La etnografía en el camino de la teoría1

Por João Biehl2

Resumen

En este artículo, regreso a mis involucramientos con las personas en el trabajo de campo, no sólo para ocuparme de las circunstancias y los trayectos específicos que encontré allí, sino para argumentar a favor de permitir que el involucramiento con Otros determine el curso de nuestro pensamiento acerca de ellos y para reflexionar más ampliamente sobre las relaciones agonales y reflexivas entre antropología y filosofía. Hago esto para sugerir que a través de la representación etnográfica, la propia teorización de las personas sobre sus condiciones puede filtrarse, animar y desafiar los regímenes actuales de veridicción, incluyendo los universales filosóficos y el sometimiento de la antropología a la filosofía. Estoy interesado en cómo las realidades etnográficas encuentran su camino hacia el trabajo etnográfico. Utilizando la influencia mutua entre Pierre Clastres y Gilles Deleuze y Félix Guattari como un caso de estudio, argumento contra la reducción de la etnografía a protofilosofía. La relación, de hecho, puede ser vista de modo más productivo como una de tensión creativa y polinización cruzada. Este sentido de etnografía en el camino de la teoría (en vez de etnografía en camino hacia una teoría) –al igual que el arte– tiene como objetivo mantener en la mira lo relacional, lo precario, lo curioso y lo inacabado. Al resistir los fines sintéticos y generar aperturas en lugar de verdades absolutas, la práctica etnográfica permite una reflexividad emancipadora y una crítica más fortalecedora de las racionalidades, intervenciones y cuestiones morales de nuestro tiempo. Concluyo con un regreso literal al trabajo de campo y reflexiono sobre cómo la historia de las vidas continúa.

Palabras clave: etnografía y teoría crítica, trabajo de campo e historias de vida, intercambios entre Clastres, Deleuze y Guattari, trabajo conceptual, devenires humanos, lo inacabado de la antropología.

Abstract

“Ethnography in the way of theory”

In this article, I return to my engagements with people in the field not only to address the specific circumstances and trajectories I encountered there, but tomake a case for allowing our engagement with Others to determine the course of our thinking about them and to reflect more broadly upon the agonistic and reflexive relations between anthropology and philosophy. I do so in order to suggest that through ethnographic rendering, people’s own theorizing of their conditions may leak into, animate, and challenge present-day regimes of veridiction, including philosophical universals and anthropological subjugation to philosophy. I am interested in how ethnographic realities find their way into theoretical work. Using the mutual influence between Pierre Clastres and Gilles Deleuze and Félix Guattari as a case study, I argue against reducing ethnography to proto-philosophy. The relationship, in fact, may be more productively seen as one of creative tension and cross-pollination. This sense of ethnography in the way of (instead of to) theory—like art—aims at keeping interrelatedness, precariousness, curiosity, and unfinishedness in focus. In resisting synthetic ends and making openings rather than absolute truths, ethnographic practice allows for an emancipatory reflexivity and for a more empowering critique of the rationalities, interventions, and moral issues of our times. I conclude with a literal return to the field and reflect on how the story of lives continues.

Keywords: ethnography and critical theory, fieldwork and life stories, exchanges between Clastres, Deleuze and Guattari, concept work, human becomings, the unfinishedness of anthropology.

Sustracción

Fragmento de una conversación con Clifford Geertz en el Instituto de Estudios Avanzados, Princeton, Mayo de 2003:

“Estoy tan cansado de escuchar la pregunta ‘¿Cuál es su contribución a la teoría?’', le dije a Geertz: ‘¿Cómo respondería usted?’.

Geertz contestó sin vacilar: ‘Una sustracción’”.

 

“Quiero saber qué escribieron sobre mí”

“¿Cuándo volverás?”, preguntó Catarina, sentada en una silla de ruedas en Vita, un asilo en el norte de Brasil, donde se deja a los locos y los enfermos, los improductivos y los indeseados para que se mueran.

“Mañana –dije–, pero, ¿por qué preguntas?”.

“Me gusta contestar lo que tú preguntas… Tú sabes hacer preguntas. Mucha gente escribe, pero no sabe dar con lo importante… y tú sabes dar explicaciones”.

Le agradecí su confianza y le dije que, para dar explicaciones, intentaría encontrar su historial médico en los hospitales psiquiátricos en los que dijo que había sido tratada.

Catarina estuvo de acuerdo y dijo: “Quiero saber qué escribieron sobre mí”.

 

Fugacidad

Nuestras vidas son parte integrante de pequeños y grandes entornos y cambios históricos, los cuales colorean cada una de nuestras experiencias. La arqueología edípica no es suficiente. La libido sigue trayectos histórico-mundiales. Como etnógrafos, tenemos el desafío de tratar al mismo tiempo la fugacidad política, económica y material de mundos y verdades, y los viajes que las personas realizan a través de los entornos mientras persiguen necesidades, deseos y curiosidades, o simplemente intentan encontrar lugar para respirar bajo restricciones intolerables.

Para capturar estos trayectos y entornos, el filósofo Gilles Deleuze ha argumentado a favor de una analítica cartográfica del sujeto más que de una analítica arqueológica (Biehl y Locke, 2010). Las arqueologías suponen un sujeto dependiente de traumas pasados y complejos inconscientes, como lo hizo Sigmund Freud (1993), o sobredeterminado por regímenes de poder y conocimiento, como en Michel Foucault (2008). En su argumentación a favor de la inmanencia de la vida y su trascendencia horizontal, Deleuze escribe: “El trayecto no sólo se confunde con la subjetividad de quienes recorren el medio, sino con la subjetividad del medio en sí en tanto que este se refleja en quienes lo recorren” (1996: 89-90).

Aproximadamente un siglo de teoría crítica, incluyendo críticas feministas y post-coloniales, ha desplazado la influencia de los universales crudos para prestar más atención a la especificidad y la significancia histórico-mundial de la experiencia cotidiana de la gente (Berlant, 2011; Morris, 2010). La antropóloga Kathleen Stewart (2007), por ejemplo, ha argumentado a favor de la pluralidad de modos en que la representación etnográfica puede despertar nueva atención sobre el arte de existir de las personas y los desafíos políticos que componen lo cotidiano.

Los diferentes registros de precariedad en los que están involucrados los antropólogos pueden por lo tanto preservarlos de lo que Stewart (2011) llama “ese salto rápido de concepto a mundo –ese hábito precario del pensamiento académico–“. Ella nos incita a desarrollar una capacidad perceptual distinta a partir de lo que está en cambio continuo, a ser parte no de La Vida o El Vacío, sino de “formas vivas”.

¿Cómo podemos aprehender etnográficamente estas fabricaciones mundanas y las vidas que están en su interior, estando estas constituidas por aquello que está irresuelto, e incorporar lo inacabado a nuestro relato?

¿Cómo son capaces los enfoques teóricos de larga data de iluminar estas realidades políticas/económicas/afectivas presentes en el terreno?

¿Cómo pueden las vidas de nuestros informantes y colaboradores, y los contra-conocimientos que fabrican, convertirse en figuras alternativas de pensamiento que podrían animar el trabajo comparativo, la crítica política y la antropología que está por venir?

En este artículo, exploro estas preguntas retornando a mis involucramientos con Catarina en el trabajo de campo. Regreso a lo etnográfico no sólo para ocuparme de las especificidades que se encuentran en ello, sino para argumentar a favor de permitir que nuestro involucramiento con Otros determine el curso de nuestro pensamiento acerca de ellos, y para reflexionar más ampliamente sobre las relaciones agonales y reflexivas entre antropología y filosofía (Jackson, 2009). Hago esto para sugerir que, mediante la representación etnográfica, la propia teorización de las personas acerca de sus condiciones puede filtrarse, animar y desafiar los regímenes actuales de veridicción, incluyendo los universales filosóficos y el sometimiento antropológico a la filosofía. Esto no equivale a suponer ingenuamente que la etnografía sea un tipo de metonimia que se ocupa de una etnia acotada, sino que, por el contrario, es considerar qué está en juego en los modos en que nosotros los antropólogos describimos y escribimos acerca del conocimiento que emerge de nuestro involucramiento con la gente.

A su vez, estoy interesado en cómo las realidades etnográficas encuentran su camino hacia el trabajo teórico. Utilizando la influencia mutua entre el antropólogo Pierre Clastres y Gilles Deleuze y Félix Guattari como un caso de estudio, argumento en contra de reducir la etnografía a protofilosofía. La relación puede ser vista más provechosamente como una de tensiones creativas y de polinización cruzada. Este sentido de etnografía como camino de (en vez de como vía a) la teoría –como un arte– apunta a mantener en la mira la interrelación, la precariedad, la incertidumbre y la curiosidad. Al resistirse a fines sintéticos y al hacer aperturas antes que verdades absolutas, la reflexión etnográfica permite una reflexividad emancipadora y una crítica fortalecedora de las racionalidades, intervenciones y temas morales de nuestros tiempos. Concluyo con un regreso literal al campo y reflexiono sobre cómo continúa la historia de la vida de Catarina.

¿De dónde venían las voces?

Había recuperado algunas notas curiosas sobre la última hospitalización de Catarina.

El doctor escribió que estabas escuchando voces…

“Eso es cierto”, dijo Catarina.

¿Qué voces?

'Escuché llantos, y estaba siempre triste'.

¿De dónde venían las voces?

"'Creo que venían del cementerio. Todos esos cuerpos muertos. Me habían apodado Catacumba…Una vez leí en un libro que había una catacumba y que los muertos estaban ahí dentro, encerrados. Y puse eso en mi cabeza. Una momia quería agarrar a otra, que estaba sufriendo demasiado en manos de los bandidos”.

¿Y cómo terminó la historia?

“La encarcelaron también ahí”.

¿Cómo pensabas que habían entrado estas voces en tu cabeza?

'Me escapé y leí el libro. Estaba triste. Estaba separada de mi ex marido. Él se fue a vivir con otra mujer, y yo me fui a vivir sola. Entonces prendieron fuego a mi casa'.

Onomásticamente muerta, enterrada en vida, buscando un pasaje en un libro encontrado mientras se escapaba de su casa.

¿Fue entonces, cuando la casa se incendió, que comenzaste a escuchar voces?

“No, fue mucho antes –inmediatamente después de que Yo me había separado–”.

La escisión del Yo. 'Separado'. Catarina ya no era la persona que se había esforzado por llegar a ser. El ex marido, la ex casa, el ex humano que era ahora.

El regreso del sujeto etnográfico

“¿Por qué no deja él que Catarina finalmente descanse?”, preguntó un destacado antropólogo recientemente en una conferencia, después de escuchar un primer borrador reducido de este artículo. Como antropólogos, sugerí, tenemos el desafío de escuchar a las personas –sus autocomprensiones, sus historias, sus propios trabajos conceptuales– con una deliberada apertura hacia la vida en todas sus refracciones.

Me tomó con la guardia baja y sentí la pregunta de mi colega como una violencia epistémica.

Que se refiriera a mí en tercera persona –“¿Por qué no deja él…”–, en lugar de dirigirse a mí directamente, y que me representara como repitiéndome a mí mismo, creó, por supuesto, cierta ansiedad. Pero estas no eran las únicas razones de mi incomodidad. Sabía que provocaciones así eran parte del teatro académico. Lo que molestó más profundamente fue la implicación de que Catarina y su pensamiento se habían agotado y que este encuentro etnográfico visceral y los eventos que precipitó no tenían ya ninguna relevancia creativa.

Lo más probable es que Catarina no querría que la dejaran descansar, me dije a mí mismo. Y a ella le encantaba escuchar que su historia estaba llegando a públicos más amplios. Sin embargo, este momento (o no-conversación académica) irrelevante me empujó a pensar aún más rigurosamente por qué continúo volviendo –por qué debo y he de volver– a nuestros diálogos y a las preguntas difíciles con las que la vida y el abandono de Catarina me obligan a lidiar hace más de una década.

Los sujetos etnográficos nos permiten volver a los sitios en los que nace el pensamiento.

Catarina se negó a su propia supresión y anticipó una salida de Vita. Era tan difícil como importante mantener esta anticipación: encontrar modos de apoyar la búsqueda de Catarina de lazos con personas y el mundo, y su demanda de continuidad –o al menos su posibilidad. El intento de comprender las intrincadas tensiones infraestructurales e intersubjetivas en el núcleo de Vita y la vida de Catarina no sólo reveló el presente como algo asediado y sin terminar, sino que también desplazó marcos analíticos dominantes, haciendo así del trabajo etnográfico una especie de lugar de nacimiento, a partir del cual tomaban cuerpo un modo de investigación y un método de narración, así como también la posibilidad de un público distinto. Digo público, puesto que nuestra práctica también exige la emergencia de un tercero, un lector, una especie de comunidad, que no es ni el personaje ni el escritor, el cual manifestará y llevará adelante el potencial de la antropología para convertirse en una fuerza movilizadora en este mundo.

Para decirlo con un lenguaje más académico, creo que retorno a Catarina, dentro y fuera de Vita, así como un campo de lenguaje remite a su fundador o a su momento fundacional en cada etapa de su prueba y evolución. En su conferencia “¿Qué es un autor?”, Michel Foucault le recordó a su audiencia que “el retorno a” no es meramente un suplemento o adorno histórico: “es un trabajo efectivo y necesario de transformación de la discursividad misma” (1999b:348).

Siento que le debo estos retornos, y lo inacabado que ellos comportan, a Catarina. Para mí esto plantea la pregunta acerca de qué distingue al sujeto de la antropología del de la ciencia. “La ciencia, si se mira con cuidado, no tiene memoria”, afirmó Lacan. “Olvida las peripecias de las que ha nacido, cuando está constituida” (1984:848). ¿Es, en parte, este tipo de olvido lo que da lugar a la sensación de certeza en las afirmaciones científicas que buscan la verdad?

En la ciencia (y en la filosofía, para el caso), los sujetos humanos aparecen, en general, precisamente delimitados, genéricos, sobredeterminados, si es que están presentes en absoluto. Pero la etnografía permite otros caminos y potenciales para sus sujetos –y para sí misma. En nuestros regresos a los encuentros que nos formaron, y el conocimiento de las condiciones humanas que produjimos, podemos aprender de nuevo de nuestras experiencias, vivirlas de un modo diferente, reconociendo una riqueza y un misterio inagotable en el núcleo de las personas de las que aprendemos. Al contrario de los sujetos de estudios estadísticos y las figuras de la filosofía, nuestros sujetos etnográficos tienen un futuro –y nosotros nos convertimos en parte de este, de modos inesperados.

En medio del camino

Uno piensa en qué permitió a Claude Lévi-Strauss escribir Tristes Trópicos: “De una manera inesperada, entre la vida y yo, el tiempo ha extendido su istmo”, recordaba. “Fueron necesarios veinte años de olvido para conducirme a un encuentro cara a cara con una experiencia antigua, cuya búsqueda por toda la tierra me había impedido captar su sentido y establecer una relación de intimidad con ella” (1988: 48).

Lévi-Strauss también habló de los objetos físicos y las sensaciones, los cuales pueden ayudarnos a sentir y pensar en la precariedad de la gente y los mundos que se convierten en parte de nosotros. Saudades do Brasil (“Nostalgia del Brasil”), una colección de fotografías, comienza con este hermoso momento de precariedad proustiana, el curioso recuerdo de un olor: “Cuando apenas abro mis cuadernos, aún huelo la creosota con la que, antes de emprender una expedición, solía saturar mis cantimploras para protegerlas de termitas y hongos…Casi imperceptible después de más de medio siglo, este rastro instantáneamente me trae de vuelta las sabanas y los bosques del centro de Brasil, ligado de modo inseparable a otros olores…así como a sonidos y colores. Pues, por más tenue que sea ahora, este olor –que para mí es un perfume– es la cosa misma, todavía una parte real de lo que experimenté” (1995: 9).

Puede ocurrir que las fotografías no provoquen este mismo regreso a la experiencia vivida. “Las fotografías me dejan con una sensación de vacío, una falta de algo que la lente es inherentemente incapaz de capturar”, se lamentaba Lévi-Strauss (1995:9). Estas exhiben la fuerza mortal de los tiempos modernos, al eviscerar la diversidad de los humanos, animales, plantas. El antropólogo nos da ambas formas de memoria juntas: la claridad vacía de la antología fotográfica y el olor tentador de alquitrán destilado invitando de nuevo a la imaginación de aquello que yace entre estas imágenes.

La etnografía siempre comienza en medio de la vida social, y lo mismo ocurre con nuestra escritura –siempre estamos “en el medio del camino”, como dice T.S.Eliot, “tratando de aprender a usar las palabras”, dolorosamente conscientes de que “cada intento es un comienzo enteramente nuevo y es un tipo distinto de fracaso…Por eso cada intento es un nuevo comienzo, una incursión en lo inarticulado” (1989: 25).

Por supuesto, hay muchas formas diversas, tanto figurativas como literales, de regresar a nuestros sitios y sujetos etnográficos o de involucrarse otra vez con notas, recuerdos y archivos visuales. Al reconsiderar trabajos anteriores, podríamos traer a la vista el drama académico más amplio en el que estuvieron imbricadas el informe y la crítica etnográfica (como en el libro pionero de Paul Rabinow, Reflexiones sobre un trabajo de campo en Marruecos [1992]) o destacar el potencial que tiene la fotografía para captar lo singular en contraste con las exigencias generalizadoras del estudio sociológico (como es el caso de Paul Hyman, explorado por Rabinow en El Acompañamiento [2011]).

Recuerdo la vez que regresé a Vita con mi colaborador y amigo, el fotógrafo Torben Eskerod. Era diciembre de 2001, y a Torben le estaba resultando bastante difícil hacer un retrato de Catarina. Ella estaba constantemente moviendo su cabeza e intentando posar como una modelo. Torben me pidió que le dijera que intentara quedarse quieta, mirar directo a la cámara y “tan sólo ser natural”, lo cual hice. Entonces agregué que, como artista, Torben quería captar su singularidad –que él no paraba hasta que encontraba el alma de la persona, por así decir. Catarina respondió a esto: “Pero, ¿y si al final él sólo encuentra la suya propia?”. La sonrisa que siguió es lo que vemos en el retrato de Torben.


Figura 1. Catarina, Vita 2001. Torben Eskerod.

Regresar literalmente a nuestros sitios etnográficos –para decir con más sinceridad lo que vimos o para rectificar malos informes y afrontar el dolor que nuestras interpretaciones y textos causaron (tal como hizo Nancy Scheper-Hughes para su libro Santos, Académicos y Esquizofrénicos [2001]), o para comprender lo que la guerra y las economías políticas despiadadas han provocado sobre generaciones (como hizo Michael D. Jackson en su conmovedor libro En Sierra Leona [2004])– hace que emerja una perspectiva longitudinal particular, permitiendo percibir no sólo el trabajo del tiempo sobre nuestros sentidos y sensibilidades, sino también (y quizás esto sea lo más importante) cómo el mundo en sí mismo cambia a medida que pasan los años.

Tales regresos literales nos habilitan a rastrear los tejidos que conectan el entonces con el ahora, abriendo un espacio crítico para examinar qué ocurre mientras tanto: cómo los destinos han sido evitados o transmitidos, qué hace posible el cambio, y qué sustenta la falta de solución de las condiciones intolerables.

Desprenderse de lo que es aceptado como verdadero

Abandonada en Vita, Catarina escribía sin cesar y reclamaba otra oportunidad en la vida. La droga AKINETON, que es usada para controlar los efectos secundarios de la medicación antipsicótica, es literalmente parte del nuevo nombre que se dio a sí misma en los cuadernos: CATKINI. A medida que me involucraba con el “Eso” en que Catarina se había convertido –“Lo que yo era en el pasado no importa”–, de vuelta en casa yo me estaba convirtiendo, a mi manera, en otra cosa: un antropólogo.

En mi involucramiento con Catarina, particularmente me preocupaba por relacionar sus propias ideas y escritos con las teorías que las instituciones le aplicaban (en cuanto operaban con conceptos de patología, normalidad, subjetividad, y derechos) y con el conocimiento de sentido común que las personas tenían de ella. Las racionalidades juegan un papel en la realidad acerca de la que hablan, y esta dramaturgia de lo real llega a ser esencial en el modo en que las personas valoran la vida y sus relaciones y llevan a cabo las posibilidades que vislumbran para ellas y para otros. El proceso psiquiátrico requería que la pluralidad, inestabilidad y flujo que componían el ambiente y la experiencia de Catarina fueran ignorados y que su vida interior fuera restringida, anulada, incluso sacada a golpes de ella. La etnografía puede captar este enredo de razón, vida y ética, y el antropólogo puede aprender a pensar con las teorías creadas por personas como Catarina, sin importar cuán claras o confusas sean éstas, tanto acerca de su condición como de su esperanza.

Estaba involucrada la comprensión. El trabajo que empezamos no era acerca de la persona concebida por mí y de la imposibilidad de que las formas psíquicas de Catarina fueran representadas o convertidas en una figura. Era acerca del contacto humano posibilitado por la contingencia y una escucha disciplinada que nos daba a cada uno de nosotros algo que buscar. “Yo vivía medio escondida, un animal”, me dijo Catarina, “pero después empecé a dibujar paso a paso y a desenredar los hechos con usted”. Al hablar de sí misma como un animal, Catarina se estaba involucrando con las posibilidades humanas que tenía forcluidas. “Empecé a desenredar la ciencia y la sabiduría. Es bueno desenredarse a uno mismo, y también al pensamiento”.

En toda su exploración acerca del sujeto como una función del discurso, Michel Foucault vio este trabajo de desligarse “de lo que es aceptado como verdadero” y de buscar “otras reglas” como “filosofía en actividad”: “La filosofía no es sino el desplazamiento y la transformación de los marcos de pensamiento; la modificación de los valores recibidos y todo el trabajo que se hace para pensar de otra manera, para hacer algo otro, para llegar a ser otra cosa que lo que se es” (1999a: 223).

Por medio de su discurso, lo inconsciente, y los múltiples conocimientos y poderes cuyas historias encarnaba, había plasticidad en el corazón de la existencia de Catarina. Al enfrentar realidades sociales y médicas cambiantes, ella debía manejar una multiplicidad de síntomas corporales y desesperadamente intentaba articular una función simbólica que había perdido, buscando palabras e identificaciones que podrían hacer nuevamente posible la vida.

Los síntomas nacen y mueren con el tiempo. Toman forma en la coyuntura más personal entre el sujeto, su biología y registros interpersonales y técnicos de modos “normales” de estar en mundos locales. Por lo tanto, los síntomas implican a esas personas, instituciones y cosas que representan el sentido común y la razón en el despliegue de tales trastornos. Los síntomas también son, a veces, una condición necesaria para que aquellos que están afectados puedan articular una nueva relación con el mundo y con otros. La etnografía, creo yo, nos puede ayudar a reubicar y repensar la patología dentro de estos circuitos varios y estas luchas concretas por el reconocimiento, la pertenencia y el cuidado.

Filosofía en el campo

Mientras estaba en el trabajo de campo, leí algo del trabajo de Gilles Deleuze y el psico- o esquizo-analista Félix Guattari. Sus ideas acerca de los poderes y las potencialidades de los deseos (tanto creativos como destructivos), el modo en que los ámbitos sociales se filtran y se transforman (a pesar del poder y el conocimiento), y la naturaleza intermedia, plástica y por siempre inacabada de una vida me resultaron renovadoramente etnográficos. Deleuze estaba particularmente interesado en la idea del devenir: esas luchas individuales y colectivas por acomodarse a los eventos y las condiciones intolerables y por soltarse, hasta el punto que fuera posible, de las determinaciones y las definiciones –”rejuvenecer y envejecer en [ellas] al mismo tiempo”. El devenir no es parte de la historia, escribió Deleuze: “La historia designa únicamente el conjunto de condiciones (por muy recientes que sean) de las que hay que desprenderse para “devenir”, es decir, para crear algo nuevo” (1995: 268).

Pensar sobre el abandono de Catarina y sus luchas posteriores a través de la lente del devenir, en lugar de la “nuda vida”, por ejemplo, me ha permitido aprender de sus escritos y sus deseos de una manera tal que no habría sido capaz de hacerlo de otro modo. El filósofo Giorgio Agamben ha contribuido significativamente a los debates biopolíticos contemporáneos con su evocación del Homo sacer y la aserción de que “la vida expuesta a la muerte” es el elemento original de las democracias occidentales (1998:114). Esta “nuda vida” aparece en Agamben como un destino histórico-ontológico –algo que es presupuesto como no-relacional y des-subjetivizado. Varios antropólogos han criticado la mirada apocalíptica de Agamben sobre la condición humana contemporánea y la deshumanización que acompaña a esta melancólica (aunque conmovedora) manera de pensar (Das y Poole, 2004; Rabinow y Rose, 2012).

Ya sea que se encuentre en un estado de abandono social, adicción o indigencia, la vida que no tiene valor para la sociedad es apenas sinónimo de una vida que ya no tiene ningún valor para la persona que la vive (Bourgois y Schonberg, 2009; García, 2010). El lenguaje y el deseo continúan de manera significativa aun en circunstancias de profunda abyección. A pesar de todo, las personas siguen buscando conexiones y formas de perdurar (Biehl y Moran-Thomas, 2009).

“Muerta viva. Muerta afuera. Muerta adentro” –escribió Catarina. “Te doy lo que está faltando. João Biehl, Realidad, CATKINI”.

Había algo en el modo en que Catarina movía las cosas de un registro a otro –el pasado, la vida en Vita, y el deseo de una salida y un vínculo– que escapaba a mi entendimiento. Este movimiento era su propio lenguaje en evolución para expresar el abandono, pensé, e hizo que mi trabajo conceptual se mantuviera en sintonía con la precariedad y lo inacabado de la vida aun en su estado más sobremedicado y despersonalizado.

Recuerdo que cuando estaba empezando a escribir el libro Vita (2005) le conté a mi editor Stan Holwitz que había leído a Deleuze en el campo. Él me dijo: “No me importa qué piensa Deleuze. ¡Quiero saber qué piensa Catarina!”.

Entendí el sentido de sus palabras. Quizás los antropólogos han estado demasiado enamorados con la filosofía como el poder de “reflexionar sobre”. Y las personas y los mundos sociales que estas navegan son más complicados e inacabados que aquello que tienden a explicar los sistemas filosóficos. El editor, en cuanto lector, estaba correctamente interesado por la fecundidad conceptual del conocimiento práctico de las personas. O, como escribió Catarina: “Soy así a causa de la vida”.

Actualidad y trabajo conceptual

Ciertamente, para llevar a cabo nuestros análisis necesitamos de modelos, tipos, teorías –abstracciones de distintas clases. Pero ¿qué pasaría si ampliáramos nuestro sentido de lo que cuenta como innovación teórica y metodológica, y dejáramos de lado, siquiera por un momento, la necesidad de motores discursivos centrales: el modus operandi que dio forma a gran parte de la antropología del siglo XX? En medio de la tentación de formalizar lo nuevo a través de “espacios diseñados para la experimentación y la intervención” (Marcus 2013:60), ¿qué ocurre con los conocimientos locales, situados, sometidos?

Los avances epistemológicos no pertenecen únicamente a los expertos y analistas. Involucrarse simplemente con la complejidad de las vidas y los deseos de las personas –sus restricciones, subjetividades, proyectos– en mundos sociales, económicos y tecnológicos en permanente cambio, hace necesario que constantemente volvamos a pensar. ¿Qué significaría, entonces, para nuestras metodologías de investigación y nuestros modos de escribir aceptar consistentemente lo inacabado, buscando maneras de analizar lo general, lo estructural y lo procesual, manteniendo a la vez una aguda conciencia del carácter tentativo de nuestros esfuerzos reflexivos?

Como antropólogos, podemos esforzarnos por hacer más que simplemente activar el desorden del mundo real para complicar –o servir a– los enfoques de la filosofía ordenada, de los diagnósticos médicos reduccionistas y de las políticas centradas en estadísticas. La fuerza probatoria y la contribución teórica de nuestra disciplina están íntimamente ligadas a la sintonización con las relaciones y los paisajes improvisados a través de los cuales se despliegan las vidas, y al intento de dar forma al arte de vivir de las personas. Lo que está en juego es encontrar modos creativos de no dejar morir a lo etnográfico en nuestros informes de la realidad. Y prestar atención a la vida tal como es vivida y juzgada por las personas en sus realidades produce una multiplicidad de enfoques, movidas y contra-movidas críticas, una colección de ángulos interpretativos tan variados como los individuos que se sumergen en la práctica antropológica.

El punto no consiste en elevar a nuestros interlocutores en el trabajo de campo a nuestro nivel en la escala de autoridad epistémica (o el del Filósofo Hombre Blanco Europeo), sino en argumentar a favor de una pluralidad de inteligencias y encontrar nuevas formas públicas y académicas de aprovechar el trabajo creativo conceptual y relacional activado en el trabajo de campo. Dar cuenta de “tragedias generadas en la vida” (como diría Catarina), factores sociales determinantes y heterogeneidades institucionales y humanas puede no ser algo nuevo o fácil, mucho menos la clave para una teoría crítica final; pero nunca pasa de moda o se vuelve menos valorable.

Las realidades etnográficas de los conceptos filosóficos

“Uno no tiene una idea en general”, argumenta Deleuze en el encantador ensayo Tener una idea en cine: “Las ideas son potencialidades que ya están implicadas en este o aquel modo de expresión y son inseparables de ellos” (1998:14). Por lo tanto, de acuerdo con Deleuze, los filósofos intentan (intentar es un verbo tentativo crucial aquí) inventar conceptos, los cineastas inventan “bloques de movimiento/duración”, y los científicos “inventan y crean funciones” (15).

¿Qué implica, entonces, tener una idea en antropología hoy?

Dado que trabajamos con personas y que nos preocupa el conocimiento de la condición humana, me parece que nuestras ideas deberían proceder de ese compromiso: bricolaje de vida, lo que las personas hacen, a menudo de un modo vacilante, a partir de aquello que sea que esté disponible para ellas, en pos de perdurar, entender y desear a pesar de todo tipo de restricciones.

En las políticas contemporáneas del conocimiento, los antropólogos se remiten demasiado fácilmente a los filósofos, buscando autorización en sus pronunciamientos; pero, como Deleuze mismo afirmó, “Nadie necesita de la filosofía para reflexionar” (1998:14).

Entonces, ¿necesitamos la filosofía para reflexionar en nuestro trabajo de campo?

Si nuestra tarea no es hacer lo que hace la filosofía –“crear o incluso inventar conceptos”–, ¿qué es lo que hacemos?

¿Puede la filosofía –realmente– transformar en figuras del pensamiento a los personajes y realidades con las que nos involucramos, y las historias que contamos (si es esto lo que hacemos)?

Este conjunto de preguntas enmarca el problema como una clarificación de las distinciones entre diversos estilos de pensamiento, saber y creatividad. Pero los ámbitos sociales siempre se filtran, entremezclan, desterritorializan –y eso vale para las disciplinas académicas también–. Los significados y conceptos fluyen libremente a través de límites difusos y cambian en el proceso.

Al inquietarnos porque los antropólogos están demasiado subordinados a los filósofos, nos olvidamos de cuánto trabajo filosófico fue estimulado por los etnógrafos. ¿Quién recuerda que Deleuze y Guattari deben su noción de “meseta” al trabajo sobre Bali de Gregory Bateson (1998:91)? Bateson, escribieron, “emplea la palabra “meseta” (plateau) para designar algo muy especial: una región continua de intensidades, que vibra sobre sí misma, y que se desarrolla evitando cualquier orientación hacia un punto culminante o hacia un fin exterior” (Deleuze y Guattari 2002:26). La meseta es acerca de la plasticidad de las personas. Es una especie de medio intersubjetivo –una “extraña estabilización intensiva”– para encontrar puntos de apoyo en el flujo de la vida social.

“Flujo” también es un concepto que Deleuze y Guattari le deben a un etnógrafo –en este caso, Pierre Clastres, cuyo pensamiento encontramos en El Anti Edipo de este dúo (1985), el libro que precedió a Mil mesetas (2002). El nomadismo, la codificación de los flujos, la máquina de guerra: todas estas ideas clave provienen del intento de Clastres de teorizar la “sociedad primitiva” como una forma social en constante guerra contra la emergencia del Estado.

“En cuanto a la etnografía, Pierre Clastres lo dijo todo o, en cualquier caso, para nosotros, lo mejor”, afirmaron Deleuze y Guattari en un debate acerca de El Anti Edipo en 1972. “¿Cuáles son los flujos de una sociedad, cuáles son los flujos capaces de trastornarla, y cuál es la posición del deseo en todo esto? Siempre le ocurre algo a la libido, y viene de muy lejos en el horizonte, no de adentro” (en Guattari 2008: 89).

Clastres, que estaba presente en el debate, dijo que Deleuze y Guattari estaban mucho más allá del comparativismo tedioso: “Muestran cómo las cosas funcionan de un modo diferente… A mí me parece que los etnólogos deberían sentirse como en casa con El Anti Edipo” (en Guattari 2008: 85).

Cuál fuera precisamente la tarea de los etnólogos era aún un tema de debate para cada uno de ellos. Para Clastres, la etnología era un encuentro que excedía las condiciones de su existencia: “Cuando el espejo no nos devuelve nuestra imagen, no quiere decir que no exista nada para mirar” (Clastres 1978:20).

Para Deleuze y Guattari, el etnólogo podía ser visto ante todo como un acto de arte en la vida. Estaban fascinados por Bateson; lo veían como la viva persecución de los flujos. Bateson-cum-etnógrafo se volvió él mismo la figura de la propia filosofía de aquellos; reformularon la carrera de aquel ahora usando su terminología fantástica: “Gregory Bateson empieza huyendo del mundo civilizado haciéndose etnólogo, para seguir los códigos primitivos y los flujos salvajes; luego se dirige a flujos cada vez más decodificados… Pero ¿qué hay al final del flujo del delfín, sino las investigaciones fundamentales del ejército estadounidense…?” (Deleuze y Guattari 1985: 243).

Según Deleuze, la creación proviene de la necesidad. ¿Qué necesitamos hacer nosotros, los antropólogos?

Para Clastres, la respuesta no era directa. Ya estaba implicado en debates teóricos de gran importancia antes de su encuentro con los guayaquis, y su deseo –su necesidad– de desmantelar el evolucionismo y el determinismo económico del pensamiento hegeliano–marxista motivó y dio forma a su trabajo de campo. El historiador de las ideas Samuel Moyn llega al punto de afirmar que “con la esperanza de encontrar un punto de vista extraeuropeo sobre la sociedad europea, Clastres inventó en su casa a aquellos que afirmaba haber encontrado en otro lugar” (2004: 58). Pero yo diría que las experiencias de Clastres en Paraguay de hecho añadieron una nueva necesidad: encontrar un canal para el pesar y la indignación moral de la muerte de los guayaquis.

Devenires mutuos

Clastres combatió la supresión de la “sociedad primitiva” tanto en la teoría como en la realidad. Como notó agudamente Clifford Geertz en su reseña de Crónica de los indios Guayaquis (Clastres 1998): “la voz en primera persona que se lamenta, pasando de vez en cuando a la ira moral, sugiere que puede estar ocurriendo algo más que el mero reporte de rarezas distantes” (Geertz 1998: 2). En efecto, el texto escrito es siempre más que la suma de sus frases – entre y bajo las líneas proliferan otros significados, historias y contextos.

Más adelante, en la misma reseña, titulada “Profundo pasar el rato” (Deep hanging out), Geertz escribió que Clastres creía en la inmersión total en el trabajo de campo como “el camino real de la recuperación” de aquello que es socialmente elemental. Al no hacer un linaje de ideas, Geertz presenta a Clastres como alguien que se acerca a un empirismo confiado –en contraposición con el trabajo de James Clifford, con su retracción y su “incertidumbre lúcida” (1998: 9). Geertz esgrimió contra La cultura de la escritura (Writing Culture): “Los partidarios de una antropología en la cual el trabajo de campo juega un papel tan reducido o transformado han hecho demasiado poco como para sugerir que representan la ola del futuro” (10).

Por eso, puede ser que lo que nos impulsa a trabajar sea una especie de némesis: la política de escribir-contra (en todas las camadas generacionales). Desde la crítica de Malinowski a las afirmaciones universalizantes de las teorías psicoanalíticas y económicas occidentales, hasta la sospecha de Geertz sobre los enfoques funcionalistas y estructuralistas, los antropólogos siempre están combatiendo los marcos analíticos reduccionistas y hegemónicos, aun cuando luchemos por articular y teorizar las condiciones del devenir de nuestros sujetos (Malinowski 2013; Geertz 1996a, 1996b, 1999). El enemigo está en los títulos: La sociedad contra el Estado, El Anti Edipo, Anti anti-relativismo.

Los debates académicos pueden volverse polarizadores de un modo sofocante. Al escribir-contra, ¿no corremos el riesgo de ser consumidos por la némesis, de producir más abstracciones monstruosas (lo socialmente elemental y la sociedad sin un Estado para Clastres, o la sociedad revolucionaria y el afuera sin un adentro para Deleuze y Guattari)? Pero, entonces, ¿se puede de hecho crear o acceder a la persona y lo social sin el marco de un desacuerdo teórico preexistente?

Las afinidades y los antagonismos, los intercambios y las deudas abundan en la interfaz (o en el cara a cara) entre filosofía y antropología. Tras haber creado testimonios cruciales para el trabajo conceptual de Deleuze y Guattari, Clastres los alabó por no tomarse a la ligera a los etnógrafos: “Ellos les hacían preguntas reales, preguntas que requieren reflexión” (en Guattari 2008: 85). Y aun así Clastres seguía preocupado por la preponderancia de la deuda sobre el intercambio en el marco de la teoría general de la sociedad de Deleuze y Guattari, y si acaso la idea de Tierra de estos no “aplastaba un poco la de territorio”.

Clastres insistió sobre la alteridad radical a lo largo de su carrera, juzgando que incluso su propio trabajo etnográfico con los guayaquis fue posible solo porque su mundo había herido el de ellos tan violentamente: “La sociedad de los Aché era tan saludable que no podía entrar en diálogo conmigo, con otro mundo…comenzaríamos a hablar sólo cuando ellos se enfermaran” (Clastres 1998:97).

Garabateado en forma de notas unos pocos días antes de su muerte prematura, “Los marxistas y su antropología” es el ensayo más combativo de Clastres. Él llamaba al estructuralismo “una teología sin dios: es una sociología sin sociedad” (1987a: 11), y denunció la “nulidad radical” de la etnología marxista, “un todo homogéneo igual a cero” (10) que “arroja al cuerpo social sobre la infraestructura económica” (14). En la lógica del discurso marxista, la sociedad primitiva de los guayaquis “sencillamente no puede existir: no tiene derecho a la existencia autónoma, su ser solo se determina en función de lo que vendrá después de ella, de lo que es su obligado futuro” (14).

Pero uno también podría preguntar si los “primitivos” guayaquis no funcionan en Clastres como el precursor de la teoría de la sociedad civil por la que él abogaba en ese momento, contra un Estado temido y condenado. La etnografía siempre está involucrada en sus propias políticas-de-crítica (Biehl y McKay 2012) y hay una ironía instructiva en el hecho de que Clastres haya llamado a su movimiento antropología política, aun cuando haya argumentado que los guayaquis no practicaban la política tal como nosotros la conocemos.

La respuesta aparentemente ligera, gruñona de Geertz a la pregunta acerca de su “contribución a la teoría” con la que comienza este artículo –”una sustracción”–, me da la sensación de una profunda sabiduría. Si la teoría es un modo en que los etnógrafos establecen la conectividad de las cosas que ellos describen, la teoría también circunscribe la visión etnográfica. En ciertas ocasiones, esta circunscripción permite (lo cual es muy importante) las pausas analíticas que hacen viable el conocimiento alternativo; en otras, se corre el riesgo de reificar momentos etnográficos, de sacrificar el sentido del carácter inacabado de la vida cotidiana que hace a la etnografía tan emocionante en primer lugar.

Me acuerdo del epílogo de Naven de Bateson, en el cual él deja muy en claro que la complejidad y la fuerza de sus materiales etnográficos siempre excederían los marcos conceptuales que él inventó para pensar acerca de ellos: “Mi trabajo de campo era fragmentario e inconexo… mis propios enfoques teóricos se revelaban demasiado vagos para ser de utilidad alguna en el campo” (1990: 279). En su ambivalencia compartida hacia la teoría, los tres, Clastres, Geertz y Bateson, plantean el problema de cómo mantener la integridad de los devenires mutuos activados en el trabajo de campo al regresar al ámbito académico, así como la pregunta de la innovación conceptual a través de la escritura. En palabras de Bateson: “La escritura de este libro ha sido un experimento, o más bien, una serie de experimentos, en los métodos de pensamiento sobre material antropológico” (279).

Las personas deben tener primacía en nuestro trabajo (Bieh y Petyrna, 2013). No se debería permitir que los debates y lenguajes académicos insulares y la prosa impenetrable vacíen de su vitalidad (analítica, política y ética) la vida, el conocimiento y las luchas de las personas. Así como la literatura y el cine documental (Rouch 2003), la escritura etnográfica puede empujar los límites del lenguaje y la imaginación, en la medida en que busca dar testimonio del vivir de un modo que no liga, reduce o caricaturiza a las personas, sino que libera, aunque sea siempre parcialmente, algo de la fuerza y la autoridad epistemológica de sus afanes e historias, que podrían abrir estilos de pensamiento alternativos. En palabras de Clastres: “A cada uno se le niega también la astucia de un saber que, si se tornara absoluto, se extinguiría en el silencio” (Clastres 1987b: 43).

Releyendo lo etnográfico como filosófico

En su imaginativa introducción a la colección póstuma de ensayos de Pierre Clastres (Arqueología de la Violencia), Eduardo Viveiros de Castro convoca a una relectura del antropólogo: “Hay que resistir a Clastres, pero no dejar de leerlo; y también resistir con Clastres: confrontar con y en su pensamiento lo que permanece vivo e inquietante” (“The Untimely, Again”, 2010: 17). Un anacronismo ingenioso se desata al releer a Clastres hoy: “Si vale la pena hacerlo, es porque algo de la época en que estos textos fueron escritos, o mejor aún, contra la cual fueron escritos… permanece en la nuestra, algo de los problemas de entonces continúa con nosotros hoy… ¿Qué ocurre cuando reintroducimos en otro contexto conceptos elaborados en circunstancias muy específicas? ¿Qué efectos producen cuando vuelven a emerger?” (17-18).

Clastres escribía contra el marxismo y las filosofías sociales etnocéntricas europeas, que privilegiaban la racionalidad económica por sobre la intencionalidad política y, como explica Viveiros de Castro, “Clastres discernía, en sus “sociedades primitivas”, tanto el control político de la economía como el control social de lo político” (2010:13).

De acuerdo con Viveiros de Castro, “Alteridad y multiplicidad definen tanto la forma en que la antropología se constituye a sí misma en relación con su objeto, como la forma en que este objeto se constituye a sí mismo. “Sociedad primitiva” es el nombre que Clastres dio a ese objeto y a su propio encuentro con la multiplicidad. Y si el Estado ha existido siempre, como Deleuze y Guattari (2002:367) afirman en su agudo comentario de Clastres, entonces la sociedad primitiva siempre existirá: como el exterior inmanente del Estado… como la multiplicidad que no es asimilable por las mega-máquinas planetarias” (2010:15).

A medida que el texto se despliega, la etnografía de Clastres adquiere su significado en retrospectiva, mediada por la interpretación de Viveiros de Castro sobre Deleuze y Guattari. Y quizás porque Viveiros de Castro es tan cuidadoso de evitar fetichizar el encuentro etnográfico, su relectura crítica de Clastres comienza a trazar las líneas de un binario teoría/etnografía. Esta dicotomía es particularmente notoria cuando considera que el trabajo de Clastres define “una cosmopraxis autóctona de alteridad inmanente que equivale a una contra-antropología… situada en el precario espacio entre el silencio y el diálogo” (2010:41). En esta interpretación, se podría argumentar, el propio enfoque etnográfico de Clastres está tan supeditado a los teóricos que lo leían (o al trabajo conceptual a través del cual es leído), que es representado como escribiendo contra la antropología misma.

Viveiros de Castro elogia a Deleuze y Guattari por haber identificado la “riqueza filosófica” en Clastres: “Completaron el trabajo de Clastres, dando contenido a la riqueza filosófica que yacía ahí en forma potencial” (2010:34). Tanto Clastres como (luego) Deleuze y Guattari argumentaron contra la noción de que el intercambio es un “principio fundante de la socialización”. Sin embargo, “al mismo tiempo que ellos asumen una de las tesis fundamentales de Clastres (al afirmar que el Estado, en vez de suponer un modo de producción, es la misma entidad que hace de la producción un “modo”), Deleuze y Guattari borronean la marcada distinción de Clastres entre lo político y lo económico” (37). Así, ocupando la posición epistémica privilegiada de los filósofos, según esta interpretación Deleuze y Guattari destilan y perfeccionan las aparentemente crudas ideas (etnográficas) de Clastres.

La erudición y sagacidad del trabajo analítico de Viveiros de Castro es indisputable. Sólo estoy sugiriendo que en este momento de su relectura, el intercambio creativo que existió entre Clastres y Deleuze y Guattari es marcadamente unidireccional. Las ideas de Clastres, por lo tanto, suenan “deleuzianas” (¿y dónde está Guattari?) y la fuerza de la etnografía de Clastres es o bien silenciada o bien evaluada como filosofía en potencia. Claramente, si leyéramos a los antropólogos en los términos de sus interlocutores filósofos, la etnografía parecería transitoria e innecesaria una vez que se ha escrito la filosofía.

Viveiros de Castro, por supuesto, no lee a Clastres meramente como una afirmación de una filosofía, sino de un modo más generoso. El humanismo y el sentido de lo político de Clastres se desatan nuevamente: “La “sociedad primitiva”… es una de las encarnaciones conceptuales de la tesis de que otro mundo es posible: de que hay vida más allá del capitalismo, ya que hay sociedad fuera del Estado” (2010:15).

Aun así, si es tomado como una antropología de lo contemporáneo, este proyecto ciertamente exige una crítica o al menos una especificación más profunda: ¿Qué hay de la vida dentro del capitalismo? ¿Por qué invertir en una contra-ideología al capitalismo que descansa sobre el imaginario de un fuera del capital? ¿Cómo dar sentido a las realidades contemporáneas de la sociedad dentro del Estado y las personas que se movilizan para usar el Estado, forjando nuevos y tenues vínculos entre ellos, el Estado y el mercado?

El concepto de “sociedad primitiva” nació de la etnografía de Clastres, de su indignación moral y de su compromiso crítico con la filosofía, pero también fue un modo de articular una antropología política para aquellos tiempos. Hay dos desafíos clave: evaluar el trabajo de Clastres a la luz de la etnografía contemporánea –en lugar de hacerlo por cómo sus ideas se miden con los frecuentemente vacuos conceptos de la teoría crítica política; y dejar que el desenvolvimiento del presente etnográfico –con todas sus repeticiones, singularidades y ambigüedades– guíe nuestra imaginación de lo que es socialmente posible y deseable.

Este trabajo está en desarrollo. El antropólogo Lucas Bessire, por ejemplo, ha estado haciendo la crónica de las tribulaciones post-contacto de uno de los últimos grupos de cazadores-recolectores voluntariamente aislados, el cual salió del bosque en el norte de Paraguay hace aproximadamente una década. Utilizando múltiples géneros de involucramiento –etnografía profunda, cine y trabajo de concepto–, Bessire (2006, 2011) muestra cómo los ayoreos no conforman una sociedad contra el Estado, sino que son “ex primitivos” luchando por sobrevivir y tener un futuro en un contexto modelado por la deforestación, el humanitarismo y las políticas económicas liberales. Ellos auto-objetivan su objetivación a límites inesperados, tanto vitales como mortales.

En el ensayo “Una etnografía salvaje”, las propias palabras de Clastres apuntan a la fuerza de un encuentro etnográfico que, a la vez que rechaza el positivismo puro –”el academicismo de la descripción simple (vía vecina y cómplice del exotismo más ramplón)” (1987b:42)–, ciertamente no es dependiente de las teorías de los filósofos: “En realidad”, escribe Clastres, “las magras categorías del pensamiento etnológico no nos parecen capaces de medir la profundidad y densidad del pensamiento indígena” (41).

¿Realmente vamos a creer que la teoría puede de un modo tan fácil contestar las preguntas que dejaron completamente desconcertado al “pensamiento etnológico”? Clastres continúa: “La antropología deja escapar por ahí, en nombre de no se sabe qué certezas insustanciales, un campo al que permanece ciega (¿como el avestruz, tal vez?): el campo que no pueden delimitar conceptos tales como espíritu, alma, cuerpo, éxtasis, etc., pero en cuyo centro la Muerte plantea burlonamente su pregunta” (1987b:41).

La etnografía no es tan solo protofilosofía, sino un modo de permanecer conectados con procesos sociales abiertos e incluso misteriosos y con incertidumbres –un modo de contrabalancear la generación de certezas y cierres por parte de otras disciplinas–.

Esta visión etnográfica conlleva una hermenéutica y una ética de la intersubjetividad. Como me dijo Catarina: “Hay tanta cosa que viene con el tiempo… las palabras… y la significación, no lo encontrarás en el libro… Nadie descifrará las palabras por mí. No intercambiaré mi cabeza contigo, ni tú la tuya con la mía. Uno debe tener una ciencia, una ligera conciencia. Uno necesita poner la mente en su lugar… Estoy escribiendo para comprender yo misma, pero, por supuesto, si todos ustedes entienden, estaré muy satisfecha”.

La apertura de Catarina a la existencia de un tercero, por así decir –ni Yo, ni Tú, sino un Eso, un indefinido, ni texto/actor ni lector/espectador, sino algo que, ocurriendo en el encuentro provisional entre ellos, genere nuevos campos de comprensión y posibilidad–, es exactamente lo que anhelo ver más a menudo en las interacciones entre antropólogos, así como también entre los antropólogos y sus interlocutores en el trabajo de campo. Junto con “la anécdota, la viñeta, el incidente etnográfico, el teórico local orgánico”, como dice de modo tan bello Michael M. J. Fischer, este tercer campo –fundamentalmente relacional, propiedad exclusiva de ningún individuo– puede también actuar como “guijarros y laberintos en el camino de la teoría” (Fischer, 2010:338).

Todo tiene una historia

Los filósofos cuentan historias con conceptos. Los cineastas cuentan historias con bloques de movimientos y duración. Los antropólogos, yo diría, cuentan historias con instancias de devenires humanos: las personas aprendiendo a vivir, viviendo, no aprendiendo a aceptar la muerte, resistiendo a la muerte en todas las formas posibles. Nuestros personajes son aquellos que de otro modo podrían permanecer olvidados, y quieren estar representados, como Catarina: ser parte de una matriz en la que hay alguien más para escuchar y con quien pensar en sus tribulaciones.

¿Qué inventa el relato antropológico con materiales etnográficos? Inventar algo es una acto muy solitario –Deleuze no cree en dar voz; al crear nos vemos arrojados de vuelta a nosotros mismos–. “Pero es en nombre de mi creación que yo tengo algo para decir a alguien” (1998: 16).

Consideremos la siguiente afirmación: “Si todas las disciplinas se comunican, es en el nivel de aquello que nunca emerge por sí mismo, pero que está, por así decir, involucrado en toda disciplina creativa, y esto es la constitución de espacio-tiempos” (Deleuze, 1998:16).

Aquello con lo que nos involucramos nunca emergerá por sí mismo. Nuestro trabajo creativo, la necesidad que nos ocupa, el modo de expresión con el que estamos familiarizados –habla a este real, irreducible ni al tiempo ni al espacio (ni al Inconsciente o la Historia, lo Social o la Función Científica)–. “La única cosa que se puede ver es tierra abandonada, pero esa tierra abandonada está cargada con lo que yace por debajo” (Deleuze 1998: 16-17).

Como un poeta, Deleuze habla de cosas que son irreducibles a cualquier forma de comunicación, advirtiendo sobre nuestros propios impulsos ideológicos y humanitarios de comunicar la verdad “verdadera” de la condición humana. Tales impulsos emiten palabras de orden y en última instancia forman parte de sistemas de control.

Entonces, ¿deberíamos callar? ¿No comprometernos, no representar?

Para Deleuze, no estamos simplemente abandonados a un modo de indagación autorreflexivo y paralizante sin fin. Nuestros trabajos deberían, por el contrario, plantarse “en contraste” a las “palabras de orden” de los sistemas de control que habitamos: “Únicamente el acto de resistencia resiste la muerte, ya sea que el acto tenga la forma de una obra de arte o la de una lucha humana” (1998:19). Resistir la muerte en todas las formas posibles: el olvido histórico, la abyección o la inmovilidad social, la vida biológica. Y el acto de resistencia tiene dos lados: es humano, político; y es también el acto del arte.

“Historial médico, lista para ir al cielo”, escribió Catarina. “Cuando los hombres me arrojan al aire, yo ya estoy muy lejos”. “Soy una mujer libre, de volar, mujer biónica, separada”. Según Deleuze, “[El] objetivo último de la literatura [es] poner de manifiesto en el delirio esta creación de una salud, o esta invención de un pueblo, es decir una posibilidad de vida” (1996:11). Esta visión de la literatura también puede inspirar a los antropólogos: escuchando más como lectores y escritores que como diagnosticadores o teóricos, nuestra propia sensibilidad y apertura devienen instrumentales al estimular el reconocimiento social de los modos en que las personas comunes piensan sus condiciones en medio de las nuevas maquinarias racionales-técnicas y político-económicas.

Como dijo Catarina: “Muera la muerte, entonces la medicación ya no existe”. “Dejaré la puerta de la jaula abierta. Puedes volar adonde quieras”. El hecho de que tales esfuerzos a menudo flaquean o incluso fallan en cambiar las restricciones materiales, no niega la fuerza intrínseca de esta lucha por conectar y la capacidad de recuperación humana que revela.

En resumen, como etnógrafos debemos prestar atención a los modos en que las luchas propias de las personas y sus visiones de sí mismos y de otros crean agujeros en teorías e intervenciones dominantes y desatan una pluralidad vital: estar en movimiento, ser ambiguo y contradictorio, no reducible a una sola narrativa, proyectado al futuro, transformado por el reconocimiento, y por lo tanto ser la materia misma para hacer un mundo alternativo.

Con nuestras linternas empíricas podemos captar elementos de esta agonal e ingeniosa conversación continua entre la plasticidad de la vida y la plasticidad de la muerte. Digo agonal porque las personas luchan por manejar el tiempo y el significado y encontrar una meseta ante las elecciones imposibles; digo ingeniosa en el sentido de que desea e intenta hacer las cosas de otra manera.

Así como Catarina se negó a ser estratificada fuera de la existencia y anticipó una salida de Vita, no quisiera que ella y su historia quedaran confinadas a un libro. Las historias de vida no comienzan y terminan sencillamente. Son historias de transformación: unen el presente con el pasado y con un futuro posible y crean lazos duraderos entre el sujeto, el escriba y el lector.

La vida después de la muerte de una historia

Fue extraño regresar al norte de Brasil, en agosto de 2005, sabiendo que Catarina no estaría allí (falleció en septiembre de 2003, unas semanas después de la última vez que la vi). Quería hacer una lápida para la tumba de Catarina y decidí visitar a Tamara y Urbano, los padres adoptivos de su hija menor, Ana. La pareja había ayudado a organizar el entierro de Catarina en el cementerio público de Novo Hamburgo.

Silenciosa, Ana estaba ayudando en el restaurante familiar cuando llegué. A los trece años, tenía una cara y una mirada que sin dudas eran extensiones de las de Catarina. Tamara fue la que más habló. Arremetió contra cada uno de los miembros de la familia de Catarina, diciendo qué “falso” había sido su comportamiento durante el funeral. Sólo Nilson, el ex marido, había mostrado “respeto”, al ofrecerse a ayudar a solventar algunos de los costos.

Fue sorprendente cómo la historia de Catarina continuó cambiando en los años que siguieron a su muerte. En los recuerdos, ya no se referían a ella como “la mujer loca”. Tanto Tamara como los parientes que vi más tarde en esa semana hablaban ahora de Catarina como de alguien que “había sufrido mucho”. A pesar de que eso era cierto, estas representaciones dejaban sin abordar las prácticas cotidianas que agravaban su incurabilidad –de modo más obvio, el frío desapego que acompañaba la terapia, concebida como intervención tecnológica, antes que como práctica relacional. En efecto, seguramente la trama de una historia de vida nunca está en posesión de su sujeto. Es parte del continuo trabajo moral de aquellos que siguen vivos.

Una mañana de ese agosto, Tamara y yo fuimos al cementerio. Yo solía visitar este lugar de niño con Vó Minda, mi abuela materna. Hacíamos a pie el camino de una hora subiendo la colina, una y otra vez, para lavar las piedras blancas que adornaban la tumba de su hijo y para dejar flores de nuestro patio. Hoy en día, el cementerio cubre toda la colina, con vistas a una ciudad que también ha cambiado más allá de lo que se pueda reconocer. Y ahora se ha convertido en un sitio de pillaje. Cualquier cosa sobre las tumbas que pueda tener algún valor monetario, desde las letras metálicas que deletrean los nombres de los muertos hasta íconos religiosos, ha sido saqueada. Tan bajo ha caído el valor de la memoria, le dije a Tamara. Ella se encogió de hombros, sin saber qué contestar. Yo no estaba seguro tampoco de cuál había sido mi intención con ese comentario, más allá de dar voz al duelo.

La historia de una vida es siempre también la historia de una muerte. Y depende de nosotros proyectarla al futuro, ayudando a darle forma después de la muerte. Catarina había sido sepultada en una cripta junto con los restos de su madre. Me aseguré de que la cripta estuviera paga en su totalidad, para que en el futuro sus restos no fueran arrojados a la fosa común al borde del cementerio. Y Tamara iba a supervisar la realización de una lápida de mármol con el nombre de Catarina grabado en ella, junto con una fotografía tomada por Torben: la bella imagen de Catarina sonriendo, que nadie podría llevarse.


Figura 2. Lugar de entierro de Catarina, 2011. Torben Eskrod.

Notas

Agradecimientos. Me he beneficiado en gran medida de la discusión generada al presentar partes de este artículo en la charla “Hacia adelante: un panel en honor a Paul Rabinow” (“Onward: A Panel in Honor of Paul Rabinow”), en el Encuentro Anual de la Asociación Antropológica Americana de 2012; en la David Schneider Memorial Lecture, en el Encuentro de la Sociedad por la Cultura Antropológica de 2012; y en el taller sobre “Antropología y Filosofía” de la Universidad de Harvard en 2011. Ha sido un gran placer pensar y escribir en conversación con Torben Eskerod, Didier Fassin, Michael M. J. Fischer, Stephen Greenblatt, Michael D. Jackson, Paul Rabinow, João Moerira Salles, y Nancy Scheper-Hughes, y sus trabajos creativos. Estoy profundamente agradecido por su involucramiento con este y otros proyectos. De igual modo, deseo expresar mi gratitud con Peter Loche, Ramah McKay, Amy Moran-Thomas, Joshua Franklin, Raphael Frankfurter, Alexander Wamboldt, y Naomi Zucker por sus ideas críticas y su magnífica ayuda. También quiero agradecer a los revisores anónimos por sus atentos comentarios y sugerencias, y a Anne Allison y Charles Piot por su maravilloso trabajo editorial.

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1.

Publicado con permiso de la American Anthropological Association de Cultural Anthropology, Vol. 28, Nº 4, pp. 573-597, Noviembre 2013. Prohibida su venta o futura reproducción.

2.

Universidad de Princeton.

.

N. del T.: el autor hace aquí un juego de palabras entre in the way of theory y in the way to theory.