Desigualdad urbana, inseguridad y vida cotidiana en asentamientos informales del Área Metropolitana de Buenos Aires

Por María Cristina Cravino1

Resumen

El artículo quiere demostrar que la sociogénesis de la violencia en los asentameintos del Area Metropolitana de Buenos Aires (AMBA) no se vincula a una forma de vida particular de los sectores populares, sino a un modo de relación del Estado con estos grupos (y la co-construcción de la vida sociopolitica). Veremos cómo el Estado en los márgenes se construye y reconstruye permanentemente y en estos espacios se muestra con gran visibilidad su ubicuidad, reforzando modos diferentes de “estatalidad”. En particular, interesa mostrar el despliegue del Estado punitivo, al mismo tiempo que no se garantizan los derechos a la seguridad de los habitantes de estos barrios. Escapamos a las generalizaciones sobre violencia en los asentamienttos, evidenciando sus diferencias y matices, así como el rol de los medios de comunicación en los proceso de estigmación y asociación de ellos con la delincuencia. La metodología utilizada para este artículo se basa en la revisión de notas de campo de diferentes investigaciones en asentamientos informales (1986-2015) del AMBA y entrevistas a los habitantes, quienes desarrollaron relatos espontáneos en cuanto a la situación de seguridad en sus barrios. Recupero, también algunas observaciones. Recurro, complementariamente a la mirada mediática de la prensa escrita sobre el tema.

Palabras clave: Asentamientos, Área Metropolitana de Buenos Aires, Violencia, Estado.

Abstract

This paper seeks to demonstrate that the social origins of violence in the settlements of the Metropolitan Area of Buenos Aires (AMBA) are not related to a specific way of life of the popular sectors, but to the type of relation established between them and the State (and the co - constitution of socio - political life). The article addresses the patterns in which the State in the margins builds and rebuilds itself permanently, showing that in these locations we can see prominently its ubiquity, reinforcing different forms of “statality”. Particularly, the focus is set on the display of the punitive state as the right to security of the inhabitants of these settlements is not guaranteed. Moreover, we avoid generalizations which indicate that these types of neighborhoods are violent by revealing their differences and nuances, as well as the role of mass media in stigmatizing and associating them with crime. The methodology used in this document is based on field notes of different research projects in informal settlements (1986-2015) of the AMBA and interviews with their inhabitants, who spontaneously narrated the state of security in their neighborhoods. I also resort to mass media in the written press on this subject.

Keywords: Settlements, Metropolitan Area of Buenos Aires, Violence, State

 

Recibido: 17 de mayo de 2016.

Aceptado: 10 de agosto de 2016.

 

Introducción

La cuestión de la seguridad se constituyó en una preocupación recurrente y creciente de las clases medias y clases medias altas de las ciudades de América Latina, donde el Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA) no parece escapar (Kessler, 2004) y se articula a una línea de análisis en cuanto a violencia urbana persistente (Briceño León, 2012 y Briceño León et al., 2008). Sin embargo, aquí quiero plantear la relación entre la desigualdad urbana, la inseguridad y la vida cotidiana de los asentamientos informales del citado conglomerado urbano de Argentina. Tomaremos el concepto de inseguridad de Kessler (2009:194), para quien no es definida “como una acumulación de hechos riesgosos, sino como vinculada a la transformación de la experiencia urbana”.

El AMBA 2 comprende la ciudad de Buenos Aires y 24 municipios que la rodean. Este aglomerado urbano albergaba en 2010 cerca de trece millones de personas 2010, de acuerdo con los datos de INDEC. Los asentamientos populares de AMBA se expresan en dos formas: en la ciudad de Buenos Aires en la modalidad denominada “villas”, mientras que en el Conurbano Bonaerense se observa además la presencia de “asentamientos” o “tomas de tierras”. Las primeras representan espacios de trazado irregular de calles, fuerte presencia de pasillos angostos y con mayor densidad poblacional, los segundos corresponden a ocupaciones de suelo que cumplen con el trazado de cuadrícula urbana y tamaño de lotes acordes a la normativa urbana vigente (para mayores precisiones de estos tipos de barrios ver Cravino, 2006).

Durante muchos años realicé investigaciones en ellos, tanto en la Capital Federal3 como en el Conurbano Bonaerense: en la segunda mitad de la década de los ochenta como estudiante de antropología, otros a comienzos de los años noventa como recién graduada y en los años dos mil como docente investigadora. Como en toda indagación dentro del campo de la antropología de la ciudad que aborde la vida urbana cotidiana contemporánea, surgen en las conversaciones y observaciones los tópicos de inseguridad o violencia. En diferentes publicaciones producto de dichas investigaciones no incorporé este tema o lo hice colateralmente, lo que no significa que estuviera presente en mis reflexiones. Siempre tuve temor a poder calibrar con precisión las afirmaciones sobre el tema, ya que la violencia forma parte del estigma que cargan estos barrios y no quería que suceda la repetida frase de que “todo lo que diga sea usado en su contra” (Bourgois, 2010). No me sentía cómoda con las presentaciones naif ni con las que le dan excesiva preeminencia al delito o la violencia en la vida barrial. Me resultaba difícil presentar tamizadamente las observaciones, mientras algunas aristas no me resultaban suficientemente claras, como me sucede todavía. Circulaban relatos, rumores4 en relación a situaciones de delito o violencia que fueron registrados, pero optaba por centrarme en el tópico en donde había puesto mis objetivos de investigación (Cravino, 1998, 2006,2008, 2009, 2012, 2014, Cravino et al.., 2008, entre otros).

No busco aquí agotar todas las preguntas que se me fueron suscitando a los largo de los años, sino recuperar y sistematizar algunas observaciones y reflexiones de situaciones registradas en las últimas décadas en estos barrios para dialogar y discutir con algunos trabajos académicos y también con las imágenes que repetidamente circulan en los medios de comunicación, en donde el tema está instalado desde hace años. Entonces, este artículo no responde a los resultados de una etnografía en particular, sino a una reflexión sobre los datos recabados en diversos trabajos de campo realizados.

El tema de la violencia urbana fue analizado por las Ciencias Sociales en Argentina5 desde entradas divergentes (Kessler, 2004 y 2009; Auyero, 2012; Miguez e Islas, 2010, entre otros), con preponderancia de lo que sucedía en la aglomeración de Buenos Aires. Kessler (2004) indicaba que una encuesta realizada en el año 2000 en la Ciudad de Buenos Aires sobre inseguridad arrojaba que el 93% de los entrevistados consideraba que la situación era grave o muy grave y que se acentuaba entre quienes se ubicaban en los sectores socioeconómicos altos. A su vez, el mismo autor en dicho trabajo referencia que el 64% de los consultados afirmaba haberse mantenido alejado de ciertas zonas o evitado ciertas personas por temor. El abordaje predominante de los medios de comunicación asocia sin cesar a los asentamientos informales con la inseguridad y el narcotráfico y generan, por tanto, que estos espacios sean evitados. Consideran, a su vez, que la violencia es adoptada como la modalidad corriente de relacionamiento entre vecinos en estos lugares y es causa de la inseguridad de toda la ciudad en su conjunto.

Quiero demostrar en las secciones que siguen, en primer lugar, que la sociogénesis de la violencia en los asentameintos no se vincula a una forma de vida particular de los sectores populares, sino a un modo de relación del Estado con estos grupos (y la co-construcción de la vida sociopolítica). Esta gubernamentalidad (Foucault, 1978), sin pretender caer en posturas deterministas, fue modelando la vida cotidiana allí, reforzando su lugar de subordinación en la sociedad. Tiene dos caras complementarias, relacionadas y a veces en conflicto: por un lado son objeto de sospecha permanente y se despliega sobre ellos un control constante por medio de fuerzas de seguridad y, por otro lado, no son sujetos de derechos en cuanto al acceso a la seguridad. Este derecho negado tiene consecuencia, además, en el acceso a la vivienda, a la educación o la salud, así como a la ciudad y al ambiente. No es neutro, conlleva estar expuestos a situaciones de violencia sin resguardo del Estado. De esta forma, la imagen que circula en la sociedad de estas zonas “especiales” deslegitima la iniciativa de políticas públicas que se ocupen de las condiciones urbanas estos habitantes de la urbe. Veremos cómo el Estado en los márgenes (Das y Poole, 2008) se construye y reconstruye permanentemente y en estos espacios se muestra con gran visibilidad su ubicuidad, reforzando modos diferentes de “estatalidad” (Ferraudi Curto, 2014), lábiles. Esta presencia diferenciada del Estado puede ser tomada como hipótesis para explicar la topografía de menudeo de los traficantes de drogas, no su geografía compleja. La situación de sujetos vulnerados de sus habitantes puede ser pensada como una fértil condición para que grupos que viven del delito o de comercios ilegales tengar la tranquilidad de no ser expulsados de esos lugares y ejercer la violencia con impunidad.

En segundo lugar, creo que tenemos que tener cuidado con generalizar o analizar unidireccionalmente la violencia en estos barrios. Coincido con Terra y Fabres de Carvalho (2015) cuando afirman, tomando en caso las favelas cariocas, que no hay un “patrón favela” para toda la ciudad en términos de justicia paralela vinculada al crimen. Discuten con la idea de una “ley de la selva” vinculada al comercio de drogas, porque esta idea lleva a homogeneizar las relaciones intersubjetivas y, por el contrario, los autores contemplan la génesis social y urbana de cada favela y las relaciones vecinales que alli se establecen. Este es nuestro punto de partida, porque a lo largo del recorrido en diferentes barrios, constamos fuertes diferencias en la situación de seguridad, zonas dentro de los asentamientos y cambios durante el tiempo. Tengo presente que en algunos barrios caminaba sin ningún tipo de cuidado, incluso hasta altas horas de la noche y otros donde era imposible seguir los innumerables consejos de cuidado personal que debía procurar de acuerdo tanto a los mismos habitantes de los barrios como a los conocedores externos de ellos. Creo muy peligroso extrapolar esta condición de inseguridad cómo homogénea por dos razones: primero porque nos puede llevar a pensar soluciones equivocadas y segundo porque no hace más que cristalizar el estigma de zonas violentas, perjudicando aún más la vida cotidiana de sus habitantes y negando cualquier capacidad de agencia de los habitantes.

La metodología utilizada para este artículo se basa entonces en la revisión de notas de campo de diferentes investigaciones en asentamientos informales (1986-2015) del AMBA, donde el tema de la seguridad no era una el centro de la indagación y entrevistas a los habitantes, quienes desarrollaron relatos espontáneos en cuanto a la situación de seguridad en sus barrios. Recupero, también algunas observaciones. Recurro, complementariamente a la mirada mediática de la prensa escrita (diarios de tirada nacional) sobre el tema.

La estructura del artículo es la siguiente: en primer lugar abordaré los estigmas que circulan sobre estos barrios en cuanto a ser considerado foco y generador de inseguridad, tomando la presenta y lo que los entrevistados en estos años han sugerido. Luego, presentaré la mirada de los habitantes acerca de la seguridad-inseguridad interna y las intervenciones de las fuerzas policiales. Por último, presentaré algunas reflexiones.

Estigmatizaciones que pesan en los habitantes: “No es como dicen los medios”

Las villas son escenarios naturales para el arraigo de bandas de narcotraficantes por las barreras que bloquean la presencia sólida del Estado en esos asentamientos. Urbanizaciones precarias, laberintos interiores, carencias de servicios elementales y necesidades socioeconómicas insatisfechas son terrenos aquí, como en otros países, casi entregados a quienes imponen la fuerza. El problema es hoy preocupante, en opinión de especialistas de seguridad pública, y puede agravarse (La Nación, 25 de abril de 2010).

Silva (2008), analizando publicaciones de fines de la década de los noventa y comienzos de la de los dos mil,6 encuentra una presencia relevante del tema en los diarios de tirada nacional y su asociación con la delincuencia y la inseguridad. Otro de sus hallazgos es una tendencia a la homogeneización de lo que sucede en los barrios. Creo que esto no ha cambiado en los años siguientes.

Varias villas de la ciudad de Buenos Aires y algunas del Conurbano Bonaerense son las que recurrentemente motivan artículos en los principales diarios nacionales. Tomamos algunos de los últimos años para desentrañar esta mirada estereotipada. En todos ellos, la idea de peligrosidad, problemas internos entre bandas narcos y la cotidianidad de la violencia son elementos que contribuyen a generar una idea pública sobre estos barrios. Si bien hay matices en el tratamiento según el diario que se trate, prima la mirada del periodista, el saber de los funcionarios policiales, judiciales o de los distintos niveles de los poderes ejecutivos (nacional, provincial o municipales). La voz de los habitantes si aparece lo hace en segundo plano y casi siempre para convalidar las afirmaciones estigmatizantes de los periodistas.

Seleccioné algunas notas publicadas entre los años 2008 y 2015 entre los diarios Clarín, La Nación y Página 12, que son ejemplificadoras de cómo tratan los medios lo que suceden en los asentamientos del AMBA, ya que la temática tiene una presencia constante en ellos. La nota del diario Clarín del 12 de julio de 2008 lo aborda. Está referida a una zona “residencial de villa Ortúzar” explicaba que en el año 2005 el Instituto de la Vivienda de la ciudad de Buenos Aires “impulsó el desalojo del terreno pero la justicia dictó el sobreseimiento de los ocupantes”. Continuaba:

Es que los moradores no son siempre los mismos: se van unos y llegan otros y esto impide individualizar a las personas y proceder en el desalojo. Otro vecino le aseguró a Clarín que la cuadra se volvió muy insegura: Aunque no todos los que viven ahí son violentos, hay muchos que nos amedrentan, por eso nadie quiere hacer una denuncia con nombre y apellido.

Es una muestra paradigmática de cómo se suele tratar el tema: los múltiples problemas que tienen los vecinos de los barrios “formales” en relación a los “informales”. Al año siguiente el mismo diario publicaba una nota (3-6-2009) titulada “Crece la ocupación del terreno en la esquina de Gallo y Corrientes, con un tratamiento muy similar: robos en la zona y miedo de los vecinos en relación a los habitantes del asentamiento. Encuentro así lo que Eugenio Zaffaroni (2011) denomina “criminología mediática”, como relato recurrente que reedita ideas punitivas (Nicolás, 2013).

Luego, se destacan las numerosas notas para describir la supuesta peligrosidad de los asentamientos, disputando una suerte de ranking entre los barrios peor reputados. Para esto fue ganando lugar el relato en primera persona del periodista, fundiendo un estilo costumbrista con la crónica policial. Como ejemplo, podemos citar la nota del 12-10-2008 (La Nación) “Villa 21-24. Entre Barracas y Parque Patricios. Violencia y paco: Cómo se vive en la villa más peligrosa de la Capital”. Resaltaba que “el 70 por ciento de los homicidios que llegan a la Fiscalía de la zona ocurre en sus calles. Los grandes problemas son la droga y las pandillas. Los vecinos reclaman mayores medidas de seguridad y asistencia”. Esta nota, rescata el pedido de los habitantes sobre la necesidad de solucionar el tema, pero la idea que se trasmite es fundamentalmente el peligro de la zona para el resto de los ciudadanos de Buenos Aires. Otra crónica en el mismo sentido aparece titulada por Clarín del 02-07-2012: “Dos enclaves cruzados por el delito y la droga”, con subtítulo “Bandas juveniles en San Martín”, aludiendo al municipio del Conurbano. La nota desarrollaba:

El partido de San Martín es uno de los distritos del conurbano con más asentamientos o villas de emergencia. Y uno de los problemas que enfrenta desde hace ya unos años, es que es una de las jurisdicciones con más delito juvenil de la provincia. Se aludía a que según fuentes judiciales que trabajan en el tema, lo más común es que haya jóvenes de 16 años que actúan junto a cómplices algo mayores, de 18 ó 19. Se relataba: “Los asentamientos del partido son, además, una usina constante de bandas que suelen moverse por el Oeste o el Norte del conurbano bonaerense (…). Secuestros exprés, robos a casas y “entraderas” están entre los delitos más comunes.

Se trasmite, sin pruritos, que estos barrios son espacios generadores de delincuente, “usina” en sus términos.

Existe en los últimos años lo que puede denominarse casi un nuevo género periodístico policial: “la guerra entre bandas de narcotraficantes” en los asentamientos. Por esto, existen numerosos relatos en los diarios. en particular sobre la Villa 1-11-14 de Bajo Flores, donde la disputa se da entre Alionzo Rutillo Ramos Mariños, alias "Ruti" versus Marco Antonio Estrada González, alias “Marco”. Existen notas, al menos desde el año 2005 sobre este enfrentamiento, pero continúan hasta el año 2015. Podemos indicar que en los títulos publicados por los diarios La Nación y Clarín en este último año en referencia a a la villa 1-11-1 hacen a alusión a “zonas peligrosa” , “ejércitos” de los narcotraficantes, “masacres”, “balaceras”, “guerras” entre agentes de la producción y venta de droga. Como se ve, se supone que el lector está familiarizado con este enfrentamiento “histórico” de bandas y con sus personajes, como si fueran capítulos de una novela. Más recientemente, comenzaron a trazarse historias sobre grupos vinculados al delito en la villa 31 de Retiro, dentro de la Ciudad de Buenos Aires. También sobre el Conurbano Bonaerense son recurrentes las alusiones al Municipio de San Martín. El diario La Nación del 5-8-2009 titulaba: “Una cumbre narco terminó con 2 muertos y 7 detenidos”. Se describía que “se dispararon 300 tiros”. Aludía a la villa 9 de Julio. En estos casos prima dicha narrativa novelística. El relato sigue con el desenlace minucioso de hechos hasta que se produjeron las muertes y se repite los nombres de los supuestos jefes de las bandas enfrentadas. Este mismo diario el 25-4-2010 en una nota con titulo “Droga y crímenes. Nada frena el avance de los narcos en las villas porteñas” y explica los aspectos urbanos y humanos de la circulación de droga en estos barrios. De esta forma se va desplegando una geografía del delito, en función de la ubicación de diferentes asentamientos, la que es incorporada a la percepción de la ciudad de los habitantes metropolitanos.

Otras notas registran modos originales de operativos policiales, como Página 12 del 24-10-2014, que indicaba un allanamiento “antinarcos” en la villa Los Paraguayos del Municipio de Quilmes, donde la fuerza policial ingresó oculta en un volquete.7

En algunos casos se aborda la subjetividad de la inseguridad en estos barrios. De sete modo, el diario La Nación del 12-07-2008 titulaba su nota “peligrosas” y hacía referencia a la Villa 20 de Lugano y la negativa de sus habitantes de que se muden cerca de allí personas de Villa Soldati y de la villa 1.11.14. Ellos consideraban a los vecinos que querían trasladar a viviendas de interés social cercanas como peligrosos. Se cita en la nota: "sobre que tenemos una gran delincuencia acá adentro, nos traen otros villeros", dijo Beatriz Solís, de 59 años”. Esto muestra cómo el estigma se reproduce en toda la sociedad, incluyendo a los mismos habitantes de las villas.

Excepcionalmente, los diarios registran la voz de reclamo de los habitantes de los asentamientos sobre el estigma que les pesa y los homogeniza. Una noticia publicada por el diario Página 12 del 1-6-2009 denunciaba el repudio de un barrio criticaba al “amarillo de la tevé”. Se refería al caso de un informe presentado sobre el barrio Zavaleta de la Ciudad de Buenos Aires donde se la catalogaba como la villa más peligrosa”. Allí se mostraba la exposición de adictos y escenas tomadas de la ficción como si fuera real. Los vecinos organizaron un festival frente al canal América TV como protesta. Esto mostraba hasta dónde se llega con la estigmatización de estos barrios.

Este tipo de noticias y comentarios periodísticos se repiten todos los días en los diarios, en las radios y en la televisión. En esta última se da el despliegue de programas “especiales”, dedicados a exponer cómo se trafica o consume droga en los asentamientos. Sin duda, consolida y recrea los estereotipos que circulan, agregándole cada vez más una pisca de peligrosidad mayor, en una suerte de “periodismo aventura”. Por esto, más allá de las diferencias, los habitantes de los asentamientos populares se saben sujetos de mala reputación por su lugar de residencia, ya que circula la idea de ser lugares inseguros y locus de residencia y operación de delincuentes responsables de la inseguridad metropolitana. Un ejemplo claro de ello fue la acusación del Jefe de Gobierno de la Ciudad acerca de que migrantes de países limítrofes, y en su razonameinto delincuentes del narcotráfico, eran los responsables de la ocupación del Parque Indoamericano en el año 2010 (Cravino, 2014) y la repercusiones mediáticas en apoyo que tuvieron sus palabras.

Cuando en el año 2003 inicié el trabajo de campo en la Villa 1-11-14, una de las frases que más me repetían los entrevistados en los primeros días era: “no somos como dicen los diarios/la televisión”. Yo buscaba indagar sobre el mercado inmobiliario informal y no preguntaba sobre cómo estaba el barrio en temas de seguridad y hasta prefería evitarlo porque era muy difícil averiguar sobre ello sin que pensaran que yo portaba los prejuicios que consideraban tenían todos aquellos que no vivían en el barrio. Sin embargo, durante semanas ellos explicaban múltiples situaciones que eran tergiversadas por los medios de comunicación y que buscaban aclarar lo que había sucedido y salir de la imagen estereotipada que se los colocaba y que daba a entender que todos los que habitaban allí eran delincuentes. Era corriente que cualquier noticia en televisión sobre una villa era anticipada con adjetivos que la consideraban “la villa más peligrosa de la capital” o “la villa dominada por los narcos”, como ya se mostró. Los entrevistados una y otra vez, expresaban que el barrio no era tan inseguro como se trasmitía o se creía. Esa frase inicial solía venir acompañada de otra idea que se repetía como un rezo y que deseaban los pobladores que los visitantes entendiéramos: era “como cualquier barrio”, donde “la mayoría eran gente trabajadora” y solo una pequeña minoría realizaban actividades delictivas. Solo con el tiempo los pobladores comenzarían a hablar de lo que les sucedía a ellos en cuanto a seguridad. En el siguiente apartado me referiré a ello.

Algo similar aconteció en muchos de los barrios populares visitados. Por su parte, los actores externos que llegaban asiduamente a las villas de Buenos Aires, ya sea por trabajo, militancia, ayuda social o religiosa, intentaban conjurar la imagen negativa que era naturalizada en la sociedad metropolitana para aquellos que comenzábamos a visitarlos. De esta forma, en una ocasión cuando iniciamos una investigación en la Villa 21-24 de Barracas, una agente cultural, me enviaba mensajes diciendo: “el muerto que apareció descuartizado en el container es un ajuste de cuentas, vos no te preocupes” o “ese día hubo un tiroteo pero ahora está todo tranquilo, como siempre”. De esta forma, se marcaba que el peligro era para quienes residían allí. Algunos estudios muestran, efectivamente, la coincidencia entre víctimas y victimarios en cuanto a los lugares de residencia, los asentamientos informales, y a su vez, que las tasas de homicidios eran mucho más altos en éstos (Corte Suprema de Justicia, 2014).

Como hace referencia Kessler (2009) la mala reputación es naturalizada por los habitantes de los asentamientos en relación a otros, tal como quedó expresado en la mirada de los medios de comunicación escrita. En una ocasión, realizando una experiencia de extensión universitaria, a fines de los años 2000, decidí organizar una visita de diferentes referentes de las villas porteñas a los barrios Carlos Gardel de Morón y Villa Palito-Barrio Almafuerte en La Matanza (ambos en el Conurbano Bonaerense). Hablando por teléfono con un delegado de la Villa 1-11-14, éste me preguntó: ¿“se puede llevar filmadora a Gardel?”. Mi respuesta fue: “claro, no hay problema, es un encuentro entre personas que buscan la urbanización de sus barrios, un intercambio de experiencias”. El delegado me interrumpió y me aclaró: “digo, me refiero a si es muy peligroso, si me la pueden chorear (robar)”. No pude dejar de sorprenderme cómo un referente de una de las villas consideradas “más peligrosas” (sino la que más) de la Ciudad de Buenos Aires, se preocupara por la inseguridad en otra. Ernesto,8 me aclaró: “es por lo que se ve por la tele”. El estigma sobre estos barrios circula incluso entre los que habitan barrios similares. Este es el gran poder de los medios: dispersar imágenes urbanas que tienen gran peso en las percepciones y prácticas de las personas, porque lo que sucede es que a partir de esta información buscan evitar entrar en las villas. Esta marca negativa no se borra aún cuando estos asentamientos fueran intervenidos por el Estado y transformado en “barrios formales”, tal como es el caso de Carlos Gardel en el Municipio de Morón, donde los vecinos del entorno siguen llamando el lugar como “villa”. A su vez, en el análisis de su sociogenésis hay que considerar que muchos de estos barrios fueron, inclusive, construídos por políticas estatales y sería necesario profundizar entonces las transformaciones de la estatalidad en ellos.

En síntesis, son fragmentos de ciudad sin estatus de ciudad (Cravino, 2006) y, por lo tanto, espacios deslegitimados, donde funcionarios del área de seguridad del Estado actúan, tratándolos como “espacios de excepción” (lo que O’Donnell –1993– denomina “áreas marrones”, de acuerdo con la cita de Auyero y Bertoni, 2013). Esto genera fronteras más sólidas en términos simbólicos, políticos y jurídicos entre las zonas urbanas legítimas e ilegítimas y donde las fuerzas de seguridad aplican normas especiales de impunidad para estas últimas (Tiscornia, 2008; Pita, 2010). Estas zonas también hacen que la clasificación se extienda a “vecinos legítimos” y “vecinos ilegítimos”, a quienes incluso se les niega el tèrmino de “vecinos” para pasar a ser “ocupantes” u “okupas” (Fava, 2014; Cravino, 2013). En estos procesos de legitimación-deslegitimación, se juega la estatalidad: construyendo los márgenes de la ciudad, se reproduce de un modo específico el Estado mismo.

El Estado en los márgenes: “Acá nadie nos defiende, estamos a la buena de Dios”

Los asentamientos informales son barrios autourbanizados. Esto quiere decir, que sus habitantes construyeron la mayoría de los elementos que implican la urbanización (Cravino, 2006, 2008): trazado de calles, aunque sean irregulares, veredas, cloacas, agua, electricidad, iluminación, plazas, centros comunitarios y en algunos casos hasta escuelas y centros de salud, así como polideportivos o iglesias. Esto supone un urbanismo tácito9, donde se conforman reglas que establecen qué se puede hacer y qué no. Por otra, muchos de estos equipamientos e infraestructura fueron hechos colectivamente por los vecinos por medio de asociaciones, mutuales o cooperativas. La autorización para modificar una vivienda o intervenir en el espacio público para sí o con un fin comunitario, por tanto, puede llegar a provenir de la representación política barrial, quien ejerce cierta autoridad las reglas de este urbanismo tácito. No obstante, sería imposible que las organizaciones barriales o las reglas tácitas de convivencia vecinal puedan establecer un modo de regulación eficiente sobre la seguridad de estos espacios urbanos. Entonces, si el Estado que tiene el monopolio de la violencia no está presente para garantizar la seguirdad rige “la ley del más fuerte” si algunos detentan dicha violencia y sus habitantes portan una ciudadanía devaluada y localizada. No obstante, está presente otra cara del Estado, la de organismo punitivo cuando sí busca garantizar la seguridad de los habitantes de otros espacios urbanos. Estamos, entonces, en presencia de un Estado de dos caras.

Esto significa que la mayoría de la población habitando en asentamientos se ve obligada a generar mecanismos defensivos en relación a las personas que ejercen violencia en algunos de estos barrios, estrategias que se traducen en vivir encerradas en sus viviendas, guardar silencio o apoyarse en redes sociales, políticas o religiosas, entre otras. Si la situación es aguda les llevará a mudarse a otra vivienda en el barrio o a otra zona de la ciudad.

Cabe aclarar que cuando aludimos a la “ley de más fuerte” no es una condición simple, ya que se sitúa en un contexto local, incidido por la forma de relacionamiento con el Estado en los márgenes y los márgenes del Estado. Quiero decir que también, al igual que en el urbanismo, aunque de forma más limitada, existe cierto pluralismo jurídico (De Souza Santos, 2009), donde algunos hacen “justicia por mano propia”, amparados por una economía moral de las multitudes (Thompson, 1995), pero también por la imposición de ciertos poderes económicos vinculados al delito o a redes políticas. Estos márgenes de acción se amplían o acortan, de acuerdo con las reacciones de los vecinos, su capacidad de hacer, la presencia de actores externos como la Iglesia, ONG, u organización del Poder Judicial (en sus distintos niveles) o la denuncia en la prensa. No existe una supresión total de las normas sociales o una “ley de la selva”, sino una capacidad diferencial de agencia de los habitantes cuando el Estado no hace ejercer las normas de forma similar a otras zonas de la ciudad (o el monopolio de la violencia), sino por el contrario existe la suspensión de muchas de ellas temporal y espacialmente, con la idea de “estado de excepción” (Tiscornia, 2008).10

La desconfianza interna es una de las características de quienes viven en estos barrios populares. Eso es lo que encontré en las diversas investigaciones realizadas. Nos aleja de la idea del barrio como comunidad y nos acerca a la imagen de un sector de la ciudad donde el conflicto cobra un lugar relevante por el tipo de estatalidad vigente allí. Las reglas sociales están presentes de forma débil y solo fortalecidas cuando los grupos sociales barriales pueden hacerlas valer. El Estado no las garantiza, generando un hiato entre zonas de la ciudad.

Excepcionalmente, las organizaciones vecinales pudieron ejercer algún tipo de control sobre la presencia de actividades ilegales en estos espacios. Recurrimos para ello a tres ejemplos ilustrativos que conocimos: en la década de los noventa en un asentamiento en el Municipio de Quilmes los vecinos conminaron a unos habitantes a que dejen el barrio, cuando supieron que se dedicaban al robo. En los años dos mil en un barrio del Municipio de la Matanza, los vecinos hicieron lo mismo con una familia que vendía droga y allí los rodearon y le dijeron que si no se iban les incendiaban la vivienda. Sin embargo, esto no es frecuente ya que requiere de una organización vecinal con capacidad de imponer reglas que impliquen la expulsión de la violencia como parte de la vida cotidiana. Otro caso relevante fue encontrado en la Villa 31, donde un grupo de vecinos había organizado una alarma casera, que sonaba de forma similar a la de un automóvil y el acuerdo era que ante su encendido, deberían salir a la calle para ver que sucedía e impedir el delito hacia algún habitante de esa zona del asentamiento.

Una de las formas que más nos acercan a la relación construida y reconstruida durante décadas entre los habitantes de asentamientos populares y algunas instituciones del Estado nacional, provincial o local y que marcan las fronteras de sus derechos (hasta cierto punto móviles) es cómo fueron tratados por las fuerzas de seguridad de estos distintos niveles. Este relacionamiento les llevó a los habitantes de los asentamientos populares del AMBA al aprendizaje de que pueden hacer reclamos a diferentes agencias estatales, pero prácticamente nunca sobre cuestiones seguridad, ya que son considerados victimarios y no víctimas. Ese tipo de demanda era reservada para los sectores medios o altos y ellos, por el contrario, se constituían en sujetos de sospecha, como me explayaré en el siguiente apartado.

Recientemente, surgieron trabajos como el de Auyero y Bertoni (2011) que nos alertaron sobre la importante presencia de violencia en estos espacios urbanos y lo categorizaban como un problema endémico y sistémico. Sin embargo, como mencioné, la extrapolación de la situación de una zona en particular a todo el Conurbano Bonaerense como se dio a entender en el libro, incluso en su título y la descripción etnográfica, donde el centro de la vida pareciera establecerse sobre las situaciones de violencia, nos hacen dudar si este trabajo no genera confusiones. Me refiero tanto por su extensión a toda la urbe como por dar lugar a naturalizaciones sobre los modos de vida en estos espacios urbanos. Lo que quiero marcar como disidencia es que considero que la vida urbana en los asentamientos se encuentra marcada por los ritmos clásicos de un espacio residencial de sectores populares, donde los habitantes salen a trabajar al resto de la ciudad, tienen sus propios lugares de empleo en el barrio, los niños acuden a las escuelas, las mujeres y hombres hacen sus trámites o tareas en las diferenes instituciones comunitarias (si las hay) dentro o fuera del barrio. Hay una parte de las acciones cotidianas que se encuentra autoregulada por las dinámicas de las relaciones vecinales, con alguna participación del Estado por medio de programas sociales o recursos a las instituciones locales, con mayor o menor presencia de referentes o autoridades barriales o de organizaciones externas. No obstante, como ya afirmamos, un aspecto de esa dinámica cotidiana no puede ser autogobernada: los servicios de seguridad y evitar la presencia o accionar de delincuentes. Esa es la cuestión de su debilidad, no su topografía.

Algunos años antes Kessler (2009) planteaba la inseguridad como un problema social, construido, vivenciado y territorializado en nuestro país, con clivajes por región, clase social y género. Cinco años antes, este mismo autor había presentado un trabajo pionero sobre las transformaciones del delito que él denominó “amateur” y sus causas, del que ya hiciera referencia (Kessler, 2004). Tomaré algunas de sus reflexiones de ambos libros. En su primera publicación indaga sobre los delincuentes jóvenes y dedica un espacio a la relación de éstos con sus barrios. Kessler, en el trabajo sobre el sentimiento de inseguridad, despliega una mirada matizada en tiempo y lugar sobre el delito y su sensación, idea que no debemos perder. La búsqueda de comprender el fenómeno como una construcción socio-histórica, tanto anclada en hechos como sobre el debate público del problema nos inicita a pensar en ese mismo sentido, en la génesis de la relación entre vecinos de asentamientos informales y la construcción social de la seguridad –inseguridad en sus barrios como en toda la metrópoli–. Se fueron estableciendo las cadenas de sentido explicativas, taxonomías espaciales, que organizaron la percpeción de los habitantes, asignando a los barrios informales el lugar más bajo (y más peligroso) en las jerarquías urbanas barriales.

Vi a lo largo de estos años que constituía parte del habitus urbano de quienes habitan asentamientos populares, no confiar ni contar con las fuerzas de seguridad. Esto es producto de una decantación de muchas décadas de experiencias (desde el origen de cada barrio), donde las autoridades de seguridad o los desalojaban, abusaban de ellos, chantajeaban, mataban, ignoraban y solo en contados casos resolvía algún problema de delito en sus barrios. Reitero la idea de doble estándar de actuación de la policía, previniendo o actuando cuando se comete un infracción a las normas en la ciudad “formal” y “dejando que resuelvan solos” sus conflictos, si es necesario con violencia, en los asentamientos populares (sino generando/garantizando/reproduciendo el delito allí).

Quiero presentar a continuación, brevemente, algunas experiencias de campo, tomadas, como se indicó, de diferentes investigaciones, donde compartía viviencias con vecinos de asentamientos informales del AMBA y que permiten evidenciar cómo es incorporada la inseguridad y la presencia policial al habitus urbano de estos barrios y a su experiencia formativa y organizativa.

1986. En el Barrio 2 de abril (Hurlingham), cuando aún era estudiante de antropología y apenas pasaba los veinte años hice mi primer trabajo de campo en un asentamiento informal, donde escuché diferentes relatos de jóvenes de edades similares a la mía. En una de las visitas mientras tomábamos mates y conversábamos de diferentes temas, ellos, comenzaron a hablar entre sí y surgieron anécdotas similares: todos en el último año habían sido demorados o detenidos por la policía bonaerense sin motivo alguno, inclusive varias de las mujeres. En particular, me llamó la atención un relato: dos de ellos la semana anterior habían sido abordados por dos agentes de un patrullero, que les habían robado las camperas y había retenido sus documentos. Los habían subido al automóvil y a varias cuadras los hicieron bajar, diciéndoles que miraran para otro lado y les rebolearon sus documentos, pero nunca les devolvieron las camperas. Es decir, el maltrato variaba desde detenciones arbitrarias, amenazas callejeras hasta robos y en algunos casos apremios ilegales. Obviamente, este tipo de aprendizajes marcó la vida de estos jóvenes. Yo también habitaba en el oeste del Conurbano Boanerense hasta un año antes de mi llegada al asentamiento y si bien había vivido diversas situaciones en relación a la fuerzas de seguridad, éstas tuvieron relación con el Ejército en los años del último gobierno militar, cuando era pequeña. Estos relatos hacían evidente que las experiencias de la juventud en relación a las fuerzas policiales eran totalmente diferentes y esta se debía al lugar de residencia. Yo habitaba un barrio de clase media-media baja, pero no un asentamiento. Con esto quiero afirmar que ser objeto de sospecha no es solo eso, sino que implica un accionar constante de persecución, chantaje, violencia e incluso muerte (Tiscornia, 2008), que hace que los adolescentes y jóvenes evitaran y eviten estar en la mirada de la policía, en este caso la bonaerense.

1995. En un asentamiento del municipo de Quilmes, una mujer de un poco más de cuarenta años me relataba que una vez había ido a denunciar a la comisaría que le habían robado elementos de su casa. Los agentes que la atendieron nunca le tomaron la denuncia porque le dijeron “si vos vivís en una villa no tenés derecho a quejarte, seguro fue uno de tus vecinos”. Este fue otro aspecto de la práctica constante de las fuerzas de seguridad, que implicaba otro mensaje: los habitantes de los asentamientos populares se tenían que arreglar entre ellos si existía un delito porque el Estado, en los márgenes, no iba a intervenir. Ellos tenían que regular el cumplimiento de las normas sociales vigentes, aún cuando sí estaban presentes en su rol punitivo, como ya indicamos en los casos en que el delito se cometió contra habitantes de la urbe “formal” y los acusados recurrentemente eran los habitantes de los asentamientos populares.

2000. En La Cava (San Isidro), con mucha preocupación diferentes mujeres, madres de hijos adolescentes, nos relataban a un colega y a mí el proceder de la policía provincial. Es oportuno mencionar que esta villa tenía una comisaria asignada solo a ese barrio. Ellas nos explicaban con detalle los modos de operar de esos agentes públicos: cuando un joven cometía un delito y era apresado, los oficiales de la comisaría les decían que a partir de ese momento tenía que “trabajar” para ellos, robando. Igual proceder hacían con otros que nunca habían cometido infracción, pero eran igualmente aprehendidos y extorsionados en el mismo sentido. Si las fuerzas del orden eran parte de la trama que organizaba el delito, los habitantes de los asentamientos populares y en particular los adolescentes y los jóvenes eran el eslabón más débil de la cadena. Era aún más grave que no ser oídos, significada quedar atrapados como un recurso humano de la cara oculta de la policía bonaerense. Puede decirse, empero, que esta faz era suficientemente conocida para entre quienes transitábamos las áreas negadas de la ciudad. Esta situación, llevó en algunos casos de negativa a entrar en el delito organizado por la policía, a la muerte, como sucedió con Luciano Arruga.11

2003. En la Villa 1-11-14 del Bajo Flores (ciudad de Buenos Aires), comenzando mi trabajo de campo y cuando mis informantes me repetían una y otra vez que la villa no era como se decía en la prensa, que ellos no eran delincuentes y refranes semejantes para conjurar el miedo al estigma, se fue corriendo el eje de la interlocución con ellos. Luego de varios meses de mi presencia dos o tres veces a la semana en el barrio, colaborando en un comedor comunitario y haciendo entrevistas a los habitantes, en las conversaciones emergieron relatos del día a día y observaciones que me permitían ponderar el lugar que ocupaba la violencia urbana en la vida cotidiana de los pobladores de la villa. Efectivamente, era un tópico presente en las charlas de los vecinos que pude constatar en mis movimientos por las diferentes manzanas o pasillos. Una vez, ayudé a Gladys a llevar una caja con alimentos que había retirado de un local de una referente barrial porque ella sufría un problema en su columna. Luego de caminar con ella varias cuadras, en un momento se detiene y me dice “gracias, hasta acá! Ahora yo sigo sola”. Ante mi insistencia porque solo faltaba una cuadra y media para su casa y ella no podía cargar ese peso, repitió la frase, pero en un tono mucho más firme, casi agresivo y mirándome a los ojos. Cuando se dio cuenta que había sido muy dura conmigo, me explicó que yo no podía seguir porque corría peligro. Me indicó que solo conseguiría pasar si se daba la presencia de paraguayos en la calle, sino imposible. Ella era de la misma nacionalidad y conocía las estrategias de prevención de los vecinos de su país. Me explicó que los hombres solían portar armas blancas y se defendían si los querían asaltar, no lo permitían. Una y otra vez, escuché relatos similares de otros vecinos, lo mismo en cuanto a la condición contraria de los habitantes oriundos de Bolivia, que según mis informantes argentinos o de otros países limítrofes o Perú, no solían hacer las denuncias a las autoridades, obviamente por no creer en la policía. Según este relato recurrente ellos adoptaban una posición “más sumisa” y no daban resistencia a los asaltos o robos. Esto era dicho a veces con pena y a veces con fastidio. De este modo los estereotipos sociales por nacionalidad también involucran los modos de reaccionar, que circulan como discurso, ante asaltos o robos de los pobladores de los asentamientos.

A partir de una situación personal vivida en el barrio, cuando fui víctima de un atraco, se modificó aún más los modos de conversación con muchos de los vecinos sobre los tópicos de la seguridad-inseguridad. Ya no se esforzaban por decir que allí no había delitos, sino todo lo contrario: en todas mis llegadas se relataban distintos hechos de inseguridad ocurridos en días anteriores, en algunos casos con final fatal para las víctimas. Pasaba a ser el oído de denuncias que no podían hacer a las autoridades. Esto incluía cierto comentario jocoso sobre mi situación y en tal caso mi suerte de que no sufriera mayor violencia y pudiera hacer el relato. Se constituyó algo así, como un rito de pasaje que yo transité sin proponerme, donde ya no era la extranjera en el barrio, sino una más, que compartía no solo sus tareas en un comedor, recorridos espaciales cotidianos entre diferentes viviendas y sedes o sus conversaciones, sino sus padecimientos. No imaginé ese desenlace y que fuera tan revelador para conocer aspectos de su vida cotidiana. Esta circunstancia me llevó a comprender otro de los costos sociales de vivir en estos barrios: si uno sufre un delito las autoridades no van a ir en su defensa. En ese barrio, al igual que en otros, pero no en todos, los robos entre residentes eran muy frecuentes. Y Estado en los márgenes no necesita “ropaje” para construir su legitimidad: no cuenta para resolver sus problemas, sino para ejercer la violencia como dispositivo para regular el delito del que los agentes de seguridad en muchas ocasiones forman parte. Algo similar me sucedió haciendo investigación en un barrio de la periferia del Conurbano Bonaerense (Municipio de José C. Paz). Un entrevistado relataba que le habían robado una bicicleta y había pagado rescate a quienes se la habían robado. En otros casos, me explicaban, eso no era posible por no tener disposición quienes habían hecho el hurto o por no saber con certeza quiénes habían sido, aunque tuvieran sospechas o no estaban claras las jerarquías de mando de algunas bandas locales. Sin duda, esta práctica no dejaba de sorprender para aquellos que no practicamos estos modos de resolución de delitos: convivir en el mismo espacio barrial con personas que eran los responsables de hurtos y donde víctimas y victimarios se cruzaban frecuentemente sin mayores consecuencias. Esto constataba una vez más el descuido estatal y cuando alguien buscaba evitar la violencia, solo necesitaba callarse y no reclamar. Este ejemplo también es útil para comprender, una vez más, que no estamos ante la “ley de la selva”, sino diferentes tipos de arreglos de convivencia urbana con acciones coercitivas de algunos habitantes de los asentamientos o de algunos agentes externos, en particular las fuerzas de seguridad. Cuando las relaciones pasan por violencia interpersonal directa, las respuestas van desde hacer como si nada hubiera sucedió o responder con igual o más violencia.

2004. En la Villa 31 de Retiro (ciudad de Buenos Aires), un entrevistado, con el cual había entablado una relación de gran confianza, luego de unos años de trabajo de campo intensivo en el barrio, me expresó que estaba cansado de algunos vecinos que comercializaban droga. Me contó, que días antes, fue decidido a hacer la denuncia a la policía, sabiendo que esto implicaba un riesgo. No obstante, no pudo hacerla porque apenas explicó la situación que iba a declarar, los agentes policiales que lo atendieron le dijeron “el denunciando tiene derecho a saber quién es el denunciante, ¿cuál es su nombre y apellido?”. Obviamente, esta intimación era suficiente para que nadie denunciara lo que ocurría en el barrio porque le estaban diciendo entre líneas era que iba a sufrir represalias (reglas tácitas de un pluralismo jurídico de la violencia en ese barrio, al igual que en otros). En otra ocasión, años más tarde y continuando mi indagación allí, acompañé a un periodista y un fotógrafo de un diario nacional. Me encontré sugiriendo a este último que no tomara imágenes ya que observaba en algunas esquinas jóvenes vendiendo droga. Luego, le pregunté a un vecino con quien entablaba una amistad, sobre la situación, notándole que años atrás nunca había visto esa escena en las esquinas del barrio, por lo menos en esa envergadura. El confirmó mi impresión, aseverando además que esto había cambiado desde que llegó a la zona un nuevo comisario. El actual, me dijo, había “liberado” la venta de “paco”12 en la villa, situación que el anterior no permitía. Esto muestra lo cotidiano que es para quienes habitan allí conocer que quienes regulan la venta de droga o el delito no es ni más ni menos que la fuerza policial, lo que oblitera cualquier tipo de reclamo o denuncia.

2008. En Villa 20 Lugano (ciudad de Buenos Aires), mientras realizábamos una investigación sobre mercado inmobiliario informal, en diferentes ocasiones los vecinos quisieron desahogar conmigo un malestar profundo que tenían. Se había generado casualmente un grupo de conversación en una esquina y relataban diferentes cuestiones. Yo estaba en la ronda. Repetidamente su experiencia cerraba con el reclamo de que cuando llamaban a la policía, ésta nunca acudía. Unos de los ejemplos más impactantes era el siguiente: un vecino era el asesino de una maestra y se había fugado. Luego de un tiempo, lo habían visto de nuevo en el barrio. Llamaron a la policía para alertarlos de este hecho, que implicaba hacer justicia por un crimen muy sentido, pero las fuerzas de seguridad nunca acudieron a apresarlo, a pesar de sus insistencias. En este caso vemos, que en algunas ocasiones los vecinos deciden acudir a la policía, no es que lo descartan totalmente. No obstante, en este caso, se confirmaba que no contaría con presencia estatal para capturar al prófugo.

2009. En la Villa 31 Retiro (ciudad de Buenos Aires), en el marco de algunas entrevistas con pobladores, surgía el tema que ya era público por haber sido tomado por medios de comunicación y algunas ONG: las ambulancias no entraban al barrio si no están acompañadas de la policía y ésta no tenía mucha predisposición para hacer la tarea. Estos relatos surgían asiduamente porque habían ocurrido casos recientemente en el barrio y había derivado en muertes por falta de atención. Ya había vivido esa experiencia en el año 2003, cuando intentaba ayudar a un herido y la ambulancia no entraba sin la policia y ésta última no lo hacía sin un pariente. También en ese año me habían relatado la muerte de un señor que conocía y que murió de un infarto sin atención.

2010. En un asentamiento en Ituzaingó, cuando estábamos realizando unas entrevistas con un colega holandés sobre titulación de lotes, una vecina nos contó su indignación con la policía. El barrio contaba, orgullosamente en sus palabras, con una murga juvenil, que ensayaba en la calle, ya que no contaban con un lugar especial para hacerlo. Una vez, llegó la fuerza bonaerense y llevó detenida a toda la murga por “vagancia”. Todas las madres corrieron detrás, pero no pudieron impedir que los jóvenes fueran demorados en la comisaría. El uso discrecional de las normas de contravención es una de las modalidades utilizadas con frecuencia para justificar abusos constantes. Los agentes policiales entran y salen de la legalidad con una fluidez que hace que lo institucionalizado sean la reglas tácitas de las fuerzas, llamadas también “usos y costumbres”.

2014. Con un becario realizamos una visita a la Villa Papa Francisco (Ciudad de Buenos Aires) cuando había sido recientemente conformado. Los vecinos que comenzaban a construir sus precarias viviendas hacían referencia a la presencia de algunas personas se dedicaban a la comercialización de drogas (en el lenguaje coloquial “narcos”). Cuando se realizó un primer desalojo de ese predio, la denuncia fue que esas personas tuvieron un trato privilegiado por parte de la Policía Metropolitana y Federal, e incluso muchos de ellos pudieron permanecer en el lugar, mientras la mayoría de las familias fueron expulsadas. Esto no constituyó un secreto, sino que fue denunciado por los vecinos a medios de comunicación, así como diferentes organismos de derechos humanos.

2015. En el asentamiento 2 de abril (Almirante Brown) surgió la conversación con un joven del barrio que había estado preso por cometer robos. El nos explicaba que en esas circunstancias la policía bonaerense los chantajeaba para que le “contribuyeran” con un “canon” para poder seguir haciéndolo.13 Ese monto solía ser imposible de pagar e implicaba entrar en una tensa negociación. En una conversación con él y un profesor de un colegio del barrio pasaban lista, sin proponérselo, de los últimos jóvenes muertos en el barrio, a manos de la policía. En otra conversación, con un funcionario judicial del Patronato de Liberados y ese mismo joven, quien en el 2015 dirigía un emprendimiento económico fuera del distrito, surgía el problema que tenían los ex convictos cuando se tenían que presentar a sede judicial, ya que eran hostigados permanente por las fuerzas de seguridad a fin de buscar excusas para volverlos a ponerlos presos. No lo dijeron, pero se podía inferir que esta modalidad se hacía también para tener “gente trabajando para ellos” en el mundo del delito.

Esta cotidianización de una relación conflictiva con las fuerzas policiales expresa, a mi criterio, cómo entrar al delito para los jóvenes (y algunos adultos) de estos barrios, una forma de reafirmar ese enfrentamiento, que de todas formas se iba a dar sin motivo. Esa quizás es una de las constataciones paradójicas para quienes no vivimos allí: hagan lo que hagan van a ser objeto de sospecha, persecución, represión o chantaje por parte de la policía. Los que no viven allí, creen habitualmente que tener problemas con las fuerzas de seguridad solo se da si hay motivo. Quiero subrayar, además, que no ser protegidos está intimamente relacionado con ser víctimas de las políticas punitivas de forma sistemática y de esa forma más vulnerables que otro tipo de población a abusos o “reglas propias” de las fuerzas de seguridad.

Los relatos o experiencias de campo reconstruidos podrían ser muchos más, pero seleccioné solo algunos en diferentes lugares del AMBA y en diferentes momentos. La temporalidad nos invita a reflexionar sobre formas sedimentadas de desigualdad en el acceso a la seguridad, pero con el agravante que no solo no son oídos, sino que siempre son sospechados, como veremos seguidamente, o en peores circuntancias obligados a cometer delitos. Por otra parte, esta situación sucede con diferentes fuerzas policiales: metropolitana (Ciudad de Buenos Aires), bonaerense y federal. Pero quiero resaltar, sin embargo, que lo que marca el ritmo de la vida barrial es el ingreso y egreso de los niños o adolescentes en las escuelas, las madres y padres que salen a trabajar o se ocupan de las tareas domésticas. Es parte de su vida cotidiana ver a las instituciones religiosas abrir sus puertas a sus cultos, los comercios atender a la clientela, los pequeños talleres producir para el consumo de proximidad o para medianas o grandes empresas. En fin, la gente va y viene dentro del barrio y fuera de él. La inseguridad y el delito de algunos de los vecinos están presentes en estos lugares, pero por lo general, los habitantes desarrollan estrategias para evitar que los afecten, como ya fue mencionado. En algunos casos, lo hacen permaneciendo puertas adentro la mayor parte del tiempo y no teniendo demasiado vínculos con los vecinos,14 en otros hacen de cuenta que no sucede nada, pero la mayoría de los pobladores realiza sus actividades que cotidianamente tomando sus recaudos o siendo víctima de robo, sin derecho a aceder a condiciones de seguridad iguales a otros barrios residenciales.

Auyero y Berti (2013) aún cuando advierten que quieren disipar una representación estigmatizadora del barrio del Conurbano Bonaerenses que presentan con el nombre de fantasía, no logran escapar de él cuando desarrollan su argumento central:

Buena parte de la violencia que sacude a barrios pobres como Arquitecto Tucci sigue la lógica de la ley del talión: se ejerce como represalia, como respuesta, frente a una ofensa previa. Ojo por ojo, diente por diente. En esto, la violencia en la zona se asemeja a lo que azota al ghetto negro y al inner city en los Estados Unidos y a la favela de Brasil, a la comuna de Colombia y a tantos otros territorios urbanos relegados de América (2013: 23-24).

Esto se debe a que se centran en el cómo sucede la violencia y dejan en un segundo plano las causas estructurales, tal como ellos mismos plantean. Recuperan, siguiendo a Tilly “las interacciones de las que surgen la violencia y a través de los cuales los individuos desarrollan prácticas y personalidades violentas” (2013: 24), rechazando las posturas que se apoyan en la conciencia como la base de la accción violenta. Comparto este distanciamiento con las visiones racionalistas, pero no coincidimos con homologar lo que sucede en los diferentes barrios el AMBA con lo que sucede en otras ciudades del continente. Considero que lo que une estos barrios es que son objeto de estigmatización, pero las condiciones estructurales presentan matices más que importantes, entre ellos raciales o en cuanto a violencia parapolicial o presencia con control territorial de narcotraficantes en los casos citados.

El aporte del trabajo es la recuperación del concepto de “cadena de violencia” (2013: 25) que implica un derrame de la misma a ámbitos más allá del delito, pero este análisis requiere volver a tener en cuenta las condiciones en las cuales actúa el Estado en los barrios, donde no solo dejan que resuelvan entre ellos los problemas del delito, sino también de la violencia doméstica. Esto implica incorporar a la mirada territorial la presencia de un Estado en los márgenes con múltiples programas sociales, ya sea alimentarios, de empleo, culturales, de salud o educación, pero que no es suficiente para compensar las otras facetas de la estatalidad. Solo en algunos casos, cuando se trata de intervenciones integrales llamadas habituales “urbanización”, es posible pensar en una incidencia mayor, pero nunca capaz de modificar las relaciones del Estado punitivo o desregulador de la violencia interna. Resulta, de esa forma, oportuna la referencia de estos autores al “estado de excepción localizados” (122), que “mediante redadas aterrorizantes que demuestran simbólicamente el poder arbitrario del Estado y que refuerzan la separación entre población válidas e inválidas” (122), tomando estos últimos términos de Rodgers (2006), de acuerdo con sus citas. No obstante, esta es la construcción hegóminca del Estado en los márgenes, clasificatoria en lo territorial y diferencial en el trato. Es decir, el elemento central de la sociogénesis de la violencia en estos barrios.

Reflexiones finales

Como se indicó, se suele decir que la topografia de las villas es la que permite la instalación de narcotraficantes por lo angosto o largo de sus pasillos, que se convierten en laberintos. Este argumento es una forma de culpabilizar a los habitantes de estos barrios por no generar las condiciones físicas para la presencia policial y, por el contrario, facilitar la presencia de delincuentes, los que siempre se encuentran engrosando los sectores populares. Por el contrario, la principal causa de su presencia allí es porque sus habitantes no son sujetos de derecho a la seguridad y el Estado está presente como institución penal o en acciones ilegales, organizando o protegiendo el delito. Es decir, el Estado en los márgenes controla a los asentados por sospechosos y los márgenes del Estado implican atravesar la legalidad y la ilegalidad en prácticas lábiles, donde el derecho está en construcción y las fuerzas de seguridad tienen reglas autónomas por fuera de la juridicidad oficial, aunque con el amparo de ella.

Las fuerzas de seguridad en sus diferentes niveles o jurisdicciones son un actor central en la organización del delito. Esto no es algo novedoso ni exclusivo de los asentamientos, pero tiene particularidades en estos espacios: por un lado amenaza a la población y, por otro, lado chantajea principalmente a los jóvenes para ser reclutados para el delito. Auyero y Berti (2013) dan cuenta de relatos de niños cuyos padres son policías y sin prurito regalan parte de los “botines” obtenidos en sus acciones arbitarias e ilegales a sus hijos. También relatan de toda una serie de abusos sexuales que ejercen sobre jóvenes del barrio en estudio, así como también, en algunos casos, el consumo de droga incautada en su accionar.

Los habitantes de los barrios conviven con las situaciones de violencia interna, pero no significa que lo acepten pasivamente. Cuando encuentran agentes estatales que les garantizan la posibilidad de la denuncia lo hacen, tal es el caso de alguna defensorias u ONG. Mientras tanto, y en la vida cotidiana los vecinos generan estrategias para evitar conflictos, es decir despliegan toda una serie de dispositivos, como establecer recorridos especiales y más seguros en el territorio para evitar encuentros que consideran riesgosos y callar muchos hechos delictivos vistos o conocidos para no tener inconvientes o directamente sobrevivir. En algunos barrios o zonas, se recurre a un modo de vida asociado al encierro en el hogar, procurando en particular que los niños y adolescentes también acaten esta práctica.

De todas formas es muy importante remarcar otra idea falsa: no todos los barrios sufren el “flagelo” de la violencia, o por lo menos con la misma intensidad. Por otra parte, la variable temporal es relevante: hay semanas, meses o años de mayor violencia y momentos de calma, aún en los barrios con mayor cantidad de conflictos de violencia. La presencia de organizaciones sociales internas o de ONGs o iglesias puede contribuir a establecer ciertas normas o condiciones que mejoran la situación de seguridad. En algunos casos las consecuencias pueden derivar en la necesidad de abandonar la vivienda o el barrio, en otros ser encarcelado sin haber cometido delito o que familiares o amigos tengan temor de ir a sus viviendas.

De lo que no pueden escapar los pobladores de estos barrios, en el actual contexto, es sector objeto de estigmatización a partir de la asociación en la imagen pública, cada vez más fuerte, entre asentamientos e inseguridad. Esta situación conlleva un costo social muy alto, donde además de los mencionados, se destaca ser discriminados a la hora de buscar empleo, ya que son rechazados cuando el empleador sabe que viven en un asentamiento o una villla. Se supone, sin más, que cualquiera que vive allí puede ser un delincuente. Es, además, muy conocida la situación de mal trato hacia los niños habitantes de asentamientos en las escuelas, tanto por sus propios compañeros, como por maestros y autoridades. Esta no es generalizable, pero si muy frecuente.

A su vez, se deslegitima cualquier acción de mejoramiento o de protección de derechos que quiera desplegar el Estado en su modelo de Bienestar y se solo se legitima la acción punitiva, reclamada por gran parte de la sociedad, que deposita allí todo el origen de su miedo a la inseguridad. En algunas ocasiones estos dispositivos implican una revisión violenta de todo un barrio en su conjunto en la modalidad de allanamientos masivos, donde inclusive los niños no pueden ir a la escuela, los adultos a trabajar, etc. Con estos actos, el Estado en los márgenes se legitima para algunos sectores sociales, pero se deslegitima para los muchos de los vecinos de los asentamientos, aunque no para todos.

De esta forma la resolución de conflictos debe ser ejercida por los propios habitantes de acuerdo con las capacidades que cada vecino cuente o sus organizaciones. Por esta razón, la violencia adquiere formas más explícitas, ya que el Estado no interviene en problemas internos, sino para culpabilizar a algún habitante de lo que sucede fuera. Un entrevistado lo sintetiza del siguiente modo: si había un conflicto la policía decía “que se maten entre ellos”.

Está claro que no les permiten ejercer a los habitantes de los asentamientos populares su derecho a la seguridad y a la justicia. Directamente, no se hacen lugar a sus denuncias. Esto va acompañado de imágenes que circulan en la prensa y procesos de significación social que trasladan la situación de “ocupantes” del lugar que habitan (ilegalidad desde el punto jurídico) a todas otras esferas de la vida social de los habitantes de estos barrios, llegando incluso a construcciones esencialistas de identidad, refiriendose a ellos como “ilegales”. Toda esta cadena de sentidos no hace más que justificar la construcción de barreras políticas y simbólicas (inclusive jurídicas) en los márgenes del Estado para que no puedan ser incluidos en los habitantes con derechos legítimos.15

En síntesis, encontramos la negación del derecho a la seguridad en los asentamientos y el Estado redefiniendo sus reglas y sus modos de violencia: las fuerzas de seguridad, los operadores jurídicos y otros agentes estatales construyendo, moviendo y redefiendo con ductilidad las fronteras de lo permitido y lo no permitido, mientras los vecinos se encuentran con poca capacidad de agencia, desplegando estrategias defensivas o eluctivas frente a esta situación.

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Silva, María Rosa (2009).“Villas y asentamientos: mil estigmas en los medios”, en: AutorLos mil barrios (in)formales. Aportes para la construcción de un observatorio del hábitat popular del Area Metropolitana de Buenos Aires. Los Polvorines, UNGS, pp. 231-240.

Tiscornia, Sofía (2008). Activismo de los derechos humanos y burocracias estatales. El caso de Walter Bulacio. Buenos Aires, Ediciones del Puerto-CELS.

Terra, José María y Fabres de Carvalho, Thiago (2015). Justicia Paralela. Río de Janeiro, Reven.

Thompson, Edward (1995). Costumbres en común. Barcelona, Editorial Crítica.

1.

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS).

2.

Para el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC) este aglomerado se denomina Gran Buenos Aires. Incluye la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y los municipios de Almirante Brown, Avellaneda, Berazategui, Esteban Echeverría, Ezeiza, Florencio Varela, General San Martín, Hurlingham, Ituzaingó, José C. Paz, La Matanza, Lanús, Lomas de Zamora, Malvinas Argentinas, Merlo, Moreno, Morón, Quilmes, San Fernando, San Isidro, San Miguel, Vicente López, Tigre y Tres de Febrero.

3.

Llamada Ciudad de Buenos Aires.

4.

En las entrevistas, por ejemplo, surgieron relatos sobre la presencia en algunas villas de personajes famosos, actores, futbolistas, representantes de futbolistas que fueron allí a comprar droga o la presencia de ambulancias, las que solo eran un modo de camuflar el traslado de estupefacientes.

5.

A pesar de los relevantes trabajos considero que este tópico debería seguir ocupando un lugar en la agenda de investigación, tanto por la vigencia del debate público como por la complejidad, variaciones y mutaciones que presentan. En particular, quedan muchos interrogantes en cuanto a la dimensión territorial y espacial, tanto de las prácticas como de las vivencias en estas zonas de la ciudad.

6.

A mediados de los 2000 con el inicio de programas de urbanización desde el nivel nacional, la prensa gráfica comienza a preguntarse sobre los efectos de la “urbanización” de los barrios.

7.

Volquete es un remolque donde se introducen escombros u otros materiales pesados a descartar.

8.

Los nombres fueron cambiados para preservar la identidad de los entrevistados.

9.

Este urbanismo busca adaptar las reglas urbanas a las condiciones que se presentan en estos barrios. No las confrontan sino que las imitan hasta donde es posible, pero a su vez implican mayor flexibilidad y acuerdos entre vecinos, no exentos de conflictos.

10.

La autora hace referencia todo el accionar policial, pero prefiero en este caso ampliarlo a todas las agencias estatales.

11.

Luciano Nahuel Arruga era un joven de 16 años que desapareció de su casa en enero del año 2009 y la denuncia de su familia estaba basada en una represalia por su negativa a robar para los oficiales de la policía Bonaerense. Había estado detenido, antes de su desaparición en una comisiaría de Lomas de Mirador (Municipio de La Matanza. Por su supuesta desaparición, se abrió una causa judicial contra ocho policías bonaerenses, acusados de "desaparición forzada de persona". Este caso generó más estupor porque fue enterrado como NN en un cementerio de la Ciudad de Buenos Aires y solo por la constancia de reclamo de su familia se pudo determinar la presencia de sus restos en el año 2014. Se supone que murió atropellado en la Avenida General Paz (que divide el Conurbano Bonaerense de la Ciudad de Buenos Aires) mientras huía de la policía (Diario Perfil, 17-10-2014).

12.

Droga generada a partir de pasta base de cocaína.

13.

Auyero y Berti (2013) recogen relatos de jóvenes que hacen “arreglos” con la policía, a partir de la iniciativa de estos últimos que buscan cobrar su “comisión”.

14.

Kessler (2004) hace referencia a dichas prácticas.

15.

El otro elemento de la acción pública en los márgenes del Estado se centra en los criterios de focalización o selección de programas sociales asistenciales en estos barrios. En algunos casos, se aplica la antigüedad del barrio o de las personas que allí habitan, la visibilidad mediática, la capacidad organizativa de los habitantes, la ubicación, etc.