Entre el riesgo y el goce: disputas por la “recuperación” del espacio público en el corazón de la ciudad de Buenos Aires

Por María Rosa Privitera Sixto1

Resumen

En tensión con un marco de análisis que versa sobre los significativos cambios que las ciudades contemporáneas vienen experimentando, y que pondrían en riesgo el ideal y la materialidad del espacio público urbano, este escrito abordará el conflicto por la “recuperación” del espacio público sostenido entre 2005 y 2009 por miembros de la huerta Orgázmika de Caballito, distintas gestiones del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y otros vecinos del barrio. Se pretende así iluminar la productividad que la imagen del espacio público “en riesgo” puede tener en un campo de disputas por definir quién es o podría ser su legítimo productor, en tanto que fuente de “goce para la comunidad”.

Palabras clave: espacio público urbano, riesgo, productividad, disputas, goce.

Abstract

“Between risk and pleasure: disputes of the recovery of public space in the heart of the city of Buenos Aires”

In tension with an analytical framework that deals with the significant changes that contemporary cities are experiencing, and that might endanger the ideal and the materiality of the urban public space, this paper addresses the conflict over the "recovery" of public space held between 2005 and 2009 by members of the orchard Orgázmika of Caballito, various administrations of the Government of the City of Buenos Aires and other neighbors. It aims to illuminate on the disputed terrain that image of public space "at risk" may have in a field of tensions over who is or could be its legitimate producer as a source of “pleasure for the community”.

Key Words: urban public space, risk, productivity, pleasure

 

Recibido: 11 de septiembre de 2015

Aceptado: 7 de agosto de 2016

 

Introducción

Interrogarse por la producción del espacio público urbano es preguntarse por las relaciones y las interacciones sociales que lo hacen posible. Si bien el uso al que es sometido está en algún punto “determinado por los elementos ambientales aprehensibles por los sentidos y provistos por el planificador”, aquello que dota a los espacios de su singularidad, de su carácter, es “la actitud configurante de sus usuarios”, quienes a través de sus prácticas proyectan sentidos diversos al espacio y reinterpretan la forma urbana [la ciudad], a partir de las formas en que acceden a ella y la caminan” (Delgado, 2007: 12-13). De allí que se manifieste la posibilidad de desentendimientos, más que de consensos en torno a un proyecto ideológico común, lo que le imprime un carácter eminentemente político al proceso interactivo, y por ende al espacio público (Leite, 2007). Más aun, son de hecho estas discrepancias y disputas acerca del llamado espacio público las que suelen generar la mayor cantidad de los conflictos urbanos que caracterizan la vida en y de las grandes ciudades contemporáneas (Duhau y Giglia, 2008). Ahora bien, en la medida en que dicha conflictividad pretende luego ser administrada sobre todo por la forma de anulación o segregación de la otredad (Duhau y Giglia, 2008), capaz de limitar la cada vez más difícil “coexistencia de lo diferente” y “convivencia con lo imprevisto” (Giglia, 2000), el espacio público “abierto” sería cada vez más experimentado cual fuente de peligro y entonces abandonado.

En tal marco es que abordaremos un conflictivo proceso entablado por la “recuperación” del espacio público porteño entre los años 2005 y 2009, por miembros de la huerta Orgázmika, distintas gestiones del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y otros vecinos del barrio de Caballito. Pero la pretensión no será tanto constatar el vaciamiento de ese espacio público, como sí analizar la productividad que la imagen del espacio público “en riesgo” puede tener en un campo de disputas por definir quién es o podría ser su legítimo productor, en tanto que fuente de “goce para la comunidad”. Se sostiene que estas activas defensas y producciones del espacio público en contextos urbanos de marcada desigualdad y temor a las interacciones con otredades de clase, no son solo efecto de la pretensión de los habitantes urbanos, de reactualizar sus vínculos de privilegio con respecto al espacio en cuestión, sino además, de la contra-pretensión de transgredir fronteras de clase, reescribir diferencias sociales y construir contextos urbanos de mayor equidad. Retomando la perspectiva del Filósofo Paul Ricouer (1994 [1986]) concluiremos que no solo nos enfrentamos a pretensiones “ideológicas” –de deformación y legitimación de las relaciones asimétricas que estructuran la sociedad-, sino asimismo “utópicas”. Estas últimas, orientadas a ensanchar el horizonte de los posibles, más allá del aquí y ahora, en cuestiones tales como el gobierno de lo público, la trama de vínculos entre residentes de una zona central que concentra valiosos recursos urbanos, con respecto a otros habitantes urbanos previamente afectados por la segregación socioespacial, y con respecto al Estado.2 Ello resulta factible en tanto la vida cotidiana no es mero escenario de la reproducción, sino además un espacio “donde se libran batallas simbólicas por la definición del orden social” (Reguillo, 1998: 2).

Respecto de la cuestión metodológica debo mencionar que este trabajo se desprende de una investigación con un recorte temporal y analítico más extenso, orientado a problematizar desde una perspectiva antropológica, la temática de la producción del espacio público urbano de Buenos Aires. En segundo, que al haber elegido un referente empírico que físicamente ya no existía, el supuesto obstáculo de no poder presenciarlo etnográficamente me obligó a rastrear y examinar una heterogeneidad de fuentes documentales referidas a los actores y los espacios en disputa, producidos tanto por distintos agentes de Estado, distintos vecinos del barrio, periodistas y documentalistas. Así se encontró que la mayor proliferación de fuentes se produjo en diálogo con las disputas sostenidas contra el GCBA y otros vecinos del barrio, esto es, a partir de 2005. Y se observó que de las producidas por los miembros de la huerta comunitaria de Caballito y terceros que apoyaban su existencia, la mayor parte de ellas contenían una reconstrucción retrospectiva de la genealogía de la Huerta Orgázmika en el barrio de Caballito y del valor que ello suponía para el espacio urbano. Se tomó entonces la decisión de analizar qué era lo que los actores estaban haciendo con lo que decían que habían hecho, focalizando en la reconstrucción retrospectiva realizada por los miembros de la huerta, puesto que a partir de esa racionalización de la experiencia el colectivo producía una identidad de origen, que proyectaban a futuro. Desde una perspectiva pragmática, este tipo de discursos que acompañan la acción social son entendidos en términos de “práctica y espacio de constitución y disputa de subjetividades, más que medio de expresión de sujetos sociales preconstituidos” (Briones et al, 2004: 86). Una perspectiva tal, diferente de una perspectiva meramente semántica –exclusivamente preocupada por discernir el o los referentes/ contenidos, atiende a la potencia performativa que han tenido los discursos producidos por el colectivo huertero para constituir la identidad de aquello que estaban sintiendo y experimentando, frente a ellos mismos y a los de afuera amenazantes.

Finalmente, con el objeto de monitorear posibles excesos de sobreinterpretación en el abordaje de las fuentes, las mismas fueron trianguladas con entrevistas retrospectivas que pude realizar en 2014 –en profundidad, semiestructuradas y abiertas–. El principio básico consistió en recoger interpretaciones de los eventos bajo análisis, realizados desde diferentes perspectivas, para después compararlos y contrastarlos (Salgueiro Caldeira, 1998).

A continuación entonces comienzo por situar el conflicto por la “recuperación” del espacio público del barrio de caballito, para luego abordar los diferentes sentidos y direcciones temporales en que los contendientes apelaron a la noción de “riesgo” y desplegaron el verbo “recuperar”.

El conflicto por la “recuperación” del espacio público

La huerta comunitaria de Caballito emergió en el verano porteño de 2002 como un emprendimiento conjunto de las “asambleas” de la zona, en el corazón geográfico de la ciudad de Buenos Aires. Éste área suele ser descripto por estadísticas estatales, cientistas sociales y medios masivos de comunicación, como un barrio “típico” de clases medias, que se destaca por su accesibilidad -allí convergen la línea ferroviaria que atraviesa de este a oeste la ciudad, dos líneas de subterráneos y gran cantidad de líneas de colectivos- y su tejido urbano continuo –con zonas donde predominan edificios y zonas de carácter residencial de baja densidad-, configurándose como una de las zonas más densas de la ciudad, con menor extensión de espacios verdes (Cosacov y Perelman, 2013).

Ahora bien, el “conflicto” (Melé, 2003) frente al GCBA se explicita en 2005,3 cuando la gestión encabezada por Ibarra llama a licitación una “obra de remodelación” sobre la plaza Giordano Bruno, la cual se erigía en el terreno aledaño a la huerta. Ambos espacios constituían emergentes de los contra-usos mediante los cuales los vecinos del lugar venían discutiendo la clasificación, cual espacios en desuso, que el Estado había impuesto para esos ex-terrenos ferroviarios desde fines de la década del ’80. Con la diferencia de que el conjunto de vecinos que, desde hacia una década se ocupaba de la gestión de la Plaza –Asociación ProPlaza Girodano Bruno (AVPPGB)–, había estado durante esos años demandándole a la administración local la oficialización de ese territorio cual espacio público verde destinado al ocio -frente al rumor de que los súper e hipermercados harían su desembarco allí-. Esa demanda sería parcialmente satisfecha en la coyuntura electoral del año 2000, luego de que la administración nacional decidiera finalmente transferir las hectáreas de ex-terrenos ferroviarios del barrio de Caballito a la joven administración autónoma de la ciudad de Buenos Aires, bajo la condición de que ésta las convirtiera antes del 2001, en “nuevos espacios públicos para los porteños” (Diario La Nación, 19/01/2000).

Ahora bien, a pesar de que los funcionarios tuvieran la intención de que las hectáreas aledañas a las vías de ferrocarril quedaran conceptualmente unidas cual “espacios públicos verdes”, la nueva crisis político-económica que impresionaría en 2001 re-activaría su clasificación de terrenos “baldíos”/“improductivos” sobre los que nunca avanzarían las obras. Justamente, una de esas islas de “escombros y basura” sería la que los miembros de las asambleas de la zona decidirían transformar en el verano de 2002, ya no en plaza, sino en huerta comunitaria. Y si este activismo no representaba nada nuevo, pues la propia plaza Giordano Bruno ya era efecto de un habitus urbano y vecinalista que no esperaba el permiso del Estado para transformar los espacios “improductivos” de su barrio, en espacio público verde para uso y goce de su comunidad, los contra-usos que la huerta comunitaria continuó proponiendo durante los años posteriores fueron, a medida que la crisis político económica iba siendo superada, convirtiéndose en objeto de especulación y rechazo por parte de otros vecinos del barrio y funcionarios del GCBA.

Por su parte entonces, los miembros de la huerta se sintieron impelidos a entablar una lucha por defender la legitimidad de la forma en que proponían habitar el espacio urbano, disputando asimismo el status de “vecinos”, únicos interlocutores validados por los funcionarios en la producción de “los asuntos públicos” que afectaban el orden barrial. Así es que en el marco de una serie de interacciones discursivas interpúblicas (Fraser, 1990), el colectivo huertero y los agentes de Estado fueron contraponiendo diferentes representaciones en torno a lo que el “terreno” de la huerta urbana constituía, intentando involucrar a la comunidad más amplia, y obtener de ella su apoyo. Ello se tradujo en un conflicto donde las partes construyeron y apelaron a la imagen de un Espacio Público “en riesgo”, que debía ser “recuperado”. Ahora bien, estas recuperaciones no iban dirigidas en las mismas direcciones, de modo tal que se vieron así envueltos en una lucha “por definir de quién es y qué significa” el Espacio Público (Delgado, 2004:3).

Siguiendo la perspectiva desarrollada por Melé (2003) podríamos referirnos aquí a un conflicto “territorial” durante el cual los actores movilizados construyeron y contrapusieron representaciones del territorio en disputa, poniendo en práctica el modo en que entendían debía ser resuelto el conflicto, haciendo oír sus consideraciones respecto al uso y las prácticas de espacios que se presentaban como que debían ser “protegidos”/“preservados”, en tanto expresión de valores particulares -patrimonial, medioambiental o de biodiversidad-. Conflictos que por ello mismo resultan ser momentos de definición de una pertenencia territorial, de identificación, de construcción de un actor colectivo, pero también de “utilización estratégica de los valores que pueden estar vinculados” a esos espacios (2003: 12), protestando así “contra las dinámicas susceptibles de modificar las relaciones privilegiadas de ciertos habitantes con tales espacios” (2003: 13).4

Ahora bien, en este tipo de perspectiva se desliza el supuesto de que en los conflictivos donde se defiende el espacio público los actores no harían más que pretender ocultar intenciones privatizadoras, para así mantener su relación de privilegio respecto esas porciones del espacio. Ello resulta correlativo de una concepción de lo público cual disfraz –a la manera en que Marx entendía la ideología, como deformación de la realidad objetiva- capaz de transformar derechos exclusivos en imposibilidades de hecho para otros sectores de la población (Bourdieu, 1999). Sin embargo, la propuesta de este artículo es además ver al espacio público apareciendo en un barrio “típico de clases medias”, como efecto de los deseos de algunos de sus habitantes, de introducir variaciones imaginativas en el orden urbano, en aras de hacer surgir la utopía moderna del espacio igualitario, intentando así lidiar con aquellas presencias anómalas que teóricamente pondrían en riesgo su propio reconocimiento social. Lidiar de maneras que no supongan el ejercicio de segregaciones -ni positivas, ni negativas (Carman, Vieira y Segura, 2013)-.

Romper el espejo de la crisis

En la perspectiva sociocultural de Mary Douglas (1982) las nociones de riesgo tanto como el señalamiento de los vectores capaces de conjurarlo, vienen a establecer todo un sistema de relaciones entre personas, cosas, causas y consecuencias, y con ello, de operaciones de inclusión y exclusión capaces de establecer y reproducir límites entre distintos grupos sociales o colectivos. En esa dirección entonces, y ocupándonos en principio de la perspectiva de los funcionarios del GCBA, denunciar el “riesgo” del espacio público y accionar en pos de su “recuperación” parecen haber sido mecanismos a través de los cuales estos pretendieron re-ordenar la experiencia urbana pos-crisis 2001, señalando el conjunto de normas y vínculos sociales que distintas apropiaciones estaban poniendo en tela de juicio, motivo por el cual debían ser excluidas de las postales del espacio público porteño.

Del relevamiento de fuentes periodísticas surge que en la mirada de los funcionarios de la gestión de gobierno porteña encabezada por Ibarra (2000-2006), el riesgo del espacio público devenía del “profundo deterioro” en el que se hallaba, por ser “el lugar donde más se visualizó la conflictividad de todos estos años” (Noticias Urbanas, 12/04/2004). La pretensión que estructuraba su “puesta en valor” era entonces, la de poner coto a la multiplicidad de formas y sentidos en que el fenómeno de apropiación masiva del espacio público espejaba la crisis económica -altos índices de desempleo y pobreza- y política -“falta de compromiso ciudadano”-, contraponiéndosele a la urgencia de la crisis, una “mirada de mediano-largo plazo, estratégica” que incluía

nuevas políticas vinculadas con ese espacio público, políticas de desarrollo económico (…) que permita a esta ciudad recobrar en algunos sectores (…) ese dinamismo virtuoso que genera recursos, empleo, movilidad, desarrollo urbano (…) [pero además] generar políticas que nos ayuden también a cambios culturales, a que todos sintamos el espacio público como propio, que veamos a la ciudad como propia, no como un sector que no es de nadie, como un sector ajeno que en todo caso se ocupa el gobierno y nosotros como ciudadanos no nos sentimos involucrados, sino que necesitamos este concepto de apropiarnos del espacio público culturalmente y poder tenerlo mejor para disfrutarlo. Porque la verdad que cuando un espacio público está deteriorado, le queda solamente el concepto de lo público pero no permite su uso, no permite su disfrute por el conjunto de la sociedad (Ibarra en: 2º Asamblea Gral. Consejo de Planeamiento Estratégico, 2003).

Esta interpretación habilitaba el argumento de que resultaba necesario ejercer un accionar disciplinante sobre las apropiaciones que expresaban una desviación “cultural” de aquel ideal moderno del espacio público, que el Estado democrático estaba llamado a garantizar -en tanto, al ser “de todos a la vez pero de nadie en particular”, materializaría la norma de la igualdad política-. En esta misma dirección es que el Jefe de Gobierno sostenía, “no se puede hacer la ocupación de cualquier espacio público ni de cualquier manera, porque si no hay ninguna regla eso hace que triunfe el más poderoso” (Noticias Urbanas, 19/01/2003).

La estrategia utilizada para imponer tal re-ordenamiento urbano serían entonces las “obras de remodelación”, que permitían cerrar durante algunos meses aquellos lugares que los funcionarios diagnosticaban como más afectados (Noticias Urbanas, 19/01/2003), poniéndose así en práctica una forma típica de administración de los conflictos urbanos en las grandes ciudades contemporáneas, inclinada hacia la segregación de las diferencias y desigualdades (Duhau y Giglia, 2008), ya que no eran solo los usos “transitorios” del espacio público los que preocupaban a la gestión local, sino también las privatizaciones más “crónicas”,

Sabemos de la crisis (…) Ahora, hay lugares que hay que preservarlos con mayor fuerza (…) y yo no quiero exagerar, pero hicimos 30 ó 40 [procedimientos], donde hemos retirado gente con Acción Social, y vuelven porque ya son crónicos. Entonces eso a veces se resuelve con una configuración urbanística distinta, con un diseño que impida la instalación (Noticias Urbanas, 12/04/2004).

Se explicita aquí una jerarquía de lugares sobre los que sería más relevante intervenir, lo que cobra sentido dentro de una tendencia urbanística que orienta procesos de recorte e iluminación selectiva dirigidos a reposicionar las ciudades contemporáneas en el escenario internacional (Crovara y Girola, 2009), no a través de una selección azarosa de las aéreas urbanas a intervenir, sino en tanto fueran capaces de configurar “una identidad estratégicamente planificada” (Fiori Arantes, 2000:18). Se elegía entonces operar sobre el espacio público para impedir apropiaciones que resignificaban aquellas postales de la realidad porteña a que el “culturalismo de mercado” (Fiori Arantes, 2000) reservaba la tarea de “reforzar la imagen de autenticidad porteña” (Lacarrieu, 2005).

Ahora, esa expulsión de las expresiones de “lo inorgánico y la desigualdad social” iban de la mano con una celebración de los valores del civismo, “una ideología que concibe la vida social como terreno de y para el consenso, en que ciudadanos libres e iguales acuerdan convivir amablemente cumpliendo un conjunto de preceptos abstractos de buena conducta” (Delgado, 2007: 17). En tal sentido, si concretar una “obra de remodelación” sobre la Plaza Giordano Bruno podía ser interpretado por algunos vecinos del barrio, como un intento de fagocitarse aquella efectiva herencia de la crisis política y económica que era la huerta comunitaria de Caballito, en el discurso del GCBA ello no implicaba más que concretar los lineamientos configurados en conjunto con los miembros de la AVPGB, en el “Plan de Prioridades Barriales” de mediados de 2002. Al concretar esos lineamientos los funcionarios no solo se comprometían a cumplir la vieja promesa de transformar el conjunto de los “ex-terrenos ferroviarios” en un “corredor verde y público” que atravesaría de Este a Oeste el barrio. Asimismo permitían a “los vecinos” poner en práctica mecanismos de “intervención en los asuntos públicos” que ayudaban a “reducir la brecha abierta entre el Estado y la sociedad civil” (Subsecretaría de Atención Ciudadana, GCBA, s/f), canalizando así “la nueva realidad del barrio como espacio de protagonismo ciudadano (…) en el marco de una grave crisis de representatividad de las instituciones democráticas y de una honda recesión económica que impactó en el tejido social de la Ciudad y limitó los recursos de la gestión local”.

Negociando la Buenos Aires “europea”

Ahora, si la mayor cantidad de los conflictos urbanos que caracterizan la vida en y de las grandes ciudades contemporáneas, emergen de las discrepancias y disputas en torno al llamado espacio público (Giglia y Duhau, 2008), ello significa que los actores sociales no aceptan sin más, el rol de meros objetos pasivos de la violencia del Estado y el Mercado, sino que desarrollan distintas tácticas o estrategias dirigidas a sostener esa confrontación. Y si esos conflictos decantan en una expulsión de apropiaciones y presencias sociales no deseadas, ello también suele venir luego de procesos, con distintas escalas temporales, de disputas y negociaciones, que no dependen ni de la voluntad, ni de un poder esencial que tengan ciertos actores frente a otros, sino sobre todo, de contextos histórico sociales que habilitan o no las negociaciones, las disputas o los conflictos.

En el caso de los miembros de la huerta comunitaria, aun cuando para el año 2005 la gestión de Ibarra ya contaba con un variado repertorio de normas formales –entre ellas una ley sancionada en 2003 que unificaba los terrenos de la plaza Giordano Bruno y de la huerta– y un respaldo económico que hacían factible la “recuperación” del terreno usufructuado por la huerta,5 fue el escenario de una nueva crisis de legitimidad política entre fines de 2005 y principios de 2006 –a causa de la llamada “tragedia de Crogmañon” que habilitó el desplazamiento seguido de juicio político para el Jefe de Gobierno–, lo que retrasó la ejecución de la “Obra de Remodelación” y permitió a los huerteros establecer nuevas formas de interacciones discursivas con los funcionarios, que hasta ese momento solo tomaban la forma de actos de protesta en demanda de ser escuchados. Fue el nuevo escenario el que habilitó las negociaciones en los despachos de los funcionarios de la gestión de Telerman -2006 a 2007-, quienes asimismo encontraban, en el reconocimiento de los huerteros cual interlocutores legítimos en la producción del orden urbano, un mecanismo legitimador de su propia existencia social.

Las pretensiones de la nueva gestión con respecto a los espacios públicos eran “solucionar los problemas urbanos que tiene la ciudad y embellecerla un poco más”, lo que a corto plazo significaba “recuperar el uso” cotidiano del espacio público –plazas y parques, luminarias y mobiliario, limpieza y recolección de basura, bacheo de calles, ordenamiento del tránsito, etc.-. y a mediano-largo plazo, “ayudar a sentar las bases para la recuperación de un visión de ciudad (…) de esa ciudad pujante que como en el centenario… de 1910, hoy nuevamente, hacia el 2010, quiere verse en todo su esplendor” (Telerman en: Radio Continental, 10/05/2006). En otros términos, “recuperar” el espacio público como dispositivo básico para la recuperación de aquella Buenos Aires “europea” del Centenario, cuyos gobernantes también habían tenido que operar significativas reformas -en los servicios públicos y de embellecimiento urbano que seguían un modelo de modernización urbana europeo, más parisino que español-, en aras de que pudiera encarnar la nueva etapa de “progreso” vislumbrada para la joven nación argentina (Gorelik, 2004).

Frente a este discurso, los miembros de la huerta explícitamente se llamaban a impugnar la gestión estatal del espacio público y a “recuperar” dichos espacios, lo que contrastaba con la buena predisposición que la AVPGB mostraba ante las formas de “participación” que el GCBA pos-crisis 2001 les contra-ofertaba.6 Y en particular, convocaban al público a intervenir en la vida comunitaria de la huerta bajo consignas como “SATURAR EL PROGRESO DETENER AL SISTEMA. DETENER EL PROGRESO. SATURAR AL SISTEMA”, para así “salirnos del tiempo establecido, y dentro de esta ciudad y su vorágine, compartir un pulmoncito de resistencia, dándonos aire, y recreándonos juntos” (18/10/2005). Ello era solidario de una integración cada vez más crítica en un sistema urbano “caracterizado por el consumo masivo de alimentos, productos y servicios; producción excesiva de desechos; crecimiento inmobiliario desmedido; disputa por los espacios verdes y públicos” (Gallardo Araya, 2011:7), características que se iban exacerbando a medida que la crisis socioeconómica iba siendo superada.

De modo tal que si en sus primeros tiempos, el diseño y la siembra habían sido dirigidos por un ingeniero agrónomo y por el programa estatal “Pro-Huerta” del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria, para garantizar así una eficaz producción de alimentos, poco a poco su diseño fue volviéndose más “salvaje”, en contraposición tanto a la estética geométricamente rígida de los parques y plazas planificados por los urbanistas, como en relación a la agricultura tradicional, volcándose más a las técnicas homeostáticas de la permacultura y al autoabastecimiento de semillas orgánicas –vía una red de intercambios conformada por otras huertas, colectivos e individuos–. Si bien uno de sus objetivos pasaba por autoabastecer, idealmente, a todo aquel que no pudiera o no quisiera hacerlo a través del mercado, la re-valorización de aquel “basural estéril” –categoría con las que describían el “terreno” antes de que fuera huerta- no pasaba tanto por su nueva capacidad de producir alimentos, como por su nueva capacidad de producir relaciones sociales orientadas a practicar ideales de “autogestión”, “emancipación”, “horizontalidad” y con ello, “alternativas” formas de vida cotidiana en la ciudad.

Ahora bien, los funcionarios solo les contra-ofertaban la posibilidad de un espacio público verde con “canteros permanentes, como los de flores y arbustos, pero de hortalizas”, quedando fuera de negociación el tema de las rejas y del establecimiento de una temporalidad al margen de la cual su uso sería considerado ilegítimo. Desde la perspectiva de los miembros de la huerta, los nuevos límites espacio-temporales transformarían a ese “espacio verde y público” que ya era la orgázmika, en un objeto más de “consumo visual en el “tránsito de las personas por la plaza, en contraposición a la idea que ellos defendían de un lugar separado, pero abierto a las personas que quisieran participar, con puertas y horarios independientes, canteros movibles y construcciones ecológicas. Un lugar autónomo, de aprendizaje… más huerta que plaza” (Prensa Agraria, 23/07/2007). Evidentemente, a esta altura del conflicto por controlar e imponer los sentidos que la huerta podía adquirir como símbolo en las postales del espacio público porteño, los miembros de la huerta ya podían proponer su propia red de vínculos entre las nociones de riesgo y recuperación.

Recuperando un terreno abandonado por el Estado

El derrotero del conflicto condujo a quienes defendían la presencia de la huerta, a forjarse interrogantes respecto al lugar que querían darse en la transformación de la ciudad y lo urbano, tanto como a revisar su origen y proyectarse en el futuro del barrio, y finalmente habitar de un modo utópico las fisuras de “la ciudad del pensamiento único”. En tal sentido, retrospectivamente fueron construyendo un relato de origen donde de forma recurrente apelaban a la imagen de un espacio público que hacia 2002 había sido “recuperado” del “abandono” al que “el Estado” lo había tenido sometido hasta transformarlo en “basural estéril”.7 Reivindicaban para sí el valor de haber trasfigurado ese terreno “ocioso”, improductivo, en un espacio verde productor de vínculos personales y de goce para la comunidad –de allí su nombre–, accesible a todo aquel que quisiera frecuentarlo en tanto que lugar “de búsqueda, encuentro, trabajo y descanso, un desafío urbano e individual” (Comunicado Huerta Orgázmika, 09/03/2007).

En términos analíticos, esto significa que ante la ausencia estatal, los miembros de la asamblea habrían contrapuesto la presencia productiva de sus cuerpos. Su apropiación suponía que un área del barrio ya no sería el efecto de una omisión-acción estatal, sino el de un activo proceso de inter-acción vecinal, que al mismo tiempo que los hacía aparecer en la esfera pública como colectivo, hacía surgir aquello que en terminología arendtiana podemos llamar “la parte pública del mundo” (1993 [1958]: 221). Ello, en el corazón de un orden urbano para el que no mostraban funcionalidad, ni estética, ni productiva, pero en función de lo cual ya no podrían ser considerados como meros receptores de diferencias ya dadas. Demandaban ser reconocidos cual productores de sentidos y diferencias capaces de cuestionar tanto las políticas públicas llamadas a combatir la “inseguridad” en el espacio público –enrejamiento, restricción horaria, guardianes de plaza, cámaras de vigilancia, “código de convivencia”–, como las llamadas a atraer la explotación mercantil del espacio –que por su parte también suele oferta la “seguridad” como mercancía (Carman, 2011)–.

La defensa de la Orgázmika, que condensaba un radical cuestionamiento al orden social capitalista y a los planes y acciones estatales que lo garantizaban, fue provocando entonces la aparición de un “nosotros” arraigado al espacio de la huerta como lugar de distancia a través del cual encontrarse para construir la diferencia. Es que las esferas públicas conformadas a partir de las interacciones discursivas interpúblicas, en las que públicos y contra-públicos activamente intervienen en disputas por la producción de asuntos “comunes”, no son meros escenarios para la formación y expresión de una opinión pública, sino además de intereses, necesidades e identidades sociales (Fraser, 1990) que desbordan la definición del ciudadano como un ente homogéneo.

Y en la construcción de esa diferencia, además de la oposición con el Estado, también resultaba relevante el espejo de los otros vecinos del barrio, que como veremos a continuación, demandaban su desalojo.

Entre la otredad y la mismidad de clase. De la diferencia a la desigualdad

La aparición de otros vecinos en el campo de esta disputa por la “recuperación” del espacio público, se produce a instancias de una mirada estatal que los reconoce cual actores negativamente afectados por la presencia de la Orgázmika en su barrio, en tanto productora y encarnación de “contaminación” e “inseguridad”. El reconocimiento de estos vecinos, el satisfacer sus demandas de re-ordenar el territorio barrial y producir la sensación de seguridad, daba el impulso y la legitimidad que los nuevos funcionarios del GCBA necesitaban para respaldar su propia versión de la “recuperación” del espacio público, en tanto voluntad ajena y superior a las voluntades particulares que transgredían las idealizadas normas de urbanidad e higiene.

La preocupación de estos otros vecinos, particularmente de los aglutinados en la “Asociación Caballito Puede”, se daba dentro de un marco mayor de reclamos contra “otras” “intrusiones”/“ocupaciones ilegítimas” en terrenos linderos a las vías del Ferrocarril Sarmiento que, según ellos, generaban problemas de “acumulación de basura” e “inseguridad”: el “terreno de Rojas 130”, “frecuentemente ocupado por indigentes”, el “asentamiento ilegal Morixé”, en la que “los delincuentes” “se refugian” luego de “robar” y otros predios asociados a “el trabajo de cartoneros” (Blog Caballito Te Quiero, 26/09/2008). Cosacov y Perelman (2013) se han referido a la productividad de este tipo de denuncias e intervenciones estatales en el barrio de Caballito, cual mecanismos orientados a reactualizar distancias y privilegios de los sectores medios frente a quienes encarnan la pobreza en el barrio. Aquí sin embargo, al específicamente atender a la confrontación de estos vecinos y los miembros del colectivo Huerta Orgázmika lo que interesa es focalizar en la producción de distinciones sociales entre miembros de la misma, gran y heterogénea, clase media urbana.

Entonces, frente a las demandas de los vecinos de las asociaciones por más desalojos e infraestructura –física o temporal- capaces de limitar el acceso y uso del espacio público a los cartoneros e indigentes, los miembros del colectivo orgázmiko, en palabras retrospectivas de una de sus jóvenes miembros, proponían

otra mirada, otra apuesta (…) de generar conciencia… de salir… de que la gente, los vecinos…. que la gente del barrio te conozca… te identifique… aunque hagas una cosa que en algún punto a ellos no les cabe o les choca… [por ejemplo] Desde la asamblea hacíamos una olla popular con cartoneros todas las semanas… entonces venían cartoneros… imagínate para ‘las vecinas de caballito’ era horroroso… (…) (Anahí, 2014)

Explícitamente proponían un espacio público donde visibilizar e interactuar con sus otredades de clase, tanto en contexto de crisis económica -vía las ollas populares- como en contextos de recuperación económica –vía el food not bombs-.8 A través de esta práctica de almuerzos colectivos que espacialmente involucraban a la huerta, a las plazas y a las calles aledañas, el espacio público era por ellos experimentado no como lugar de tránsito, sino como espacio social en el cual aparecer como agentes del acercamiento entre distintas clases sociales, y donde “en vez de con la ‘seguridad’, nosotros estamos con el cuidado… es como diferente, genera otras cosas… no te genera miedo y te paraliza, como la ‘seguridad’… [sino] que podes cuidar… de vos, de los demás, del medio ambiente y todo junto” (Lorenzo en: Canal Kermarak, 31/10/2008).

El espacio público no aparece ya como fuente de peligro, sino como un espacio mediador y visibilizador de otredades, asimilable a un espacio público arendtiano en tanto que “lugar de encuentro con el otro, para la construcción de la diferencia” versus el ideal de un espacio público constructor de ciudadanía, que tan solo puede aspirar a hacer como si las desigualdades no existieran (Gorelik, 2008). Un otro espacio público que desde el verano asambleario de 2002 emergía de un “actuar juntos”, compartiendo palabras y actos (Arendt, [1958] 1993), a través del cual intentaban “recuperar” el control de sus propias vidas, “recuperando” “un terreno abandonado por el Estado”. La defensa de esa apertura les devolvía entonces a sus miembros, la posibilidad de continuar siendo productores del espacio-tiempo que venían configurando a través de su diferencia. Parafrasendo a Martín-Barbero, podemos ver en esa defensa una demanda dirigida hacia la sociedad en general y al GCBA en particular, no tanto de ser representados por el Estado, como sí de ser “reconocidos”, “(...) volverse visibles socialmente, en su diferencia” (2000 en: Leite 2008: 43).

No obstante ello, fueron los propios términos del conflicto los que los obligaron a presentarse cual “vecinos” o como encarnación del “pueblo” soberano con la potestad de exigirle a los funcionarios el cumplimiento de las promesas explícitamente formuladas, como la de que no habría intervención estatal sobre la huerta mientras durasen las negociaciones. Y asimismo, de las implícitas en cada acción de gobierno y que delimitaban el ejercicio del poder estatal: tomar en cuenta los intereses de aquel “pueblo” que debían “representar” y no atentar contra sus derechos, como por ejemplo contra el de “gozar de un ambiente sano”, ni contra el ejercicio de sus obligaciones contrapartidas, en este caso, “el deber de preservarlo y defenderlo en provecho de las generaciones presentes y futuras” (Recurso de Reconsideración, 18/09/2008: 10). Sin embargo, en ese uso del lenguaje jurídico del sistema dominante, no había tanto una “expectativa” de que el derecho se mostrara capaz de regular las interacciones entre las partes en conflicto, o el proceso de urbanización, como la pretensión de cuestionar el ejercicio de poder de los gobernantes, para lo cual ese lenguaje podía funcionar como instrumento, “apoderándose de su propia retórica y dándole un nuevo contenido: los gobernantes son injustos o descuidados, se les deben recordar sus deberes (…)” (Thompson, 1992: 83).

Ahora, como efecto de aquello, y a pesar de sus pretensiones contra-estales, los miembros de la orgázmika intervinieron activamente en la reproducción de la estatalidad local, dándoles a los funcionarios la posibilidad de configurarse a sí mismos cual legítimos administradores de “la cosa pública” y de solventar la legitimidad de su soberanía sobre el territorio barrial frente a procesos interacciones sociales que podía hacer surgir el espacio público al margen del Estado.

Pero no parecía haber más opciones en el escenario mucho más “intransigente” que la nueva gestión de gobierno encabezada por Macri instituyó respecto a las apropiaciones que consideraba “ilegítimas” (Carman y Pico, 2009), lo que sería contundentemente expresado en la firma del decreto de su desalojo en el año 2008. Aun cuando ya existía un dictaminen judicial que sentenciaba la “inexistencia de delito de usurpación”, el ejecutivo porteño todavía detentaba la potestad de no otorgar “permiso ni autorización” en el uso del dominio público sobre el que se erigía la huerta, lo que le permitía calificar esa ocupación en términos de “un acto ilegítimo”, que asimismo “significa un foco de peligro de dengue”, y en consecuencia, un riesgo para la vitalidad de “la comunidad”, viéndose obligado a “recuperar” ese territorio “para uso y goce de toda la comunidad” (Decreto Nº 607/GCBA/08).

Si en la conceptualización socioestructural de Mary Douglas, la “suciedad absoluta” nunca existe más que “en el ojo del espectador”, esencialmente como una forma de “desorden” al que se le debe contraponer un “esfuerzo positivo por organizar el entorno” (2007 [1966]: 20), podemos señalar que este ojo espectador de los funcionarios y otros vecinos aglutinó lo diverso por la negativa. Para estos, “el laburo de la huerta” que intentaban proponer sus miembros y aquellas “formas pobres de hacer ciudad” que traían consigo los cartoneros e indigentes, representaban alternativas de la misma amenaza, la carencia de normas urbanidad e higiene. Y este ojo del espectador fue el que finalmente no solo anuló la diversidad (otredad no disciplinada) para transfigurarla en desigualdad, sino que la produjo como peligrosa, legitimando su disciplinamiento. Lo que finalmente sucedería la madrugada del 18 de mayo de 2009, bajo el argumento de haber “recuperado un sector de la plaza Giordano Bruno (…) usurpado hace ocho años por un grupo de personas quienes, además, incumplían con las mínimas medidas de seguridad, higiene y sanidad” (publicidad GCBA, 19/05/2009). Este grupo de vecinos y funcionarios se erigían así en agentes capaces de imponer allí donde la conformidad social no se expresaba, “la norma de pureza”. Solo así, se postulaba en términos prácticos, podía hacerse aparecer “dignamente” (Douglas, 1988) la institución social del Espacio Público, instituyéndose aquellos usos “adecuados”, capaces de reflejar un carácter moralmente “superior”, “civilizado”.

Reflexiones finales

El objetivo de este escrito fue atender a la productividad de la imagen del espacio público en “riesgo”, en el campo de las disputas por definir quién es o podría ser su legítimo productor, en tanto que fuente de “goce para la comunidad”. A través del abordaje del conflictivo proceso entablado por la “recuperación” del espacio público porteño entre los años 2005 y 2009, por miembros de la huerta Orgázmika de Caballito, distintas gestiones del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y otros vecinos del barrio, se concluye que aquella productividad es solidaria de una distancia que nunca está saldada. Me refiero a la que existe entre la legitimidad de las relaciones asimétricas que estructuran el orden social y la creencia en esa legitimidad. De manera tal que, retomando una perspectiva Ricoeuriana, esa imagen del espacio público en riesgo puede operar, en contextos de creciente desigualdad, de manera ideológica, pero también de manera utópica, pretendiendo unas veces ser reducida y otras veces ser ensanchada.

En esa dirección, denunciar el “riesgo” del espacio público y accionar en pos de su “recuperación” parecen haber sido mecanismos a través de los cuales los funcionarios del GCBA pretendieron re-ordenar la experiencia urbana pos-crisis 2001, señalando el conjunto de normas y vínculos sociales que distintas apropiaciones estaban poniendo en tela de juicio, motivo por el cual debían ser excluidas de las postales del espacio público porteño. Ahora, en el intento de poner coto a la multiplicidad de formas y sentidos en que las apropiaciones del espacio público espejaban la crisis económica y política, los funcionarios también se planteaban la posibilidad de recuperar la legitimidad de encarnar una voluntad ajena y superior a las voluntades particulares, capaz asimismo de garantizar la identidad “porteña”, una “identidad cultural urbana” que surgiría en continuidad con el proyecto político que viene reforzando la imagen de una Buenos Aires culta, bella, higiénica, asociada al progreso, desde las intervenciones del patrón civilizatorio de la generación del ’80, pasando por las de la última dictadura articuladas en torno a la idea de merecimiento de la ciudad, y por las de la utopía del exitismo-progreso de los ’90 (Lacarrieu, 2005).

Por su parte, la huerta comunitaria no era para sus miembros el espacio para ser civilizados, neutrales, ciudadanos pasivos a la espera de un reconocimiento estatal que garantizara su igualdad, sino el lugar donde activamente rechazar la presencia del Estado, y distinguirse de otros vecinos, a través del encuentro, la visibilización y la denuncia de la desigualdad producida a nivel macro-estructural y reproducida a nivel de las interacciones cotidianas. De lo que por otro lado cabe concluirse que, en un barrio “típico de clases medias”, no solo podemos esperar prácticas de impugnación o tolerancia ante la pobreza, sino que ésta presencia “anómala” puede asimismo ser cargada de un sentido positivo, en función de lo cual, antes que rechazada, resultaría activamente convocada y visibilizada, proponiéndose como corolario, la defensa de un espacio público más bien arendtiano en tanto que “lugar de encuentro con el otro, para la construcción de la diferencia” (Gorelik, 2008).

Finalmente, el abordaje de este conflicto surgiere que, en orden a problematizar la producción del espacio público urbano, más vale atender a la confrontación de distintas representaciones que sobre el espacio público sostienen distintos actores sociales respecto a qué puede y qué no puede ser considerado como Espacio Público. Porque limitarnos a trabajar con definiciones a priori, cual materialidades jurídicas pre-existentes que las intervenciones estatales y/o privadas de la ciudad neoliberal estarían vaciando, no nos hubiera permitido ver, ni comprender, interacciones y lógicas alternativas –como ser la pretensión de transgredir fronteras de clase, de reescribir diferencias sociales- a través de las cuales distintas espacio temporalidades públicas llegan a cristalizarse en la vida urbana de las grandes ciudades contemporáneas como Buenos Aires.

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1.

Licenciada y Profesora en Ciencias Antropológicas por la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. Doctoranda en Antropología (UBA).

2.

En la perspectiva de Paul Ricoeur la ideología y la utopía constituyen nociones contrapuestas y complementarias, cuya dialéctica instituye aquella la imaginación social y cultural que “es parte constitutiva de la realidad social”, operando a veces de manera constructiva y otras de manera destructiva” (1994 [1986]: 47). Por una lado la utopía equivale a una espacialidad extraterritorial, un “ningún lugar” que permite realizar una mirada externa hacia nuestra realidad y así desnaturalizarla, abriendo el campo de lo posible más allá del aquí y ahora, hacia otras maneras posibles de vivir, introduciendo variaciones imaginativas en cuestiones tales como la sociedad, el poder, el gobierno”, etc. (1994 [1986]: 57-58). Por su parte la ideología debe ser definida más que a partir de su contenido, a partir de tres funciones básicas: integración, legitimación, deformación. Ello significa que, en las sociedad occidentales, además de cumplir con la función de deformación de la realidad social –tal y como “el joven” Marx la describe en sus análisis-, cumpliría funciones de integración sociocultural –tal y como se desprenden de los trabajos de Cliffort Geertz, en el sentido de un acervo cultural común- y la función de legitimación del orden social –tal y como Weber trabaja el fenómeno de la autoridad-.

3.

Melé (2003) propone reservar la noción de conflicto para referirse a situaciones que explícita y públicamente manifiestan una protesta u oposición -vía mediaciones, denuncias, actos de desobediencia civil, alteración del orden público y/o de recursos jurídicos-, durante las cuales los actores desarrollan estrategias, proponen discursos, visiones del mundo, definiciones de la situación (2003: 11), motivo por el cual pueden ser abordados cual “momentos de dramatización del debate público” (2003: 4), que resultan ser ocasiones de aproximación y sostenimiento de redes sociales, tanto como de exposición de los habitantes a la norma legal y a los sistemas político-administrativos, erigiéndose además en “momentos de socialización política y jurídica” (2003: 7).

4.

Esta perspectiva es de hecho retomada en el trabajo de Azuela y Cosacov (2013), quienes analizan un conflicto territorial que tiene por escenario y objeto el mismo barrio en el que se erigía la huerta, en un contexto temporal bastante cercano a los sucesos del desalojo y la represión que la tendrían por objeto. Entre otras cosas su artículo describe el modo en que un grupo de vecinos de clase media del barrio de Caballito logra traducir e inscribir en la esfera pública su resistencia particular a la construcción de nuevas torres y edificios en el barrio, cual controversia de incumbencia común y general “referida a un potencial daño ambiental”.

5.

Me refiero a una reactivación económica contundentemente expresada en un nuevo boom inmobiliario (Baer, 2008) que asimismo presionaría sobre los ex–terrenos ferroviarios, generando nuevos conflictos en el barrio. Respecto a la conflictividad territorial que surge en rechazo a la verticalización de un barrio “tradicional” como Caballito, consúltese: Cosacov y Perelman (2013), Azuela y Cosacov (2013).

6.

Desde principios de 2005, junto a una docena de colectivos vecinales de distintos barrios de la ciudad, y de personas “autoconvocadas”, ellos materializaron distintos encuentros en diferentes plazas y parques bajo la consigna “recuperar los espacios públicos”, durante los cuales de modo explicito se interrogaron “por qué apropiarnos de los espacios públicos”, y discutieron “los criterios de gestión” que el GCBA proponía, en vinculación además con cierta “política cultural” –que incluía gratuitas “proyecciones, música y recitales en espacios públicos”-, con una “nueva política de seguridad” y con “la política de reestructuración urbana” -expresada en la construcción de torres country y en los paralelos desalojos de casas ocupadas-. En su perspectiva estos criterios eran los de “control social, disciplinamiento urbano y ciudadano”, que por ejemplo buscaban ejercerse vía el enrejameinto de plazas como la Giordano Bruno, lo que implicaba “el desalojo de la gente que duerme allí y el control” sobre el resto de la población. En subsiguiente reuniones definirían actividades para continuar visibilizando su contra-agenda pública, y concretar “la recuperación de los espacios públicos por parte de lxs vecinxs”, acercándose incluso a “lxs vecinxs que no tienen ningún tipo de contacto con experiencias sociales o militantes”, pero siempre dejando “muy en claro nuestras intenciones y nuestro discurso, para que la práctica no pueda ser confundida -con una actividad del GCBA, por ej.- o resignificada en un sentido opuesto o ajeno a lo que nos interesa”.

7.

En particular atiendo a aquellos discursos que pretendieron guiar la inscripción de sus acciones colectivas de protesta en la esfera pública -acampes, charlas y actividades informativas, concentraciones y marchas a las distintas agencias, acompañadas de performance disruptivas-, en los términos que consideraban correctos, dentro del campo de luchas por la producción de sentidos y la definición de la realidad (Giarraca y Bidaseca, 2007).

8.

En consonancia con los cambios en el contexto económico político más amplio y en el emprendimiento asambleario, la práctica de las ollas populares también se transformó, fusionándose con una práctica de escala global denominada “Food Not Bombs”, y que también consistía en una comida preparada con alimentos aportados de forma solidaria, comprados, y también “recuperados” de entre los deshechos de vecinos/comerciantes, servida y compartida de manera colectiva en el espacio público, con las particularidades de que el producto final debía ser vegano/vegetariano.