Justicia(s) espacial(es) y tensiones socio-ambientales. Desafíos y posibilidades para la etnografía a un problema transdisciplinario1

Por Carlos Salamanca Villamizar2 y Francisco Astudillo Pizarro3

Resumen

En este trabajo ponemos en diálogo algunas de las discusiones sobre la noción de justicia espacial con algunas de las llamadas etnografías contemporáneas. En la primera parte presentamos una discusión acerca de las formas en que han sido abordadas algunas dimensiones de la justicia espacial. Posteriormente, destacamos algunas de las principales líneas de investigación que pueden identificarse en torno a la temática de la justicia espacial vinculadas al medioambiente. Finalmente, subrayamos algunos aportes y desafíos metodológicos en torno a las “prácticas etnográficas”, identificando sus desarrollos y dificultades en clave comparativa. Para esto, subrayamos algunos ejes a través de los cuales la etnografía viene respondiendo a los desafíos de la complejidad contemporánea en la que espacio y sociedad se encuentran imbricados.

Palabras clave: justicia espacial, etnografías contemporáneas, metodología

Abstract

“Spatial Justice (s) and socio-environmental tensions: Challenges and possibilities for an ethnography of a transdisciplinary debate”

In this article we discuss some of the debates which address the concept of spatial justice in relation to contemporary ethnographies. First, we present a discussion about the multiple ways in which the different dimensions of spatial justice have been studied. Secondly, we highlight some of the main themes of research regarding the notion of spatial justice and the environment. Finally, we highlight some contributions and methodological challenges in relation to “ethnographic practices” identifying developments and limitations from a comparative perspective. Hence, we emphasize some of the aspects in which ethnography is responding to the challenges of the complex contemporary world in which space and society are interwoven

Key words: spatial justice, contemporary ethnography, methodology

Recibido: 1 de junio de 2016

Aceptado: 22 de agosto de 2016

Introducción

A pesar de sus múltiples orientaciones, perspectivas y énfasis, la justicia espacial efectúa la síntesis de dos dimensiones: una primera, conceptual y teórica que permite articular tradiciones intelectuales y trayectorias interdisciplinarias. Una segunda, práctica y política, que se expresa como un proyecto abierto, dinámico e inacabado en el que aparece como conocimiento comprometido con la transformación de las realidades que estudia. Ambas dimensiones proponen una intersección problemática sobre la que es pertinente interrogarse en función de los debates que se vienen produciendo, dentro y fuera de la antropología, en torno a una creciente utilización de “prácticas etnográficas”.

Aunque sobre el término hay todavía discusiones abiertas, el concepto y la práctica de justicia espacial emergen como lugar de un encuentro simultáneamente epistemológico, académico y político. En otro texto (Salamanca, Astudillo y Fedele, 2016), hemos ahondado en las complejidades de esta intersección, así como en las derivaciones temáticas que se vienen produciendo en varios países de América Latina. No obstante, queda aún sin explorar la pregunta por las herramientas y los métodos, lo que a su vez da lugar a la pregunta acerca de cómo las prácticas etnográficas se han incorporado crecientemente en los conflictos por la justicia espacial.

Nos interrogamos aquí por el lugar y las posibilidades de la etnografía en el incipiente campo de la justicia espacial en el Continente, al igual que por las tensiones y dificultades que emergen en las principales líneas de investigación, relacionándolas con algunas reflexiones en torno a la práctica etnográfica contemporánea. En la primera parte nos referimos a las formas en que han sido abordadas algunas dimensiones de la justicia espacial. Posteriormente, destacamos algunas de las principales líneas de investigación que pueden identificarse en torno a la temática de la justicia espacial vinculadas al medio ambiente. Finalmente, subrayamos algunos aportes y desafíos metodológicos en torno a las “prácticas etnográficas”, identificando sus desarrollos, dificultades y desafíos en clave comparativa.

Aunque en este trabajo ofrecemos algunos ejemplos de otras regiones de América Latina, hemos decidido recurrir a ejemplos de la región de La Guajira, en el Caribe colombiano, en donde uno de nosotros viene trabajando, a fin de proponer al lector un hilo argumental.

1. Justicia, Espacio, Ambiente

1.a. Arquitectura Conceptual de la Justicia Espacial

La discusión acerca de la justicia espacial elabora una teoría espacial de la justicia a partir de dos vías de reflexión y discusión teórica que confluyen. Por una parte, una problematización y discusión filosófico-política sobre la justicia (Rawls, 1987, Young 1990, 2000; Musset, 2015), por otra, el llamado “giro espacial” (Lefebvre, 1974; Foucault, 1997[1978]; Harvey, 1997; Soja, 2014).

La tradición del pensamiento crítico ha abordado muy ampliamente la desigualdad y la segregación espacial, económica o política. No obstante, estas desigualdades no necesariamente han sido conceptualizadas desde la idea de justicia/injusticia espacial. Así, la noción teórica, retórica y política de la justicia y su problematización filosófica, aporta una definición en términos éticos que parte de un juicio crítico y avanza hacia una dimensión política.

Al interrogar comparativamente las elaboraciones de los vínculos entre justicia y espacio en la región destacamos como punto de partida teórico, una aproximación de tipo distributiva que conceptualiza la justicia espacial como el reparto equitativo en el espacio de los recursos socialmente valorados así como también de las oportunidades o posibilidades de utilizarlos o no (Soja, 2014). Este enfoque distributivo se inserta en un campo de tensiones producidas en el marco de sucesivos ciclos de repliegue y despliegue de Estados y mercados, dando a la organización espacial una lectura política. Tal conceptualización se profundiza al incorporar elementos como las localizaciones, las jerarquías, y las exclusiones en el espacio, y las complejiza a articularlas con variables como las de raza, cultura, clase o género.

Marcuse (2009) por su parte, distingue “dos forma cardinales” de la justicia/injusticia espacial: por una parte, las de confinamiento involuntario y de segregación social en el espacio que tipifica como el “argumento de la falta de libertad”, y por otra, la de la asignación desigual de los recursos en el espacio. Retomemos por ahora la primera de las dos formas cardinales de (in)justicia espacial que expresa en las coacciones sociales, económicas y políticas sobre determinados grupos de población marginalizada, materializándose en diversas formas de violencia simbólica e injusticia espacial, en las que estos grupos y poblaciones han sido marginalizados. En efecto, en el campo de la justicia espacial, las diferencias de clase, género, cultura y “raza” son fundamentales para entender los principales desafíos que presenta (Moshop, 2010; Massey, 1994; Young, 1990, 2000).

En esta misma línea, una gran cantidad de experiencias muestran que diverso tipo de prácticas espaciales relacionadas con la idea de justicia espacial apelan tanto a lo legal como a lo legítimo llegando incluso a confundir los términos. Determinadas acciones que se emprenden en busca de cierta idea de justicia espacial y que se apoyan en sustentos legales pueden ser percibidas como ilegítimas mientras que otras, sin sustento legal (como una ocupación de tierras) pueden percibirse como justas y legítimas (en razón de una situación más amplia – o histórica - de violación sistemática de derechos). La distinción analítica entre uno y otro término parece necesaria para una comprensión más amplia y precisa de las formas en que se disputan las justicias e injusticias espaciales.

1.b. La noción de Justicia Ambiental como antecedente

La noción de justicia ambiental, constituye para Latinoamérica el antecedente más directo en términos conceptuales y políticos para la justicia espacial antes analizada. Originalmente vinculada a procesos de discriminación socio-espacial de población afroamericana en Estados Unidos en las décadas de los setenta y ochenta (Fol y Pflieger, 2010; Gobert, 2010), esta noción fue ampliamente recogida y apropiada en Latinoamérica durante las últimas décadas en el marco de las transformaciones político-económicas generadas por el neoliberalismo. Sobre la llamada justicia ambiental existe una amplia bibliografía iberoamericana que puede ser agrupada dentro de la llamada ecología política (Leff, 2001, 2003; Martínez-Alier, 2002; Acselard y Padua, 2004; Martínez-Ailier, 2008; Carruthers, 2008; Acselard, 2010; Berger, 2012; Renfrew, 2011; Merlinsky, 2013).

Esta línea constituye uno de los más nutridos ejes de problematización socioespacial de la justicia como discusión contemporánea y, aunque con algunas diferencias y matices, representa no solo una crítica radical al extractivismo, sino también un intento en la superación de los enfoques conservacionistas en el pensamiento crítico latinoamericano.

En el panorama de las discusiones latinoamericanas la noción de justicia ambiental retoma la segunda de las dos formas cardinales de la injusticia propuestas por Marcuse (2016) antes citadas, y que se refiere a las diversas formas de distribución desigual tanto de bienes, recursos, y de acceso a derechos, así como también, en la distribución desigual de los efectos negativos de la contaminación y otros pasivos ambientales como consecuencia de actividades productivas y proyectos de infraestructura, energía entre otros. Las experiencias de poblaciones expuestas a fuentes de contaminación –tanto en contextos urbanos como rurales– han sido abordadas por autores como Hervé Espejo (2010), Faburel (2010), Oliveira Finger y Bortoncello Zonzi (2013) y Scandizzo (2012).

La justicia ambiental también involucra una problematización sobre la inequidad y la justicia procedimental (Bret, 2016) en relación con las prácticas de ciudadanía, asociatividad, participación y, en general, a los relacionamientos de las poblaciones con los Estados, los mercados y otros agentes intervinientes a través de las cuales se producen situaciones de (in)justicias espaciales (Caruthers, 2008). En esa línea, la justicia ambiental no solo problematiza las desigualdades en los procedimientos, sino que simultáneamente se sitúa como corriente intelectual y forma de movilización social en la que participan una gran diversidad de actores dando lugar múltiples formas de ciudadanía y de acción social que se relacionan de manera heterogénea con cuestiones espaciales y ambientales en diversos contextos de la región latinoamericana (Martínez-Alier, 2011; Latta y Wittman, 2012).

Ahora bien, mientras la justicia espacial tiene sus principales desarrollos en el marco de estudios, problemáticas y escenarios urbanos, la justicia ambiental involucra tanto espacios urbanos como rurales. Otra diferencia importante está en el tratamiento de la noción de justicia. En efecto, a diferencia de autores de la línea de justicia espacial como Soja (2014), Bret (2016) o Marcuse (2009), que proponen una problematización filosófica profunda de la idea de la justicia, la corriente intelectual y política de la justicia ambiental desarrollada en Latinoamérica escasamente ha profundizado en dicho aspecto y a pesar de no ser objeto de reflexiones teóricas, mantiene una presencia política relevante en cuanto elemento normativo y retórico. La justicia ambiental es por tanto el antecedente intelectual y político de la noción de justicia espacial en Latinoamérica, delinea por tanto las esferas más relevantes en el plano teórico, retórico y ético político.

2. Tensiones socio-ambientales contemporáneas

2.1. Contradicciones espaciales del extractivismo

Las tensiones socio-ambientales se han modificado radicalmente como consecuencia de la (re)incorporación periférica de Latinoamérica a los mercados mundiales en razón de su perfil de economía primaria, bajo el llamado “consenso de los commodities” (Svampa, 2013), focalizada en la producción y exportación de materias primas de escaso valor agregado a grandes escalas. Este proceso ha derivado en una marcada re-primarización de las economías de la región, constituyendo una estructura que, pese a múltiples expresiones y formas particulares de despliegue y consolidación, conforma en la coyuntura contemporánea una regularidad y una relación estructural.

En tanto estrategia de desarrollo económico, el productivismo extractivista ha sido propuesto como estrategia de desarrollo compartida y transversal en todos los países de la región (Alimonda, 2011: 12). En un giro inédito, la neoliberalización económica global ha dado forma a la agudización del productivismo extractivista, expresándose en cuestiones como la permanente transformación tecnológica, la permanente expansión de las extracciones, los cada vez mayores impactos ambientales y el aumento exponencial de la participación de los capitales de inversión. En términos geográficos, una de las particularidades de este tipo de emprendimientos es la reproducción de espacios que reproducen la lógica y la forma de enclave (Serje de la Ossa, 2011[2005]; Salamanca, 2016).

La Guajira es un caso emblemático de esta dinámica; la creación de la mina de carbón a cielo abierto de El Cerrejón en 1984 produjo una transformación a gran escala en términos físicos y económicos,4 y se constituyó como el inicio de una gran expansión de proyectos promovidos por empresas transnacionales de explotación minera (gas, petróleo, carbón), que generaron dinámicas político-económicas de gran impacto.

Desde la ecología política iberoamericana la problemática de la distribución desigual de los recursos y la exposición a riesgos y amenazas ambientales asociadas a estas nuevas formas de producción, han sido leídas en términos del análisis ecológico y socioeconómico del denominado “metabolismo social” (Martínez-Alier, 2011; Delgado Ramos, 2013), expresado en los efectos de los medios de producción sobre el territorio y la población en la interacción entre sociedad, economía y el medioambiente.

Naturalmente, la expansión del extractivismo en el Continente es múltiple y diversa y responde a las particularidades de las áreas regionales, las trayectorias productivas históricas y contemporáneas, así como al desarrollo político de los Estados-nación, las formas de la ciudadanía y sus posibilidades de reacción frente a la expansión de estas nuevas formas del capitalismo, en dinámicas que se forman a partir de articulaciones complejas a diversas escalas, así como de conjuntos específicos de condiciones de posibilidad.

En varios países de la región, las condiciones para esta expansión se produjeron en el contexto de dictaduras militares y gobiernos autoritarios durante las décadas de los años setenta y ochenta y se consolidaron posteriormente en los contextos democráticos. En otros países y regiones, la condición periférica de algunas zonas de frontera y la idea de que estos territorios estaban deshabitados, eran “desierto” o “tierras baldías”, permitió su rápida expansión, una dinámica que en La Guajira ha sido referida entre otros, por Puerta Silva, (2010) y Serje de la Ossa (2011[2005]).

Teniendo en cuenta el peso poblacional de los indígenas wayúu en la región, los trabajos que han abordado el proceso de expansión del extractivismo en La Guajira han documentado etnográficamente los relacionamientos entre empresas y pueblos indígenas como una esfera de diálogo intercultural (Achila, 2015; Puerta Silva, 2010). Frente a la situación de violencia que ha marcado esta y otras regiones del país, y en el contexto de las actuales negociaciones de paz, movimientos sociales como la Cumbre Nacional Agraria, Campesina, Étnica y Popular, han demandado la creación de una “Comisión de Verdad Ambiental”. Esta propuesta se construye sobre el reconocimiento de la naturaleza como sujeto de derecho y sugiere la posibilidad de comprender de manera más detallada la estrecha correlación entre violencia y dinámicas de degradación socio-ambiental que contribuyen a la (re)producción de situaciones de (in)justicia espacial (CENSAT, 2016).

No obstante, sin importar las particularidades en los procesos de surgimiento, en las últimas décadas asistimos a un proceso generalizado de transformaciones jurídicas, políticas y económicas que configuraron mercados liberalizados ad-hoc para los denominados “recursos naturales”, habilitando múltiples procesos de mercantilización y privatización medioambiental, y dando lugar a asimetrías y conflictos que han derivado en múltiples formas de desposesión espacial (Skewe y Guerra, 2010; Berger, 2012; Grigera y Álvarez, 2013; Astudillo Pizarro, 2014).

Numerosos autores han analizado las formas en que en el transcurso de las últimas décadas, en todo el continente han proliferado numerosos mega-emprendimientos mineros configurando un complejo campo de interacción, por naturaleza conflictivo, entre poblaciones locales, Estados y empresas (Svampa y Antonelli, 2009; Machado Araoz, 2011; Viale y Svampa, 2015).

En La Guajira, algunos autores han recurrido a la etnografía para documentar la manera en que la minería afecta de manera diferenciada a las mujeres (Barraza Morelle, 2011), mientras que Múnera Montes et al. (2014) han documentado los procesos de lucha de las comunidades frente a la minería, inscribiéndolos en una perspectiva de larga duración (al respecto ver también Benson, 2011). En este conjunto, es preciso referir una contribución creciente por parte de comunidades y organizaciones de base que emprenden sus propios trabajos situados a medio camino entre la documentación y el testimonio y son el resultado de interesantes trabajos colaborativos. Por caso, el trabajo elaborado por la organización indígena Fuerza de Mujeres Wayúu (2015a) registra las experiencias individuales y colectivas frente a la expansión de la minería, la contaminación de los recursos y el despojo territorial.

Una segunda corriente de estudios ha explorado en las consecuencias socio-espaciales de la expansión acelerada de monocultivos como la soja, la palma africana y la caña de azúcar que se viene produciendo en las últimas décadas. Entre las consecuencias más recurrentes de estas nuevas formas de producción agrícola se encuentran la desposesión de tierras, el éxodo de población y la contaminación de cuerpos, recursos y territorios generada por una creciente utilización de agroquímicos (Reboratti, 2010), y una acelerada reconversión de las áreas de producción agrícola de alimentos hacia el monocultivo (Azcuy, 2004; Domínguez y Sabatino, 2006).

Entre las investigaciones que se sitúan en las periferias de grandes aglomeraciones urbanas, existen investigaciones como las de Renfrew (2011) quien documenta los efectos de la masiva contaminación por plomo entre los habitantes de asentamientos habitacionales en Montevideo. En Argentina un caso paradigmático es el de la cuenca Matanza-Riachuelo, que como consecuencia de décadas de desregulación de las actividades productivas de cientos de empresas que se localizan en su área de influencia, afectan con su contaminación a diversos grupos de población (Swistun, 2008; Carman, 2015). Después de la intervención de la Corte Suprema, el caso es una de las principales referencias de derecho ambiental (Gutiérrez y Merlinsky, 2013).

Con respecto al despliegue de geografías que (re)producen la desigualdad, las regiones de frontera latinoamericanas son un campo de análisis fecundo. Refiriéndose a una represa en el río Ranchería, Carmona Castillo (2013) ha indagado etnográficamente acerca de cómo las obras de infraestructura públicas no solamente favorecen a los grandes propietarios de tierra sino que además perjudican a los pequeños campesinos y las poblaciones indígenas de sus áreas circundantes. Asimismo, aunque la represa en cuestión también se proponía el abastecimiento de los acueductos de siete municipios muchos de ellos de población mayoritariamente wayúu, no obstante, ni el sistema de riego ni el abastecimiento de agua a dichos municipios fue garantizado (Defensoría del Pueblo de Colombia, 2014; Procuraduría General de la Nación, 2014). Recientemente, el caso fue objeto de la intervención judicial en la que se obligó al Ejecutivo a tutelar los derechos, entre otros, “al agua potable, a la vida, salud, alimentación [y a una] vivienda digna” (Tribunal Superior de Bogotá 2016).

El caso de la represa El Cercado se inscribe en un contexto regional más amplio en el que miles de familias wayúu carecen del acceso al agua potable y a la alimentación básica. Desde mediados de julio del 2014 en adelante los medios de comunicación se refirieron a la situación como una “crisis humanitaria” inédita frente a la cifra de más de cuatro mil niños muertos entre 2008 y 2013 por hambre y desnutrición.5 Mientras el debate acerca de las causas de las muertes por desnutrición en los medios de comunicación rondaba cuestiones como la corrupción, el cambio climático y la “cultura wayúu”, las organizaciones indígenas, insistían en la impugnación de las dinámicas que (con la participación del Estado) construyen territorios que reproducen situaciones de desigualdad en el acceso a los recursos naturales. Aunque este caso también contó con una intervención judicial,6 al igual que en el caso de la represa, en esta ocasión tampoco se hicieron cuestionamientos de fondo a la estructura espacial que impide que determinadas poblaciones puedan acceder a los recursos mínimos que garanticen su supervivencia.

Desde una perspectiva regional, estos casos pueden ser puestos en relación con una lógica extractiva que privilegia la sobre-explotación de los recursos naturales en detrimento incluso de las condiciones de vida de los habitantes de las regiones en las que se encuentran. En La Guajira, esto se encuentra ejemplificado en los procesos de expansión de la mina de El Cerrejón que, en el contexto de crisis ambiental referido, recurrentemente ha propuesto - y en ocasiones avanzado con- el traslado de las fuentes hídricas con que cuenta la región con el fin de facilitar su expansión (Salamanca, 2016).

Finalizaremos este aparte refiriendo que de cara a estas dinámicas, diversas organizaciones sociales vienen encontrando en los discursos del buen vivir, una arena de encuentro y de diálogo común. Durante el 2015 en La Guajira por ejemplo, coaliciones como el Comité Cívico por la Dignidad de La Guajira, realizaron movilizaciones, conferencias de prensa y giras nacionales e internacionales en los que vinculaban la “crisis humanitaria” con la implantación de un modelo extractivo que cambió la vocación agropecuaria de la región, y declaraban que la escasez de agua más que a “fenómenos naturales”, respondía a la asimetría en su uso. En estos discursos se reconocía el territorio y a las relaciones que éste habilita como aquello que es compartido y transversal y a partir de allí se elaboraban proposiciones de justicia ambiental (y espacial) (Salamanca 2015).

2.2. Conservacionismo y capitalismo verde

En su expresión contemporánea, el reconocimiento del neoliberalismo como sistema económico y político único ha tenido sendas repercusiones, entre las que se destaca el establecimiento de una lógica capitalista en la lectura e interpretación del desarrollo productivo en cualquiera de sus formas (extractivismo, monocultivo, entre otros). Dentro de las diversas reacciones frente a estas dinámicas, el conservacionismo se ha erigido como una vigorosa línea de pensamiento y acción, promovida por poderosas ONG con notables capacidades económicas y de influencia política. Desde esta línea, se asumen como inexorables los permanente procesos de expansión de las nuevas formas de explotación económica, frente a lo cual se plantean una serie de políticas que recuperan esta toma de posición, entre las que subrayamos tres: (i) convertir en aliados a los promotores del extractivismo (sean estos públicos o privados) (ii) apelar a la Responsabilidad Social Empresarial (RSE) como mecanismo de regulación y mitigación de impacto (iii) implementar políticas que sustraigan especies endémicas, regiones biodiversas y comunidades en riesgo o amenazadas.

El conservacionismo como corriente medio-ambiental, es una corriente que ha sido compatibilizada con el desarrollo extractivista neoliberal a través de la RSE, así como también en relación a las políticas de desarrollo promovidas por los Estados. Bajo esta perspectiva se busca “proteger a la naturaleza” mediante la creación de áreas de conservación o parques protegidos, invisibilizando algunas dimensiones sociales del territorio y contribuyendo además a la despolitización de las discusiones ambientales (Carman, 2015).

Estos casos tienen en común el surgir en un contexto caracterizado por el reconocimiento del neoliberalismo como sistema político y económico único, en el que los recursos como el agua, el aire y el carbono se ponen en el mercado, y en el que las comunidades locales de indígenas o campesinos pobres se convierten en aliados ecológicos y “empresarios” del ambientalismo y en el que se suscribe a la idea de que el capital es el mejor regulador de los conflictos y las crisis ambientales. Es en este marco que en La Guajira, las organizaciones conservacionistas, las empresas mineras transnacionales como El Cerrejón y el gobierno nacional establecen alianzas para promover la protección de especies endémicas y la creación de parques nacionales, sin objetar el extractivismo como eje fundamental de crecimiento económico.

Frente a esta situación, de la mano de las políticas de la diferencia, de la identidad y de la expansión de los nuevos medios de comunicación, campesinos, indígenas y otros colectivos luchan por la visibilidad a través de imágenes, slogans y páginas de internet, presentándose como merecedores de la ayuda estatal y la solidaridad ciudadana, nacional o internacional para distinto tipo de iniciativas y proyectos frente a las consecuencias ambientales de la expansión de las formas de producción y de consumo que se expanden de la mano del neoliberalismo. Se trata de un mercado de merecimientos morales que abrevan en las aguas de la autoctonía, de la estética, de la responsabilidad y de la eficacia, y de unas formas de acción política que inciden también en la forma en que dichas comunidades piensan y se proyectan con respecto a los problemas medio-ambientales que enfrentan.

3. Desafíos y posibilidades metodológicas

Dentro de la diversidad de abordajes que las tensiones socioambientales y la justicia espacial han tenido en la región en el contexto neoliberal, han sido múltiples las opciones metodológicas planteadas desde diversas corrientes y por diversos autores, dificultando la identificación de lineamientos claramente definidos y constituyendo, más bien, una constelación dispersa de técnicas, procedimientos y estrategias. En esta sección exploramos algunos de los puntos que consideramos perfilan algunos desafíos metodológicos que pueden aportar a la discusión etnográfica contemporánea

3.1. Territorialidades y cartografías

En términos de la investigación sobre cuestiones socioambientales y las posibilidades de la justicia espacial y la etnografía, la cartografía se revela como uno de los principales desarrollos metodológicos más recientes. Herramientas y técnicas provenientes de otras disciplinas como la geografía, se han traducido en relevantes aportes en términos metodológicos y políticos. La creciente multiplicación de herramientas de representación cartográfica facilita su apropiación por parte de académicos, activistas, comunidades e instituciones dando lugar a múltiples usos de la representación espacial de los territorios en disputa (Salamanca, 2012 y 2012b; Risler y Ares, 2014).

Los dispositivos cartográficos resultan interesantes para la discusión etnográfica con miras a una constante actualización de sus alcances, considerando el fuerte componente espacial, territorial y regional de los fenómenos que forman parte de las problemáticas abordadas y que interpelan el quehacer etnográfico. Las nuevas tecnologías de la información aparecen como herramientas facilitadoras en la construcción de plataformas que posibilitan la recolección de datos de trayectorias, conocimientos y experiencias en donde lo local, lo regional y lo global se ven articulados ampliando los límites tanto de las prácticas etnográficas como de la cartografía crítica (Sánchez y Pérez, 2014). Plataformas como LandMark (https://www.landmarkmap.org) y el proyecto Environmental Justice Atlas EJATLAS (https://ejatlas.org), por ejemplo, sistematizan en soportes web interactivos información global sobre derechos territoriales y conflictos socio-ambientales, para el monitoreo de diversas situaciones de injusticias espaciales, constituyendo un nodo global de encuentro entre académicos, activistas y ciudadanos en tiempo real. En estas plataformas la investigación en contextos locales se combina con análisis a escala nacional permitiendo situar dichas situaciones en contextos más amplios.

Estas nuevas plataformas abren interesantes horizontes para la justicia espacial en lo que se refiere a la tensión entre lo universal y lo particular que ha atravesado varios de sus debates (Harvey, 1997; Young, 1990), y frente a la ilusión de los localismos insularizados, propios de las representaciones sociales de la etnografía clásica (Marcus, 1991; Gupta y Ferguson, 1997) y a la necesidad de dar cuenta de las múltiples escalas en que se producen o no los patrones de disparidad geográfica.

Las nuevas técnicas de recolección de datos, análisis y representación cartográfica han dado lugar a otros procesos interesantes, entre otros por requerir por principio relaciones de trabajo colaborativas, multi-situadas y a diversas escalas. En el año 2016, Mac Chapin y de la UICN coordinaron la elaboración del Mapa de Pueblos Indígenas, Áreas Protegidas y Ecosistemas Naturales de Centroamérica (Chapin et al., 2016). En la elaboración de este mapa participaron líderes y organizaciones como el Consejo Indígena de Centroamérica (CICA). Para sus promotores este mapa es un logro importante para hacer frente a la destrucción de los ecosistemas que constituyen el hábitat para una gran cantidad de indígenas de la región. En esta misma línea, el mapa elaborado entre otros por Grünberg y Pereira (2016), retoma la experiencia anterior del mapa Guaraní Retâ (2010) y se propone la localización de todas las comunidades guarani en Argentina, Bolivia, Brasil, Paraguay y Uruguay. Este material puede ser de gran importancia para ulteriores análisis con respecto a los derechos territoriales, así como para establecer vínculos analíticos con dinámicas socio-ambientales como las diversas formas de expansión de la frontera productiva en torno a productos como la soja. Estas dos experiencias abren nuevos horizontes para la investigación y la acción planteando problemáticas que superan el marco de los Estados Nacionales.

En trabajos ya publicados por uno de nosotros, se han abordado varias dimensiones ligadas a la producción cartográfica, principalmente en contextos indígenas (Salamanca, 2011; 2012b). En uno de dichos trabajos se aborda la pregunta acerca de si las cartografías indígenas son o no un instrumento eficaz de reivindicación en contextos legales. Este aspecto merece ser retomado a la luz de las dinámicas que se vienen produciendo al interior de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (en adelante CIDH) es el organismo internacional que como ningún otro ha abierto las puertas para la inclusión de los derechos indígenas, entre los que el tema de las tierras y territorios ocupa un lugar protagónico.7

En la mayoría de estos casos judiciales, los mapas fueron aportados como material de prueba y en tanto tales, se demostraron como una herramienta clave para demostrar cuestiones como la gestión colectiva del territorio y la continuidad histórica de los indígenas en sus territorios tradicionales, la condición de sacralidad que para los indígenas tiene el territorio que habitan, así como la importancia vital de este último para su “desarrollo cultural, religioso y familiar”. Tres sentencias recientes de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) referidas a la violación de derechos territoriales de pueblos indígenas,8 atestiguan la tendencia a la incorporación de los mapas en ámbitos judiciales. Como señala Benedetti (2016), lo inédito en estos tres casos más recientes, es que la Corte ha decidido incluir los mapas en las sentencias sobre las cuestiones territoriales debatidas.

3.2. La Participación y compromiso político como desafío metodológico

Entre las diversas líneas de trabajo que se produjeron entre las décadas de los sesenta y setenta en la región, sobresale la denominada Investigación Acción Participativa (IAP), corriente teórico-metodológica iniciada por el sociólogo colombiano Orlando Fals Borda, que sintetizó elementos de disciplinas como la historia, la sociología, la antropología y la psicología social, en una temprana apuesta por la transdisciplinariedad.

Surgida en las convulsionadas décadas de los años sesenta y setenta en Colombia, esta corriente dialogó de múltiples formas con los procesos de transformación promovidos por movimientos y organizaciones sociales como la corriente de educación popular de Paulo Freire en Brasil.

En los últimos años han emergido líneas de trabajo que incorporan técnicas participativas de investigación, estrechamente ligadas a los proyectos de desarrollo e intervención de instituciones gubernamentales, ONG y agencias internacionales. En torno a estos abordajes, hay quienes afirman que buscan “direccionar el cambio social y guiar a las comunidades” desde relaciones asimétricas de poder fundadas en el conocimiento (Burdick, 1995), mientras que otros defienden que estos abordajes pretender producir un “empoderamiento” que “facilite el cambio social” (Barab et al., 2004, Buckles y Chevalier, 2009). Expresiones en esta línea son algunos desarrollos de lo que se conoce como etnografía de acción participativa (Tacchi et al., 2003), promovida por organismos multilaterales como UNESCO y por una diversidad de organizaciones del tercer sector y los Estados.

Estas propuestas se alejan políticamente del proyecto crítico de la justicia espacial y ambiental, en la medida de que se plantean como des-politizadas y des-ideologizadas. Aquellas tendencias, alcanzaron incluso a la misma IAP en lo que sus propios fundadores han denominado como una “cooptación” de la IAP por parte de instituciones como universidades, organismos multilaterales, ONG, consultoras y expertos (Rahman, 1991). Paradójicamente, aquel proceso de “cooptación” técnico-institucional de la IAP al mismo tiempo que ha visibilizado el trabajo colaborativo a escala mundial, ha invisibilizado tanto el rol pionero de Fals Borda, como el perfil crítico y la sofisticación epistemológica de la IAP (Oslender, 2013). Estas tendencias responden más a la transformación de las condiciones en las cuales se produce y se recurre al conocimiento antropológico y a la demanda de un perfil profesional, pero que ha tenido menos influencia a la hora de proponer nuevos interrogantes.

El perfil político de la justicia espacial, ambiental y ecología política, plantea el encuentro o cuando menos, la aproximación entre teoría y praxis, en la medida que la reflexión sobre la justicia hace explícito establecimiento de una actitud crítica, una voluntad normativa y una toma de posición en las disputas a favor de poblaciones subordinadas u oprimidas. En ese sentido, la tradición clásica de la metodología de la IAP -conectada al trabajo de Fals Borda-, parte del mismo supuesto, es decir, de la tensión elemental entre conocimiento y acción, entre teoría y praxis. Es decir, dicha agenda de investigación tiene en la IAP y en la etnografía, elementos metodológicos convergentes con el perfil ético y político de la justicia espacial y los estudios en torno a las tensiones socioambientales revisadas en este trabajo.

Proponemos un rescate de las discusiones que hicieron parte de la corriente original de la IAP, fundada por Fals Borda, puesto que las mismas abren la oportunidad de destacar una serie de dimensiones relevantes en una problematización epistemológica, sociológica y geopolítica de la metodología. A su vez, estas discusiones permiten hacer relecturas en dimensiones como el rol del investigador y las formas de involucramiento en las problemáticas, la visibilización del rol de los sujetos en la producción del conocimiento, y los dilemas epistemológicos en torno al doble involucramiento.

La IAP es relevante como antecedente por su condición de conocimiento geopolíticamente situado y políticamente comprometido, enraizado a su vez en la historia del pensamiento crítico en la región latinoamericana, en la medida que surge como parte de un movimiento cultural, social e intelectual más amplio, del que también hicieron parte corrientes como la teología de la liberación, la filosofía de la liberación, la educación popular y la comunicación alternativa (Torres, 2007; Ortíz y Borjas, 2008). Su consideración ética y política, expresada en el compromiso ideológico con sujetos subordinados y oprimidos, más su condición de metodología interdisciplinaria y epistemológicamente inscrita en el paradigma crítico, la convierten en un campo fértil de potenciales aportaciones a las líneas de investigación sobre tensiones socioambientales, para la justicia espacial en tanto proyecto teórico político, así como también para la apertura de líneas de discusión para la renovación etnográfica.

Se puede caracterizar a la IAP como una forma de co-producción de conocimientos, síntesis de experiencia y compromiso, la experiencia en tanto aprendizajes intuitivos fundados en el estar y participar en el campo a través de la noción filosófica de “vivencia” inspirada en la filosofía de Ortega y Gasset (Fals Borda, 1991) Por otra parte, la interacción y participación activa y participativa en el campo con los grupos humanos, pueden ser consideradas cuestiones que aproximan los puntos de diálogo a la etnografía y sus prácticas de campo. El trabajo de campo en la IAP implica una toma de posición que da forma a su estructura epistemológica y que en el plano axiológico, abandona la idea de neutralidad. Se propone aquí una articulación de los saberes académicos y cotidianos que busca romper la asimetría entre sujeto y objeto, de forma voluntaria y explícita a través de la experiencia de la participación comprometida (Fals Borda, 1991). La novedad del enfoque no está tanto en la participación como en la dimensión de la acción, ya que esta materializa una forma de participación política con y a favor de las comunidades, en la que el conocimiento no solo debe beneficiar a las comunidades subordinadas contribuyendo aumentar su poder, sino que aquellas son convocadas a participar y controlar el proceso mismo de producción de conocimiento (Borda y Rahman, 1991).

Pese a que la IAP en tanto método comparte técnicas, herramientas y formas de aproximación con la etnografía, sus desarrollos fueron en buena medida paralelos, y sus relaciones involucran tanto algunas afinidades metodológicas como sus distancias axiológicas. Pese a sus paralelismos y similitudes fundadas en el trabajo de campo y la utilización de técnicas diversas, pocos antropólogos exploraron las posibilidades de la IAP en su vertiente original (Hemment, 2007). Una cuestión que llama más la atención, toda vez que ésta se desarrolla y emerge de forma contemporánea a las múltiples críticas que entre los años sesenta y setenta se producirían en el seno de la etnografía tradicional (Gubrium y Harper, 2013). Cuestiones como la participación, el compromiso político, la no neutralidad y las asimetrías de poder entre sujeto y “objeto” fueron dejadas de lado en la crítica etnográfica contemporánea, produciéndose además un alejamiento de las agendas de investigación antropológicas y etnográficas de los campos en tensión de los movimientos sociales hasta la década de los años noventa (Burdick, 1995).

La cuestión del compromiso, la toma de posición ante el conflicto y la co-producción del conocimiento como problematizaciones metodológicas de la IAP convergen tanto con las posibilidades de una etnografía crítica (Burbick, 1995; Hemment, 2007; Oslender, 2013), como con las nociones de justicia espacial y ambiental, y su perfil político ante las consecuencias socio-ambientales de la expansión del extractivismo.

Como pudimos observar en la segunda sección de este trabajo, una característica estructural en la construcción del campo socio-ambiental, es el ser un campo atravesado por múltiples intereses, legitimidades y posicionamientos en la estructura de poder, haciendo de la diversidad y de la multiplicidad características propias de las arenas de disputa en la que se expresan dichas tensiones. Estas características se reafirman al reconocer que en dichas disputas participa una gran diversidad de actores como activistas socio-ambientales, vecinos de áreas urbanas y rurales, pueblos originarios, profesionales de ONG y otras, sectores de la academia, representantes de gobiernos locales, técnicos y funcionarios, representantes del Estado y del mundo privado (Molina Roa, 2011; Bebbington et al, 2012; Walter y Urdiki, 2014).

Estas arenas, simultáneamente diversas y en conflicto, han de ser consideradas como una especificidad en la configuración dinámica y política de los campos etnográficos. La IAP de la mano de su concepción dialéctica del sentido común como campo de acción y como recurso cultural de los grupos oprimidos (Fals Borda, 1999), identifica en todo campo una base de poder que busca visibilizar e intervenir, buscando superar la ética de la representación.

Como bien muestra el estado de la cuestión en torno a los diversos campos de las tensiones socio-ambientales en la región, las transformaciones de la coyuntura neoliberal han transformado los marcos relacionales entre comunidades, mercados y Estados. El neoliberalismo, viene (re)configurando la arquitectura de las “bases de poder” en las que las investigaciones de acción participativa toman lugar. En este escenario emerge con fuerza el denominado “tercer sector”. Tanto las nuevas narrativas de reivindicación socio-ambiental como muchas de sus prácticas han mostrado un auge en el protagonismo de organismos no gubernamentales que capitalizan el espacio dejado por los Estados en la gestión del conflicto entre comunidades y empresas. Las nuevas metodologías de participación, así como también el reciclaje de versiones tecnificadas de la IAP le han dado a los actores profesionales, académicos y ONG, un rol mediador y en muchos casos protagónico y determinante en el desenlace de muchos de estos conflictos al presentar apoyo técnico y jurídico a las comunidades, a la vez que diseñar y definir muchas de las estrategias que se despliegan en estas tramas en conflicto.

La IAP en su versión originaria reconoce las particularidades de un campo múltiple; no obstante, propone una vigilancia fundada en una actitud anti-vanguardista de cara a la co-participación entre los actores en juego. En ese marco, aunque se reconoce el aporte y el lugar de actores del tercer sector, éste se propone como un rol catalizador y no dominante (Rahman, 1991), cautelando así el equilibrio en las relaciones colaborativas de co-producción del conocimiento.

Un silencioso aporte de la propuesta metodológica y teórica de Fals Borda fue la relevancia que le daría a la noción de “región”. Para el autor, además de las discusiones sobre la cultura –que lo aproximaban tanto a la tradición de Gramsci como a las discusiones antropológicas– resultaba necesario relevar la noción de “región” (a partir de la noción marxiana de “formación social”) como “un elemento clave en la interpretación de la realidad, así como para la creación de mecanismos de entrada y salida de poder colectivo (Fals Borda, 1991: 6). Es en el marco de espacios regionales en los que se disputan la interacción y la organización en la praxis, en donde la IAP puede producir su propio campo tanto horizontal como verticalmente, entre comunidades y regiones más amplias (6).

Lo anterior permite una convergencia - aún no plenamente problematizada- entre esta corriente metodológica y el llamado giro espacial (Soja, 2014), a su vez permite reabrir la discusión antropológica contemporánea sobre la noción de campo (Marcus, 1991; Gupta y Ferguson, 1997), incorporando la noción de “región” al debate etnográfico, abriendo los sentidos de lugar más allá de la localidad de los enfoques clásicos y tradicionales de la etnografía (Oslender, 2013). Por otra parte, la noción de “región” permite vincular los aportes de esta estrategia colaborativa a los desafíos que plantea el amplio repertorio de tensiones socio-ambientales, en la medida que en todas ellas los problemas involucran dinámicas regionales en las que interactúan instituciones, empresas, comunidades y activistas, y en las que la acción de co-producción del conocimiento está llamada a producirse, disputando la llamada justicia procedimental (Bret, 2016).

A su vez, existen experiencias de convergencia metodológica entre la etnografía y la IAP, como los trabajos de Oslender (2002 y 2013) y Urdiki Azkarraga (2008), en los que confluyen ambas tradiciones metodológicas en un marco ético-político de mutua implicancia entre el investigador y los sujetos, en los que éstos cobran relevancia en tanto actores movilizados y protagonistas de la producción colectiva del conocimiento.

Situándose en la convergencia entre etnografía, IAP y problemas espacializados en regiones ecológicas como el Pacífico colombiano, Oslender destaca que, pese a las posibilidades de mutuo enriquecimiento metodológico, los ejercicios participativos distan mucho de ser simples, destacando lo que denomina “frustraciones” que han de ser problematizadas metodológicamente y que se relacionan con las dificultades de la colaboración en el campo de la movilización social, inclusive entre actores locales (Oslender, 2013).

Esta línea de discusión sobre prácticas y métodos, puede aportar una problematización epistemológica desde la ética de la justicia y el compromiso político de las futuras investigaciones en torno a la justicia espacial y el medioambiente en la región.

Comentarios finales

A la hora de hablar de justicia espacial nos enfrentamos a sociedades plurales, de límites difusos, poliescalares, en las que coexisten distintas temporalidades y en las que sujetos, actores y grupos se enfrentan en razón de relaciones de desigualdad estructural, de una serie de intereses contrapuestos y de unas condiciones igualmente desiguales en las que procuran (o no) relaciones sociales y espaciales más justas. Estas desigualdades se producen tanto en el plano del acceso a los recursos, como en el plano de los procedimientos de ciudadanía y de participación, e incluso en el plano de las posibilidades de posicionarse públicamente ante dichas injusticias. Más que grupos armónicos, las sociedades aparecen en tensión y es el conflicto, más que la armonía o los acuerdos, la base de dichos relacionamientos.

Nos hemos propuesto vincular las discusiones más recientes sobre justicia espacial y las prácticas etnográficas a las que se recurre desde muy distintos campos cada vez con más frecuencia. En efecto, la legitimidad adquirida por la perspectiva propia y particular, tanto individual y colectiva, ha reorientado las formas de intervención de Estados, empresas y ONG para incorporar la voz y en general la perspectiva de esos otros. Tal reorientación ha dado lugar a una serie de procedimientos y metodologías que de distinta forma se vinculan con la práctica etnográfica; al subrayar algunas de las formas en las que la “observación participante” y otros componentes clásicos de la etnografía, convertidas en meras técnicas, se han incorporado en diversas agendas de intervención, no nos proponemos reconstituir una idea original o “mejor” de la etnografía sino más bien llamar la atención sobre la necesidad de profundizar las preguntas que dieron lugar a su utilización a gran escala.

En ese sentido, a partir de las definiciones de justicia espacial analizadas, se podría afirmar que a veces se privilegia el derecho (identificando lo justo con lo legal), a veces la cultura (subrayando perspectivas y experiencias específicas de determinados sujetos o grupos), o a veces la historia (incorporando el pasado al análisis del presente). Intentando dar cuenta de las condiciones múltiples y fragmentarias del presente, se encuentran incluso definiciones de la justicia o de la justicia espacial “situadas” que son definidas en función de posicionamientos políticos, morales o epistemológicos que surgen tanto en el momento de la escritura como de la observación participante. En síntesis, el derecho, la cultura o la historia, lo individual y lo colectivo, la realidad y su representación, se articulan de diversas formas dando lugar a nociones de justicia espacial que, dadas las características mismas de su construcción, no pueden generalizarse.

No obstante, la antropología contemporánea en Argentina y la región ofrece pistas metodológicas interesantes. La producción de cartografías y las metodologías que se detienen en los vínculos que se establecen en la (co)producción del conocimiento etnográfico, son algunos de los ejes a través de los cuales la etnografía podría responder a los desafíos de la complejidad contemporánea en la que espacio y sociedad se encuentran imbricados.

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1.

Retomamos aquí apartes de un texto anterior (Salamanca Villamizar, Astudillo Pizarro, y Fedele, 2016). Agradecemos a los editores su invitación a contribuir en este número, a los comentaristas por sus críticas a una primera versión de este trabajo, y a Miguel Benedetti por sus aportes. Naturalmente los errores y omisiones son nuestra responsabilidad.

2.

Investigador Adjunto CONICET. Director Programa “Espacios Políticas y Sociedades”, CEI-UNR. salamanca.carlos@gmail.com.

3.

Académico. Facultad de Humanidades y Educación Universidad de Atacama. Investigador asociado al Programa “Espacios Políticas y Sociedades”, CEI-UNR. francisco.astudillo@uda.cl.

4.

La mina es explotada actualmente por compañías multinacionales y que produce en la actualidad 32,8 millones de toneladas de carbón al año, con utilidades que representan casi un punto porcentual del PIB colombiano y más de la mitad del PIB del departamento.

5.

No obstante, ya en 2009 los niveles de pobreza eran del 67% y de pobreza extrema del 32.4%. De acuerdo a las estadísticas oficiales, entre el 2008 y el 2013 murieron 4.151 niños: 278 por falta de comida, 2.671 por enfermedades que pudieron haberse tratado y 1.202 que no alcanzaron a nacer (Defensoría del Pueblo, 2014).

6.

Esta vez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, tutelando el derecho de los wayúu al agua potable, al hábitat y a la alimentación (CIDH 2015).

7.

Entre los quince casos contenciosos sobre derechos indígenas y tribales sancionados entre el 2001 y el 2012 por la CIDH, Benedetti (2016) ha identificado siete que se refieren a derechos colectivos territoriales.

8.

(1) “Caso Comunidad Garífuna de Punta Piedra y sus Miembros Vs. Honduras” Sentencia de 8 de octubre de 2015 (Excepciones Preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas). Ver especialmente los tres Anexos con mapas: Anexo I, p.109, Anexo II, p.110, Anexo III, p.111. (2) “Caso Comunidad Garífuna de Punta Piedra y sus Miembros Vs. Honduras”. Sentencia del 8 de octubre de 2015 (Excepciones Preliminares, Fondo, Reparaciones Y Costas). Ver mapa en Anexo, p.84. (3) “Caso Pueblos Kaliña y Lokono Vs. Surinam”. Sentencia del 25 de noviembre de 2015 (Fondo, Reparaciones y Costas). Ver mapa en Anexos: Anexo I, p. 91, Anexo II, p.92, Anexo III, P.93.