un masivo encuentro con la represión ilegal, indicó el inicio de una frontera política que anticipó una frontera en la autoidentificación de clase.

Luego de dos décadas de paulatina movilidad ascendente, aunque desprovista de reconocimiento exógeno, cuando el barrio “desbordó” su perímetro original y devino “villa”, el establecimiento de bordes y zonas por parte de las pioneras familias ferroviarias –y su traducción en posiciones sociales objetivadas en el espacio– trajo consigo la configuración de una suerte de una “aristocracia plebeya” dispuesta a no ceder ante las igualaciones que, en plena “estrategia aperturista” (1976-2002), comprometían su identificación política. Por entonces, como en otros barrios del conurbano, “las oposiciones sociales objetivadas en el espacio físico como adentro-afuera, delante-detrás, alto-bajo, [tendieron] a reproducirse en el lenguaje y las prácticas como principios de visión y división, en definitiva, en categorías de percepción y clasificación de objetos, lugares y personas” (Segura, 2009: 55-56). En Barrio Operario, la articulación entre las categorías espaciales operando como categorías sociales, y las moralidades que organizan las interacciones y alteridades, parecía responder a los intentos de establecer bordes –como límites– al desborde –en tanto rebasamiento– de su perímetro y autoidentificación fundacional, como “barrio de ferroviarios”. Tal como veremos, esto quedó particularmente registrado de las memorias barriales asociadas a las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001.

Desde la década de 1970 Barrio Operario “creció” considerablemente aunque, vale mencionarlo, siguió siendo un vecindario de trazado y dimensión comparativamente pequeña si se considera a otros barrios populares de la zona. El minucioso censo realizado en 1984 por la Asociación Vecinal registraba 186 familias, compuestas en 55 casos por más de 5 integrantes. Más allá del empeño en las distinciones y fronteras que hoy advierten vecinos y vecinas para derivar de ellas distintas autoidentificaciones de clase, para comienzos de este siglo y de acuerdo a las normas de ordenamiento urbano y territorial, Barrio Operario era tipificado como uno de los diez asentamientos irregulares del partido de San Isidro (Grahl, 2008). Para 2019, de acuerdo al relevamiento realizado por una de las tres organizaciones territoriales que trabaja en él, el barrio sumaba unas 600 familias. Poco menos de 200 eran receptoras de viandas o mercadería distribuida por la organización.

Los años coincidentes con el ciclo “posneoliberal” mostraron que no siempre las transformaciones materiales en las condiciones de vida trastocan mecánicamente las autoadscripciones de clase cuando se trata de dar cuenta de la estructura social. Entre 2004 y 2016 no hubo prácticamente una sola de las grandes políticas públicas implementadas durante el ciclo kirchnerista que no hubiera alcanzado al barrio.6 La transformación en su infraestructura fue radical: se realizaron obras de apertura de calles y pasajes, saneamiento y pavimentación, se amplió el tendido de gas natural, se construyeron viviendas y se entregaron los títulos faltantes de propiedad de los terrenos.

La obra pública, el incremento progresivo de la capacidad de consumo y de acceso a distintos bienes y servicios para amplios sectores de la población delinearon hacia fines del segundo mandato de Cristina Fernández de Kirchner (2011-2015) la definición del ciclo kirchnerista iniciado en 2003 como “década ganada”. Para la gestión, evidencia de ello era el ensanchamiento de las clases medias o la existencia una “clase media emergente”. Sin embargo, como apuntamos, las evaluaciones respecto del desembarco masivo de la planificación estatal y su impacto sobre las autoidentificaciones de clase no resulta tan lineal. Cuando nos detuvimos en ellas observamos que, incluso entre quienes podrían testimoniar la movilidad en los términos en que fuera enunciada por el balance de la gestión de gobierno, las autoidentificaciones de clase no necesariamente resultaban releídas a partir de los datos estadísticos contemplados en él. Por diversas razones, los patrones de ingreso, consumo y acceso a derechos se presentaban como una condición necesaria pero insuficiente a la hora de alterarlas. Esto, que en principio puede resultar obvio, dejó de serlo cuando atendimos a las lógicas que subyacían en las cartografías del barrio propuestas por las y los vecinos cuyas movilidades –más o menos evidentes, más o menos consistentes– no se referencian en la estructura social a grandes rasgos tripartita que informan las ciencias sociales.

A riesgo de simplificar lo que, como ya mencionamos, hemos desarrollado con mayor detalle en otra ocasión (Merenson y Guizardi, 2021), digamos que en Barrio Operario las trayectorias de movilidad ascendente, que desde la perspectiva de los actores reunirían las evidencias necesarias para propiciar transformaciones en la autoidentificación de clase, enfrentaban una serie de dificultades surgidas de una compleja combinación. Esta conectaba la territorialización identitaria –una suerte de identidad barrial indeleble– y la moralización de la polarización política cifrada entre sentimientos de gratitud, reconocimiento, traición y deslealtad. Pero, fundamentalmente, se topaban con una percepción ampliamente compartida que anulaba el horizonte de la movilidad, sea como fuere considerada.

Las afirmaciones respecto del fin o la inexistencia de las clases medias que escuchamos una y otra vez entre las y los vecinos a fines de 2019 marcaban no solo la encrucijada que supone que, aquello a lo que se desea acceder, ya no existe. Las referencias a la extinción de las clases medias constituían un enunciado político en sí mismo. Sobre tal percepción anidaban sanciones y sobrevenían desencantos cuya resolución era más que la ratificación de la polarización inscrita en el escenario nacional. Si las clases medias fueron un horizonte, además de un actor protagónico de la construcción crítica de la democracia, establecer su extinción era, también, un modo más de evidenciar el profundo malestar en la representación política que abría paso a las alternativas partidarias y electorales. Hacía fines de 2019, navegando entre pares sociales y políticos opuestos, los cambios en las identificaciones políticas, más que abrevar en las modificaciones en las autoidentificaciones de clase, fundaban –desesperanzadamente– algo de su confirmación. Detengámonos en esto último con mayor detalle.

Un tiempo en “lengua menor”

Intentemos advertir el cuadro que podía encontrarse entre nuestros interlocutores de Barrio Operario en base a algunos de los indicadores habitualmente empleados para considerar la “clase objetiva”. No es nuestra intención, vale aclararlo, adjudicar a estos datos un criterio de representatividad. Simplemente deseamos indicar el modo en que nuestros entrevistados dieron respuesta a este tipo de preguntas.7

Hacia fines de 2019, más del 90% de las y los entrevistados era propietario tanto del terreno como de la vivienda a las que habían accedido por ahorros propios o herencia. En la misma proporción, sus casas contaban con un colchón para cada miembro, cocina con horno y heladera con freezer; casi el 70% había adquirido al menos un equipo de aire acondicionado en los últimos 8 años. La mitad de nuestros interlocutores era propietaria de, al menos, un auto patentado entre 2010-2017. Prácticamente todos nuestros interlocutores consideraron que los ingresos mensuales del hogar eran suficientes, pero no alcanzaban para ahorrar. Durante los últimos tres meses (junio-agosto de 2019), en el 40% de los hogares se había reducido o modificado la dieta alimentaria a fin de ajustar el presupuesto disponible.

La gran mayoría de las familias estaba bancarizada, solo el 16% no contaba con ningún tipo de tarjeta de débito o crédito; el 67,5% contaba con algún tipo cobertura médica (obra social o medicina pre-paga). Ya antes del inicio de la pandemia, el acceso a dispositivos tecnológicos y digitales era considerado fundamental. En el 73% de los hogares había al menos un teléfono celular y, en más de la mitad, una computadora de escritorio o portátil. Aunque tener un buen proveedor de conectividad podía implicar ajustar el presupuesto familiar en otros rubros, esto era considerado un esfuerzo necesario que, a su vez, permitía señalar distinciones dentro del barrio. Intentando explicar la “precariedad” y “peligrosidad” de algunas de sus “zonas”, Luis, un trabajador ferroviario con más de 30 años de antigüedad, apuntaba: “allá [en “el fondo”, situado a tres cuadras de su casa] lo único que tenés es Telecom y DIRECTV, lo único. Y acá [en referencia a su cuadra] tenés Telecentro, Telecom, tenés varios de esos servicios que uno más utiliza. Vamos a dejar de comer; pero la internet no lo dejaremos” (Luis, 1.11.2019). La conectividad, entonces, era uno de los criterios que orbitaba en la producción del orden espacial y social, estableciendo fronteras de clase (Cosacov, 2017).

El rango empleado –en una escala numérica de 1 a 10– a la hora de establecer la propia posición en la estructura social, fue del 1 al 7.8 El 36% eligió ubicarse en la posición 5, el 32% entre 1 y 4 y, el 18%, entre 6 y 7. Sin embargo, en el paso de la abstracción de las posiciones expresadas numéricamente a las denominaciones de clase, las autoidentificaciones fueron más heterogéneas. Salvo por quienes apelando a la combinación de su identificación ferroviaria y peronista se definieron sin dudarlo como parte de la “clase obrera”, algunos vecinos buscaron complejizar las definiciones cerradas ofrecidas por el cuestionario: “clase obrera llegando a media”, “clase media por ahí”, “clase media tirando para abajo” fueron algunas de las formas de indicar una condición ambigua que, en algunos casos, sentían en tránsito o cambiante.

De acuerdo con Sautu (2016), “cuando el crecimiento económico y las tendencias distributivas son favorables, por lo general existe, incluso entre los miembros de la clase obrera, una mayor predisposición a considerarse de la clase media” (2016: 182). En tales circunstancias, “la condición objetiva de clase media refuerza la autoidentificación, que suele tener un alto grado de estabilidad” (Sautu, 2016: 182). A fines de 2019 ninguna de las condiciones mencionadas por Sautu parecía dada en el barrio, tampoco resultaban tan estables las autoidentificaciones de clase que escuchábamos. Por aquellos días, entre quienes ponderaban su posición por ingresos, poder adquisitivo y capacidad de consumo, los cimbronazos ocasionados especialmente por el aumento de las tarifas de los servicios públicos y la creciente inflación cobraba relevancia. Detengámonos en las reflexiones de Ricardo y Camila para explicarnos mejor.

Ricardo nació en 1964 en Barrio Operario, era hijo y nieto de trabajadores del ferrocarril. Camila llegó al barrio procedente de Jujuy en 1978, cuando tenía 12 años y a su padre, también ferroviario, lo trasladaron a la seccional de Boulogne. Ambos crecieron en los chalets construidos a fines de los años cuarenta, durante el gobierno peronista. A fines de los años setenta, Camila asistía a colegio católico de Martínez, en donde completó el nivel secundario. Luego realizó el curso de martillera, pero nunca ejerció: después de casarse con Ricardo se dedicó a la peluquería que montó en su casa. Ricardo, por su parte, al finalizar el secundario en una institución pública alternó diversos empleos hasta ingresar en el CEAMSE (Coordinación Ecológica Área Metropolitana). Su padre, contaba, nunca quiso que sea ferroviario; le decía “búscate otra cosa porque en el ferrocarril vas a estar toda la vida igual”. A diferencia de sus padres, Camila y Ricardo no pasaron una infancia de privaciones, pero no por ello la movilidad que comportaban sus respectivas trayectorias familiares y personales parecían ser reconocidas como tales: “la gente de afuera del barrio te tenía como que fueras de otra clase”, explicaba Camila.

En 2019, ambos coincidían en que integraban una “clase obrera llegando a clase media” cuya característica más elocuente era la “dificultad para crecer”. Se situaban, en palabras de Ricardo, “en el límite entre la clase obrera que quiere subir a la clase media pero no puede”. Por entonces había diversos modos de testimoniar este esfuerzo en el marco de un tiempo difícil que, sin embargo, no alcanzaba la magnitud de otro momento. Consultados por la posición social en que se ubicarían empleando la escala numérica de 1 a 10, se produjo el siguiente diálogo:

Camila: [Nos ubicamos] en un 5. Si venías hace tres o cuatro años te iba a decir en el 7. [Dirigiéndose a Ricardo] ¿No ves la diferencia? Yo la veo, no sé…

Ricardo: Ella ve la diferencia porque estábamos mejor y bueno…Del 2015 empezamos cada vez a estar menos, menos. Estuvimos bien, pero yo lo suplanto con trabajar 12 horas por día, por ejemplo. Antes trabajaba 8 horas y ahora trabajo 12 horas, entonces ya es compensando, pero tampoco es el caso porque dejas la vida en el laburo…

Investigadora: ¿En algún momento estuvieron mal?

R: No, mal no…

C: Mal, hubo una época, del 2000 y pico…

R: 2001

C: Claro…ahí estuvimos mal realmente, pero ahora no […] Ahora nada que ver… (Ricardo y Camila, 12.11.2019)

Podríamos citar en extenso varias entrevistas y conversaciones en las que, con mayores o menores matices, las y los vecinos de Barrio Operario buscaban modos de explicar sus desestabilizaciones sin derivar de ello el diagnóstico de un estado crítico. A contrapelo de lo que eran extendidas imputaciones mediáticas y políticas sobre el fin de la gestión macrista, el sentido común sociológico de nuestros interlocutores –a partir del cual expresaban ideas sobre la estructura social argentina– ofrecía imaginaciones menos radicalizadas que las registradas a comienzos del siglo (cf. Semán y Merenson, 2006).

En las reflexiones de Antonio, un taxista retirado de 66 años que llegó al barrio en 2010 junto a su mujer jubilada, propietarios del chalet más elogiado del barrio, podemos encontrar pistas de las variaciones en la imaginación sociológica que por entonces contrarrestaban los intentos de ver en el empobrecimiento de las heterogéneas clases medias y populares una causa determinante de la crisis, entendida como experiencia inapelable de movilidad descendente. En los últimos meses de 2019, Antonio no podía sostener los consumos que él establecía como indicativos de la pertenencia a las clases medias, pero eso no lo depositaba sin escalas en la “clase baja”, tal como nos explicaba. Por el contrario, proponía que

Tendríamos que inventar otra clase: clase cuarta, pongámosle. Porque si vos tomas los parámetros que se necesitan para ser [de] clase media […] “¿Vos vas al teatro tantas veces por mes?” No vamos nunca. “¿Vas al cine tantas veces por mes?” No vamos nunca. “¿Comprás una variedad de quesos y salames para picar cuando venís de trabajar?” No. Entonces, automáticamente, ya no sos clase media. Es lindo decir “soy de clase media”, [pero] no sos de clase media, la realidad es que no… (Antonio, 25.10.2019)

Recientemente, Moraes (2019) analizó las respuestas de los trabajadores en el norte del Uruguay en relación al lenguaje del desarrollo encausado por el ciclo de gobierno frenteamplista (2005-2019). Siguiendo el debate sobre minoritarización de la lengua que Deleuze y Guattari (1983[1975]) despliegan en su ensayo sobre Franz Kafka, definió estas respuestas como “proyectos menores”, “no porque su escala fuera necesariamente reducida –de hecho, no lo era– sino porque, de la misma forma que las ‘lenguas menores’ conceptualizadas por Deleuze y Guattari, los trabajadores describían ‘un tratamiento menor de la lengua patrón; un devenir menor de la lengua mayor’ (Deleuze y Guattari, 1995: 51)” (Moares, 2019: 284).

“Menor” está lejos de referir a lo producido por una minoría. Tampoco alude a una valoración acerca de su importancia o trascendencia, señala en cambio una práctica que se aparta de la horma para enunciar lo que está fuera de lugar, subvirtiendo así las formas mayores de representación. Dicho de otro modo, “supone tomar la palabra sin reverenciar los patrones que ordenan y legitiman su uso, instilándole una expresividad tan necesaria como desreglada” (Moraes: 2019: 286). Entendemos que existen razones para sugerir que, hacia fines de 2019, las autoidentificaciones de clase ofrecidas por nuestros interlocutores proponían registros cotidianos en “lengua menor”. Esto resulta fundamental para poder situar y explicar, en el siguiente acápite, lo sucedido con el correr de los siguientes dos años.

Recurrencias y emergencias

A modo de viñetas, seleccionamos tres prácticas registradas en Barrio Operario a partir de las medidas adoptadas por el gobierno nacional, provincial y municipal para contener el avance de la pandemia. Estas remiten a: i) la emergencia y transformación improvisada de las casas en pequeños comercios, ii) la organización de actividades de ocio a través de las redes sociales que incluían la circulación monetaria, y iii) las acciones adoptadas ante la potencial ocupación de terrenos en el barrio. Dar cuenta de su distribución nos ayudará a explicar los procesos de distinción y clasificación social en curso, así como las transformaciones, en caso en que las hubiere, en las autoidentificaciones de clase informadas por los y las vecinas. En el correr de la reflexión y de la escritura de este artículo las denominamos “imágenes paganas” para apuntar(nos) el apartamiento de lo reglado a la hora de pensar la coyuntura y su inscripción.

Transcurridas las primeras semanas de ASPO, se hizo frecuente ver ejemplos y escuchar elogios a la capacidad de las personas para “reinventarse”. Particularmente en la televisión, esta expresión abarcaba desde pequeñas y medianas empresas (que fabricaban casas o prendas de vestir y pasaban a producir módulos para hospitales de campaña o barbijos), a profesionales y comerciantes que reformulaban sus oficios y actividades para hacer frente al nuevo contexto. Con el correr de los días, no fueron exactamente reinvenciones lo que comenzamos a observar en Barrio Operario: carteles improvisados en pizarras y cartulinas se multiplicaban en las veredas y las casas ofreciendo pan casero, pizzas, empanadas, milanesas, tamales, tortas y asado; bebidas alcohólicas, carbón y productos de limpieza. También había quien ofertaba servicios: lavado de automóviles, tapicería y arreglos de ropa. Aunque hacía mucho tiempo que no se hacían presentes, estas iniciativas anunciadas en flamantes carteles no eran nuevas en el barrio, guardaban la impronta de las prácticas con que distintas familias habían hecho frente a la crisis de 2001, aun cuando su subjetivación y sostén en el tiempo no resultaban equivalentes.

La mayoría de estas iniciativas se mantuvieron firmes hasta el fin del invierno de 2020. Si bien tenían diversas motivaciones, existía una misma condición de posibilidad: pudieron ser encaradas por quienes contaban con movilidad (automóvil, motos) y un capital previo o ingreso mensual continuo que les permitía adquirir los insumos o la mercadería necesaria. Algunas familias se volcaron a estas actividades para generar ahorros augurando un futuro difícil, como una suerte de reflejo aprendido en otras circunstancias; otras lo hicieron para “matar el tiempo” en los días de aislamiento más estricto. Esto último resultaba mucho más frecuente entre las familias ferroviarias cuya principal fuente de ingresos –derivada del trabajo formal de los varones– no se vio interrumpida o alterada significativamente. En estos casos, eran las mujeres quienes más acusaban el trastocamiento de los ritmos de vida, basado en la sobrecarga de las tareas de cuidado, pero también en las limitaciones para desarrollar aquellos rubros –peluquería, cosmética- que hasta entonces les permitía generar ingresos propios, ya sea para darse algún “gusto” o cubrir algún “gasto extra”.

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Carteles en Barrio Operario. Fotografías tomadas por Silvina Merenson entre abril y agosto de 2020.


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La percepción generalizada de esos ingresos como “no trabajo” se asemeja a lo constatado hace ya varias décadas por distintas investigaciones, particularmente en las encausadas en contextos rurales (véase Heredia, 2003 y Stølen, 2004). En febrero de 2021, cuando volvimos a conversar con Danilo, nos contó que, desde el inicio de las medidas dispuestas por el PE, solo dejó de trabajar un día y que su salario como trabajador ferroviario no sufrió alteraciones. Su impresión era que, en los meses que llevábamos de ASPO y DISPO, su familia “se unió más”, porque pasaban más tiempo juntos: él solo salía para ir a trabajar y, del taller, regresaba a casa. En tanto Mabel, su mujer, debió cerrar la peluquería que desde hace 21 años tiene en un centro comercial próximo al barrio. Danilo ponderaba como sigue esta decisión:

[La peluquería] la tiene como distracción, para no estar encerrada todo el día en la casa. Sentirse independiente… yo la dejo. Me he cansado de ayudarle, de pagar el alquiler del local (…) Pero después soy consciente de que todos tenemos que tener una distracción, ¿entendés? Sentirnos ocupados, que somos útiles en otro lado (…) Ella va cuando quiere, no tiene la necesidad de ir, no tiene la necesidad de trabajar, pero ella quiere ir. Bueno, vaya. No está mal (Danilo, 20.02.2021).

Transcurrido un año, cuando en febrero de 2021 volvimos a conversar con Camila y Ricardo, a quienes citamos en el acápite anterior, supimos que varias cosas habían cambiado para ellos también. Ricardo llevaba varios meses en casa por pertenecer a uno de los grupos considerados “de riesgo”. Aunque continuó percibiendo su salario como empleado del CEAMSE, su ingreso se había reducido casi a la mitad porque ya no sumaba las horas extras que solía realizar. En tanto Camila, peluquera al igual que Mabel, también había tenido que cerrar su establecimiento, ubicado en el mismo lote de su casa: “yo tenía para lo mío”, decía entre triste y resignada, “y ahora no tengo nada. Así que estoy todo el día acá, mirando tele”. Ricardo, en cambio, decía haber aprovechado bien el tiempo: nos contó de los varios arreglos que hizo en la casa y del motor de una camioneta que estaba desarmando.

Cuando juntos recordamos la respuesta a nuestra pregunta por la ubicación en la escala social en términos numéricos, citada también en el acápite anterior, Camila se apresuró a responder que ahora, en vez de ubicarse en el quinto lugar, se ubicaban “en el 3”. Sin embargo, la justificación del descenso de posición variaba en uno y otra. Para Ricardo, obedecía a la merma de sus ingresos: “sí, a nosotros nos cambió, porque al tener yo el doble de sueldo, vos te hacés de una clase con esa plata, yo cobraba bien”. En tanto, para Camila, si bien tal declive no se disociaba de la definición objetiva por ingresos –“nosotros ya estábamos acostumbrados a vivir con poca plata, así que no nos afecta” – se consolidaba en un estado de ánimo: “moralmente esto nos va a hacer mal”, decía. “A mí me afecta, porque todo el año estuve acá adentro. Está bien, tengo casa y puedo andar… pero…”.

La segunda viñeta, sintetizada en “el bingo virtual”, nos interesa por diversas razones. En principio porque, si bien es en parte complementaria de la recurrencia que plantea la anterior, sucede en un nuevo entorno que años atrás no estaba disponible. Aun así, los “bingos” no eran una actividad novedosa entre los y las vecinas de Barrio Operario: al menos desde comienzos de los años ochenta, la Asociación Vecinal dedicada a gestionar mejoras en la infraestructura barrial organizaba kermeses para recaudar fondos que incluían juegos de azar. Ya en los años noventa, y en virtud de una serie de modificaciones normativas, el “bingo” ganó terreno entre las actividades de ocio y recreación elegidas por los sectores medios y populares del conurbano bonaerense.

Entre mayo y junio del 2020 se iniciaron los primeros “bingos virtuales” convocados a través de WhatsApp y distintos grupos cerrados de Facebook. Durante un lapso acotado de tiempo, se ponían a la venta los cartones, compuestos de una serie de números aleatorios cuyo valor iba de $100 a $500, dependiendo de los premios en juego. Estos últimos podían consistir en una suma preestablecida de dinero, pero también en una canasta de alimentos, un perfume o una prenda de vestir. En estos últimos casos, los bingos fueron una de las vías para comercializar en el barrio stocks de productos preexistentes.

Unas horas después del cierre de la oferta de cartones tenía lugar el sorteo. Este generalmente se realizaba por las noches, durante una transmisión “en vivo” por Facebook. Antes de comenzar con el canto de los números, las y los jugadores compartían un rato de música, mientras enviaban mensajes y saludos que iban siendo leídos en voz alta por quien convocaba el evento. La organización de los bingos no era monopolizada por una persona o familia en particular, todos aquellos que lo desearan y contaran con los recursos necesarios podían convocar a un “bingo”, solo era cuestión de evitar la superposición con otros. Si bien los anuncios se multiplicaban día a día, por lo general eran las mismas familias las que participaban de todos. De hecho, era bien vista la reciprocidad: si una familia participada de un bingo organizado por otra, correspondía devolver el gesto. Sin embargo, al ritmo en que la restricción a la circulación se fue flexibilizando, los bingos se fueron espaciando hasta casi extinguirse en la primavera de 2020.

La condición de posibilidad de los bingos virtuales radicaba en antecedentes que excedían a la actividad y su contexto. En buena medida, eran factibles por la dimensión del barrio, pero fundamentalmente por la proximidad y la confianza entre “vecinos de toda la vida” que ya contaban con sus propios acuerdos y reglas establecidas a lo largo de décadas de cooperativismo y las más diversas gestiones comunitarias: ya sea para organizar su consecuente carnaval o mejorar la infraestructura barrial. Muy posiblemente esto explicaba que las y los jugadores solo participaran de un bingo si conocían personalmente a quien lo organizaba o al resto de los participantes. Esto daba seguridad y confianza a la hora de cumplir con el pago de los premios; pero también aseguraba un momento de encuentro y diversión en un “ambiente familiar” que habilitaba un lenguaje compartido, colmado de anécdotas y referencias al barrio y a sus habitantes. Allí había lugar para un gusto musical compartido, las burlas y chistes en forma de sticker, gif o “meme”. En algunos casos, estos últimos permitían responder irónica y sarcásticamente a las imputaciones que las y los tenían como potenciales destinatarios.

En los sucesivos posteos se hacía presente una conexión directa entre la proliferación de los bingos virtuales y las medidas adoptadas por el PE para generar “ingresos de emergencia” o para reforzar las transferencias estatales ya existentes. En rigor, aquella lectura a la que respondían no era muy original: la percepción del juego como “dilapidación (un gasto irracional)” en el caso de quienes cobran “planes” integra el amplio repertorio que clasifica, jerarquiza y moraliza las pautas de ocio y consumo de los sectores populares (Figueiro, 2014: 7). Sin embargo, resultaba que para algunas de las familias de Barrio Operario la pandemia y las medidas adoptadas por el PE, como el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), habían señalado un hito en su relación con las políticas de transferencia estatales, pues nunca antes habían sido “beneficiarias” de ellas. Durante los bingos, esta nueva situación se hacía presente a modo de humorada que, al mismo tiempo, permitía compartir orientaciones y consultas con quienes tenían más experiencia en los vericuetos de los programas estatales. No se trataba de una cuestión menor, los bingos virtuales se presentaron como uno de los espacios pedagógicos en los que procesar las “distinciones significantes” (Bourdieu, 2002: 131) en curso.

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La tercera y última viñeta remite a la “huerta comunitaria” y a su cuidado como metáfora del temor ante la amenaza de invasión, experiencia que a su vez se presenta como recurrencia o destello de las memorias de clase asociadas a las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001 en el barrio. Cuando en octubre de 2020 los medios de comunicación pusieron su atención en la ocupación y el desalojo de terrenos en Guernica9, las y los vecinos de Barrio Operario entraron en alerta. No se trataba de una situación desconocida y, al menos por dos razones, no la consideraban poco factible: las familias ferroviarias pioneras habían sido testigos del desborde del perímetro original del barrio y, además, quedaban en él terrenos que podían ser vistos como “disponibles”. Sin embargo, hasta las jornadas de diciembre de 2001, nunca antes los vecinos habían buscado contener, como volvían a hacerlo ahora, el arribo y la instalación de nuevas familias. Veamos en mayor detalle qué era aquello que destellaba.

En la madrugada del 20 de diciembre de 2001, según narraba Lucía Sánchez en un extenso texto que compartió en su página de Facebook y que aquí resumimos:

Sonaba el teléfono de mi casa. Le avisaban a mi viejo que se venían en micro desde otro barrio a saquearnos, a quedarse con nuestras casas. Racionalmente resultaba imposible, pero en esos días nada era racional, menos cuando el hambre y la miseria lo nublaban todo (...) Otros vecinos habían recibido llamadas similares. Empezaba entonces la organización. Para las 5 de la mañana ya había barricadas en todas las esquinas del barrio, custodiadas con armas, palos, cuchillas, cadenas (…) No había malos ni buenos, las circunstancias nos igualaban (…) Un tiro, un rumor, una llamada y varias personas anunciaban el comienzo de la guerra (…) Todos estábamos reunidos, deliberando, en algo así como lo que llamaban ‘asambleas’; venían cada tanto representantes de otras a hacer las paces y a asegurarnos que, por lo menos ellos, no iban a venir a nuestro barrio (...) Días después se dijo que la movida de los barrios fue orquestada para evitar saqueos o para evitar que vayamos para la Plaza de Mayo. (Sánchez, 20-12-2020)

Casi dos décadas después, fue rápida la reacción y la asociación con aquella jornada narrada en primera persona por Sánchez. Mediados por la iniciativa de la única organización territorial integrada por vecinos que trabaja en el barrio, un grupo de familias se organizó para demarcar los terrenos libres como “espacio verde”: plantaron árboles, delimitaron dos potreros y construyeron una huerta comunitaria. En plena vigencia del DISPO, hacer de aquellas hectáreas un espacio público encontró varios anclajes. La consigna “quédate en casa”, reemplazada por “nos quedamos en el barrio”, transformó esos terrenos en el patio que le falta a muchas casas. Adultos y niños se encontraban allí para pasar un rato al aire libre, conversar y jugar. Al mismo tiempo en que cumplían con las medidas sanitarias, resguardaban al barrio de una situación que vivían con temor. Lejos de un interés primario por los alimentos orgánicos o la promoción de la soberanía alimentaria, “cuidar la huerta” fue una forma más de “cuidar al barrio”. Esto último, que era elaborado en las conversaciones cotidianas que sostenían el trabajo colectivo, registraba a su vez una dimensión de la vulnerabilidad exacerbada por aquellos días, ampliamente compartida y claramente imputable a las prácticas y “efectos de Estado” (Trouillot, 2003). Ambas condiciones –la masividad y la clara identificación de la interlocución estatal– quedaron registradas durante uno de los eventos más comentados en estos meses de pandemia. Ricardo lo evocaba como sigue:

ya estábamos en plena cuarentena y vino la policía municipal (…) y dijo que los chicos no podían jugar [en la calle], que tenían que estar en su casa, que estábamos en cuarentena, que no se podía jugar al futbol. Y la gente de acá salieron todos a correr a la policía, ‘que se dejen de molestar’, (…) ‘que vayan a buscar delincuentes en vez de retar a los chicos.’ (Ricardo, 18-2-2021)

Entre las barricadas de 2001 narradas por Sánchez y el cuidado del espacio verde que imaginaron como “seguro e inclusivo” existe un amplísimo arco de diferencias, pero una de ellas no es nada menor. Hoy, las y los vecinos sienten que tienen mucho más que perder o, dicho a su modo, mucho más por “defender”. Esta percepción está fuertemente asociada a las transformaciones que experimentó el barrio en las últimas dos décadas, pero también a las autoidentificaciones de clase fundadas en trayectorias cuyas oscilaciones no dejan de evidenciar “progreso”, basado en un esfuerzo que no necesariamente coloca en el centro “una concepción individualista del ascenso social” (Cosacov, 2017: 108), tal como explicaba Armando.

En febrero de 2021, conversamos con Armando en el amplio patio delantero de su elogiada casa. Si bien, al igual que su señora, lleva varios años jubilado, hasta el establecimiento del ASPO seguía trabajando como masajista. En su bicicleta recorría distintos barrios populares de San Martín y San Isidro para atender a sus pacientes. Antes de dedicarse por entero a tratamientos estéticos y rehabilitaciones físicas, decía Armando, “hice de todo, nunca me quedé”: fue albañil, obrero ferroviario, parrillero, vendedor de pan y cartonero. En 1994, con la indemnización que recibió tras ser despedido del ferrocarril, al que ingresó en 1978 como peón de cuadrilla, compró los materiales para comenzar a construir su casa. Hasta entonces, él y su familia habitaban una casilla de madera y chapa que hoy asocia a su “época de pobre, pobre”. Para él, y para el barrio en el que vive desde hace cuatro décadas, decía, en los años noventa: “se vino una malaria, como ahora, ahora por la pandemia no hay laburo, una malaria que Dios te libre... Ni [trabajo] de albañil había”.

Aun cuando Armando observaba que, en materia de empleo, “son pocas las veces que la gente está bien. En todo el país, no únicamente acá en el barrio”, consideraba que la coyuntura era especialmente crítica “para aquel que no quiere trabajar, [el] que está esperando el plan social. [Ahora] hay muchos planes, muchas cosas”. Desde su perspectiva, el problema no radicaba en la “ayuda social”, sino en su lectura como un recurso exclusivo, superpuesto e indiscriminado. De hecho, su familia fue sujeto de diversas “ayudas” en distintos momentos: a comienzos de los años ochenta recibían la “caja PAN”10 y, en lo reciente, contaban con una tarjeta municipal que era recargada mensualmente con la suma de $190. Iniciada la pandemia, el municipio contactó a Armando para otorgarle una caja alimentaria adicional. Él, sin embargo, se negó: “dije que no, porque tenía la tarjeta (…) y no puedo estar pidiendo otra cosa”.

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Controlar los gastos le permitía este rechazo que acompañaba con el hecho de “no quedarse” y “progresar”, aun cuando en ello intervenía también una cuota importante de azar: “acá en el barrio tenés gente que está más o menos bien. Están los que tienen más suerte que yo, o tuvo más suerte que yo, y están los que no”. De este modo Armando no solo nos ofrecía su impresión del barrio, también nos advertía que nunca la totalidad del mundo social puede dirimirse en explicaciones eminentemente terrenales (Semán, 2021).

Armando terminó de construir el segundo piso de su amplia vivienda durante el ciclo kirchnerista (2003-2016); una época en la que “se trabajaba bastante bien”. Esto, junto a las trasformaciones del barrio –“el barrio está espectacular, cambió cien por ciento (…) no existe más el chaperío, se asfaltó, se hicieron todas las casas, porque antes era un desastre,”- resulta clave tanto en la redefinición de su autoidentificación de clase como en la descripción del barrio. Armando considera que hoy pertenece a la “clase media”; que el barrio, al igual que él, “no es ni de clase pobre ni de clase media alta tampoco, es de clase media ahí”. Tal como se ocupó de remarcarlo, la definición del barrio como de “clase pobre” no cabe ya siquiera para lo que identifica como “la parte usurpada”, en referencia a los terrenos en que residen las familias que llegaron al barrio en los años noventa. Ahí, decía, vive “gente que vino y fue quedando. Hay muchos paraguayos, chilenos, uruguayos, de todo un poco. Pero gente laburadora, han hecho casas de tres pisos que alquilan, pero por fortunas; paraguayos que su negocio lo conocen. Son guapísimos, son tipos progresadores”.

En el marco de la incertidumbre y temor que conjugaba en las más diversas figuras caleidoscópicas la situación económica y la sanitaria, la demarcación de los terrenos como “espacio verde” y el cuidado de la “huerta comunitaria” resultó inscrita en una temporalidad de mayor aliento. Esta apuntó el riesgo que implicaba ver tambalear las bases que sostienen las descripciones del barrio, ligadas a las transformaciones recientes, aunque inestables, y a las autoidentificaciones de clase entre sus habitantes.

Comentarios finales

Hasta aquí nos propusimos trazar algunos de los rasgos que asumen las autoidentificaciones de clase en una coyuntura –tan específica como inmediata–, en un barrio de la zona norte del conurbano bonaerense. Nos interesó particularmente advertir las reflexiones y prácticas asociadas a ellas en su estructura e inscripción. Por ello, guiadas por las referencias de nuestros interlocutores, revisamos en el tercer acápite la literatura que abordó el ciclo abierto en la década de 1990, su devenir y desenlace en la crisis de 2001.

En ese camino, dimos cuenta de las definiciones y reflexiones recabadas al inicio de nuestro trabajo de campo, a fines de 2019. Sintetizamos algunos aspectos del “sentido común sociológico” que, al mismo tiempo que sostenía las autoidentificaciones de clase informadas por vecinos y vecinas, las exiliaba de las amplias imputaciones políticas y mediáticas que le eran contemporáneas. Entre otras cuestiones, por la agencia que cabe en su densidad y regularidad propusimos, en el quinto acápite, considerar estos registros en “lengua menor”, en diálogo con las condiciones materiales existentes enunciadas en el mismo acápite.

Desde el comienzo de nuestro trabajo de campo las experiencias y representaciones de la crisis de 2001 se hicieron presente como parámetro comparativo, como un modo de apuntar la fluctuación y la frecuencia de las autoidentificaciones de clase. Sin embargo, no fue hasta el inicio de la pandemia que su recurrencia trascendió las reflexiones para tornarse prácticas visibles ante nuestros ojos. Las tres viñetas sintetizadas en el sexto acápite y que aludimos como “imágenes paganas” expresan en parte la masividad de sus destellos en Barrio Operario. Estas recurrencias, en sus formulaciones y subjetivaciones, despliegan un amplio repertorio que nos permitió registrar algunos rasgos desregulados asociados a las experiencias de clase que estaban aconteciendo, en un escenario de “posiciones inestables y alteridades próximas” (Segura y Cingolani, 2021: 158).

La primera viñeta indica que, cuando se trata de autoidentificaciones de clase, aquello que en primera instancia podría limitarse al ámbito del sostenimiento y reproducción de la unidad doméstica en momentos de incertidumbre, no tiene menos anclaje en su dimensión sensible y moral. Dicho de otro modo, la clase es –o puede ser– también un “estado de ánimo”, una condición que en el mismo gesto capta y relanza las asimetrías sexo-genéricas y los marcos interpretativos que estas comportan. Con la segunda viñeta apuntamos la pluralidad de ámbitos en los cuales es posible elaborar y contener los trastocamientos o nuevos estatus que hacen a las autoidentificaciones de clase, basados en todo lo que comporta pasar a ser abarcados por las políticas distributivas estatales. Las actividades de ocio, como los “bingos virtuales”, resultan ámbitos de acompañamiento subjetivos y pedagógico desde los cuales también se puede responder al abanico de imputaciones tan familiares como enclasadas. En tanto, la tercera viñeta inscribe y dimensiona el solapamiento del cuidado personal, familiar y barrial. Las actividades implicadas en el cuidado del espacio verde y la huerta rebasan y ponen en relación la idea de protección –y con ella las experiencias– ante lo que en virtud del “progreso” extendido ya no se era pero se percibía en riesgo.

Combinado de diversos y en ocasiones de contradictorios modos, todo lo mencionado en el párrafo anterior encuentra condiciones de posibilidad en la medida en que su inscripción temporal permite aventurar caminos, compartir expectativas y sostener decisiones en un mundo de referencias que resultan más conocidas que excepcionales. Es en ese sentido que las autoidentificaciones de clase y las experiencias asociadas a ellas constituyen, en tanto evaluación prospectiva, proyectiva y colectiva, un terreno en el que rastrear agenciamientos situados. Considerar las reflexiones y las prácticas en torno a las experiencias de clase como una instancia productora de agencia llama a su vez a captar la importancia de su inscripción en tanto “memorias de clase”, no para sentenciar reiteraciones o repeticiones, sino para no perder de vista que sus dinámicas e inflexiones no acontecen en el vacío, sino en las sedimentaciones que permiten volver inteligible aquello que incluso puede resultar inédito.

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  1. Este artículo se enmarca en el proyecto PICT 2017-1767, “Clases medias emergentes de Argentina, Brasil y Uruguay: Autoidentificación y nuevos horizontes”, financiado por la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica de Argentina. Las autoras agradecen a lxs evaluadores anónimos por sus sugerentes lecturas. Durante el proceso de evaluación de este artículo, Ricardo, uno de los vecinos que citaremos aquí, falleció luego de contraer Covid-19. A él y a su familia está dedicado este trabajo.↩︎

  2. Por entonces, los análisis etnográficos captaron la revitalización del territorio y el surgimiento de una cantidad de organizaciones y redes orientadas a la gestión de recursos estatales que buscaron atender la pobreza, problematizando en algunos casos las asimetrías e inequidades sexo-genéricas (Masson, 2004; Quirós, 2006 y Ferraudi Curto, 2006).↩︎

  3. El cuestionario contenía 81 preguntas, divididas en siete módulos temáticos: 1) Vivienda y hábitat; 2) Movilidades y Asignaciones Identitarias; 3) Vulneración de derechos; 4) Alimentación y Nutrición; 5) Acceso a Bienes, Servicios y Ayudas de Otros; 6) Ingresos del Hogar; 7) Autopercepción de Clase. La encuesta, aplicada a 22 personas (10 mujeres y 12 varones), consideró el tiempo y la zona de residencia en el barrio, además de la distribución por edad y sexo.↩︎

  4. Se confeccionaron 22 historias de vida (13 varones y 9 mujeres) registradas con grabadora digital, posteriormente transcritas, codificadas y analizadas con apoyo del Software MaxQDA.↩︎

  5. Decretado el 19 de marzo de 2020 con el objetivo de proteger la salud pública, el ASPO estableció una serie de medidas destinadas a limitar la circulación de las personas, así como las actividades y servicios declarados esenciales en la emergencia sanitaria. Dicho decreto estuvo vigente hasta diciembre de 2020 en que fue reemplazado por el Distanciamiento Social, Preventivo y Obligatorio (DISPO) en aquellas jurisdicciones que la situación sanitaria así lo permitía.↩︎

  6. Entre ellas, el Plan Nacional de Obras Públicas y el Plan Federal de Viviendas (2004), la Asignación Universal por Hijo (AUH, 2009), el Plan de Inclusión Previsional (2005, PIP) el Programa de Crédito Argentino del Bicentenario para la Vivienda Única Familiar (Pro.Cre.Ar, 2012).↩︎

  7. Los datos que siguen resultan de la aplicación del instrumento cuantitativo referido en el apartado Consideraciones Metodológicas.↩︎

  8. La pregunta concreta era: ¿dónde se ubicaría en la siguiente escala de posiciones sociales, que va de 1 (lo más bajo) a 10 (lo más alto)?↩︎

  9. En julio de 2020, unas 1200 familias ocuparon unas 100 hectáreas en Guernica, partido de Presidente Perón, en la provincia de Buenos Aires. Luego de distintas instancias de negociaciones, en el mes de octubre, las familias que permanecieron en el predio fueron desalojadas en el marco de un violento operativo policial. La medida abrió fuertes controversias entre los distintos sectores que integran la coalición de gobierno.↩︎

  10. Sobre el Plan Alimentario Nacional (PAN) iniciado en mayo de 1984 véase Cervio (2019).↩︎