“No nos une el amor, sino el espanto”. Indagando etnográficamente la sociabilidad al interior de un grupo de personas en situación de calle

Por Santiago Bachiller1

Resumen

El aislamiento es un supuesto recurrente en gran parte de las teorías sobre la vulnerabilidad social urbana que ha sido naturalizado de distintos modos; una de tales versiones reconoce la dimensión gregaria, pero entonces la atención se circunscribe a las vinculaciones internas de los grupos de “excluidos”, los cuales son caracterizados como mundos sociales paralelos y distantes del conjunto social. El artículo es resultado de un trabajo etnográfico realizado con personas en situación de calle (PSC) que, entre el 2005 y el 2008, vivieron en una plaza céntrica de Madrid (España). El objetivo consiste en discutir con las versiones aislacionistas que singularizan a la sociabilidad entre las PSC en términos de un submundo que responde a una racionalidad diametralmente opuesta a la hegemónica. Anticipando las conclusiones generales, afirmamos que la sociabilidad entre las PSC se articula a partir de la tensión entre los códigos propios del entorno de calle y los valores sociales dominantes. Los códigos del grupo de calle promueven la conformación de vínculos laxos y adaptativos. No obstante, los mandatos sociales continúan operando en las mentes de las PSC; la imposibilidad de cumplir con tales preceptos fomenta un tipo de sociabilidad alienante.

Palabras clave: exclusión residencial, grupos de personas en situación de calle, aislamiento social, sociabilidad, vinculaciones adaptativas

Abstract

“We are united not by love, but by horror’. An ethnographic inquiry on sociability within a group of homeless people”

Isolation is a recurring assumption in many theories on urban social vulnerability, and one that has been naturalized in different ways. One of such versions recognizes the gregarious dimension, but then attention is limited to the internal linkages of the groups of "excluded ", which are then characterized as worlds both parallel and distant from the social whole. This article is the result of ethnographic research with homeless people that lived in a central square in Madrid (Spain) from 2005 to 2008. The goal is to challenge the isolationist versions which singularize sociability among homeless in terms of an underworld that acts on a rationality which is diametrically opposed to the hegemonic one. Anticipating our general conclusions, the article argues that sociability among homeless is structured after the tension between the codes proper to the street environment and the prevailing social values. The codes of the street environment promote the formation of lax and adaptive links. Social values, however, continue to operate in the homeless’ minds, and failure to comply with such precepts fosters a kind of alienating sociability.

Keywords: residential exclusion, homeless, social isolation, sociability, adaptative bindings

 

Recibido: 30 de octubre de 2015

Aceptado: 13 de Julio de 2016

 

El aislamiento social ha sido un elemento recurrente en gran parte de las teorías preocupadas por explicar las dinámicas de precariedad urbana. Tradiciones sociológicas tan diferentes, como las teorías francesas sobre la exclusión social o la literatura sociológica generada en Estados Unidos sobre las personas en situación de calle (en adelante PSC), coinciden en plantear que los procesos de vulnerabilidad social implican una compleja combinación de pobreza y aislamiento social. En muchos estudios, el aislamiento ha sido un supuesto que se naturalizó en dos versiones. Por un lado, supone interpretar a “los excluidos” en general, y a los homeless2 en particular, como seres desconectados, solitarios y a la deriva por la ciudad. Por el otro, cuando se reconoce la dimensión gregaria de estas personas, la atención se circunscribe a las vinculaciones internas de los grupos de “excluidos”; entonces, el aislamiento se materializa en una caracterización donde dichos grupos son retratados como integrantes de un submundo distante y ajeno a los valores sociales hegemónicos.

El presente artículo es resultado de un trabajo de campo etnográfico realizado con PSC que entre el 2005 y el 2008 residieron en una plaza céntrica de Madrid (España), denominada Isabel II y conocida localmente como Plaza Ópera. El objetivo general de este trabajo consiste en discutir con las perspectivas aislacionistas, mientras que el específico supone debatir con las versiones que, al reconocer la sociabilidad entre las PSC, singularizan a la misma en términos de mundos sociales paralelos que responden a una racionalidad diametralmente opuesta a la que rige al resto del conjunto social. Para cumplir satisfactoriamente con tal meta, me focalizaré en la sociabilidad al interior del grupo de PSC que reside en Plaza Ópera.

Dado el propósito de discutir con las perspectivas aislacionistas, el artículo supone interrogarse por las conexiones, por la serie de intercambios que se establecen entre quienes viven en la vía pública, por los mecanismos de pertenencia y adscripción que se generan en un grupo de PSC en un territorio específico, por los vínculos que los miembros de dicho grupo constituyen con y en la porción del espacio público que se han apropiado (aunque más no sea temporalmente), por las reciprocidades y formas de cooperación, pero también por los conflictos que se producen al interior del grupo. En definitiva, si el objetivo consiste en preguntarse por la naturaleza del vínculo social, examinar la relación entre PSC conlleva a dilucidar el sentido de pertenencia grupal entre quienes viven en la Plaza Isabel II. El título del artículo refiere a un poema de Jorge Luis Borges sobre Buenos Aires, su ciudad natal. Como veremos a lo largo del texto, “no nos une el amor, sino el espanto. Será por eso que la quiero tanto”, es una frase que en buena medida condensa las tensiones que dominan a las relaciones entre PSC.

Antes de iniciar el primer apartado quisiera realizar una breve caracterización sobre el espacio social etnografiado. En primer lugar, Ópera es una plaza muy transitada del centro madrileño, conectada directamente con el circuito turístico (se encuentra a metros del Palacio Real). La elección de Ópera como lugar donde asentarse guarda relación con su ubicación céntrica: en función de las mayores oportunidades de obtener recursos de subsistencia, el 78% de las PSC se localiza en los distritos céntricos de la ciudad (Foro Técnico de PSH, 2006). En el caso de Ópera en particular, luego veremos que el aspecto positivo más resaltado por el grupo de PSC que allí reside consiste en la protección nocturna que proporciona la seguridad privada del Teatro Real (el cual se emplaza frente a la plaza). En cuanto a las especificidades del grupo etnografiado, si establecemos una comparación con la población española en situación de calle, constatamos que el mismo se conforma por hombres de nacionalidad española que superan el promedio nacional tanto en lo que refiere a su edad, como en lo que respecta al tiempo de estadía en situación de calle.3 A su vez, el grupo se singulariza por unas altas tasas de ingesta alcohólica y por un marcado rechazo a relacionarse con los recursos sociales (comedores, baños, roperos, albergues, centros de baja exigencia y demás dispositivos que pueden ser gestionados tanto por el Ayuntamiento de Madrid, como por alguna organización no gubernamental –en adelante, ONG– o Iglesia).4 Sin embargo, la riqueza del trabajo etnográfico permite detectar la distancia entre lo dicho y lo hecho: el discurso de repudio a los recursos sociales que resalta con orgullo la propia autonomía no excluye que, en función del nivel de satisfacción de las necesidades básicas, la persona acuda ocasionalmente a algún dispositivo de la red de asistencia social. Por otra parte, los límites del grupo no son estables, por lo cual la cuantificación presenta un alto grado de arbitrariedad. Cuatro personas residieron de forma fija en Ópera a lo largo de los años que duró el trabajo de campo. Pero la mayoría de las PSC que conocí en Ópera responde a un patrón de situación de calle cíclico o episódico, por lo cual acuden a la plaza en ciertas épocas del año o en función de las coyunturas. Reconociendo dichas fluctuaciones, es posible afirmar que en los cuatro años que duró la etnografía el grupo se conformó por un mínimo de cuatro personas durante el invierno, mientras que en el verano el número ascendía a un promedio de unas veinte personas. Una aclaración final: considerando las particularidades del grupo estudiado, y tal como sucede con toda metodología inductiva, las conclusiones del artículo no necesariamente son válidas para otras agrupaciones de PSC, sino que responden a las especificidades de la población etnografiada.

1. Aislamiento y mundos sociales paralelos

El aislamiento ha sido un aspecto destacado en muchas de las diversas teorías focalizadas en los procesos de vulnerabilidad social y precariedad urbana. La literatura académica más abundante sobre PSC se produjo en Estados Unidos. Al analizar dichos estudios, llama la atención que ya en 1936 Suntherland y Locke (en Snow y Anderson, 1993: 172) describieron a los homeless como personas “poco amistosas, aisladas de todo contacto social de naturaleza íntima y personal”. De modo similar, entre las décadas de 1950 y 1960, Dunham se refirió a las PSC como individuos “incompletamente socializados”, Pitmman y Gordon utilizaron la expresión “infrasocializados”, Levinson planteó la cuestión en términos de sujetos “fundamentalmente separados de la vida social”, mientras que Merton caracterizó a estas poblaciones como individuos retraídos (172). Continuando con tal legado, a principios de los setenta Howard Bahr definió sinhogarismo como una “condición de separación de la sociedad caracterizada por la ausencia o atenuación de los lazos de afiliación que conectan a las personas con las redes de interconexión estructurales” (1973: 17). En definitiva, más allá de la existencia de estudios más recientes que cuestionan estos planteos (Snow y Anderson, 1993; Rowe y Wolch, 1990; Rosenthal, 1994), el sinhogarismo tradicionalmente ha sido interpretado como la forma más radical de desconexión y aislamiento social.5

A pesar de provenir de una tradición sociológica completamente diferente, las teorías sobre la exclusión social también resaltaron el aislamiento social. Las mismas surgieron a mediados de los ochenta en Francia, en un contexto marcado por el desempleo y la precariedad laboral. Los principales investigadores sobre la materia identifican a la exclusión con el quiebre de dos vectores claves: el que sostiene al sujeto en la integración laboral, y el que lo vincula con las redes de sociabilidad. Paugam (2007) refiere a un proceso de “desintegración social”, Autés (1994) alude a un fenómeno de “desligadura”, mientras que Castel (1997) adopta la noción de “desafiliación”. Más allá de los matices, todos coinciden en identificar a la exclusión como un proceso de ruptura de las sociabilidades primarias que repercute negativamente en la subjetividad de las personas, donde el aislamiento social se superpone a la pobreza urbana.

Paradójicamente, en ciertas ocasiones, ambos enfoques reconocen la tendencia a la congregación como un factor característico de “los excluidos” en general, y de las personas sin hogar en particular. Entonces, los escritos realizan un giro de ciento ochenta grados: ya no se trata de personas solitarias, sino de sujetos reunidos en torno a grupos que responden a lógicas de unión diametralmente opuestas a las que rigen al conjunto social. Términos como “cuartos mundos” inducen a pensar que estamos frente a seres extraños que forman parte de un universo social paralelo. Según Bahr, las PSC son desafiliados: las actitudes hostiles por parte de la población y las medidas punitivas que las acompañan, “separan aún más al desarraigado de sus semejantes instalados en una comunidad. Los desafiliados suelen formar un submundo con su jerga especial, sus signos, secretos, y cerrados a la comunicación con los extraños” (1968: 614). No es casual que, al indagar sobre la conformación de los grupos de PSC, Bahr haya apelado a las reservas indígenas como ejemplo: “los habitantes del Skid Row son una tribu poco conocida que viven recluidas en pequeños enclaves urbanos6. En Nueva York hay más de 150 bandas distintas, cada una con su propio territorio e instituciones” (1973: 9). La metáfora de la reserva indígena destaca un abismo: nos hallamos frente a una racionalidad radicalmente diferente que impide cualquier posible comunicación y comprensión mutua.

Pretendiendo refutar los supuestos que asimilan a la exclusión con una forma radical de desvinculación, en diversos trabajos analicé los vínculos entre las PSC y ciertos vecinos del barrio donde se han instalado (Bachiller, 2013; 2012). Destacando la importancia que tienen las redes barriales en la subsistencia y organización cotidiana de las PSC, argumenté que para comprender las dinámicas de exclusión no podemos limitar nuestro análisis en la desafiliación, sino que debemos enfocar la atención en los procesos de reafiliación que estas personas desarrollan en determinados territorios urbanos. Por otra parte, al caracterizar la sociabilidad que se establece entre quienes residen en las calles y los vecinos del barrio, sostuve que la presencia de lazos sociales no equivale a elogiar la naturaleza de los mismos. Los vínculos existen, pero se caracterizan por ser efímeros, jerárquicos, paternalistas, ineficaces en cuanto a opciones de escapar del círculo que encierra en la exclusión residencial más extrema, erráticos, asistencialistas y estigmatizantes. Continuando con el propósito de tomar a la sociabilidad de las PSC como un eje articulador que permite cuestionar las perspectivas aislacionistas, en este trabajo no me detendré en las vinculaciones que los homeless generan con los vecinos del barrio, sino en los lazos entre las PSC.

2. La conformación de un sentido de grupo: vínculos y cooperación

A la hora de analizar el sentido grupal en Ópera, el primer punto a considerar consiste en el proceso de inserción en dicho espacio físico-social, los criterios de pertenencia y adscripción que delimitan un “nosotros” de los “otros”.

Desde un primer momento, el sujeto que comienza una experiencia de calle vivencia una sensación ambivalente de proximidad y distancia, cuestión que nunca lo abandonará del todo. Muchos de los recién llegados jamás habían tenido contacto con un “sin techo”, por lo cual comparten los estereotipos negativos con los que la sociedad descalifica a quienes denomina como “mendigos”. ¿Cómo aproximarse?, ¿serán peligrosos? Sin embargo, ya en esos primeros días la persona comprende que, para sobrevivir, deberá entablar un contacto con quienes comparten su desgracia. Lo primero que recibe el recién llegado de otras PSC es información sobre cómo buscarse la vida, sobre los recursos disponibles, consejos que apuntan a hacer más llevadera la estadía en la calle, etcétera. Son las demás PSC las que socializan en la vida de calle a quienes acaban de iniciar un proceso de sinhogarismo.

Ramón critica al recién llegado (…) Me explica que no se atrevía a meterse dentro de los cartones. “¡Chico, espabílate, que esto es la calle! ¡Aquí no puedes tener pudor!” (…) “Si la gente pasa y te mira mal, pues aprende a no hacerles caso, que esto es la calle”. Parece ser que el joven le consulta todo, cosa que fastidia a Ramón. “¿Cómo se arman los cartones?, ¿me das tu bocadillo? Chico, que hay comedores, que hay lugares donde te dan comida, si quieres te los enseño, pero no me pidas a mí”. (Fragmento de cuaderno de campo, 23 de mayo de 2007).

¿Por qué eligieron establecerse en la Plaza Isabel II y no en otro sitio de la ciudad? Las respuestas de los informantes apuntan a concebir a Ópera como un espacio físico, pero también como un grupo particular. Gracias al trabajo de campo he delimitado cuatro variables como primordiales en la conformación del grupo: la edad, la postura que adoptan frente a las adicciones, la nacionalidad y la necesidad de enfrentar conjuntamente posibles ataques nocturnos.

Muchas veces la edad similar significa coincidir en una biografía laboral que se vio truncada por un despido, con la consiguiente dificultad por reinsertarse en el mercado de trabajo al ser considerado “demasiado mayor para empezar de nuevo”; con el haber conformado una familia y presenciado cómo la misma se desmembraba posteriormente, etcétera. La edad común equivale a compartir ciertos aspectos de la experiencia vital, elemento que suma probabilidades en lo que a la constitución del grupo se refiere. Por otra parte, es significativo que en la plaza no se hayan establecido jóvenes. Cada vez que algún grupo de jóvenes se afincó temporalmente en las zonas consideradas como el radio de influencia de Ópera, dicha situación derivó en problemas. Coincido con los planteos de Cohen (et al., 1988), quien sostiene que, por lo general, un joven sin hogar es visto con cierto resquemor: siendo más fuerte, es un potencial peligro. El segundo factor a considerar es la actitud que el sujeto adopta frente a las adicciones. Para este grupo en particular, el alcohol es un elemento clave en su socialización. El rol del alcohol es tan central en la interacción cotidiana, que resulta muy complicado abstenerse de beber; más aún, a la larga, dejar de beber equivaldría a distanciarse de los “colegas”. El alcohol desencadena toda una serie de reciprocidades que no existirían si no fuera por el ritual cotidiano de compartir un cartón de vino (Bahr, 1973, Snow y Anderson, 1993). Beber es quizá la práctica que más aproxima a los desconocidos, la actividad que genera más complicidades y lealtades. Si el vino es un factor clave en la configuración de un cierto sentido del “nosotros”, las toxicomanías representan en cambio uno de los ejes a partir del cual se construye la figura del “otro”. Es decir, cuando el sujeto pretende rescatar la autoestima del naufragio en el que se encuentra su identidad, puede que resalte su aversión a las drogas como un elemento diferenciador. Lo notable es que, en contraposición a lo que ocurre con otros temas, en este punto el individuo no se esfuerza por salvar su propia imagen realizando una distinción respecto de las PSC en su conjunto, sino que señala a Ópera como un espacio social más sano que otros sitios/grupos de PSC. En esta cuestión, el corte generacional nuevamente estructura los discursos. Tal como argumentó en cierta ocasión un informante clave, la Plaza Isabel II sería un espacio de “ancianos un poco borrachines”, pero en ningún caso comparable con las “cuadrillas de jóvenes drogatas que te encuentras en Tirso de Molina o en Plaza España”.7 La tercera variable que debemos destacar es la nacionalidad. Estamos hablando de un grupo de españoles sin hogar que, en líneas generales, se muestran muy reacios a aceptar extranjeros en sus filas. Los inmigrantes son vistos como la amenaza que supone la competencia por una serie de recursos escasos (propios de la situación de calle, pero también asociados con la dimensión laboral). Bajo el término genérico de “moros”, se indica a los magrebíes como los depositarios de los mayores niveles de desconfianza. La imagen de un grupo de “jóvenes moros” dando vuelta por las noches y asaltando a las PSC con algún arma blanca, es un temor que incluso reproducen quienes jamás sufrieron tal tipo de violencia.

Federico plantea que la calle no es peligrosa pues ellos siempre están en grupo, y se defienden mucho. Refiriéndose a cómo imponen ciertas normas en lo que consideran su propio espacio, dice que “aquí no entra cualquier moro, no los dejamos, no vayas a creer” (Fragmento de cuaderno de campo, 13 de febrero de 2005).

En la experiencia compartida en un mismo territorio, en la sensación de necesidad mutua, comienza a fraguarse una identidad grupal. Es en la aceptación de que es preciso cooperar con los demás cuando el sujeto se socializa e incorpora una serie de códigos comunes al grupo de calle. Estos códigos suponen un entramado de reglas implícitas, que surgen de la experiencia común y que estipulan mínimamente como relacionarse en la cotidianidad. Dichos códigos nacen como una reacción defensiva frente a la actitud hostil que muestra la sociedad hacia la gente que vive en la calle. No se gestan tanto por voluntad de los sujetos, sino como consecuencia de un destino común marcado por los límites ambientales y estructurales (Snow y Anderson, 1993).

A continuación Mariano dice que el problema es cuando “uno ajeno entra en el grupo. Alguien externo no conoce las cosas que nos gustan, empieza a hablar de más”. Opina que no se trata de reglas escritas sino de reglas internas, de códigos que ellos conocen y que moldean las relaciones. Tales códigos evitan que las rencillas se conviertan en verdaderos problemas. Además, “esto es la calle, es de todos, no puedes echar a nadie. Pero el grupo tiene formas de hacerle entender a un extraño que debe marcharse. Es una ley, vamos que no está escrito, pero es así, todos lo sabemos” (...) “Bruno se suma a las palabras de su compañero: nadie impone las reglas, pero están, y hay que respetarlas. Todos hacemos que se respeten” (Fragmento de cuaderno de campo, 16 de febrero de 2006).

En cuanto a las formas de cooperación, para mitigar el sentimiento de inseguridad y el consiguiente estrés ambiental, esta gente necesita sentir un mínimo control sobre el territorio. En tal sentido, las dinámicas de apropiación/resignificación del espacio público resultan vitales en la sociabilidad de quienes residen en la calle. En primer lugar, las personas sin hogar alteran las características materiales y simbólicas que el diseñador urbano intentó imprimir en un espacio concreto. Considerando al sinhogarismo como la imposibilidad de residir en un ámbito privado, la apropiación de ciertos sectores de la vía pública es un proceso inevitable que guarda relación con el uso de los territorios y los objetos, remite a la mutación de los espacios en lugares (De Certeau, 1996). Apropiarse es asociar los sitios con el self, supone personalizar los territorios. Dicho proceso de apropiación suele ser colectivo; en Ópera, incluye a un conjunto de personas que comparten un destino de exclusión residencial. En segundo término, los campamentos de PSC son un punto de retorno estable en sus recorridos cotidianos, aunque más no sea durante el tiempo que duran los mismos antes de ser removidos por las fuerzas policiales (Rowe y Wolch, 1990). En definitiva, el dominio de la porción del espacio público que ocupan permite cierta sensación de “normalidad” en sus vidas, así como representa un punto clave en la conformación de un “nosotros” en tanto grupo específico de PSC.

Ni bien llegué a la plaza me preguntaron cómo me había ido en Argentina. Cuando dije que el viaje me hizo bien pues sentía nostalgia, tanto Lionel como Juancho respondieron con un “es lógico”. El Jirafa agrega: “es normal, te falta algo, no es tu ambiente”. Me explica que le ocurrió lo mismo cuando estuvo trabajando en las cosechas en Portugal. “Y eso que estaba bien, comía de puta madre, me daban unos churrascos que no veas. Pero me faltaba algo. Este es mi ambiente, aquí en la plaza… extrañaba a estos cuatro bribones” (Fragmento de cuaderno de campo, 19 de Septiembre de 2007).

En Ópera, la seguridad es el elemento clave que vincula el control sobre el territorio y el sentido grupal. Como plantea Rosenthal (1994), la solidaridad entre las PSC es más fuerte cuando existe un peligro que intimida a las comunidades. De hecho, frecuentemente los informantes aseguran haberse instalado en Ópera no tanto por las particularidades del grupo, sino del espacio en sí mismo. Por un lado, la Plaza Isabel II y sus alrededores son descritos como ámbitos seguros en comparación con otros puntos de la ciudad. Durante las noches, estas PSH instalan sus cartones contra los muros del Teatro Real, el cual actúa a modo de un amuleto que los protege contra los peligros nocturnos. Los miembros de Ópera han colonizado la fachada del Teatro Real, el sector más controlado por la seguridad privada que custodia la zona. La sensación de seguridad no se limita a la protección grupal, sino que se extiende a dichos empleados. Por otra parte, en la Plaza Isabel II residen personas de una edad avanzada y que se encuentran deterioradas físicamente, por lo cual el sentimiento de indefensión solo puede ser mitigado en conjunto. Así, las promesas de socorro frente a las agresiones representan una de las formas básicas de reciprocidad. Un ataque convierte temporalmente en aliado a quien hasta entonces era visto con antipatía. Una de las formas básicas en que se expresa la pretensión de “imponer un cierto orden” consiste en la expulsión del propio territorio de quienes son considerados como intrusos (principalmente inmigrantes, jóvenes y toxicómanos). No obstante, se trata de medidas incompletas, pues resulta imposible el control absoluto en un ámbito público como es la Plaza Isabel II.

Respecto de los códigos de calle que apuntan a evitar, o al menos minimizar, los conflictos producto de la convivencia en un entorno degradado, probablemente el criterio que logra un mayor consenso sea el que sostiene que “cuantas menos reglas existan mejor”. Investigadores como Bahr (1973) y Cohen et al. (1988) mencionan la presencia de líderes en las agrupaciones de PSC. En la plaza Isabel II dicha situación sería insostenible. Cada vez que alguien intentó destacarse e imponer alguna regla, lo único que consiguió fue la atomización anárquica del grupo. Un líder implicaría jerarquía, un intento por fijar un orden. Si hay algo que estas personas destacan como positivo de Ópera, en claro contraste con lo que fuera su vida laboral, el ámbito familiar y la relación con los recursos sociales para PSC, es la libertad entendida como la disminución de las reglas sociales a un mínimo.

En la plaza Isabel II existe un acuerdo común, el cual forma parte de los procesos de control de la información, que podría resumirse con la siguiente frase: “no hagas preguntas personales”. Tratándose de gente que ha visto cómo su vida iba de mal en peor, que ha experimentado la humillación de ser interpelada en numerosas ocasiones por “los funcionarios de lo social”, nadie quiere verse forzado a recordar su propia biografía (Snow y Anderson, 1973; Bahr, 1973). Lo que muchos buscan en la vía pública es el anonimato, la invisibilidad. La consecuencia de tal situación es un código que estipula que si alguien quiere contar su vida, los demás lo escucharán, pero nadie hará preguntas personales si no es el propio sujeto quien da pie a tales interrogantes.

Una aclaración: sería un error limitar las relaciones que las PSC establecen entre sí a una dimensión utilitaria. En la calle muchas PSC muestran su voluntad por socializar. Las redes de PSC suponen un sostén afectivo digno de consideración (Rowe y Wolch, 1990). Asimismo, en Ópera se encuentran rodeados de personas que comparten un mismo destino. Allí pueden relajarse, no deben fingir lo que son como ocurre en otros sitios de la ciudad.

Snow y Anderson (1993) sintetizan otro código de convivencia con la siguiente expresión: “lo que va, viene”. Se trata de una forma concreta de relacionarse con los objetos y las personas propia de un mundo de penurias. A pesar de que las PSC suelen describir el entorno en el que viven como dominado por el egoísmo, es muy frecuente constatar cómo comparten los recursos que han obtenido. Las redes de las PSC deben ser entendidas como estructuras económicas que maximizan seguridad, y que permiten un

intercambio recíproco que presupone un flujo de bienes y servicios en ambos sentidos. La generosidad, si tal se la puede llamar, no es pues completamente desinteresada (…) El concepto de generosidad aplicado al intercambio recíproco no debe entenderse como una cualidad moral sino como un efecto de la necesidad económica: es la escasez y no la abundancia lo que vuelve generosa a la gente (Lomnitz, 1975: 204-205).

Los golpes de fortuna no suelen ser lo suficientemente importantes para escapar del sinhogarismo, y esto es algo que han comprendido quienes llevan años de situación de calle. De tal manera, cuando el individuo disfruta de uno de tales momentos, muchas veces gasta junto a sus compañeros lo que ha obtenido. Muy probablemente, en pocos días la suerte cambie; entonces, cuando falte lo indispensable, el sujeto podrá invocar el principio de reciprocidad. Cuando no hay perspectivas de revertir la situación de calle no tiene sentido acumular: la posibilidad de ser robado está siempre presente; además, ¿dónde guardar los bienes obtenidos? Lo más sensato es consolidar lazos de reciprocidad con la mayor cantidad posible de gente.

Tratamos de todo lo que tenemos compartirlo. Al dinero no lo compartimos porque tampoco tenemos mucho. Pero si yo a alguno… ayer, me dijo “déjame cincuenta céntimos que es lo que me falta”. Pues toma. Yo sé que lo voy a recuperar. Otro día me va a faltar a mí, y me lo dará. Bruno se quería ir a Guadalajara y me dijo “¿no tendrás seis euros?”. “¿Para qué?”. “Tengo que ir a Guadalajara”. Meto la mano en el bolsillo, tengo seis euros, los pongo. ¿Por qué? Porque cuando viene lo primero que va a hacer va a ser es “pues toma”. Porque es una ayuda. Hoy por ti, mañana por mí (Fragmento de entrevista a Mariano, 18 de junio de 2005).

Una forma de comprender los códigos que regulan las relaciones del grupo consiste en analizar qué se comparte en plaza Ópera. Como destaca Lomnitz, la reciprocidad genera un sentido de pertenencia social:

al compartir sus recursos, escasos e intermitentes, con los de otros en idéntica situación (quien vive en situación de precariedad socioeconómica) logra imponerse en grupo a circunstancias que seguramente lo harían sucumbir como individuo aislado (…) estas redes de intercambio representan el mecanismo socioeconómico que viene a suplir la falta de seguridad social, remplazándola con un tipo de ayuda mutua basado en la reciprocidad (1975: 26).

En este punto me limito a mencionar que el nivel de reciprocidad depende del tipo de objeto que se intercambia: el alcohol se comparte prácticamente siempre, la comida prevalentemente entre personas más próximas, etc.; asimismo, los distintos grados de reciprocidad reflejan en buena medida el estado de las amistades.

En definitiva, a pesar de las perspectivas que retratan a estas poblaciones en términos de aislamiento y desafiliación, el mayor capital que poseen las PSC consiste en las redes que han formado en los barrios donde se han insertado. Entre las mismas, se destacan los vínculos establecidos con otras PSC y especialmente con los miembros de su grupo (sus “colegas”). Con el paso del tiempo, dichas redes se convierten en recursos logísticos, materiales y emocionales, reemplazando a los que alguna vez proveyó el hogar (Rowe y Wolch, 1990).

3. La (difícil) conformación de un sentido de grupo: la desconfianza y la tendencia al aislamiento

La pretensión de cuestionar las imágenes que retratan a las PSC como seres socialmente aislados no debe conducirnos a pintar un cuadro de relaciones idílicas. Si bien los vínculos sociales existen, es importante dejar constancia que la calle, en tanto espacio de residencia, se caracteriza por una serie de tensiones que nunca son completamente resueltas. Cooperación, amistad, desconfianza y animadversión, son sentimientos encontrados que libran una batalla en el interior de cualquier ser humano. En el caso de las PSC, esta lucha se potencia como consecuencia de vivir en un ámbito dominado por un conjunto de limitaciones que obstaculizan la posibilidad de establecer vínculos sólidos basados en la confianza. Más de una PSC nunca logró vencer la reticencia hacia quienes han tenido su misma suerte y, pese al paso de los años, prefieren moverse en solitario. La calle muchas veces es visualizada como una selva donde impera la ley del “sálvese quien pueda”, un espacio que conduce al egoísmo, a la agresividad, a velar únicamente por los propios intereses. La desconfianza generalizada, y en especial hacia las demás PSC, es un sentimiento muy expandido. Incluso quienes se han establecido en un grupo suelen dudar de la buena fe de sus “colegas”. Un factor que mina la confianza entre las PSC son los robos o las pérdidas de las propias pertenencias, siempre teñidos por la sospecha hacia algún compañero. Como han observado otros investigadores (Snow y Anderson, 1993), ante la pregunta “¿es posible la amistad viviendo en la calle?”, muchas PSC responden de manera contundente: “somos colegas, no amigos”.

Hay una amistad, pero cada uno en su sitio. Aparte claro, nosotros juntamos grupos, juntamos grupitos que nos llevamos bien. Dormimos juntos y nos preservamos los unos a los otros, y nada más. Porque tenemos que estar así. Porque si no estás unido en algún grupo, que si estás solo en la calle te matan. En la calle te matan si estás solo, porque es así. Que mira, te pueden venir los skinheads, te pueden venir… gente mala, que no tiene conciencia. Llegan y pegándote patadas en las cajas, a romperte el chiringuito que tienes ahí para dormir. Y si no estamos unidos, pues malo. Siempre tenemos que estar pues dos o tres personas. Para que te respeten un poquito (…) Hay una amistad, pero cada uno en su sitio. Tú allí, yo aquí, y se acabó. Pero por las noches somos todos unos. Por las noches, en general, somos todos unos. Porque pegamos una voz y se levantan todos (Fragmento de entrevista a Alfredo, 31 de enero de 2006).

De tal modo, el sentido comunitario no debe ser exagerado. Solo en contextos puntuales estas personas se reconocen como miembros de un grupo de PSC. Pude presenciar uno de tales acontecimientos extraordinarios durante la ruta nocturna de una ONG conformada por voluntarios que circulan por la ciudad repartiendo alimentos a personas sin hogar. Mientras los integrantes de dicha ONG se encontraban en Ópera, otras PSC irrumpieron en la plaza increpando a los voluntarios por no haber pasado antes por el sector de la ciudad donde solían esperarlos. La reacción violenta y en bloque de los residentes de Ópera no se hizo esperar, y culminó con la expulsión de los recién llegados de la plaza. Los miembros de Ópera justificaron su proceder alegando que debían remediar una descortesía, y señalando que los “intrusos” es gente que frecuenta los comedores sociales pero que “tiene su piso”. Es decir, según la visión de los integrantes de Ópera, puede que sean PSC pero no son sin techos, no duermen en la calle, y por lo tanto tienen menos necesidades y derechos que ellos. Además, y por sobre todas las cosas, la lógica subyacente fue que se trataba de “intrusos que invadieron nuestro territorio de mal modo”. La sensación de control territorial los llevó a aunar fuerzas para expulsar a dichos “intrusos” de “su sitio”. En definitiva estas personas se reconocieron como integrantes del grupo de Ópera, reivindicaron un espacio como propio y se autoproclamaron como “sin techo” con mayores derechos que una PSC, solo cuando consideraron que su lugar estaba siendo asediado y los recursos a recibir eran amenazados. Más allá de esta excepción, lo más frecuente es el esfuerzo por no ser equiparado con “los sin techo”.

Las teorías sobre la exclusión social o la bibliografía sobre el sinhogarismo suele retratar a “los excluidos” como miembros de un mundo social paralelo, radicalmente diferente al resto de la sociedad. En mi trabajo de campo, esta afirmación resultó insostenible. Los códigos de calle existen, pero no predeterminan la acción y, por sobre todas las cosas, se encuentran en permanente tensión con unos valores sociales dominantes que no han desaparecido en la mente de estos sujetos. Como sostuve anteriormente, los discursos organizados en términos de un “nosotros” emergieron en momentos concretos, mientras que los esfuerzos por distanciarse de las PSC fueron permanentes. Así, el clima de aprensión en buena medida es producto del estigma que padecen estas personas (Rosenthal, 1994; Snow y Anderson, 1993). Es su autoestima lo que está en juego, y el modo que encuentran para preservar su propia dignidad consiste en diferenciarse discursivamente de sus compañeros. Todo ser humano necesita ser valorado, y los esfuerzos que estas personas realizan en tal sentido implican generar relatos positivos de sí mismo a partir de una caracterización negativa del resto de sus compañeros. Para ello reproducen los estereotipos existentes con los que se etiqueta a un sin hogar, es decir, los estigmas relacionados con el alcoholismo, la mendicidad, la higiene, etc. Son recurrentes los discursos donde el sujeto sostiene poseer cierta superioridad moral respecto de otras PSC por “no ser un vago y querer trabajar pese a no encontrar un empleo”, por “no estar dispuesto a denigrarse pidiendo limosna”, aclarando que si está en la calle no es como consecuencia de “ser una alcohólico” (como en cambio ocurre con tal “colega”), etc. Dichas narrativas corroboran hasta qué punto esta gente valora los preceptos sociales dominantes sobre el trabajo, la familia, las adicciones, etc. Su aislamiento no consiste en habitar en una dimensión social paralela, sino en adherir sin poder acatar ciertos valores sociales hegemónicos, los cuales entran en contradicción con los códigos propios del contexto espacial degradado donde se han visto forzados a residir.

El tema de dormir en la calle también consiste en perder ciertos valores. El respeto por los demás, porque claro, al estar ahí tumbado a la vista de todos para mi es faltar el respeto a los demás. La falta de ética, de urbanidad, de decoro. Pero que vas a hacerle, como nadie te da nada y del cielo no cae nada, no tienes más remedio que tumbarte ahí (Fragmento de entrevista a Jonathan, 9 de Marzo de 2005).

Podemos comprender con mayor profundidad los factores que obturan la conformación de una identificación grupal recuperando los planteos de Simmel (2011), para quien la significación social convierte al “pobre” en una categoría específica dentro de la sociedad. Es decir, no son las características del sujeto, sino que es el acto del socorro el que funda a la pobreza como relación social. Los individuos que así son calificados no están agrupados en una unidad sociológica particular; tampoco se mantienen unidos por una acción recíproca de sus miembros, sino que es la actitud colectiva que adopta la sociedad la que inicia el principio clasificatorio que los perjudica. De tal modo, los pobres poseen una gran homogeneidad en cuanto a su significación y localización en el cuerpo social, pero carecen de homogeneidad en cuanto a la cualificación individual de sus elementos. Más aún, en la sociedad moderna, la conciencia social no puede soportar la vista de la pobreza, lo cual inaugura una tendencia en los propios sujetos que así son etiquetados: la necesidad de esconderse. Dicho proceso mantiene aún más separados a los pobres, contribuyendo a la disrupción de cualquier posible solidaridad entre quienes padecen tales dinámicas estigmatizantes. En definitiva, tal como reza el título del artículo, lo que une a personas tan diferentes entre sí es un elemento negativo (la asistencia social / el espanto), del cual es preciso desmarcarse.

Los códigos de calle que permiten cierta organización armónica del grupo de Ópera no determinan el contenido de las acciones, sino que tan solo proveen una guía para las prácticas cotidianas y la interacción con las demás PSC dentro de un contexto sociocultural específico. No debe exagerarse el peso que poseen los códigos de calle, tan solo consisten en unas pocas pautas que apuntan a evitar los conflictos durante la convivencia en un espacio degradado. Además, confirmar la existencia de una serie de códigos propios del grupo de calle no supone que sus integrantes cumplan taxativamente con los mismos (Snow y Anderson, 1993). Asimismo, en Ópera no existe un sistema de sanciones que penalicen a quienes han violado alguno de los pocos códigos que rigen al grupo; de tal forma, las acusaciones en torno a la falta de reciprocidad generan un clima de enemistad y desconfianza que nunca es plenamente resuelto. Es por ello que, cuando un compromiso es incumplido (especialmente cuando el mismo atañe a la promesa de socorro ante un ataque violento durante la noche), se genera una serie de conflictos que trascienden la relación entre quien sufrió el ataque y quien no socorrió a la víctima. Entonces, la sensación de vulnerabilidad se expande por todo el grupo, las bases que sostienen al mismo se ven carcomidas por las dudas, la desconfianza vuelve a teñir las relaciones entre las PSC.

4. Sobre las vinculaciones laxas, adaptativas y alienantes propias de la situación de calle

Los códigos del grupo de calle que apuntan a regular mínimamente la convivencia cotidiana fomentan una vinculación laxa. Un primer ejemplo al respecto: el precepto “no hagas preguntas personales” puede garantizar una comunicación sin entrar en terrenos que generarían el rechazo pero, simultáneamente, supone un límite para la consolidación de los lazos de amistad, promueve una distancia que impide divulgar información personal y generar una sensación de mayor intimidad.

Tal como vimos al examinar las formas de reciprocidad, los vínculos que se establecen entre las PSC oscilan entre la distancia y la proximidad. En la vía pública es muy fácil hacerse con conocidos. La gente tiene tiempo, se aburre ante tantas horas sin nada por hacer, por lo cual existe una cierta predisposición a entablar diálogos con desconocidos. Pero, al mismo tiempo, la calle incentiva la vinculación superficial, dificulta la posibilidad de consolidar lazos sociales (como veremos en el siguiente cuaderno de campo, en Ópera este tipo de sociabilidad laxa no se limita a una dimensión espacial, sino que también se asocia con los patrones de ingesta alcohólica). Se trata de un espacio donde todo fluye, pues la mayoría de las PSC entran y salen constantemente de la vía pública (logran escapar del sinhogarismo, se trasladan a otros sitios, ingresan a un albergue destinado a estas poblaciones, etc.). Nada sólido puede erigirse en tales arenas.

Si en la calle se hacen amigos. Pero bueno, es muy difícil coger un amigo que sea amigo-amigo. De momento en la calle se hacen amistades de vino muy rápidamente, pero luego Felipe es muy bueno, pero detrás está la guerra. En la calle es fácil, sí. Pero luego tener un amigo que es amigo, eso es más difícil que operar a un mosquito de apéndice. Eso te lo digo yo (risas). Hacer un amigo, claro que lo haces en la calle pronto. Pero claro, es el aroma del vino de Valdepeñas, y si es coñac mejor (Fragmento de entrevista al Capitán, 12 de septiembre de 2006).

Al interior del grupo de Ópera existe una serie de vínculos más fuertes entre determinadas personas; dicha situación se reflejaba en los patrones de apropiación y uso del espacio nocturno, pues quienes sienten una mayor proximidad suelen pernoctar bajo un mismo pórtico. Como cualquier otra relación social, estas lealtades evolucionan con el tiempo. La diferencia tal vez consista en lo rápido que se generan y rompen las simpatías mutuas en el contexto de calle; así, a lo largo del trabajo de campo, pude constatar las permanentes mudanzas de los integrantes de Ópera entre los distintos pórticos del Teatro Real. Una vez más, el espacio de exclusión es el detonante que produce tales cambios; viéndose forzados a convivir las veinticuatro horas del día, las amistades se entablan y diluyen a gran velocidad.

En este punto, vale la pena recuperar la teoría sobre “la fuerza de los vínculos débiles” propuesta por Granovetter (1973). Según la misma, los vínculos débiles influyen de manera positiva en la coordinación social, e incluso pueden cumplir un papel más relevante que los lazos primarios.8 Este sociólogo demostró que las redes sociales muy densas y cohesionadas tienden a la redundancia, limitando la circulación de bienes, personas e informaciones; por el contrario, la poca necesidad de fidelidad de los lazos débiles permite un alcance mayor y más diferenciado de las relaciones sociales. La fortaleza de los lazos débiles consiste entonces en la capacidad de conectarse, aunque tal vez de modo más superficial, con más personas. De modo similar, Cohen et al. (1988) compararon las redes sociales de PSC con las de otros grupos sociales residentes de Nueva York y quedó demostrado que las redes de las PSC se caracterizaban por la mayor cantidad de integrantes, así como por la menor intensidad de los contactos. En mi trabajo de campo con PSC, llegué a conclusiones similares en cuanto a la importancia de tener una red amplia de conocidos, donde la inestabilidad de los vínculos es suplantada con la abundancia de los contactos.

Las razones de la naturaleza tenue de los lazos sociales entre las PSC no deben encontrarse en su estatus psicológico en tanto “automarginados”. Por el contrario, la debilidad de los lazos establecidos en la calle proviene principalmente de las circunstancias sociales precarias bajo las cuales dichos vínculos se forman y desarrollan. En buena parte, tal fragilidad radica en el valor de supervivencia que poseen los lazos endebles en contextos donde los recursos son escasos (y donde el estigma causa estragos). Es decir, por un lado el entorno de exclusión espacial limita las relaciones sociales; por el otro, los vínculos fáciles de entablar, pero inestables y cambiantes, son altamente funcionales al ámbito residencial. Así, los vínculos característicos del entorno de calle poseen un valor adaptativo; consecuencia de ello es que no solo la amistad, sino también las riñas se olvidan fácilmente. Estas formas de relacionarse son claves para la subsistencia, pues permiten iniciar una serie de reciprocidades con quien hasta hace pocos minutos era un desconocido. A modo de ejemplo, vale la pena mencionar cómo incluso quienes desconfían de las demás PSC y se mueven solitariamente, buscan disuadir a posibles agresores fingiendo pertenecer a un grupo de PSC; para ello, durante las noches se aproximan a otras PSC. Luego, por las mañanas, cada uno sigue su rumbo sin dirigirse la palabra. Ello es posible pues otro código propio de estos grupos establece que los desconocidos que duermen en un radio próximo de distancia deben protegerse mutuamente en caso de una agresión. En definitiva, “las PSC encuentran compensación a la escasez de relaciones duraderas en la facilidad y disponibilidad de conseguir relaciones superficiales” (Snow y Anderson, 1993: 174).

El valor adaptativo de los lazos sociales extensos, pero tenues, no impide caracterizar a las sociabilidades que se generan entre las PSC como alienantes. Vivir en la calle significa soportar cotidianamente un conjunto de contradicciones insalvables producto del ámbito de exclusión residencial. En cuanto a las relaciones sociales, podría argumentarse que esta gente se busca constantemente, pero que nunca desea encontrarse. La tensión se manifiesta entonces entre unos pocos pero importantes códigos propios de la calle, y los valores dominantes de la sociedad. El dolor con el que deben cargar es en parte consecuencia de que, como se sostuvo anteriormente, las normas hegemónicas sociales siguen vigentes en sus mentes. Pero, al mismo tiempo, las PSC se ven constreñidas a adecuarse a una serie de códigos propios del contexto espacial de exclusión. Todos vivimos, en mayor o menor medida, una tensión entre valores dominantes y preceptos particulares de los grupos específicos a los que adscribimos; en el caso de las PSC, esta situación genera un fenómeno de “alienación”: fomenta la existencia de individuos que no pueden aceptar a su grupo ni abandonarlo, que se ven y son vistos simultáneamente como “normales” y como “marginales”, seres dominados por una serie de ambivalencias difícilmente superables (Goffman, 2001). Nuevamente, lo que los une no es tanto el amor, sino el espanto.

Describir a la calle como un entorno alienante implica resaltar cómo determinados sentidos contradictorios moldean las sociabilidades y afectan las orientaciones cognitivas de los sujetos. Así, en las PSC se observa una tensión nunca resuelta satisfactoriamente entre cooperación y desconfianza. Por un lado, la gente se necesita mutuamente para hacer más llevadera la cotidianidad. En Ópera, vimos el peso que tienen ciertas formas de reciprocidad, así como destacamos dos factores fundamentales en la conformación de un sentido de grupo: la búsqueda de protección mutua ante la inseguridad nocturna, y la urgencia por satisfacer otra necesidad básica como es beber varios litros de vino por día para quien corre el riesgo de padecer el síndrome de abstinencia. Pero, simultáneamente, existe una fuerte predisposición a distanciarse de las demás PSC. Si el espacio de degradación obliga a ciertas formas de cooperación, también genera la necesidad de desligarse de quienes afrontan el estigma inherente a la condición de sin hogar. Debemos entender que la vía pública, en tanto ámbito de residencia, despierta lo peor y lo mejor de la personas. Numerosas PSC han sufrido agresiones físicas, han sido robados o humillados en más de una ocasión, y a veces el victimario es otra PSC. La calle es un ámbito donde opera el lema “sálvese quien pueda”, donde reina la desconfianza, incluso hacia las demás personas que integran el mismo grupo. Además, si en el pasado un hermano, la pareja o un padre nos han traicionado, ¿por qué no sospechar de quien es tildado como un “vagabundo”? De tal modo, son pocos los que se autoidentifican como PSC. Los integrantes de Ópera pueden pasar juntos las veinticuatro horas en la plaza, pero al hablar de sí mismos construyen un relato donde buscan preservarse. Para ello, reproducen los estereotipos sociales que menosprecian a “los sin techo” y sacrifican a sus compañeros de desgracias. Aunque más no sea a nivel simbólico, prevalece el esfuerzo por distanciarse de las demás PSC.

5. A modo de epílogo

Buscando discutir con las perspectivas aislacionistas, este trabajo consistió en indagar el tipo de sociabilidad que se genera al interior de un grupo de PSC. Se sostuvo que los enfoques aislacionistas oscilan ente dos alternativas. En primer lugar, retratan a las PSC como seres solitarios y desligados de la sociedad; en segunda instancia, cuando reconocen el aspecto gregario de las PSC, exageran el alcance y valor de los códigos internos mínimos y propios del grupo de calle, interpretándolos como leyes que reglamentan la vida de un mundo social paralelo. En otros artículos me preocupé por refutar el primer argumento, mientras que en esta ocasión opté por discutir con la segunda afirmación.

Al comienzo del artículo se tematizaron distintos aspectos asociados con la conformación de un sentimiento de pertenencia en el grupo de PSC que reside en Ópera. En tal sentido, se indagó en el proceso de inserción en Ópera, así como se relevaron clivajes fundamentales en la conformación del grupo, entre los cuales se destacan la edad, la nacionalidad, el compartir una adicción ligada con el alcohol, así como la búsqueda de seguridad ante eventuales ataques nocturnos. En el proceso de conformación de cierta identidad grupal, el epicentro ha sido la experiencia compartida en un mismo territorio con otras personas que también padecen un proceso de exclusión residencial. A su vez, me dediqué a mostrar la existencia de distintas formas de reciprocidad entre quienes residen en Ópera, resaltando la existencia de códigos propios de la situación de calle mediante los cuales se intenta regular la convivencia y evitar los conflictos. Luego de refutar las afirmaciones que identifican a la exclusión con el aislamiento social, se sostuvo la necesidad de destacar los límites inherentes a las sociabilidades que se despliegan en un ámbito hostil como es la vía pública. La desconfianza es un sentimiento muy expandido entre estas personas, que incluso suele empapar las relaciones con los antiguos conocidos. Las PSC no responden a una unidad sociológica particular, ni se mantienen unidos por una acción recíproca de sus miembros, sino que la mayor fuerza sociológica que los aglutina es el modo en que han sido socialmente etiquetados. Tal como reza el poema de Borges, el principal elemento unificador es el espanto. La necesidad de tomar distancia de las miradas hegemónicas que los estigmatizan en tanto “mendigos”, “vagos”, etc., se traduce en un esfuerzo por desligarse de los demás “sin techo”.

Que las PSC adopten como válidos prejuicios que incluso le son nocivos, demuestra hasta qué punto continúan formando parte del mundo social dominante. El problema de esta actitud radica en que, para generar auténticos cambios sociales que beneficien a un grupo poblacional, es preciso que los mismos se organicen, generen una identidad colectiva, y reivindiquen sus derechos de ciudadanía de forma activa. Por el contrario, los esfuerzos por distinguirse de sus compañeros, el que reproduzcan tantos estereotipos negativos, conlleva una enorme dificultad por conformar un colectivo capaz de movilizarse y revertir los procesos sociales que aplastan a tantos individuos en el sinhogarismo. De tal manera,

a pesar de que la gente de la calle despliega formas de solidaridad con sus grupos próximos y, menos intensamente, con la gente de la calle en general, la lealtad claramente corre detrás de sus necesidades individuales. La mayoría de las soluciones parecen ser individuales (…) mientras las lealtades colectivas son importantes y significativas, también son frágiles y transitorias (Rosenthal, 1994: 29).

Otro aspecto detectado en el trabajo de campo ha sido el valor adaptativo de las vinculaciones laxas, pero extensas, de las PSC. Los códigos de calle, así como las particularidades de las redes sociales de las PSC (basadas en una gran cantidad de integrantes, aunque con una menor intensidad en la calidad de los contactos), garantizan el acceso a recursos sociales pese a la precariedad de unos vínculos que se desarrollaron en un ámbito inestable, como es la vía pública.

En resumidas cuentas, en el análisis de la sociabilidad al interior del grupo, el panorama trazado en este artículo es el de una relación ambivalente que oscila entre la proximidad y la distancia, lo cual supone relativizar la identificación de las PSC como integrantes de “comunidades de desafiliados”. Es cierto que existen códigos propios del contexto de calle y del grupo específico de PSC, los cuales apuntan a una convivencia más armoniosa. Sin embargo, suelen ser mínimos y no siempre son respetados. No se trata de una organización compleja y amplia de reglas con su correspondiente régimen de sanciones; dichos códigos no deberían conducirnos a concluir que nos encontramos frente a un mundo social paralelo que se rige por un sistema normativo propio. Suele ocurrir que los códigos, al responder a las necesidades típicas de quienes residen en la calle, entren en contradicción con las normas sociales hegemónicas. La vía pública fuerza a sus habitantes a transgredir, a saltarse ciertos preceptos. Pero ello no significa que las PSC vivan en un mundo aparte con reglas propias. Por el contrario, y pese a la estadía prolongada en el sinhogarismo, en la mentalidad de esta gente continúan operando los valores que rigen al conjunto social. De hecho, llama la atención los esfuerzos que realizan por destacar su propia dignidad en tanto ciudadanos que acatan la ley, que valoran la familia, o que conciben al trabajo como sinónimo de dignidad. La imposibilidad de respetar los valores sociales predominantes es motivo de malestar, desencadena las sociabilidades que aquí fueron definidas como alienantes.

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Snow, David y Anderson, Leon (1993). Down on their luck. A study of homeless street people. Los Angeles, University of California Press.

1.

Investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), Investigador Externo del Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín (IDAES-UNSAM) y Profesor Titular de la asignatura Antropología Sociocultural en la Universidad Nacional de la Patagonia Austral (UNPA).

2.

Considerando la sobrerrepresentación de la literatura sociológica sobre la materia generada en Estados Unidos, y sin pretender ingresar en un debate sobre los modos más apropiados de nombrar al fenómeno, en el artículo se utilizan indistintamente las palabras PSC, homeless y “personas sin hogar”. Del mismo modo, en diversas secciones del texto se menciona el término “sinhogarismo”; el mismo supone una traducción literal del término homelessness, frecuentemente utilizado en el inglés (que también ha sido de uso corriente en la bibliografía española sobre el fenómeno).

3.

Según el Instituto Nacional de Estadísticas de España, el promedio de edad de las PSC es de 37 años (INE, 2005), mientras que en Ópera dicha media asciende a los 54 años. Asimismo, las PSC que residen en Madrid llevan un promedio de tres años y medio de estadía en la vía pública (Foro Técnico de Personas sin Hogar, 2006); al cierre de la investigación, en Ópera el tiempo de calle era de seis años y medio.

4.

En el 2006, la Comunidad de Madrid disponía de 22 Albergues para PSC, 15 comedores, 17 instituciones dedicadas al trabajo de calle o a la inserción laboral, 11 roperos y 3 baños públicos (Foro Técnico de PSH, 2006).

5.

Si bien en Argentina los estudios sobre la población en situación de calle son escasos, en los últimos años diversos investigadores como Boy (2016), Biaggio (2014), Rosa (2015) o Llovet (2010) han dado pasos significativos en este terreno.

6.

Hasta la década de 1960, los Skid Rows fueron el epicentro de la vida urbana de los homeless de Estados Unidos. Se trataba de barrios marginados del resto de la ciudad, conformados por comercios orientados a la subsistencia de estas poblaciones. Con la expansión de las urbes, dichas zonas pasaron a integrar el centro de la ciudad, lo cual desató un proceso de gentrificación. La desaparición del nicho ecológico donde las PSC subsistían precariamente, determinó la presencia masiva de homeless durmiendo en la vía pública (Snow y Anderson, 1993).

7.

El 21% de las personas que pernoctan en las calles madrileñas ha declarado tener problemas de toxicomanías (Foro Técnico de Personas sin Hogar, 2006). Diversos estudios remarcan que los problemas de toxicomanías suelen ser más importantes en poblaciones de jóvenes sin hogar, mientras que los de alcoholismo se encuentran más presentes en quienes superaron los 40 años de edad (Cabrera, 1998; Cohen et al., 1988; etc.).

8.

Según Granovetter, las redes conformadas a partir de vínculos débiles se caracterizan por un escaso contacto con los conocidos; además, el afecto o las emociones no son su principal eje articulador. Por el contrario, las redes organizadas en torno a la familia y las amistades se componen de menos integrantes, pero sus conexiones son más intensas y frecuentemente perduran más en el tiempo.