El trabajo etnográfico con expedientes en el campo de las burocracias judiciales

María José Sarrabayrouse Oliveira
Universidad de Buenos Aires / CONICET
mariajosesarra@gmail.com
https://orcid.org/0000-0001-9117-5022

Resumen

El objetivo de este artículo es reflexionar sobre el trabajo etnográfico con expedientes en el ámbito de las burocracias judiciales. Para ello, parto de dos situaciones de campo que refieren a dos momentos diferentes en mi trayectoria como investigadora y que son reconstruidos desde caminos opuestos: en un caso, un “hallazgo” fortuito y relatos familiares de mi infancia me llevan al encuentro con un expediente archivado en el Museo de la Morgue Judicial; en el otro, inversamente, el punto de origen es una causa judicial emblemática por crímenes de lesa humanidad que me conduce a algunos de los relatos, rumores y testimonios que le dieron origen. Propongo el análisis de ambas situaciones porque entiendo que las mismas permiten problematizar y discutir las dificultades y especificidades que presenta el trabajo con expedientes al tiempo que nos invita a pensar sobre el material con el que están “hechos” los mismos.
Palabras clave: expedientes, burocracias judiciales, Museo de la Morgue, juicios de lesa humanidad.

The ethnographic research with files in the field of judicial bureacracies

Abstract

This article aims to reflect about ethnographic work with court files in the realm of judicial bureaucracies. In order to achieve this, I start off by using two field situations that refer to two different moments in my career as a researcher and have been rebuilt from opposite paths: in one case, a fortuitous "finding" and family stories from my childhood bring me to the encounter of a filed proceeding in the Judicial Morgue Museum; in the second one, inversely, the starting point was an emblematic court case for crimes against humanity that lead me to some narrations, rumors and testimonials which originate it. I propose to analyze both situations because I understand that they allow us to problematize and discuss the difficulties and specificities that work with files introduces, at the same time that it invites us to think about the material used for its elaboration.
Keywords: court files; judicial bureaucracies; Judicial Morgue Museum; court case for crimes against humanity

RECIBIDO: 25 de febrero de 2022
ACEPTADO: 4 de mayo de 2022

CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO: Sarrabayrouse Oliveira, María José (2022) “El trabajo etnográfico con expedientes en el campo de las burocracias judiciales”, Etnografías Contemporáneas 8(15).

Introducción

Cuando recibí la invitación a participar de este dossier para escribir sobre el trabajo etnográfico con expedientes, decidí que el artículo debía ser fiel a la vocación local del oficio antropológico (Geertz, 1994). O sea, partir de mis propios contextos etnográficos, temas y problemas de investigación para reflexionar sobre los desafíos y particularidades que implica trabajar con este tipo de documentos específicos.

Mi trabajo en el marco de la antropología jurídica se ha centrado (y se centra) en la realización de investigaciones que han articulado en su análisis, el campo de las burocracias judiciales con el de la historia reciente. Así, he indagado tanto sobre el funcionamiento y el rol que el poder judicial desempeñó durante la última dictadura cívico militar en la Argentina (1976-1983) a través del análisis de una causa judicial; como sobre el carácter local de la operatoria de las burocracias judiciales en el actual desarrollo de juicios por crímenes de lesa humanidad. En ambas investigaciones, el trabajo de campo supuso que, a las clásicas actividades que hacen a nuestro oficio de antropólogas/os, haya debido incorporar el trabajo con expedientes judiciales.

El trabajo con expedientes judiciales –y con documentos en general– es una tarea no exenta de dificultades, cuestionamientos y desafíos para quienes hemos sido formados en la disciplina antropológica. Durante un extenso período, la división disciplinar entre la historia y la antropología ha resultado en que los archivos se constituyeran para los/as antropólogos/as en “una serie de cajas de documentos inusuales” y el trabajo en los mismos, en una práctica exótica y ajena (Bosa, 2010: 505). Como si existiese una división de bienes del trabajo intelectual –donde los documentos son de los historiadores y los testimonios y las entrevistas, de la antropología–, los documentos han sido vistos en ciertas investigaciones como una fuente secundaria a la que, en algunos casos, recurrimos los antropólogos. Cuando nos enfrentamos al trabajo con causas judiciales, esta situación de extrañamiento se ve exacerbada, en la medida en que nos zambullimos en un mundo que tradicionalmente ha pertenecido o al terreno histórico –documentos, en general–, o al terreno jurídico –expedientes judiciales, en particular–; pero nunca al terreno antropológico.

En un intento por superar las dificultades para pensar el trabajo etnográfico en archivos, Bosa (2010) propuso la noción de “espacio de trabajo” como una alternativa “independiente de la distribución habitual de los métodos y objetos según las “disciplinas” establecidas” (op.cit.: 501).1 Recuperando esta propuesta de trabajo, pero circunscribiéndome al trabajo con causas judiciales, entiendo que la investigación en burocracias judiciales requiere también que reflexionemos sobre aquello que los/as antropólogos/as buscamos –y podemos encontrar– en un expediente. En otros términos, ¿cómo lee la antropología un expediente?, ¿qué cosas dicen estos documentos?

El objetivo de este artículo es reflexionar sobre el trabajo etnográfico con expedientes en el ámbito de las burocracias judiciales. Para ello, parto de dos situaciones de campo que refieren a dos momentos diferentes en mi trayectoria como investigadora y que son reconstruidos desde caminos opuestos: en un caso, un “hallazgo” fortuito y relatos familiares de mi infancia que me llevan al encuentro con un expediente archivado en el Museo de la Morgue Judicial; en el otro, inversamente, el punto de origen es una causa judicial emblemática por crímenes de lesa humanidad que me conduce a algunos de los relatos, rumores y testimonios que le dieron origen. Propongo el análisis de ambas situaciones porque entiendo que las mismas permiten problematizar y discutir las dificultades y especificidades que presenta el trabajo con expedientes al tiempo que nos invita a pensar sobre el material con el que están “hechos” los mismos.

Ahora bien, antes de desarrollar los casos señalados propongo un breve recorrido que ponga sobre la mesa algunos elementos que hacen al trabajo etnográfico con expedientes y sus implicancias (cómo los definimos, qué buscamos en ellos, qué información nos brindan, qué dificultades presentan), cuestiones que serán retomadas en las situaciones de campo presentadas posteriormente.

Los expedientes judiciales desde la mirada etnográfica

Los expedientes constituyen el modo por excelencia en el que se expresan los procedimientos judiciales. Su estilo de escritura supone una forma particular de ordenar y presentar aquellos hechos que conformarán “verdades jurídicas” y se presenta de un modo pretendidamente aséptico y estructurado a partir de reglas generales, universalistas y que, por definición, poco refieren al contexto de los hechos sobre los que se imprimen las mismas. En su análisis del proceso de generalización que caracteriza a las leyes escritas, Jack Goody afirmaba que

[…] en la vida real el juicio sobre un homicidio depende del contexto y la categoría. Esto es cierto incluso en las sociedades con escritura. La reacción depende de si la víctima está fuera o dentro del grupo, de si el acto es definido como guerra, enemistad, homicidio involuntario o asesinato auténtico. Sin embargo, el código escrito tiende a presentar el conjunto complejo de prácticas en forma de reglas más simplificadas: “No harás esto o aquello”. Tales principios tan descontextualizados son particularmente característicos de las religiones escritas (1990: 202).2

Las distintas sentencias, resoluciones y escritos que van construyendo un expediente judicial son el resultado de un proceso de lucha de argumentos y posturas, tanto jurídicas como extrajurídicas, que circulan al interior de los tribunales pero también por fuera de sus muros. El análisis etnográfico de estos documentos –que plasman estas prácticas formales y altamente normalizadas– permite visualizar distintos elementos que hablan no sólo del marco institucional y de los constreñimientos estructurales –que incluyen los territorios y espacios burocráticos por los que se desplazan los operadores judiciales–, sino de las diferentes adscripciones de los agentes, las lógicas que los guían y las alianzas e intereses que los relacionan (Sarrabayrouse Oliveira, 2011).

Desde esta perspectiva, el trabajo antropológico con expedientes no debe apuntar a un análisis normativo y doctrinario de los hechos que aparecen allí modelados, ni a la “traducción” de las causas judiciales, ni a la presentación de la perspectiva nativa en términos “más comprensibles” para los que no pertenecen al mundo judicial –como si, por otra parte, dicha perspectiva fuera “una mera transcripción de lo que los nativos efectivamente piensan acerca de su mundo social” (Balbi, 2012: 487) y no una construcción analítica desarrollada por el etnógrafo–. Por el contrario, leer expedientes desde una mirada antropológica “implica dar cuenta de las prácticas, los procedimientos y las relaciones que caracterizan ese mundo, de las tramas que se tejen y sostienen ese universo social” (Sarrabayrouse Oliveira, 2011: 34).

Sin lugar a dudas, en el marco de la antropología jurídica, el trabajo con burocracias judiciales nos muestra que la documentación escrita ocupa un lugar fundamental. Pero más allá de esta centralidad, lo cierto es que la lectura de los expedientes no reemplaza ni hace prescindible la voz de los protagonistas,3 la cual nos muestra el conocimiento que tienen tanto sobre los hechos, como sobre sus propias prácticas y procedimientos cotidianos. Esta situación visibiliza la necesaria articulación de los registros escritos con la palabra de los actores. Contar con informantes especializados que oficien como guías en los expedientes; conocer las impresiones e interpretaciones que tienen los sujetos sobre lo que aparece en las causas judiciales o sobre hechos que no forman parte de las mismas pero que sí están vinculados; organizar a partir de sus dichos una suerte de nueva agenda de temas y problemas que permita ampliar el universo que se había imaginado originalmente son sólo algunos de los elementos que nos brinda el trabajo con el relato de los actores en el mundo judicial.

Ahora bien, podría decirse que afirmar que la articulación entre las tradicionales actividades que hacen al trabajo de campo (entrevistas, observación participante) y otras tareas de investigación (trabajo con documentos judiciales) permite un abordaje integral y más profundo de las burocracias judiciales, es, en realidad, una obviedad metodológica. Sin embargo, el hecho de que el espacio judicial se estructure a partir de normas que regulan las formas de proceder de los operadores pero que también orientan sus prácticas (Martínez, 2005), hace que esta aclaración no sea ociosa y adquiera un significado mayor. Y esto no implica partir del objetivo ingenuo de contrastar normas y prácticas, de ver cuánto se alejan unas de las otras, sino que supone considerar estos documentos particulares como parte del material de campo a ser analizado para comprender la forma en que opera y se representa localmente el derecho.

El análisis de documentos producidos por las burocracias estatales –en este caso particular, por aquellas vinculadas a la justicia–, permite dar cuenta de los agentes que los produjeron, de las oficinas que habitan estos operadores, pero también visibiliza las huellas de las acciones llevadas a cabo por otros actores (Muzzopappa y Villalta, 2011). El tránsito por el mundo judicial y por sus archivos permite entender que este campo es un campo heterogéneo donde circulan diferentes tipos de agentes. Quienes habitan sus oficinas pueden ser empleados desinteresados y abúlicos que abandonan los archivos al paso del tiempo o, por el contrario, convencidos guardianes que se los apropian y deciden a quién mostrárselos y a quién no (Sarrabayrouse Oliveira, 2017). Y lo cierto es que poder reconocer estos diferentes tipos de actores nos permite reflexionar sobre las relaciones que con ellos se entabla, así como sobre las negociaciones que se establecen y las estrategias diferenciales que se desarrollan para acceder a la documentación que nos interesa (Cunill, Estruch y Ramos, 2021). Y esto es así porque, tal como se planteó al comienzo de este artículo, la metodología se arma en base a nuestros problemas de investigación, se piensa en función de nuestros temas y campos de análisis; es desde allí que se van ensayando estrategias metodológicas y formas novedosas para realizar el trabajo de campo.

En este espacio de trabajo con documentos estatales, no es inusual que entre los cientistas sociales surja la pregunta en torno a la posibilidad de que los documentos mientan, particularmente cuando se refiere a documentos producidos por agencias estatales en el marco del terrorismo de Estado.

En un intento por responder –o al menos problematizar– esta pregunta, recupero las precauciones planteadas por Claudia Fonseca (1999) cuando advertía que si las investigaciones etnográficas se limitaban a la mera realización de entrevistas, dejando de lado la observación participante y la atención al contexto circundante en el que estos encuentros se llevan a cabo, se corría el riesgo de perder el “flujo continuo de la vida cotidiana de los actores” (op.cit: 63) y con él, otros tipos de habla diferentes a los que existen en una entrevista (como los chismes o los chistes) e inclusive otros tipos de lenguajes (como los corporales y los gestuales). Un abordaje de estas características nos conduciría a una interpretación limitada y cerrada de la palabra de los actores que llevaría a pensar –en la búsqueda de un relato “objetivo”– que los informantes exageran, mienten o son falsos, en lugar de entender, por ejemplo, que en ciertas oportunidades los actores ajustan su narrativa a las expectativas que, según ellos entienden, tiene el investigador. Es así que los actores, dependiendo del lugar que ocupen en la trama de relaciones sobre la que estamos indagando, pueden mentir o “adornar” su relato. El punto es, nuevamente, no construir ese hecho como un obstáculo sino como un dato a ser analizado en la media en que nos está hablando de ese campo en el que estamos investigando.

Una situación similar a la descrita sucede con los documentos. Al igual que con el trabajo etnográfico más tradicional, se requiere superar la ingenuidad positivista de pensar que existen textos objetivos, neutrales.4 Ya Ginzburg nos advertía sobre la exagerada preocupación en torno a la objetividad de una fuente:

Hay que admitir que cuando se habla de filtros e intermediarios deformantes tampoco hay que exagerar. El hecho de que una fuente no sea “objetiva” (pero tampoco un inventario lo es) no significa que sea inutilizable. Una crónica hostil puede aportarnos valiosos testimonios sobre comportamientos de una comunidad rural en rebeldía (1994: 14).

Es preciso entender que siempre se trata de códigos que debemos descifrar: sean estos expedientes, partidas de nacimiento o actas de defunción. Como se dijo anteriormente, los documentos hablan sobre los hombres y las mujeres que los produjeron y también de las huellas de sus acciones, aún en circunstancias donde el poder parece más blindado y concentrado, como en un proceso dictatorial. Es por eso que la indagación sobre el recorrido burocrático de los expedientes judiciales constituye una forma de abordar la trama administrativa de la violencia desplegada en las oficinas judiciales durante el terrorismo de Estado.

En su reflexión sobre el trabajo etnográfico en archivos, Bosa sostiene la necesidad de formular distintas preguntas que permitan reconstruir la situación que produjo esos documentos

¿Por qué una persona se puso a escribir? ¿Cuáles eran sus intereses y sus intenciones implícitas o explícitas? ¿Por qué eligió una forma particular? ¿Para quién escribía y cuáles fueron sus lectores? ¿A qué mundos profesionales o espacios de vida pertenecía y cuál era su posición? ¿Cuáles eran las categorías dominantes o ausentes en estos universos? ¿Qué es lo que aparecía como central para esta persona? (2010: 514)

A estos interrogantes, y circunscribiéndolo al campo de las burocracias judiciales, me interesa agregar lo siguiente: ¿cuáles son los elementos, los materiales con los que se factura un expediente?

En función de lo hasta aquí dicho, y teniendo esta última cuestión como horizonte, en los próximos apartados presentaré las dos situaciones de campo en las que, de distinta manera, se pone en juego el trabajo con expedientes judiciales. Estas situaciones refieren a dos momentos diferentes en mi proceso de formación como antropóloga y permiten traer a escena el lugar que los relatos, las entrevistas y los testimonios tienen en la construcción –y comprensión– de los expedientes, pero también para la reconstrucción de aquellos hechos que, mediante un largo proceso, se convirtieron en una causa judiciable (Pita, 2020).

El Museo de la Morgue

La situación de campo que presentaré a continuación refiere a una visita realizada en el año 2004, en el marco de mi investigación de doctorado, al Museo Forense de la Justicia Nacional “Dr. Juan Bautista Bafico”5 –mejor conocido como Museo de la Morgue Judicial–. En dicha visita, y de un modo completamente sorpresivo y aleatorio, se produjo un “hallazgo familiar” sobre el que no escribí hasta después de pasados quince años.6

La visita al Museo se produjo en un momento en el que las entrevistas a médicos forenses, e inclusive el acceso a la misma Morgue Judicial, se estaba haciendo particularmente complicado. Esta situación me llevó a buscar un acercamiento alternativo a través de lo que, a mi entender, constituía un espacio público y, por lo tanto, suponía un acceso más sencillo: el Museo de la Morgue Judicial.

Lo único que sabía del Museo es que se encontraba en el mismo edificio que la Morgue Judicial, en las calles Junín y Viamonte de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires; desconocía el horario de atención e inclusive lo que allí se exponía. Busqué por la web y encontré una primera aclaración que advertía: “el Museo no es apto para menores ni para personas impresionables”; también se especificaba que las visitas se podían realizar en el horario de 9 a 15 hs., con cita telefónica previa. Llamé al teléfono que aparecía en la página y del otro lado de la línea me atendió una voz masculina que me preguntó si era estudiante de medicina o de derecho. Entusiastamente, le respondí que era antropóloga, que estaba haciendo mi tesis de doctorado sobre el funcionamiento de la Morgue y del Poder Judicial durante la dictadura militar y que tenía un particular interés en conocer el Museo Forense. Nada de eso pareció conmoverlo, siquiera importarle: si quería hacer la visita debía sumarme a un grupo de estudiantes de medicina o de derecho, no podía ir sola. Obviamente, por afinidad temática, opté por los futuros abogados.

Coordiné día y horario y, junto con una colega y amiga, nos presentamos en el Museo de la Morgue e ingresamos junto con el grupo de estudiantes.

El Museo es un homenaje a la criminología positivista: en una sala circular coronada con la frase “Sapiens nihil affirmat quod non probet” (“El sabio no afirma lo que no puede probar”), antiguas vitrinas iluminadas contienen recipientes en los que es posible distinguir cuerpos enteros, pero también cabezas, brazos, fetos, trozos de piel con tatuajes “tumberos”, sumergidos en conservantes químicos. Cada pieza anatómica está acompañada de una ficha en la que se aclaran las características y circunstancias de la muerte.

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Imagen 1. Museo de la Morgue Judicial. Foto: Centro de Información Judicial


Luego de recorrer varias veces la sala, y ya superada la impresión y fascinación inicial que generaba la muestra, comencé a mirar unos bustos –cuyos rostros eran máscaras mortuorias– acomodados arriba de los aparadores. Cada uno de ellos tenía también una ficha en las que figuraban datos tales como el año de muerte, la nacionalidad y el oficio, pero no la identidad del muerto. En todos los casos se trataba de hombres, con bigotes en su amplia mayoría, que respondían al estereotipo del inmigrante europeo que arribó a la Argentina a fines del siglo XIX y principios del siglo XX.

Seguí observando las monocordes máscaras mortuorias hasta que una de ellas llamó mi atención, su imagen me resultaba familiar. Leí la descripción: 1938, español, panadero. Sorprendida, volví a mirar otros bustos y regresé al busto “familiar”. Me resultaba inexplicable. Yo conocía el rostro de ese hombre. Lo había visto durante toda mi niñez en un retrato que estaba colgado en el comedor de la casa de mis abuelos maternos.

Absorta y excitada ante el descubrimiento, busqué a mi amiga:

- M, no me vas a creer, pero… ¡Acabo de encontrar a mi bisabuelo!

- ¡¿Cómo?!, preguntó ella.

- ¡Lo que oís! Es mi bisabuelo, el abuelo de mi mamá, el que murió en un accidente de tránsito… ¡el panadero anarquista!

- Pero ¿cómo sabés? ¿Tiene el nombre?

- No, pero conozco esa cara. Estaba en una foto enorme en la casa de mis abuelos.

- ¡No te puedo creer! Hablemos YA con el guía.

Acto seguido y carcomidas por la ansiedad nos dirigimos al encargado de la visita guiada que les estaba brindando una explicación a los estudiantes de derecho. Cuando concluyó, lo aparté del grupo y le dije:

- Vos vas a pensar que estoy loca, pero acabo de encontrar a mi bisabuelo…

- ¿Qué? ¿Dónde está? ¿Cuál es?, preguntó entusiasmado.

Después de ver el busto de yeso, llamó por teléfono a alguien que, según me dijo, podría confirmar si la máscara mortuoria que estaba allí, pertenecía efectivamente a mi bisabuelo.

Pasados pocos minutos, ingresa a la sala un hombre mayor que, agitado e inquieto, comienza a preguntar en un elevado tono de voz quién había encontrado a su bisabuelo. Después de hacer un nuevo relato sobre el hallazgo, el funcionario de la Morgue toma la ficha descriptiva y me dice que va a buscar el expediente de mi “supuesto” bisabuelo, aclarando que si estaba la figura en yeso necesariamente debía estar el legajo judicial. Esa expresión me remitió, en forma inmediata, a una frase –pronunciada por una abogada– que me había permitido comenzar a entender no sólo lo que sucede con los cuerpos que ingresan a la morgue sino la lógica de funcionamiento de las burocracias penales: “si el cadáver ingresó, el registro burocrático de ese ingreso tiene que estar”.7

Fue así que el celoso guardián de los expedientes de la Morgue, me pidió que lo acompañase a buscar el legajo de mi bisabuelo. Atravesamos la Morgue Judicial –cosa que hasta ese momento nunca había podido hacer– y en ese recorrido pude mirar por el rabillo del ojo la sala de autopsias. Ahí no vas a poder entrar, me dijo antes que yo le preguntase nada. Un olor muy particular invadía el aire del edificio, parecía ser una mezcla de químicos y carne en descomposición.

Después de subir unas escaleras de mármol llegamos a un pasillo atestado de expedientes, atados en pilas y apoyados en el piso sin ningún orden aparente. El funcionario me dijo que empecemos a revisar los paquetes uno por uno, en alguno de ellos tenía que estar el expediente. No recuerdo cuántos eran, pero sí la sensación de que me enfrentaba a una empresa interminable. Decidida ya a pasar un tiempo indeterminado en ese pasillo recóndito del edificio de la Morgue Judicial, desaté una de las pilas y me detuve en el primer expediente para ver qué datos se podían obtener a primera vista. La carátula, encabezada por una inscripción impresa que decía Morgue Judicial - Museo Forense y seguida por una pequeña imagen del escudo nacional, brindaba datos concretos: nombre del cadáver (NN en el caso de no haber sido identificado), nº de orden, juez interviniente, comisaría, lugar y año del hecho y nombre del Director de la Morgue. Habiendo entendido cómo estaba organizada la información que debía buscar, seguí revisando uno a uno los expedientes. Cuando llegué aproximadamente al décimo legajo, un nuevo hallazgo –que confirmaba el anterior– apareció ante mis ojos: en la línea correspondiente al nombre se leía “José Oliveira”.

—¡Lo encontré! ¡Es el expediente de mi bisabuelo!

Mi alegría y emoción fue tan grande como la del celoso guardián de los expedientes. Repentinamente, ese pasillo cubierto de información sobre personas que habían muerto en las primeras décadas del siglo XX, por las que ningún familiar reclamaba y, al parecer, ningún investigador consultaba, había cobrado vida.

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Imagen 2. Expediente de la Morgue Judicial. Foto de la autora


El expediente comenzaba con una nota con fecha 13 de septiembre de 1938 firmada por el comisario a cargo de la seccional 33 y dirigida al Director de la Morgue Judicial, en la que se remitía el cuerpo –aún no identificado– de mi bisabuelo:

Por disposición del Señor Juez de Instrucción Doctor Ramón F. Vázquez, Secretaría N° 69 del Doctor Hernán Abel Pessagne, que interviene en el hecho de Homicidio Artículo 84 del Código Penal, del que resultó víctima una persona del sexo masculino, aun no identificado, al parecer italiano, como de 54 años de edad, regular alto y grueso, raza blanca, cabello canoso, calvo, afeitado, se remite el cadáver del mismo, para ser autopsiado.

El hecho en que dicha persona resultó ser víctima ocurrió el día 12 del actual, a la hora 19.40 minutos, en la calle Cabildo frente al N°2875, al ser embestido por el colectivo línea 57, chapa municipal 15.791, de esta Capital, conducido por el chauffeur Santos Yuri – Zabala 2635, detenido (fs.1).

A continuación de esa nota y con la misma fecha, el comisario de la seccional 33 se dirigía nuevamente al Director de la Morgue para solicitarle, por disposición del juez de Instrucción, que el cadáver de José Oliveira –ya identificado– sea entregado al agente portador de esa orden judicial “a los efectos de que lo vele la familia y mañana a la hora [ilegible] será devuelto para que se le practique la autopsia” (fs.3).

Al día siguiente, el comisario enviaba una nueva nota al Director de la Morgue en la que aparecía no sólo el nombre de mi bisabuelo, sino también el de mi bisabuela y el de sus cuatro hijos, entre los que se encontraba mi abuelo. La nota tenía como objeto remitir

[…] para ser autopsiado, el cadáver de José Oliveira, español, de 69 años de edad, con 45 de residencia, casado, panadero, alfabeto y se domiciliaba en Amenábar 3229, que el 12 del corriente a las 19 y 40, falleció a consecuencia de haber sido embestido frente al N°2875 de Cabildo, por el automóvil colectivo chapa Nº 15.791, línea 57, conducido por Santos Yuri, domiciliado Zabala 2635, hecho en el que interviene el señor magistrado antes nombrado.

La víctima pertenecía a la raza blanca, profesaba la Religión Católica, nació en España, provincia de Pontevedra, pueblo de Padrón, el 4 de abril de 1870, y era casado con María Esclavitud Luna (sic), de cuya unión nacieron cuatro hijos que aún viven, y son: José, de 30 años; Dolores, de 35 años; María Elena, de 33 años y Juan, de 29 años de edad (fs.6).

Las circunstancias de la muerte de mi bisabuelo, el entierro de su cuerpo en el cementerio de la Chacarita y su posterior trasladado al de San Fernando –una vez que mi abuelo pudo comprar una parcela– eran datos que yo conocía gracias a relatos familiares. Pero lo que nunca se había contado en la familia era el paso de nuestro antepasado por la Morgue Judicial y, mucho menos, que su rostro había sido reproducido en una máscara mortuoria la cual estaba exhibida en el Museo Forense.

Con copia del expediente en mano –gracias a la buena disposición del funcionario de la Morgue–, me estaba por retirar cuando éste me cuenta que, según los datos que tenía, la muerte de mi pariente se había producido por la quebradura de una vértebra cervical, que dicha pieza ósea había estado en exposición en el Museo y que luego había sido enviada al depósito. Amablemente, se ofreció a buscarla para que la viera. No acepté el ofrecimiento. En ese momento, los registros burocráticos eran suficientes para saciar mi interés y curiosidad.

Al salir del Museo, busqué un teléfono público y llamé a mi madre y a mi tía para contarles sobre el hallazgo y comenzar a contrastar las versiones de los registros documentales con las de los pocos recuerdos familiares.

Recuerdos de familia8

Cuando mi bisabuelo falleció en aquel accidente de tránsito, mi madre aún no había nacido y mi tía tenía apenas tres años. Fue ella quien me contó que en la familia se rumoreaba que el accidente se había producido “porque estaba borracho cuando cruzó la avenida (…) Era muy trabajador, pero le gustaba el trago. Era muy duro el trabajo de panadero: levantarse al alba, trabajar a temperaturas altísimas”.

El comentario sobre la inclinación etílica de mi bisabuelo trajo a mi memoria que en el expediente había un formulario que dejaba constancia de la realización de un análisis para comprobar la existencia de alcohol en sangre. Sin embargo, luego de esa nota, nada acreditaba si se encontraba, o no, en estado de ebriedad. Sólo una pequeña noticia publicada en el diario La Nación el 13 de septiembre de 1938, anexada al expediente, refería a la llamativa actitud de la víctima “que se hallaba detrás de un camión allí estacionado y que no pudo ver aquel vehículo, [y] se lanzó corriendo para atravesar la calzada”, sorprendiendo al conductor del colectivo.

Menos interesada en las razones que dieron lugar al accidente, mi madre discutía la afirmación de que su abuelo fuese católico, según constaba en el expediente:

Madre: ¡Imposible! Era anarquista. ¡No podía ser católico! Él es el que le enseñó a tu abuelo –me decía– que los nombres con los que conocemos a las facturas (bolas de fraile, suspiros de monja, vigilantes, cañoncitos, sacramentos) eran nombres para burlarse de la Iglesia, del Ejército y de la Policía…

Tía: ¡Qué estás diciendo! Él era católico, pero no era practicante. La católica-practicante era la abuela María Esclavitud, por eso todos los hijos estaban bautizados.

Cuando era niña, mi abuelo me contó que, a poco tiempo de nacer, contrajo difteria y estuvo a punto de morir. Por este motivo sus padres –según mi tía–, sólo su madre –según mi madre–, resolvieron bautizarlo “de urgencia”.

Tía: Efectivamente, cuando tu abuelo nació, casi se muere a los pocos días y ambos [padres] estuvieron de acuerdo en darle las “aguas del socorro”.9

Sin profundizar en las distintas versiones que podían advertirse entre los recuerdos familiares y los documentos judiciales con respecto al panadero español, y en las discrepancias de sus nietas en torno a sus gustos, vicios y creencias, lo cierto es que si en algo acordaban mi madre y mi tía era que en la familia nunca se había mencionado que el cuerpo de José Oliveira hubiese pasado por la Morgue Judicial.

Al comienzo de este apartado, recordé la frase que afirmaba que, si un cadáver ingresa a la Morgue Judicial, el registro burocrático de ese ingreso tiene que estar. Esta aseveración indica que tras todo cuerpo existe un expediente que lo sostiene, que legitima su existencia, y una burocracia que se activa y va dejando marcas de su recorrido en sus registros. En el caso de José Oliveira, no sólo hay huellas de su ingreso a la Morgue sino del retiro de su cuerpo, por parte de los deudos, para realizar los rituales mortuorios, de la devolución del mismo para ser autopsiado y de la nueva entrega para llevar a cabo la inhumación. Pero también es cierto que no todas las acciones aparecen registradas o son notificadas. La vértebra cervical de mi bisabuelo quedó en la Morgue con fines de investigación y fue expuesta en el Museo, pero la familia nunca fue anoticiada de estos hechos, a pesar de haber interactuado con la burocracia judicial en distintas oportunidades.10

Ocultamientos familiares y ocultamientos judiciales salieron a la luz después de sesenta años gracias al hallazgo de la máscara mortuoria y su expediente, pero también gracias al hallazgo del convencido guardián que, celoso de “sus” objetos, inventarios y archivos, decidió que yo podía verlos. El expediente, y el burócrata que me lo facilitó, muestran esa articulación entre burocracias y funcionarios que dejan huella de su accionar, por horroroso o insignificante que éste sea, y también abren la pregunta en torno a las estrategias que como investigadores/as debemos desplegar para acceder a nuestros campos de interés.

La burocracia judicial y sus registros cuentan una versión sobre la historia de la muerte de José Oliveira, de su máscara mortuoria y de su “cervical de exposición”. El relato de la familia cuenta otra versión, con similitudes, diferencias y desconocimientos/ocultamientos. Es necesario entretejer, contrastar y comparar esos dos relatos para reconstruir la historia de esa muerte y de ese cuerpo y comprender las lógicas de funcionamiento de las burocracias –policiales, judiciales, médicas y administrativas– que la capturaron.

La figura de mi bisabuelo, y la de los otros bustos de yeso que lo acompañan en el Museo, son el estereotipo del trabajador, pobre e inmigrante; la apropiación de su vértebra en nombre de la ciencia es la muestra del derecho que se arrogaba la Morgue Judicial a disponer de ciertos cuerpos.

Como los expedientes judiciales, las máscaras mortuorias y los restos humanos expuestos en el Museo –en su condición de objetos– no son algo dado de antemano, que porta verdad de por sí, sino un espacio de relaciones sociales sujeto a “una multiplicidad de ordenamientos e intervenciones” (Sirimarco, 2020: 3). Estos objetos operan, entonces, como fetiches tras los que se ocultan relaciones de sometimiento, de explotación y, también, de resistencia. Las voces de los protagonistas –invisibilizados– de estas historias tanto como sus experiencias sociales no son fácilmente escuchables a través de la lectura de las fojas de los expedientes judiciales. Como plantea Bosa,

[…] desde hace varias décadas los esfuerzos se han multiplicado para encontrar documentos que permiten que los “subalternos” hablen y recuperar algunas voces difíciles de oír (por ejemplo, en los archivos de la inquisición, los archivos judiciales y de policía). Si bien estos documentos son por lo usual producidos por las autoridades, y por lo tanto deforman la realidad de sus experiencias sociales, a veces es posible trascender el punto de vista de la burocracia. Por un lado, los expedientes contienen en ciertos casos documentos excepcionales escritos por los mismos subalternos. Por otro, es posible neutralizar ciertas deformaciones realizando una lectura “descentrada” de estos documentos oficiales. (2010: 521)

La lectura “descentrada” del expediente de mi bisabuelo, en articulación con los testimonios familiares sobre aquellos hechos, me ha permitido reconstruir algo de aquella historia de vida y de muerte y comprender parte de las lógicas judiciales y científicas que descarnaron el caso para convertirlo en expediente.

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Imagen 3. Retrato de José Oliveira y María Esclavitud Lema, su esposa. Foto de la autora


El cementerio de Empedrado

En este apartado, reconstruiré una situación de campo que se produjo en el año 2019, momento en el cual concurrí al cementerio de Empedrado como parte de mi investigación sobre el desarrollo de los juicios de lesa humanidad en las provincias de Corrientes y Chaco.

Mi trabajo de campo en Corrientes comenzó en el año 2017 y parte de mis primeras tareas apuntaron a reconstruir el proceso por el cual se llegó a la celebración, en el año 2008, del primer juicio por crímenes de lesa humanidad en la provincia, conocido como “RI9” (Regimiento de Infantería n° 9). Este juicio fue trascendente por muchos motivos (Sarrabayrouse Oliveira, 2021), pero fundamentalmente porque poco tiempo antes de que se inicie el debate oral, el Equipo Argentino de Antropología Forense identificó el cuerpo de R.A, uno de los desaparecidos por el que se había iniciado la causa penal.

R.A fue secuestrado en la estación de ferrocarril de Burzaco, provincia de Buenos Aires, el 14 de mayo de 1977 y, en junio de ese mismo año, trasladado al Centro Clandestino de Detención (CCD) ubicado en el Regimiento 9 de Corrientes.11 Su cuerpo sin vida apareció a mediados de julio de 1977 en las costas de la localidad de Empedrado –a orillas del río Paraná y al sur de la ciudad de Corrientes–. Sin identificar, sus restos fueron enterrados como NN en el cementerio local.

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Imagen 4. Barrancas de Empedrado, Corrientes. Foto de la autora


En el año 2019, en uno de mis viajes de campo a Corrientes, la familia de A. se ofreció llevarme a Empedrado para que conozca el cementerio.

Empedrado es una localidad pequeña y su cementerio se encuentra a pocas cuadras del río Paraná. Escoltando el portón de ingreso, dos placas recuerdan a dos detenidos desaparecidos cuyos cuerpos fueron enterrados en este cementerio y luego identificados. Atravesando la entrada, sobre el paredón del cementerio y en forma longitudinal al mismo, se encuentran unos nichos que datan de 1912. El cementerio es pequeño, bastante colorido y, a primera vista, parece tener una planificación un tanto improvisada, como si la gente hubiese ido enterrando a sus muertos a medida que se iba haciendo lugar. Sin embargo, esta apreciación inicial, inmediatamente fue rebatida por mi amiga y guía, quien al ingresar me aclaró que desde sus orígenes el cementerio ha tenido un lugar para los pobres y otro para las familias con mejor pasar económico: “Los muertos que están acá adelante –a la entrada del cementerio– son los de las familias acomodadas. Es raro, pero a R.A. lo enterraron acá”. Se refería a una zona ubicada a unos pocos metros hacia la izquierda de la entrada. “Había unos tocones de madera que señalaban la tumba”, me cuenta. Luego, nos dirigimos hacia el final del cementerio y llegamos al lugar donde se había encontrado el cadáver de CT –identificado en el 2018– y los restos de otros desaparecidos aún no identificados. “Éste era el lugar para los más pobres, el más abandonado. En realidad, era esperable encontrar todos los cuerpos por acá, más que adelante (donde fue encontrado el de R.A.)”.

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Imagen 5. Cementerio de Empedrado. Foto de la autora


En el recorrido por el cementerio pasamos por un “velero”12 que había sido armado, desde mucho tiempo atrás, por una señora para esos muertos “que nadie conoce y que nadie cuida”.13

Seguimos nuestro recorrido y, cuando ya estábamos caminando hacia la salida, la cuñada de R.A. me pregunta si conocía la historia del “Loco” Cheme, un personaje local muy conocido en el pueblo

Los Cheme eran una familia muy antigua y conocida en Empedrado. Empedrado es un pueblito muy conservador, con una parte oligárquica importante. Resulta que el Loco era un poco ermitaño, vivía en los “tacuarales” y aparte era comunista –lo que explicaría muchas cosas sobre el apodo– (risas).

Avanzamos unos metros más hasta llegar al lugar donde estaban los restos de Cheme. “Parece ser que el Loco le desconfiaba a su familia y por eso se mandó a hacer su propia placa antes de morir”. El grabado en bronce decía:

Hasta después de muerto seguiré siendo enemigo de los sinvergüenzas, de los hipócritas, de los que por las vías de la política o del dinero, se convierten en “PERSONAJES”, de los parásitos, de los enemigos de la clase obrera, del pueblo y la patria. TITO CHEME. 1975.

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Imagen 6. Placa de Tito Cheme, cementerio de Empedrado. Foto de la autora


Lo interesante de este personaje, más allá de lo pintorescas que puedan resultar las anécdotas y su propia figura, es que fue gracias a él que se obtuvieron los primeros datos sobre los cuerpos de los desaparecidos que aparecían flotando en el río Paraná –en plena dictadura– y que serían inhumados como NN. Según el relato de mi amiga y “guía”, esa información, que se volcaría en la causa judicial, fue provista por ese “comunista loco” de Empedrado.

Resulta que cuando se armó la [Comisión] bicameral en 1984, para recibir las denuncias por la represión en Corrientes, Cheme fue y se presentó para decir que en el cementerio de Empedrado había desaparecidos enterrados, que los había traído el río. Ése fue el primer dato que tuvimos sobre la posibilidad de que R estuviese acá. 24 años más tarde, su cuerpo fue identificado.

Rumores, saberes y secretos: la materia de los expedientes

Al comienzo de este artículo sostuve que la centralidad que ocupa la lectura de expedientes en el trabajo etnográfico sobre (y en) burocracias judiciales no reemplaza ni hace prescindibles las voces de los actores que las transitan, ya que son ellas las que nos hablan sobre los hechos, sobre las prácticas y sobre los procedimientos cotidianos que allí se despliegan. Es en este sentido que afirmo resulta fundamental articular los registros escritos con la palabra de los actores y con su interpretación de los hechos que resultan foco de nuestro interés.

La situación de campo desarrollada en el apartado anterior –mucho más acotada que la ocurrida en el Museo de la Morgue– me invitó a profundizar la reflexión sobre la articulación entre expedientes y voces de los actores pero ahora atendiendo a aquellas voces que, bajo la forma de rumores (Garaño y Salvi, 2015), chismes (Sirimarco, 2017) y secretos a voces (Sarrabayrouse Oliveira, 2011), fueron procesadas para dar lugar a una causa judicial. Estos relatos permiten devolverle el contexto a aquello que fue descontextualizado y descubrir cuál es el material que debió ser transformado/traducido para inscribirse en la lógica judicial que dio lugar a los asépticos expedientes. En otros términos, ayudan a reconstruir el proceso por el cual un hecho se pudo convertir en un caso (de repercusión pública) y ese caso, en expediente (Pita, 2020).

A su vez, estos relatos y rumores visibilizan la articulación existente entre los saberes locales y los saberes expertos que operan en la construcción de una causa judicial (Ferrándiz, 2011; Martin-Chiappe, 2020; Bernardini, 2021). Porque los expedientes se nutren de esas voces –generalmente poco autorizadas– de los saberes locales (donde aparecen los chismes, los rumores y los secretos a voces), las cuales son procesadas mediante saberes expertos para convertirlas en “cosa judiciable”.

La vinculación y las tensiones entre ambos tipos de saberes son analizados por Martin-Chiappe (2020) en su tesis de doctorado sobre las exhumaciones de víctimas del franquismo.14 En dicho trabajo, la autora resalta

[…] el valor que tienen los saberes locales en la búsqueda de los restos de estas personas [víctimas del franquismo]. Pacheco afirma que sin la ayuda de las personas que poseen el conocimiento de los lugares “la probabilidad de éxito sería casi nula o incluso [el trabajo] sería inviable” (2019:165). Mi interés radica en señalar cómo en el contexto español el trabajo técnico y científico –si bien está dotado de un capital simbólico y de una eficacia propia de su conocimiento– necesita de los saberes locales para lograr su cometido. La conjunción de saberes propicia porcentajes mayores de éxito, tanto en la ubicación específica de la fosa, cómo en la identificación in situ a partir del reconocimiento de objetos y su pertenencia […] pero debe encontrarse con “expertos” dispuestos a escuchar. A su vez, el trabajo técnico y científico aporta legitimidad y fiabilidad de cara a la sociedad en su conjunto: tanto para los propios familiares como para la comunidad, tanto a pequeña como a gran escala (183-184).

En esta línea de análisis, el “loco Cheme” es una de esas voces locales que sabían sobre los cuerpos que bajaban por el Paraná y quedaban encallados en las barrancas de Empedrado. La diferencia de esta voz, en relación con tantas otras que conocían esos secretos a voces, es que no quedó sólo en el rumor, en el corrillo, sino que llegó a convertirse en una denuncia judicial cuyos resultados adquirieron estado público en el juicio del 2008.

Estos saberes locales que fueron conformando el expediente, se expresaron también a través de las voces de los sepultureros con los que debieron hablar familiares de víctimas, antropólogos y funcionarios judiciales para encontrar los cuerpos y, posteriormente, identificarlos

En los cementerios correntinos más chicos, la profesión de cementeriero se transmite de generación en generación […] No hay registros, tenés que hablar con el jefe de cementerios que te dice dónde está cada uno. Entonces ellos te dicen dónde están los NN. (ex funcionario Subsecretaría de Derechos Humanos)15

Fue a partir del lugar brindado a estas voces subterráneas,16 y a las tareas de persuasión realizadas por los familiares para lograr que “la gente cuente lo que sabe”, que se pudo dar con esos cuerpos que no estaban enterrados donde “debían” estar enterrados (“Este era el lugar para los más pobres, el más abandonado. Era esperable encontrar todos los cuerpos por acá, más que adelante”).

En el transcurso del debate oral realizado en el año 2008, la articulación entre saberes expertos y saberes locales se presentó de forma evidente cuando, en su declaración testimonial, un médico policial refirió a la “mano experta” que abrió los cuerpos encontrados en el río, distinguiéndola de la mano “inexperta” de los cuchilleros de la zona, donde la muerte por arma blanca es una forma de muerte habitual. Así lo refería uno de los funcionarios entrevistados,

Entonces va el jefe de policía que les baja la orden y en una tarde la fiscalía junta a todos y aparece un médico policial que dice: -Estos son los [cuerpos] que ustedes están buscando. -¿Por qué usted dice eso? -Porque estaban con muestras de estar muy golpeados, muy lastimados, muy jovencitos, cortados los dedos por las falanges, todas, claramente para no ser identificados y la panza hasta el esternón abierta con un corte de mano experta, un médico. -¿Y cómo saben? -Porque es una mano entrenada que no cortó órganos vitales. No es una puñalada gaucha correntina que te abre todo… Encima, el hábito correntino, como maneja mucho el cuchillo, entra hacia abajo pero sale hacia arriba. Entonces cuando sale te hace un tajo así de grande. No es un punzón que entra y sale; entra y te corta todo. Ésta fue una mano entrenada. Les cortaron la panza y los tiraron al río para que se hundan. Los encontró la Prefectura, los sacó al muelle y la policía hizo el acta como cualquier NN y los enterró (…) En algunos casos, de putísima casualidad –porque los tiraron en invierno y los peces de río por el frío en invierno van al fondo–, [los cuerpos] flotaron y los bichos no los agarraron. Ésa es nuestra estimación.17

Familiares de víctimas, militantes de derechos humanos, vecinos de la zona, antropólogos forenses, abogados de organismos de derechos humanos y funcionarios judiciales son algunos de los actores que intervinieron en la construcción de la causa judicial. Si bien todos participaron en este proceso, el peso de su presencia (y de su palabra) variaba en función de los ámbitos en que se desplegase y de la etapa del proceso que se estuviese transitando, lo cual hacía que sus relaciones no estuviesen carentes de conflictos. Como sostiene Pita

[…] el pasaje del caso a la causa, es decir, todo ese procedimiento que implicaba que un caso se tornase un expediente judicial y se inscribiese en un proceso de administración institucional de conflictos, implicaba construcción de estrategias, evaluación de situaciones, coyunturas, puesta en juego de saberes técnicos organizados por otras lógicas; y eso, ciertamente, afectaba y alteraba las relaciones entre los distintos actores implicados toda vez que modificaba lenguajes, afectaba reputaciones, cuestionaba y reposicionaba autoridades y ponía en jaque todo un universo de valoraciones morales. (2020: 119)

Pero en el espacio de Empedrado, en las orillas del río Paraná, en los pasillos del cementerio, esas voces –opacadas en el expediente– tienen un peso fundamental.

No es poco común escuchar que en localidades con una densidad demográfica menor que la de las grandes ciudades de la Argentina, se “habla poco” sobre el terrorismo de Estado y sobre su significación más manifiesta: los desaparecidos. De un modo arriesgado e intentando discutir esta afirmación –a la que también he adherido–, me gustaría repensar esta idea acerca de lo innombrable o lo ignorado. Los rumores sobre cuerpos que bajan por el río, los secretos a voces sobre los muertos enterrados que nadie conoce, pero también las historias de muertos, de “espantos”,18 de apariciones son otras formas de hablar sobre el horror y de representarlo (Tello, 2016; Ruiz Serna, 2020; González Kofler, 2021).19 Es necesario reconocer estos otros modos de hablar sobre aquello para lo que parece que no hay palabras para entender no sólo el carácter que adquirió la represión dictatorial a nivel local sino el modo de representarla y también de resistirla y denunciarla.

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En este trabajo ha recuperado dos situaciones de campo diversas con el objetivo de reflexionar sobre las implicancias y desafíos que conlleva trabajar con expedientes desde una perspectiva etnográfica. Desde mi propio campo de investigación he traído a la discusión el lugar que ocupan los guardianes de los archivos y documentos, las huellas que dejan las burocracias en su accionar pero también he intentado recuperar las voces menos legitimadas expresadas en relatos locales y familiares.

En otro trabajo, sostuvimos que los juicios orales por crímenes de lesa humanidad deben ser entendidos como “una instancia pública que, a través de los testimonios y las distintas pruebas presentadas, hacen visible no sólo los hechos, sino que echan luz además sobre la trama de relaciones personales, institucionales y políticas previas, que los hicieron posibles, y permiten comprender los casos desde la perspectiva actual” (Sarrabayrouse Oliveira y Martínez, 2021: 240). Analizar estos rituales judiciales desde una mirada etnográfica implica recuperar aquellas voces y situaciones de ese pasado en el cual los procesos locales están anclados y también comprender la construcción y el contenido particular que estos expedientes presentan a partir de sus contextos locales.


Referencias bibliográficas

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Documentos judiciales

Expediente n° 1109, Morgue Judicial - Museo Forense, 1938.

Fuentes

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  1. Para profundizar la reflexión sobre los alcances y dificultades del trabajo de campo en archivos, ver también Nacuzzi y Lucaioli (2011) y Platt (2015).↩︎

  2. Si bien Goody entiende que “la ley secular no funciona exactamente de la misma manera que los mandatos religiosos” sostiene que es posible establecer una correspondencia entre ambos. En el mundo secular “mientras la ley consuetudinaria es local, la ley escrita generalizada, en parte porque está escrita y en parte porque no se aplica sólo en la iglesia sino en todo el Estado” (1990: 202).↩︎

  3. Me refiero tanto a los “agentes profesionalizados” como a los “agentes no profesionalizados” (De Sousa Santos, 1991) que se vinculan con las burocracias judiciales.↩︎

  4. Sobre esta problemática, Bosa afirma que “la idea de describir, deconstruir y analizar el contexto de producción de las fuentes aparece como una regla común a la aproximación etnográfica y al método crítico. La diferencia es que el etnógrafo de lo contemporáneo utiliza materiales producidos en contextos en los que él mismo tenía un papel activo (entrevistas grabadas o no, notas de observación, etc.), mientras que el investigador del pasado se basa en documentos “externos” o “independientes” de su intervención (archivos públicos o privados, prensa, literatura gris, etc.). Pero el principio común es que las fuentes sobre las que se elabora el análisis (archivos externos al investigador o notas de campo) no son nunca “datos” puros: reflejan una cierta perspectiva (institucional o individual) y fueron producidos en respuesta a diversas tensiones. En este sentido, y contrario a lo que por lo general se piensa, la diferencia entre estos dos tipos de fuentes es de grado y no de naturaleza” (2010: 513).↩︎

  5. Nombre recibido en honor a quien fuera director de la Morgue Judicial entre 1927 y 1950. El Museo está emplazado en Junín 762, en un espacio que, “hasta principios del siglo XX, funcionó como anfiteatro destinado a la exhibición pública de los cadáveres de desconocidos para su identificación por el público (Salessi, 1995) y posteriormente como Aula Magna de la Facultad de Medicina.” (Sarrabayrouse Oliveira: 2020: 9-10)↩︎

  6. Los hechos que aquí se relatan recién fueron publicados en el año 2020 en el artículo “El Museo de la Morgue Judicial: historias de guardianes, expedientes y apropiaciones”. Corpus [En línea] Vol. 10, Nº 1, Enero-Junio | 2020.↩︎

  7. Inclusive durante el terrorismo de Estado, los cuerpos de desaparecidos que ingresaron a la Morgue fueron registrados (cfr. Sarrabayrouse Oliveira, 2011).↩︎

  8. Para trabajar este apartado recurrí a las anotaciones volcadas en mi libreta de campo luego de la visita al Museo en 2004 y a las charlas con mi madre y mi tía sobre algunas de esas historias familiares.↩︎

  9. Se refiere a un ritual cristiano que se realizaba en los casos en que el recién nacido corría peligro de muerte. Era una suerte de “bautismo de emergencia” que no requería de la presencia de un sacerdote y podía ser realizado por cualquier persona comenzando con la fórmula “yo te bautizo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.↩︎

  10. La página web del Centro de Información Judicial (CIJ) explica, refiriéndose a las exposiciones permanentes del Museo Forense, que “[…] la mayor parte de los restos humanos pertenece a personas fallecidas entre las décadas de 1930 y 1940, víctimas de accidentes, homicidios o suicidios, cuyos cadáveres en su momento no fueron reclamados ni retirados y se destinaron a fines de investigación.” https://www.cij.gov.ar/nota-33457-Museo-Forense--un-espacio-de-inter-s-jur-dico-y-cient-fico.html↩︎

  11. En el año 2003, la familia denunció ante los tribunales provinciales que su pariente había estado secuestrado en el RI9. El hecho de hacer valer la competencia jurisdiccional en función del lugar donde R.A. estuvo detenido (Corrientes) y no por el lugar de la “caída” (Buenos Aires), brindó la oportunidad de abrir la causa en Corrientes, evitando que el caso quede atrapado entre los casos del circuito Camps (donde ya había muchas denuncias). Resalto esta decisión porque muestra parte del juego establecido entre el activismo experto y los familiares de las víctimas para desarrollar una estrategia jurídica y política (cfr. Pita, 2020), cuestión que será retomada al final del artículo.↩︎

  12. Conjunto de velas para honrar a los muertos.↩︎

  13. Sobre el cuidado de los muertos sin nombre sugiero la lectura del libro Los escogidos de Patricia Nieto (2018).↩︎

  14. “Micropolíticas del entierro digno: exhumaciones contemporáneas de víctimas del franquismo y culturas memoriales transnacionales en el Valle del Tiétar” (2020).↩︎

  15. Entrevista realizada por la autora en mayo de 2017.↩︎

  16. En el caso del velero mencionado en párrafos anteriores, si bien no hubo una referencia explícita a los casos de personas desaparecidas, resulta pertinente pensar en el mismo como parte de aquellas cosas que todos saben, pero pocos comentan o de los secretos a voces que recorren las calles de Empedrado.↩︎

  17. Entrevista realizada por la autora en mayo de 2017.↩︎

  18. En su trabajo de campo sobre el caso conocido como el “Doble crimen de La Dársena” ocurrido en el año 2003 en la provincia de Santiago del Estero, González Kofler sostiene que los espantos “son parte de un fenómeno que se mantiene en el límite de lo narrable y de lo sensiblemente inexplicable. Los relatos que los narran, se mantienen en el margen de lo decible y de lo silenciado. Un margen que vuelve a estos discursos inaceptables para la “racionalidad del Estado” -y también de las Ciencias Sociales y Humanas-, o cuanto menos “sin validez” para sus instancias pensadas desde la racionalidad burocrática y judicial. Lo profundamente emocional vuelve a los espantos parte de los esquemas organizadores de las prácticas y formas de habitar estos territorios” (2021: 153).↩︎

  19. En la literatura argentina el horror también tiende a leerse en clave política. Como plantea la escritora y periodista Mariana Enríquez, el miedo está situado, surge de contextos históricos concretos. Partiendo de esta idea, tanto en su novela (2019) como en sus cuentos (2016), la autora recurre a las leyendas y a la mitología local para hablar del terror: “El terror siempre es político (…) O por lo menos lo es en un país que creó fantasmas como política de Estado (…) en una tierra plagada de fosas comunes”

    (https://www.elmundo.es/cataluna/2017/02/08/589b76ffca47413c2c8b462d.html).↩︎