Cuidar: un concepto fluido para compromisos adaptables 1

por Annemarie Mol y Anita Hardon

Annemarie Mol

Institute for Social Science Research de la University of Amsterdam

orcid.org/0000-0001-8675-2219

a.mol@uva.nl

Anita Hardon

University of Wageningen

orcid.org/0000-0002-2761-5502

a.p.hardon@uva.nl

CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO: Mol, Annemarie; Hardon, Anita (2023). “Cuidar: un concepto fluido para compromisos adaptables”, Etnografías Contemporáneas 9 (16), pp. 232-256.

Un concepto fluido para compromisos adaptables

La palabra inglesa care (cuidar) es a la vez un verbo – to care (cuidar)y un sustantivo –care (cuidado). Este último tiende a aplicarse en los dominios sociales, tal como cuidado parental, cuidado de los ancianos o cuidado de la salud. En este capítulo presentamos algunos desarrollos que proceden del dominio del cuidado de la salud, pero no es nuestro propósito hacer una descripción del mismo. En cambio, usamos las enseñanzas que hemos obtenido en ese dominio para topicalizar un género de actividad particular. Este es el motivo por el cual el verbo to care (cuidar) aparece en el título. El cuidar es una actividad, no un dominio. Sin embargo, surge aquí una complicación ulterior, puesto que el verbo cuidar implica a su vez el compromiso emocional de sentirse concernido y el compromiso práctico de contribuir al restablecimiento, al sostenimiento o la mejora de algo. Nuestro interés apunta a esto último. Pero, aun cuando sea práctica, la actividad de cuidar no es neutral: se la concibe como la culminación en algo que en primera instancia cuenta como “bueno”. Sin embargo, lo que es “bueno” en un escenario determinado, no solo según la opinión de la persona que cuida, sino también desde la perspectiva del resto de la gente, criaturas y entornos incluidos, no siempre es algo obvio, y solo rara vez inequívoco. Informarse acerca de las distintas condiciones circunstanciales de “bueno” y calibrar entre ellas es parte de la actividad de cuidar. Y, por ende, –lo cual es crucial– que la gente intente cuidar no significa que tenga éxito. Más que suministrar un control, la tarea de cuidar es exploratoria y adaptativa. Las personas que cuidan responden a las sorpresas y esperan que estas ocurran.

Al menos esta es la situación en que hoy estamos con respecto a esa palabra. En lo que sigue vamos a suministrar un bosquejo de cómo hemos llegado hasta ahí. La genealogía que esbozamos tiene la intención de suministrar un incentivo a los estudiosos que, al investigar prácticas, instituciones, recopilaciones o situaciones, se preguntan si el término cuidar podría servir a sus análisis. En los escenarios empíricos en que tú trabajas, lector, el término cuidar puede tener vigencia y ser usado por los implicados, o estar completamente ausente. Cualquiera sea la situación, al poner en movimiento el término cuidar como un instrumento analítico, se está invitado a enriquecerlo y a argumentar en diferentes sentidos. Esa es la idea principal.

Tenemos curiosidad por saber hacia dónde, desde ahora en adelante, se va a mover nuestro concepto flexible de cuidar –transformando anteriores concepciones y transformándose a sí mismo en el trayecto–.

Palabras domésticas

Tradicionalmente, las prácticas del cuidado no merecieron especial atención por parte de la academia. En los esquemas teóricos rivales que dominaban las ciencias sociales en los años 60 y los 70, las actividades del cuidado diario eran consideradas de importancia secundaria. Por ejemplo, en la teoría social marxista, la alimentación, el sueño, etc., con los cuales los humanos se sustentaban a sí mismos y unos a otros, estaban subsumidos en la categoría de reproducción. Requerían un hacer, pero solo los medios de producción merecían ser investigados, en cuanto que estos eran considerados como los factores que configuraban las relaciones sociales y subyacían a los conflictos sociales. Se suponía que las injusticias que los marxistas buscaban combatir procedían del hecho de que las clases gobernantes poseen los medios de producción mientras los trabajadores tienen que vender su trabajo en el mercado. Las teorías políticas liberales, a su vez, situaban las actividades del cuidado diario en la esfera privada, muy alejadas del dominio público donde se suponía que se debatían y se resolvían democráticamente los asuntos políticos. Los liberales pretendían no atender la vida privada de cada uno y sí discutir los temas relacionados con la política solo colectivamente.

En ambos casos, las feministas dieron por tierra con esas distinciones y exigieron que se prestara atención a un hecho que había sido descartado con demasiada ligereza en ese gran esquema de las cosas. Con relación al marxismo, sostuvieron que el trabajo que los trabajadores venden a los propietarios de los medios de producción no es el único trabajo duro que se lleva a cabo. Las actividades encasilladas bajo el término reproducción merecen ser reconocidas como “trabajo” por derecho propio: como trabajo doméstico (Weeks, 2011). Aún más, que las mujeres y no los hombres realicen la mayor parte de ese trabajo por una retribución baja o sin retribución alguna debía ser reconocido como una segunda injusticia, como una injusticia aparte. Esta situación hace de ellas sujetos financieramente dependientes de sus maridos asalariados o las obliga a trabajar doble turno (Hochschild, 2012). Como respuesta a las doctrinas liberales, las feministas sostienen que la esfera privada no es simplemente el cómodo refugio de las disputas políticas que caracterizan la esfera pública. Todo lo contrario, lo que sucede en la vida privada, por más personal que sea, también es político. En primer lugar, a través de los impuestos, las condiciones de vivienda, la provisión de recursos para el cuidado de los niños (o su ausencia), etc., ejercen una influencia sobre la configuración de las vidas privadas. En segundo lugar, las relaciones en la esfera privada no son solamente amables, sino que también están llenas de antagonismo –en torno a cuestiones de lealtad, dinero, estilo de vida–. Tienen una política propia que incluye disputas y pueden llegar a la violencia física (Honig, 1994). (Ver además el capítulo sobre making home en este volumen).

Al mismo tiempo, la borrosa distinción feminista entre la vida doméstica y la organización de la sociedad produjo el recorrido inverso. En ese contexto, la propuesta fue que la política no debe necesariamente configurarse como un choque de intereses, desarrollado según formas de disputa. En cambio, el Estado podría inspirarse en los modos en que, en los escenarios privados, las personas se relacionan entre sí mediante prácticas del cuidado (Tronto, 2013).2 Esta obra se inspiró en la ética del cuidado, una alternativa feminista a la ética de las normas. La ética normativa proclama que lo que es bueno hacer en casos específicos puede ser deducido de principios generales. Sin embargo, hay muchos de esos principios que no siempre cumplen con esa pretensión. Por ejemplo, el principio de dignidad de la vida humana estipula que uno debería salvar la vida de otra persona en todos los casos posibles, mientras que el concepto de propiedad sostiene que robar es malo. Los psicólogos del desarrollo contaron a los niños una historia acerca de un hombre que solo podía salvar la vida de su esposa robando un remedio. La idea era que la madurez de los niños se manifestaría por su capacidad de enfrentar los dos principios uno contra otro. Sin embargo, algunos niños, especialmente las niñas, presentaron la idea de que tal vez el hombre podría hablar con el farmacéutico acerca de la situación de su mujer. Esta anécdota es la que da origen a la ética del cuidado. No opera mediante la ponderación del valor relativo de los principios generales, sino mediante la negociación de asuntos específicos y situados. Más que proceder por argumentos, procede por prácticas del cuidado (Gilligan, 1977; Tronto, 2013).

En los debates iniciales mencionados aquí, el término “cuidar” no tenía una particular preeminencia, lo cual no convierte a esos debates en menos importantes para los asuntos que hoy convocan nuestro interés. En la ética de cuidar, a su vez, el término “cuidar” implica algo que es positivo y que corre el riesgo de ocultar cuestiones cruciales acerca de lo que exactamente cuenta como “bueno”. A fin de cuentas, entonces, la conectividad genealógica no es simplemente una cuestión de palabras que se conectan según una continuidad. Puede haber conexiones cuando los términos cambian y desconexiones ocultas tras una terminología estable. Similitudes y diferencias marcadas mediante palabras también son relevantes cuando las traducciones se efectúan entre las llamadas lenguas y las tradiciones teóricas expresadas en esas lenguas. Por ejemplo, es notable que las investigaciones académicas en el idioma inglés sobre el cuidar manifiesten huellas significativas de la discusión alemana de Sorge. Cuando, a comienzos del siglo XX, Heidegger escribió sobre la Sorge, no estaba en absoluto interesado en el trabajo doméstico o en otras actividades (asumidas en una medida desproporcionada por las mujeres) que en inglés se expresan mediante caring for (cuidar). En cambio, el interés de Heidegger apuntaba al ser, es decir al ser humano, no visto desde afuera, sino experimentado desde adentro. Implicado en la Sorge, “lo humano” constituía el centro de sus [sic] propios intereses, la preocupación y la angustia. Es parecido (hasta cierto punto) a lo que en inglés se expresa mediante la expresión caring about (preocuparse por).3 Heidegger deploraba que la Sorge estuviera bajo la amenaza de la tecnología moderna que, en su opinión, cosificaba a la gente e instrumentalizaba sus actividades. Una añoranza romántica por la Sorge ha persistido en la academia por largo tiempo. Heidegger no fue de ninguna manera el único investigador que la expresó. También resuena, por ejemplo, en la obra de Habermas, cuando deja oír su preocupación de que en las sociedades modernas el sistema, con sus normas y regulaciones, diseque el mundo de la vida y erosione sus posibilidades de amor y gentileza interpersonal (Habermas 2015[1981]).4 (Ver también el capítulo sobre making home en este libro).

La Sorge alemana ha sido empleada de distintas maneras para expresar una oposición entre las tecnologías modernas alienantes y opresivas y el cuidado verdaderamente humano y dedicado. Esto es diferente en el caso del término holandés zorg. Si bien zorg puede sonar como Sorge, tiene una genealogía teórica diferente en las ciencias sociales. Una de las fases relevantes de su trayectoria ocurrió cuando, a fines de los 50, la socióloga Hilda Verwey-Jonker propuso una traducción holandesa del término inglés welfare state (Estado de bienestar). En ese momento, existía la convicción ampliamente compartida de que en el Estado de bienestar, el rol punitivo paterno del Estado estaba siendo gradualmente complementado por disposiciones asistenciales maternas. En ese contexto, Verwey-Jonker sugirió el término verzorgingsstaat –Estado benefactor–. El término prendió y fue ampliamente utilizado en los debates sobre los pros y los contras del Estado benefactor. Quienes aprobaban un sistema de seguridad social gratuito, destacaban que la vida social no debería ser competitiva, sino que, antes bien, todos los ciudadanos merecían participar de un nuevo bienestar colectivamente conquistado. Los oponentes, por el contrario, sostenían que el Estado benefactor malacostumbraba indebidamente a los ciudadanos. Distintas concepciones de lo que los padres y las madres son y deberían ser se movían en el trasfondo de discusiones sin fin acerca de los problemas del Estado benefactor.5

Un ulterior desarrollo relevante en la genealogía de zorg se produjo algo más de dos décadas después cuando otro sociólogo holandés, Abram de Swaan, publicó una colección de ensayos, De mens is de mens een zorg, un título que se podría traducir grosso modo como: El humano es el objeto de cuidado de otro humano (De Swaan, 1982). En un momento en que muchos sociólogos investigaban los aspectos económicos de los asuntos humanos, De Swaan, inspirado por Elias, sostuvo que la vida humana se despliega gracias a la interdependencia práctica de los miembros de una sociedad (Elias, 1978). Según De Swaan, para nuestra supervivencia colectiva, todos dependemos del zorg (cuidado) de unos hacia los otros. En el hogar, el marido que gana el pan, “asume el cuidado” de su mujer y los niños, mientras que el ama de casa “asume el cuidado de la comida, la bebida, de la vestimenta, de la limpieza, y de mil cosas más”. (Esto pasaba en los Países Bajos. En los años 70 y en los tempranos 80, el porcentaje de mujeres casadas que trabajaban por un salario era, incluso comparativamente, llamativamente bajo.) Pero zorgen (cuidar) no solo ocurre dentro de las familias, toda la sociedad se constituye por él. Los maestros cuidan del desarrollo intelectual y moral de sus alumnos. Los panaderos cuidan de quienes comen su pan y, cuando los clientes les pagan, estos cumplen a su manera con el cuidado de los panaderos. Incluso la policía cumple con el cuidado –los agentes de policía, después de todo, protegen a la gente contra los arrebatos de violencia de unos contra los otros y promueven la seguridad en los espacios públicos. Mientras que, al denominar tales actividades como trabajo, se ponen de relieve la labor invertida y las cuestiones de rendimiento financiero, al denominarlas cuidado o prácticas que implican el cuidar se destacan las relaciones interpersonales y la dependencia mutua.

Los diferentes enfoques consignados arriba nos ponen al tanto de lo que hoy se podría comprender como la lógica del cuidar. Sin embargo, no se fusionan perfectamente, sino que están en tensión. La reproducción marxista –aun cuando incluya la tarea doméstica– es completamente distinta de la esfera privada liberal –aun cuando se reconozca que esta está atravesada tanto por los antagonismos como por el amor–. La Sorge alemana –un supuesto modo “humano” de ser– tiene poco que ver con el zorg holandésel cual no está en conflicto con la tecnología, sino, en cambio, hace uso de ella y le tiende la mano–. Nuestro propósito no es suavizar esas fricciones y anudar todos los cabos sueltos en una versión densa e intrincada del “cuidar”. En cambio, queremos reconocer a nuestros antecesores y señalar cómo esas diferentes tendencias asoman como fuentes de inspiración o advertencia, en el trasfondo de las investigaciones que nosotras, junto con toda una serie de colegas, desarrollamos en el campo del cuidado de la salud. Ahí aprendimos mucho sobre la actividad de cuidar que, diferencias más o menos, está destinada a ser importante para otras esferas. Esperamos ilustrar esto en las secciones que siguen, en las cuales cada una presenta una lección colectivamente aprendida. Para facilitar la redacción de esas lecciones, la mayoría de nuestros ejemplos proceden de investigaciones en las cuales hemos participado estrechamente. Por eso, lo que sigue es una herstory, un sendero, no un panorama. No abarcamos todas las variantes posibles del cuidado, otras historias pueden ser contadas. Nuestra lista con final abierto no pretende concluir sino inspirar.

Cuidar y trabajar

Paradójicamente, también en el dominio social del cuidado de la salud (durante un tiempo) el cuidado no fue considerado particularmente importante. En cambio, se otorgaba el lugar de honor a la cura. Las intervenciones terapéuticas estaban en el centro de la atención en la investigación médica y en las prácticas hospitalarias. El término cuidado era habitualmente usado para las actividades que suministraban a la gente sustentación básica (tal como la alimentación y la higienización) así como para los cuidados paliativos (tales como los calmantes potentes) suministrados a los pacientes para los cuales no había ya una terapia que salvara sus vidas. La distinción cuidado/cura ocultaba el hecho de que las llamadas intervenciones curativas, desde el corte quirúrgico hasta las píldoras farmacéuticas y las inyecciones, no actúan solas. Se las puede considerar como decisivas en el proceso de curación, pero en la práctica, dependen de una gran cantidad de actividades concurrentes, descartadas con ligereza como “un mero cuidado”. Los sociólogos que estudiaron las prácticas del cuidado de la salud trataron de destacar la importancia de las actividades en primera instancia que implican el cuidar y demostrar que esas actividades eran cruciales para las potencialidades de curar. En ese sentido, la distinción entre las actividades que involucran el cuidar y el curar se fue difuminando gradualmente. En consecuencia, lo que vale como una intervención de cuidado de la salud se fue expandiendo de un singular corte físico o un medicamento a un dispositivo y a un compromiso social y material (Corbin y Strauss, 1988; Herzlich y Pierret, 1984).

Tomemos la píldora anticonceptiva como un ejemplo. Pruebas clínicas han puesto de manifiesto que las píldoras funcionan en el caso de mujeres que quieren evitar el embarazo, incluso si siguen manteniendo relaciones heterosexuales que incluyen la penetración. Los sociólogos destacaron que las píldoras no funcionan simplemente por sí mismas. Es cierto que las hormonas que contienen esas píldoras son importantes, pero su eficacia no reside solo en las hormonas. Para empezar, las mujeres implicadas deben tragarlas –y no solo uno sino todos los días, preferentemente un poco antes o un poco después de la misma hora–. Hacer esto no es tan fácil como las pruebas realizadas para estudiar la eficacia de la píldora parecen sugerirlo. Porque depende de cosas tales como un programa diario que implique una regularidad y la posibilidad, para la mujer en cuestión, de almacenar sus píldoras en un lugar seguro o de llevarlas encima. Lo cual hace que todo esto resulte difícil para las mujeres que viven en departamentos pequeños, que comparten con otros y, más aún, para las mujeres cuyas suegras, esperanzadas con la llegada de más nietos, observan todas las acciones de las nueras bien de cerca. También surgen dificultades en el caso de mujeres que solo incurren en actividades heterosexuales irregularmente y no ven el sentido de ingerir continuamente “hormonas no naturales”. Por ende, la eficacia de la píldora depende de la eficiencia de la mujer que la toma y del apoyo o la oposición del entorno (Both, 2015; Hardon et al., 2019; Hardon, 1997).

Similar es el caso de los medicamentos antirretrovirales. La investigación médica descubrió que esas drogas eran eficaces para mantener el virus de inmunodeficiencia adquirida (Sida) bajo control en los cuerpos de las personas infectadas. Pero cuando se ofrecieron esas drogas a los pacientes en la región Busoga de Uganda, muchos de ellos no obtuvieron el beneficio que se esperaba. ¿Qué estaba ocurriendo? Para responder a esa pregunta, los antropólogos pasaron un tiempo con los pacientes afectados por el Sida y hablaron con ellos lo suficiente para obtener una comprensión de lo que era importante en sus vidas. De este modo, se puso en evidencia que no solo había que darles los pacientes una píldora para mantener el Sida bajo control, sino que además estos debían cumplir con una planificación sujeta a un escenario de cuidado, que les resultaba imposible compatibilizar con sus vidas. Se suponía que los pacientes debían ir al hospital para recoger las drogas una vez por mes. El tiempo de espera implicaba que esa operación demandara horas y muchos de ellos no podían darse el lujo de perder un día de trabajo. Muchas veces vivían lejos y eran demasiado pobres para correr con el gasto del pasaje de ómnibus necesario para viajar al hospital. De ahí que el remedio falló porque el escenario de cuidado era inapropiado. En Busoga, al menos, y solo después de cierto tiempo, se aceptó el hecho de que lo que funciona o no funciona no son las píldoras, sino la práctica más amplia de la que estas son una parte. Y, de hecho, cuando los pacientes recibieron medicamentos suficientes para cubrir tres meses y los pasajes de los buses les fueron reembolsados, su salud mejoró (Hardon et al., 2007; Hardon y Dilger, 2011).

Resulta interesante que la investigación académica que está más estrechamente implicada en estos temas no contiene siquiera términos como cuidado o cuidar. En su lugar, habla de transferencia de tecnología. Cuando los investigadores que se ocupaban del naciente campo de los estudios sobre la ciencia y la tecnología acometían una investigación sobre tecnologías como los automóviles o las bombas de agua, llegaban a la conclusión de que el funcionamiento de esas “cosas” no pertenecía a su campo de estudios. La eficiencia de un dispositivo tecnológico, que proponían, se expande por una red de sostén (Akrich, 1992). Tomemos, por ejemplo, los automóviles que ganaron como premio los vencedores de una maratón y que llevaron a sus pequeños poblados en el Norte de Kenia, donde, en aquella época, apenas había rutas. Una vez que esos autos fueron bajados de los camiones que los habían transportado, podían seguir funcionando como un ícono de éxito o como un instrumento de prestigio para trasladar los muertos a sus tumbas. Pero para que un automóvil funcionara como un medio de transporte, se necesitaban muchas cosas que faltaban: caminos, un abastecedor de combustible, dinero para comprarlo, capacitación en el manejo del auto, mecánicos capaces de mantener un auto en condiciones, repuestos, etc. Ante la ausencia de una red de sostén, los automóviles fracasan. O tomemos el caso de las bombas de agua, diseñadas para ser bombeadas por hombres grandes y musculosos, muchas de las cuales se distribuyeron por las áreas rurales a través de todo el Sur global y luego fueron abandonadas y se cubrieron de herrumbre. Esas bombas simplemente no funcionaron en ciudades donde el acarreo de agua era una tarea de niños y mujeres jóvenes, que eran de contextura pequeña para manejar las bombas (Rathgeber, 1996).

Pero si la investigación en la transferencia de tecnología inspiró la investigación en prácticas relacionadas con el cuidado, la inspiración también recorrió el camino inverso. De ahí que el término “cuidar” empezó a circular más allá del cuidado de la salud y se introdujo en esferas donde antes no había sido usado con facilidad. Consideremos, por ejemplo, la bomba de apariencia maciza Zimbabwe Bush Pump type B. Esta bomba de agua fue diseñada con mucha atención y cuidado para proveer a los habitantes de la zona rural de Zimbabwe de agua pura. No era particularmente pesada y, lo más importante, pintada con un hermoso color azul, resultaba atractiva. Pero como todo dispositivo tecnológico, solo funcionaba si se la rodeada de cuidado. ¿Por qué no usar el término cuidar? Por ejemplo, para que la bomba suministrara agua pura, la gente del poblado debía evitar la contaminación de la fuente del agua con excrementos. Por consiguiente, tenían que instalar la bomba con una superficie de concreto alrededor de ella y mantener una cierta distancia entre las letrinas y la bomba. Además, para bombear, tenían que usar su propia capacidad muscular. Si un tornillo se aflojaba, tenían que ajustarlo. Si el tornillo se perdía, los lugareños podían insertar una clavija de madera a modo de reemplazo. De una manera u otra, esa bomba, por más reluciente que fuera, solo funcionaba si sus usuarios podían atender las demandas que planteaba –y los usuarios, a su vez, solo considerarían que eso sucedía si la bomba, una vez en funcionamiento, satisfacía alguna de sus propias necesidades (De Laet y Mol, 2000)–.

Vimos antes que en los contextos donde el término cuidar hereda el bagaje conceptual de Sorge, la tecnología y el cuidado están en oposición entre sí. Sin embargo, en los ejemplos que acabamos de presentar, sea sobre las píldoras o sobre las bombas bush, las herramientas tecnológicas y las acciones del cuidado se entrelazan. Juntas hacen posible alcanzar objetivos locales tales como evitar el embarazo, no morir de Sida, y tener acceso a agua limpia. En esos contextos, dejar de lado todas las tecnologías modernas para dar lugar a la Sorge suena no solo como romántico sino también como frívolo (Pols, 2012). El cuidar en cuestión encuentra su resonancia en el zorgen holandés y su orientación pragmática. Y, mientras los estudios antropológicos de las intervenciones médicas revelaron que las píldoras, si funcionan, solo funcionan gracias a los dispositivos de cuidado más amplios puestos a punto, el caso de la bomba de agua ilustró que también los instrumentos tecnológicos requieren cuidado.

¿Quién cuida de quién?

Como las prácticas del cuidado se realizan a través de redes, no es siempre fácil decir quién o qué ejecuta el cuidado y quién o qué es objeto de cuidado. Volvamos a tomar el caso de la contraconcepción. Cuando una mujer está tomando la píldora, ¿quién/qué ejecuta el cuidado? ¿El médico que la receta, la píldora misma, la tira inteligentemente diseñada que especifica los días del mes en que hay que tomarla, el cuarto de baño o la cartera que la contiene? El hecho de que la acción se despliegue en varios puntos significa que la eficacia de la red no depende del tamaño de cada uno de sus nódulos. Tomemos el caso de las personas con aterosclerosis en los vasos de sus piernas. Un equipo quirúrgico suficientemente equipado con una buena sala de operaciones y una variada cantidad de instrumental quirúrgico puede abrir la estenosis de modo que la pierna afectada deje de doler cuando el paciente camina. Este escenario requiere alguna actividad por parte de los pacientes: estos tienen que ir al médico, explicar sus dolencias, someterse a toda clase de estudios, ponerse en las manos del equipo quirúrgico y hacer todo lo posible para recuperarse. A pesar de toda esa actividad, el éxito de la intervención es adjudicado solo al equipo quirúrgico. Es diferente con el caminar terapéutico. Cuando los pacientes, cuyas piernas duelen debido a la aterosclerosis, caminan mucho, el dolor disminuye significativamente. Ahora bien, como perseverar en una caminata no es fácil, la mayoría de los pacientes logran hacerlo si reciben el apoyo apropiado de un profesional. Es interesante que una de las técnicas sociales que los profesionales emplean para alentar al paciente consiste en ocultar su propio trabajo, es decir el trabajo que le demanda la tarea de apoyo. En ese caso, entonces, el paciente se lleva todo el mérito: “¡Maravilloso! Ud. tiene menos dolor. Ud. puede estar orgulloso de ello. Nadie lo hizo por Ud. Nadie lo hizo sino Ud. mismo” (Mol, 2002b).

Si no es sencillo establecer quién es el sujeto del cuidado, tampoco es necesariamente claro quién es el objeto. En las Filipinas, si las madres cuidan de sus hijos cuando tosen, al mismo tiempo también cuidan de sus maridos. Les suministran a sus hijos jarabe para la tos porque sus maridos se sienten avergonzados cuando sus hijos tosen mucho. Los maridos se preocupan de que los otros supongan que la tos excesiva de sus hijos es un síntoma de tuberculosis, dolencia localmente estigmatizada como una enfermedad de la pobreza. Son hombres: no quieren aparecer como demasiado pobres para poder atender las necesidades de sus familias.

Si quisiéramos, podríamos aducir casos como los anteriores para cuestionar la división entre estructura y acción. Una y otra vez, los sociólogos se han preguntado si lo que la gente hace debería ser entendido como una resultante de estructuras que lo determinan, o como arraigado en su propia manera de actuar. Sin embargo, en las prácticas del cuidado mencionadas aquí, la acción es compartida. Se extiende por todos los que están implicados en una red o, si se prefiere el término, en un ensamblaje. Como sujeto u objetos de cuidado, cada uno y cada cosa implicada en una red o un ensamblaje puede persuadir, facilitar, limitar e impedir a todas las otras partes su participación en esa red. También puede esforzarse, sufrir, sacar provecho, disfrutar o comprometerse en alguna de esas actividades, según diferentes combinaciones al mismo tiempo. Durante ese proceso los integrantes colaboran en la configuración y en la concreción recíprocas (Akrich y Pasveer, 2000; Moser, 2005).

Esto hace que sea difícil e incluso completamente imposible distinguir con claridad entre sujetos y objetos del cuidado ejercido de unos a otros. Tomemos una práctica de cuidado que está más allá de los confines del cuidado de la salud –el ciclismo–. En una ciudad como Ámsterdam, hay tantos ciclistas que evitar los accidentes depende del cuidar continuo de ellos por ellos mismos, por sus bicicletas y por cada uno y cada cosa en torno. Los ciclistas experimentados lo hacen casi furtivamente. Ceden el paso a los ciclistas que vienen por la derecha, evitan los baches, frenan cuando de súbito aparecen niños y desaceleran cuando se aproximan a un cruce. Miran a los otros ciclistas a los ojos cuando se aproximan y coordinan sus movimientos. Los ciclistas menos expertos, como los turistas montados en bicicletas alquiladas tienen menos dominio de estas técnicas del cuidado, lo cual produce irritación entre los locales y también accidentes. A veces se producen roces cuando las bicicletas eléctricas, moviéndose a velocidades superiores a las tradicionales, hacen más difícil anticipar coreografías inminentes. De ahí que un buen transporte en bicicleta depende de la eficacia de los instrumentos tecnológicos, desde los caminos y las luces de tránsito pasando por las bicicletas, los pedales, los frenos, incluyendo la pericia o la falta de pericia del ciclista. A no ser que todos los elementos se adapten entre sí, cuidadosamente, a través de sus potenciales tensiones, los accidentes ocurren (Kuipers, 2012).

Experimentando

La adopción heideggeriana de la Sorge fue el resultado de una sospecha generalizada hacia todo lo moderno. Las tecnologías ocupaban un lugar preponderante entre las cosas modernas pero, además, eran técnicas. Relacionar el cuidado con personas formadas profesionalmente, formadas en un conocimiento académico, era considerado un anatema frente al “verdadero cuidado”, que se suponía era auténtico y sentido. Como el amor, el cuidar no podía ser aprendido ni desarrollado. Esa suspicacia hacia el adiestramiento nos ayuda a comprender por qué la Sorge heideggeriana nunca tuvo acogida favorable en el cuidado de la salud (Pols y Moser, 2009). Al fin de cuentas, en ese ámbito, el cuidar a otros, en su rol de pacientes, fue construido como una tarea profesional. La adquisición de destrezas importantes dependía de un entrenamiento serio. Tomemos como ejemplo la tarea de higienizar a un paciente que está postrado. Es obvio que la tarea debe ser abordada de manera amable, pero la amabilidad no basta para realizarla a fondo, suavemente y sin lastimar al paciente. Una higienización adecuada y beneficiosa depende de técnicas profesionales (Pols, 2006; Moser, 2010). Igualmente, entablar una conversación con un paciente, puede hacerse con mayor o menor habilidad –resultante de un entrenamiento–. Asentir con la cabeza mientras la otra persona habla, así como repetir sus palabras son señales de que se la está escuchando y ayuda al intercambio. El hecho de que tales técnicas conversacionales puedan adquirirse no reduce la intensidad del acto de cuidar ni incluso de la amabilidad si uno las usa. La investigación sociológica en la esfera de las conversaciones entre profesionales y pacientes muestra que el uso sagaz de las técnicas conversacionales hace que los intercambios de información sean más eficientes, mientras que, al mismo tiempo, dan más espacio a las respuestas emocionales de los pacientes (Bensing, 1991; Heritage y Maynard, 2006).6

Nuevamente, los conocimientos teóricos obtenidos apuntan en dos direcciones. Un análisis atento de las prácticas del cuidado de la salud no solo sugiere que el cuidar puede implicar el uso de técnicas sino que las concepciones convencionales de las técnicas merecen ser corregidas a la luz de las lecciones aprendidas a partir de las prácticas del cuidado. Hasta aquí hemos aludido a una de ellas: las prácticas en el cuidado de la salud debilitan el contraste heideggeriano entre Sorge, como un modo auténtico y afectivo de ser en el mundo y téchne, el intento de adquirir un asimiento al mundo con la ayuda de tecnologías y/o técnicas. Ahora, daremos un paso más porque había versiones diferentes de lo que podría comprender la expresión “obtener un asimiento” –buscando una téchne–. Un contraste particularmente influyente fue el que propuso a comienzos de los años 60 el antropólogo Lévi-Strauss (1962). Los pueblos primitivos, sostenía Lévi-Strauss, tratan de realizar las cosas mediante el bricolaje; es decir que usan materiales que están disponibles en el entorno y los hacen funcionar como instrumentos de una manera creativa, abierta e iterativa. No hay una línea recta que conduzca desde donde están a lo que esperan realizar. Incluso sus objetivos pueden transformarse a lo largo del proceso. Las tecnologías modernas, en cambio, están diseñadas para ser lineales, para progresar de A a B. Son medios para un fin. Para permitir una progresión lineal como esa, la red de la cual los instrumentos tecnológicos dependen debe permanecer invariable. Recordemos el ejemplo del automóvil: solo funciona como medio de transporte si es parte de una red que incluya cosas tales como caminos en condiciones, combustible y gente que sepa manejar.

El cuidado de la salud incluyó no solo una pluralidad de técnicas lineales sino también otras que eran mucho menos rígidas. El uso de esas técnicas estaba caracterizado por el bricolaje: incluía una gran cantidad de improvisaciones. Tomemos el diagnóstico de la anemia. Este puede realizarse según los procedimientos de un laboratorio “moderno”, mediante la medición del nivel de hemoglobina (Hb) en la sangre de una persona. Si el nivel de Hb está debajo de un umbral, la persona tiene anemia. Las técnicas de laboratorio de las que depende la medición de la Hb constituyen una red estricta, que incluye un dispositivo para la medición de la Hb (grande o pequeño, pero en ambos casos inservible cuando no es exacto), fluidos de calibración para comprobar si el aparato es exacto, los cuales se agotan rápidamente y son difíciles de conseguir en lugares pobremente abastecidos), agujas limpias para pinchar los dedos sin transmitir infecciones (relativamente caras y potencialmente escasas), y enfermeras o técnicos entrenados (que pueden tener tareas más urgentes que cumplir).

Una red tan exigente como esta puede fallar con facilidad. Las llamadas técnicas clínicas de diagnóstico permiten un mayor número de variantes. Cuando se diagnostica clínicamente la anemia, uno puede interrogar al paciente sobre sus dolencias. Pero si no hay tiempo, o el médico y el paciente no comparten una misma lengua, no es obligatorio. La observación puede bastar. Baje el párpado de un ojo y examine el lecho de las uñas de un paciente: si estas dan la impresión de estar demasiado pálidas, la persona tiene anemia. El umbral no es exacto, el diagnóstico clínico no es preciso. Sin embargo, como se dan repetidas veces las oportunidades de ajustar las lecturas, es un diagnóstico bastante sólido. La lección que extraemos de esto es que la atención a la salud, cuando se combinan las prácticas clínicas y las de laboratorio, supera la división entre el bricolaje y la técnica y, de este modo, disminuye la predominancia de esa división (Mol y Law, 1994).

Más aún, no solo el diagnóstico puede ser desarrollado mediante el bricolaje, sino también el tratamiento. Especialmente en el caso de las enfermedades crónicas, en las cuales no hay un punto final, o sea, no hay curación, las trayectorias de los pacientes rara vez son lineales. Consideremos el ejemplo de una vida con diabetes tipo 1. Puesto que el páncreas de las personas con ese tipo de enfermedad no produce insulina, las células no pueden absorber los azúcares que circulan en su sangre –el azúcar necesita insulina para atravesar las paredes de las células. Una vez que esto fue establecido en la década de 1920, empezó la producción industrial de insulina. Las personas con diabetes tipo 1, que pueden pagárselo o cuyo seguro médico paga por el remedio, hoy sobreviven gracias a la insulina que se inyecta en sus cuerpos desde afuera. Esto suena como una técnica de ingeniería, pero en la práctica incluye mucho de bricolaje. Las cantidades de hidratos de carbono que uno ingiere aumenta el azúcar en sangre –¿pero a qué velocidad?– Si uno realiza ejercicios físicos disminuye el azúcar en sangre –¿pero en qué cantidad?– Una perturbación emocional también afecta el nivel de azúcar en sangre –¿pero en cuál de los dos sentidos?– En la práctica, la linealidad es una ilusión y las dosis exactas de insulina que deben ser inyectadas, las cantidades de alimentos que se deben comer, el número de caminatas que hay que emprender, y demás, deben ser ajustados una y otra vez, unos respecto de las otros. Puesto que alcanzar objetivos previamente establecidos es casi imposible, el autocuidado de las personas con diabetes tipo 1 es una cuestión de permanente bricolaje, los profesionales a cargo de la tarea de suministrar apoyo deberían estar atentos, ser versátiles y adaptables (Mol y Law, 2004; Mol, 2008).

¿A qué objetos o personas culpar por el hecho de que, en el cuidado de la salud, las tecnologías modernas no suministran el control que uno esperaría de ellas sino que exigen recurrir al bricolaje? Tal vez, ese problema se da con los cuerpos afectados por enfermedades crónicas, los cuales, contienen una cantidad grande de “variables”, no siempre predecibles. O tal vez con la vida desordenada de los pacientes, que como el resto de los humanos, consiguen o pierden trabajos, parejas, vivienda y amigos –y enfrentan otras pruebas y tribulaciones–. ¿O son las tecnologías mismas las culpables, aunque más no sea porque cada innovación requiere adaptaciones (con frecuencia inesperadas)? Tomemos como ejemplo la introducción de los glucómetros portátiles, que permitieron a los pacientes medir sus propios niveles de azúcar en sangre. Si antes las mediciones podían realizarse sólo en un laboratorio y no con mucha frecuencia, ahora –o tal era la idea– tendría que resultar más fácil a los pacientes mantener buenos niveles de glucosa. Sin embargo, con la posibilidad de medirse uno mismo, el objetivo cambió. Los puntos límite para los niveles normales y altos de glucosa descendieron (Mol, 2000). Esto nos ilustra acerca de que no son sólo los cuerpos y las vidas las que se nos vienen con sorpresas, sino las tecnologías también. Esto igualmente ocurre con las tecnologías que no son las del cuidado de la salud. Estas también son desordenadas, caprichosas y no lineales. Y si en el cuidado de la salud denominamos los modos adaptables de trabajo con la palabra cuidar, tal vez este término es útil también en otros dominios. Puede encajar con situaciones en las cuales, mientras el control está fuera de alcance, aspirar a una mejoría también vale la pena. Estas son situaciones en las cuales las tecnologías modernas requieren un bricolaje adaptable, iterativo, creativo y no lineal (Latour, 1996; Law, 2002).7

Yuxtaposiciones

El término cuidar esfuma la división entre las maneras de solucionar problemas que son primitivas y las que son desarrolladas, puesto que puede incluir simultáneamente tecnologías de alto nivel y bricolajes adaptables. Y además hay otra división que el cuidar como término analítico puede superar: la que se da entre recursos tradicionales y modernos. Observemos nuevamente los interrogantes que plantea el vivir con Sida (Hardon y Moyer, 2014). Gracias a un paquete de píldoras de alta tecnología se ha vuelto posible sobrevivir a las acometidas del virus. Las píldoras, empero, producen efectos adversos, incluyendo erupciones cutáneas. A comienzos de la década de 2000, las investigaciones antropológicas sobre el cuidado del Sida en una clínica rural de Uganda revelaron que un pequeño grupo de enfermeras, aplicadas a la tarea de suministrar cuidado, tenían Sida también ellas. Esto las motivaba en su trabajo y las ayudaba a comprender a sus pacientes. Las enfermeras estaban preocupadas porque las píldoras que ellas tomaban para mantener el Sida bajo control afectaban su piel. Esto constituía un problema porque la picazón era irritante y porque el sarpullido era visible y podía sacar a luz su condición de VIH positivas. Las enfermeras se enteraron por sus propios pacientes de la existencia de curanderos tradicionales en la zona que trataban las reacciones cutáneas con hierbas locales. Las directivas provenientes del Ministerio de Salud de Uganda estipulaban que la medicina moderna no debía mezclarse con la tradicional. Sin embargo, las enfermeras eran curiosas. Probaron las hierbas y comprobaron que estas calmaban la picazón. A partir de ahí, cuidando a los pacientes mediante el bricolaje, dejaron de lado las directivas y junto con los curanderos tradicionales desarrollaron una crema que contenía las hierbas importantes. Esa crema alivió las perturbaciones de todos los concernidos y ayudó a las enfermeras a mantener su condición de VIH positivas en secreto: ya nunca más una afección cutánea visible puso de manifiesto su dolencia.

El cuidar, entonces no es una cuestión de pureza de recursos sino de mejora de las situaciones difíciles. En este caso, las enfermeras hicieron un uso hábil del cuidado al combinar los inhibidores de uso universal y las cremas creadas localmente a partir de hierbas tradicionales. La borradura de los límites entre tradición y modernidad también opera en el otro sentido. En nuestros días, las hierbas tradicionales son con frecuencia empaquetadas y vendidas como si fueran medicamentos modernos (Hardon et al., 2008). Un interesante ejemplo de esto es Power Magic, un producto popular neotradicional de Indonesia, que emula las hierbas anteriormente usadas para aumentar la eficacia del pene. En Power Magic, las hojas de hierba son reemplazadas por un pañuelo húmedo, al cual se añade una mezcla de productos químicos. Antes de tener sexo, los hombres usan ese tisú para limpiar sus genitales, lo cual, según esperan, impedirá que se produzcan infecciones e, igualmente importante, prolongará sus erecciones. La solución en la que los tejidos son embebidos recibe como añadido un anestésico, que es lo que produce el efecto de prolongación del acto sexual. Los hombres que usan Power Magic piensan que son una buena pareja sexual porque posponen la eyaculación. Las mujeres con las que se relacionan sexualmente mencionan otras preferencias –más sobre este tema en lo que sigue–. Por ahora, nuestra conclusión es: Power Magic es una maraña de cosas. Ensambla objetivos tradicionales (una erección duradera), nuevos temores (infecciones), medicamentos modernos (anestésicos) y un llamativo envase de aspecto biomédico (Hardon y Idrus, 2015).

Las prácticas del cuidado de la salud en el Hemisferio Norte también son eclécticas. En los Países Bajos, en el tratamiento del dolor, los pacientes pueden recibir las dos cosas: analgésicos y acupuntura; también se les puede proporcionar un servicio de asesoramiento y ayuda, además del yoga (De Langen, 2018).

Y no solo se mezclan tradición y modernidad. También la medicina moderna, a pesar de los sueños racionalistas de coherencia, es una amalgama de distintos estilos, enfoques, comprensiones y maneras de hacer las cosas. Tomemos el tratamiento de la aterosclerosis en los vasos de las piernas que hemos mencionado antes. Una operación libera la arteria bloqueada o introduce un paso, de tal modo que la sangre puede fluir nuevamente y esto incrementa la presión sanguínea en las extremidades de la persona afectada. La terapia del caminar no provoca esos cambios, pero alivia el dolor que los pacientes sienten al caminar. Así, estos dos tratamientos no afectan el mismo objeto, no llegan al mismo objetivo. Sin embargo, en los escenarios clínicos aparecen yuxtapuestos (Mol, 2002a). O, en otro ejemplo; los tratamientos de un cáncer avanzado yuxtaponen operaciones que afectan las estructuras anatómicas y remueven el tumor del cuerpo de una persona, con terapias de rayos que destruyen las células tumorosas pero las dejan en el cuerpo, con la quimioterapia que destruye las células en el proceso de la división, con la inmunoterapia que opera fortificando las defensas inmunológicas del paciente (Heldal, 2010). Las diferencias teóricas acerca de lo que es el cáncer son dejadas de lado y en la práctica se combinan diferentes enfoques.

Esto nos recuerda el contraste entre los abordajes desde las “grandes” teorías de las ciencias sociales y los abordajes pragmáticos que están en juego en el presente volumen. Las prácticas del cuidado de la salud no dependen de modos principistas de razonamiento sino que se orientan sobre la base de “lo que funciona”. Este es un fenómeno en el cual los especialistas pragmatistas en ciencias sociales algo pueden inspirarse. La ética del cuidado está ciertamente marcada por ese fenómeno: el libro en que Tronto bosqueja por primera vez esa alternativa a la ética de la norma, contiene muchos ejemplos tomados de la enfermería (Tronto, 1993). Sin embargo, hay una salvedad. El pragmatismo puede ciertamente ser una cuestión de poner en suspenso los principios, de modo que se combinen ideas y recursos que funcionan. ¿Pero cuáles son los criterios de que algo “funciona”? Tomemos a los pacientes con aterosclerosis en lo vasos de sus piernas. Si una operación “funciona” para mejorar el flujo sanguíneo e incrementar la presión en el tobillo de un paciente (en relación con la de su brazo), mientras que la terapia del caminar funciona para que la gente camine sin dolor –entonces, ¿cuál de las dos “funciona”?– Las dos funcionan de diferente manera, sirven para obtener objetivos diferentes, con costos diferentes y para gente diferente. Más que el hecho de que una es efectiva y la otra no, tienen diferentes efectos. Este es un problema para el tipo de pragmatismo que supone que “funcionar” equivale a “alcanzar” un objetivo que es obvio y va de suyo.8 En la práctica, los objetivos rara vez son evidentes por sí mismos. Imaginar a lo largo del camino qué podría ser “bueno” de hacer y adaptarse a ello, es una parte de las prácticas del cuidado. Y si hay varios “buenos” en juego simultáneamente, como ocurre habitualmente, cuidar implica mediar entre ellos. Y si las cosas cambian, y si van mejor o peor, se necesitan nuevas adaptaciones, una y otra vez (Lettinga y Mol, 1999; Struhkamp, Mol, y Swierstra, 2009).

Qué vale como bueno en primera instancia

El cuidar puede implicar trabajar en dirección de lo que, en primera instancia, vale como bueno, pero “lo que en primera instancia vale como bueno” no es ni obvio, ni invariable. En el contexto del cuidado de la salud, esto fue, en un momento, difícil de expresar. Las apuestas parecían claras: la vida tenía que ser defendida contra la muerte y la salud era preferible a la enfermedad. Sin embargo, en las últimas décadas del siglo XX, la pregunta sobre qué es bueno se volvió muy importante para el cuidado de la salud. Por ejemplo, en el campo del tratamiento del cáncer, las enfermeras comenzaron a destacar que unos pocos días, semanas o incluso meses extras de vida no siempre son beneficiosos para los pacientes. Porque, si el tiempo extra se obtiene mediante tratamientos exigentes, hay mucho que decir acerca de una muerte más temprana, más tranquila, más digna (Klinkenberg et al., 2004). La salud, a su vez, puede ser un gran bien, ¿pero qué parámetros de salud se debe sopesar? Los parámetros que nos brinda el laboratorio parecen los mejores porque son fáciles de manejar, mientras que los parámetros clínicos no se rigen por los números y por eso pueden ser considerados demasiado vagos. Pero tomemos nuevamente la situación de la gente con aterosclerosis en su pierna. Esa gente puede estar principal y primeramente interesada en el objetivo del tratamiento que consiste en “no más dolor al caminar”. Sin embargo, el dolor no puede ser medido desde afuera, solo los pacientes tienen acceso directo a él. Esta es la razón por la cual en los exámenes clínicos se les dio precedencia a otros parámetros, tales como la presión sanguínea en el tobillo (comparada con la del brazo). Esto significa que, durante bastante tiempo, los exámenes clínicos establecieron que la terapia del caminar no “funcionaba”. Sólo fue considerada efectiva en los escenarios donde la automanifestación del paciente aparecía como suficientemente confiable (Mol, 2002b).

En primera instancia, entonces cosas diferentes pueden contar como buenas y diferentes bienes pueden sugerir diferentes actividades. Si una de ellas es priorizada sobre las otras, esto puede resultar conveniente para todos los involucrados, pero también puede suscitar el cuestionamiento. De ahí que comprometerse con el cuidado no suministra un bien inequívoco y común. Pensar que es así es otro sueño romántico (Puig de la Bellacasa, 2017).

Las prácticas del cuidado, como las otras prácticas, están llenas de tensiones. Tomemos el caso de las bicicletas eléctricas: estas pueden ser maravillosas para gente que tiene que cubrir distancias largas, o que tiene músculos debilitados, pero que, a su vez, convierten la coreografía del bicicletear en algo considerablemente más difícil para el resto de los ciclistas. Estas tensiones no siempre son fácilmente reconocibles por todos los que participan en una práctica. Algunos bienes desaparecen con demasiada facilidad en el trasfondo. Por ejemplo, en entrevistas con pacientes bajo tratamiento de cáncer de mama, los investigadores en ciencias sociales encontraron que muchas de ellas estaban realmente preocupadas por el distanciamiento social que sobreviene con la pérdida del cabello. Se lo dijeron a sus médicos, pero estos ignoraron el hecho. Puesto que los doctores estaban concentrados en cuestiones de vida y muerte, no podían creer que la pérdida del cabello en esas pacientes podía constituir un problema serio (Pols, 2013). Y mientras los hombres que en Indonesia usan Power Magic esperan que posponiendo la eyaculación aumenta el placer de sus parejas mujeres, estas revelaron en entrevistas que sentían que esas relaciones prolongadas duraban demasiado tiempo y resultaban demasiado cansadoras (Hardon y Idrus, 2015).

A veces, diferentes bienes son formulados por gente diferente, pero la gente no siempre marca la diferencia.9 Las circunstancias pueden hacerlo también. Por ejemplo, diagnosticar la anemia clínicamente, observando los párpados y las uñas, es difícil si las desviaciones de la norma son solo ligeras. Ese procedimiento suele ser más exitoso en escenarios pobres en recursos donde la gente sufre de anemia severa y donde, en consecuencia, los síntomas clínicos son más pronunciados. También ayuda el hecho de que un sobrediagnóstico de anemia no constituye un drama: las píldoras de hierro son baratas y tienen pocos efectos laterales. Los diagnósticos de laboratorio, por el contrario, pueden ser buenos en cuanto ofrecen mayor precisión, pero en escenarios pobres en recursos la bondad de esos diagnósticos puede ser fácilmente contrabalanceada por el riesgo de propagar la malaria o el Sida a través de agujas infectadas (Mol y Law, 1994). Esto indica que diferentes bienes pueden estar vinculados con cursos posibles de acción diferentes. Igualmente, un bien puede ser impedido por otro. Por ejemplo, si una es una enfermera que trabaja en Uganda manteniendo bajo secreto su condición VIH positiva, esto es bueno en cuanto ayuda a que una sea aceptada como enfermera profesional y evite la estigmatización. Pero, al mismo tiempo, es malo en cuanto impide a la enfermera compartir sus experiencias con sus pacientes portadores de Sida y, así, ganar la confianza de ellos (Kyakuwa y Hardon, 2012). Además, lo que hoy resulta bueno tiende a cambiar con el curso del tiempo. En 1990, el Estado de Zimbabwe donó bombas de agua con dos objetivos: proveer a las aldeas con agua limpia para beber y fortalecer el poder del Estado. Dos décadas más tarde, las cosas habían cambiado. Mientras que para los aldeanos el agua limpia seguía siendo algo bueno, ya no era una preocupación pública. El agua limpia había sido privatizada y se había convertido en una mercadería comercializable, patentada, pensada para el uso individual, tal como el LifeStraw® (Redfeld, 2016).

Al investigar lo que en primera instancia aparece como bueno en las prácticas del cuidado tiene vínculos intelectuales con otro aspecto de las ciencias sociales, el que concierne a la calificación, evaluación o valoración (Kuipers y Franssen, 2021). Los investigadores de este campo se preguntan cómo ocurre qué situaciones o entidades lleguen a ser clasificadas como buenas o malas como parte de prácticas sociales y materiales complejas. La investigación que sigue tiene mucho que ofrecer a los estudios de las prácticas del cuidado de la salud, pero también se pueden sacar enseñanzas en el otro sentido. Por ejemplo, la enseñanza de que los juicios verbales pueden ser completados o reemplazados por apreciaciones actuadas en silencio (Pols, 2005). O aquella otra de que, en lugar de formular juicios, el recurso a las acciones para obtener una mejora para la mayoría (Mol, 2006). En los Países Bajos, la priorización de la intervención sobre el conocimiento era claramente evidente cuando un tratamiento del Sida aún no estaba disponible. Mientras en otros muchos países se impuso entre los infectados el cometido de no expandir la enfermedad, en los Países Bajos todos fueron avisados de protegerse a sí mismos. El virus fue considerado como una amenaza que debía ser controlada colectivamente. Incluso los que estaban en una situación de riesgo no recibieron ningún consejo de hacerse un test. ¿Cuál era en definitiva la importancia de conocer la condición de VIH positivo si no había tratamiento, nada que uno pudiera hacer? Solo se aconsejó buscar un diagnóstico cuando los inhibidores del Sida entraron en escena (Duyvendak, 1995).10 Esto indica que desarrollar en la práctica divisiones entre bueno y malo no es lo mismo que formular un juicio, en cambio las divisiones entre bueno y malo pueden ser desarrolladas mediante la intervención, actuando contra un mal particular y promoviendo lo que se estima como bueno mediante las prácticas del cuidado.

Esto tiene consecuencias para los investigadores interesados en estudiar asuntos relacionados a las prácticas de valoración. Puesto que encontrar lo que en “primera instancia cuenta como bueno” preguntando a la gente sobre sus valores, objetivos y apreciaciones puede no ser el mejor camino. En cambio, las valoraciones de primera instancia pueden también hablar a partir de lo que la gente hace. Es a partir de la toma de la píldora como las mujeres ponen en escena su esperanza de evitar demasiados embarazos. Es a través de la fabricación de una crema suavizante a partir de unas hierbas como las enfermeras representan una piel que pica como algo molesto. Es asumir todo el trabajo que implica el calibrar las dosis de insulina, las cantidades de alimento ingeridos y el ejercicio como la gente con diabetes muestra que obtener “un nivel estable de azúcar en la sangre vale la pena”. Prácticas similares de valoración ocurren más allá del cuidado de la salud. Es el que los ciclistas estén atentos como ponen en acción la evitación de accidentes como algo importante. Es a partir de la construcción de rutas de larga distancia como los gobiernos manifiestan su respeto por el transporte automotor. Es a través de la comprar, cortar y cocinar como los cocineros ponen de relieve la maravilla de una comida bien hecha. Los barrenderos, más allá de sus preferencias personales, nos confirman que lo limpio es bueno cuando se llevan la basura de los aparcaderos de bicicletas y limpian las calles. De la misma manera, es a partir de la escritura que los sociólogos celebran extensas reflexiones y experimentan atentamente con palabras.

Para concluir

Se considera que los conceptos son herramientas que, como tales, no deberían imponerse al analista sino servir al análisis. En este ensayo, hemos llevado al lector a través de varias iteraciones del concepto de cuidar con el cual hemos trabajado durante cuatro décadas, encontrándolo cada vez más estimulante. Aunque la mayor parte de nuestros ejemplos provienen del cuidado de la salud, nuestro interés no está solo en ese dominio social, sino más bien, en estudiar el cuidar como una práctica cotidiana: una manera peculiar de comprometerse consigo mismo, con los otros y con los entornos que han sido promovidos dentro de ese dominio, pero igualmente importante en otras esferas. Incluso en escenarios donde hasta ahora el término “cuidar” es usado rara vez, puede bien servir a tu análisis –haz la prueba–. La versión de cuidar que ofrecemos aquí, es procedente de una investigación en la que estamos comprometidas, no es una intervención concentrada, desarrollada en un momento aislado. Antes bien, asume una forma procesal. Esto puede seguir un libreto bastante rígido o, más bien, adaptarse una y otra vez, convirtiendo el cuidado en un proceso iterativo de experimentación. Las técnicas y los conocimientos, en plural, que habilitan el cuidado son heterogéneos y, porque son concebidos como transformativos, también ellos se transforman. La actividad del cuidado no es asumida por individuos aislados sino que se extiende sobre un amplio rango de personas, herramientas e infraestructuras. Dichas prácticas del cuidado no se opone a la tecnología sino la incluye. La tecnología implicada no suministra un control pero necesita ser manejada con cuidado,mientras que, a su vez, está destinada a funcionar solo en la medida en que se cuida de ella.

El cuidar, como sugerimos, no está manejado por la norma, no está investido en principios. En cambio, hace uso de una variedad de recursos que pueden funcionar todos, incluso de distintas maneras. Los diversos fragmentos y piezas que se yuxtaponen en el cuidado no constituyen un todo armonioso libre de fricciones. El hecho de que las prácticas del cuidado estén llenas de tensiones no impide sino que ayuda a mantener vivos enfoques contrastantes. Cuando la diversidad no es mitigada por estándares uniformes, un bienvenido reservorio de posibilidades alternativas está disponible cuando se requieren las adaptaciones. En ese contexto, enfatizar modos de operar que tienden a permanecer ocultos no es una crítica sino una contribución. Es su propio modo de cuidado, desde que constituye una tentativa de mejoría. Invita a introducir en la situación un ajuste o una alternativa, algo que podría funcionar para promover este o aquel bien.

¿Pero cuál bien? ¿Qué es bueno –aquí, ahora–? Intentos de poner en palabras los distintos bienes pertinentes a las prácticas del cuidado, ponen de manifiesto que ellos divergen. Entonces, más tensiones. A esto se añade que las actividades del cuidado rara vez son buenas sin más. Los efectos tienden a ser acompañados con efectos laterales, tendencias positivas con tendencias negativas. Los buenos resultados pueden tener perfiles trágicos. Pero mientras muchos problemas son crónicos y no ceden, una manera de vivir con ellos es con frecuencia preferible a otra. Además, aunque las mejoras no se materialicen, puede valer la pena seguir intentando. Una y otra vez (Dányi, 2020).

Todo lo cual significa que el elogio pragmático de “lo que funciona”, si es preferible a las leyes fijas y los principios rígidos, solo llega hasta ahí. Lo que funciona para quién, de qué manera, bajo qué circunstancias, con respecto a qué – siempre hay mucho por detallar y por explorar–. Esto no se puede hacer de una vez y para todo, porque lo que se espera no es lo que se logra y lo que se logra probablemente incluya sorpresas desagradables. Lo que es y lo que no es, bueno o malo o ambos, nunca alcanzan un reposo. Así es el cuidar.

Es decir, aquí es donde estamos ahora respecto de ese término. Tenemos la curiosidad de ver, dónde puede llevarte, y a donde lo puedes llevar, si lo usas como un concepto flexible y, si al ponerlo en acción en tu propia investigación, lo enriqueces.

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1 Caring, de Annemarie Mol y Anita Hardon, publicado en Pragmatic Inquiry Critical Concepts for the Social Sciences, editado por John R. Bowen, Nicolas Dodier, Jan Willem Duyvendak y Anita Hardon. Routledge, Copyright ©2021. Agradecemos a la editorial Taylor and Francis por la autorización para publicar este capítulo. Traducido por Gerardo Losada.

2 Tronto, desde los EEUU, sugiere que el Estado haría bien en inspirarse en las formas “domésticas” del cuidado. Sin embargo, en el escenario holandés, donde el Estado emplea tropos del cuidado como un instrumento político, surge la crítica de que el Estado benefactor es sutilmente disciplinador (De Wilde y Duyvendak, 2016).

3 La manera peculiar en que la palabra inglesa “care” combina taking care of y caring about está detallada en Fisher and Tronto (1990), entre otros. Por el contrario, el término francés soin traduce caring for pero no caring about. Las feministas francesas que aprecian la polivalencia del término inglés care, importaron “care,” sin traducción, en sus textos que en el resto estaban en francés. Ver Paperman (2013), Brugère (2017).

4 Sobre otro llamativo caso de esa nostalgia y las ideas concomitantes sobre dónde está localizado el cuidado, ver también Peter Sloterdijk, Spheres Trilogy (2011).

5 Ver además De Swaan (1988). En los 80, una de nosotras reconstruyó los debates holandeses sobre el verzorgingsstaat y los defectos de las madres: Había notables paralelos –desde las preocupaciones en los 50 por las madres sobreprotectoras, cuyos hijos quedan como debiluchos y nunca se convierten en adultos, pasando por las preocupaciones en los 70 por las madres que disciplinan sus retoños, mediante un poder blando, apenas visible, pero no por eso menos nocivo (Mol, 1987)–.

6 Esto se extiende también a las técnicas relacionales que no son conversacionales en absoluto, pero que, incluso si son no verbales, pueden ser objeto de un entrenamiento y están muy lejos de ser preculturales. Ver Mol, Moser, yPols (2010).

7 Puesto que los artefactos tecnológicos diseñados para permitir el bricolaje son más adaptables, alcanzan a lugares que difieren de aquellos para los cuales fueron desarrollados. Ver nuevamente De Laet y Mol (2000) y también Benouniche, Zwarteveen, y Kuper (2014).

8 Hay una marcada diferencia entre la tradición inglesa del pragmatismo que emergió históricamente en relación con las duplas problemas/soluciones bastante obvias y la sociología pragmática francesa, la cual, desde el comienzo, se ocupó de la coexistencia de mundos o economías del valor diferentes. Ver: Boltanski y Thévenot (2006), Dodier (1993).

9 Hay también “compensaciones” complicadas –o más bien tragedias – en el cuidado de los animales –donde ejemplares potencialmente infectados son sacrificados en la esperanza de salvar así un rebaño más grande– (Ver Law, 2010).

10 Con respecto a la situación francesa, ver Dodier (2015). La cuestión de cómo las prácticas del cuidado de la salud difieren entre los países o las regiones o las modalidades de los seguros, etc. es interesante por derecho propio. Para un buen ejemplo de cómo esto puede ser analizado, ver Pasveer and Akrich (2001).