El caso del Ejército1
por Laura Masson
Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales,
Universidad Nacional de San Martín
orcid.org/0000-0003-3367-0214
lmasson@unsam.edu.ar
Resumen
Este artículo analiza el sistema sexo-género/racialización a través del cual el Ejército Argentino se ha construido como representante de la nación y guardián de sus valores esenciales. Este trabajo surge a raíz de la observación de los efectos de la incorporación de mujeres a las fuerzas armadas y la implementación de las políticas de género. Las reflexiones volcadas en este artículo se basan en trabajo de campo realizado en el año 2008 y 2018, en mi experiencia como integrante del Consejo de Políticas de Género para la Defensa (CPG) y como directora de políticas de Género del Ministerio de Defensa (2020-2023). La hipótesis que presento es que la incorporación de las mujeres al ejército, especialmente las de cuerpo comando, y la implementación de las políticas de género desafiaron el sistema de jerarquías de género y étnico-raciales que configuró la matriz institucional del ejército y subalternizó a las poblaciones racializadas en el período poscolonial y de consolidación del proyecto de nación.
Palabras clave: Mujeres, Fuerzas Armadas, nacionalismo, etnicidad, políticas de género, Argentina.
Sex-gender and racialization in the construction of the ‘Argentine national being’. The case of the Army
Abstract
This article analyzes the sex-gender/racialization system through which the Argentine Army has been constructed as representative of the nation and guardian of its essential values. This article is the result of the observation of the effects of the incorporation of women into the armed forces and the implementation of gender policies. The analysis in this paper is based on fieldwork carried out in 2008 and 2018, where I gathered experience as a member of the Defense Gender Policy Council (GPC) and as director of gender policies in the Ministry of Defense (2020-2023). The hypothesis I present is that the incorporation and the implementation of gender policies challenged the system of gender and ethno-racial hierarchies that shaped the Army’s institutional matrix, and also subalternized the racialized populations during the post-colonial period when the consolidation of the nation-building project took place.
Keywords: Women, Military, Nationalism, Ethnicity, Gender policies, Argentina.
CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO: Masson, L. (2024). Sexo-género y racialización en la construcción del “ser nacional argentino”. El caso del Ejército. Etnografías Contemporáneas, 10(18), 120-141.
En este artículo examino las principales dimensiones del sistema de sexo-género/racialización (Rubin 1986; Briones, 2008) a través del cual el Ejército Argentino se ha ido configurando como un símbolo de la nación y representante de sus valores fundamentales.2 Este proceso se inicia a principios del siglo XX y persiste casi hasta final del siglo. La articulación de las subordinaciones de género y étnico-raciales ha sido objeto de escasa atención y puede proporcionar un marco útil para comprender algunas de las resistencias a las políticas de género en el Ejército Argentino. Con la incorporación de mujeres en 1997 al Colegio Militar de la Nación (CMN), la institución que forma a oficiales del Ejército Argentino, comenzó a vivenciarse por parte de sus integrantes una percepción de amenaza a sus valores fundamentales. Este sentimiento se exacerbó con la implementación sistemática y constante de las políticas de género en las fuerzas armadas a partir del año 2006. La introducción de normas institucionales basadas en un ethos igualitario produjo una transformación en el sistema de relaciones sociales, que trastocó tanto las jerarquías de género cómo las étnico-raciales.
En este contexto, se produce una “crisis” que permite vislumbrar con mayor claridad el sistema sexo-genero/racialización. El mismo puede compararse a la noción de estructura de Víctor Turner en su estudio sobre las crisis y el cambio social. La estructura sería menos plástica, más perdurable, pero al mismo tiempo en constante cambio, “hecha de relaciones que poseen un alto grado de constancia y consistencia y que se asienta en esquemas normativos sedimentados en el curso de profundas regularidades de condicionamiento, enseñanza y experiencia social” (Turner, 1974, pp. 38-39). El autor denomina a estas crisis “dramas sociales” y considera que poseen cuatro fases: 1) quiebre en las relaciones sociales regulares y gobernadas por normas entre personas o grupos en el interior de un mismo sistema de relaciones sociales; 2) crisis creciente; 3) acción de desagravio, para limitar la extensión de la crisis, donde los miembros conductores o estructuralmente representativos del sistema ponen en acción “mecanismos” de ajuste y reparación; 4) reintegración del grupo social perturbado o del reconocimiento social y la legitimación de un cisma irreparable entre las partes en disputa. En el caso analizado, después de casi dos décadas de inicio de esta “crisis”, podría decirse que la situación institucional pivotea entre las características de las fases tres y cuatro.
Analizaré al Ejército Argentino como institución que se ha considerado a sí misma representante de la nación y su “reserva moral”. Esta autoimagen ha sido hegemónica en la institución, al menos hasta entrada la década de 1980. Considero que las diversas dimensiones de las relaciones de género y étnico-raciales son cruciales para comprender el lugar de las inclusiones/subalternizaciones en la constitución del ejército como élite estatal y como símbolo nacional en el proceso de consolidación de un Estado-nación.
Este artículo se inspira en los trabajos de Rita Segato (2006, 2007) y Partha Chatterjee (1999), cuyas contribuciones han arrojado luz sobre mi trabajo de campo. Los trabajos de Segato y Chatterjee son especialmente relevantes para la comprensión de las relaciones étnico-raciales y de género en contextos de dominación colonial. Para Segato, los procesos de “racialización” tienen dos niveles que es importante reconocer. El primero, la marca racial en las sociedades nacionales latinoamericanas que (desde la perspectiva generalizadora y tipificadora de los países dominantes) son percibidas como sociedades no-blancas. El segundo, una matriz de alteridad que se ha ido construyendo al interior de cada nación latinoamericana a lo largo de su historia. Esta matriz sirve de plataforma para el desarrollo de mecanismos de exclusión por parte de las élites que controlan el Estado y sus recursos (Segato, 2006). Segato considera que más allá de la ficción legal de la ciudadanía universal, una específica “formación nacional de la alteridad” (2006, p. 7) ha jugado un papel decisivo en la configuración de la diversidad y las fracturas internas de cada nación. A partir de esta noción, definida como “representaciones nacionales hegemónicas de nación que producen realidades” (p. 29), Segato analiza cómo Brasil, Argentina y Estados Unidos han resuelto cada uno la heterogeneidad etnorracial en la construcción de la nación. Mientras que Brasil ha apoyado el ideal del “mestizaje” y Estados Unidos ha fomentado un mosaico de razas identificables que coexisten como grupos humanos separados en la misma tierra, Argentina ha promovido la noción de “terror étnico” y “miedo a la diversidad”, es decir, una política homogeneizadora llevada a cabo por una élite eurocéntrica situada en Buenos Aires, desde donde se controlan las instituciones del Estado. El “ser nacional” se convirtió así en una nueva identidad, que nace con la fundación de la nación y es arquitectado rigurosamente por la inteligentzia vinculada al Estado y esculpido por tres instituciones que tuvieron a su cargo su formación indiferenciada y étnicamente neutra: la escuela, la salud pública y el servicio militar obligatorio (Segato, 2006, p. 8).
Por su parte, el análisis de Chatterjee sobre la “cuestión de las mujeres” en la India pone en tela de juicio ciertas categorías occidentales, que mencionaré a continuación, que han sido tradicionalmente utilizadas para explicar las desigualdades de género. El valor del texto de Chatterjee reside en la articulación que realiza de las diferencias y jerarquías de género con una respuesta a la política colonial y a la construcción de una ideología nacionalista. En su argumentación, que forma parte de un debate con Ghulam Murshid (1983), Chatterjee cuestiona los significados atribuidos por Occidente a conceptos como público/privado y modernidad/conservadurismo, así como la asignación de un valor negativo a lo femenino y a los espacios “privados”. Además, demuestra que lo que se da y se acepta como “femenino” se construye en conexión directa con la pertenencia de clase y llama la atención acerca de que el colonialismo consideraba que llevaba a cabo una “misión civilizadora”. La “cuestión de las mujeres” se resolvió con la distinción de clases entre las mujeres indias a paritr de la lógica colonial (Chatterjee, 1999).
Otras autoras importantes para la construcción argumental de este artículo son Nira Yuval-Davis, quien ha sido una de las primeras autoras en mostrar la relación entre género y nación y señalar la escasa atención prestada a las mujeres y a las cuestiones de género en el análisis de los nacionalismos, y Claudia Briones. De esta última tomaré algunos de los conceptos que desarrolla en sus análisis sobre la cuestión indígena en Argentina como guía para dar inteligibilidad a ciertos aspectos abordados de mi análisis y situarlo en un campo más amplio. Haré hincapié en los conceptos de aboriginalidad, como praxis históricamente específica de producción de alteridad (Briones, 2004),3 formaciones nacionales de alteridad al entender que las mismas “regulan condiciones de existencia diferenciales para los distintos tipos de otros internos que se reconocen como formando parte histórica o reciente de la sociedad sobre la cual un determinado Estado-Nación extiende su soberanía” (Briones, 2008, p. 16); y economías políticas de producción de diversidad cultural y geografías estatales de inclusión/exclusión (Briones, 2008, pp. 16-19).
Este artículo es el resultado de la interlocución entre los trabajos de colegas antropólogos/as e historiadores (especialmente Máximo Badaró y Luciano De Privitellio), mi propio trabajo de campo, las experiencias de gestión en el Estado nacional y el impacto existencial y psíquico que la inmersión propia del trabajo de campo ha tenido en mí (Peirano 1995, p. 48). Realicé trabajo de campo en las fuerzas armadas de Argentina durante el año 2008 en el marco de un proyecto de investigación patrocinado por el Ministerio de Defensa cuyo objetivo era estudiar la profesión militar en Argentina.4 Además, en 2018 dirigí un proyecto de investigación para evaluar las políticas de género en el ámbito de la defensa.5 En cuanto a la experiencia en gestión institucional, fui miembro del Consejo de Políticas de Género (CPG) del Ministerio de Defensa entre 2006 y 2023. Durante estos años, especialmente entre 2006 y 2010, el CPG propuso una serie de reformas normativas vinculadas a la integración de las mujeres a las Fuerzas Armadas.6 A esto se suma que entre los años 2020 y 2023 me desempeñé como Directora de Políticas de Género del Ministerio de Defensa, ocasión en la cual fui parte del andamiaje de las políticas de género y recibí las denuncias por violencia en razón de género realizadas por mujeres de las tres fuerzas. Por otra parte, desde el año 2010 me desempeñé como docente en la Diplomatura de Género y Gestión Institucional de la Fuerza Aérea Argentina, así como mi participación en otras intervenciones institucionales para la educación en género.7
En Argentina, el ejército está estrechamente vinculado a la representación de la nación de diversas maneras. En primer lugar, en la construcción de la historia militar argentina, existe una narrativa que asocia al ejército con los orígenes de la nación, basada en un claro énfasis en su participación en la “lucha por la independencia” contra la monarquía española a principios del siglo XIX. En esta narrativa específica, el origen del ejército es anterior al surgimiento de la nación o surge junto con ella. Sin embargo, la investigación histórica expone las discontinuidades y complejidades del proceso de formación del Ejército Argentino. Luciano De Privitellio (2010, p. 204) muestra que el ejército que luchó en las guerras de la independencia no guarda relación con el ejército de las primeras décadas del siglo XX en tanto no hay continuidad institucional entre ellos. El autor adjudica la génesis del relato que establece una conexión entre el primer ejército y aquel erigido un siglo más tarde a la construcción de la identidad institucional.
En segundo lugar, la asociación entre el ejército y la nación se hizo especialmente clara con el establecimiento del servicio militar obligatorio en 1901. Esta ley encargaba a los oficiales del ejército despertar el sentimiento nacional entre los soldados conscriptos (Badaró, 2009, p. 60). Según Badaró, desde 1901, el ejército se convirtió en el “abanderado de la nación” y el servicio militar en una “escuela de moralidad” para los jóvenes argentinos.
En tercer lugar, a finales de la década de 1920, la Iglesia católica reforzó y consolidó su relación con el ejército y asumió la responsabilidad de la educación moral de los futuros oficiales. Según Loris Zanatta (1996), la misión del ejército fue progresivamente dejando de estar relacionada con la defensa del territorio nacional y la constitución legal del país, para pasar a estar más ligada a la nacionalidad. En relación con este tema, De Privitellio (2010, p. 214) destaca la tarea de los vicarios castrenses desde 1927, que desempeñaron un papel clave a la hora de ofrecer a los jóvenes oficiales una visión del mundo según los preceptos de la Iglesia preconciliar: corporativa, furiosamente nacionalista, autoritaria, antidemocrática y antiparlamentaria. Por su parte, Robert Potash (1983) sostiene que, durante la década de 1930, se intentó convencer a los militares de que habían creado la nación y que eran un símbolo de la nacionalidad.
Por último, la asociación del ejército con la nación se ha visto reforzada por la intervención de las Fuerzas Armadas en la vida política del país a lo largo del siglo XX, lo que ha sido más una regla que una excepción. Los sucesivos golpes de Estado entre 1930 y 1976 son ejemplos de ello.
En su texto Construcciones de aboriginalidad en Argentina Claudia Briones (2004) analiza los debates de las “élites morales”, a fines del siglo XIX, para definir las condiciones de incorporación de los indígenas a la nación e identifica posiciones encontradas en torno a tres ejes: si la asimilación es posible, bajo qué perfil, y a través de qué medios. Cita al diputado Estanislao Zeballos quién, en 1882, se refiere de la siguiente manera al tema:
todo lo más humanitario, lo más civilizador, lo más honroso que la Nación podría hacer con ellos, es refundirlos en el Ejército, donde se les enseña a leer y escribir, y las primeras nociones de una patria que jamás han conocido. Se les pone en contacto con la civilización y por consiguiente en aptitud de poder ser útiles a su país, separándose más tarde del Ejército para convertirse en jornaleros. (Briones y Lenton 1997, p. 306, citado en Briones, 2004)
Cien años después, todavía es factible observar la perpetuación de dicho discurso entre el personal militar del ejército, y ocasionalmente, tanto algún representante político como algún medio de comunicación, reviven la noción de la función social y/o civilizadora del servicio militar obligatorio, el cual fue suspendido en 1994.
Como mencioné anteriormente, existe una correlación entre el período de consolidación del Ejército Argentino como burocracia estatal y la ampliación de su rol hacia cuestiones que exceden su función primordial: la defensa del territorio nacional. En este contexto, según De Privitellio (2010), la clara influencia de la Iglesia Católica en la formación de los oficiales del ejército reservó un lugar de privilegio a los “hombres de armas” como portadores de las virtudes de la nación.
A continuación, examinaré tres aspectos fundamentales en el contexto de la consolidación del Estado-nación, los cuales están intrínsecamente relacionados con el proceso de burocratización y profesionalización del ejército, así como con la configuración de su matriz institucional.
1- Mecanismos de inclusión/subalternización en la formación de los miembros del Ejército
Con la fundación de la Escuela de Suboficiales en 1908, se estableció una distinción formal entre los cuerpos de oficiales y suboficiales. También se suprimió la posibilidad de ascender de un cuerpo a otro, que había sido común hasta entonces (De Privitellio, 2010). Así, se crearon dos carreras paralelas, cada una con sus propios requisitos, lógica de funcionamiento particulares y espacios institucionales segregados.
La composición de cada uno de estos cuerpos estuvo progresivamente vinculada con una clara construcción de la diferencia étnico-racial. Quienes ingresaban como oficiales, en su mayoría, provenían de familias de inmigrantes europeos de clase media y media baja, mientras que la mayoría de los suboficiales eran descendientes de los pueblos originarios, los cuales habían sido desposeídos durante el proceso de colonización.
Esta jerarquización se transmitió a lo largo de muchos años de padres a hijos, en virtud de una suerte de convención no formalizada. Hasta 1983, los hijos de los suboficiales tenían escasas posibilidades de acceder al CMN. En caso de que eso sucediera, era objeto de comentarios dentro de la institución y calificado como una especie de anomalía, que no le permitía alcanza el reconocimiento pleno: “Es oficial, pero es hijo de un suboficial”. Desde la fundación de la Escuela de Suboficiales, la educación de oficiales y suboficiales estuvo completamente diferenciada. Esta distinción condujo a la institucionalización de una dinámica de “otredad racialmente marcada”, en la cual el CMN fue reservado principalmente para los varones que representaban el “ser nacional” o el “argentino tipo”, mientras que la Escuela de Suboficiales estuvo destinada mayoritariamente para aquellos considerados “no blancos” o parafraseando a Briones, “otros internos”. Como afirma Yuval-Davis, “aunque las divisiones nacionales y étnicas también operan dentro de la sociedad civil, el acceso diferencial de las distintas colectividades al Estado es lo que dicta la naturaleza del ethos nacional hegemónico en la sociedad” (1993, p. 622).
Por su parte, Badaró señala que:
Desde la segunda mitad de la década de 1920, los padres de clase media baja de origen inmigrante [europeo] empezaron a animar a sus hijos a seguir la carrera militar para acceder al creciente prestigio del ejército y a los beneficios económicos de la profesión. (2009, p. 65)
En 1955, el CMN prometía a los aspirantes a cadetes que podrían formar parte de una élite social y moral encargada de representar y transmitir “la esencia de la nacionalidad” a través de sus prácticas diarias (Badaró, 2009, p. 73).8 Esta imagen de la institución militar se consolidó a finales de los años sesenta y se mantuvo inalterada hasta mediados de los ochenta.
La asimilación a un ser nacional único y singular se logró a través de un sistema que sirvió de base para la construcción de alteridades y mecanismos de subalternización. Inmigrantes descendientes de europeos y descendientes de pueblos originarios convivían dentro de la misma institución, pero con funciones claramente delimitadas, donde unos decidían y representaban y otros formaban parte, en tanto aceptaban su subalternización a través de las reglas institucionales.
2- Educar a los representantes de la nación: “Caballeros”
La construcción de la masculinidad de los oficiales del Ejército Argentino estuvo determinada por los roles que les fueron asignados en la construcción de los valores de la identidad nacional y la formación religiosa. En su etnografía del CMN, Badaró (2009) llama la atención sobre el hecho de que la educación de los oficiales responde principalmente a un entrenamiento en la adquisición de una conducta indicadora de pertenencia de clase, más que para el desempeño en la guerra. El autor concluye que:
La masculinidad militar (de los aspirantes a oficiales, considerados los verdaderos representantes del ser nacional) es una dimensión identitaria que parecería destinada a expresarse no tanto en la guerra o en el terreno militar, sino más bien en las interacciones con otros hombres y mujeres dentro y fuera del mundo militar. (pp. 71-72)
En este sentido muestra cómo el entrenamiento del cadete tiene menos que ver con el desarrollo de un cuerpo para la guerra y más con la forma de lograr la distinción social: “Como militar y caballero, y no como ciudadano, el cadete está sujeto a normas y códigos de género que conciben la masculinidad como un elemento de distinción ante otros hombres y mujeres” (p. 270).
Los oficiales recibían una educación destinada a capacitarlos para la interacción con las élites que decidían los destinos de la nación. Hoy en día, muchos recuerdan con humor sus dificultades para adquirir los modales de mesa como parte de su formación de cadetes. Mientras que los oficiales de ascendencia inmigrante europea eran formados para representar a la nación, la identidad de los “otros internos” seguía siendo la exclusión sostenida de las actividades de prestigio y de las agencias estatales donde se decidía el destino de los recursos de la nación (Segato, 2007).
3- Una misión “civilizadora”: el servicio militar obligatorio
Con la sanción de la ley de servicio militar obligatorio, en el marco de la reforma del ejército impulsada por el Ministro de Guerra Pablo Richieri, el escaso prestigio social asociado a la profesión militar hasta ese momento comenzó a cambiar. Como señalé anteriormente (Segato 2007), la conscripción en Argentina fue una de las tres instituciones que velaba por una educación nacional “étnicamente neutra” y la construcción de la nueva identidad de los jóvenes varones asociada al “ser nacional”.
En las entrevistas realizadas durante mi trabajo de campo en 2008, los oficiales solían referirse a la importancia de la “función social” del servicio militar. En un relato que se había convertido en parte del sentido común institucional, los oficiales contaban con orgullo cómo se enseñaba a leer y escribir a los reclutas a su cargo, así como hábitos de higiene personal, vestimenta y alimentación, lo que producía un cambio radical en la identidad de los jóvenes.
El siguiente testimonio de un oficial demuestra la posición civilizadora asumida en su interacción con los reclutas. También deja entrever una posición de liderazgo en la representación de los valores morales (“hacer el bien”), que denota la existencia de un umbral de alteridad que muestra diferencias de grado (Briones, 2004, p. 78):
Tenía reclutas a mi cargo. Tuve estudiantes universitarios, y tuve chicos que no usaban ropa interior ni sabían lavarse los dientes. Les enseñé a vestirse, a comer, a dormir, a lavarse la ropa. Me gustó esa experiencia de gestión. También por la vocación educativa. Te llena el alma si hacés el bien o si creés que podés hacer el bien. Yo era jefe de sección, tenía 21 años y 100 soldados de esa combinación social. Por la noche, el médico y yo teníamos que vigilar el lavado de los pitos de los muchachos para ver si tenían una infección por hongos. (Énfasis añadido).
Durante los dos años de reclutamiento, los varones mayores de 18 años recibían la formación militar obligatoria del servicio militar. Los principales destinatarios de la “misión civilizadora” provenían de poblaciones indígenas inmersas en la pobreza. Esto se evidencia cuando el oficial se refiere, en otro momento de la entrevista, a “jóvenes originarios de las provincias del norte del país”. De acuerdo con Briones (2004), “si la Nación-como-Estado opera como territorio simbólico contra la cual se recortan y en el cual circulan distintos tipos de “otros internos”, las geografías estatales de inclusión –que son simultáneamente geografías de exclusión– remiten a la cartografía hegemónica que fija altitudes y latitudes diferenciales para su instalación, distribución y circulación” (p. 19). La población de las provincias de Salta, Jujuy, Formosa, Chaco y Santiago del Estero son aquellas donde la mayor parte de la población es racializada y considerada como los “otros internos”.9
En otro tramo de la entrevista el mismo oficial refiere que “había unos chicos de Formosa y Chaco que no sabían leer ni escribir. Teníamos que estar atentos para ver quiénes eran, y un profesor les daba tres clases por semana. Yo los buscaba y se entusiasmaban mucho”. En contraparte, era muy común escuchar a los oficiales reflexionar sobre el carácter disciplinado y obediente de los “norteños” en comparación con los que provenían de la provincia de Buenos Aires. Junto con su obediencia, se elogiaba su “sentimiento patriótico”. Muchos otros explicarían con orgullo que, “después, esos muchachos no querían volver a su casa”. La renuencia observada en cuanto a retornar a sus lugares de origen constituye una validación implícita de la eficacia de las políticas instauradas por el ejército, mediante las cuales los jóvenes adquieren nuevos valores y alcanzan una apreciación de los beneficios inherentes al “estado civilizatorio”. Este fenómeno subraya que dicha institución representaba una de las escasas vías de integración al proyecto nacional, el cual implicaba la negación y/o renuncia a la identidad previa a la colonización. La configuración de la identidad nacional que se manifiesta a través de las actuaciones del Ejército Argentino revela la dualidad inherente de una presión simultánea de inclusión y exclusión, conforme lo señalado por Segato en su análisis de la formación de los Estados-nación de Argentina y Brasil (2007). La presión ejercida es inclusiva, en la medida en que los jóvenes que nacieron y habitan en el territorio argentino están obligados a cumplir con las leyes establecidas; no obstante, también posee una dimensión excluyente, como indica Segato, dado que el proceso de construcción de una identidad nacional se cimentó en la noción de un perfil neutro vaciado de cualquier singularidad étnica, y se sustentaría exclusivamente en la identidad del “ser nacional”. Para ser considerado parte del “ser nacional” era necesario renunciar a la propia identidad y ocupar un lugar de subordinación étnica, conceptualizada en la posición de “quien debe ser civilizado”. El proceso de conformación del “ser nacional”, promovido por las élites, ofrecía como única vía de inclusión la adopción de esta dinámica de subalternización.
Además de la distinción entre oficiales y suboficiales y la creación del servicio militar obligatorio, el ejército del siglo XX excluyó a las mujeres del uso de las armas. Sin embargo, no las excluyó de la institución, dado que las mujeres cumplían funciones necesarias para el desarrollo profesional de los oficiales de un ejército, ya burocratizado y consolidado. El matrimonio heterosexual, de acuerdo con los preceptos del catolicismo, fue un aspecto clave de la carrera militar. Hasta tiempos recientes, la institución desaprobaba la soltería y cualquier otra forma de unión, considerándola una condición social desfavorable para el desarrollo de la carrera militar, y penalizaba a la homosexualidad bajo la figura de un delito contra el “honor militar”. De acuerdo con el artículo 765 del Código de Justicia Militar, “El militar que practique actos deshonestos con una persona del mismo sexo dentro o fuera del contexto militar será degradado y condenado a prisión, si es oficial; reprimido con prisión simple y destituido, si es suboficial; y si es soldado, condenado a prisión simple”.
Como he señalado anteriormente (Masson, 2010, p. 46), el control ejercido por la institución sobre las mujeres, quienes potencialmente formarían familia con sus miembros, así como el propósito de establecer un modelo particular de familia (legal y religiosamente certificado, en el cual la sexualidad y la procreación se limitan al matrimonio), subrayan su importancia para la sustentación y continuidad tanto de las Fuerzas Armadas como de la institución familiar. La exclusión de las mujeres del uso profesional de las armas se relaciona directamente a la promoción profesional de los miembros del ejército, dado que la institución solo reconoce plenamente a los militares cuando ellos representan a una familia (Vogel, citado en Yuval-Davis, 1993).
A nivel informal y como parte de las tradiciones institucionales, los oficiales más antiguos han incentivado a los miembros más jóvenes a contraer matrimonio. Los jóvenes oficiales reciben asesoramiento de sus superiores acerca del momento propicio para formalizar la unión matrimonial, de acuerdo a las exigencias de la carrera en cada etapa.
Así como la creación de la Escuela de Suboficiales en 1908 significó el establecimiento de carreras paralelas para Oficiales y Suboficiales, cada una con sus propios requisitos, lógicas de funcionamiento y espacios institucionales segregados, el mecanismo de subalternización que definió la posición de las mujeres en la institución fue su exclusión del uso de las armas y la asignación de roles y espacio específicos y exclusivos para desarrollar funciones como esposas y madres. La esposa de un oficial tenía roles claramente establecidos, algunos escritos y otros consuetudinarios, pero no por eso menos imperativos. En las conversaciones durante el trabajo de campo los oficiales resaltaban con admiración la labor llevada a cabo por sus esposas a la que resumían bajo la frase “ellas se ocupan de la retaguardia”.10
De acuerdo con Cynthia Enloe (1990), la importancia del matrimonio heterosexual para la profesión militar se evidencia en una de las construcciones culturales más poderosas de las colectividades nacionales como razón central para que los hombres vayan a la guerra: la protección de las mujeres y los niños. De esta forma, parte de la construcción de la identidad de los militares, como varones heterosexuales y jefes de familia, se ha consolidado gracias a la existencia de una familia heterosexual cuya responsabilidad, para el sostén emocional y las tareas domésticas y de cuidado cotidianas, recaen en las mujeres.
La institución ha reconocido y otorgado particular atención a esta posición conyugal complementaria respecto al cuerpo militar, mediante la elaboración y promoción de representaciones visuales y simbólicas. Por ejemplo, el relato mítico sobre “Las Damas Mendocinas” resalta la conexión entre las esposas y el incipiente Ejército Argentino de principios del siglo XIX, y se convirtió en un recurso ilustrativo en la enseñanza de la historia nacional en la educación primaria en Argentina. Estas mujeres fueron representadas trabajando junto a la esposa del General San Martín en la confección de la “Bandera de los Andes” para la Campaña Libertadora. Se destaca, además, su contribución a la campaña militar mediante la donación de sus joyas personales (Masson, 2010a).11
La narrativa relativa a las joyas donadas evidencia, asimismo, la vinculación de un ejército en formación con la aristocracia local, mediante la conformación de alianzas matrimoniales. Así, la histórica posición de las mujeres dentro de las Fuerzas Armadas y simbólicamente enaltecida ha sido el rol de esposas.12 La asignación de roles, diferenciados por sexo, ha facilitado las alianzas con las élites económicas, el reforzamiento de la identidad heterosexual de los integrantes del ejército, la promoción del modelo de familia católica, su función de representante de una estructura familiar convencional y la asunción de responsabilidades domésticas y de cuidado por parte de las mujeres, que ha permitido a los integrantes del ejército cumplir con la exigencia de disponibilidad a tiempo completo inherente a la vida militar.
Yuval-Davis formula una pregunta sencilla pero eficaz: “¿por qué las mujeres suelen estar ‘ocultas’ en las diversas teorizaciones de los fenómenos nacionalistas?” (1993, p. 622). Ella responde al indicar que las mujeres (y la familia) se sitúan en el ámbito privado, lo cual no se considera políticamente relevante. Dentro del marco de la teoría política preponderante, que concede valor cívico exclusivamente al espacio político público, la visibilidad de las mujeres solo se materializa cuando estas ingresan al ámbito de lo público. La desestimación de los aspectos catalogados como “privados”, en el examen de los temas que se presumen públicos, contribuye a la perpetuación de una construcción de conocimiento androcéntrica.13
Cuando tras el golpe de Estado de 1930, el ejército ganó prestigio y comenzó a ser visto como una vía de movilidad económica y social, los jóvenes oficiales ocuparon un lugar privilegiado en el mercado matrimonial, lo que les permitía casarse con mujeres de clases sociales superiores a la propia (Badaró, 2013). La regulación institucional de las relaciones y la identidad de género en el ejército ha puesto de manifiesto la importancia del matrimonio heterosexual y de las esposas en el establecimiento de una élite que simbolice a la nación. Una prueba de esto es la norma que requería la “veña del superior” para contraer matrimonio, que en la práctica servía como un proceso de selección institucional de las esposas de los oficiales (Masson y Pereyra Iraola, 2016).
En 1997, en un momento de declive del prestigio de la carrera militar, el CMN abrió sus puertas para incorporar mujeres, lo que acompañaba una tendencia a nivel internacional y regional.14 Esta decisión, que implicaba formar oficiales femeninas para integrar el Cuerpo de Comando, el más prestigioso del ejército, se hizo con una reserva: las armas de Caballería e Infantería permanecerían cerradas. La institución aún guardaba su espacio identitario más preciado exclusivamente a los varones.15 Con la incorporación de mujeres al Cuerpo de Comando comenzó a vivenciarse entre los integrantes del ejército una percepción de amenaza a sus valores fundamentales. Este sentimiento se exacerbó con la implementación sistemática y constante de las políticas de género en las fuerzas armadas a partir del año 2006.
En el día a día de la institución la incorporación de las mujeres al Cuerpo de Comando despertó la inquietud entre los oficiales de más alto rango, que insistían una y otra vez en que “ahora tenemos el problema de las mujeres”. Y dado que, durante su formación y toda su carrera, no habían convivido con mujeres alegaban que “no sabían cómo tratarlas”. Por esa razón, muchos de ellos contaban que apelaban a sus esposas para que los aconsejaran acerca de cómo debían dirigirse a estas oficiales que les resultaban completamente extrañas en el ámbito castrense.
La incorporación de mujeres militares en funciones previamente reservadas exclusivamente para varones suscitó un dilema dentro de la institución militar, que perduró por largos años y se reeditó con fuerza a partir del año 2006, con la implementación de las políticas de género en las Fuerzas Armadas. La irrupción de las mujeres, y en particular las políticas de género han develado una identidad profesional arraigada en una masculinidad heroica, la cual, al haber sido predominante y uniforme durante un período prolongado de tiempo, se encontraba hasta ese momento completamente naturalizada.
El impacto generado por la disrupción en la identidad militar, debido a la inclusión de mujeres en el cuerpo de comando y la implementación de políticas de género, fue interpretado por ciertos miembros del ejército como un propósito deliberado de minar los pilares de la institución castrense, considerándolo como “un intento de destruir al ejército”.16 La expresión más común para referirse a este crisis era “ahora nos metieron a las mujeres”, haciendo referencia el “ellos” al Ministerio de Defensa. También era común la idea de que la presencia de las mujeres sería la puerta de entrada a la homosexualidad. En este caso, los debates sobre el uso de los baños constituyeron un ejemplo de la conmoción que significó romper la imagen de la masculinidad exclusiva, y que la complementariedad femenina, que coadyuvaba para el desarrollo profesional y la reafirmación de la identidad, hoy atravesara las fronteras espaciales y conviva en un mismo espacio. En palabras de un oficial: “Y después de los baños para mujeres, ¿tendremos que construir también baños para homosexuales?”, considerando a esto como el peor resultado posible para la institución que se presenta a sí misma como naciendo junto con la patria.
Las tres fuerzas armadas (Ejército, Armada y Fuerza Aérea) reclutaron mujeres con la misma lógica: en los cuerpos de apoyo primero, los cuerpos de comando después y finalmente los espacios más prestigiosos dentro de los cuerpos de comando (caballería e infantería en ejército, navales en la armada y aviación de caza en la fuerza aérea).17 Tanto los cadetes como los oficiales de rango medio, de la fuerza aérea y del ejército, han mostrado una tendencia a obstaculizar la integración de mujeres en las academias de formación de oficiales, como en las posiciones institucionales de mayor prestigio y poder. A continuación, analizaré brevemente la construcción de alteridad para con las cadetes del CMN y la implementación de las políticas de género.
1- Ladies y cucarachas: alteridades étnico-raciales y de género
En este punto del análisis es dónde la articulación de las perspectivas de género y étnico-raciales se vuelve relevante. Uno de los espacios resistentes a la permanencia de las mujeres han sido las escuelas de formación de oficiales, entre cuyas estrategias utilizadas se destaca la estigmatización asociada a la presencia femenina como factor de desprestigio. Pero la situación es diferente en cada una de las academias. Por ejemplo, en la fuerza aérea la promoción de cadetes anterior a la cohorte que incorporó mujeres a la Escuela de Aviación se denominaba a sí misma como la promoción de paladar negro, por considerarse era la última promoción pura. Y la primera promoción integrada por varones y mujeres, a pesar de ser solo unas pocas, era denominada de forma peyorativa “la promoción de las mujeres”. A través de tales designaciones, se hace manifiesto que, desde la perspectiva masculina, las futuras militares, son percibidas como agentes de contaminación tanto para la institución como para sus compañeros de armas. Otra de las estrategias utilizadas por los cadetes ha sido la de acusaciones y apodos. En el caso de la fuerza aérea, las cadetes eran sospechadas de obtener privilegios a partir de la suposición de que en sus alojamientos había lavarropas, secadores de pelo y todo tipo de comodidades de las cuales ellos carecerían. Esta percepción, fantaseada por los cadetes varones, les valió el apodo de “las ladies”.
La situación de las primeras cadetes del CMN fue muy diferente a la de las cadetes de la Escuela de Aviación. Durante mi trabajo de campo en 2008, acompañé a un grupo del ejército en un ejercicio de entrenamiento en el que observé que, mientras los hombres permanecían en grupos, dos mujeres se sentaban juntas, separadas del resto de sus compañeros. En ese momento, me dijeron que les disgustaba estar con los hombres porque eran malhablados. Sin embargo, con el paso del tiempo, supe a través de distintos comentarios que los cadetes masculinos evitaban intencionadamente hablar con las mujeres y que esta actitud de indiferencia se transmitía de año en año. Para analizar desde una perspectiva de género y étnico-racial la incorporación de las mujeres a la carrera de oficiales de cuerpo de comando del ejército me basaré en los datos presentados por Máximo Badaró (2009) en su etnografía sobre la formación de cadetes en el Colegio Militar de la Nación. Con la convicción de que, según la perspectiva de Mariza Peirano, una (buena) etnografía, debidamente rica en contenido, es capaz de soportar un proceso de reanálisis de los datos iniciales, siendo este procedimiento una demostración de su aptitud y excelencia (Peirano, 1995, p. 52).
Similar a la situación que analicé para el caso de la fuerza aérea, Badaró considera que:
las relaciones que los cadetes varones mantienen con sus compañeras funcionan como índices morales de su condición de militares; ven a sus compañeras como seres ambiguos que desafían las categorías sociales establecidas y significan así el riesgo de una pérdida de prestigio y de contaminación moral. (Badaró, 2009, p. 286)
Pero, mientras las cadetes de la Escuela de Aviación eran tildadas de “ladies”, y no había hacia ellas ninguna forma de construcción de alteridad étnico-racial, las del CMN eran apodadas “cucarachas”. Para comprender esta diferencia es necesario situar a las cadetes del CMN en el mapa nacional de alteridades (Briones, 2002).
En los años noventa, tras la derrota en la Guerra de las Malvinas y el fin de la dictadura militar, el número de aspirantes a oficiales disminuyó de manera considerable. Esto afectó los exigentes mecanismos tradicionales de selección, y abrió la oportunidad de ingreso a sectores sociales que antes difícilmente hubieran sido aceptados. Muchas de las cadetes admitidas en el CMN procedían de estos sectores, que no son otros que los que conformaron la mayor parte del cuerpo de suboficiales, aquellos “otros internos” incluidos y subalternizados, a lo largo de gran parte del siglo XX. Badaró identificó la forma en que era construida la alteridad de las cadetes del CMN a través de los testimonios de sus compañeros varones:
Francisco: [les llamamos cucarachas] porque son morochas y feas. Ya cuando estaba en mi primer año les llamaban cucarachas porque la mayoría eran norteñas, bueno, norteñas o de cualquier parte, pero de piel oscura.
Juan: Este apodo es una tradición que deriva del hecho de que generalmente son gordas y morochas [...] vos sabés que una chica rubia de ojos azules, que mide 1,70, que tiene un cuerpo bonito, seguro que no es cadete, y, si lo es, es la excepción (y lo va a dejar en tres días).
Leonardo: Yo creo que es por eso, porque las que vienen normalmente son las más gordas, con cara morena y moño; yo creo que es por eso, no sé. (Badaró, 2009, p. 281. Énfasis añadido)
La mirada de los cadetes detenta una posición hegemónica dentro de la institución, y desde ese lugar construyen un umbral alto de alteridad y se constituyen en la manifestación del resultado de una operación histórica que ha codificado las diferencias en términos de racialización de los pueblos conquistados. Como construcción de alteridad étnico-racial el apodo de “cucarachas” las deshumaniza. Mientras que en la articulación de la marcación generizada y racializada, se las sexualiza como mujeres y se las desexualiza a partir de la marcación étnico-racial. De acuerdo con Badaró, cuando los cadetes se refieren a sus compañeras insisten en que no son el tipo de mujeres por las que sienten una atracción erótica: “las tratan como uno más” (uno las trata como un vago más).
El autor concluye que esto se debe a cómo esta situación amenazaría el modelo en el que las categorías “mujer” y “militar” se consideran antagónicas o mutuamente excluyentes (Badaró, 2009, p. 283). Sin embargo, considero que los datos presentados brindan elementos suficientes para complementar esa lectura con una perspectiva étnico-racial en la cual se pone de manifiesto el efecto que produce la ruptura de las fronteras trazadas por las maquinarias de diferenciación y territorialización (Golberg 1992 y 1993, citado por Briones, 2004, p. 18) que establecieron la subalternización de los pueblos conquistados al interior de la institución castrense.
Las cadetes racializadas desafían las dos formas de subalternización sobre las que se construyó la matriz institucional del ejército: el lugar de las mujeres como esposas y el lugar de los “otros internos” como suboficiales. Estos mecanismos de desacreditación y segregación no se aplican únicamente a las cadetes, sino que también penalizan a los cadetes que establecen relaciones de camaradería (ya sean cordiales o románticas) con sus compañeras, bajo el apodo “cucarachero”. Lo que estaría en consonancia étnico-racial con la norma que prohibía el matrimonio entre oficiales y suboficiales, lo que en la práctica era una especie de prohibición a los oficiales de contraer matrimonio con los “otros internos” de la institución.
Por su parte las cadetes mitigan y descartan los relatos de sus colegas masculinos, que las describen como “poco atractivas”. Además, en concordancia con el trabajo de Channa Zaccai (2013), las cadetes sostienen que más allá del sufrimiento producido por la segregación cotidiana, logran un empoderamiento personal: “Fue muy difícil llegar a donde estoy hoy en el pelotón; a pesar de ser mujer, ahora soy una más”, “una adquiere cosas que normalmente no tiene. Aquí te forman, te forjan el carácter” (Badaró, 2009, pp. 293-294). Para permanecer en la institución, a pesar de las condiciones de segregación y racismo, es posible que estas mujeres logren niveles de reconocimiento y prestigio que serían inalcanzables en otros ámbitos. Es esencial ahondar en el significado simbólico que implica para ellas alcanzar el estatus de oficiales del Ejército Argentino.
2- Los desafíos de las políticas de género a la matriz institucional
Como he mostrado hasta aquí, el Ejército Argentino se consolidó como institución burocrática con base en dos subalternizaciones claves para su funcionamiento: la de género y la étnico-racial. Esta última en consonancia con la construcción de una identidad que englobaba las particularidades étnico-raciales en una única figura: el “ser nacional” o el “ser argentino”. En el caso del ejército esto significó que los sistemas de identificación y pertenencia fueron producidos, estructurados y usados a través de la articulación de maquinarias –organizaciones activas de poder– tanto estratificadoras y diferenciadoras, cuanto territorializadoras (Golberg 1992 y 1993, citado por Briones, 2004, p. 18).
Las políticas de género, que comenzaron a implementarse en las fuerzas armadas como iniciativa del Ministerio de Defensa, a partir del año 2006, desafiaron los sistemas de diferenciación social e identidades y las estructuras existentes de circulación y acceso diferencial a un determinado conjunto de prácticas históricas y políticamente articuladas.
Entre 2007 y 2008, siguiendo una recomendación del Consejo de Políticas de Género (CPG),18 y por considerar que se habían vulnerado los derechos y las libertades civiles, el Ministerio de Defensa derogó cuatro normas que regulaban la vida familiar de los miembros de las Fuerzas Armadas: la exigencia de autorización de un superior para contraer matrimonio; la prohibición del matrimonio entre militares de distinto rango; la obligación de los militares de responder a las preguntas sobre si estaban separados de sus esposas, si se habían separado efectivamente, si habían iniciado los trámites de divorcio y, en caso afirmativo, por qué motivos; y la distinción entre hijos biológicos, adoptivos, matrimoniales y extramatrimoniales.
Su implementación profundizó, de manera notable, el desafío al sistema sexo/género/racialización, que ya había sido desestabilizado una década atrás con la admisión de cadetes mujeres al CMN. La derogación de la autorización para contraer matrimonio modificó el control que la institución tenía hasta ese momento para decidir sobre quiénes serían las futuras esposas del personal militar; la derogación de la prohibición de matrimonio entre militares de distinto rango, quebró la segregación espacial y social entre Oficiales y Suboficiales que determinaba espacios de desarrollo profesional y de socialización segregados. Considerando que el personal de suboficiales se encuentra vedado de acceder al casino de oficiales, a excepción de aquellos asignados a las áreas de servicio, la derogación de esta reglamentación plantea un dilema en situaciones sociales, pues surge la interrogante sobre si permitir que el/la cónyuge suboficial ingrese bajo la figura de esposa/o o rechazar su ingreso en virtud de su condición de suboficial.
Por su parte, la derogación de la obligación de los militares de responder a las preguntas sobre si estaban separados de sus esposas y la no distinción entre hijos biológicos, adoptivos, matrimoniales y extramatrimoniales, flexibilizó el imperativo del matrimonio heterosexual monógamo necesario para el desarrollo de carrera de los oficiales, y minimizó el control del ejército sobre la institución familia y sus miembros. En el mismo sentido van las modificaciones a la asignación de vivienda, el reconocimiento de matrimonios del mismo sexo y la implementación de protocolos para la atención de la violencia contra las mujeres en el ámbito domésticos, entre otras medidas. Otra modificación sumamente importante, producto de las políticas de género, fue el levantamiento de la prohibición del ingreso de las mujeres a las armas de caballería e infantería en el año 2011. Esta decisión revirtió el último vestigio formal de la exclusión de las mujeres del uso de las armas.
En síntesis, este breve análisis sobre casi dos décadas de implementación sostenida de políticas de género en el ámbito de la defensa sirve de ejemplo para mostrar la imbricación del género y la marcación étnico-racial en la construcción de una de las instituciones emblemáticas para el proyecto de consolidación del Estado-nación. Las medidas implementadas no solo desafiaron el sistema sexo/género, sino que trastocaron la estructura de un sistema de sexo/género/racialización que operaba de forma articulada. En ese sentido, el análisis de estas políticas funcionó como un recurso metodológico para develar la interseccionalidad entre la subalternización de las mujeres y de los otros internos del “ser nacional argentino” que fueron parte de los pilares de consolidación de ejército en el siglo XX.
En el presente artículo, llevé a cabo un análisis de la consolidación del Ejército Argentino como emblema nacional desde una perspectiva de género y étnico-racial. A partir de investigaciones de campo, experiencia en la gestión institucional y el diálogo con el trabajo de colegas procuré comprender una de las facetas de las resistencias a las políticas de género en el ejército, teniendo en cuenta el rol histórico desempeñado por las mujeres y los “otros internos” en la configuración de la identidad nacional y en la conformación del ejército como élite y “reserva moral de la nación”.
Enfatizo en la necesidad de superar la hegemonía en la construcción del conocimiento que limita el ámbito de estudio únicamente a lo que se considera el “espacio público”, y resalto el papel esencial de las mujeres para la comprensión de la existencia y la posición preponderante ocupada por el ejército durante gran parte del siglo XX, en alianza con las clases dominantes. En este contexto, se destaca el rol de las mujeres como esposas de oficiales, quienes facilitaron la conexión de sus cónyuges con los sectores de poder, contribuyeron a elevar el prestigio de los oficiales de origen socioeconómico medio y medio bajo, y desempeñaron un papel fundamental como reproductoras biológicas y sociales de una élite.
Más recientemente, con el declive del prestigio de las Fuerzas Armadas, la admisión de mujeres en el Colegio Militar de la Nación (CMN) y la implementación de políticas de género basadas en los principios de igualdad y no discriminación, se ha observado el reclutamiento de oficiales mujeres racializadas.
Analizar de manera articulada las subalternizaciones de género y étnico-raciales en un contexto de construcción de un ideal de nación nos permitió comprender formas de desigualdad que en el presente han sido profundamente naturalizadas, además de desafiar la denominación generalizadora de “mujeres” y hacer visibles y comprensibles sus diferencias.
Asimismo, subrayo siguiendo las reflexiones de Segato (2007), que la categoría de raza no constituye una causa, sino más bien un resultado histórico de larga data que ha codificado las diferencias en términos de racialización de los pueblos conquistados. En consonancia con la observación de Yuval-Davis (1993), apunto que los proyectos nacionalistas tienden a ser más inclusivos con ciertos grupos de mujeres que con otros, estableciendo políticas diferenciadas hacia ellas. Ejemplo de esto es el doble desafío, para la matriz institucional del ejército, que representó la incorporación de mujeres racializadas al Colegio Militar de la Nación (CMN), ya que su presencia encarna un desagravio a las dos formas de subalternización que marcaron el período de consolidación del ejército a principios del siglo XX: la de género y la étnico-racial. En resumen, este estudio intenta mostrar la importancia de las dinámicas de género y étnico-raciales en la conformación de estructuras políticas y de poder. Con ello, aspiro a contribuir al desarrollo de políticas de género que aborden de manera integral las diversas manifestaciones de la desigualdad en nuestra sociedad.
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1 Una versión preliminar de este artículo fue publicada en Gender Panic, Gender Policy. Advances in Gender Research, Volume 24, 23–43, 2017, Emerald Publishing Limited.
2 Tomo de Claudia Briones la definición de “racialización como forma social de marcación de alteridad que niega la posibilidad de que cierta diferencia/marca se diluya completamente, ya por miscegenación, ya por homogenización cultural, descartando la opción de ósmosis a través de las fronteras sociales, esto es, de fusión en una comunidad política envolvente que también se racializa por contraste”. Y la definición de etnicización, como “aquellas formas de marcación que, basándose en “divisiones en la cultura” en vez de “en la naturaleza”, contemplan la desmarcación/invisibilización y –apostando a la modificabilidad de ciertas diferencias/marcas– prevén o promueven la posibilidad general de pase u ósmosis entre categorizaciones sociales con distinto grado de inclusividad” (2008, pp. 14-15). Asimismo, me baso en el concepto de Gayle Rubin (1986) sobre el sistema sexo/género, el cual la autora define como “un conjunto de acuerdos por el cual la sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana y en las cuales estas necesidades sexuales transformadas, son satisfechas” (p. 97). Rubin destaca que se trata de “el momento reproductivo de un ‹modo de producción›». Además, subraya que «la formación de la identidad de género es un ejemplo de producción en el campo del sistema sexual y un sistema de sexo/género incluye mucho más que las ‹relaciones de procreación›, la reproducción en sentido biológico” (p. 104). También es sumamente importante la observación de Rubin acerca de que “La división sexual del trabajo está implícita en los dos aspectos del género: macho y hembra los crea, y los crea heterosexuales”. De esta forma “La supresión del componente homosexual de la sexualidad humana, y su corolario, la opresión de los homosexuales, es por consiguiente un producto del mismo sistema cuyas reglas y relaciones oprimen a las mujeres” (p. 115).
3 Para la autora, “la aboriginalidad emerge como producción cultural que depende menos de los componentes de un producto que de las condiciones de una praxis consistente de marcación y automarcación que ha resultado tanto en que la alteridad de las poblaciones indígenas asocie efectos específicos respecto de la de otros grupos étnicos y/o raciales, como en que hoy existan dilemas compartidos por pueblos originarios en distintos países y continentes” (Briones, 2004, p. 73).
4 Junto a dos colegas, permanecí entre 2 y 5 días en diversas unidades militares. Durante las visitas, observamos las prácticas cotidianas del personal militar y realizamos encuestas y entrevistas semi-estructuradas. En dos ocasiones observé ejercicios militares en el terreno. El primero fue un simulacro nocturno en el que el ejército tenía que responder a un supuesto ataque y el segundo fue la primera salida a campo realizada por cadetes de la Academia de la Fuerza Aérea Argentina. Los resultados del informe final presentado al Ministerio de Defensa se publicaron posteriormente en Frederic, Masson y Soprano (2015).
5 El proyecto se denominó Evaluación de Políticas de Género para la Defensa: avances, obstáculos y desafíos (2007-2017), fue financiado por la Universidad de la Defensa Nacional. Los resultados de esa investigación fueron publicados en el libro Militares Argentinas. Evaluación de políticas de género en el ámbito de la defensa, UNDEF Libros (2020).
6 Formé parte del Consejo de Políticas de Género del Ministerio de Defensa de la Nación entre los años 2006 y 2023, los primeros años en calidad de experta en género en representación de la universidad pública y los últimos cuatro años como coordinadora del mismo, en tanto Directora de Políticas de Género del mencionado ministerio.
7 Sobre el impacto de la investigación social en las políticas públicas ver Masson, L. (2021). The impact of social research on gender policies in the Argentine Armed Forces.
8 Estos valores se reformularon tras el restablecimiento de la democracia en Argentina y la pérdida de prestigio sufrida por las Fuerzas Armadas luego de participar en el terrorismo de Estado y la derrota en la Guerra de Malvinas. A partir de la década de 1990, la carrera militar pasó a ser considerada más una profesión que una misión o vocación, y el rol del conocimiento y la profesionalización a tener mayor importancia (Frederic, Masson, y Soprano, 2015).
9 A fin de ilustrar la cartografía hegemónica a la que se refiere la autora y mostrar su correlación con el mapa de alteridades jerarquizadas que caracteriza al ejército, cito a Badaró (2013), quien analiza el perfil de los aspirantes a incorporarse a la carrera de oficial en el CMN entre los años 1993 y 2013, en un contexto de desprestigio de la institución “[el perfil] ha sido el de varones de entre 18 y 21 años, nacidos en la Capital Federal, el Gran Buenos Aires o en alguna de la provincias centrales del país (Buenos Aires, Córdoba, Entre Ríos, Santa Fe), provenientes en su gran mayoría de los sectores medios empobrecidos, sin familiares militares directos y con estudios secundarios completos” (pp. 91-2).
10 María Elena Oddone (2021) en su libro La pasión por la libertad. Memorias de una Feminista cuenta que su esposo militar le decía “sos un buen subalterno”.
11 La ciudad de Mendoza reconoció públicamente esta participación con el monumento al “Ejército de los Andes”, en la cima del Cerro de la Gloria, una pequeña elevación dentro de un parque público de la ciudad. En este monumento, el lado sur está representado por las mujeres (“las damas”) que donaron sus joyas. También, en la misma ciudad, hay una calle con el nombre de Patricias Argentinas.
12 Esto no significa que no hubiera mujeres que desempeñaran otros roles en las Fuerzas Armadas. La historia reciente ha rescatado figuras como Juana Azurduy y María Remedios del Valle.
13 Sobre este punto ver “La transformación del rol de las mujeres en las Fuerzas Armadas Argentinas: hacia la construcción de un espacio mixto” Masson, L. (2010b).
14 Las Fuerzas Armadas Argentinas se dividen en Oficiales y Suboficiales, a su vez los Oficiales se dividen en Cuerpo Profesional y Cuerpo de Comando. Las mujeres comenzaron a ocupar roles en estos espacios, antes reservados exclusivamente a los varones, desde inicios de la década de 1980 y lo hicieron en los dos cuerpos de apoyo: en el cuerpo de Suboficiales y en Oficiales en el Cuerpo Profesional.
15 Sobre este punto ver Masson, L. (2020). “¿Militares mujeres, Mujeres militares o simplemente Militares? Relaciones de género en el Cuerpo Comando”, en Militares argentinas: evaluación de políticas de género en el ámbito de la defensa (pp. 293-321). Buenos Aires: Ministerio de Defensa, UNDEF Libros.
16 Este sentimiento se acentuó en el contexto de una reforma más amplia de las Fuerzas Armadas y de los juicios por crímenes de lesa humanidad durante la última dictadura militar (1976-1983).
17 Entre 1981 y 1983 las tres fuerzas armadas incorporaron mujeres a los cuerpos de suboficiales y al cuerpo profesional. En 1994, con la suspensión del servicio militar obligatorio, se incorporaron mujeres al servicio militar voluntario.
18 El CPG comenzó a funcionar en 2007, bajo el mandato de la primera mujer Ministra de Defensa en Argentina y desde sus inicios su función fue asesorar al titular de la cartera ministerial. Para la conformación del CPG, el Ministerio de Defensa convocó a mujeres militares –oficiales y suboficiales– de las tres Fuerzas Armadas, representantes de organizaciones no gubernamentales (ONG) vinculadas a la defensa de los derechos de las mujeres, y representantes de otros organismos estatales como la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y el Consejo Nacional de las Mujeres. El CPG desempeñó un papel fundamental en la promulgación de numerosas reformas normativas dentro de las Fuerzas Armadas.