“Sincerar los trucos”. Una etnografía comparada sobre la migración femenina peruana en Arica, Iquique, Valparaíso y Santiago (Chile)

Por Menara Guizardi1, Esteban Nazal2, Felipe Valdebenito3 y Eleonora López4

Introducción

“Cada oficio tiene sus trucos, sus soluciones a sus propios problemas distintivos; la manera fácil de hacer ciertas cosas con las cuales los no iniciados tienen muchos problemas. Los oficios de las ciencias sociales, no menos que la fontanería o carpintería, tienen sus trucos, diseñados para resolver sus problemas peculiares” (Becker, 1998: 2).

El quehacer científico depende centralmente de la credibilidad que los investigadores gozan tanto entre sus pares, como entre aquellos que, no siendo científicos, leerán o conocerán los hallazgos de sus investigaciones. Quizás por esto, pesa sobre los cientistas una obligatoria seriedad, que, seamos justos, tiene algunos impactos positivos. Por ejemplo, nos induce a atender seriamente a principios éticos en un mundo donde ellos son cada vez menos abundantes (aunque cada vez más necesarios). Pero la seriedad académica también arrastra consigo algunos fantasmas que penan incluso sobre los espíritus mejor intencionados de la ciencia.

El presente artículo dialoga con algunos de estos fantasmas, desarrollando una descripción “desinhibida” de nuestros aciertos y desaciertos en un proyecto de investigación antropológico desarrollado entre 2012 y 2015. El estudio en cuestión proponía comparar etnográficamente la experiencia migratoria femenina peruana en cuatro ciudades chilenas: Arica, Iquique, Valparaíso y Santiago. Cuando hablamos de narrar el proceso de investigación de forma “desinhibida”, nos referimos a que, por lo general, el estilo internacional de redacción hegemónico en las ciencias sociales –tanto en artículos científicos como en libros académicos–, preconiza una omisión selectiva de los recorridos teóricos y metodológicos que se van articulando a lo largo de la investigación (Becker, 1998). Si bien se permite a los investigadores sincerar algunos aspectos de estos recorridos –en un sintético apartado “teórico”, o en un par de párrafos “metodológicos”–, es normalmente una regla editorial omitir cualquier percance de estos pasajes del texto.

Según Becker (1998), la omisión narrativa de los procesos metodológicos conlleva a una enajenación curiosa: omite el papel de las casualidades y equivocaciones en la consecución de hallazgos importantes, dando la impresión de que los investigadores son más brillantes de lo que realmente son (les caricaturiza como profesionales que no se equivocan, que controlan toda su experiencia). Esto retira de la investigación su carácter más humano, más situacional y, por lo mismo, más histórico. Así, nuestra insistencia por explicitar la construcción metodológica refiere a una perspectiva antropológica crítica y al esfuerzo por historizar la investigación narrándola en su propia procesualidad.

Como investigadores, adherimos a la apreciación de que los fenómenos migratorios tienen una dimensión política de la que son indisociables. Esta dimensión se relaciona con la historia de conformación de los espacios (de donde salen, por donde transitan y a los que llegan los migrantes), con la trayectoria propia de los sujetos y, simultáneamente, con el papel que ocupan los investigadores en este escenario. Seria asimétrico, cuando no epistemológicamente disléxico, pensar que la historia de los sujetos y procesos migratorios es central, menospreciando, paralelamente, la historia particular que enmarca el acercamiento de los investigadores a estos espacios migratorios y sus procesos. Sería igualmente incoherente no reconocer que el proceso particular de la investigación condiciona las perspectivas de los investigadores y las indagaciones que ellos tejen sobre los fenómenos.

Así, además de presentar los resultados de nuestro estudio, el artículo explicita cómo hemos construido el proyecto de investigación que nos llevó a estos hallazgos. Aludiendo nuevamente a Becker (1998), nos sinceraremos sobre los “trucos” que empleamos en el estudio. Pero nuestra insistencia en explicitar la metodología que sedimenta nuestra investigación también se debe a que se trata de una propuesta particular, derivada de la yuxtaposición de herramientas antropológicas diferentes. Su explicitación puede contribuir al debate sobre cómo pensar formas contemporáneas de investigación etnográfica adaptando antiguas técnicas a nuevos contextos.

Nuestro recorrido partirá por situar los debates académicos que sirvieron de puntos de partida para pensar y formular nuestras preguntas de investigación. Luego, detallaremos el desarrollo metodológico de nuestro proyecto (explicitando los percances de su puesta en marcha) y presentaremos resultados comparativos de la investigación en las cuatro ciudades. Finalmente, explicitaremos nuestras reflexiones críticas –metodológicas y teóricas– sobre el proceso y sus hallazgos.

Santiaguismos metodológicos

Desde los años noventa, la preocupación por la migración en Chile tomó dimensiones importantes, acaparando discursos comunicacionales y políticos, e inspirando una ingente producción académica (Martínez, 2003: 1; Núñez y Hoper, 2005: 291; Núñez y Torres, 2007: 7; Schiappacasse, 2008: 23; Stefoni, 2005: 283-284). En 2011, al iniciar nuestros estudios sobre los migrantes peruanos en el país, realizamos una revisión del estado del arte que cubría el periodo entre 1990 y 2010. Recopilamos 76 trabajos (entre artículos, libros, tesis y capítulos) y constatamos que la gran mayoría de los estudios socio-antropológicos sobre la migración se había publicado solamente a partir de los años 2000. Observamos también otras curiosidades sobre estos trabajos. Por ejemplo, en ellos se repetía muy frecuentemente que no existió migración latinoamericana relevante en Chile hasta fines de los años noventa, y que fue la democratización del país, junto con el ciclo de crecimiento económico que ésta detonó, lo que supuestamente lo convirtió en un destino prioritario de la migración regional (Araujo et al, 2002: 8; Erazo, 2009: s/n; Jensen, 2009: 106; Martínez, 2005: 109).

Esta última afirmación, no obstante, se mostraba desacertada cuando los datos empíricos sobre la migración en Chile eran contrastados con informaciones sobre los flujos migrantes en el contexto latinoamericano más amplio. Chile no se había configurado como un destino migratorio prioritario: ni en América Latina, ni tampoco en Sudamérica. Es más: sigue sin serlo. Actualmente, ocupa el quinto lugar entre los países sudamericanos en proporción de migrantes, detrás de Guyana Francesa, Surinam, Argentina y Venezuela (Pedemonte y Dittborn, 2016: 10-11). En números absolutos, el cuadro es semejante. Chile era, en 2015, el cuarto país en cantidad de migrantes en Sudamérica (con 469.000 personas) (UN, 2015b). El primer lugar lo tenía Argentina (con 2.086.000 migrantes), seguida de Venezuela (1.404.000 personas) y Brasil (713.000) (UN, 2015b).

Si bien los migrantes aumentaron significativamente en Chile entre 1990 y 2016, diversificándose también sus orígenes nacionales, la migración sigue siendo proporcionalmente modesta en el país. Éste presentó un porcentaje de migrantes internacionales del 2,3% sobre el total poblacional en 2014 (Pedemonte y Dittborn, 2016: 10), por debajo de la media internacional del 3,3% en aquél año (UN, 2015a: 1) y de la media de los países autoproclamados “desarrollados” (que giraba alrededor del 11,5%) (Pedemonte y Dittborn, 2016: 10). Según el Ministerio de Relaciones Exteriores, a través de la Dirección para la Comunidad de Chilenos en el Exterior y del Instituto Nacional de Estadísticas (INE), en 2004 había 857.781 chilenos emigrados (DICOEX, 2005:11). Estos mismos organismos proyectaban que este número bordeó a los 900.000 en 2016. Así las cosas, para cada migrante internacional en Chile, hay aproximadamente dos chilenos afuera. Estos datos nos desautorizan a corroborar la idea de una invasión migratoria, tanto en los años noventa, como ahora. El discurso de “invasión” responde más bien a imaginarios sobre la supuesta superioridad de desarrollo chileno en el contexto sudamericano, remitiendo, así, a las mitologías constitutivas del Estado-nación (Grimson y Guizardi, 2015: 17).

En los trabajos revisados, se afirmaba reiteradamente, además, que esta nueva migración sería transfronteriza y andina (principalmente peruana), que estaba feminizada y que se dirigiría casi exclusivamente al centro del país (a la capital, Santiago). Las dos primeras de estas afirmaciones son respaldadas por datos contrastables. En Chile, los peruanos aparecen en los censos como el colectivo nacional predominante desde 2002, correspondiendo actualmente al 31,7% de la migración registrada (Pedemonte y Dittborn, 2016:14). Por otro lado, de acuerdo con la Encuesta de Caracterización Socioeconómica Nacional de Chile [CASEN] (2013: 7), entre 2009 y 2013, la composición de la población migrante internacional femenina pasó del 51,5% al 55,1%.

Pero la tercera afirmación, aquella que retrata a la migración como un fenómeno capitalino, nos parecía bastante cuestionable. Primero debido a su incoherencia con la experiencia de los miembros de nuestro equipo investigativo que vivían y trabajaban en el norte de Chile, donde la presencia de migrantes peruanos y bolivianos era un hecho histórico y cotidiano ineludible. En segundo lugar, debido a que, de los 76 trabajos revisados, 72 se apoyaban o bien en informaciones censales, o bien en estudios de caso realizados únicamente en Santiago. Solo cuatro estudios se preocupaban de otros espacios del territorio chileno. Pese a lo anterior, en estos 72 trabajos, se presentaban con increíble vehemencia los resultados como válidos “nacionalmente”, “en Chile” (Guizardi y Garcés, 2014:231).

Desde fines de los ochenta, en los estudios migratorios, ha surgido una especie de cliché crítico referido a la necesidad de vigilar la reproducción de aquello que Levitt y Glick-Schiller (2004) denominan, nacionalismos metodológicos: “la tendencia a aceptar el Estado-nación y sus fronteras como un elemento dado en el análisis social” (Levitt y Glick-Schiller, 2004: 65).5 En el caso que nos atañe, el exceso de foco en la migración de Santiago constituía un nacionalismo metodológico porque sobredimensionaba el papel de la capital en la conformación de los fenómenos sociales; reproduciendo así el protagonismo político que ésta tiene en la centralización del Estado-nación (Guizardi, 2016a: 9). Así, el nacionalismo metodológico se materializaría en estos trabajos debido a la costumbre de considerar lo que ocurre en la capital como una realidad nacional: un “santiaguismo metodológico” (Grimson y Guizardi, 2015: 18).

También producía algo de inquietud el hecho que la mayoría de los trabajos realizados en Santiago estuvieran centralmente dedicados a ciertos aspectos selectivos de la dimensión femenina en el fenómeno migratorio. La centralidad atribuida a la cuestión femenina en estos estudios está lejos de ser un problema: no solamente estamos de acuerdo con este énfasis, sino que además lo endosamos en nuestro estudio. Lo que nos causaba suspicacia en estos estudios eran las prácticas discursivas relacionadas a las formas de enunciar a las migrantes. La mayoría de los trabajos se centraba en las peruanas que trabajaban en los servicios domésticos, pero reiteraba los nacionalismos y santiaguismos metodológicos al retratarlas como “las mujeres migrantes en Chile”. Por otro lado, reproducían parte del desconcierto social provocado por la rápida entrada de las migrantes peruanas en el mercado de los servicios domésticos y de los cuidados –sustituyendo a las migrantes mapuche venidas del sur del país que, entre 1950 y 1980, fueron masivamente empleadas como trabajadoras domésticas en los barrios santiaguinos de clase media y alta–. Así, estos trabajos tendían a presentar a las peruanas como el nuevo “otro etnificado” de las élites, pero sin ahondar en las dimensiones histórico-políticas del fenómeno. Estos usos semánticos terminaban invisibilizando la presencia de mujeres de otras nacionalidades, y también el empleo de las migrantes en otros sectores laborales. Además, se producía en ellos un silencio incómodo sobre la presencia de mujeres peruanas en el norte del país, en las zonas fronterizas con Perú.

Se puede decir que los 76 estudios revisados construían un tipo ideal (en términos weberianos) del sujeto migrante en Chile, que estaría distorsionado por el santiaguismo metodológico.6 Este sujeto prototípico sería mujer, peruana, no-indígena, proveniente de la sierra norte del Perú o de Lima, empleada doméstica, residiendo en Santiago.

Preguntándonos si esta migración femenina peruana era realmente una novedad en territorios chilenos lejanos a Santiago, y si este perfil de migrantes sería encontrado en otras regiones del país, buscamos nuevas fuentes de información. Los datos de los censos chilenos y las investigaciones historiográficas apuntaban a que nuestras suspicacias eran justificadas: los peruanos estuvieron circulando, viviendo y residiendo con regularidad y en porcentajes relevantes en el norte del país desde la ocupación de estos territorios por Chile, tras la Guerra del Pacífico (1879-1883) (Tapia, 2012: 181). Esto nos condujo hacia una nueva curiosidad: ¿Qué decían los antropólogos que estudiaban el norte del país sobre la migración y presencia de los ciudadanos de los países limítrofes?

Nortes antropológicos

En este segundo momento del estado del arte, nos dimos cuenta de que los antropólogos sociales chilenos que trabajaron durante décadas en los territorios del Desierto de Atacama habían prestado poca atención a la migración internacional y a la vida “transfronteriza” hasta completada la primera década del siglo XXI (Guizardi, 2016b). Hasta 2013 no se había publicado ningún trabajo de cuño etnográfico sobre la circularidad migratoria entre las ciudades fronterizas de Arica (Chile) y Tacna (Perú), por ejemplo.7 Tampoco se estudiaban las articulaciones migratorias y comerciales entre las ciudades costeras chilenas o peruanas, y entre ellas y las villas altiplánicas (por lo general habitadas por población Aymara), situadas en los territorios chilenos, peruanos y bolivianos que conforman la triple-frontera Andina.8 Pero, paradójicamente, estos trabajos representan una contribución considerable al establecimiento de una perspectiva antropológica crítica sobre la influencia de las mitologías de los Estados-nacionales en la movilidad humana; y en la imaginación, práctica y reproducción de los límites entre países. Esto por lo menos en tres aspectos clave.

En primer lugar, ellos se centran, en su mayoría, en los cambios sociales de la vida indígena dentro de las fronteras chilenas, derivando de etnografías desarrolladas junto a diversos grupos aymara, quechua y atacameños, entre 1980 y 2010. Presentan, además, una narrativa antropológica sensible a las particularidades de conformación de los contextos sociales. Con esta impronta contextualista, ellos retratan y analizan, desde una perspectiva regional, tres décadas de transformaciones políticas y económicas. Consecuentemente, desbordan al centralismo nacional chileno, aportando interpretaciones que desafían los argumentos producidos por la intelectualidad académica situada en la capital chilena, Santiago.

En segundo lugar, los antropólogos nortinos siguieron las rutas comerciales y trashumantes de los grupos aymara (Gundermann, 1998: 293), sus circuitos de viaje entre los pueblos y las ciudades portuarias chilenas y su “proceso de urbanización” (González 1996a; 1996b). Estudiaron críticamente los impactos de las políticas que fomentaron el éxodo rural en el norte de Chile (entre 1960 y 1990) (González 1997a; 1997b). Etnografiaron las nuevas formas de organización política indígena articuladas tras esta migración campo-ciudad (González, 2008: 86; Gundermann y Vergara, 2009: 122). Analizaron con gran precisión la re-etnificación y los cambios culturales entre estos grupos (Gundermann et al, 2007) tras la adopción de la ley de reconocimiento étnico en Chile (en 1993) (Gundermann, 2003: 64-68). Abordaron la lucha por territorios y recursos naturales de los indígenas para enfrentar la expansión de las empresas mineras sobre sus tierras (Gundermann, 2001). Finalmente, examinaron acuradamente los cambios en los patrones de género y parentesco (Carrasco, 1998; Carrasco y Gavilán, 2009; Gavilán, 2002). En síntesis, estas obras plantean perspectivas no esencialistas sobre la conformación de los grupos culturales. Suponen que los colectivos indígenas del norte de Chile son comunidades translocales, que construyen activamente su etnicidad, y que su vida social conlleva conflictos de género y generacionales.

En tercer lugar, estos trabajos establecen una increíble observación crítica sobre cómo los aspectos macro-estructurales (nacionales y regionales) configuran la vida social de los grupos indígenas y su relación con el Estado chileno y las industrias mineras (Gundermann, 2001; Gundermann y González, 2008; Gundermann y Vergara, 2009). Debido al foco en la producción contemporánea de factores macro-estructurales que inciden en lo cotidiano, estas obras establecieron un diálogo con los procesos históricos (aunque solamente en su corte más contemporáneo), produciendo una tensión diacrónica en la praxis antropológica que fue vanguardista en su contexto disciplinario (de comienzos de los noventa).

Después de revisar estos estudios, no podemos sino preguntarnos por qué una antropología de fuerte intención crítica había evitado discutir las migraciones internacionales y fronteras nacionales: ¿Por qué se estudiaban a las comunidades étnicas solamente adentro de los territorios nacionales chilenos? ¿Por qué no fue objeto de interés la intensa vida migratoria y transfronteriza entre espacios peruanos, bolivianos y chilenos? Estas indagaciones ganan una especial centralidad para nuestra perspectiva antropológica porque el intento de contestarlas nos remite a la construcción de los campos del conocimiento académico: a las “debilidades” disciplinarias de la antropología.

En comparación con los antropólogos, los historiadores del norte de Chile dedicaron mucho más interés al establecimiento de las fronteras nacionales. Publicaron varias obras historiográficas dedicadas a la relación entre proyectos nacionales, campañas militares, políticas fronterizas y migración en los territorios chilenos adyacentes a las fronteras con Bolivia y Perú (Díaz, 2006; Díaz et al, 2010; González, 2002; 2004; 2006; 2008 y 2009). Los arqueólogos también estaban más atentos a las perturbaciones que las fronteras causaban en los patrones históricos de vida en los territorios de los tres países. Centrándose en las escalas temporales de larga duración –prospectando sitios de los primeros grupos humanos en estas áreas (que datan de 10.000 a 13.000 años) e investigado el establecimiento de los Imperios Tiwanaku (500-1000 d. de C.) e Inca (1450-1532 d. de C.)–, los arqueólogos atestaron que las fronteras nacionales no debieran suprimirse como elemento de análisis de la movilidad de los grupos sociales en el desierto (Dillehay y Núñez, 1988; Núñez y Nielsen, 2011).

La pregunta sobre por qué los antropólogos prestaban poca atención al establecimiento de fronteras nacionales y a la movilidad humana que las cruza, en comparación con los historiadores y arqueólogos, tiene, entonces, una primera respuesta inmediata: se debe a la diferencia de perspectivas, producidas por enfoques en los procesos de larga duración adoptados por los últimos. Aunque los estudios antropológicos del norte de Chile articularon las prácticas locales con los macro-procesos –derivando en una perspectiva que historiza parcialmente lo cotidiano–, sus análisis estaban generalmente relacionados con el período comprendido entre 1980 y 2000 (décadas después de que las fronteras nacionales se impusieran en estos territorios). Este recorte temporal les impidió relativizar adecuadamente las formas hegemónicas a partir de las cuales las sociedades locales y nacionales construyen sus categorías de pertenencia nacional. Según Fabian (2002: x), definir cómo estas categorías se producen en un momento histórico determinado (y en una localidad particular) debiera ser el punto de partida para un abordaje antropológico crítico. Este ejercicio previene que los etnógrafos reproduzcan algunas de las mitologías del Estado-nación con respecto a la supuesta homogeneidad de la comunidad nacional imaginada. Les previene también de asumir inadvertidamente su propia imaginación con respecto a los sujetos que estudian.

Esta imaginación antropológica sobre los sujetos de estudio está profundamente influenciada por los objetos de investigación arquetípicos institucionalizados por la disciplina (Clifford, 1997; Gupta y Ferguson, 1997). La antropología social clásica hegemonizó la comprensión de la interrelación entre las nociones de espacio, comunidad y cultura como isomórficas (Gupta y Ferguson, 1992), naturalizando la existencia de fronteras que supuestamente enmarcarían a cada grupo social en un “espacio cultural” específico (Hannerz, 1986). Esta conceptualización replegó las categorías políticas de las fronteras nacionales en la teorización antropológica de la cultura (Gupta y Ferguson, 1992) que devino hegemónica a partir de mediados del siglo XIX (Clifford, 1997). Desde entonces, antropólogos de todo el mundo demarcaron a su objeto de estudio como “los otros”, definiendo a esta categoría como un grupo social diverso de aquél al cual pertenece el etnógrafo: debido tanto a una supuesta diferencia de trasfondo cultural, como a la ubicación de estos “otros” en alguna localidad lejana a la sociedad de origen de los antropólogos.

Siguiendo el argumento de Hannerz (1986: 363), este sesgo político (y etnocéntrico) hizo de la antropología una ciencia obsesionada en encontrar al “más otro entre los otros”, y en retratar su vida social siguiendo a un estilo narrativo para el cual “lo pequeño es lo hermoso” (Hannerz, 1986: 364). Entendiendo a los grupos sociales como una unidad reducida y compacta, la antropología clásica eludió preguntar sobre la relación entre las personas y esa unidad social. Hasta la segunda década del siglo XX, la certeza de la primacía de la sociedad sobre la capacidad de acción de los sujetos era sorprendentemente hegemónica en la disciplina. Teóricamente, esta afirmación fue proporcionada por el excesivo enfoque en la cohesión y estructura social (entendida como un sistema ordenado) y en la sincronicidad de la vida social de los “otros” (Fabian, 2002: 25). La naturalización de esa idea tiene por lo menos dos consecuencias importantes. Establece una apreciación dicotómica de la relación entre personas y grupos sociales (entre agencia y estructura) (Comaroff, 1985); y promueve una ceguera antropológica selectiva, desalentando a los etnógrafos a tratar detenidamente la relación conflictiva entre costumbres y jerarquías sociales; y las estrategias situacionales que las personas usan para reproducir e interrumpir este estado de cosas.

Los estudios antropológicos de las regiones fronterizas del norte de Chile, en la medida en que enfatizaron los grupos indígenas “chilenos” como su principal objeto de estudio, reprodujeron la conformación epistemológica de la antropología como una ciencia dedicada a los “otros”. Pero lo hicieron endosando al imaginario nacional chileno que enuncia a los indígenas como “no chilenos” y, por lo tanto, como “otros internos” de la nación. Estos aspectos dotan dichos estudios de ciertos sesgos de nacionalismo metodológico. Pero esto no destituye el hecho que los resultados de estas investigaciones sean una contribución sobresaliente para desarraigar esas mismas ideologías nacionales (en especial aquellas vinculadas al santiaguismo metodológico).

De nuestra parte, los fenómenos que captaban nuestra atención antropológica en el norte chileno se vinculaban casi únicamente a la presencia de migrantes peruanos y bolivianos. En completo contraste con los antropólogos precedentes, no podíamos ver nada más que el flujo y la conexión entre los territorios nacionales. Así, nuestra perspectiva padecía de una distorsión que podría ser designada, en antagonismo, como un “transnacionalismo metodológico”: la tendencia a exagerar los flujos fronterizos, subrayando una perspectiva de-materializadora de las comunidades que suele llevar a los investigadores a no reconocer que los Estados-nación (y sus imaginarios) siguen conformando las interacciones sociales en contextos neoliberales globalizados.

La comparación entre estos dos tipos de distorsiones analíticas, –propensas a ser desarrolladas por dos generaciones de antropólogos que trabajan el mismo territorio–, puede conducir a una comprensión crítica de la relación epistemológica entre los métodos, teorías y contextos sociales/nacionales. El punto clave aquí no son las diferencias entre las perspectivas, sino lo contrario: las distorsiones metodológicas que ambas tendían a perpetuar. Por ello, más allá de una actitud de auto-expiación con respecto a las insuficiencias antropológicas propias y ajenas, el descubrimiento temprano de los peligros de ambos tipos de distorsiones –el nacionalismo y el transnacionalismo metodológico– fue asumido como un punto de inflexión: nos llevó a construir un nuevo proyecto de investigación.

La aventura metodológica

Las revisiones realizadas nos condujeron a la formulación de tres preocupaciones críticas. La primera se vinculaba al imperativo de producir datos empíricos sobre la migración femenina peruana en otras regiones de Chile (más allá de Santiago): queríamos contar con subsidios empíricos para indagar cuán generalizables nacionalmente eran las constataciones enunciadas por los estudios de caso ejecutados en la capital. La segunda se refería a la necesidad de pensar la frontera, las migraciones y la circularidad territorial del norte de Chile desde claves analíticas y metodológicas antropológicas. La tercera se relacionaba al interés por tensionar los imaginarios de naturalización de las identidades de “los chilenos” y sus “otros” (internos y externos).

Estas tres preocupaciones fueron los impulsos iniciales del proyecto: su diseño temático, de muestra y metodológico fue armado para subsanarlas. Debido a la invisibilidad del norte del país en los estudios sobre las migrantes peruanas, y pensando en cuestionar los imaginarios sobre las alteridades internas en el espacio nacional chileno, decidimos realizar una comparación sistemática de la migración en este territorio y en el centro del país. Aquí empezaron nuestros problemas y desafíos metodológicos más entretenidos, aquellos que dan cuenta que ni toda la buena voluntad destituye la ingenuidad analítica con la que iniciamos el estudio.

Según Mauss (1979: 158-162), los estudios comparados implican un proceso analítico previo a partir del cual se delinean los fenómenos que se van a comparar y se establece, además, las regularidades que los hacen comparables. Relaciones, procesos sociales, escenas y cosas no son comparables en sí mismas. Su comparabilidad no deviene, entonces, de unas condiciones inherentes, sino de la construcción conceptual que es operacionalizada por los investigadores. Este ejercicio de construcción de regularidades comparativas no descansa en el vacío: se relaciona con las construcciones teóricas disponibles y con una dimensión empírica de la que es (o debiera ser) ineludible. En síntesis, la construcción de factores y elementos comparables en un estudio de caso se elabora como un recorte analítico previo, y dialoga dialécticamente con la teoría y con las realidades sociales que se pretenden estudiar.

Sin establecer estas regularidades de antemano, el investigador corre el riesgo de lanzarse al infructuoso ejercicio de “comparar peras y manzanas”, para aludir a un dicho muy popular en tierras chilenas. De nuestra parte, y apoyados en las revisiones previas, ya habíamos establecido “al norte” y “al centro” del país como los primeros recortes comparables, presuponiendo que estas áreas constituían locus más o menos concisos, y con una influencia histórica y contextual específica en la formación del Estado nación.

Establecimos también que Santiago sería nuestra referencia, porque efectivamente ya disponíamos de una importante producción científica sobre la migración femenina peruana en aquella localidad. No era nuestra intención repetir investigaciones en la capital chilena, en todo caso,9 la idea era producir datos en otras regiones y contrastarlos con los hallazgos de las tantas investigaciones ya realizadas en Santiago.

Estas opciones conformaron y limitaron nuestra comparación en varios aspectos. Santiago es la principal metrópolis de Chile. Esto nos hizo suponer que, para dotar nuestra comparación de una regularidad fiable, las demás áreas de investigación debieran ser ciudades. Esta decisión tenía cierta lógica, pero no dejaba de basarse en una categorización que, más que curiosa, puede incluso ser ficticia: la noción de que diferentes espacios urbanos pueden ser comparables por el hecho de que constituyen (o que nos gustaría definirlos como) una ciudad. Sobre las diferencias entre ciudades, pensamos que lo mejor sería elegir aquellas que son capitales regionales; esto porque el dotarse de esta condición las hacía compartir una regularidad comparativa más: concentrar los servicios públicos e inversiones estatales de la región donde se localizan.10

Nos quedaba por definir cuántas ciudades estudiar. Nos parecía más factible abarcar a una ciudad del “norte” y una del “centro” del país. La etnografía es una herramienta de investigación que requiere la presencia del investigador por periodos importantes de tiempo. Esto limita la escala de lo que se puede investigar en los tres años máximos que dura un proyecto financiable. En el marco de los instrumentos de financiamiento de la investigación en Chile, la única posibilidad fiable para nuestra postulación eran los proyectos “Fondecyt de Iniciación”, convocados por la Comisión de Investigaciones Científicas y Tecnológicas de Chile (CONICYT). Para el año 2012, cuando postulamos, solo se aceptaban propuestas de hasta tres años de duración. Así, más allá de las razones estrictamente científicas, los recortes de investigación atienden generalmente a aspectos muchísimo más llanos de lo que nos gusta a los investigadores reconocer (Becker, 1998). Al mismo tiempo, había un dilema sobre la representatividad que nos preocupaba: ¿puede una sola ciudad ser aclaradora de lo que pasa en el norte o en el centro del país? Nos parecía que responder a esta pregunta con un “sí” nos derivaría a distorsiones metodológicas análogas al “santiaguismo”. La comparación entre norte y centro demandaba que realizáramos trabajo de campo en por lo menos dos ciudades de cada una de estas áreas, pensamos.

Seleccionamos, entonces, cuatro ciudades de muestra: Arica e Iquique, capitales de dos regiones nortinas (Arica y Parinacota y Tarapacá, respectivamente), conforme se ve en el Mapa 1; y Santiago y Valparaíso, capitales de dos regiones céntricas chilenas (Región Metropolitana y de Valparaíso), las cuales representamos en el Mapa 2. Nuestra hipótesis inicial conjeturaba que las ciudades del norte configurarían escenarios de la migración femenina similares entre sí, influenciados por la condición fronteriza (con Perú y Bolivia) de las regiones donde se localizan. Las ciudades del centro del país presentarían, a su vez, otra realidad, condicionada por el papel de Santiago y Valparaíso en el centralismo político nacional.

Mapa 1. Localización de las
            ciudades nortinas de Chile seleccionadas para la muestra: Arica e
            Iquique. (Realización: Juan Jofre, a partir de la base
            cartográfica GeoBolivia)

Mapa 1. Localización de las ciudades nortinas de Chile seleccionadas para la muestra: Arica e Iquique. (Realización: Juan Jofre, a partir de la base cartográfica GeoBolivia)
Mapa 2. Localización de las
            ciudades del centro de Chile seleccionadas para la muestra:
            Valparaíso y Santiago (Realización: Juan Jofre, a partir de la
            base cartográfica GeoBolivia)

Mapa 2. Localización de las ciudades del centro de Chile seleccionadas para la muestra: Valparaíso y Santiago (Realización: Juan Jofre, a partir de la base cartográfica GeoBolivia)

Profundizando en nuestro “sinceramiento”, habría que reconocer que este recorte espacial nos produjo “vértigo antropológico”. Nos preocupaba, por un lado, su megalomanía en términos de distancia y las consecuencias logísticas que de ello derivaban. Arica, la ciudad más al norte, y Valparaíso, la que está más al sur en nuestro recorte, están separadas por unos 2000 kilómetros por carretera y cruzando el desierto. Por otro lado, debido a nuestra revisión de los estudios precedentes, éramos conscientes de la necesidad de historizar la comprensión de estas ciudades en cuanto contextos receptores de la migración; y de jugar con las dimensiones macro y micro sociales de los fenómenos que moldean y que derivan de la migración femenina peruana. Esto demandaba recabar conocimientos históricos, demográficos y jurídicos para cada una de estas localidades: nos estábamos proponiendo un trabajo difícil de abarcar sin estar seguros sobre cómo hacerlo desde la etnografía. Empezamos, entonces, nuestras búsquedas por inspiraciones metodológicas que nos permitieran hacer que todos estos puntos de tensión convergieran.

En esto nos influyó la experiencia previa de Guizardi con la yuxtaposición de dos formas de hacer etnografía: el Extended Case Method (ECM) y la Etnografía Multisituada (EM). Guizardi había trabajado en la interacción entre ellos en proyectos anteriores, atestando el potencial de su combinación.

El Extended Case Method fue desarrollado por Max Gluckman y sus discípulos en la Escuela de Manchester (Evens y Handelman, 2006; Frankenberg, 2006), apoyándose en los estudios etnográficos sobre procesos de colonización, migración, urbanización y conflictos raciales en contextos sudafricanos (Burawoy, 1998; Frankenberg, 2006; Kempny, 2006). De inspiración marxista, enuncia al trabajo etnográfico como praxis, destituyendo así la idea de separación entre práctica y teoría. Aboga por la realización de la etnografía en equipo y pregona la aplicación de estrategias cuantitativas de investigación. Además, propone reorientar la metodología antropológica clásica en otros cuatro aspectos:

En lugar de recortar de forma descontextualizada los ejemplos etnográficos, usándolos para reforzar concepciones generales pre-establecidas, se propone invertir esta relación: llegar a lo general desde las particularidades del caso (Burawoy, 1998: 5; Evans y Handelman, 2006: 5). La etnografía enfoca un tipo específico de casos denominados situaciones sociales (Gluckman, 2006: 17): incidentes serios y dramáticos vividos en el marco de relaciones sociales tensas. En ellas, se observa la conexión entre coerción social y acción individual, puesto que derivan de un momento límite en que los marcos normativos de la estructura social parecen no ser capaces de asegurar la existencia pacífica de relaciones (Evens, 2006: 53).11 La estrategia analítica presupone establecer un diálogo interdisciplinario con los estudios históricos (Gluckman, 2006), reconstruyendo la historia social de los espacios e identificando los procesos de larga duración que inciden en la experiencia cotidiana (Glaeser, 2006: 78-79; Mitchell, 2006: 29). Una vez realizados los estudios de caso, el proceso analítico debe tensionar la particularidad de las situaciones etnografiadas “extendiendo” su interpretación: requiere asumir la importancia de los contextos como cruces de fuerzas de diversas escalas que constituyen, a la vez, una historicidad propia (Burawoy, 1998: 7; Mitchell, 2006: 37-39).

Por todos estos aspectos, el ECM constituyó, para nosotros, la base de un “enfoque etnográfico dialéctico”.12 Pero nos parecía que, para dar cuenta de la movilidad de las migrantes (en especial en las ciudades fronterizas), sería necesario adoptar formas flexibles de desplazamiento en terrero. Para tanto, adherimos a las técnicas de investigación de la Etnografía Multisituada, fundiéndolas con el ECM. La etnografía multisituada parte de algunas “ansiedades metodológicas” (Marcus 1995:99) de los investigadores dedicados a fenómenos de intensa movilidad –translocal y transnacional–. Emerge de la necesidad de generar estrategias de movilidad en terreno que subviertan el isomorfismo espacio-cultura que sedimentan la práctica de la observación participante (Clifford 1997; Gupta y Ferguson, 1997). Marcus (1995: 106-112) apunta siete tipos de estrategias etnográficas multisituadas. Combinamos tres de ellas:

Seguir a las personas: desplazándonos hacia los diferentes espacios sociales donde las mujeres migrantes peruanas desarrollaban sus experiencias de trabajo, de inserción política, de vivienda, ocio y sociabilidad en las ciudades de muestra. Seguir a los conflictos, acompañando procesos de ruptura, contienda y desacuerdo que involucraban tanto las mujeres y hombres peruanos, como también las instituciones del Estado y la población chilena. Seguir a la biografía, desarrollando entrevistas de historia de vida con las mujeres migrantes peruanas y acompañando a través de estos relatos los procesos migratorios en el marco de la familia nuclear y extensa.

No fue sin sorpresa que recibimos la noticia de que el proyecto había sido aprobado. Contando con la tranquilidad de tres años de recursos para realizar estas propuestas, formamos un equipo de trabajo13 y afinamos la fusión entre el Extended Case Method y la Etnografía Multisituada a través de la combinación de estrategias cualitativas y cuantitativas, que ejecutamos entre 2012 y 2015.14

Entre 2012 y 2013, etnografiamos varios espacios de Valparaíso, Arica e Iquique: residencias, hospederías, campamentos, obras asistenciales de la iglesia católica, lugares laborales, de ocio, oficinas estatales, puestos de salud, y escuelas públicas. Esta etnografía produjo una vasta cantidad de materiales cualitativos. Entre ellos, 152 entrevistas en profundidad. De éstas, 90 corresponden a historias de vida realizadas con mujeres peruanas. Las otras 62 constituyen entrevistas semi-estructuradas, realizadas con hombres migrantes peruanos, con los vecinos y vecinas de las mujeres (mayormente migrantes bolivianos), los líderes comunitarios de los barrios de concentración migrante en las ciudades estudiadas, los funcionarios y voluntarios de las ONG de ayuda a migrantes, y los funcionarios de los centros de salud y educacionales que atienden a los migrantes. A todo esto, se suman también 15 entrevistas desarrolladas con mujeres peruanas en la Cárcel de Acha (Arica). Se realizaron, además, alrededor de 500 fotografías y se recopilaron relatos de terreno para todo el periodo en campo.

Entre 2013-2014, aplicamos 100 encuestas a migrantes peruanas en cada una de las tres ciudades de muestra que estaban contempladas en nuestro recorte inicial. Este instrumento tensionaba y complementaba los resultados cualitativos del primer año. Contenía 106 preguntas divididas entre doce ámbitos de indagación: 1) Información socio-demográfica; 2) Desplazamientos e itinerarios migrantes; 3) Educación y acceso a la educación formal; 4) Ocupación laboral; 5) Situación conyugal; 6) Situación residencial; 7) Situación documental; 8) Maternidad, hijos y familia; 9) Remesas a origen; 10) Relaciones de género; 11) Experiencias de violencia y 12) Razones para migrar.

Acá cabe sincerarnos, una vez más, en relación a otro desenlace curioso. La propuesta de investigación, tal como la sometimos al CONICYT y tal como fue aprobada, no contemplaba la realización de estudios empíricos en Santiago. No obstante, terminado el primer año del estudio, en su primera evaluación parcial, los expertos designados por CONICYT para tal tarea juzgaron que era imprescindible añadir Santiago a nuestra muestra. Desde su perspectiva, se nos debía haber obligado, desde un primer momento, a replicar toda la metodología cualitativa y cuantitativa también en la capital chilena.

Nuestro criterio científico difería de las preferencias metodológicas de estos evaluadores, pero teníamos poco margen para negarnos a cumplir su recomendación. Argumentamos a la agencia financiadora que no disponíamos de recursos presupuestados para replicar la investigación que habíamos desarrollado en el primer año también en Santiago. Podríamos, con gran esfuerzo, reajustar los presupuestos para incluir una ciudad más de muestra en el segundo y tercer años del proyecto. Pero hacer lo mismo con la etapa cualitativa inicial supondría añadir un año más a la investigación (tanto en términos presupuestarios como de cronograma).

Fue así como, a contracorriente de nuestro propio diseño metodológico, debimos incluir Santiago como muestra empírica del segundo año en adelante. Esto nos generó problemas extravagantes: contamos con datos cuantitativos para contrastar las cuatro ciudades –Valparaíso, Santiago, Arica e Iquique–, pero no disponemos de entrevistas y etnografías en la capital chilena. El material cuantitativo de Santiago ha servido como un importante contra-punto, pero carecemos de la adecuada contextualización cualitativa que nos permita entenderlo de forma más precisa. Nuestra experiencia da testimonio de cómo la construcción metodológica de los estudios evade en diversos momentos las razones de orden propiamente científico, adentrándose a los juegos de legitimidad entre las agencias financiadoras, los pares evaluadores y los propios investigadores a quienes nos toca –con diversos malabarismos– equilibrarnos en estas intrincadas ecuaciones del poder.

Finalmente, entre 2014 y 2015, dimos inicio a la tercera fase de la investigación: digitalizamos y sistematizamos los datos de la encuesta apoyándonos en Softwares de Información Geográfica (SIG) y contrastamos todos los datos.

Matices en la comparación: los resultados y sus lecturas

Pese a la diversidad de resultados derivados del proyecto, nos gustaría centrarnos aquí en tres aspectos centrales: la identificación étnica de las migrantes peruanas, sus itinerarios migratorios y los cambios de género que experimentan en el marco de su inserción en las localidades chilenas. Presentaremos estos aspectos contrastando los datos cualitativos y cuantitativos, ejemplificando puntos críticos teóricos y metodológicos que retomaremos en las consideraciones finales.

La cuestión étnica

La estrategia cuantitativa nos permitió re-dimensionar las informaciones cualitativas que habíamos obtenido de las entrevistas y de la etnografía. Pudimos, así, re-dimensionar las conclusiones del primer año, entendiendo aspectos relevantes sobre la condición de auto-adscripción étnica de las mujeres peruanas.

Los datos del censo de Chile del 200215 señalan que un 2,91% de las mujeres peruanas censadas en Valparaíso se adscriben a alguna identidad étnica. En nuestra encuesta, no obstante, esta cifra sube al 7%16. Sin embargo, cuando preguntamos a las peruanas en Valparaíso si acaso sabían hablar algún idioma indígena, un 12% de ellas contestó afirmativamente. Podríamos suponer que esta diferencia del 5% entre las que se reconocen indígenas y las que hablan algún idioma indígena se refiere a la socialización de mujeres no-indígenas con culturas originarias (por ejemplo, a través de la escuela bilingüe).

Pero estas suposiciones se descartan cuando analizamos las entrevistas de historia de vida desarrolladas con las migrantes. Las mujeres que migraron a Valparaíso, así como aquellas que migraron a Santiago, son, en su mayoría, la tercera generación urbana de sus familias. Sus abuelos vivían en sectores rurales o selváticos. La mayor parte de ellos era indígena (dato que se confirma también en la encuesta). Así, estas mujeres tienen sus trayectorias marcadas por la urbanización de la población indígena peruana: un proceso violento que conllevó no solamente su marginación en las grandes ciudades (de las cuales Lima es el principal ejemplo), sino también una “criollización” que repercute en la denegación del pasado indígena familiar (vinculada al esfuerzo por lograr una mejor inserción social en Perú).

La invisibilización del sustrato indígena familiar es algo que las migrantes de Valparaíso arrastran desde su país de origen: lo reproducen en Chile pensando que el ocultamiento de la condición étnica facilitará su integración al nuevo contexto nacional. Un contexto que, por lo general, ellas entienden como “urbano”, “moderno”, “civilizado”; justo como sus abuelos entendían a las grandes ciudades peruanas a las que llegaron décadas antes. Pero esta estrategia de ocultación de lo indígena se utiliza porque el contexto al que llegan lo requiere: en sus entrevistas cualitativas, las migrantes peruanas en Valparaíso relatan sufrir a menudo discriminaciones racistas vinculadas a sus supuestos rasgos fenotípicos indígenas.

Así, a través de las historias de vida, podemos dotar los hallazgos de la encuesta de significados histórica y contextualmente coherentes. En estos relatos biográficos, se evidencia que hay un ocultamiento estratégico del pasado indígena familiar (que se constituye como una lógica relacional familiar vinculada a la migración a contextos urbanos). Paralelamente, notamos que las migrantes en Valparaíso remarcan con vehemencia en sus entrevistas cualquier vinculación a antepasados europeos (generalmente españoles) y también chilenos. Esto nos deriva a la forma compleja como el itinerario migrante en origen y en destino –entendidos no solamente como una trayectoria individual, sino como un proceso constituido familiar o comunitariamente– altera circunstancialmente la forma cómo las adhesiones identitarias se juegan situacionalmente en los contextos de recepción. Esto nos hace plantear la fina vinculación entre la adhesión étnica situacional, como una forma particular de agencia migrante femenina, y las configuraciones del contexto que, de forma asimétrica y jerárquica, se conjugan con dimensiones estructurales (económicas y políticas).

En el caso de la encuesta desarrollada en Santiago observamos una estructura de respuesta muy parecida. El censo nacional del 2002 encuentra aproximadamente un 3,08% de mujeres indígenas entre las migrantes peruanas en la capital. En nuestra encuesta, un 12% de las mujeres peruanas residentes en Santiago declaró vinculación a algún pueblo indígena; y un 14% de ellas dice hablar algún idioma originario. Entre estas mujeres, se replica la misma estructura de itinerarios de migración familiar en Perú que vimos en las migrantes de Valparaíso: ellas son entre la tercera y cuarta generación urbana de familias que vivieron el éxodo rural peruano.

En el caso de Iquique, en las entrevistas de historia de vida realizadas, la mención al pasado indígena fue mucho menos frecuente e intensa de lo que nos ha presentado la encuesta. Entre las mujeres peruanas encuestadas en esta ciudad, un 29% afirma adscribirse a una identidad indígena. El dato es sorprendentemente superior a los porcentajes encontrados en el censo de 2002, en el que un 8,09% de las peruanas residentes en esta ciudad se decían indígenas. Pero en Iquique, a diferencia de lo que encontramos en Valparaíso y en Santiago, las mujeres que declaran saber hablar algún idioma indígena decrece a un 25% del total, lo que implica que un 4% de las migrantes auto-declaradas indígenas no hablan el idioma de su grupo étnico.

Desde nuestras informaciones cualitativas, el dato puede explicarse coherentemente. En las entrevistas realizadas en Iquique, eran frecuentes los relatos de estas mujeres indicando que los chilenos del norte son “más indígenas” que los chilenos del centro del país. Los relatos apuntan, así, a una percepción del norte como un enclave indígena; como radicalmente diferente de Santiago, que, según dicen las migrantes, está habitada por gentes “blancas y rubias”. “Son todos como canadienses en Santiago”, nos declaró una entrevistada en Iquique.

En gran medida, los imaginarios sobre el norte vinculados al proyecto nacional chileno condicionan la construcción simbólica y relacional de una diferencia étnica y fenotípica atribuida a los chilenos nortinos. Una diferencia que los indigeniza en una misma medida en que indigeniza a los “otros” peruanos y bolivianos.17 Así, la construcción simbólica del norte chileno en el marco del escenario nacional hace menos necesario el ocultamiento étnico de las migrantes: la adaptación situacional a la des-indigenización urbana no es tan apremiante. Tanto es así que, incluso aquellas mujeres que no han aprendido su idioma cultural, dado que crecieron en contextos urbanos peruanos donde estos idiomas se dejan de hablar, pueden asumir su vinculación étnica sin temer que esto agrave su condición de otredad migratoria. Este auto-reconocimiento étnico opera, incluso, con sentido integrador: potenciando vínculos en ciertos espacios urbanos de Iquique, donde enclaves residenciales de Aymara-chilenos constituyen una importante alternativa residencial para las migrantes indígenas peruanas y también bolivianas.

En Arica, el elevado número de mujeres que se auto-adscriben a un grupo étnico es uno de los factores que configuran la excepcionalidad del perfil migratorio en el área más cercana a la frontera con Perú. Aunque esto se observó con igual intensidad en las historias de vida y los procesos etnográficos, el dato vertido por la encuesta materializa unos contornos sumamente interesantes del fenómeno: 54% de las mujeres peruanas encuestadas en Arica se declara indígena. Se repite lo que observamos en Iquique: solamente 48% de ellas declara saber hablar algún idioma indígena. Estas informaciones contrastan abiertamente con las cifras del censo de 2002, donde se verifica un 25,7% de mujeres peruanas indígenas en la ciudad.

En conjunto, estos hallazgos cuantitativos refuerzan inferencias que también alcanzamos a partir de la estrategia cualitativa. Las localidades de residencia en Chile configuran espacios receptores de perfiles específicos de mujeres peruanas. Las ciudades más cercanas a la frontera se presentan como un contexto de recepción de población indígena: si Valparaíso y Santiago coinciden con un 12% de indígenas peruanas, Iquique presenta un incremento en el dato, con 29%, y Arica, una concentración de esta escala, con el 54% (41% se declaraba aymara). Es decir, cuando las mujeres peruanas indígenas migran a Chile, ellas se dirigen preferentemente a las zonas fronterizas entre este país y Perú. Este dato contradice las afirmaciones reiteradas por los estudios realizados en Santiago (que retrataban a las peruanas en Chile como no-indígenas).

Según Vich (2010: 158), Benza (2005: 195-196) y Méndez (1995 :15-16), la construcción de la identidad nacional en Perú yuxtapuso una asimetría jerárquica entre las identidades indígenas internas y los simbolismos atribuidos al territorio. La ideología que glorifica el pasado incaico de la nación eleva la etnicidad quechua a un estatus superior al atribuido a otros grupos. Consecuentemente, los territorios supuestamente originarios o emblemáticos de Estado Incaico (la costa y la sierra norte) adquieren un lugar privilegiado en los imaginarios nacionales; mientras la selva y la sierra del sur (asociadas a otros colectivos étnicos) se marginan. La sierra sur será especialmente renegada dada su asociación a los aymara, que se enuncian como inferiores y subordinados en el Imperio Incaico, parte de aquello que fue el último territorio conquistado. Así, el hecho que muchas de las migrantes de Arica fueran aymara nos informa sobre el tipo de fronteras identitarias que ellas enfrentan en su propio país.

Una relación análoga se observa en otros aspectos socio-demográficos, pero de forma inversa. Cuanto más cercana está la ciudad chilena de la frontera con Perú, más decrece entre las peruanas encuestadas y entrevistadas los años de escolaridad formal cursados y los niveles de renta doméstica. Pero, al mismo tiempo, sube la media de hijos por mujer, y el número de dependientes económicos por hogar. Asimismo, se precarizan las condiciones documentales (se elevan los casos de indocumentación y trabajo irregular). Paralelamente, las encuestas, las entrevistas y la etnografía apuntan a una progresión de los casos de violencia de género perpetrados en contra de las peruanas que viven más cerca de la frontera. Así, los datos del estudio permiten diseñar en el mapa chileno un camino de escalada de los índices que miden las condiciones de vulneración social de las migrantes peruanas (en origen y en destino) que van en aumento, a modo de escalonamiento, desde Santiago, a Valparaíso, a Iquique y luego a Arica.

Si bien el proceso etnográfico nos dio indicios de estas realidades, fue solamente con las informaciones cuantitativas que pudimos vislumbrar más claramente que, de Iquique a Arica, este agravamiento de condiciones de vulneración socio-económica representa un incremento preeminente. Es cierto que Iquique presenta datos de vulneración de la condición femenina migrante que son superiores a aquellos que encontramos en Santiago y Valparaíso. Pero, en cualquier caso, el perfil encontrado en Iquique es más cercano al de las ciudades del centro de Chile que al de Arica.

Los itinerarios migrantes

En relación con la encuesta, otra serie de resultados deben ser destacados. En primer lugar, se confirma que el perfil migrante de las mujeres peruanas es fuertemente impactado por su pertenencia a ciertas redes familiares y/o comunitarias. Esto, que habíamos constatado con las historias de vida, aparece en las respuestas a las encuestas de forma más tajante. La mayor parte de las mujeres indicó que migran a Chile o bien acompañadas de familiares y/o amigos, o hacia una localidad donde residen personas de su lugar de origen.

La gran mayoría de ellas relata relevantes experiencias migrantes en sus familias de origen en Perú: los conocimientos derivados de estos desplazamientos constituyen aportaciones centrales para su experiencia en Chile. La encuesta nos permite observar que un porcentaje muy similar de mujeres afirman haber tenido experiencias migrantes en Perú previas a su migración a Chile: un 48% en Valparaíso, un 49% en Santiago, un 50% en Iquique y un 63% en Arica. Acá vemos, una vez más, cómo Arica presenta un caso excepcional en lo que se refiere al historial migrante, mientras Iquique, Valparaíso y Santiago presentan cifras casi coincidentes.

Sobre las localidades de origen en Perú, para las cuatro ciudades de muestra de nuestra encuesta, verificamos la tendencia a la concentración de un número importante de las mujeres con origen en tres o cuatro departamentos peruanos. Por ejemplo: el 58% de las encuestadas en Valparaíso provenía de tres departamentos peruanos (33% de Lima, 15% de Ancash y 10% de La Libertad); mientras el 42% restante venía de 17 diferentes departamentos. En Santiago, el 50% de las encuestadas provenía de cuatro departamentos (19% de Trujillo, 18% de Lima, 7% de Barranca y 6% de Santa); mientras el 50% restante venía de 35 departamentos diferentes. En Iquique, el 37% de las mujeres era de cuatro departamentos: Lima (14%), Trujillo (9%), Arequipa (7%) y Tacna (7%). El 63% restante, de 35 departamentos distintos. En Arica, el 33% de las mujeres encuestadas provenía de tres departamentos peruanos: Tacna (19%), Puno (12%) y Lima (12%). El 67% restante tenía origen en 39 departamentos diferentes.

De lo anterior, sacamos tres consideraciones fundamentales. Por un lado, la alta concentración del número de mujeres que nacieron en una misma localidad en las cuatro ciudades nos remite a las redes migrantes locales, que actúan conectando las ciudades de origen a las de destino y articulando el itinerario transnacional entre Perú y Chile. En segundo lugar, Valparaíso, Iquique y Santiago concentran mujeres provenientes de sectores del norte del Perú y de la capital, Lima. Aunque en Iquique notamos una concentración de mujeres provenientes de sectores más al sur del Perú, es en Arica donde se conforma una migración predominantemente del sur peruano (especialmente de Tacna y Puno), territorios que, como discutimos anteriormente, sufren procesos de marginalidad interna en Perú. En tercer lugar, la concentración de las ciudades de origen, la agrupación del coeficiente de mujeres que vienen de un número acotado de departamentos, va decreciendo del 58% en Valparaíso, al 50% en Santiago, al 37% en Iquique y, finalmente, al 33% en Arica. Esto implica un cambio en las redes migratorias establecidas entre origen y destino, las cuales se encuentran más pulverizadas en la medida en que nos acercamos de la frontera con Perú.

Cambios en los patrones de violencia de género

La expectativa en relación al cambio de las relaciones de género constituye uno de los principales empujes al proceso migratorio de las mujeres peruanas para todas las ciudades de nuestra muestra. Las migrantes esperan que la inserción en Chile les permita superar procesos de desigualdad de género vividos en el país de origen. Este objetivo se cumple, pero solo en algunos aspectos. Hay, en este ámbito, elementos centrales que hacen que las mujeres sientan que la experiencia migrante es exitosa, aun cuando no encuentren un trabajo acorde a su nivel de escolaridad, aun cuando sufran discriminaciones, aun cuando su condición documental no esté regularizada.

Esto no equivale a afirmar que la inserción en Chile sea exitosa en todos sus ámbitos. Lo que afirmamos es que los factores que clásicamente se toman como índices de experiencia migrante exitosa en los estudios de la migración internacional no son necesariamente centrales en la evaluación de las mujeres. Éstas dan un peso específico más preeminente a factores extra económicos y/o extra jurídicos. Gran parte de las entrevistadas y encuestadas valora exitosa su inserción en relación a algo que les resulta fundamental: la reducción de violencias de género. Este cambio de patrones se nota muy claramente en las historias de vida de las mujeres. Muchas de ellas mencionan enfáticamente, en todas las ciudades, la inserción en Chile como una mejora en las condiciones de autonomía femenina y en la reducción de la violencia intrafamiliar.

Esto también se visibiliza en la encuesta. En Valparaíso, 18% de las mujeres encuestadas declaró haber sufrido alguna violencia por parte de sus parejas en Perú; un 6% sufre violencia actualmente y un 19% sufrió violencia por parte de familiares o miembros de la comunidad de origen. En Santiago estos números son, respectivamente, del 23%, del 5% y del 19%. En el caso de Iquique, 16% declaró haber sufrido violencia por parte de sus parejas en Perú (contra el 18% en Valparaíso y el 23% en Santiago), y un 11% declaró haber sufrido violencia por parte de las familias y/o comunidades de origen (contra de un coincidente 19% en Valparaíso y en Santiago). Pero la violencia infringida por las parejas actualmente, aunque inferior a la sufrida en origen, atinge a 14% de las encuestadas (en contraste al 6% y al 5% en Valparaíso y Santiago).18

En Arica, todos estos índices se magnifican: el 25% de las mujeres declaró haber sufrido violencia por parte de parejas en Perú, el 8% en las relaciones actuales y un 38% mencionó violencias en el marco de su familia o comunidad de origen. Este último porcentaje gana contornos nítidos en la medida en que vamos profundizando en sus historias de vida. Aunque acotar estas violencias a un número restringido de factores determinantes sea un reduccionismo, es posible identificar sintéticamente algunas de las características vinculadas a estas experiencias más frecuentes en los relatos.

En primer lugar, las mujeres nos hablan de ambientes familiares estructurados en torno a la violencia masculina, donde se generalizan y naturalizan los abusos en contra de las figuras femeninas. En segundo lugar, el alcoholismo aparece como fuertemente asociado a esta violencia, y a ciertas libertades sexuales y de diversión en el espacio público que no están disponibles para las mujeres. En tercer lugar, la institucionalización de estos patrones patriarcales y de violencia masculina genera un ambiente del que las madres de nuestras entrevistadas no logran desvincularse. Las migrantes nos hablan, en repetidos relatos, que sus propias madres reproducían hacia ellas, y hacia los hijos hombres menores, estas prácticas. En cuarto lugar, estos patrones violentos se repliegan en el control de los cuerpos de las mujeres. Esto se vincula doblemente a la apropiación que hacen sus padres y hermanos de su fuerza de trabajo y a las imposiciones de las figuras masculinas en relación a su capacidad reproductiva. En quinto lugar, los datos cualitativos del estudio nos indican también que las violencias sufridas por las mujeres peruanas que residían en Arica en el marco de sus familias en origen no eran solamente más frecuentes, sino que también estaban dotadas de unas intensidades que no registramos en las demás ciudades de la muestra.

Consideraciones finales

La síntesis de resultados que presentamos en el apartado anterior nos conduce a diversas reflexiones y permite repensar varios debates sobre los estudios de la migración en Chile. Para los propósitos de este artículo, enfatizaremos seis de estos aspectos.

En primer lugar, nuestro estudio comparativo permite constatar que el tipo puro de “perfil de mujeres migrantes peruanas” que aparece reiteradamente en los estudios de caso previos (realizados en Santiago) no puede ser extrapolado para otras ciudades del país. A contracorriente de lo que se aprecia en la capital chilena, las migrantes peruanas en Arica son mayormente indígenas, provienen del sur del país (y no de la costa o de la sierra norte peruana, como ocurre en Santiago, Valparaíso e Iquique). La diversidad de características sociales, económicas y étnicas, vinculadas a las trayectorias de las migrantes que tienen a Arica como ciudad de destino desautoriza asumir que ciertas características definidoras del “perfil” de las peruanas en Santiago sean ilustrativas de lo que pasa nacionalmente con relación a este colectivo migrante.

En segundo lugar, los resultados atestiguan la “excepcionalidad fronteriza” de Arica como ciudad receptora de la migración. La comparación de los perfiles e historias migratorias en las cuatro ciudades nos conduce a inferencias que van a contracorriente de nuestras hipótesis y suposiciones iniciales de estudio: las experiencias sociales de las mujeres peruanas en las dos ciudades del norte, Arica e Iquique, no eran coincidentes. El cuadro encontrado en Iquique no divergía tan notoriamente de lo encontrado en Valparaíso y Santiago. En Arica, por otro lado, observamos una realidad migratoria femenina particular, abruptamente caracterizada por la desigualdad y por la violencia de género. Allí se concentraba un perfil de mujeres con trayectorias vitales marcadas por la superposición e intersección de procesos de marginación y por la condensación de varios elementos potenciadores de la exclusión social. Muchas eran provenientes de sectores rurales empobrecidos del Perú; otras tantas constituían la primera generación urbana de sus familias. Parte significativa de ellas era indígena; la gran mayoría empezó a desempeñar actividades laborales en la temprana infancia y provienen de hogares de muy baja renta, en los que muy a menudo experimentaron inseguridad alimentaria.

Al mismo tiempo, en Arica, las peruanas estaban expuestas a condiciones de mayor vulneración documental e institucional que sus connacionales en Iquique, Valparaíso y Santiago. Eran interrogadas por la policía (en el control aduanero o fronterizo y en el espacio urbano, en las calles y plazas) con increíble frecuencia. En los relatos sobre los cruces de la frontera chileno-peruana en Arica, abundaban narraciones sobre los excesos policiales. Abusos más intensos también fueron relatados (y presenciados por nosotros) sobre el trato recibido por otras instituciones del Estado: en los servicios públicos de salud, escuelas y oficinas que otorgan las visas y permisos de residencia. Asimismo, sus ocupaciones laborales eran más precarias: con más horas diarias (entre 12 y 16 horas), con un sueldo inferior al que obtenían las migrantes en las demás ciudades (comparándose los mismos nichos laborales), y con tratos marcadamente deshumanos y discriminatorios. Tratos racistas, xenófobos o misóginos por parte de los empleadores fueron relatados por casi todas nuestras entrevistadas en Arica y fueron también observados por nosotros en terreno (Guizardi et al, 2015: 245).

Con todo, este cuadro de excesos violentos que diferenciaba la zona de frontera de las demás ciudades del estudio retrocedía, en los relatos de las mujeres peruanas, a momentos constitutivos de su vida. La violencia cruzaba contradictoriamente los límites entre aquí y allá, entre público y privado, entre aliados y enemigos, narrándose como una experiencia transversal, vivida en los dos lados de la frontera. Se puede decir, entonces, que estos resultados abrieron los caminos que nos “llevaron a la frontera”. Ellos nos permitieron comprender que, en cuanto ciudad fronteriza, Arica constituye un locus excepcionalmente violento y marginador para las mujeres peruanas. Aquí, cabe subrayar que la elección del modelo de entrevistas biográficas constituyó un gran acierto metodológico: fue precisamente a partir de las historias de vida de las mujeres que pudimos rastrear o comprender qué había cambiado en sus vidas antes y después de su inserción en una lógica de circulaciones y experiencias fronterizas. De no haber conocido estas historias previas a la vida en la frontera, hubiéramos podido suponer que las violencias que las mujeres experimentaban eran un efecto tácito de su vida en los límites de los Estados.

En tercer lugar, quisiéramos centrarnos en la forma como discutimos, en términos teóricos, esta excepcionalidad fronteriza. Sobre lo anterior, consideramos que existen ciertos espacios en los que opera una condensación de fenómenos socio-culturales de envergaduras muy variadas. En ellos, se congregan a pequeña escala una complejidad de fuerzas mayores relacionadas a procesos de otro orden (macro-sociales, macro-económicos, macro-políticos) y con variada gestación temporal (reactualizando en el presente cadenas históricas de larga o mediana duración). Las zonas de frontera, según las entendemos, constituyen espacios de esta naturaleza, y esto condiciona que los sujetos que viven o transitan en dichos lugares incorporen formas particulares de convivir con este cuadro condensado de fuerzas. Por ello, el empleo de estadísticas demográficas, triangulado con encuestas que nosotros mismos aplicamos, y con herramientas cualitativas –etnografía y entrevistas– también parece haber sido una opción acertada de nuestro diseño metodológico, potenciando captar las conexiones entre estos elementos macro y micro sociales, diacrónicos y sincrónicos.

Esta realidad fronteriza implica, por un lado, que los sujetos constituirán formas de agencia transgresora: mediando con los límites entre legalidad e ilegalidad, entre pertenencia y desarraigo, entre permanencia y movilidad. Por otro lado, en el caso de las mujeres, la experiencia de estas condensaciones será tanto más vehemente; esto, porque ellas viven condiciones de vulneración frecuentemente más intensas que las enfrentadas por hombres de su misma generación y misma condición socio-económica. A partir de ahí, toda una serie de eventos violentos van diseñando la marginación de estas mujeres y las van constituyendo como sujetos interseccionales. La categoría “interseccionalidad” alude al debate de las feministas negras, en especial a Crenshaw (1991), en su muy acertada apreciación de que las marginaciones de género sufridas por las mujeres deben ser leídas junto con otras variables: la condición de clase, étnica y asignaciones raciales que reciban o no cierto grupo de mujeres alterarán sus posibilidades de acceso a derechos y recursos (en el sentido amplio del término). Esto es absolutamente pertinente en el caso de las mujeres en la frontera. Pero también consideramos que dicha interseccionalidad se presenta en ellas de forma exponencialmente intensa; principalmente porque las zonas fronterizas también condensan y magnifican los “infortunios de la condición marginal femenina”. Con todo, la explicación del por qué las fronteras tienen esta característica condensadora para la desigualdad de género no puede ser articulada solamente con base a una mirada sincrónica de la vida en estos parajes.

Llegamos, entonces, a nuestro cuarto punto de análisis: uno que nos hace complementar la mirada antropológica más clásica en los territorios del norte de Chile, con una perspectiva histórica que enfatiza el proceso de construcción de las fronteras nacionales. La característica más ineludible para una etnografía de la vida y la circulación en las ciudades fronterizas como Arica se refiere a la necesaria preocupación por la dimensión temporal –de larga, mediana y corta duración– de los procesos sociales en estos territorios. La mirada etnográfica debe, necesariamente, captar la tensión entre la construcción histórica de estas identidades (tanto entre las naciones, como en los subgrupos que componen cada lado la zona fronteriza) y su impacto en la producción de formas singulares de subjetividad. Esta reflexión nos llevó a contrastar los resultados de nuestra investigación con un debate histórico-etnográfico y nos empujó a reafirmar una consideración que ya habíamos articulado el diseño de nuestra metodología (y en la elección del ECM): la importancia de establecer una interdisciplinaridad con la historia para llevar a cabo estudios etnográficos como los que propusimos.19 Y, por supuesto que nos encontrábamos poco preparados para esto en términos de formación metodológica (nuestros esfuerzos por realizar investigación archivística historiográfica son un contundente ejemplo de lo anterior).

En quinto lugar, nuestros resultados apuntan también a que la utilización de estrategias cuantitativas en la triangulación de datos etnográficos (y cualitativos en general) es sumamente beneficiosa: permite extender el alcance de la observación antropológica y nos dota de instrumentos para ejecutar las comparaciones entre escenarios distintos. El punto es fundamentalmente importante debido a la constitución disciplinaria de la antropología en ciertos países, en los que su autonomía académica se desarrolla en oposición a la sociología y a través de una separación –muy reduccionista, por cierto– de los métodos considerados “propios” de estos dos campos del conocimiento.

En Chile, por lo general, se reproduce un falaz “sentido común académico” a través del cual se designa lo cuantitativo como sociológico, y lo cualitativo como antropológico. Esta separación, además de defenderse por medio de una argumentación repleta de vacíos epistemológicos, tiene en su contra también evidencias históricas en lo que se refiere a la institucionalización de la antropología como disciplina. En nuestro caso específico, para dar respuesta a las limitaciones metodológicas que la etnografía clásica presenta cuando es aplicada en contextos y fenómenos vinculados a movilidad humana, recurrimos a una metodología casi fundacional de la antropología –el Extended Case Method– desarrollada entre la tercera y la cuarta década del siglo XX. Este es un ejemplo que nos permite afirmar nuestro punto crítico metodológico: las etnografías contemporáneas no deben, necesariamente, “reinventar la rueda” en términos de estrategia de investigación. Resulta mucho más urgente –y provechoso– atender a una mirada crítica de los procesos; sin temor a exceder las limitaciones disciplinarias que la institucionalización científica de la antropología provoca en los diferentes contextos nacionales (e internacionales). Dicho lo anterior, también quisiéramos reconocer la necesidad de expandir la formación metodológica de los antropólogos. El entusiasmo y buena intención que hemos tenido con la interdisciplinariedad son un punto subrayable del proyecto, pero no disipan los dolores de cabeza que hemos provocado con nuestros colaboradores geógrafos, por ejemplo, por nuestra absoluta falta de familiaridad con la cartografía de los sistemas GIS. Esto abre una nueva dimensión al trabajo interdisciplinar y colaborativo ya que es sumamente difícil poner en práctica e imaginar desenlaces teóricos a partir de ciertas herramientas metodológicas cuando uno no domina por lo menos ciertos aspectos básicos de su manejo. En este sentido, el principal desacierto metodológico del proyecto ha sido nuestra tardía percepción de la necesidad de expandir las capacidades formativas de los miembros del grupo.

Finalmente, en sexto lugar, los resultados obtenidos expusieron la ingenuidad de nuestros supuestos iniciales. Gracias a ellos, nos dimos cuenta de que, tanto nuestras hipótesis, como también algunas de las asertivas que usamos para operacionalizar las comparaciones, incurrían en formas de nacionalismo metodológico que, pese a toda la revisión crítica de los estudios previos, no logramos antever. El principal de ellos, era nuestra comprensión del norte y del centro del país basada en una visión homogeinizante de estos espacios y que, por lo mismo, era poco atenta a la importancia de las variaciones locales en el interior de estas áreas. Intentando huir al santiaguismo metodológico, integramos a nuestro análisis el “norte” de Chile. Pero pensamos este norte de forma descontextualizada, desconociendo que las configuraciones de las dos ciudades nortinas abordadas en nuestro estudio, Arica e Iquique, eran claramente divergentes entre sí. Una equivocación que podríamos haber evitado, si hubiéramos prestado más atención a los estudios antropológicos sobre los conflictos indígenas en el norte chileno.

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Notas

1.

Investigadora postdoctoral del Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín (Argentina) y Universidad de Tarapacá (Chile).

2.

Profesor colaborador Universidad Alberto Hurtado (Chile).

3.

Doctorante del Programa de Posgrado en Antropología de Universidad Católica del Norte (Chile) y Becario CONICYT.

4.

Estudiante del Magister de Ciencias Sociales con Mención en Sociología de la Modernización de la Universidad de Chile (Santiago, Chile). Becaria de la Secretaría de Relaciones Exteriores (México) y del Ministerio de Relaciones Exteriores (Chile).

5.

Esta tendencia se expresa, más usualmente, a través de tres variables: 1) ignorar o menospreciar la importancia del nacionalismo en las sociedades modernas, 2) naturalizar o dar por sentado las fronteras del Estado, y 3) confinar el estudio de los procesos sociales a las fronteras político-geográficas de un Estado particular (Levitt y Glick-Schiller, 2004: 65).

6.

El tipo ideal constituía para Weber (2006) un instrumento analítico a partir del cual establecer regularidades medibles y comparables en los procesos históricos o en las relaciones sociales. Según el autor, se trata de un recurso metodológico analítico sin paragón en la realidad. La producción de este recurso debiera darse o bien a través de la condensación de características diversas y difusas de un actor o fenómeno social en un solo elemento; o bien a través de la exacerbación de un aspecto específico de estos actores o fenómenos.

7.

Los dos únicos trabajos producidos por antropólogos del norte chileno que abordaban estos temas eran una memoria de grado de antropología (Barrios Atencio, 2010) y un artículo basado mayormente en datos censales (Gavilán y Tapia, 2006). Estudios de caso cualitativos y cuantitativos fueron desarrollados primero por investigadores del lado peruano de la frontera (Berganza y Cerna, 2011).

8.

Estos temas solo adentraron a la agenda de los antropólogos más experimentados del norte de Chile a partir de 2014 –como en Gavilán (2016) y Gundermann et al (2014) –.

9.

A esto nos obligaron, más tarde, las recomendaciones de los revisores del proyecto en la agencia estatal de fomento científico que lo financió, como explicaremos a continuación.

10.

Chile está compuesto por quince regiones que corresponden a unidades administrativas internas de la república y que cuentan con un sistema de administración más o menos autónomo, aunque trabajando en coordinación con los ministerios y órganos del gobierno nacional. Las regiones tienen una ciudad capital donde se concentran las infraestructuras locales administrativas, legislativas, judiciarias y ejecutivas del Estado. Además, están subdivididas en provincias y comunas, cada una de las cuales con su estructura propia de administración local.

11.

Estas situaciones obligan los sujetos a “situarse”, a tomar partido restringiendo su acción a una interpretación específica de los valores. Ellas enseñan cómo los sujetos son constreñidos a adherirse a posturas, identidades y valores, pero movidos por el interés de solucionar sus propias necesidades y deseos (Evens, 2006: 53).

12.

Jean Comaroff (1985: 1) denomina “enfoque etnográfico dialéctico”, la praxis antropológica centrada en captar “la interacción recíproca de la práctica humana, la estructura social y la mediación simbólica; una interacción contenida dentro del proceso de articulación entre una comunidad periférica y un conjunto de fuerzas socioculturales abarcadoras” (Traducción propia).

13.

Dadas las dimensiones del proyecto, el equipo estuvo conformado por 16 investigadores. Entre ellos mencionamos especialmente a Arlene Muñoz, Grecia Dávila, Orlando Heredia, Tomás Greene y Maximiliano Farris, cuyas labores fueron centrales para el desarrollo de este artículo.

14.

Agradecemos al CONICYT el financiamiento otorgado a esta propuesta a través del proyecto FONDECYT 11121177.

15.

Mencionamos el censo 2002 debido a la invalidación de los resultados del censo 2012.

16.

Nuestro trabajo cualitativo indica que la forma como la pregunta se realiza en el censo es especialmente inadecuada en el caso de la población migrante. Se contemplan como opciones de respuesta sobre la auto-adhesión a pueblos originarios solamente aquellas etnias que el Estado chileno reconoce como existentes en el país. El censo chileno del 2002 listó solamente 8 posibles afiliaciones étnicas. Perú tiene reconocidas oficialmente 52 etnias indígenas, lo que amplifica el abanico de posibles afiliaciones identitarias por parte de las peruanas. Mujeres indígenas peruanas que entrevistamos nos indicaron que contestaron “ninguna de las anteriores” a la pregunta del censo, porque su etnia no estaba en las opciones. En términos estadísticos, estas mujeres habrían quedado agrupadas con la población que no se reconoce indígena. Al mismo tiempo, dado que el censo es de 2002 (realizado 12 años antes de la aplicación de nuestra encuesta), está la posibilidad que esta diferencia de porcentajes apunte a un cambio de perfil migratorio o, por lo menos, a una más abierta tendencia a reconocerse como indígena, lo que acompañaría el momento político en Chile y las transformaciones del proyecto identitario nacional e indígena también en Perú.

17.

Ambos procesos son resultantes de la construcción de los paradigmas étnicos nacionales chilenos tras las guerras contra Bolivia y Perú en el siglo XIX. Véase: Guizardi et al (2015).

18.

Conviene, sin embargo, evitar relaciones causales que caigan en nacionalismos metodológicos. No es pertinente declarar que Chile es un país que (ya sea por su legislación, ya sea por una “condición cultural”) protege a las mujeres de la violencia de género. Esto sería reestablecer una oposición civilización/barbarie entre Perú y Chile (González, 2002). Es el proceso migratorio el que permite una autonomía relativa y distanciamiento de aquellas relaciones de violencia y roles de género en contextos familiares en origen.

19.

Retomar este ejercicio etnohistórico excedería los propósitos de estas reflexiones finales, pero remitimos a publicaciones en las que lo desarrollamos detalladamente (Guizardi et al, 2014 y 2015 Guizardi; 2016a y 2016b).