Una dialéctica latinoamericana y su relevancia para las antropologías del giro ontológico1
por Sian Lazar2
University of Cambridge
https://orcid.org/0000-0002-0056-6333
Las perspectivas antropológicas recientes enmarcadas en el giro ontológico anglófono poseen antecedentes políticos e intelectuales latinoamericanos significativos a los que rara vez se les da un verdadero reconocimiento. Este artículo delinea parte de esa historia y argumenta que los debates sobre la política de este “giro ontológico” deben ser interpretados en el contexto de una tensión entre la economía política y los abordajes cosmológicos que, de alguna forma, es la tensión que ha caracterizado la antropología latinoamericana desde principios del siglo XX, y que está profundamente involucrada en los relatos de la conquista y el colonialismo, incluido el colonialismo interno. Esta historia conceptual ayuda a explicar el deseo de algunos académicos de evitar cierto tipo de politización, así como el argumento de que la innovación metodológica y teórica en antropología es en img80sí misma una cuestión política. Pero también, recuperar esta historia muestra que la antropología del giro ontológico se encuentra con algunos de los mismos desafíos que enfrentaron los movimientos indígenas ante elecciones similares.
Palabras clave: giro ontológico, indigeneidad, economía política, antropología latinoamericana, estructuralismo
Anthropology and the politics of alterity.
A Latin American dialectic and its relevance for ontological anthropologies
Abstract
Recent anglophone ontological anthropologies have an important Latin American intellectual and political history that is rarely fully acknowledged. This article outlines some of that history, arguing that debates about the politics of this ‘ontological turn’ should be read in the context of a tension between political economy and cosmological approaches that have been a feature of Latin American anthropology in some form since the early 20th century, and that are deeply implicated in histories of conquest and colonialism, including internal colonialism. This conceptual history helps to explain both the desire of some scholars to avoid a certain kind of politicisation and the argument that methodological and theoretical innovation within anthropology is political in itself. But it also means that ontological anthropology encounters some of the same challenges faced by indigenous movements confronted with similar choices.
Keywords: Ontology, indigeneity, political economy, Latin American anthropology, structuralism
CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO: Lazar, S. (2024). Antropología y la política de la alteridad. Una dialéctica latinoamericana y su relevancia para las antropologías del giro ontológico. Etnografías Contemporáneas, 10(19), 144-170.
“Os índios não falam nossa língua, não têm dinheiro, não têm cultura. São povos nativos. Como eles conseguem ter 13% do território nacional? [Las reservas] sufocam o agronegócio. No Brasil não se consegue diminuir um metro quadrado de terra indígena”. (Jair Bolsonaro, abril de 2015)34
“En Bolivia, justo al lado de Brasil, tenemos a un indio como presidente […]. Entonces, ¿por qué los indios de Brasil deben ser tratados como hombres de la prehistoria? […] Yo hablé con los indios. ¿Qué quieren los indios? La gran mayoría de aquellos con los que hablé quieren electricidad, quieren internet, quieren médicos, dentistas… quieren jugar al fútbol, quieren autos, quieren ir al cine, ir al teatro. Son seres humanos igual que nosotros”. (Jair Bolsonaro, presidente de Brasil, enero de 2019)5
“O napë não pensa isso, o napë capitalista – eu chamo de capitalista, eu chamo de homem moderno, o que usa ropa, pescoço amarrado, parece um rabo de cocó. Esse homem moderno, ele está pensando que ele está certo, está pensando que é rico, mas ele est’a destruindo ele mesmo. Ele não está trabalhando sozinho. Ele manda os grupos pobres trabalharem para ele. Os pobres, [como] vocês falam, eles estão fazendo o trabalho para [o outro] ficar rico. Ele manda trabalhar: “olha, pobre, você vai pegar minhas coisas lá, você vai pegar minha madeira, cortar tantos milhões de madeira para mim. Eu vou pegar e negociar com otros países que não têm”. Esse trabalho é que chamo [de] sujo. Trabalho sujo. Pensamento sujo”. Davi Kopenawa, chamán e intelectual yanomami (Dias y Marras, 2019); napë es una palabra en yanomami que significa tanto blanco como enemigo.6
La presidencia de Jair Bolsonaro en Brasil estuvo marcada por la tendencia a adoptar fuertes posicionamientos políticos que reprodujeron ecos incómodos de épocas que muchos teníamos por superadas. Las citas arriba mencionadas expresan actitudes hacia los pueblos originarios que podrían haber sido pronunciadas en cualquier momento de los últimos 70 años. Son parte de un continuo que considera ilegítimos a los pueblos originarios en tanto aborígenes: en la primera cita, los “indios”7 carecen por completo de cultura y por eso no merecen tener control del territorio; en la segunda, no son “hombres de las cavernas”, pero aspiran a la cultura. En ambos casos, la “cultura” es nacional, lo que significa cultura blanca, moderna y capitalista. Desde esta perspectiva, o bien los pueblos originarios pretenden formas de consumo modernas, o de lo contrario, no deben obstaculizar los modos de producción modernos. Desde la Conquista, a lo largo y a lo ancho de América Latina, al igual que en otros lugares, se han empleado nociones de alteridad racializadas para justificar relaciones de explotación, dominación y desposesión. Frente a la reciente destrucción ambiental causada por estas prácticas extractivas, algunos líderes indígenas han respondido con cosmovisiones alternativas. Según estas, la Tierra es un ser que puede debilitarse y morir, y es un sitio que alberga espíritus ancestrales donde las plantas, los animales y la propia tierra están interrelacionados.8 Otras perspectivas indígenas críticas, como la de la cita de Davi Kopenawa arriba presentada, destacan el problema de la intersección entre clase y raza en las relaciones capitalistas extractivistas. Todos estos abordajes se preguntan cómo articular o reconciliar las diferencias (racializadas) entre los grupos indígenas y no-indígenas en América Latina.
En este artículo exploro la herencia política de las teorizaciones antropológicas de la diferencia en América Latina para abordar la política del giro ontológico en la antropología, tal como se lo interpreta en el Atlántico Norte. Sugiero que la historia política latinoamericana ha trazado una delgada línea entre la celebración de la alteridad y la mirada exotista, problema que enfrentan tanto los antropólogos del giro ontológico como los líderes políticos indígenas. Este dilema representa un desafío urgente frente a actitudes como las expresadas por Bolsonaro. Actualmente, los argumentos ontológicos pueden constituir lenguajes aptos para encarar problemas políticos clave en la región tales como la degradación ambiental causada por industrias extractivistas (Ødegaard y Rivera Andía, 2019). Sin embargo, también se hallan en una relación incómoda en la díada colonizador/colonizado que ha modelado la región desde la Conquista.
Los modos en que las herencias coloniales informan la historia de la antropología en la región generan problemas significativos en relación con uno de los planteos principales del debate reciente sobre la política del giro ontológico (Holbraad y Pedersen, 2014). Me refiero al argumento de que su movimiento político más significativo es, en realidad, metodológico, y que se trata de un enfoque que requiere que los antropólogos reconceptualicen sus nociones desde la perspectiva de sus interlocutores (ver Viveiros de Castro, 2013). Holbraad y Pedersen sostienen que este movimiento metodológico da lugar a nuevos acuerdos posibles “motivados etnográficamente” sobre futuros alternativos para el mundo (Holbraad y Pedersen, 2014, 2017, p. 196). Es bien conocida la crítica que se le hace a este movimiento: evadir la política “del mundo real” (véase Bessire y Bond, 2014). Alcida Ramos (2012, p. 489), por ejemplo, argumentó enfáticamente que el predecesor del giro, el perspectivismo, era “indiferente a la problemática histórica y política de la vida de los pueblos originarios en el mundo moderno”. En este ensayo pretendo mostrar que este debate puede (y probablemente debería) ser interpretado en el contexto del desarrollo de la antropología en y de América Latina. La reivindicación de la alteridad radical como una postura metodológica o incluso política que no necesita anclarse en la acción política mundana se sitúa en un extremo de un debate intelectual en la región de larga data que se ha manifestado de diferentes maneras a lo largo del tiempo.
El debate actual tiene un aire de familiaridad con la discusión entre ciertas líneas del indigenismo, por un lado, y de la economía política marxista, por el otro, que con diferentes expresiones ha constituido un importante hilo conductor del pensamiento social y antropológico latinoamericano durante el último siglo. Identifico esta dialéctica como un contraste entre cosmología y economía política, y en el curso del ensayo rastreo el modo en el que el abordaje cosmológico se ha desplazado a lo largo del tiempo desde el indigenismo a través del culturalismo, el estructuralismo y, más recientemente, el giro ontológico. Desde ya, no sostengo que este debate determine toda la antropología latinoamericana, ni que el binomio que identifico pueda abarcar a las diferentes tradiciones antropológicas nacionales de la región. Más bien concibo dicha tensión como un hilo que vincula el pensamiento antropológico de la región y que emerge en diferentes momentos y en diferentes lugares, adoptando una forma distinta cada vez. Me valgo del binomio como dispositivo epistemológico, dispositivo que uno podría considerar de forma similar al modo en que la tensión entre universalismo y relativismo atraviesa la antropología del Atlántico Norte (también arraigada en la relación entre colonizador y colonizado, y que también abarca múltiples tradiciones nacionales diferentes). Despliego el contraste entre cosmología y economía política para mostrar por qué el desplazamiento metodológico propuesto por algunos antropólogos del giro ontológico podría considerarse político y para evaluar cuáles podrían ser sus consecuencias políticas.
La antropología del giro ontológico constituye un campo amplio y variado con contribuciones teóricas y etnográficas de académicos de todo el mundo. Tanto en la literatura anglófona como en la literatura de la región, podríamos diferenciar entre una tradición ontológica estructuralista especialmente influida por las teorías amazónicas (por ejemplo, ver Viveiros de Castro, 2013; Holbraad y Pedersen, 2017; Pedersen, 2011; Álvarez Ávila, 2017; Kohn, 2015) y una tradición ontológica política que explora cuestiones de “cosmopolítica”9 (por ejemplo, de la Cadena, 2010, 2015; Blaser, 2010; Salas Carreño, 2017). Ambas perspectivas comparten la premisa de que los pueblos originarios se guían por ontologías diferentes e incluso habitan mundos diferentes –aunque parcialmente conectados– a los de los pueblos no-indígenas.
La herencia de esta antropología “ontológica” incluye autores prominentes como Strathern, Wagner, Povinelli, Ingold, Viveiros de Castro y Descola (aunque no todos ellos se considerarían teóricos de las ontologías), tal como lo han explicado otros autores mejor de lo que yo puedo hacer aquí (p.ej., Holbraad y Pedersen, 2017; Descola, 2014). Se basa, además, en los estudios de la ciencia y la tecnología (Jensen, 2017). No obstante, algunas de sus contribuciones actuales más importantes provienen de América Latina, tanto en forma de investigaciones etnográficas de campo como producciones intelectuales. Lo que presento acá es una suerte de historia de este giro basada en la historia político-intelectual de la relación cambiante entre pueblos originarios y el Estado-Nación en América Latina. Hasta la fecha pocos debates en torno a la política del giro ontológico en la literatura anglófona han explorado las raíces que este tiene en la región. Es decir, no han examinado la relación entre las teorías antropológicas locales y las historias políticas regionales de la “interacción” interétnica racionalizada y de los derechos de los pueblos originarios.
El artículo se desarrolla en dos partes. En la primera, examino la dialéctica o tensión entre las tradiciones cosmológica indigenista y la economía política marxista, e ilustro su desarrollo a través de tres debates que tuvieron lugar en Perú y Brasil entre las décadas de 1960 y 1990. Mi argumento es que los debates actuales sobre la política del giro ontológico de algún modo son una reelaboración de corrientes más antiguas y que, como tales, tienen consecuencias bastante similares, tanto para el análisis antropológico como para la movilización política indígena. Este es el tema de la siguiente sección del artículo en la que vuelvo a la pregunta de por qué las teorías de las ontologías pueden haber emergido ahora. Respondo a esta pregunta a través de una narrativa política sobre cómo se puede apelar a estrategias ontológicas para la defensa indígena contemporánea frente al capitalismo extractivista. Concluyo con una discusión sobre los riesgos de la exotización implicada en este tipo de estrategia de alteridad radical y evalúo algunas de las consecuencias de estos riesgos para la antropología contemporánea.
América Latina comienza con el conflicto entre las epistemologías o los mundos nativos y coloniales. La historia empieza con la invasión violenta de lo que ahora llamamos Sudamérica y Centroamérica, y con la muerte y la conversión forzada de la mayor parte de la población originaria del continente. Desde entonces, el conflicto se desplegó en los planos territorial, religioso, identitario, histórico, corporal y revolucionario. Hasta la Independencia, los españoles incluso gobernaron explícitamente sus territorios en la región como dos mundos, a través de “dos repúblicas”: sistemas de gobierno diferentes para la población indígena (la República de Indios), por un lado, y para colonizadores y residentes urbanos (República de Españoles), por el otro.
Los gobiernos coloniales español y portugués y sus sucesores, los gobiernos republicanos criollos, generaron un profundo colonialismo interno que continúa teniendo efectos hoy en día y que, en muchas zonas de la región, aun descansa en la construcción binaria de la alteridad racializada que fue constitutiva del colonialismo original, especialmente en los países que fueron colonizados por España (Rivera Cusicanqui, 2010; González Casanova, 2006 [1969]). En su encarnación actual, el colonialismo interno se caracteriza por un profundo racismo contra los pueblos originarios y los afro-latino-americanos por parte de los mestizos (personas con herencia española e indígena) y de los criollos (blancos); y por una clara asociación entre raza y pobreza, de modo que las comunidades con mayor preponderancia indígena o afro-latina-americana tienden a ser más pobres. Ambas características se sostienen a través de relaciones de explotación laboral entre mestizos/blancos e indígenas o afroamericanos/latinoamericanos, y entre los espacios urbanos y rurales. Estas relaciones de explotación se establecieron a través de la violencia y el terror, mientras que, actualmente, el colonialismo interno se mantiene, además de a través del trabajo, por la extracción de recursos económicos (madera, minerales, gas natural, petróleo) de los territorios indígenas. Esta explotación es viable gracias a que a los pueblos originarios se les impide controlar la tierra en la que viven. La explotación se ha sostenido a través de la inequidad educativa, específicamente por la dominación de los idiomas español y portugués, y de la identidad nacional criolla en la cultura y la enseñanza hegemónicas. Finalmente, y en relación con todos los puntos mencionados, el colonialismo interno ha generado tensiones significativas en torno a la “asimilación” de los pueblos originarios a los modelos dominantes de ciudadanía (Stavenhagen, 2002).
Sin dudas, esta historia podría producir una teoría sobre mundos que son o serían diferentes; después de todo, españoles y portugueses consideraban que los pueblos originarios a los que invadieron vivían en un mundo distinto del de ellos. Para los españoles, por ejemplo, los “indios” eran, primero, un grupo relativamente homogéneo y, segundo, casi completamente naturales. Eran evidentemente humanos, pero no en el sentido judeo-cristiano-islámico con el que los intelectuales de la Conquista definían a la humanidad en esa época (Pagden, 1988). Para los europeos, este era un aspecto necesario para justificar la invasión y la desposesión. Fausto (1999, p. 77) señala que desde muy temprano los relatos de los jesuitas distinguieron entre diferentes grupos de indígenas en Brasil según cuán rebeldes eran, pero explicaban las diferencias en función de si vivían como humanos en casas o si lo hacían como animales en el bosque, y si comían a sus enemigos por venganza o porque les gustaba el sabor de la carne humana. Queda menos claro cómo veían los pueblos originarios a los españoles y a los portugueses en ese entonces. Sí sabemos que por lo menos dos siglos después de la Conquista, los europeos consideraban a los habitantes del “Nuevo Mundo” como el salvaje arquetípico, sea este noble o no (Trouillot, 2003). Más tarde, durante el período republicano, en los discursos hegemónicos destinados a la construcción de Estados Nación se representó a los pueblos originarios como el Otro ancestral considerado simultáneamente parte constitutiva de la identidad nacional y condenado a desaparecer con la modernización. Esto fue así principalmente en aquellas regiones en las que hubo grandes estados precolombinos (en especial en la Sudamérica hispanohablante) donde las poblaciones indígenas no fueron completamente exterminadas por los conquistadores, sino que subsistieron (aunque diezmadas) como sociedades campesinas que servían a los ocupantes. Los republicanos brasileros desplegaron una relación diferente, pero igualmente conflictiva en la que los pueblos originarios y los afrobrasileros representaban a los Otros respecto de los proyectos criollos de identidad nacional. A principios del siglo XX, la respuesta de algunos intelectuales mestizos de habla hispana al colonialismo interno y a la diferenciación racializada fue el indigenismo. El indigenismo, una celebración de la identidad indígena en la antropología y las artes, fue liderado por figuras como el fotógrafo Martín Chambi, el sociólogo/filósofo José Carlos Mariátegui y el antropólogo Luis Valcárcel en Perú, y por el antropólogo Manuel Gamio en México. Félix Patzi Paco (2009) sostiene que el indigenismo tuvo dos corrientes: una que se concentró especialmente en la cultura nativa y que tuvo como meta elaborar una versión mestiza de nacionalismo, y otra que hizo hincapié en la situación económica de los pueblos originarios. Este último grupo veía una compatibilidad entre los preceptos del marxismo y las prácticas indígenas, y recurrió a una mezcla creativa de filosofías nativas e ideas marxianas sobre el comunismo primitivo (Mariátegui, 1971). Esta mezcla influyó especialmente al indigenismo mexicano postrevolucionario. Sin embargo, según el historiador Waskar Ari (2014, p. 10) tanto el indigenismo de derecha como el de izquierda “compartieron una agenda cultural que glorificaba y defendía la cultura indígena al tiempo que infantilizaba a los pueblos originarios”. Las perspectivas indigenistas y de izquierda (marxista) en torno a la indigenidad entraron en tensión en toda la región. Esta tensión se endureció hacia mediados del siglo XX cuando para muchos militantes y académicos la explicación principal de la explotación de los pueblos originarios radicaba en su posición de clase como campesinos. Muchos de estos pensadores llegaron a sostener que los indigenistas eran simplemente románticos o aculturacionalistas nacionales. Estas tensiones han sido constitutivas de la antropología de la región desde sus inicios. Durante gran parte del siglo XX, esta distinción colocó al pensamiento marxista de un lado y al estructuralismo lévi-straussiano del otro. En lo que resta de esta sección expongo brevemente sus historias interrelacionadas y después discuto más detalladamente dicha tensión en los casos de Brasil y Perú.
Desde los procesos de independencia en el siglo XIX, especialmente en las partes hispanas de América, los proyectos republicanos de construcción nacional se basaron en un indigenismo romántico que celebraba a los pueblos originarios del registro arqueológico, tales como los imperios inca o mexica, y no a los pueblos contemporáneos, o al menos no al comienzo de esta ideología. Los pensadores describían a sus naciones como herederas de los estados precolombinos y veían en esa herencia el núcleo cultural del independizarse de sus colonizadores (Báez-Jorge, 2002). Hacia principios del siglo XX, este nacionalismo criollo había evolucionado hacia un nacionalismo mestizo y sus intelectuales apelaban a estas celebraciones del pasado para promover la idea de una democracia racial a través del mestizaje. Probablemente el concepto más notable de esta tendencia fue el de “raza cósmica” de José Vasconcelos en la década de 1920 en México. La raza cósmica es una raza de mestizos compuesta en primera instancia por la mezcla de mexicanos indígenas y descendientes de españoles, y que se convertiría en una “quinta” raza global que absorbería las otras cuatro razas globales (Vasconcelos, 1979 [1929]). Vasconcelos pensaba que el mestizaje expresaba un impulso particularmente latinoamericano a la igualdad. Sin embargo, tal como señala Peter Wade (2017), las ideas de la democracia racial a través de la mezcla consideraban a la blanquitud como superior y a la indigeneidad o a la negritud como inferiores. Vasconcelos (1948 [1929], p. 24) argumentaba que los “tipos inferiores” de personas serían absorbidos por el tipo superior, y “poco a poco, por extinción voluntaria, las estirpes más feas irán cediendo el paso a las más hermosas”.10 Esta tensión entre la promesa de democracia y las realidades de la jerarquía racial se resolvió fundamentalmente al colocar a los grupos subordinados fuera de la modernidad, y asociarlos con el pasado y la periferia (Wade, 2017, p. 22).
En Brasil, el indianismo del siglo XIX se apoyó en un contexto muy distinto al indigenismo hispánico ya que, como señalara recientemente Carlos Fausto, “a diferencia de Perú, Colombia o México, este pasado solo se hizo visible a través de materiales frágiles (pumas, madera y cerámica) y no de monumentos sólidos. No había un estado indígena precolombino con el que el nuevo imperio se pudiera identificar” (Fausto, 2020). La historiografía dominante destinada a la construcción de la nación tendió a concentrarse en los efectos de la esclavitud africana y no de las poblaciones indígenas; mientras que los pensadores indianistas de mediados del siglo XIX y principios del XX dirigieron su mirada a los tupí-guaraní del siglo XVI quienes eran asociados especialmente con el canibalismo guerrero. Para la década de 1920, el canibalismo se había convertido en una importante metáfora para los futuristas modernistas brasileros; es posible que la figura del antropófago tuviera un rol metafórico similar al de la raza cósmica de la misma época en México. En 1928, Oswald de Andrade propuso que la cultura brasilera debería devorar y digerir la cultura europea, tal como harían los caníbales, para producir algo nuevo, una modificación mutua a través de la incorporación. En la década de 1960, dentro del movimiento Tropicália resurgió la idea de las relaciones de los brasileños con la cultura europea a través de la incorporación predatoria del otro y esta idea ha influido en las tradiciones antropológicas nacionales hasta ahora (Fausto, 2020).
En paralelo, algunos intelectuales brasileros también promovieron la fraternidad racial a través de la mezcla sobre la base de la jerarquía racial. En la década de 1930, Gilberto Freyre defendió las virtudes sociales democráticas de la “fusión armoniosa de tradiciones culturales diferentes o, incluso, antagonistas” (citado en Wade, 2017, p. 12) y, según Wade, hacia la década de 1940, la noción de democracia racial a través de la mezcla fue la política oficial (Wade, 2017). Tanto en Brasil como en México, el objetivo de este mestizaje fue justamente la eventual desaparición de la/s categoría/s subordinada/s. Estos debates culturales dieron lugar a iniciativas gubernamentales indigenistas como la creación del Serviço de Proteção aos Índios, (Servicio para la Protección de Indios) en 1910 en Brasil y el Instituto Nacional Indigenista en 1948 en México y favorecieron la elaboración de programas de antropología aplicada para estudiar “el problema indígena” en universidades mexicanas, brasileras y peruanas en la década de 1940 (Baez-Jorge, 2002). En Brasil, Darcy Ribeiro, quien fuera influido por los modelos del evolucionismo cultural y de aculturación estadounidenses, se valió del indigenismo estatal para crear el Museu do Índio y dictar un programa de antropología. Así, a principios del siglo XX, en toda la región el indigenismo se tradujo en políticas públicas a través de la combinación de estudios etnológicos y la percepción de la necesidad de políticas que mejoraran las vidas de los pueblos originarios en sentido material. Sin embargo, considerados en el contexto de la formación de Estados nación republicanos, el objetivo final de ambos factores fue la destrucción de la identidad indígena, lo que Félix Patzi Paco (2009) llamó etnocidio. Esta mirada entendía que los pueblos originarios eran una parte constitutiva de la identidad nacional y que requerían políticas para modernizarlos, lo que significaba menos indígenas y más mestizos. Este proceso se denominó aculturación y su promoción debe ser entendida en el contexto de la celebración del mestizo como el sujeto nacional más puro en la primera mitad del Siglo XX en América Latina hispana, y de la promoción de la ‘democracia racial’ en Brasil señalada previamente. Ambas ideologías se apoyaron en un romanticismo brutal que, al ubicar la identidad indígena en el pasado, requería su aniquilación al mismo tiempo que la celebraba; o, en el caso de Brasil, una suerte de mezcla a través de la predación y la absorción del otro. De este modo, la alteridad quedó directamente relacionada con procesos de desposesión y explotación, extendidos a la metáfora del canibalismo. Estos procesos fueron fundamentalmente racializados.
Hacia la década de 1960, los antropólogos de tradición marxista fueron adoptando una postura más crítica respecto del evolucionismo de las teorías de la aculturación. Desde la teoría de la dependencia elaborada en esa época en la región argumentaban que los pueblos originarios no eran pobres a causa de sus debilidades culturales naturales, sino debido a la relación de explotación con la cultura criolla dominante. En Brasil, Ribeiro (1970) llegó a sostener que el contacto entre blancos y aborígenes equivalía al etnocidio a través de enfermedades infecciosas, la pérdida de tierras y de identidad étnica. El mexicano Gonzalo Aguirre Beltrán (1979) alegó que las sociedades indígenas habían sido empujadas a “regiones de refugio” en las que los blancos locales los podían explotar. Según este autor, el resultado fue la “aculturación planificada” (Báez-Jorge, 2002), proceso en el que los antropólogos colaboraron en encontrar un lugar para las sociedades indígenas dentro de las sociedades nacionales (Jimeno, 2004).
Otros fueron más allá. En una importante colección de ensayos, algunos intelectuales inspirados en los trabajos de Georges Balandier sobre el colonialismo en África señalaron explícitamente que la pobreza de los indígenas era consecuencia del capitalismo y del colonialismo (Medina y García Mora, 1983; Jimeno, 2004). Guillermo Bonfil Batalla, por ejemplo, criticó el indigenismo mexicano oficial: “Al no reconocer que el problema indígena reside en las relaciones de dominio que sojuzgan a los pueblos colonizados, el indigenismo a derivado generalmente […] en el planteamiento de líneas de acción que buscan la transformación inducida –y a veces compulsiva– de las culturas étnicas, en vez de la quiebra de las estructuras de dominio” (Bonfil 1972, p. 123, citado en Baez Jorge 2002). En una crítica incluso más aguda, se preguntó: “¿tiene sentido hablar de la integración del indio como su única vía de redención? ¿El amo asimila al esclavo y lo vuelve amo también, sin antes romper la relación de esclavitud? ¿Podemos todos llegar a ser amos, cuando precisamente el amo existe solo por la existencia del esclavo?” (Bonfil Batalla, 1983, p. 154). Estas reflexiones probablemente marquen el quiebre entre el marxismo y el indigenismo y el fin de una relación que había sido tan importante a principios del siglo XX.
En Brasil, Roberto Cardoso de Oliveira (1972), quien estudió filosofía marxista en la Universidad de San Pablo en la década de 1950 y también fue inspirado por Balandier, propuso el influyente modelo de la “fricción interétnica” para explicar la naturaleza conflictiva y la asimetría del contacto indio-blanco (Ramos, 1990). En Perú, el sociólogo Aníbal Quijano problematizó las nociones evolucionistas de la aculturación, pero consideraba que la sociedad basada en una división tipo casta entre indígenas y no-indígenas se transformaría en un sistema totalmente moderno de clase. Al momento en el que escribía en la década de 1960, pensaba que esta transición todavía estaba incompleta y que en los Andes había emergido una nueva figura: el cholo. Según el autor, los procesos de “cholificación” estaban creando un grupo o cultura intermedia, ni completamente indígena ni completamente mestiza, y cuya posición se podía explicar mejor a través del análisis de clase. El cholo (que, para Quijano, era una figura masculina) podía ser un indígena que había migrado a la ciudad o un campesino sindicalizado, entre otros tipos de personas ubicables a lo largo del espectro indígena y no-indígena. El cholo era el resultado de que las relaciones entre las “culturas indígena y occidental criolla” siempre se basan en la dominación, pero también fue la figura que terminó con la “incomunicación” representada por esa dominación: “Esta incomunicación entre los portadores de ambas culturas excepto para las necesidades de la dominación social, ha sido la base de la existencia de dos naciones formando un mismo cuerpo político, dentro del cual la presencia de una de ellas era forzada. A partir de la emergencia del grupo cholo, esta incomunicación toca a su fin” (Quijano, 1980, p. 113).
Algunas de estas discusiones y tensiones analíticas entraron en crisis durante el primero de tres debates que aquí presento. Se trató de una notable mesa redonda sobre la novela Todas las Sangres de José María Arguedas que se llevó a cabo en el Instituto de Estudios Peruanos en 1965 (Escobar, 1985). Arguedas probablemente sea el antropólogo peruano más importante del siglo XX. Después de que su madre muriera en el parto, fue criado por sirvientes que hablaban en quechua por lo que parece haber sentido siempre que tenía una visión del mundo dual, parte india, parte mestiza, pero no chola en el sentido de Quijano. En una disertación de 1968, dijo “no soy un (indio) aculturado; soy un peruano que orgullosamente, como un demonio feliz, habla en cristiano y en indio, en español y en quechua”. El socialismo fue importante para él, pero lo combinó con una apreciación de lo indígena (en él mismo) que denominó “lo mágico”: “¿Hasta dónde entendí el socialismo? No lo sé bien. Pero no mató en mí lo mágico.”11
Arguedas es demasiado sofisticado como para clasificarlo livianamente ya sea dentro del marxismo o el indigenismo, pero las controversias en torno a su novela ilustran las tensiones entre ambas tradiciones. En la mesa redonda se lo acusó de retratar de forma inexacta la sociedad andina, de modo que su efecto a largo plazo sería negativo. Henri Favre y Aníbal Quijano, entre otros, pensaban que la novela registraba una sociedad caracterizada por un sistema de castas (indígena, criolla, mestiza) por oposición al sistema de clases que ellos consideraban más adecuado. Argumentaron que Arguedas había descrito a los indígenas de forma idealizada, estática, biológica e irracional. Estas acusaciones hirieron profundamente al autor quien, en aquel entonces, parece haberlas sentido tan agudamente como el deterioro de su matrimonio. Tiempo después, en una carta escribió: “Creo que hoy mi vida ha dejado por entero de tener razón de ser. Destrozado mi hogar por la influencia lenta y progresiva de incompatibilidades entre mi esposa y yo; convencido hoy mismo de la inutilidad o impracticabilidad de formar otro hogar con una joven a quien pido perdón; casi demostrado por dos sabios sociólogos y un economista, también hoy, de que mi libro "Todas las sangres" es negativo para el país, no tengo nada que hacer ya en este mundo” (Escobar 1985)12. Dejando de lado sus vulnerabilidades personales, la crítica académica es producto de su tiempo y fue modelada por las condiciones políticas que fueron consecuencia de múltiples levantamientos liderados por activistas marxistas a favor de la reforma agraria en el altiplano. Esa resistencia rural (y generalmente, indígena) contra los efectos del colonialismo interno y la influencia de EE.UU. se tendió a interpretar en términos de lucha de clase, fundamentalmente como movilización campesina (de la Cadena, 2010, 2015).
En los Andes, los antropólogos no marxistas de las décadas de 1960 y 1970 adoptaron un abordaje más estructuralista lévi-straussiano (Degregori, 2000) y convirtieron gradualmente el reclamo político de Arguedas por una “forma de conocimiento alternativo” en la que “lo mágico” se considere al mismo nivel que “la razón” (de la Cadena, 2005, p. 22) en el estudio del pensamiento andino como cosmología estructurada. Antropólogos estadounidenses y europeos como Tom Zuidema, Billie Jean Isbell y Gary Urton, y peruanos como Juan Ossio y Alejandro Ortiz Rescaniere analizaron el pensamiento andino como una cosmovisión particular que consistía en “la división dual del cosmos, la complementariedad de los contrarios (tendencia al equilibrio), la paridad de los mundos humanos, natural y mítico; y la visión cíclica y no evolutiva del tiempo” (Roel Mendizábal, 2000, p. 91). Encontraron evidencia de esta cosmología en el modo en que estaba organizado el parentesco, el trabajo, el intercambio (y la reciprocidad), las fiestas, el espacio geográfico y la música. Para algunos, el principio estructurador de la complementariedad había sobrevivido en los Andes sin cambios desde tiempos prehispánicos.
Para entonces, y a medida que las tradiciones marxistas se fueron diferenciando más de las indigenistas, la tensión que identifiqué entre ambas se había convertido en una tensión más amplia entre la economía política y la cosmología, esta última específicamente en la forma de estructuralismo/culturalismo. La tensión volvió a emerger a principios de la década de 1990 en el segundo debate que presento. Este debate se originó en el ámbito de la antropología peruana estadounidense, cuando Orin Starn (1991) condenó los abordajes culturalistas como una forma de orientalismo que llamó andeanismo. Este autor acusó a los antropólogos de concentrarse tanto en las herencias precolombinas de las culturas indígenas andinas contemporáneas que pasaron por alto las condiciones políticas y económicas que estaban dando lugar a una revolución maoísta moderna bajo el liderazgo de Sendero Luminoso. Como los académicos que lo precedieron, Starn contrastó un estilo de antropología consciente de la situación política y económica contemporánea de la región versus un estilo que romantiza los grupos indígenas como descendientes de la era prehispánica fuera del tiempo moderno. Enrique Mayer (1991) defendió el abordaje culturalista. Problematizó algunas de las descripciones de la antropología andina de Starn, acusándolo de mala interpretación y de citar selectivamente. Y lo que es más importante, sostuvo que era vital estudiar a los pueblos andinos como una cultura contemporánea en un contexto político en el que tanto conservadores como radicales buscaban eliminar culturas y pueblos que consideraban arcaicos (1991, p. 480).
Esta última posición fue sintetizada por la comisión de investigación de los eventos de 1983 en Uchuraccay, una comunidad andina cuyos miembros mataron a siete periodistas posiblemente porque pensaron que eran senderistas. La comisión, liderada por el escritor conservador Mario Vargas Llosa y que incluía a dos antropólogos, investigó brevemente los asesinatos y concluyó que fueron consecuencia de la naturaleza tradicional y primitiva de la comunidad aislada de la cultura “peruana oficial” (Mayer, 1991). Mayer señala que los intelectuales, tanto maoístas como metropolitanos como Vargas Llosa, distinguieron entre “moderno”/“oficial” e indígena/Perú “profundo”.13 Ningún grupo escuchó a los pueblos indígenas y ambos consideraron que la integración era tanto inevitable como realizable únicamente a través de la coerción. En respuesta a esto, Mayer escribe: “para aquellos trabajadores de campo de mi generación, buscar, demostrar con datos etnográficos y describir una cultura “viviente” en vez de “supervivencias” muertas parecía una tarea valiosa… como para contrapesar la identidad nacional peruana dominante” (1991, p. 480).
Carlos Iván Degregori (2000) sostuvo que Uchuraccay representó el quiebre del economismo marxista y el estructuralismo esencialista en la antropología: del primero porque para la sociedad metropolitana se tornó evidente que los campesinos no tenían tiempo para Sendero y su interpretación del campesinado peruano sobre la base del análisis de clase, y del último debido al racismo del informe y las posteriores discusiones periodísticas. El caso de la comisión de Uchuraccay y el debate entre Starn y Mayer ilustran la complejidad de los desafíos políticos asociados al énfasis en la alteridad. Este debate con todas sus complejidades políticas y ramificaciones coloniales no ha desaparecido. Tal como lo ilustran las citas de Bolsonaro al comienzo de este artículo, la “modernidad” de los indígenas continúa siendo un problema político que genera polémicas en toda la región.
En Brasil, las diferencias entre las tradiciones de la economía política y la cosmología tuvieron una configuración distinta. En la década de 1950, Darcy Ribeiro contrató a Roberto Cardoso de Oliveira para que enseñara antropología en el Museu do Índio. La formación marxista y su simpatía por la antropología social británica no cuadró bien con el evolucionismo cultural de Ribeiro, y Cardoso de Oliveira se trasladó al Museu Nacional de Río de Janeiro donde en 1968 fundó el programa de graduados en antropología social. Durante la década de 1960, el Museu Nacional hospedó a David Maybury-Lewis quien había conocido el trabajo de Lévi-Strauss a través de su director en Oxford, Rodney Needham. Si bien hacia 1970 Maybury-Lewis se había tornado crítico del estructuralismo lévi-straussiano, su liderazgo en el proyecto de Harvard-Brasil Central significó que en la década de 1970 en el Museu Nacional se desarrollaran dos linajes con las consecuentes diferencias de abordaje para estudiar los pueblos originarios amazónicos. Por un lado, se consolidó la perspectiva de Cardoso de Oliveira que influyó a João Pacheco de Oliveira y, por el otro, el estructuralismo lévi-straussiano cuyos principales representantes en esa época eran Anthony Seeger, Roberto da Matta (quien había sido dirigido por Maybury-Lewis) y su alumno, Eduardo Viveiros de Castro, entusiasta estudioso de Lévi-Strauss. Desde mediados de la década de 1970 hasta mediados de la década de 1990, la primera tradición tuvo mayor compromiso político y fue más de izquierda, mientras que la segunda se asoció con un abordaje antropológico más “clásico”. Sin embargo, hacia el año 2000, y con la incorporación de las ideas sobre el animismo y el perspectivismo en la etnografía estructuralista, el abordaje antes considerado clásico se convirtió en vanguardia.14
A los fines de mi argumento, caracterizo el trabajo de Cardoso de Oliveira como un abordaje desde la economía política y lo contrasto con la perspectiva cosmológica de la tradición estructuralista. En la década de 1990, esta distinción cristalizó en el tercer debate que presento acá, en este caso, entre Eduardo Viveiros de Castro y João Pacheco de Oliveira. Pacheco de Oliveira (1998) se apoyó en una caracterización consagrada de la etnografía brasilera que distinguía entre una tradición nacional que analizaba el contacto interétnico o “fricción” en términos de Cardoso de Oliveira (1972) en contraste con una tradición foránea que se concentraba en la cultura y en la organización social de los pueblos originarios (Ramos, 1990). Tomando el ejemplo de los agricultores del noreste de Brasil que cada vez con mayor frecuencia se definían como grupos étnicos, Pacheco de Oliveira sugirió que esta división académica implicaba que los etnógrafos no consideraran que este tipo de grupo era lo suficientemente indígena como para estudiarlos. Sostuvo que era necesaria una “antropología histórica” que tuviera en cuenta los procesos del Estado a diferencia del abordaje del “astrónomo” lévi-straussiano que únicamente encontraba indigeneidad en las comunidades que demostraran una continuidad cultural con las tradiciones precolombinas. Esta crítica no dista mucho de la denuncia de andeanismo que Orin Starn había hecho a los culturalistas estadounidenses en la década de 1970.
Viveiros de Castro (1999) respondió que la etnología del contacto interétnico de Pacheco de Oliveira era, en realidad, una versión del indigenismo del siglo XX porque su foco en la relación entre los pueblos originarios y el estado se consideraba únicamente desde la perspectiva del Estado Nación. Sostuvo que la antropología debía exigir a los etnólogos que partieran de la perspectiva de los pueblos originarios y no de la del estado nacional. De hecho, Pacheco de Oliveira siempre fue muy crítico del indigenismo estatal oficial, pero Viveiros de Castro sugirió que era el indigenismo de la escuela del contacto lo que había llevado a la caracterización errónea de las sociedades indígenas como sociedades campesinas en camino a la proletarianización. Por el contrario, defendió enfáticamente la tradición estructuralista, negando que fuera foránea dado que Lévi-Strauss la había desarrollado a partir de sus estudios sobre el pensamiento amerindio amazónico. Su crítica modifica la dicotomía que yo identifiqué (al colocar al indigenismo y a la economía política del mismo lado de la grieta conceptual). No obstante, muestra la persistencia y la importancia política de distinguir entre la economía política y el estructuralismo en aquel momento.
Multiculturalismo neoliberal, indigenismo y antropología
El debate entre Pacheco de Oliveira y Viveiros de Castro se dio en el contexto del multiculturalismo constitucional brasilero de la década de 1990 que a su vez estaba relacionado con un “multiculturalismo neoliberal” de la política hegemónica en todo el continente (Hale, 2005). Una figura clave del multiculturalismo cultural fue, y sigue siendo, el “indio permitido”. Originalmente acuñado por Silvia Rivera Cusicanqui, este término se emplea para describir al sujeto indígena autorizado por los grupos dominantes (Hale y Millaman, 2005). Este sujeto puede tener agencia política, pero fundamentalmente en espacios culturales limitados que no desafían los aspectos centrales de gobernancia económica del proyecto neoliberal. El multiculturalismo neoliberal caracterizó gran parte de las respuestas estatales al creciente activismo por los derechos indígenas en toda la región en las décadas de 1980 y 1990. Por supuesto, este activismo tenía una historia más larga relacionada con las luchas anticoloniales del siglo XVII o incluso previas. Sin embargo, tras la caída del Muro de Berlín y el colapso de la izquierda tradicional en América Latina, en la política regional emergió un lenguaje distintivo sobre los derechos y la cultura. Este fenómeno se vinculó con la generalización de los debates globales sobre los derechos humanos. Así es como, por un lado, los derechos de los indígenas adquirieron una importancia indiscutible en las políticas nacionales e internacionales, pero por el otro lado, a menudo la “cultura indígena” fue apropiada por diferentes agencias gubernamentales que en la práctica simplemente repetían antiguas formas de dominación (Hale y Millaman, 2005, p. 285). El multiculturalismo oficial representó un giro en las políticas de Estado del etnocidio a procesos menos obvios y más largos de “etnofagia” (Patzi, 1999), convirtiéndose en un “mecanismo encubridor” de nuevas formas de colonialismo (Rivera Cusicanqui, 2010, p. 60).
Actualmente, el debate entre las perspectivas de la economía política y de la cosmología continua en la antropología, pero no se trata de un debate únicamente académico, sino que remite a profundas cuestiones políticas asociadas con los derechos al territorio y al autogobierno de los indígenas. En Brasil, para los teóricos del contacto de la década de 1990 y sus sucesores, el estudio estructuralista de los pueblos amazónicos adopta una perspectiva tan interna a esas sociedades que ignora la situación del “contacto interétnico”, lo que estos autores consideran esencialmente como dominación estructural (es decir, colonialismo interno). Esta mirada desemboca en la acusación de que los estructuralistas evitan y, por eso niegan, la historia y la política, al igual que los andeanistas cuestionados por Orin Starn. Por supuesto que muchos antropólogos negarían esta acusación y Viveiros de Castro (1999) contratacó sosteniendo que, por lo menos en Brasil, el activismo resultante de la crítica al colonialismo interno casi siempre termina colaborando con el Estado, como sucediera con el indigenismo mexicano de Manuel Gamio de principios del siglo XX. Los teóricos del contacto interétnico se convierten en participantes del multiculturalismo “de arriba hacia abajo” (comillas de la traductora) de las agencias gubernamentales y de sus ONG. Por el contrario, argumentó el autor, los antropólogos deberían concentrarse en la política de la antropología, manteniéndola conceptualmente separada del activismo político en sí que es un dominio diferente y en el que los antropólogos también podrían actuar, pero de forma independiente de su actividad académica (véase también Viveiros de Castro, 2013). Esta postura ha sido trasladada a los debates contemporáneos sobre la política de las antropologías del giro ontológico.
Hoy en día, la relación entre activismo y antropología es absolutamente central para la antropología latinoamericana, pero la cuestión no se puede separar de la historia incómoda de la disciplina que surge directamente del “problema” sobre el modo en el que los Estados Nación criollos y mestizos deben interrelacionarse con sus Otros internos, los pueblos originarios.15 Myriam Jimeno (2004) sugiere que la “vocación crítica” de la antropología latinoamericana se origina en la “co-ciudadanía” o la “vecindad sociopolítica” entre los antropólogos y sus sujetos de estudio. En toda la región, es cada vez más frecuente que los antropólogos desarrollen su trabajo académico en un registro militante junto con los movimientos indígenas y de trabajadores: por ejemplo, el trabajo de Aida Hernández con las mujeres indígenas del sur de México; el grupo de investigadores Otros Saberes; los miembros del Taller de Historia Oral Andina (THOA) en Bolivia; o los ejemplos menos conocidos en el Atlántico Norte como los trabajos de Virginia Manzano con la Federación Tupac Amaru en Jujuy, Argentina, y de María Inés Fernández Álvarez y su equipo con la UTEP, entre muchos otros (Hernández Castillo, 2016; Hale y Stephen, 2014; Manzano, 2015; Rivera Cusicanqui y el equipo de THOA, 1992; Fernández Álvarez, 2015). Para muchos, esta característica simplemente es inherente al esfuerzo antropológico latinoamericano (Halle, 2006). Hace casi 30 años, Alcida Ramos sugirió que la única opción de los académicos era comprometerse políticamente: “El adagio de las Panteras Negras de los años 60 en Estados Unidos ahora se puede aplicar a muchos casos del Brasil indígena: o eres parte de la solución, o eres parte del problema” (Ramos, 1990, p. 454). Actualmente los antropólogos no pueden evitar preguntarse si son parte de la solución o parte del problema, por mucho que deseen hacerlo.
El reciente giro ontológico en la antropología latinoamericana emergió no solo de la tensión intelectual entre la economía política y la cosmología antes delineada, sino también como resultado de la economía política en la región (Ruiz Serna y Del Cairo, 2016). Las condiciones políticas y económicas han sido propicias para el surgimiento de lenguajes ontológicos de la política. Postular mundos alternativos puede constituir una crítica radical a la política tradicional, y el exotismo puede ser una estrategia política efectiva. Una clave de este proceso es el papel de los lenguajes ontológicos en la política contemporánea del Antropoceno que aborda las consecuencias políticas de las relaciones humano-no humano (Kohn, 2015). Por ejemplo, la activista y abogada Nélida Ajay Chilón describe la Pachamama como un ser vivo, nuestra madre que sufre cuando las compañías mineras destruyen los lagos (en los Andes peruanos). En la película “Hija de la laguna” explica que el agua de los lagos es la madre (mama yaku) y la sangre de la tierra, y cuenta la historia de cómo cuando ella era joven enfermó de susto porque no le llevó una pequeña ofrenda al agua y por eso le tomó temporariamente el ánimo.16 De forma similar, Davi Kopenawa describe una selva viva y animada que “siente dolor igual que los seres humanos. Sus altos árboles se quejan cuando caen y ella grita de dolor cuando la queman” (Kopenawa y Albert, 2013, p. 382).
Posiblemente, la crítica a las nociones “occidentales” sobre la Naturaleza como un ambiente objetivado “allí afuera” y disponible para que el ser humano lo manipule es la afirmación menos polémica del giro ontológico, tanto en Latinoamérica como en el Atlántico Norte. Como resume Descola, “ciertos pueblos [originarios] […] no se consideran colectivos sociales que manejan sus interacciones con el ecosistema, sino simples componentes de un todo más vasto dentro del que no hay una diferenciación real entre humanos y no humanos” (2014, pp. 16-17). La iniciativa Kawsak de los Sarayaku Kichwa en Pastaza, Ecuador, es un ejemplo de una expresión política contemporánea de esta filosofía. La comunidad busca el reconocimiento legal de una nueva categoría de territorio protegido, la Selva Viviente. La declaración de junio de 2018 establece que “KAWSAK SACHA [Selva Viviente] es un ser vivo, con conciencia, constituido por todos los seres de la selva, desde el más infinitesimal al más grande y supremo. Incluye seres de los mundos animal, vegetal, mineral, espiritual y cósmico en intercomunicación con los seres humanos”.17
Reconocer explícitamente la “naturaleza” como una relación compleja entre humanos y no humanos posibilita a los académicos y a los activistas hacer hincapié en la política rapaz del extractivismo capitalista que en este momento atraviesa la región y en la particular versión occidental de naturaleza con la que se asocia.18 Mientras que bajo la voracidad del colonialismo y de las repúblicas se arrasó y aterrorizó a los pueblos originarios por su tierra o por la demanda de su fuerza de trabajo, hoy gran parte de los recursos más deseados se encuentran en el subsuelo y la urgencia de exterminar a aquellos que viven allí no se admite tan abiertamente. Entre tanto, la madera continúa siendo un commodity valioso, selvas y bosques son talados para cultivar soja o eliminados por los incendios, y las epidemias asolan nuevamente la región. Todavía estamos siendo testigo de los efectos de la nueva campaña de desertificación que impulsó el boom de los commodities de los 2000 y que deja a las comunidades, su aire, sus vías fluviales y su territorio como daño colateral en la guerra por acumular ganancias. Es contra este campaña que los pueblos originarios de toda la región reivindican sus derechos territoriales.
Los abordajes ontológicos pueden ayudar a comprender las consecuencias del extractivismo, especialmente cuando se moviliza la alteridad (ontológica) como estrategia de resistencia a la desposesión. El trabajo antropológico nos muestra que, frente a la embestida, los grupos locales se expresan en múltiples lenguajes de oposición, algunos de ellos ontológicos (Rivera Andía, 2019). Por ejemplo, Marisol de la Cadena (2015) relata que Marino y Nazario Turpo vivían en Pacchanta en los Andes peruanos junto con Ausangate, una montaña (en “nuestro” mundo) y que se movilizaron políticamente en nombre de su ayllu, la comunidad que incluye tanto a las personas (runakuna) como a los seres emparentados con la tierra (tirkuna). En un momento, Nazario explica que su pueblo se opone a un proyecto de minería a cielo abierto porque destruirá a Ausangate quien se enojará. Eventualmente, Nazario y su comunidad fueron aconsejados que expresen su oposición al proyecto a través de un discurso más “convencional” sobre la sustentabilidad ambiental, pero de todos modos en diferentes puntos del proceso llevan a los seres de la tierra a la política convencional de un modo que, para de la Cadena (2010), muestra mundos diferentes y constituye una cosmopolítica alternativa.
Sin embargo, cabe destacar que el argumento ontológico contra la explotación minera no es el único lenguaje político factible. Sostener un argumento anticapitalista contra la explotación de la montaña sin invocar a los seres de la tierra es posible y se lo hace muchas veces (de la Cadena, 2010; Li y Paredes Penafiel, 2019). No obstante, las estrategias políticas descritas por de la Cadena son un ejemplo de cómo se podría incorporar la cosmopolítica a los debates políticos contemporáneos a través del reconocimiento de múltiples mundos.
Tal vez como consecuencia de la relación entre el perspectivismo y el giro ontológico, la tesis de los múltiples mundos sigue siendo un aspecto controvertido de la teoría ontológica. Como señalaran Bessire y Bond (2014), el problema surge cuando esta discusión se desvirtúa centrándose fundamentalmente en el método antropológico, incluso en ocasiones reduciéndose al mandato de “tomar en serio a los nativos” (ver también Cepek, 2016) y a aceptar que, si lo hacemos, entonces el trabajo etnográfico desafía “nuestros” conceptos y requiere nuevas formas de conceptualización. Para Holbraad y Pedersen (2017), estas desviaciones resienten el potencial radical de la antropología y la posibilidad de imaginar futuros alternativos. Los autores argumentan que la antropología no puede actuar en este mundo, “no puede, por ejemplo, hacer retroceder las fuerzas del colonialismo y del postcolonialismo; indudablemente eso demanda activismo político (y ciertamente acción) de un orden de fuerza y escala totalmente distinto. Sin embargo, lo que sí puede hacer es operar en esa dirección en su propio ámbito inmediato, es decir, en la misma economía de la investigación antropológica” (Holbraad y Pedersen, 2017, p. 196). El problema surge cuando en las teorías antropológicas (fundamentalmente) europeas nos alejamos de una consideración de la economía política en un sentido materialista y nos acercamos a “la economía de la investigación antropológica” en sí. A esta altura debe ser evidente por qué las tradiciones de la antropología latinoamericana arriba delineadas, combinadas con la situación del capitalismo extractivista contemporáneo, hacen de este cambio discursivo un impulso de despolitización. La cuestión no es la presencia o la ausencia de activismo político, sino el hecho de excluirlo o no de la escritura etnográfica. Tal como lo muestra el trabajo de Alcida Ramos de hace 30 años, se trata de un tema ya señalado hace tiempo (Ramos, 1990).
El desafío para la teoría de los múltiples mundos cuando se la lleva a cabo en este mundo compartido es que, independientemente de la pregunta de si analizamos la política material o los métodos etnográficos, los lenguajes ontológicos podrían restringir el alcance del compromiso político. En algunas circunstancias, las invocaciones a múltiples mundos o a seres de la tierra sostienen la promesa de conceptualizar relaciones alternativas con la tierra y sus habitantes, humanos y no humanos, y por lo tanto habilitan una crítica ambientalista radical (Ødegaard y Rivera Andía, 2019; de la Cadena, 2015; Salas Carreño, 2017). Queda menos claro por qué funcionarían mejor que los lenguajes de la economía política para nutrir la resistencia contra fuerzas como la deforestación masiva y la degradación ambiental causada por el cultivo de soja para el mercado chino, o la violencia diferencial de la pandemia por COVID-19. Hasta ahora, incluso en su forma más politizada, la antropología del giro ontológico y la cosmopolítica ha tenido un rol menos protagónico en otras cuestiones políticas igualmente importantes para los pueblos originarios. Con esto me refiero a los efectos del capitalismo racial más allá de las relaciones humanos-naturaleza, cuestiones tales como las relaciones laborales de explotación y las desigualdades de poder y de género, incluso dentro de las propias comunidades. Prominentes intelectuales indígenas como Davi Kopenawa no evitan estos temas, tal como lo demuestra la cita al comienzo de este artículo.
Es más, el problema es que la política intelectual de la teorización sobre mundos alternativos no ayuda a abordar el problema analítico y político de larga data de exotizar al Otro, una cuestión profundamente infundida por el racismo y el colonialismo interno. Como mostré en la historia política-intelectual presentada en este ensayo, ésta ha sido una cuestión central del modo en el que españoles y portugueses caracterizaron a los pueblos originarios durante la conquista y la colonización, y del modo en el que los constructores de las naciones criollas celebraron al “indio histórico” del registro arqueológico después de la independencia. Las ideas de la alteridad racial fueron reforzadas por teorías históricas y sociales y empleadas para justificar relaciones de explotación, dominación y desposesión desde hace ya más de 500 años. También han sido un problema para la antropología en la región y de la región desde los comienzos de la disciplina. La tensión entre los abordajes que denominé, por un lado, cosmológico (ya sea indigenista, culturalista o estructuralista) y, por el otro, economía política (fundamentalmente marxista) es entonces un debate que emerge de la pregunta por cómo las culturas blanca o criolla pueden reconocer la alteridad indígena sin asimilarla o exotizarla en un contexto histórico en el que la alternativa a cualquiera de estas opciones para los pueblos originarios es el exterminio.
La defensa de los indígenas ha consistido en negociar una cuidadosa línea entre la celebración de la alteridad, por un lado, y el exotismo por el otro, y en ocasiones esa dinámica ha tenido consecuencias muy significativas. Para tomar un ejemplo andino, a principios de este siglo la retórica pública de uno de los movimientos aymara más importantes de fines del XX, el katarismo en Bolivia, se apoyó en una definición de indigenidad abrumadoramente rural. A pesar de que muchos de sus líderes eran voceros aymara urbanos educados, retóricamente el movimiento apelaba a los pueblos originarios básicamente como nobles campesinos con una lógica social, política y económica alternativa basada en el ayllu o en sindicatos campesinos (ver, por ejemplo, Untoja, 2000; Quispe, 2001). Los migrantes rurales-urbanos (aquellos a los que Aníbal Quijano analizó como cholos varias décadas antes) eran considerados ya asimilados a la sociedad hispánica, y en el mejor de los casos se los tenía por una suerte de categoría bastarda de aymara que se encontraba por fuera del esquema esencializado de identificación que constituía el marco de la política indígena de ese momento. Rivera Cusicanqui (2010) sostiene que en Bolivia este esquema esencializado del discurso político es consecuencia del multiculturalismo de la década de 1990. La autora dice que “el discurso multicultural escondía también una agenda oculta: negar la etnicidad de poblaciones abigarradas y aculturadas –las zonas de colonización, los centros mineros, las redes comerciales indígenas de mercado interno y de contrabando, las ciudades–” y que, como tal, este discurso forma parte de “la estrategia de desconocer a las poblaciones indígenas en su condición de mayoría, y de negar su potencial vocación hegemónica y capacidad de efecto estatal” (Rivera Cusicanqui, 2010, p. 60). Las poblaciones abigarradas a las que se refiere la investigadora no son híbridas en el sentido de García Canclini porque esa idea connota infertilidad, sino “ch’ixi”. Ch’ixi es una combinación de elementos aymara y europeos, como el gris que se forma a partir de hebras negras y blancas en los textiles que se fusionan sin mezclarse. Ch’ixi “plantea la coexistencia en paralelo de múltiples diferencias culturales que no se funden, sino que antagonizan o se complementan. Cada una se reproduce a sí misma desde la profundidad del pasado y se relaciona con las otras de forma contenciosa” (Rivera Cusicanqui, 2010, p. 70).
A principios de los 2000, al katarismo político le resultó complejo apelar a las personas abigarradas que son tanto rurales como urbanas, aculturadas o no, y que se mueven entre los dos espacios con comodidad. Evo Morales, por otro lado, no tuvo este inconveniente y se dirigió precisamente a ese grupo con una combinación creativa de política indígena, populismo y anti-imperialismo yanqui. En la medida que los pueblos originarios urbanos se convirtieron en su principal electorado, una vez presidente en 2006 pudo dejar de lado las preocupaciones de las comunidades indígenas rurales, principalmente las de las tierras bajas, que fueron afectadas por la promoción del extractivismo económico y el desarrollismo estatal de su gobierno. Morales incluso movilizó nociones exotistas de la alteridad indígena para anular las objeciones de las comunidades de las tierras bajas a las actividades extractivistas (Postero, 2017). ¿Qué tipo de estrategia analítica y política se podría emplear en una situación de este tipo? Uno de los problemas de los lenguajes ontológicos en este contexto es que enfrentan diferentes indigenidades porque las poblaciones urbanas que apoyaron a Evo son tan indígenas como las de las tierras bajas que se opusieron a su desarrollismo. Los análisis ontológicos tampoco ayudan a explicar las alianzas entre comunidades indígenas y las elites mestizas que cuestionaron el compromiso de Evo con la democracia y que, finalmente, llevaron a su caída en noviembre de 2019. El modelo basado en clases propuesto por la tradición de la economía política tampoco provee explicaciones para estas cuestiones. Y ninguno de estos dos abordajes explica el resurgimiento de su movimiento político un año después, mucho menos de los eventos de junio de 2024.
En Brasil, en palabras que resuenan a las distinciones entre el Perú oficial y el Perú profundo de la década de 1980, Jair Bolsonaro afirmó en 201519 que los indios no deben ser tratados como “animales de zoológico”, con lo que quiso decir que no deben ser tratados como personajes exóticos que no son “seres humanos como nosotros” (de la cita de 2019 que abre este artículo). Estas afirmaciones revelan su deseo de sostener la modernidad de los “indios” y negar su indigeneidad, algo que cuadra cómodamente con una agenda económica particular: en la entrevista de 2015, también dijo “não tem terra indígena onde não têm minerais. Ouro, estanho e magnésio estão nessas terras, especialmente na Amazônia, a área mais rica do mundo. Não entro nessa balela de defender terra pra índio”. Referiendose a las reservas de Mato Grosso, sostiene que “sufocam o agronegocio”.20 Cuando los presidentes de los países siguen viendo a los amerindios como primitivos y como obstáculos para el desarrollo se torna imperativo para los pueblos originarios afirmar su humanidad, su sofisticación cultural y su derecho a gobernar su propio territorio. A esta altura debe ser obvio que la afirmación de una alteridad radical podría ser una respuesta política lógica en este contexto, a pesar de los riesgos del esencialismo estratégico (Ramos, 1998). Pero también debe ser obvio que sería peligroso depender únicamente de esto sin involucrarse por lo menos hasta cierto punto en la economía política de la autonomía indígena y el capitalismo extractivista en la región. Esta combinación ha sido puesta en práctica con facilidad por los activistas indígenas, incluso si algunos todavía no los han oído e insisten en localizarlos en categorías esencializadas.
El líder e intelectual indígena Ailton Krenak dice: “El movimiento indígena nació con esa conciencia de hijos de la madre tierra, y con una capacidad de crítica política activa” (de Souza e Silva, 2018; énfasis propio). Aquí encontramos indicios de cómo los activistas y los académicos podrían llevar adelante una agenda anticapitalista para la justicia social y económica que evite los errores tanto de las teorías (potencialmente) esencializadoras de los múltiples mundos y las teorías simplistas de la modernización.
En este ensayo demostré que la tensión entre las dos tradiciones analíticas de la economía política y la cosmología ha recorrido la antropología latinoamericana desde su concepción como disciplina e incluso antes. Es poco probable que esta tensión se resuelva en un futuro cercano, pero existen varias estrategias posibles. Primero, podemos reconocer la dialéctica sin intentar alcanzar una síntesis entre los dos polos. Por el contrario, el desafío será mantener ambos polos en tensión. Segundo, debemos poner en un diálogo más explícito la antropología del giro ontológico con las tradiciones antropológicas y de pensamiento social latinoamericanos involucradas más directamente con la política, especialmente los trabajos sobre multiculturalismo, política indígena y descolonización (por ejemplo, Hernández Castillo, 2016; Jimeno, 2004; Ramos, 1990; Rivera Cusicanqui, 2015). Tercero, podemos seguir el ejemplo de aquellos que elaboraron lenguajes teóricos menos totalizadores que no buscan ni la asimilación total (es decir, la similaridad), ni la alteridad completa, sino que son más ch’ixi en el sentido de Rivera Cusicanqui (2010, 2015). Este esfuerzo puede privilegiar las antropologías de la contingencia, la mezcla y el cambio y la ocupación simultánea de diferentes posiciones y perspectivas, sin dejar de atender a las diferencias de jerarquía y las inequidades. Krenak (2021, p. 21) señala que el libro de Davi Kopenawa con Bruce Albert “tiene la potencia de mostrarnos, a nosotros que estamos en esta especie de fin de los mundos, cómo es posible que un conjunto de culturas y de pueblos aún sea capaz de habitar una cosmovisión, habitar un lugar en este planeta que compartimos de una manera tan especial, en la que todo cobra sentido.” Probablemente este sea un objetivo modesto, aunque importante, al que los antropólogos pueden aspirar: una mejor comprensión de este planeta o mundo que compartimos y nuestro habitar en algún lugar dentro de él.
Mi agradecimiento a Natalia Buitron Arias, Gwen Burnyeat, Chloe Nahum Claudel, Paulo Drinot, Marta Magalhães Wallace, Gabriela Ramos y Pete Wade por las sugerencias de sus lecturas y otros consejos; a Laurie Denyer-Willis los tips de traducción del portugués al inglés; a Gabriela Chiocca, Julieta Gaztañaga y Dolores Señorans por la traducción al español; y también al curso de Eduardo Restrepo y WAN disponible en http://www.ram-wan.net/eduardo-restrepo/2016/07/14/
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1. Agradecemos a Anthropological Theory la autorización para traducir este artículo. Anthropological Theory 2022, Vol. 22(2) 131–153 © The Author(s) 2021 Traducción realizada por Gabriela Chiocca.
2. Sian Lazar es profesora de Antropología social en la Universidad de Cambridge y autora de El Alto, ciudad rebelde, Plural Ediciones (2013), Cómo se construye un sindicalista. Vida cotidiana, militancia y afectos en el mundo sindical (siglo xxi, 2019), y How We Struggle. A Political Anthropology of Labour (Pluto, 2023).
3. Antonio Marques y Leonardo Rocha ‘Bolsonaro diz que OAB só defende bandido e reserva indígena é um crime’ Campo Grande News, 22 de abril de 2015. https://www.campograndenews. com.br/politica/bolsonaro-diz-que-oab-so-defende-bandido-e-reserva-indigena-e-um-crime. Citas reunidas por Survival International, ‘What Brazil’s President, Jair Bolsonaro, has said about Brazil’s Indigenous Peoples’, https://www.survivalinternational.org/articles/3540- Bolsonaro. Recuperado el 29 de mayo de 2019.
4. Los indios no hablan nuestro idioma, no tienen dinero, no tienen cultura. Son pueblos nativos. ¿Cómo lograron tener el 13% del territorio nacional?... [Las reservas de indígenas] son un obstáculo para el agronegocio. En Brasil, uno no puede reducir el territorio indígena ni un metro cuadrado. (Jair Bolsonaro, abril de 2015)
5. Tom Philips ‘Evo Morales attacks ‘white supremacist ideology’ in clash with Bolsonaro ally’. The Guardian, 7 de enero de 2019. https://www.theguardian.com/world/2019/jan/07/bolivia-president-evo-morales-bolsonaro-ally-brazil . Recuperado el 29 de julio de 2024.
6. El napë no piensa eso, el napë capitalista - lo llamo capitalista, lo llamo hombre moderno, el que lleva ropa, el cuello atado, parece bosta. Este hombre moderno piensa que tiene razón, piensa que es rico, pero se está destruyendo a sí mismo. No trabaja solo. Hace que los pobres trabajen para él. Los pobres, como dicen ustedes, trabajan para hacer rico a otro. Él les ordena trabajar: ‘oye, pobre hombre, anda y busca mis cosas, corta mi bosque, corta millones de piezas de madera para mí. Yo la llevaré y negociaré con países que no la poseen.’ Eso es lo que yo llamo trabajo sucio. Trabajo sucio. Pensamiento sucio.
7. Empleo la palabra “indio” para referirme a los pueblos originarios cuando aparecen así mencionados.
8. Por ejemplo, véase Raoni Metuktire ‘We, the peoples of the Amazon, are full of fear. Soon you will be too’. The Guardian, 2 de septiembre de 2019. https://www.theguardian.com/commentisfree/ 2019/sep/02/amazon-destruction-earth-brazilian-kayapo-people. Recuperado el 30 de octubre de 2019.
9. Empleamos el término “cosmopolítica” de acuerdo con el filósofo belga Stengers (2005).
10. https://www.ingenieria.unam.mx/dcsyhfi/material_didactico/Literatura_Hispanoamericana_Contemporanea/Autores_V/VASCONCELOS/RA.pdf
11. Discurso al recibir el premio Inca Garcilaso de la Vega, 1968. Disponible en https://www. servindi.org/actualidad/3252.
12. Cuatro años después, en 1969, Arguedas se suicidó.
13. La famosa distinción fue formulada originalmente por Jorge Basadre. Mayer señala que Vargas Llosa cayó en el error común de igualar “profundo” con indígena, lo que no es el caso en la discusión original de Basadre.
14. Aquí y en todo lo demás estoy muy en deuda con Luiz Fernando Dias Duarte, quien como lector anónimo de esta publicación aportó una revisión inmensamente generosa al incorporar una genealogía de la antropología en Brasil. Empleo algunas de sus frases en este párrafo y deseo citarle aquí y expresarle mi gratitud.
15. Por supuesto que este problema no es un problema exclusivo de la antropología latinoamericana.
16. Película: La Hija de la Laguna, 2015. Dir. Ernesto Cabellos; veáse también el debate sobre la película y sobre las entrevistas a Nélida Ayay Chilón en Li y Paredes (2019).
17. Véase https://kawsaksacha.org/. La iniciativa también ha sido parcialmente elaborado en diálogo con el antropólogo Eduardo Kohn, tal como lo describe en https://culanth.org/fieldsights/. ecopolitics. Ambos recuperados el 29 de noviembre de 2019.
18. A nivel analítico es importante especificar qué tipo de noción “occidental” de Naturaleza invocan los antropólogos, del mismo modo que hacemos con la noción “nativa” de Naturaleza. Es posible que muchas personas “occidentales” reconozcan en sí mismos algunos de los aspectos del conocimiento “nativo” sobre los no humanos descritos por los antropólogos.
19. Ver citas de 2015 en referencia 1.
20. No hay territorio indígena en el que no haya minerales. En esas tierras hay oro, aluminio y magnesio, especialmente en la Amazonía, la zona más rica del mundo. No me voy a meter en esta tontería de defender la tierra para los indios.