Dolores, experiencias, salidas

Un reporte de las juventudes en el AMBA

Pablo Semán y Fernando “Chino” Navarro (orgs.),
Caseros, RGC Libros
2022, pp. 189.

por Ulises Ferro

Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales

Universidad Nacional de San Martín

ulisesferro@gmail.com

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Cómo citar esta reseña:  Dolores, experiencias, salidas. Un reporte de las juventudes en el AMBA, Pablo Semán y Fernando “Chino” Navarro (orgs.). Ulises Ferro, Etnografías Contemporáneas, 9 (16). pp 268-271. 

Pablo Semán y Fernando Chino Navarro se conocen desde cuando militaban en el Partido Intransigente. La amistad que los une ha sobrevivido a la relevancia política de aquella agrupación. Hoy, Pablo Semán es un investigador prolífico, que ha abordado problemáticas diversas: el evangelismo, la música, el populismo. El Chino Navarro es referente del Movimiento Evita y actual Secretario de Relaciones Parlamentarias, Institucionales y con la Sociedad Civil. El camino del político y el del científico social confluyen en este libro. ¿Qué tienen en común –o deberían tener– un político y un cientista social? La preocupación por la sociedad. Ese sentimiento ha dado origen al trabajo reseñado.

A inicios de 2020, los organizadores convocaron a un grupo de investigación compuesto por Paula Cuestas, Antonella Jaime, Sofía Pérez Martirena, Violeta Muñoz, Romina Rajoy, Andrés Santos Sharpe y Nicolás Welschinger, todos sociólogos, antropólogos o de disciplinas afines, con trayectorias académicas y vitales diversas. Cada uno de ellos participó de la escritura de alguno de los ocho capítulos que componen el libro. A partir de más de 100 entrevistas, observaciones etnográficas y el relevamiento de medios de comunicación y redes sociales, los autores abordan las consecuencias de las medidas de aislamiento en la subjetividad de los jóvenes del AMBA. La hipótesis es que dichas medidas exacerbaron procesos previos llevando a un “triple fracking”: de las subjetividades, de las relaciones familiares y laborales y del vínculo entre la sociedad y el Estado. Aunque el libro se centra en la población de entre 17 y 24 años, trata de la sociedad en su conjunto.

Entre la crónica y el texto académico, la obra resulta una lectura ágil sin perder su complejidad descriptiva y analítica. Asumiéndose como un reporte, no pretende haber agotado la investigación acerca de las consecuencias de la pandemia; por el contrario, llama a dialogar con otros estudios sobre la problemática y con los implicados directos. El libro pretende, como debiera hacer todo libro de sociología, dialogar con la sociedad de la que habla. Esa intención ahorra al lector el exceso de citas bibliográficas al que acostumbra la academia.

A pesar de los prejuicios que emergieron acerca de la vida juvenil durante la pandemia, los autores constatan que los jóvenes sentían un gran temor a contagiar a sus seres queridos, especialmente al inicio de la cuarentena. Ese sentimiento, mezclado con dificultades de todo tipo, impulsó el nacimiento de una epidemiología popular o pragmática, basada en las experiencias personales, que se oponía a muchos de los principios de la epidemiología oficial, pero sin negarla totalmente. Esta epidemiología sui generis era sensible respecto a las necesidades afectivas, de modo que extrañar a alguien se volvía, en ocasiones y con ciertos protocolos, motivo para romper el aislamiento. Los autores no desconocen que hubo otros “temperamentos pandémicos”: están los que apoyaron totalmente las medidas sanitarias, los hubo quienes se oponían a ellas de modo sistemático, y hasta existieron desconfianzas, no sólo de las políticas tomadas, sino de la existencia misma del virus. Sin embargo, la ambigüedad fue la norma. El libro se propone reportar las causas del surgimiento de esos temperamentos.

Una problemática evidente es la que se refiere a la continuidad estudiantil. Se agudizaron las posibilidades de abandono y la distancia con respecto al proceso educativo formal. Muchos jóvenes debieron comenzar a trabajar más tempranamente para hacer frente a la merma de ingresos de sus hogares. En algunos, trabajar dio la sensación de independencia, haciendo que la escuela perdiese lugar en sus prioridades. Aquellos que tenían padecimientos psicológicos, los vieron aumentar. Muchos no tenían recursos para acceder a terapias oficiales, y, los que contaban con atención terapéutica desde antes, se sintieron defraudados con la virtualidad. La materialidad que medió las experiencias educativas –celulares, tablets, computadoras– dificultaba el proceso educativo. Los dispositivos son más incómodos para el estudio y presentan más posibilidades de distracción: apretando un botón se salta de las lecturas a Tik Tok.

La cuarentena reveló, por contraste, la dimensión ritual presente en las actividades más “secularizadas” de la vida cotidiana. La escuela y la universidad constituyen un espacio-tiempo diferente; lugar de encuentro con docentes a los que se admira, amigos de confianza, personas que nos atraen. La información transmitida por los profesores se complementa con charlas en los recreos. El aislamiento puso un punto a todo eso, haciendo la continuidad educativa no sólo más difícil –especialmente para quienes provienen de hogares con escaso capital académico–, sino también menos atractiva. La incertidumbre respecto al porvenir exacerbada por la pandemia también contribuyó en ese sentido: la experiencia educativa –especial, pero no únicamente, la superior– supone expectativas a futuro; cuando el futuro se disuelve, la educación pierde algo de su sentido.

Entre los jóvenes que se vieron impulsados a trabajar, las apps de repartos fueron de las opciones más comunes. La experiencia de los repartidores estuvo signada por tres grandes temores: al virus, al delito, y a la policía, empoderada en su rol de “trabajadores esenciales”. Estos miedos se suman a las condiciones precarias de sus trabajos: las bajas ganancias –aunque mayores a las de otras alternativas–, las inexistentes prestaciones laborales; en palabras de una entrevistada: “la política de ‘arreglate solo’”. La heterogeneidad de estos trabajadores y la naturaleza altamente individualista de su labor, dificultan la creación de una identidad sobre la que se asienten espacios de acción colectiva. Estas tendencias se vieron vigorizadas con la cuarentena y el miedo al contacto. Para estos jóvenes, el desdén por parte de sus jefes, las aplicaciones, no ha sido un problema, pues es lo que esperaban al comenzar con su trabajo. Lo que sí les generó desazón y enojo fue la desatención por parte del Estado respecto al cumplimiento del aislamiento y las frecuentes molestias que les ocasionaban los policías y los trabajadores de Control Urbano.

Una de las virtudes del libro es que no se centra únicamente en los dolores, sino que también atiende a las salidas que la pandemia habilitó.

Los autopercibidos “beneficiados” de la pandemia, quienes dicen con cierta jactancia haber encontrado la oportunidad de la crisis, son los jóvenes programadores. Están los que estudiaban o se dedicaban a la programación desde antes, los que comenzaron con la pandemia y los que combinan su actividad de programadores con sus carreras universitarias. En general, provenientes de familias más o menos acomodadas, o que, al menos, no pasan grandes carencias, estos jóvenes reivindican sus trabajos en oposición a las profesiones liberales. En la programación, sostienen, no hay ñoquis: se necesita emprendedurismo, curiosidad, flexibilidad y coraje.

Otros que supieron aprovechar la ultra digitalización de los tiempos pandémicos fueron los influencers. El abandono forzado de ciertas tareas por el confinamiento, hizo que muchos buscaran un sucedáneo de esas actividades haciendo de la necesidad virtud. Tal fue el caso de los booktokers, que sortearon la clásica oposición libros-pantallas, creando perfiles en redes sociales donde recomiendan lecturas e, incluso, escribiendo sus propias obras en plataformas como Wattpad. Algunos han alcanzado fama y éxito descomunales, llegando a escribir verdaderos bestsellers. Se trata de personas con considerable capital cultural y simbólico, que supieron hacer uso de esas ventajas, comenzando con un hobby que, en poco tiempo, excedió con creces las expectativas iniciales. Alrededor de ellos surgieron comunidades que, para muchos, aliviaron la angustia, mostrando que, incluso en pandemia, la famosa imagen de jóvenes que “ni estudian ni trabajan” es una quimera. En tiempos aciagos, se las ingeniaron para no poner pausa a sus actividades culturales.

A pesar de la heterogeneidad de las experiencias, todas estuvieron atravesadas por distintos grados de angustia e incertidumbre. Más allá de los “beneficiados”, de quienes encontraron modos de continuar con sus actividades y de quienes pretenden retomarlas, el balance es negativo. Entre otras cosas, porque todos coinciden en algo: en que sus logros, más o menos espectaculares, los han conseguido solos, a despecho del Estado que afirmaba que “nadie se salva solo”. El triple fracking pandémico tiene como consecuencia la emergencia de subjetividades individualizadas. Mientras el Estado pretende que las consecuencias de la pandemia han terminado, lo que observan los autores es que una de ellas, acaso la más difícil de erradicar, es que ha dejado el suelo fértil para ideologías neoliberales. El malestar que generaron las medidas de aislamiento es afín a los slogans laissez faire, laissez passer.

La lectura de Dolores, experiencias, salidas resulta iluminadora respecto de la Argentina postpandémica y su futuro. A pesar del pesimismo que se desprende de sus páginas, la obra es un llamado al diálogo entre científicos, políticos y la sociedad en su conjunto, que, en momentos de crisis, deberían estar más cerca que nunca.