El activismo proteccionista, o las disímiles imputaciones de dignidad a animales y humanos
Por María Carman1
En este trabajo2 he de realizar una primera aproximación a los modos de identificación y de relación que urden los movimientos proteccionistas del Área Metropolitana de Buenos Aires, enfocando la atención en aquellos grupos que procuran prohibir el uso de caballos por parte de cartoneros. 3
¿A cuáles colectivos dotados con qué atributos se incluyen en una comunidad moral y a cuáles se dejan afuera? ¿Cuáles son los procesos de producción, circulación y consumo de las representaciones dominantes sobre un hombre “cercano a lo bestial” –cuyo accionar busca ser corregido– y un animal cercano a lo humano, cuyo ser en sí ameritaría la reparación y el cuidado?
La retórica dominante de los movimientos proequinos pendula entre la exaltación del caballo, el desvelo por su salud y libertad, y la condena de sus victimarios. Al ideario de civilización y barbarie, que se mantiene vigente, se han sumado en las últimas décadas consignas antiespecistas que enfatizan una interioridad afín entre ciertos animales y los humanos, fundamentalmente en cuanto a la capacidad de sentir dolor.
De esta interioridad compartida entre animales y humanos quedan excluidos, no obstante, los sectores populares considerados victimarios del animal. Mientras la agencia del caballo es crecientemente reivindicada, aquella del carrero4 solo es resaltada en términos de agresión o explotación. Si la personalidad de los caballos se recorta a partir de una suma de atributos positivos, la personalidad de los cartoneros se hace igualmente acreedora de una enfática adjetivación negativa, conformando un juego de opuestos.
Mi interés en contrastar estas disímiles imputaciones de dignidad no solo apunta a explicar cómo operan y se transforman los sistemas de clasificación hegemónicos, sino también los modos en que se delimitan las fronteras y las moralidades de lo humano y lo animal en distintos conflictos de nuestras sociedades.
Luego de presentar las principales características del activismo ambiental metropolitano, he de comentar las singularidades del proteccionismo y, específicamente, de los movimientos contra la tracción a sangre. Desde mi punto de vista, los defensores de los equinos instauran un sofisticado sistema de jerarquías respecto de los animales y humanos merecedores o no de atención moral. Si ellos instauran un vínculo de cuidado y sanación hacia sus animales, el modo de relación hacia el resto de la comunidad humana se divide básicamente en dos actitudes: de proselitismo –hacia quienes es posible convertir– o bien de condena para quienes son reconocidos como explotadores y, en virtud de esa clasificación, irredimibles.
Para los activistas, el caballo constituye una especie-insignia que despierta compasión y admiración. Se pondera la belleza del animal, sus cualidades casi humanas y las injusticias que sufre en mano de quienes, en apariencia, lo martirizan y no estiman su interioridad.
Así como los grupos proteccionistas que he de abordar en este trabajo se identifican con los caballos, otros colectivos de la sociedad occidental sienten una conexión significativa con otras especies animales. Evoquemos como ejemplo Grizzly Man (2005), el memorable documental de Werner Herzog sobre Timothy Treadwell, un joven ecologista estadounidense que convivió durante 13 veranos con los osos pardos de Alaska. Además de filmar, Treadwell “hablaba” incansablemente con los osos, creía comprender su lenguaje, les ponía nombres y se consideraba su amigo. Un oso devoró, finalmente, a Treadwell y a su novia.
La identificación resulta más sencilla, sin embargo, con aquellas especies que resultan próximas a nuestra experiencia. Adicionalmente, esta identificación juega un papel importante en las prácticas de protección (Milton, 2002: 79-82 y Rival, 2001). Como bien argumentan Ingold (2000) y Milton (2002), la adjudicación de personalidad a los animales u otras entidades no humanas no es privativa de los pueblos cazadores-recolectores.
Los ambientalistas también se identifican con Gaia, la Pachamama o la Madre Naturaleza. Para unos, la apelación a la Pachamama es una garantía moral; para otros, se trata de proteger los equilibrios ecológicos del planeta junto con una más justa distribución de la riqueza. Los activistas enrolados en esta última postura enmarcan esa lucha en una búsqueda más amplia de desmercantilización de la vida.
Antes de adentrarnos en nuestro caso bajo estudio del activismo contra la tracción a sangre, quisiera comentar brevemente algunos rasgos generales del ambientalismo local. Entre las clases medias del Área Metropolitana de Buenos Aires, el credo medioambiental se encarna en prácticas individuales o colectivas tan disímiles como hábitos de alimentación que desalientan el consumo de carne; la defensa de la plaza local o el armado de huertas y rincones verdes en espacios no imaginados para albergarlos; y el activismo en contra del maltrato animal.
Amén de un microcosmos de buenas prácticas ambientales, algunos ciudadanos autodefinidos como ecologistas eligen, para el despliegue de su vida, un espacio residencial autosustentable en el Delta profundo o una aldea ecológica5. Salvando las distancias, otros sectores que también suelen presentarse a sí mismos como amantes de la naturaleza se conforman con un confinamiento suburbano de pretensiones ambientales: una torre con amenities cerca del río, o bien una urbanización cerrada. En este último caso, el verde estetizado es ofrecido por los desarrolladores inmobiliarios como el marco propicio para una apacible crianza de niños, aunque subsiste una fuerte polémica por el impacto ambiental de estos emprendimientos.6
Las luchas verdes de clase media en los más disímiles arrabales del Área Metropolitana de Buenos Aires pueden sintonizar o no con los padecimientos de los sectores populares. Antes de comentar algunos casos, vale la pena repasar el agrupamiento de conurbanos bonaerenses establecido por la Encuesta Permanente de Hogares, dependiente del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC), en función de algunas variables socioeconómicas que muestran su heterogeneidad.7 Teniendo en cuenta el porcentaje de población del Gran Buenos Aires cubierto por sistemas de salud, sus ingresos por cápita, su educación y la infraestructura de las viviendas, se estableció el siguiente degradé de conurbanos mediante técnicas estadísticas:
a) Un conurbano bonaerense “rico”, conformado por los partidos de la zona Norte (San Isidro y Vicente López) que funcionan como un continuum de los barrios prósperos de la zona Norte de la ciudad de Buenos Aires: Palermo, Belgrano, Núñez.
b) Un conurbano con indicadores aún tolerables, conformado a grandes rasgos por el anillo de partidos más próximo a la ciudad capital:8 Avellaneda, La Matanza 1,9 Morón, Hurlingham, Ituzaingó, General San Martín y Tres de Febrero.
c) Un conurbano de peores índices que el anterior, ubicado en el primer o segundo cordón de la zona Sur del Gran Buenos Aires: Lanús, Lomas de Zamora, Almirante Brown, Quilmes y Berazategui.
d) Un conurbano de máxima relegación, conformado por partidos alejados de la ciudad capital: Tigre, Malvinas Argentinas, José C. Paz, San Miguel, Moreno, Merlo, La Matanza 2, Ezeiza, Esteban Echeverría y Florencio Varela.
Ese degradé de partidos se complejiza con una lectura transversal: la cuenca Matanza-Riachuelo es la que concentraba, para 2007, los indicadores más altos de población con necesidades básicas insatisfechas (NBI): un 32%.10
Esta mínima caracterización resulta útil para comprender, a continuación, cuáles son las causas ambientales que desvelan a unos y otros vecinos de este complejo territorio.
En el partido de Quilmes, los vecinos que marchan en contra de la tracción a sangre se desvelan menos por las condiciones de vida o trabajo de los cartoneros que por los caballos que estos utilizan en sus recorridos: el carrero es apreciado como un victimario sobre el cual debe caer todo el peso de la ley. En Avellaneda, los vecinos de Villa Inflamable –que viven al lado de un polo petroquímico contaminante– luchan desde hace años por ser mudados. El sufrimiento ambiental de estos residentes populares no genera empatía entre buena parte de los vecinos de clase media que habitan las calles céntricas y libres de emanaciones tóxicas del mismo partido; la causa ambiental que motiva a estos últimos es impedir la erección de un barrio de lujo en la ribera que comparten con Quilmes.
Las demandas ambientales de vecinos de clase media que defienden su terruño –aquello que Azuela y Mussetta (2009) definen como conflictos de proximidad– no necesariamente batallan contra la desigualdad. En la próspera zona norte del Gran Buenos Aires, los ambientalistas del partido de Vicente López procuran evitar la destrucción de su ribera en manos de grandes proyectos inmobiliarios, y para tal fin resulta usual que obstruyan el tráfico de la avenida Maipú, frente al Municipio o la residencia presidencial, para hacer oír sus reclamos. Algunos ambientalistas también reclaman al municipio que desvíe partidas presupuestarias de salud o educación para instalar más cámaras de vigilancia: como ellos no utilizan las escuelas u hospitales públicos del partido, no encuentran contradicción alguna en atesorar esos fondos para sus necesidades de seguridad.
Si para las clases medias el medio ambiente es concebido como un estilo de vida que incluye prácticas más o menos mercantilizadas, para las clases populares este se lleva problemáticamente debajo de la piel; ya sea por falta de agua potable o su peligrosa proximidad a un cementerio de autos, un polo petroquímico, un basural o un río contaminado.
Un caso a todas luces fascinante transcurre en estos días en la localidad de Dique Luján, en el partido de Tigre. El conflicto involucra a emprendimientos de barrios privados cuestionados por intentar construir un club hípico para niños de los countries cercanos sobre un terreno fiscal en el cual hay un enterratorio indígena y un humedal, ambos valorados por la población local, que inició un acampe de resistencia in situ. A tono con las reivindicaciones indígenas, aquí los reclamos verdes han incorporado aspectos étnicos y culturales: la Pachamama, los cuerpos de los ancestros y la memoria milenaria de un grupo subalterno. Ya no se trata de una mera defensa de la biodiversidad, sino de la preservación de un sitio sagrado para que se haga visible la historia de los pueblos originarios de la provincia de Buenos Aires.11 Lejos de ser un caso aislado, es importante remarcar que las clases populares y medias urbanas se han movilizado en las últimas décadas en torno a múltiples reivindicaciones de derechos humanos, cuyo desarrollo excede nuestras posibilidades aquí.
La distancia entre las clases del Área Metropolitana de Buenos Aires puede ensancharse, reducirse o mantenerse incólume frente a distintos acontecimientos que conmueven su vida cotidiana. ¿Enemigos, sospechosos o co-ciudadanos? La empatía, el antagonismo o una soberana indiferencia han de marcar el pulso de estos vínculos cuya urdimbre jamás está escrita de antemano. Lo cierto es que una de las “buenas causas” más convocantes en la última década ha sido el medio ambiente en cualquiera de sus expresiones, e incluso aunando los intereses de vecinos portadores de diversos capitales. La cuestión ambiental prospera como una renovada fuente de legitimidad y de argumentación en conflictos que tiempo atrás eran definidos bajo otros términos.
¡Si pudiera inventar una sociedad de seguros para los caballos! Cada día ocurren veinte siniestros en la calle; un caballo con las patas al aire, los ojos hundidos por el dolor y la agonía (…).
Domingo Faustino Sarmiento: Páginas literarias
La renovada sensibilidad por los animales de las últimas décadas se apoya en una tradición nacional, cuyos principales hitos he de comentar a continuación. Del mismo modo, las protestas contra el maltrato a los equinos ostentan una larga trayectoria en la Argentina.
Entre 1882 y 1886, Sarmiento presidió la Sociedad Argentina para la Protección de los Animales (SAPA), que había sido fundada en 1879. Tal como relata con detalle Urich (2015) en su ameno compendio sobre el proteccionismo vernáculo, la Argentina fue el primer país latinoamericano en contar, además de Cuba, con sociedades protectoras de animales. La SAPA fue una asociación de vanguardia que, en palabras de Sarmiento, se propuso “ahorrar torturas a los seres privados de razón, pero dotados de la facultad de sentir y despertar sentimientos de bondad” (ibid.: 46). Como nos recuerda la autora, Sarmiento organizó la primera marcha a Plaza de Mayo a favor de los animales en 1885. Entre múltiples acciones, esta asociación pionera combatió el desplumado de aves vivas, las corridas de toros, el maltrato dispensado al ganado, el tiro a la paloma, la riña de gallos y el abandono de animales heridos o enfermos. Pero su primera preocupación giró en torno al maltrato de caballos:
El tranvía acortaba distancias y para 1879, con sus 146 kilómetros de vías, hacía uno de los recorridos más extensos del mundo. Buenos Aires había crecido mucho y de golpe, pero aún era una ciudad de calles angostas, mal empedrada y llena de baches, donde los caballos resbalaban y morían a diario.
Urich (2015: 41).
Entre otras medidas para reducir el maltrato equino, se combatió el uso de espuelas; se instauró el uso de ambulancias, bañaderos y bebederos; se evitó que el peso del carro cayera sobre el caballo detenido; se aplicaron sombreros para protegerlos del sol; se redujo el uso del látigo y se incorporaron aparatos para rescatar los caballos de las zanjas (ibid.: 85 y 91).
Desde la perspectiva de Sarmiento, los males de la Argentina venían, entre otros, de un uso indiscriminado del caballo. “¡Alambren, no sean bárbaros!”, fue la célebre exhortación del escritor para alentar la agricultura y, con esta, los trabajos “de a pie”.
Si la lucha de la vanguardista SAPA perseguía justicia hasta para los animales, la Sociedad Protectora de Animales Sarmiento –fundada en 1902– asoció sus prácticas a los postulados de la compasión y la beneficencia. Su nombre honra al presidente argentino que dictó el primer decreto que penaba los actos de crueldad hacia los animales. Una de las principales preocupaciones de esta flamante sociedad fue combatir el maltrato a los caballos de tiro: en Paseo Colón y Venezuela inauguraron una fuente-bebedero para saciar su sed. A esto se sumaron otras acciones, tales como inspeccionar coches de plaza, tranvías, animales de tiro y las aves en los mercados, así como la creación de un flamante hospital de animales (ibid.: 136 y 146).
En la historia del proteccionismo argentino reconstruida por Urich asoman episodios casi surrealistas, como las cámaras de gas para perros donadas por la Asociación Amigas de las Animales (AAA) a una veintena de municipios desde 1973. La fundadora de la entidad era, además, la esposa de un criminal nazi oculto en la Argentina. Algunas de las nuevas asociaciones proteccionistas –que proliferaron desde la década del 40 en adelante– combatieron la eutanasia de animales domésticos y otras la practicaron activamente, argumentando que sus destinatarios estaban viejos, débiles o enfermos. También hubo notables discrepancias entre estas entidades respecto de la existencia de los zoológicos; la vivisección animal; la intervención del Estado en la superpoblación de animales; la esterilización de perros; la creación de refugios animales y el arancelamiento de los servicios veterinarios (ibid.: 119-265).
Más allá de estas diferencias entre las asociaciones, resulta interesante constatar que el lenguaje de la civilización y barbarie ha nutrido históricamente el debate contra el maltrato animal en la Argentina:
(…) las sociedades protectoras de animales son atributo indispensable de todo pueblo culto (…)
Discurso de Bartolomé Mitre, 1886.
(…) La civilización, que es perfeccionamiento de la vida interior, no es compatible con la barbarie para con los seres inferiores al hombre (…)
Alocución del diputado Osvaldo Magnasco en pos de sancionar una ley protectora de animales, 1891.
(…) el buen trato a los animales (…) es un refinamiento de la cultura y a la vez una escuela preparatoria para la caridad con los hombres.
Discurso de Clemente Onelli en el Jardín Zoológico de Buenos Aires, 1911. Urich (2015: 51-52; 54-55; 141-143).
Las quejas contemporáneas contra los carreros que recorren las calles de Buenos Aires no difieren demasiado de aquellas que les eran formuladas en 1880, que refieren a sus abusos salvajes, inhumanos o su bárbara conducta (ibid.: 18). Como podremos comprobar en las siguientes páginas, estas narrativas conservan una extraordinaria vitalidad en el universo proteccionista.
Otros tópicos que comparecen en los documentos de fines de siglo XIX recabados por Urich (2015: 38, 52, 54, 56 y 85) –y permanecen vigentes en las disputas animalistas– son los siguientes: el maltrato urbano al caballo como el más visible e inmoral; el animal mudo que, sin embargo, sabe que sus castigadores son las verdaderas bestias; la protección animal como un sucedáneo lógico de la abolición de la esclavitud.
Ya en aquella época se alzaban voces que caricaturizaban la tensión entre la protección de los animales por parte de las clases dirigentes y el desprecio por los seres humanos considerados bárbaros:
…Tú proteges a potrillos / toros, vacas y carneros
carpas, ovejas, corderos / y novillos /
pero no a los indiecillos.
Deje pues que los maniaten / y que los tengan hambrientos
que con castigos cruentos / los maltraten
y aunque vilmente los maten.
Tú Domingo, tú que vales / un Potosí, tú no eres /
el Protector de los seres / racionales / ¡sino de los animales!
“Monólogo de Don Faustino” publicado en el semanario político El Mosquito, diciembre 1883. En Urich (2015: 48-49).
Si bien jamás se diluyeron completamente, las narrativas de civilización y barbarie –que podemos asociar, como veremos luego, a una concepción evolucionista–12 no monopolizan las argumentaciones animalistas contemporáneas. Antes bien, la retórica jerárquica y dicotómica de civilización y barbarie cede paso a argumentaciones igualitaristas características del antiespecismo.
Las consignas antiespecistas, características de los defensores de la persona animal, impugnan la superioridad de la especie Homo Sapiens, y exigen que todos los animales reciban igual tratamiento que los humanos. Los promotores de esta ética sin especies –o bien ética interespecie– resaltan que las diferencias físicas entre humanos y animales no deben ser el fundamento para una discriminación en el trato dispensado a los animales no humanos, dado que tenemos importantes semejanzas en cuanto a las capacidades de sentir dolor, placer y otro tipo de emociones.13 Cito como ejemplo un comentario recurrente de los activistas argentinos: “Miedo, desesperación, dolor, agonía, sufrimiento, estrés, son (…) sentimientos y emociones que atraviesan a todos los animales, humanos y no humanos” (página de Facebook Asociación Animalista Libera Argentina, 3 de septiembre de 2013).
Inspirado en la doctrina utilitarista de Bentham, Peter Singer ha sido uno de los principales portavoces de esta postura desde la edición de su influyente libro Liberación animal en la década del 70. Una de las máximas antiespecistas gira en torno a extender el principio básico de igualdad entre los humanos a los animales no humanos. Esta igualdad, sostiene Singer (2011: 17-21), no depende de la inteligencia, fuerza física u otros factores, sino que es una idea moral.
El énfasis de Singer está puesto no solo en la interioridad que se comparte con los animales sino también en las materialidades afines: los vertebrados mamíferos –afirma el autor– no solo tienen una compleja corteza cerebral, sino que sus sistemas nerviosos son casi idénticos a los nuestros y sus reacciones ante el dolor, extraordinariamente parecidas (ibid.: 29).
La postura de los antiespecistas es descripta como sensocéntrica: su foco de interés no está puesto en la totalidad de los vivientes u organismos abióticos, sino exclusivamente en aquellos animales –humanos y no humanos– que son identificados como sintientes. Los animales que no cuenten con un sistema nervioso central ni con una interioridad semejante a la nuestra quedarán, pues, fuera de esta comunidad moral.
El animal es enfocado básicamente como víctima de una manipulación y un sacrificio por parte de la sociedad humana, al cual debe restituírsele la calidad de sujeto que le ha sido expropiada. Para Regan –otro de los principales autores antiespecistas–, los animales no humanos son sujetos de una vida que tiene un valor inherente, no instrumental, y por lo tanto tienen el derecho de ser tratados de acuerdo a ese valor en sí (Lira, 2013: 75).
Pese a que los antiespecistas postulan filosóficamente la igualdad de todos los animales, ellos también ponen en juego criterios de jerarquización de los animales, así como de los humanos. Basta señalar aquellos polémicos pasajes de Liberación animal –una suerte de biblia de los animalistas– en los cuales Singer arguye:
Es legítimo aducir que algunos rasgos de ciertos seres hacen que sus vidas sean más valiosas que las de otros; pero sin duda habrá algunos animales no humanos cuyas vidas, sea cual fuere el estándar utilizado, sean más valiosas que las de algunos humanos. Un chimpancé, un perro o un cerdo, por ejemplo, tendrán un mayor grado de autoconciencia y más capacidad para establecer relaciones significativas con otros que un recién nacido con gran retraso mental o un anciano en estado avanzado de demencia senil. Por tanto, si basamos el derecho a la vida en estas características tendremos que garantizárselo a estos animales en la misma medida, o incluso mayor, que a ciertos humanos retrasados o con debilidad senil (2011 [1975]: 36).
Los debates en tal sentido son múltiples. Junto a otros filósofos y médicos, Singer ha defendido el uso de personas en estado de muerte cerebral como fuente de órganos. Esta postura se contrapone a la de otros científicos europeos y estadounidenses que afirman que los grandes monos deben ser sacrificados en beneficio de los humanos, cuyo valor moral es considerado superior a los primeros (Papagaroufali, 2001: 279).
Lo significativo es que los mismos criterios que la modernidad ha utilizado históricamente para negar el valor de la vida a los seres no humanos –inteligencia, sensibilidad, lenguaje– son ahora utilizados para requerir ese valor basado en tales condiciones; lo cual muestra, como bien analiza Lira (2013: 84), “la fragilidad inherente al uso de indicadores constituidos dentro del universo humano” (mi traducción). Autores como Naconecy (en Lira, 2013: 89) incluso denuncian el especismo dentro de la filosofía animalista: si contemplamos la posición de autores como Singer o Regan, que toman el criterio de sensibilidad para delinear el estatuto moral de los animales, dejaríamos fuera de esa esfera a los animales no sintientes como los insectos, a pesar de ser el mayor y más diversificado grupo de animales existentes en la Tierra. El modelo animalista resulta, según Naconecy, contradictorio: sería más adecuado hablar de una ética de los vertebrados –que representan solo un 2 % de las especies– en lugar de referirnos a una ética animal.14
Media noche. Sobre las piedras
de la calzada hay un caballo muerto.
(…) Ese caballo viejo,
Hedoroso de sangre coagulada,
ese pobre vencido, fue un obrero.
(…) Fue el hermano caballo que anduvo bajo el sol,
que anduvo bajo el agua, que anduvo entre los vientos
tirando de los carros
con los ojos cubiertos.
Fue el hermano caballo. Ninguno irá a su entierro.
Raúl González Tuñón: El caballo muerto
El animal será restaurado en su subjetividad no solo en la medida en que se reconozca su singularidad, agencia o dignidad, sino también cuando se garanticen sus derechos. Bajo ese horizonte, distintas organizaciones proteccionistas buscan devolver una vida más plena a aquellas especies maltratadas por el hombre.
Las acciones llevadas a cabo por movimientos proteccionistas en las ciudades argentinas se vinculan con campañas de denuncia o marchas de protesta por las especies en cautiverio; el maltrato, el abandono o la matanza de animales domésticos, y la experimentación científica con todo tipo de animales. Movimientos veganos, por ejemplo, han pintado con grafitis los muros del zoológico porteño, exhortando a la liberación de los animales allí cautivos y promoviendo una alimentación libre de carne como estilo de vida. Otros activistas se movilizan en torno al sufrimiento de un animal emblemático, como el oso polar del zoológico de Mendoza o la orangutana Sandra del zoológico de Buenos Aires, recientemente declarada sujeto no humano en un fallo judicial15.
En ese contexto, la afinidad con el caballo no cesa de aumentar y encuentra renovadas formas de expresión tanto entre las asociaciones protectoras de animales como entre personas sin filiación específica.
Las protestas de los diversos movimientos proequinos resultan ahora usuales en los festivales de doma del interior del país, así como en la Fiesta Provincial del Caballo de Bragado y en la Peregrinación Gaucha a Luján, ambos en la provincia de Buenos Aires. Como los manifestantes son, por lo general, un grupo minoritario, suelen ser rápidamente dispersados y la actividad en el escenario o la calle, reanudada.
Las crecientes inquietudes animalistas encuentran eco en las objeciones por los tratos dispensados a los caballos en los clubes hípicos, las nuevas disposiciones en el uso de la fusta en los hipódromos, e incluso en exabruptos como aquel del líder de la banda de rock Catupecu Machu, quien en pleno festival de Jesús María lanzó una diatriba contra un cercano festival de doma, rematada con una frase poco feliz: “Ojalá muera un domador”. Luego del rechazo de los participantes y el escándalo mediático, el líder de la banda se vio obligado a pedir disculpas públicas y aclarar que no quería incitar a la violencia de ningún tipo16.
Las noticias sobre maltrato equino involucran responsables de toda procedencia social. La Federación Ecuestre Argentina resolvió, en enero de 2014, una suspensión cautelar de 30 días a Jorge Martínez, un empresario y jinete amateur acusado de matar a su caballo de un disparo luego de que este lo arrojara al suelo en su haras.17 En forma simultánea, un movimiento proteccionista presentó un recurso de amparo para suspender el Festival de Doma de Jesús María, en la provincia de Córdoba, pero este fue rechazado por la Justicia. Los proteccionistas cortaron entonces la ruta e interrumpieron parte del espectáculo, en protesta por el maltrato que sufren los caballos y luego de la muerte de una yegua la primera noche.18
Ahora bien, los activistas no solo se manifiestan contra el maltrato equino en aquellas festividades tradicionales del interior del país –festivales de doma, jineteadas, desfiles gauchos–, sino también contra su explotación laboral en contextos urbanos.
Específicamente, los movimientos en contra de la tracción a sangre –que proliferan en el Área Metropolitana de Buenos Aires y otras regiones del país– batallan para que el cartonero abandone el uso del caballo en su actividad laboral.
Estas agrupaciones buscan transformar una relación de supuesta apropiación indebida –la explotación del caballo por parte del carrero– en una relación de protección: si consiguen recuperar ese animal, ellos podrán cuidarlo, sanarlo, devolverle una vida.
Junto a veterinarios, abogados y otros especialistas, estos movimientos instruyen a rescatistas independientes respecto de cómo identificar a un caballo maltratado por un carrero. A través de diversos medios –charlas, folletos o redes sociales– se divulgan los pasos para lograr incautar un caballo herido: realizar la denuncia; perseguir al carrero y pasar las coordenadas a la policía; convocar a un veterinario para que certifique el daño; sacar fotos para que la denuncia penal prospere; contactar a una ONG no solo para dar contención al equino maltratado sino para impulsar la causa y aportar pruebas. Se enfatiza que el rescatista no debe hacerse el héroe e intentar quitarle el caballo a los carreros, porque estos últimos por lo general son violentos. En sintonía con esta apreciación, los rescatistas suelen expresar su miedo de ser hostilizados por los carreros: “Yo los salgo a defender –me comenta una de ellas–. Me pongo a la par del caballo para ver si no está bien. Algún día me voy a ligar un latigazo o me van a tirar el carro encima”.
En una de las charlas de concientización –una de las primeras impartidas en el sur del conurbano bonaerense–, un abogado retrató a los cartoneros como personas que “intentan llevar un pequeño mendrugo a sus casas y no están adaptadas a llevar un caballo. (…) Por una cuestión de fuerza mayor, buscan un sustento que no es digno”. Y arengó al entusiasta público que nutría la sala en Lomas de Zamora a no ser los únicos “locos que protegemos a los animales y no protegemos a la gente”.
Si bien los protectores de los caballos buscan endurecer la ley respecto del maltrato animal, son optimistas respecto de la mayor receptividad que esta problemática está teniendo tanto en la ciudadanía en general como entre jueces y fiscales.
El carro urbano es un problema social y cultural. (…) Hay casos muy evidentes de perversidad (…). Ustedes, desde su poder ciudadano, pueden actuar. (…) Ellos [los caballos] pueden perder la vida… o tener una nueva vida con nuestra denuncia.
Extracto de una charla de prevención sobre la crueldad hacia los animales, 2015.
Si se descubren cosas robadas en el carro –se esperanzaba el abogado en cuestión durante su charla a vecinos del Gran Buenos Aires–, puede haber un concurso de delitos. Si hay tal concurso por robo o narcotráfico, la pena aumenta y se transforma en una pena de efectivo cumplimiento. En un lenguaje de la adopción idéntico al que se utiliza para casos humanos, los oradores de estas charlas o las páginas web de las asociaciones comentan el feliz derrotero de Zamba, Marito o Luján: caballos rescatados gracias a estas denuncias que ahora obtuvieron una custodia, viven en familia o lograron una tenencia definitiva.
Según los cálculos de la ONG Basta de Tracción a Sangre,19 unos 70.000 caballos y 1.500.000 personas están vinculados, de forma directa o indirecta, con la recolección de residuos en zonas urbanas argentinas. La campaña Basta de TAS liderada por la ONG homónima propone devolver la dignidad tanto a los animales como a los cartoneros, reemplazando los primeros por motocarros o bicicletas eléctricas, e instaurando un santuario de caballos para ser dados en adopción en la provincia de Córdoba.20 En varias localidades del interior del país, como Bahía Blanca y Paraná, se está estudiando esta propuesta. El caso pionero de reemplazo de caballos por motocarros ocurrió en la ciudad cordobesa de Río Cuarto, donde esta ONG trabajó en conjunto con el municipio. Los caballos “jubilados” de la tracción a sangre fueron derivados al Santuario de Equinos Equidad,21 también ubicado en la provincia de Córdoba, que administra la Fundación Franz Weber.
En contraste con el aparente abuso de los caballos por parte de los carreros, la propuesta del santuario es presentada como una práctica altruista y desinteresada: no se obliga a los caballos a entregar nada a cambio de su libertad. En la naturaleza edénica de un santuario, el caballo ha de recobrar su espíritu salvaje; he aquí el imaginario moral de varias asociaciones animalistas.
La objetivación de la naturaleza característica de la sociedad moderna occidental (Descola, 2009: 147) no resulta incompatible con el hecho de considerarla sagrada. Y es que, como nos enseñaron los autores clásicos, lo sagrado remite a aquello que es separado, puesto aparte, que no puede ser tocado (Douglas, 1991; Ricoeur, 1969: 276; Durkheim, 2012: 349). El mito moderno de la naturaleza intocada, como demuestra Diegues (2008: 55), supone la incompatibilidad entre las acciones de ciertos grupos humanos y la conservación de la naturaleza. Entre el conjunto de representaciones sobre ese mundo natural sacralizado existen elementos que remiten al pensamiento empírico-racional –como las funciones ecológicas de la naturaleza salvaje, expresadas en el concepto de biodiversidad– y otros elementos míticos que remiten a la idea de una belleza primitiva de la naturaleza, anterior a la intervención humana (ibid.: 61).
Incluso no resulta exagerado afirmar, en sintonía con Milton (2002) y Grove-White (1993: 24), que el medio ambiente se erige como uno de los nuevos espacios sagrados del mundo contemporáneo. Esta sacralidad se extiende a todas aquellas especies dignas de interés: las entidades no humanas “especiales” han de necesitar la protección de los expertos.
El caballo salvaje configura además uno de los arquetipos de la libertad en nuestras sociedades (Lawrence, 1994). Acaso el caballo del santuario no logre ser nunca enteramente salvaje, pero al menos se ha de librar de la esclavitud del carro. El video institucional de la agrupación Proyecto Caballos Libres exhibe precisamente ese pasaje de la explotación a la liberación. La crudeza del término elegido para retratar el uso laboral del caballo parece remitir menos a una estrategia de supervivencia individual o familiar que a una práctica capitalista a gran escala.
Desde la mirada proteccionista, el caballo no está en el mundo para ser abusado pues tiene una autonomía que debe ser respetada. El ideal es que el animal encuentre en los santuarios o bien en los refugios un espacio para florecer, para desplegar su auténtico ser.22
(…) Estaba entre los ruidos,
herido,
malherido,
inmóvil,
en silencio,
hincado ante la tarde,
ante lo inevitable,
las venas adheridas
al espanto,
al asfalto,
con sus crenchas caídas,
con sus ojos de santo (…).
Hablaban de un caballo.
Yo creo que era un ángel.
Oliverio Girondo: Aparición urbana
Los movimientos contra la tracción a sangre no solo embanderan transversalmente a distintos sectores sociales en la defensa de sus animales, sino que identifican un adversario común proveniente de las clases populares. Los carreros son vistos como un cuerpo obsceno en el espacio público: un sobrepeso para el caballo y un estorbo visual que ofende a los ojos.23 Los activistas entrevistados y los blogs de los movimientos de defensa equina coinciden en describir la tracción a sangre como una práctica incivilizada, inhumana y salvaje que remite a etapas superadas de la historia de la humanidad, como la oscura Edad Media. Si estos pobres animales han sido tratados como esclavos, pues ha llegado la hora del abolicionismo.
Entre risas, un funcionario ambiental de un municipio del sur del conurbano bonaerense me comenta su percepción sobre los activistas contra la tracción a sangre: “Algunos son medio talibanes. Si lo pudieran fusilar [al carrero] en la plaza pública, lo harían… O lo estrangularían. O lo pondrían en la silla eléctrica”.
La retórica emocional que caracteriza a los portavoces autorizados y anónimos de los movimientos proteccionistas no duda en calificar a los carreros en los más duros términos.24 Quienes conducen los caballos para su actividad laboral son vistos como victimarios que provocan un sufrimiento a la persona que ellos defienden: el caballo.25
Ellos encarnan la peor combinación imaginable: vivir de los desechos y usar un animal noble para un propósito ruin. “Ellos [los carreros] son los insensibles, para ellos [el caballo] es descartable: es solo algo que les mueve sus productos de un lado a otro” (Entrevista a la fundadora de la asociación Proyecto Caballos Libres, 2012).
La interioridad de estos actores no es jamás tematizada, como si esta fuese estructuralmente deficitaria o solo se expresara en prácticas de sacrificio y sumisión de otros seres vivientes. Cito otro fragmento de esa misma entrevista para ilustrar esta cuestión: “(...) Ahora vos ves que se ha formado una subespecie: gente sin cultura, sin sensibilidad. (…)”.
Nótese la paradoja entre la proclamación de una ética común a las especies y la alusión a los pobres como una subespecie, como si hubiera un carácter antojadizo en su condición de humanidad: a veces se es humano, a veces se es bestia. El estatus ontológico de esa población se vería así, al decir de Butler (2010: 51), comprometido y suspendido. Esa reducción de la humanidad de los “indeseables” no hace sino acentuar su carácter en apariencia impredecible y peligroso.
Siento una bronca, una desolación… me siento defraudada por el Estado. Ningún maltratador cumple con prisión efectiva… es un delito excarcelable. (…) Llamamos a la policía [en Quilmes, para incautar los caballos de los carreros] pero no nos asisten. (…) A veces me gustaría matar a todos. Yo vengo para que haya penas más duras, y prisión efectiva para los maltratadores.
Entrevista a activista, 2015.
El caballo es dignidad, como símbolo. Y eso es lo que hay que restituir en la sociedad, esa dignidad. (…)
Entrevista a profesional que trabaja en un centro de rescate y rehabilitación equino, 2014.
Actúan subrepticiamente, como cucarachas. (...) Pero el ser pobre no te da derecho a ser cruel. Ellos fueron castigados y van a ser crueles no solo con el pobre angelito [refiriéndose al caballo] sino con la mujer, los hijos… No se detienen. (…) Buenos Aires está contaminada.
Entrevista a la fundadora de Proyecto Caballos Libres, 2012.
Activista de la agrupación Voluntarios por los caballos: (…) Está demostrado –hay una investigación del FBI– que cuando hay violencia con los animales hay violencia con las mujeres y los niños.
Cronista de la televisión: (…) Con el maltratador animal hay un cerebro que ya no funciona. Está mal…
A. Sí, algunos (carreros) están irrecuperables.
C: El nivel cognitivo ya no diferencia entre el bien y el mal. ¡Es como un endemoniado!
A: (abriendo los brazos) Ese tema nos excede a nosotros.
C: (…) ¡El teléfono del canal estalla! Hay mucha gente que llama indignada e insulta a los carreros, con calificativos que no puedo reproducir aquí.
(…) Quien es violento con los animales hace lo mismo con cualquier ser humano. Lo dicen todos los guías espirituales. ¡Y los caballos son nuestros hermanos! ¡Como los árboles o las plantas!
(…) Pasa algo con el contacto (con el caballo recuperado) que es como la luz: ¡tenés que experimentarlo! Es como el amor. Nosotros no estamos locos; es algo que nos pasó. Eso es lo que te hace ser mejor persona, mejor vecino…
A: Sí, adoptar (un caballo) te cambia la vida, te hace mejor persona. (…) Por eso instamos a llamar al 911, a que el ciudadano aprenda a proceder con el rescate…
Programa Crónica TV, 30 de mayo 2016.
Los defensores de los equinos no sienten proximidad con el universo de experiencias de los carreros, e incluso hay quienes estiman que su maltrato al animal es solo un primer paso a otras violencias. En muchas páginas de divulgación de asociaciones proteccionistas se afirma este supuesto vínculo entre crueldad hacia los animales y las personas, bajo el manto de autoridad provisto por citas de psiquiatras o criminólogos.26
La empatía hacia los animales de ciertos activistas no suele traducirse en una simétrica dotación de humanidad a aquellos congéneres desfavorecidos en el reparto de bienes de la sociedad capitalista; sean carreros, sin techo u otro tipo de desafiliados. A los ojos de buena parte de los más acérrimos animalistas, pareciera que a los desclasados aún no se les ha fabricado un alma acorde a sus sufrientes corporalidades.
Todo hombre que anda tiene su animal que lo sigue, ¿no es así? Aunque él no lo vea ni lo llegue a adivinar. (…) Éramos, pues, parientes, quizás.
Mario Vargas Llosa: El hablador
A contrapelo de los lejanos santuarios o bien de los refugios en los cuales los movimientos de defensa equina buscan salvar a los caballos, los cartoneros edifican espacios ad hoc para sus caballos en las proximidades de su hábitat. Durante 2012, una biblioteca popular-establo fue inaugurada en la Villa La Carcova del Gran Buenos Aires, calificada por algunos medios de comunicación como la villa más peligrosa de la Argentina. En ese pequeño espacio construido con materiales del cartoneo se juntan niños para leer y recibir asistencia escolar, mientras al lado descansa un petiso ya jubilado del carro.27
En algunos conjuntos habitacionales populares recientemente inaugurados en la zona sur de la ciudad de Buenos Aires, los habitantes de villas ribereñas ahora relocalizados mudaron sus caballos al espacio lindante a sus viviendas: un pequeño jardín cercano a los juegos infantiles. Tanto los funcionarios del Instituto de Vivienda de la Ciudad como los propios vecinos que no cartonean evalúan esa práctica como un uso indebido de los espacios comunes del complejo habitacional. Un vecino albañil, por ejemplo, considera la práctica del cartoneo especialmente ilegítima en este nuevo espacio residencial: al haber salido de la villa, los cartoneros deberían cambiar sus hábitos y progresar. Otros vecinos rechazan los caballos por los posibles problemas de salud que traen la bosta y las moscas en las cercanías del espacio verde.
Los carreros, en efecto, se sintieron impugnados moralmente por sus vecinos:
Desde que nos mudamos acá todos se pusieron nariz parada porque a todos les molesta todo. Esto es una villa en alto… ¡somos todos villeros igual! De repente nadie te habla, se tiran en contra de los cirujas. ¿Cuántos años vivimos en la villa?
Bernardo, complejo habitacional Padre Mugica, 2013.
No obstante, y tras una seguidilla de reuniones promovidas por un equipo de trabajadoras sociales del Instituto de Vivienda, los vecinos apoyaron el proyecto de construir un establo en un obrador cercano para que los carreros no perdieran su fuente de trabajo.
Bernardo: -A mí que me griten ciruja no me importa… A veces me siento discriminado por la gente de acá… en la calle nunca me dijeron eso.
Alicia: -No es que ella [la vecina] te discrimine, es que le molesta la basura a las criaturas.
Beatriz: -En vez de matarnos, ¡apoyemos que le den un espacio a ellos! Aparte ellos laburan siempre de eso…
Reunión entre vecinos carreros y no carreros por el armado de caballerizas en el complejo Padre Mugica, 2013.
El proyecto aún no prosperó, aunque continúan las negociaciones entre un complejo universo de actores: el Gobierno de la Ciudad; el obrador de la empresa a cargo de la construcción de este complejo habitacional; el Gobierno Nacional, dueño de los terrenos donde se afincarían las caballerizas; los habitantes del propio complejo y los de una villa cercana, que se oponen a la idea. En el marco de estas tensiones, Bernardo define al caballo como un instrumento indispensable para su trabajo:
Hace dos años que lo tengo [a Coco, su caballo]. (…) No lo uso mucho, solo dos veces por semana. (…) Mi única cosa de herramienta es el caballo. Yo no tengo estudios. Yo dependo de esto… Yo tengo que vivir, tengo que comer. Nosotros vivimos del cartón… Tengo que depender de la ciruja para mantener a los hijos.
Alfonso atraviesa un conflicto similar: aún no fue relocalizado de la villa ribereña donde vive, a la espera de solucionar el problema pendiente de cómo mudarse con sus caballos. Mientras me muestra orgulloso las caballerizas y sus animales a escasos metros del río contaminado, reivindica su oficio y toma distancia de quienes no lo ejercen responsablemente.
El caballo es un ser humano que te trae la plata y lo tenés que tener bien. Nosotros le damos todo: los parásitos cada 3 meses, alfalfa, pasto bueno. (…) En los vasos les pongo aceite quemado. Y la gente lo mira: “¡Mirá cómo tiene los caballos!”. (…) En Puente La Noria los caballos tienen unos agujeros así… Cuando veo que sin motivo les dan con el látigo, les digo: “¡Pará verdugo, no le pegues al caballo!”. “¿Y vos viejo qué te metés?”, me contestan. (…) Ahora en el verano prácticamente se tienen que usar con gorro. Yo le hago un gorro a mi caballo (…). Tengo 63 [años]: casi toda la vida con carro y caballos.
Resulta usual que los carreros se desmarquen, cada uno a su modo, de aquello que la gente objeta en ellos: el supuesto maltrato al animal. Algunos carreros utilizan las casacas provistas por el Gobierno de la Ciudad para que, en sus términos, no los discriminen cuando cirujean.
Como otros cartoneros o carreros, Alfonso es analfabeto y ha trabajado toda la vida recolectando materiales reciclables en el Área Metropolitana de Buenos Aires. Él define las dificultades de la tracción a sangre humana a partir de su propia experiencia y la de su entorno: “El ser humano no tiene otra cosa que el carrito a mano porque si no… ¿de qué vive? El ser humano necesita comer. Un carrito a mano es tracción a sangre, porque lo va tirando un cuerpo”.
Cuando Alfonso fue consultado por profesionales del Instituto de Vivienda sobre la posibilidad de reemplazar el caballo por un carro eléctrico, rechazó la idea enfáticamente. Al igual que muchos animalistas que denuestan su modo de supervivencia, Alfonso describe al caballo como parte de su familia. Efectivamente, algunos carreros definen su subjetividad no solo en su interacción con otros actores, sino en el vínculo con sus animales:
(…) Tenés al cartonero que ama a su caballo por encima de todas las cosas. Le ha faltado el pañal para el hijo, pero no el alimento al caballo. Fabián te dice: “No tengo plata para el pañal, pero acá está la bolsa de avena y maíz”. (…) Lo reto porque le da [a su yegua] demasiada comida y la tiene gorda (…). No la usa cuando hace calor, al mediodía, y en invierno tampoco para que no le agarre el rocío.
(…) Tenés al fanático que lo cuida [al caballo] como un ser más de la familia. (…) La yegua de Marcelo parió el mismo día que su mujer: fue al parto de su yegua y no al de su hijo.
Veterinaria que atiende caballos de los cartoneros, 2013.
Dos veterinarios que han elaborado más de mil historias clínicas sobre caballos de carro en la Región Metropolitana de Buenos Aires coinciden en que la mitad de los cartoneros cuida al caballo, mientras que la otra mitad hace un uso intensivo de su fuerza de trabajo a costa de la salud del animal.28 Los caballos en peor estado, coinciden los especialistas, son aquellos que son alquilados a los vecinos.
Para los grupos proteccionistas, por el contrario, la mayoría de los carreros maltratan a los caballos: si los veterinarios curan al caballo, pues entonces apañan al cartonero y le extienden la agonía al animal. Bajo esta perspectiva, la tracción a sangre es siempre sinónimo de explotación. El siguiente diálogo en las calles de La Plata ilustra las diversas posiciones:
Proteccionista (dirigiéndose a una veterinaria que está curando el caballo de un carrero): -¡Sos una asesina de caballos! (…) ¡Lo único que te importa es el cartonero!
Veterinaria: -¿Pero qué te pensás que tienen ellos [los cartoneros] en las venas y las arterias?
Proteccionista (dirigiéndose al cartonero): -No pueden tirar [los caballos] del carro. ¡Tienen que tirar ustedes!
Cartonero: -Señora disculpe, nosotros también tenemos sangre.
Descola (2012: 409) sintetiza este tipo de problemas con la necesaria delicadeza: “Muchos de los malentendidos llamados ‘culturales’, a veces cómicos, a veces trágicos, son producto de que los diversos colectivos que pueblan la Tierra no comprenden verdaderamente las cuestiones fundamentales que impulsan a moverse a los otros colectivos (…)”.
Vimos recién que, mientras los proteccionistas buscan reemplazar el caballo de carro por juzgarlo un animal noble, el carrero redobla la apuesta argumentando que este es parte de su familia. Una identificación en apariencia similar de animalistas y carreros con el caballo –que se sintetiza en considerar a este último un pariente– se articula con diferentes modos de relación: los primeros rescatan a los equinos, los segundos los utilizan para trabajar. Y es que un modo de identificación no define a priori un modo de relación, como advierte Descola (2012: 178):
… cada una de las fórmulas ontológicas, cosmológicas y sociológicas que la identificación hace posible es, en sí misma, capaz de ofrecer un soporte a varios tipos de relación, que no derivan automáticamente, por consiguiente, de la mera posición que ocupa el objeto identificado ni de las propiedades que se le otorgan. Por ejemplo, considerar a un animal como una persona, y no como una cosa, no autoriza de modo alguno a prejuzgar acerca de la relación que se entablará con él, que puede vincularse tanto con la depredación como con la competencia o la protección.
(…) el sacrílego ha de ser (…) estigmatizado; el sacrilegio ofende la opinión y la opinión reacciona contra él, dejando a quien lo cometió en un estado de culpabilidad.
Émile Durkheim: Las formas elementales de la vida religiosa
En este artículo exploré una porción de la experiencia ambiental de un grupo social metropolitano: ciudadanos que batallan en contra de la tracción a sangre urbana. En esa coyuntura, el uso del caballo para una actividad laboral resulta incompatible con el statu quo.
En menor medida, abordé de qué modo ciertos carreros impugnan estas acusaciones y reivindican no solo su práctica laboral sino el vínculo con el animal. En algunos casos, la definición del caballo como herramienta se completa con la visión del animal pensado como un amigo, o un hermano mayor: animales con quienes nos unen lazos de amistad.29
Por otra parte, los movimientos de defensa animal retoman el sufrimiento de los caballos “trabajadores” –a los que bautizan con nombres humanos– para constituirse como grupo y dar pie a prácticas de protección que se materializan en denuncias policiales, incautación de los animales maltratados y creación de santuarios o refugios. El sufrimiento que aqueja a estos seres los vuelve, además, iguales entre sí. La comunidad moral abarca entonces, en la creencia proteccionista, a ciertos animales sintientes y a los humanos que realmente los comprenden.30
Si bien las premisas antiespecistas –profusamente retomadas por los proteccionistas– remarcan nuestra continuidad material y espiritual con los animales, a igual tiempo se excluye de ese continuum a los carreros, ya que su interioridad –al igual que sus prácticas– son consideradas deficitarias.
En el conflicto por la tracción a sangre, la práctica apreciada como ilegal o disruptiva del espacio urbano se deduce de una supuesta ausencia de cultura, o bien de una lisa y llana bestialidad que nos remite a una concepción evolucionista de los sectores más desfavorecidos. En el marco de esta visión, los sectores sociales considerados bárbaros o salvajes actúan bajo cánones morales acordes a su –previa y sustancial– naturaleza animal/humana.31 Bajo esta interpretación del mundo, no es que ellos se conviertan en animales sino que parecen no haber podido trascender nunca esa naturaleza atávica. Ubicados en los últimos eslabones de una escala de dignidad, su capacidad de simbolizar y de producir cultura es permanentemente puesta en duda. Una concepción evolucionista inspira, en efecto, las prácticas de incautación de los caballos de los carreros por parte de los animalistas. Si los carreros son –para ciertos defensores del caballo– una subespecie sin sentimientos, las acciones orientadas a su disciplinamiento responderán a esa concepción de su naturaleza problemática.
Mientras que las clases dominantes se conciben a sí mismas como dotadas de un amplio margen de acción, los sectores subalternos tendrían una “naturaleza humana” fuertemente condicionada que les impediría una modificación profunda de sus cursos de acción.32 Y es que una cultura concebida como degradada no solo sería una suerte de cultura-naturaleza, sino que estaría condenada a la repetición de sus comportamientos. Al igual que en los estudios pioneros de etología,33 en esta percepción de los sectores populares operan premisas fatalistas. Basta recordar la creencia de que el carrero, así como ejerce un maltrato sobre el caballo, extenderá naturalmente el uso de la violencia sobre su mujer e hijos.
Nuestra cultura occidental postula en distintos escenarios la existencia de una interioridad común para humanos y animales. Bajo este paradigma, la dignidad puede encontrarse fácilmente en los animales: solo deben ser como son para ser lo que se debe ser. Por el contrario, la dignidad no es concedida a priori a los sectores populares más vulnerables, que han de dar muestras cabales de su estatura moral.
Desde una concepción evolucionista, el cuerpo parece la única continuidad evidente que enlaza a los humanos “civilizados” con aquellas personas cuya humanidad es considerada inacabada. La acusación contra los “humanos incompletos” no solo se centra sobre su interioridad aparentemente deficitaria, sino sobre sus cuerpos: el carrero será percibido como un obstáculo del buen funcionamiento de la vida urbana.
En efecto, ciertos grupos ecologistas que atribuyen una interioridad análoga a la suya a los animales superiores o domésticos no sienten que haya contradicción alguna en negar ese “alma” a los “humanos inferiores” con los que conviven en la misma ciudad. Y es que la homologación de la interioridad de animales sensibles y animales humanos asume con frecuencia el supuesto de una marcada jerarquía de humanos: los que ocupan las posiciones inferiores quedarán fuera de la nueva comunidad.
El juego de espejos también involucra el destino de esos disímiles sujetos: si el caballo de uso urbano ha de ser rescatado y trasladado a un refugio o santuario, simétricamente el cartonero –si las penas fueran más duras y las leyes más justas, en términos de los activistas– debería ser confinado a la cárcel. A cada quien, pues, su refugio, en base a la dignidad que les es imputada. Bajo esta interpretación, caballo y carrero no conforman sino las dos caras de una moneda: víctima y victimario, inocente y culpable; refugio para el ser noble y cárcel para el delincuente.
Tal como vengo sosteniendo en diversas etnografías sobre distintos conflictos en la vida urbana contemporánea (Carman, 2006 y 2011), la cosmovisión evolucionista permanece a la orden del día para evaluar y prescribir moralmente los usos y ocupaciones populares considerados indebidos, insolentes u obscenos.
Carman, María (2006). Las trampas de la cultura. Los intrusos y los nuevos usos del barrio de Gardel. Buenos Aires, Paidós.
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Área de Estudios Urbanos, Instituto Gino Germani, Universidad de Buenos Aires - CONICET.
Esta investigación se desarrolló en el marco del proyecto UBACYT 20020130200097; del PICT-2013-1887 de la ANPCyT y en el marco del proyecto CONTESTED_CITIES, recibiendo financiación de la línea PEOPLE-IRSES del Séptimo Programa Marco de la Comisión Europea (Contrato PIRSES-GA-2012-318944).
Descola (2012: 177-179; 446-447) distingue dos modalidades fundamentales de estructuración de la experiencia individual y colectiva: la identificación y la relación. Se trata de dos modos de integración con los otros. La identificación es aquel esquema mediante el cual se establecen diferencias y semejanzas entre ciertos existentes y uno mismo, al inferir analogías y contrastes entre la apariencia, el comportamiento y las propiedades que uno se adjudica a sí mismo y los que se atribuyen a los demás. En tanto mecanismo elemental de discriminación ontológica, la identificación permite aprehender y atribuir ciertas continuidades y discontinuidades a los seres de nuestro entorno. La relación alude a las vinculaciones entre los seres, que se ponen en relieve en prácticas observables. Las seis relaciones que el autor identifica como preponderantes en los vínculos que los humanos entablan entre sí y con elementos de su entorno no humano son: el intercambio, la depredación, el don, la producción, la protección y la transmisión. Aquí abordaremos específicamente la protección, que se manifiesta en un “ofrecimiento de asistencia y seguridad (…) fruto de la iniciativa de quien está en condiciones de brindarlas” (ibid.: 468).
Señalé más arriba que se trata de una primera aproximación sobre los modos de identificación y de relación de los movimientos proequinos, ya que este trabajo se completa con otro aún inédito sobre los rasgos totémicos y animistas de tales agrupaciones.
Locución de Argentina. Persona que utiliza un carro tirado por un caballo para recolectar materiales reciclables.
Existe una singular experiencia de aldea ecológica en plena ciudad de Buenos Aires: la Eco Aldea Velatropa, ubicada en un extremo de la Ciudad Universitaria del barrio de Núñez. Otros proyectos, como la Ecovilla Gaia, florecen en territorios rurales. Véase http://velatropa.org/ y http://www.gaia.org.ar/
Sobre la elitización del espacio y la profunda alteración de las funciones ambientales provocada por la construcción de urbanizaciones cerradas en áreas inundables, véase los trabajos de Ríos (2005; 2011).
Cfr. INDEC (2003: 8-12).
A excepción de los partidos de Lanús y Lomas de Zamora, y de los ya mencionados partidos de Vicente López y San Isidro.
El partido de La Matanza fue dividido, a los fines de esta investigación del INDEC, en dos zonas diferenciadas, que coinciden con su menor o mayor proximidad a la ciudad de Buenos Aires.
Fernández y Herrero (2008: 8).
Las citas en bastardilla pertenecen a diversos comunicados del Movimiento de Defensa de la Pacha, que trabaja en conjunto con la Asamblea del Delta y del Río de la Plata y otras fundaciones afines. http://asambleaurbanoambiental.blogspot.com.ar
Referimos aquí a la corriente de pensamiento desarrollada en el campo de la Antropología hacia fines del siglo XIX bajo el influjo de Darwin, cuyos principales referentes fueron Edward Burnett Tylor y Lewis Morgan. En su implacable crítica, Lévi-Strauss rebautizó a esta corriente antropológica como un seudo o falso evolucionismo. La notable persistencia del evolucionismo cultural en nuestras formas de clasificar a los humanos fue abordada en un libro anterior (Carman, 2011), al cual remitimos.
Esta facultad de sentir ya había sido señalada, entre otros, por Aristóteles: en los animales más desarrollados –arguye el filósofo– hay imaginación sensorial, memoria pasiva y deseo (Simondon, 2004: 41-52 y Felipe, 2009: 5).
Lira (2013: 89-91). La posición de Regan es aún más excluyente, pues centra su defensa únicamente en los mamíferos (ibid.).
Sentencia de Primera Instancia de la Jueza Elena Liberatori, titular del juzgado N° 4 en lo Contencioso Administrativo y Tributario de la Ciudad de Buenos Aires, octubre 2015. http://www.ijudicial.gob.ar/wp-content/uploads/2015/10/Sentencia-Orangutana.pdf
La Capital, 14 de octubre de 2013.
Cuando la defensa y los testigos presenten testimonio en un sumario, y si luego hay una causa penal, el jinete podría ser inhabilitado de por vida. El caso tuvo una gran repercusión en las redes sociales y también fue repudiado por el Comité Olímpico Internacional a través del Comité Olímpico Argentino. Un dato curioso es que el denostado empresario en cuestión es titular de la Cámara de Industria Frigorífica Argentina de carnes y subproductos.
La Nación, 17 de enero de 2014.
Esta organización proteccionista realizó la gira nacional Basta de TAS, destinada a abolir la tracción a sangre en la Argentina a partir de principios ambientales, animales y humanos, que ha sido declarada de interés por la Legislatura porteña y de interés nacional por la Secretaría de Ambiente de la Nación. Modelos, actores y periodistas célebres apoyan la campaña. Existen asimismo muchos grupos afines, como la Asociación Contra el Maltrato Animal, la Asociación para la Defensa de los Derechos del Animal y el Centro de Rescate y Rehabilitación Equino.
En el mismo predio, una cooperativa para jóvenes desjudicializados transformaría las heces equinas en compost.
Toda vez que escucho los reportajes al entusiasta coordinador de la campaña Basta de TAS, no puedo dejar de pensar en el santuario como la delimitación de un espacio sagrado para un animal totémico: que el caballo pueda terminar sus días en paz; que reciba un nombre antes de morir; que una barrera aísle y proteja –como señala Durkheim (2012: 181)– al ser totémico. Véase Carman (2015).
A diferencia de los santuarios –en los cuales los animales no reciben visitas del público–, los refugios de sanación equina cuentan con un staff de veterinarios y promueven que los activistas apadrinen algún animal. Adicionalmente, se programan visitas colectivas.
Un diario de la ciudad de Bahía Blanca describe al cartoneo como una actividad anacrónica, insalubre y cruel, cuya imagen resulta lastimosa y hace mal a la gente (La Nueva Provincia, 3 de junio de 2012).
En efecto, existe un alto contenido emocional en nuestras ideas sobre la animalidad (Midgley, 1994: 38). Si lo animal es lo familiar –aquello que está unido al afecto, que es próximo a nosotros y a un ideal moral– puede transformarse en siniestro cuando se encarna en comportamientos considerados salvajes. En este sentido, el concepto de animal en el mundo occidental se construye básicamente por default; como una suma de deficiencias de aquellos atributos que nosotros tendríamos en forma única (véase Ingold, 1994: 2-3 y Tapper, 1994: 52).
El activismo contra la tracción a sangre difunde públicamente esta cualidad de persona del caballo a partir de diversos mecanismos: las campañas de sensibilización; las denuncias de abusos e identificación de enemigos; el seguimiento de “casos” emblemáticos con nombre propio; la circulación virtual de fotografías de un antes y un después de los animales dañados y ahora salvados; la instauración de espacios de redención, ya sean refugios o santuarios; la apelación al compromiso de cada adherente a partir de las visitas a los refugios o el padrinazgo de un caballo.
Ya Plutarco había señalado que la crueldad contra los animales brutaliza al ser humano en su estructuración emocional y espiritual para relacionarse con otros seres humanos (Felipe, 2009: 8).
Página/12, 20 de mayo de 2012.
En un trabajo en coautoría sobre pescadores artesanales de la provincia de Buenos Aires argumentamos que la relación que estos trabajadores traban con las especies marinas en su vida cotidiana es descripta por ellos en términos instrumentales, del mismo modo en que la “relación” con el propio cuerpo también lo es. Esta valoración del cuerpo como herramienta que debe utilizarse al máximo resulta usual en los sectores populares y ha sido analizada en un trabajo clásico de Boltanski (1975): ¿cómo ser resistente al dolor? ¿Cómo hacer funcionar el cuerpo –y eventualmente, aquel de los animales con los que se interactúa para el propio sustento– durante el mayor tiempo y la mayor intensidad posible? La relación con el propio cuerpo –y, desde mi punto de vista, aquella que se teje con estos animales atados a la subsistencia cotidiana– expresa “una forma particular de experimentar la posición en el espacio social” (Bourdieu, 1986: 184). Véase Carman y González Carman (2016).
Véase Durkheim (2012: 153-179, 191, 223 y 274) y Descola (2012: 25-65).
En contraste con la retórica científica impersonal y especializada de los conservacionistas –en la cual se pondera la información técnica provista por expertos– el lenguaje de valoración utilizado por los movimientos defensores de los equinos se construye en términos personales. Se trata de una comunidad que siente en carne propia el dolor de esos animales y que, gracias a esa empatía, puede constituirse en la abanderada legítima de sus intereses.
En la jerarquía taxonómica europea tradicional, las bestias encarnan la idea misma del salvajismo extremo (Hell, 2001: 244-245). Esta clasificación de los sectores desfavorecidos permanece, en ocasiones, implícita, en tanto su enunciación resulta políticamente incorrecta.
Véase la teoría del forrajero óptimo en Ingold (2001), y la crítica formulada por el autor.
Como aclara Chiriguini (2002: 241) en su síntesis sobra la etología clásica, “en el ‘juego’ de los instintos no existe la posibilidad de alterar un ápice el mandato biológico”.