Conociendo desde dentro: reconfigurando las relaciones entre la antropología y la etnografía11. Conferencia pr (…)

por Tim Ingold22. University of (…)

Traducción: Stefanía Murall

Revisión: Axel Lazzari

Soy antropólogo. Y para mí, la antropología es una indagación generosa, abierta, comparativa y no obstante crítica de las condiciones y los potenciales de la vida humana en el mundo único que todos habitamos. Es generosa, porque se funda en la voluntad tanto de escuchar como de responder a lo que otros tienen para decirnos. Es abierta, porque su meta no es llegar a soluciones finales que llevarían la vida social a una clausura, sino revelar los caminos a través de los cuales esta puede seguir andando. Por lo tanto, el holismo al que aspira la antropología es exactamente lo opuesto de la totalización; lejos de juntar las partes en un todo unificado, en lo que todo queda “fusionado”, busca mostrar cómo en cada momento de la vida social se despliega toda una historia de relaciones de la cual esta es el resultado transitorio. La antropología es comparativa, porque reconoce que ninguna forma de ser es la única posible, y que para cada camino que encontramos o que decidimos tomar, podrían tomarse vías alternativas que llevarían a direcciones diferentes. De esta forma, incluso en la medida en que seguimos un camino particular, siempre ronda en nuestra mente la pregunta: “¿por qué esta ruta en vez de aquella otra?”. La antropología es crítica, porque no podemos estar satisfechos con las cosas tal como son.

Es un consenso general que las organizaciones de producción, distribución, gobierno y conocimiento que han dominado la era moderna han llevado al mundo al borde de la catástrofe. En la búsqueda de modos para salir adelante necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir. Pero nadie –ningún grupo indígena, ninguna ciencia especializada, doctrina o filosofía– tiene la clave para el futuro, si es que existe. Tenemos que hacer el futuro por nosotros mismos, pero eso solo puede hacerse mediante el diálogo. El rol de la antropología es expandir el espectro de este dialogo: hacer de la propia vida humana una conversación. Sin embargo, desde hace ya varios años, algo ha estado tensionando mis anclajes disciplinarios. Tengo la impresión insistente de que la gente que realmente está haciendo antropología, hoy en día, son los artistas. Los antropólogos en su mayoría se han conformado con otra cosa: lo que llaman etnografía. Ciertamente, la mayor parte de mis colegas antropólogos usan las palabras “antropología” y “etnografía” de un modo más o menos intercambiable, como si quisieran decir lo mismo. Pero yo sostengo que no es así, y para mostrar en qué modos el arte y la antropología pueden trabajar juntos, y en qué otros no pueden hacerlo, es importante especificar esta diferencia.

Tal vez podría empezar con mi propia experiencia, como un novato que se embarcaba en su primer episodio de investigación de campo, en la Laponia finlandesa, hace ya más de 40 años. A menudo, en el curso de este trabajo, cuando quedaba trabado acerca de cómo proceder con alguna tarea práctica, le pedía consejos a mis compañeros. “¡Descúbrelo tú mismo!”, me decían siempre. Al principio pensé que estaban siendo poco colaboradores o que no deseaban divulgar lo que sabían, pero luego de un tiempo me di cuenta que, por el contrario, me querían hacer entender que la única manera en que uno realmente puede conocer las cosas –esto es, desde el mismo interior del ser de cada uno– es a través de un proceso de autodescubrimiento. Para conocer las cosas, uno tiene que crecer dentro de ellas y dejarlas madurar en uno, de modo que se vuelvan parte de quien uno es. Si mis compañeros hubieran ofrecido una instrucción formal explicándome qué hacer, habría tenido solo una ficción de saber, como lo habría descubierto al momento en que tratara de hacer lo que me habían dicho. La mera provisión de información no garantiza el conocimiento y menos aún la comprensión. Las cosas –como dice la sabiduría popular– son más fáciles de decir que de hacer.

En resumen, aprendemos prestando atención a lo que el mundo tiene para decirnos. Mis compañeros no me informaron qué hay, ahorrándome así el problema de tener que indagar por mí mismo. Más bien, me dijeron cómo acaso podría descubrir. Nuestra tarea, en una situación como la que yo me encontré, es la de aprender a aprender. Gregory Bateson –antropólogo, cibernetista y disidente intelectual generalizado– lo llamó “deutero-aprendizaje”. Este tipo de aprendizaje significa sacudirse, en vez de aplicar, las preconcepciones que de otro modo podrían dar una forma prematura a nuestras observaciones. Este aprendizaje convierte cada certidumbre en una pregunta cuya respuesta se puede encontrar atendiendo a lo que está ante nosotros en el mundo, en lugar de buscarla tras un libro. Por lo tanto, el camino del descubrimiento está más en un sentir proyectivo que en mirar hacia atrás, en la anticipación más que en la retrospección.

Al seguir este camino, el propio mundo se vuelve un lugar de estudio, una universidad que incluye no solo a académicos profesionales y estudiantes disciplinados en sus departamentos académicos, sino gente proveniente de todas partes, junto con todas las otras criaturas con quienes –o para quienes– compartimos nuestras vidas y los lugares en los que nosotros –y ellos– vivimos. En esta universidad, cualquiera sea nuestra disciplina, aprendemos de aquellos con los –o lo– que estudiamos. El geólogo, por ejemplo, estudia con rocas así como con profesores; aprende de ellas, y ellas le dicen cosas. De forma similar, el botánico estudia con plantas y el ornitólogo con aves. ¿Y los antropólogos? Ellos también estudian con y son instruidos por, y esperan aprender de aquellos entre quienes se quedan, aunque sea por un año o dos. Lo que podríamos llamar “investigación” o incluso “trabajo de campo” es en realidad una prolongada clase magistral en la que el novato gradualmente aprende a ver cosas, a escuchar y a sentirlas también, de la forma en las que sus mentores las saben hacer. Esto es atravesar lo que el psicólogo ecológico James Gibson llama una “educación de la atención”. En antropología lo llamamos “observación participante”.

Este tipo de aprendizaje no sucede instantáneamente. En realidad, es un proceso de toda la vida. Puede que no sea hasta muchos años después que aparezca la conciencia de la influencia que ha tenido en la formación personal e intelectual de cada uno la temprana experiencia de campo, y de cómo esta ha guiado a cada quien a lo largo de ciertos caminos y no de otros. Ciertamente esto es verdad en mi caso. Pero no importa cuánto tiempo lleve, el punto fundamental es que el aprendizaje es transformativo. Da forma a la manera en la que uno piensa y siente, y lo convierte a uno en una persona diferente. Y es justamente en este sentido, que el aprendizaje a través de la observación participante, en mi opinión, difiere de la etnografía. Porque el objetivo de la etnografía no es transformativo sino documental. Ayuda a calificar esta distinción un ejemplo que he inventado para este propósito. Como chelista amateur, yo solía soñar, de manera poco realista por supuesto, que algún día me iría a estudiar con el gran maestro ruso de este instrumento, Mstislav Rostropovich. Yo me sentaría a sus pies, observaría y escucharía, practicaría y sería corregido. Luego de uno o dos años de esto, volvería con una comprensión más rica de las posibilidades y potencialidades del instrumento, de las profundidades y sutilezas de la música, y de mi propia persona. Esto, a su vez, me abriría caminos de descubrimiento musical que podría seguir transitando por muchos años.

Ahora supongamos que, en cambio, habiendo tal vez tomado cursos para una licenciatura en musicología decidiera llevar adelante un estudio de chelistas rusos destacados. La idea sería descubrir qué factores los habían llevado a ellos por este camino en particular, cómo se habían desarrollado sus carreras, cuáles habían sido las principales influencias en sus vidas y en sus modos de tocar y cómo se veían a sí mismos y a su trabajo en el contexto de la sociedad contemporánea. Planearía pasar un tiempo con Rostropovich, usando el chelo como una suerte de boleto para ganar acceso a él y a su círculo, con la esperanza de juntar información relevante para mi estudio, sea a través de conversaciones casuales o a través de entrevistas más formales. Haría lo mismo con una cantidad de otros chelistas de mi lista, aunque no tan famosos. Y volvería con mucho material para trabajar en mi proyecto de tesis: Osos sobre cuerdas: chelistas y ejecución del chelo en la Rusia contemporánea.

No quiero negar que un estudio como este pudiera ser una valiosa contribución a la literatura en musicología. Podría incrementar nuestro conocimiento de un tópico de otro modo poco estudiado. ¡Incluso me podría haber dado un doctorado! Mi punto no es que el primer proyecto sea mejor que el segundo, sino simplemente que son fundamentalmente diferentes. Déjenme destacar tres diferencias que son cruciales para lo que quiero decir, por analogía, sobre la etnografía y la antropología. Primero, en el proyecto uno, estudio con Rostropovich y aprendo de su modo de tocar, mientras que en el proyecto dos, estudio acerca de Rostropovich y aprendo sobre él. En segundo lugar, en el proyecto uno, tomo lo que he aprendido y me muevo hacia adelante, reflexionando durante todo este tiempo, por supuesto, sobre mi experiencia anterior. En el proyecto dos, en contraste, miro hacia atrás sobre la información que ya que recabé para poder dar cuenta de tendencias y patrones. Y en tercer lugar, mi propósito al llevar adelante el proyecto uno es la posibilidad de ser transformado, mientras que mi meta principal en el proyecto dos es documentar lo que he observado. Para decirlo de una manera más bien cruda, estas son también las diferencias entre la antropología y la etnografía. La antropología es estudiar con y aprender de; se despliega hacia adelante en un proceso de vida, y tiene como efecto transformaciones dentro de ese proceso. La etnografía es un estudio de y un aprendizaje sobre, cuyos productos duraderos son informes basados en recuerdos que sirven para un propósito documental.

La distinción, debo enfatizar, es de intención y no entre diferentes categorías de actividad. La tarea de escribir, por ejemplo, es simultáneamente descriptiva y transformativa. Al describir lo que uno ha observado –escribiendo sobre eso–, uno mira hacia atrás, a lo que ya ha sucedido, y lo pone en papel. Sin embargo, el propio acto de escribir es un movimiento en tiempo real, que en la atención y concentración que demanda, transforma al escritor. En términos de sus respectivas orientaciones temporales, la descripción es retrospectiva y la transformación es prospectiva. Sin embargo proceden en tándem. Hay un cierto paralelo, en este sentido, con la práctica del arte. La etnografía escrita es un descendiente directo del tipo de pintura que Svetlana Alpers, en referencia al trabajo de los maestros holandeses en el siglo XVII, llamó “el arte de describir”. Efectivamente, cuando los escritores etnográficos, siguiendo la guía de Clifford Geertz, traducen su oficio como “descripción densa”, esto nos recuerda la densidad y opacidad de la pintura al óleo. En la pintura como en la escritura, si el propósito es describir –documentar una escena o un acontecimiento en palabras o imágenes– entonces sus efectos transformativos en el practicante y en el lector o en el espectador no son sino productos colaterales. Sin embargo, si el propósito es transformar, cualquier semejanza figurativa entre la palabra-pintura o imagen y las cosas o acontecimientos en el mundo no es más que un barniz que esconde su verdadero significado.

Ahora, al proponer esta distinción no pretendo reducir o subestimar la etnografía. Es una empresa legítima y valiosa que sirve a sus propios fines descriptivos. Necesitamos el tipo de documentación que solamente la buena etnografía nos puede dar. Sin ella, nuestro conocimiento de nosotros mismos y de otros estaría enormemente empobrecido. Después de todo, la “descripción de la gente” es lo que la etnografía (etnos = “gente”; grafía = “descripción”) significa literalmente. Si la etnografía en la práctica se ha vuelto algo diferente de la descripción, entonces, ¿con qué nombre deberíamos conocer la tarea de la descripción? Difícilmente se pueda devaluar más enfáticamente esta tarea que dejándola sin nombre y sin reconocimiento. Y eso no es todo, porque, como mostraré en un momento, fundir los objetivos de la documentación y la transformación es dejar a la antropología impotente frente al cumplimiento de su mandato crítico. En este momento, solo quiero insistir que la distinción –en términos de objetivos– entre lo documental y lo transformativo es absolutamente no congruente con aquella distinción entre trabajo empírico y teórico.

Es casi una obviedad decir que no puede haber descripción o documentación que sea inocente de teoría. Pero de igual modo, ninguna transformación genuina en los modos de pensar y de sentir es posible si no está fundada en una observación cercana y atenta. Efectivamente todo mi argumento está en contra de la pretensión de que las cosas pueden ser “teorizadas” en aislamiento de aquello que está sucediendo en el mundo que nos rodea, y de que los resultados de esta teorización aportan hipótesis para ser aplicadas en el intento de darle un sentido. Es esta pretensión, lo que el sociólogo C. Wright Mills, en un ensayo célebre acerca del oficio intelectual, denunció como una falsa separación entre modos y medios de conocer. Según Mills, no puede haber ninguna distinción entre la teoría de una disciplina y su método; más bien, ambos son “parte de la práctica de un oficio”. La antropología, para mí, es tal práctica. Si su método es el del practicante, que trabaja con materiales, su disciplina yace en el compromiso observacional y en la agudeza de percepción que le permiten al practicante seguir lo que está sucediendo y a la vez responder a eso. Este es el método, y la disciplina, de la observación participante. Se trata de un método del que los antropólogos están justamente orgullosos. La observación participante, sin embargo, es una práctica de la antropología, no de la etnografía y, como mostraré, los antropólogos se perjudican a sí mismos confundiéndolas.

No es el propósito de la antropología describir la especificidad de las cosas tal como son. Como ya lo argumenté, esa es la tarea de la etnografía. Pero tampoco lo es generalizar a partir de estas descripciones: “dar cuenta”, como diría el antropólogo Dan Sperber, “de la variabilidad de las culturas humanas” con el recurso de los datos etnográficos. Más bien, como afirmé al principio, es abrir un espacio para una indagación generosa, abierta, comparativa, y sin embargo crítica de las condiciones y potencialidades de la vida humana. Es unirse con la gente en sus especulaciones acerca de cómo pudiera o podría ser la vida, fundamentados en un profundo entendimiento de cómo es la vida en tiempos y lugares particulares. Sin embargo, la ambición especulativa de la antropología ha sido persistentemente debilitada por su subordinación a un modelo académico de producción de conocimiento según el cual las lecciones aprendidas a través de la observación y la participación práctica son reelaboradas como material empírico disponible a una subsiguiente interpretación. En este movimiento fatídico no solamente la antropología se hunde en la etnografía, sino que se invierte la relación entera entre conocer y ser. Las lecciones en la vida se vuelven “datos cualitativos” para ser analizados en términos de un cuerpo exógeno de teoría.

Toda vez que los científicos sociales de tendencias positivistas hablan de “métodos cualitativos y cuantitativos” y señalan su esencial complementariedad como si una mezcla de ambos fuera ventajosa, la inversión aludida ya está funcionando. Para empeorar las cosas, luego recomiendan la observación participante como una herramienta apropiada para recolectar el componente cualitativo del conjunto de datos. ¡Esto es echarle sal a la herida! Porque la observación participante no es en absoluto una técnica de recolección de datos. Por el contrario, está consagrada a un compromiso ontológico, que vuelve impensable la propia idea de la recolección de datos. Este compromiso, de ninguna forma confinado a la antropología, yace en el reconocimiento de que debemos nuestro ser al mundo que estamos buscando conocer. En pocas palabras, la observación participante es conocer desde dentro. Como la académica de la epistemología, Karen Barad, ha dicho elocuentemente: “no obtenemos conocimiento parándonos fuera del mundo; conocemos porque ‘nosotros’ somos el mundo. Somos parte del mundo en su devenir diferencial”. Solo porque ya estamos en el mundo, porque somos compañeros de viaje junto con los seres y cosas que llaman nuestra atención, podemos observarlos. No hay ninguna contradicción, entonces, entre la observación y la participación; más bien, una depende de la otra.

Pero convertir lo que debemos al mundo en “datos” que hemos extraído de él es borrar el conocer del ser. Es estipular que el conocimiento debe ser reconstruido en el afuera, como un edificio construido a posteriori, más que siendo algo inherente a las capacidades de percepción y de juicio que se desarrollan en el curso del compromiso directo, práctico y sensible con nuestros alrededores. Es este movimiento el que –al situar al observador en el afuera del mundo del que busca conocimiento– establece lo que a menudo se alega es la “paradoja” de la observación participante, a saber, que requiere del observador estar “dentro” y “fuera” del campo de indagación al mismo tiempo. Esta paradoja, sin embargo, no hace más que reproducir el dilema existencial que yace en el núcleo de la propia definición de la humanidad que apuntala la ciencia normal. Los seres humanos, de acuerdo a la ciencia, son una especie de la naturaleza, y sin embargo, ser humano es trascender esa naturaleza. Es esta trascendencia la que, por un lado, da a la ciencia la plataforma para sus observaciones y, por otro, asegura su pretensión de autoridad.

El dilema es que las condiciones que permiten a los científicos conocer, al menos según los protocolos oficiales, son tales que vuelven imposible para ellos estar en el propio mundo del que buscan conocimiento. Parece que solo podemos aspirar a la verdad sobre el mundo a través de una forma de emancipación que nos lleve fuera de él y nos convierta en extraños para nosotros mismos. En cualquier llamamiento a los datos, cuantitativos o cualitativos, queda presupuesta esta división entre los dominios de conocer y del ser. Porque ya se toma por sentado que el mundo está dado a la ciencia no como parte de una ofrenda o compromiso, sino como una reserva o residuo que está ahí para tomarse. Disfrazados como científicos sociales entramos a este mundo sigilosamente, fingiendo ser invisibles, o bajo las falsas pretensiones de decir que hemos ido allí a aprender de maestros cuyas palabras son escuchadas no por la guía que contienen para ofrecernos, sino como evidencia de cómo piensan, de sus creencias y actitudes. Luego, tan pronto como hemos llenado nuestras valijas, cortamos y nos retiramos.

Hay algo profundamente engañoso en todo esto. Para ser justo, nosotros los antropólogos somos muy conscientes de este engaño y de los dilemas éticos que plantea. Hace tiempo que estamos atormentados por el problema de cómo ajustar nuestro compromiso de lograr una descripción precisa y desapasionada de la vida y los tiempos de las personas entre quienes hemos trabajado, con las transformaciones que nosotros mismos hemos atravesado en nuestros modos de pensar y sentir, a través de la educación de nuestra atención en el campo. En efecto, estamos atrapados en una suerte de doble vínculo. ¿Cómo podemos hacer justicia a la riqueza y complejidad etnográfica de otras culturas, abriéndonos simultáneamente a una indagación radical y especulativa de los potenciales de la vida humana? Las alternativas parecen yacer entre abdicar de nuestra responsabilidad para comprometernos en un diálogo crítico alrededor de las grandes preguntas de cómo dar forma a nuestra humanidad colectiva en un mundo que está tambaleando al borde de la catástrofe, o convertir a las personas entre quienes hemos trabajado en involuntarias bocas de filosofías de salvación que no son ni siquiera de su propia fabricación. Ninguna de las alternativas ha servido mucho a la antropología. La primera deja a la disciplina en los márgenes, condenada a la documentación retrospectiva de mundos indígenas que siempre parecen estar al borde de la desaparición; la segunda solo alimenta la creencia popular de que la sabiduría tradicional de los pueblos nativos puede de alguna manera rescatar el planeta.

Una antropología que ha sido liberada de la etnografía, sin embargo, ya no estaría atada a un compromiso retrospectivo con la fidelidad descriptiva. Por el contrario, sería libre de aportar modos de conocer y de sentir formados a través de compromisos transformativos con gente de todas partes del mundo, tanto dentro como más allá de las premisas del trabajo de campo, a la tarea esencialmente prospectiva de tratar de encontrar el camino hacia un futuro común para todos nosotros. Cuando vamos a estudiar con grandes eruditos a lo largo de nuestra educación lo hacemos no con la visión de describir o representar sus ideas más tarde en nuestras vidas, sino de agudizar nuestras facultades perceptivas, morales e intelectuales para las tareas críticas que nos esperan. ¿Por qué, me pregunto, debería ser diferente para los antropólogos cuando van a trabajar con otra gente? ¿Acaso no vamos a estudiar con ellos del mismo modo en que lo hacemos con nuestros maestros académicos?

Pero si la antropología está tironeada entre modos de conocer desde dentro, en la práctica transformativa de la observación participante, y desde afuera, en el análisis retrospectivo del material etnográfico, otras ciencias no tienen estas confusiones y están totalmente adscriptas al modelo académico de producción de conocimiento. La legitimidad de este modelo, y de los protocolos metodológicos que emanan de él, radica precisamente en su pretensión de dar un informe autorizado de cómo funciona el mundo, basado en hechos empíricos y argumentos racionales, no contaminados por la intuición, el sentimiento o la experiencia personal. Para poder conocer correctamente, de acuerdo con esos protocolos, los científicos tienen que evitar un involucramiento afectivo de cualquier tipo con los objetos de su interés. Recolectar datos es ver sin mirar o atender, tocar sin sentir, oír sin escuchar. Pero que eso sea imposible en la práctica –especialmente en las ciencias de campo para las cuales el espacio abierto es el laboratorio– es algo que se considera de algún modo lamentable. La propia presencia del practicante es tratada no como el sine qua non del aprendizaje, sino como una fuente de distorsión del observador que debería ser reducida a toda costa. Cualquier ciencia que caiga en esto es considerada “blanda”, y la antropología, según este criterio, ¡es positivamente esponjosa!

Comparemos un objeto duro –digamos una pelota– con un objeto esponjoso. El primero, al chocarse con otras cosas en el mundo, puede tener un impacto. Puede golpearlas, incluso romperlas. En las ciencias duras, cada golpe es un dato; si uno acumula suficientes datos, uno puede llegar un avance. La superficie del mundo ha cedido a los impactos de vuestros golpes incesantes, y al hacerlo, ha cedido algunos de sus secretos. La pelota esponjosa, al contrario, se dobla y se deforma cuando se encuentra con otras cosas, tomando para sí misma algo de sus rasgos, mientras estas, en cambio, se doblan a su presión de acuerdo con sus propias inclinaciones y disposiciones. La pelota responde a las cosas tal como las cosas responden a ella. O en una palabra, la pelota entra con las cosas en una relación de correspondencia. En la práctica de la observación participante, los antropólogos son correspondientes. Pero también lo son muchos artistas. Y las razones por la que necesitamos de la antropología, sostengo, son también las razones por las que necesitamos el arte. Lo que podría ser visto peyorativamente como una ciencia esponjosa sería mejor conocida, y más afirmativamente, como el arte de la indagación.

En el arte de la indagación, cada trabajo es un experimento: no en el sentido científico natural de probar una hipótesis preconcebida o de diseñar una confrontación entre ideas “en la cabeza” y hechos “en el terreno”, sino en el sentido de forzar una abertura y luego seguir hacia donde nos lleve. Uno prueba cosas y ve qué pasa. Así, el arte de la indagación se mueve hacia adelante en tiempo real, junto con las vidas de aquellos que son tocados por él y con el mundo al que tanto él como ellos pertenecen. Lejos de responder a sus planes y predicciones, se junta con ellos en sus esperanzas y sueños. Esto es adoptar lo que el antropólogo Hirokazu Miyazaki llama el método de la esperanza. Practicar este método no es describir el mundo o representarlo, sino abrir nuestra percepción a lo que está sucediendo allí, de modo tal que, al mismo tiempo podamos responder a eso. La antropología, creo, puede ser un arte de la indagación en este sentido. La necesitamos no para acumular más y más información sobre el mundo, sino para corresponder mejor con él.

La mayoría de mis colegas antropólogos, sin embargo, al subsumir la antropología dentro de la etnografía, o al tomarlas esencialmente por la misma cosa, se han rendido ante el modelo académico. Sea lo que sea que hayan aprendido a través de la observación participante, una vez que regresan al redil académico se contentan con decir que por todo ese tiempo estuvieron en el campo, que lo que realmente estuvieron haciendo fue recolectando datos etnográficos. Como mencioné al principio, los verdaderos practicantes del arte de la indagación no son los antropólogos, sino que más bien se pueden encontrar entre las filas de los artistas contemporáneos. Y esto impulsa una revaluación de la relación entre arte y la antropología.

Por supuesto hay una extensa literatura acerca de la antropología del arte. En su mayoría, sin embargo, los escritores de esta subdisciplina han tratado las obras de arte como objetos del análisis etnográfico. Por ejemplo, en un volumen muy influyente que ha cambiado la relación entre la antropología y la historia del arte, Alfred Gell sostiene que “la antropología del arte no sería una antropología del arte a menos que estuviera confinada al subconjunto de relaciones sociales en el que algún ‘objeto’ estuviera relacionado con el agente social de un modo específico de ‘tipo artístico’”. Con esto quiere decir que debería ser posible rastrear una cadena de conexiones causales, en reversa, desde el objeto final hacia la intención inicial que supuestamente motivó su producción, o hacia los significados que podrían atribuirse a él. En una palabra, se trata de ubicar el objeto en un contexto social y cultural. Pero en este tomar la obra de arte como indicador del medio social y de los valores culturales de sus fabricantes, los antropólogos del arte simplemente se han puesto el manto de la historia del arte. Es verdad que se han esforzado por distanciar sus empresas de la tendencia de muchos historiadores del arte a realizar juicios evaluativos sobre la base de criterios cargados de valor y etnocentrismo. Sin embargo, en la medida en que continúan tratando el arte como un compendio de obras a ser analizadas, no puede haber ninguna posibilidad de correspondencia directa con los procesos creativos que los hacen surgir.

En mi perspectiva, este abordaje analítico de lectura en reversa representa un callejón intelectual sin salida en lo que concierne a la relación entre la antropología y el arte. La fuente del bloqueo radica en lo que podría llamarse la formula “antropología de”. El problema es que siempre que la antropología encuentra algo por fuera de sí misma quiere convertir eso que es –digamos el parentesco, la ley o el ritual– en un objeto que pueda analizar. Así, cuando se encuentra con el arte, quiere tratar el arte como una colección de obras que está de algún modo inserta en una textura de relaciones sociales y culturales que podemos estudiar. Y sin embargo, aunque podríamos aprender mucho sobre el arte a partir del análisis de sus objetos, no aprendemos nada de él. Mi ambición, por el contrario, es reemplazar la antropología de por una antropología con. Es considerar al arte, en primer lugar, como una disciplina, que comparte con la antropología una preocupación por despertar los sentidos y permite que el conocimiento crezca desde el interior del ser en el desplegarse de la vida. Llevar adelante antropología con arte es corresponderse con la vida en su propio movimiento de crecimiento o devenir, en una lectura que va hacia adelante más que en reversa, y se deja llevar por los caminos que abre. Y este vínculo de arte y antropología se da como una correspondencia de sus prácticas, antes que en términos de sus objetos, respectivamente históricos y etnográficos.

Hasta el día de hoy, con unas pocas excepciones notables, las colaboraciones entre antropólogos y practicantes del arte han sido pocas, y aquellas que han tenido lugar no han sido totalmente exitosas. Creo que la fuente de la dificultad, una vez más, reside en la identificación de la antropología con la etnografía. Porque las mismas razones que vuelven a la práctica del arte altamente compatible con la practica antropológica, son precisamente aquellas que la vuelven incompatible con la etnografía. Por un lado, el carácter especulativo, experimental y abierto de la práctica artística está obligado a transigir con el compromiso de la etnografía con la descripción precisa. Por otro, la orientación temporal retrospectiva de la etnografía va directamente en contra de la dinámica prospectiva del compromiso observacional del arte. Precisamente, en la medida en que la práctica artística difiere en sus objetivos de la historia del arte, así la antropología difiere de la etnografía. Creo que es aquí que yace el verdadero potencial para la colaboración productiva entre el arte y la antropología. ¿Podrían algunas prácticas artísticas, por ejemplo, sugerir nuevos modos de hacer antropología? Si hay similitudes entre los modos en que los artistas y los antropólogos estudian con el mundo, entonces ¿no podríamos observar la obra de arte como el resultado de algo semejante a un estudio antropológico, más que como un objeto de semejante estudio?

El arte, como la antropología, obliga a un abordaje que es al mismo tiempo generoso, comparativo, crítico y abierto. Es generoso, en tanto recibe lo que el mundo en el que vivimos tiene para ofrecerle y da a cambio. Si es comparativo, no lo es porque estemos comparando una obra terminada con otra, como podría hacer el historiador del arte con los cuadros o el antropólogo con las descripciones etnográficas, sino debido a nuestra conciencia de que las cosas pueden tomar muchos caminos y siempre podrían haber salido de otra manera que como finalmente salieron. El arte es crítico al obligarnos a reconocer e interrogar las cosas que frecuentemente damos por sentado y pensar de nuevo, pero sobre todo es abierto al rechazar la finalidad de un mundo en el que todo está completamente unido sin suturas ni grietas. De ser así, un mundo como ese no dejaría lugar para la vida. “¡Solo conecta!” escribió E. M Forster en su famoso epígrafe para Howards End. En sus celebradas conferencias Reith Lectures, de 1967: A Runaway World,33. Las conferenci (…) Edmund Leach convirtió este epígrafe en una aspiración para la antropología. Pero yo digo que tenemos demasiada conexión. Un mundo totalmente conectado no dejaría lugar para la vida o la imaginación. Permitámonos, entonces, seguir los hilos de la correspondencia hacia donde sea que nos lleven. ¡Brindemos por la proliferación de los cabos sueltos!

1.

Conferencia pronunciada en la Universidad Nacional de San Martín, el 25 de octubre de 2012, bajo los auspicios de la Licenciatura en Antropología Social y Cultural y del Centro de Estudios en Antropología (Instituto de Altos Estudios Sociales).

2.

University of Aberdeen, Escocia.

3.

Las conferencias fueron editadas con el título “Un mundo en explosión” por la editorial Anagrama en 1967.