De Chiclayo a Montevideo
Usos y prácticas de trabajadoras peruanas de/en la ciudad de Montevideo, Uruguay, 2000-2015
Por Mabel Zeballos Videla1
Este trabajo2 recoge resultados de una actividad de extensión universitaria desarrollada en agosto y septiembre de 2015 y se inscribe en un proceso de conformación de equipo de investigación (2014-2015) para el Espacio de Estudios Andinos.3 Además, dialoga con el trabajo de investigación para la tesis de maestría en Migraciones Internacionales de la Universidad de Poitiers de Marlene Beisenbusch (2015).
La actividad consistió en una jornada de mapeo colectivo con diez mujeres peruanas que se desempeñan como empleadas domésticas en Montevideo y, un mes más tarde, una jornada de recorrido por la ciudad, visitando los espacios más significativos según las narrativas de esas mujeres (en esta segunda instancia se sumaron mujeres de otras nacionalidades). Se tituló “Montevideo andina. Mapas, itinerarios y destinos” y contó con apoyo de miembros del proyecto artístico-cultural CasaMario, cuya sede en Ciudad Vieja alojó la actividad.4
Siendo el trabajo un elemento que dota a nuestras interlocutoras de elementos identitarios compartidos, este aspecto tuvo gran importancia en la proyección del mapeo. No obstante, se buscó comprender las diferentes formas de incorporarse a la vida local de estas mujeres: ¿qué actividades realizan en su tiempo libre?, ¿dónde viven?, ¿por qué lugares de la ciudad transitan?
Se apeló a la cartografía como soporte, mediante un uso que desborda la representación administrativa del espacio urbano o la delimitación de aspectos físicos del ambiente. Se conjugan allí nociones de la geografía como “sistema de lugares” y “sistemas de mobilidad espacial” y estrategias propias de la etnografía realizada en enclaves urbanos. Según Dureau et alter (2007), la noción de sistema de lugares refiere, por una parte, a un sistema espacial en el que se articulan lugares a través de circuitos de circulación de personas y bienes materiales y simbólicos. Al mismo tiempo, remite a sistemas de movilidad desde el punto de vista de los sujetos, que pueden entenderse como “dispositivos” en las estrategias y condicionantes para la acción de los individuos y los grupos sociales (2007: 96). Las estrategias propias de la etnografía aplicadas a la investigación sobre y en ciudades permiten articular narrativas biográficas y de memoria con relatos públicos y datos “objetivos” sobre ciudades, sus espacios y la movilidad que en ellos se verifica, atendiendo a la dimensión individual y de los diferentes grupos que se delimitan en las urbes contemporáneas.
Así, la actividad consistió en la recolección de narrativas sobre prácticas e itinerarios en la ciudad, con la cartografía, con el trazado y la nomenclatura “oficial” como pretexto y el foco en los itinerarios cotidianos de un grupo muy específico y reducido de mujeres trabajadoras. La escala atendida fue la de la caminata humana.5
En actividades previas verificamos que nuestras interlocutoras (la mayoría peruana y empleada de servicio doméstico) provienen de ciudades con relativo peso demográfico, aunque allí no hayan nacido. Es decir, vivieron en enclaves urbanos antes de partir para Uruguay. Cabría indagar la relación entre género, proyectos migratorios, autonomía individual y estilos de vida urbana. Al respecto, Blanchard (2007) tematiza la migracion transnacional de mujeres bolivianas jóvenes de origen rural como parte de un esquema complejo de estrategias, en el que el trabajo doméstico en ciudades dentro de Bolivia es una forma de inserción laboral y de arreglo residencial para las movilidades campo–ciudad. Esta movilidad puede ser sucedida por la migración fuera de fronteras, como respuesta a las difcultades de compatibilizar la residencia en el hogar para el que trabajan con la conformación de proyectos familiares, lo que coloca a estas mujeres en una verdadera “carrera” de empleadas domésticas.
Sin soslayar las diferencias, cabe considerar que la recurrencia empírica de la inserción en el trabajo doméstico de nuestras interlocutoras peruanas no es un elemento externo o posterior al proyecto migratorio transnacional y su concreción. Elementos en este sentido se apuntan en trabajos sobre las transformaciones de los flujos migratorios desde Perú hacia Chile y Argentina a partir de la década de 1990, donde se registra una intensificación de la migración hacia centros urbanos con predominio de migrantes mujeres (Cf. Lube-Guizardi y Garcés, 2013; Courtis y Pacecca, 2010).
Trabajamos junto a diez mujeres del grupo organizado autodenominado Mujeres Sin Fronteras.7 Dicho grupo lo conforman entre 25 y 30 mujeres de diversas edades y, si bien predominan las peruanas, también convoca a mujeres de otras nacionalidades. Valeria España, miembro del equipo de investigación, es la referente de esta organización en vías de consolidación. Por su intermedio realizamos la convocatoria al mapeo, dirigido en principio a las peruanas provenientes de Chiclayo.8 Solo dos de las diez mujeres provienen del sur de Perú, de Ayacucho y de Arequipa.
Este sesgo buscó obtener narrativas sobre las redes a través de las cuales llegaron a Montevideo y en las cuales desarrollan aspectos importantes de su sociabilidad en esta ciudad. La hipótesis subyacente es que la procedencia de una misma localidad y la participación en redes sociales transnacionales en las que el proyecto migratorio toma forma, se relaciona estrechamente con las formas de inserción laboral en destino y éstas, a su vez, con los usos y prácticas en/de la ciudad.
Cabe puntualizar que el “efecto de red” en la conformación del proyecto migratorio se expresa como más fuerte entre las mujeres que se desplazaron hacia Uruguay a fines del siglo XX e inicios del XXI, a las que llamo “pioneras” o “veteranas”. Las mujeres llegadas más recientemente se incorporan a esas redes, tanto en destino como en origen, pero narran su proyecto de movilidad como un proceso más bien individual y su concreción sin agentes intermediarios. Considero que esta diferencia puede responder a un rol más activo en la conformación de redes y acumulación de capital social por parte de las “pioneras”, contrastante con la participación en esas redes de las migrantes más recientes, quienes son posicionadas, al principio al menos, como “aprendices” de las experiencias precedentes.
Presento a continuación un cuadro esquemático relacionando edad, momento de arribo a Uruguay y modalidad de empleo (con o sin retiro).
Nombre ficticio | Edad aproximada | Año de llegada a Uruguay aprox. | Modalidad de trabajo |
Susana | 60 años | 1998 | Sin retiro ("con cama") |
Alba | 50 años | 1998 | Con retiro |
Ana | 50 años | 2010 | Sin retiro ("con cama") |
Lilián | 50 años | 2013 | Sin retiro ("con cama") |
Estela | 50 años | 2015 | Sin retiro ("con cama") |
Patricia | 50 años | ? | Sin retiro ("con cama") |
Magdalena | 40 años | 2007 | Sin retiro ("con cama") |
Pietra | 50 años | 2009 | Sin retiro ("con cama") |
Sofía | 50 años | 1990 | Con retiro |
Virginia | 50 años | 1998 | Con retiro |
De diez mujeres apenas tres son empleadas con retiro y todas ellas llevan más de quince años viviendo y trabajando en Uruguay (retomaré esta cuestión). Solo una mujer llegada a Uruguay en 1990 continúa trabajando sin retiro, lo que puede guardar relación con la etapa del ciclo vital en que se encuentra. Es madre de una hija adulta que también migró hacia Uruguay y que conformó aquí su propio núcleo familiar. Para Susana es compatible el trabajo “con cama” y su vida familiar, que suele intensificarse los fines de semana o días libres cuando visita o permanece en casa de su hija y nietos.
Al narrar sus itinerarios desde Perú hacia Uruguay, las “veteranas” delimitan grupos a los que refieren como “primer grupo”, “segundo grupo”, “el grupo de Fulana”, etc. El año 1998 es señalado como fecha de traslado de uno de los primeros “grupos”. Ellas provienen de Chiclayo y su traslado estuvo mediado por “una agencia” (así lo refieren en un momento), cuya identidad no es clara en el mapeo (en eventos posteriores pude constatar controversias al respecto entre otras peruanas llegadas a Uruguay en ese período). Se trata de una mujer (la nombran) y su marido, que las “traían” por un costo de U$S 500. Esta pareja sería a su vez parte de los contingentes tempranos de migrantes provenientes de Perú. Mientras en el mapeo se traspasó la idea de que estos “agentes” no estarían activos en la actualidad, otras interlocutoras afirman que sí y que la mujer de la pareja habría llegado ella misma como trabajadora doméstica. Recibí incluso narrativas de “abuso”, según las cuales estas personas explotarían su conocimiento del medio local para obtener ganancias con el traslado de nuevas migrantes y no cumplirían con la promesa de facilitar un empleo a las recién llegadas. Esto no se reveló así durante la actividad que aquí analizo.
El itinerario narrado por las “pioneras” o “veteranas” enlaza Chiclayo, Lima, Tacna (valle en el desierto costero, al sur de Perú), Arica (ya en Chile), Santiago, Córdoba (Argentina), hasta llegar a Montevideo. Lo que estas mujeres pagaban era la garantía de conseguir empleo en destino. Si bien algunas narrativas evocan episodios de abuso durante el viaje, las participantes del mapeo habrían alcanzado su objetivo. “En Santiago nos estafaron con el pasaje”, dice una de ellas, que aparentemente habrían comprado en Arica un pasaje falso o inválido para continuar el viaje. Esta narrativa se completa con el recuerdo de una estadía obligada de 8 días en la capital chilena, sobre la que enuncian: “Santiago, mucho frío”; “En Santiago a pan y agua”. Y una de ellas reflexiona: “A veces cuando no conoce la gente se aprovecha”; “Se aprovecha al máximo”. Sin embargo, al llegar a Montevideo habrían sido presentadas a una o dos “agencias de colocación”, intermediarias entre personas que demandan mano de obra para trabajos domésticos y personas que ofrecen su fuerza de trabajo, obteniendo así un empleo. Estas agencias habrían detectado la receptividad entre ciertos grupos montevideanos de la mano de obra extranjera, en particular de mujeres latinoamericanas de la región andina, y todas las mujeres que siguieron este trayecto migratorio mediado habrían obtenido empleo en los primeros tiempos en Montevideo (como fue dicho, hay controversias al respecto).
Durante el mapeo alguna de las “pioneras” relata que tuvo que exigir el cumplimiento de ese contrato informal durante el viaje: “¡Yo te pagué 500 dólares y me llevas a Uruguay!”, dice evocando. Otra mujer relata que solo terminó de pagar el traslado al llegar a Montevideo y que ella puso esa condición para aceptar la intermediación. Una dice “A mí no me cobró los 500 dólares, solo el pasaje”, y ante la sorpresa de otras, aclara “Es que yo le indicaba gente en Chiclayo”, revelando que el mencionado negocio de traslados transfronterizos se valía de redes de amistad, parentesco o vecindad para reclutar clientes.
Así, muchas de estas mujeres se conocían desde antes del viaje migratorio. Una narra que alguien en Perú le hablaba de Uruguay y “como yo tenía necesidad, me acerqué y le pregunté que cómo era acá…” y esta persona le ofreció “trabajar” con ella. Le cobró 500 dólares que incluían los pasajes, la comida en Uruguay [presumiblemente a la llegada] y conseguirle trabajo. Esta mujer, a su vez, “convenció” a otra que relata jocosamente: “Ella me arrastró a mí”.
Son los primeros años del siglo XXI o, como vimos, los últimos de la década de 1990. Para estas interlocutoras el “efecto de red” antes de la partida parece indiscutible y entre ellas se verifica el origen común, Chiclayo.
Las que llegaron más recientemente a Uruguay no recurrieron a agentes pagos, se valieron de redes de amistad y parentesco para concretar el viaje y conseguir empleo. Además de las que vinieron en 1998 y de Sofía, que vino en 1990,9 otras vinieron en 2007, 2009, 2010, 2013 y una de ellas, Estela, había llegado hacía tres meses, luego de una experiencia negativa en Argentina que evita relatar. Para éstas últimas, la red transnacional se torna un elemento importante para la incorporación a la localidad de destino, siendo espacio de “socialización” para la vida en la nueva ciudad y el relacionamiento con la población nativa. A este respecto adhiero a las puntualizaciones de Lube-Guizardi y Garcés (2013: 72-73), quienes recogen la crítica a la comprensión funcionalista de las redes como algo dado y apuntan la importancia de considerar su continua conformación, negociación, que hace de la “comunidad” una “unidad en proceso”.
Los conocimientos sobre estrategias, dificultades y posibilidades de la experiencia migratoria, colectivamente transmitidos, configuran un capital social, en el sentido propuesto por Bourdieu. La disposición de estos “recursos” es relativa a la pertenencia a redes más o menos institucionalizadas que, según Lube-Guizardi y Garcés, constituyen “expresiones espaciales sui generis” (Besserer, 1989. Apud Lube-Guizardi y Garcés, 2013: 73) que pueden mapearse como itinerarios y rutas migrantes “que son la forma y el contenido del capital social migrante” (Ibídem). Así, la noción de “circuito migrante” se torna relevante y es en este sentido que la pertenencia mayoritaria de nuestras interlocutoras a la localidad de Chiclayo fue interpretada.
Esta pertenencia no se entiende como único factor explicativo de los itinerarios experimentados entre Perú y Uruguay, ni de las formas de inserción en la ciudad de Montevideo. Sin embargo, el sostenimiento en destino de una red que tiende a institucionalizarse y en la que se revelan lazos previos a la concreción de la migración, es expresivo de la circulación de recursos, sobre todo simbólicos, que viabilizan ciertos itinerarios recurrentes, pero a la vez en continuo proceso de configuración. Así, es posible pensar la movilidad de mujeres peruanas hacia Montevideo en relación a itinerarios previamente consolidados que involucran localidades –ora de paso, ora de destino– tanto en Chile como en la Argentina.
Interpreto las vivencias montevideanas de estas mujeres insertas en un circuito regional migratorio, donde Chile (primero a través de las ciudades fronterizas al norte y luego de su capital, Santiago) y Argentina (fundamentalmente a través de Buenos Aires), aparecen como destinos que “competirían” con Montevideo (el gran polo de atracción en Uruguay). Se trataría de un circuito regional de ciudades que “captan” o “expulsan” sectores determinados de población en un juego de posiciones relativas.
Como fue dicho, asumo la perspectiva de “escala de ciudad”, ya propuesta por Ayse Çaglar y Nina Glick Schiller (2008), según la cual los migrantes internacionales residen y trabajan en ciudades “desigualmente localizadas en la economía política global” y son éstas y sus políticas locales las que inciden fuertemente en las identidades y estrategias políticas desplegadas por los migrantes (Feldman-Bianco, 2009: 23).
Por otra parte, recupero las elaboraciones de Lube-Guizardi y Garcés (2013) a partir de la noción de circuito migrante, en tanto expresión espacial de una serie de redes y capitales en ellas circulantes, que podría dar cuenta de las movilidades de población peruana hacia Argentina y Bolivia a través de Chile. Allí se conjugan procesos históricos de construcción de fronteras nacionales, en espacios en los que preexistían intensos procesos de intercambio de bienes y flujos de personas, y las políticas de producción de identidades/alteridades propias de esos procesos, con fenómenos más contemporáneos relativos a las desigualdades en los desarrollos de las diversas localidades conectadas por esos circuitos.
En la misma línea, el aumento en la llegada de migrantes peruanos a Uruguay, y sobre todo a su capital, Montevideo, puede ser expresivo de una ampliación de circuitos preexistentes, en los que la ciudad de Buenos Aires jugaría un papel preponderante (ver Bengochea, 2014: 26).
Al observar los años de llegada a Uruguay de las participantes del mapeo, se verifica que la mayoría llegó en años de intensificación de la inmigración de personas peruanas hacia Uruguay. De acuerdo con el análisis del Censo de 2011 que hacen Koolhaas y Nathan (2013), del 100% de personas de origen peruano llegadas a Uruguay, 70% lo hicieron después de 2000: 20,3% entre 2000 y 2004; 30,6% entre 2005 y 2009 y 19,3% en 2010 y 2011. Estos datos se relacionan con las transformaciones en los flujos de poblacion regionales hacia Uruguay, donde a una fuerte presencia de argentinos y brasileños, se agrega un crecimiento en el arribo de “otros latinoamericanos”. Como señala César Aguiar, en los últimos 40 años se han diversificado los destinos de la inmigración a nivel global. Además, se constata el surgimiento y sostén de circuitos regionales que parecen obedecer a determinantes más bien “locales”. En el continente sudamericano, uno de estos circuitos conecta flujos migratorios a nivel del Cono Sur con Argentina (Aguiar, 2007: 120).
Considero, siguiendo a Aguiar (2007), que la llegada de “nuevos” contingentes migrantes latinoamericanos a Uruguay, en el siglo XXI, se vincula a la consolidación previa de los destinos argentinos y a la variación de las ventajas relativas de las oportunidades (de empleabilidad, salario, relación de las monedas con el dólar y con la moneda de origen) entre el mercado de trabajo argentino y uruguayo. En efecto, algunas de nuestras interlocutoras vivieron y trabajaron, o alguien de su parentela o red de amistades vivió y trabajó, en alguna ciudad argentina.
La atención dada a las redes de relaciones configuradas en localidades como Chiclayo y que se sostienen y complejizan en destino, busca dar cuenta de relaciones geopolíticas entre enclaves urbanos en regiones vecinas del continente sudamericano, buscando problematizar los efectos del llamado “nacionalismo metodológico”, según el cual las ciencias sociales han identificado erróneamente los límites de la investigación sobre relaciones sociales con los límites políticos de los Estados nacionales.
Si bien el recorte del universo de estudio se realizó con base en la nacionalidad peruana, es parte del esfuerzo investigativo más amplio, la comprensión de las peculiares experiencias de las migrantes como parte de circuitos de movilidad que, a través de fronteras nacionales, configuran redes de relaciones sociales y entrañan estrategias y conocimientos, así como formas específicas de transmisión y actualización. Allí se conjugan las construcciones nacionales, pero estas no determinan exclusivamente las conexiones entre grupos e individuos. Por el contrario, como proponen Lube-Guizardi y Garcés, mientras “desde arriba” los diferentes Estados buscan imponer sus legitimidades y formas de identificación, “por abajo” las movilidades evidencian las porosidades de las fronteras, en procesos de resignificación mediante los que los individuos y grupos negocian las clasificaciones en juego (2013: 68).
Las condiciones de integración social de las personas que migran en estos circuitos no deben leerse apenas en términos económicos. La tasa de empleabilidad puede converger con factores culturales y políticos –como las formas de producción de alteridades históricas– y las condiciones de trabajo de nuestras interlocutoras pueden estar atadas a esas políticas de tratamiento de la diferencia y las nuevas retóricas sobre identidad.
Durante el mapeo unas mujeres interrogaban a las otras, establecían comparaciones sobre sus experiencias y algunas –sobre todo las “veteranas”– sentenciaban y aconsejaban en base a su conocimiento de la localidad de destino. Cuando algunas de las llegadas en 1998-1999 narraban el itinerario terrestre desde Chiclayo, a través de Chile y Argentina, una reflexionó: “Si hubiera sabido de Santiago, me hubiera quedado más cerca”, poniendo de manifiesto que sus itinerarios no son aleatorios. No siempre pueden optar por detenerse en ciudades más próximas a su localidad de origen, donde han dejado generalmente una familia.
Como fue dicho, redes de amigas o parientas eran alcanzadas por agentes intermediadores, particulares al borde de la legalidad, que ofertaban trabajo en Montevideo a cambio de dinero. Ni Santiago de Chile ni Buenos Aires formaban parte de esa oferta. La pareja que cobraba por los traslados y el contacto con la oficina de empleo tenía su experiencia y sus redes en Montevideo. Eso puede ser circunstancial, pero coincide con un período de aumento cuantitativo de la afluencia de personas peruanas a Uruguay (donde se concentran mayoritariamente en Montevideo).
En concordancia con lo observado por otros investigadores10, muchas de nuestras interlocutoras emigraron dejando a sus hijos junto a otras mujeres, generalmente madres, hermanas, cuñadas, que ayudan a su sostén. Estos proyectos transnacionales de sustento familiar tienen en las remesas de dinero de las trabajadoras un pilar fundamental y en las redes de mujeres que permanecen en la localidad de origen otro. La distancia entre la ciudad donde consiguen empleo y aquella donde dejan a su familia se torna entonces crucial. A este respecto, Claudia Mora (2008) señala que en un escenario de “globalización de la proletarización”, en el que las restricciones de acceso a países del norte aumentan, la migración hacia países vecinos en una lógica sur-sur constituye para muchas mujeres una alternativa accesible de “diversificación de riesgo”. Tanto el costo de movimiento como la cercanía posibilitan “la mantención de un vínculo presencial estable con el grupo familiar” (2008: 289).
Según Claudia Mora (2008), se puede delimitar un conjunto de países emisores y otro de países receptores en Latinoamérica, entre los que puede observarse un flujo especializado y altamente feminizado de migrantes. Perú está entre los primeros y Argentina entre los segundos. En la lógica del “desborde” de los destinos regionales consolidados, como Buenos Aires, ciudades como Montevideo comienzan ya a inicios del siglo XXI a atraer a estas mujeres que parten de ciudades peruanas con relativo peso demográfico en ese contexto nacional. Algunas de ellas viven en destinos intermedios, como algunas ciudades argentinas, y se incorporan a la sociedad montevideana, valiéndose de redes fuertemente feminizadas, a través del empleo doméstico. Esta inserción laboral en destino las coloca en relación con otras mujeres, donde se juegan algunos mandatos, imágenes y concepciones sobre las tareas de cuidados históricamente atribuidas a las mujeres (como género) y a algunas mujeres (como clase… ¿o como grupo étnico?).11
Mora refiere a los mandatos de género históricamente construidos para pensar la exigencia de las mujeres migrantes de continuar cuidando de sus familias a través de fronteras, y enfatiza en el vínculo entre atributos étnicos de las migrantes y la inserción laboral en posiciones subalternizadas, de acuerdo a una jerarquía social que genera exclusión y obstaculiza la integración. Mora refiere en realidad a “características raciales” ligadas al origen nacional. Por mi parte considero que pueden existir procesos de racialización de los “otros latinoamericanos” en el escenario urbano montevideano, donde a determinados rasgos fenotípicos se le adjuntan prejuicios y estereotipos referidos al origen nacional y una supuesta diversidad cultural más o menos radical.
En este sentido, las narrativas de nuestras interlocutoras oscilan entre las valoraciones positivas –o buscan contrarrestar las negativas– de la experiencia de trabajar en Uruguay: “Yo estoy contenta de Uruguay. Gracias a Dios, porque saqué adelante a mis hijos”; “Yo también traje a mis hijos”. “A mí me trataron bien de bien”.
Cabría indagar, no obstante, sobre las experiencias de “discriminación” y de “racismo”, como lo enuncia apenas una de ellas, Ana, quien cambió varias veces de empleo desde su llegada a Uruguay para no tolerar malos tratos y tratamiento racista. Esta perspectiva, si bien es señalada por otras investigaciones (Cf. MIDES, 2012), no es la dominante en la jornada que aquí trato.
Ana, llegada a Uruguay en 2010, de unos 50 años de edad, relata que su primer empleador la obligaba a limpiarse las manos con alcohol varias veces al día. Estaría implícito en el relato que sus marcas fenotípicas, leídas como pertenencia “racial”, la harían portadora de una impureza que precisa ser domesticada, mediante la higiene de las manos por ejemplo. En el mismo lugar de trabajo, el hijo de su empleador habría exclamado al conocerla “¡Pero qué indígena!”, siendo esta la causa de su primera renuncia y cambio de empleo. Hubo un segundo cambio de empleo que ella explica por motivos vinculares en los que estaría presente el “racismo” de parte de los empleadores, un matrimonio conformado por una mujer argentina y un hombre colombiano.12 En un tercer cambio de empleo Ana se habría visto confrontada a una mujer cuya hija vive en Perú y está casada con un hombre peruano (lo que Ana menciona como agravante, pues debería conocer la diversidad étnico-racial de aquel país). De esta empleadora dice que también era “muy racista”, aunque relativiza que no “al extremo que fue el otro [el primero]”. Narra como esta mujer hablaba con sus amigas sobre sus respectivas empleadas domésticas, intercambiando preguntas como “¿Y cómo es tu empleada?, ¿es mogra?”, es decir –aclara Ana– si se arregla, se maquilla; o “¿Y es blanca?” y comentarios como “La tuya es casi color cafecito”. Finalmente Ana narra que lleva seis meses en su último empleo y que allí no siente “discriminación” [ella alterna entre la idea de racismo y discriminación], agregando “No tienes un plato aparte, no tienes una taza aparte, todo tienes ahí, agarras (...). Lo único que sí, la señora es exigente. Como toda persona, paga su plata tiene que... exigir. Lo demás tranquilo”. En esta enunciación se abre otro aspecto relativo al trabajo doméstico y su posible papel condicionador de la experiencia de estas mujeres en la ciudad de Montevideo. Me refiero a la ambigüedad entre distancia y afecto.
El trabajo coloca a estas mujeres en estrecho contacto con sus empleadores, más aún en el caso del trabajo sin retiro. Las relaciones cotidianas entre contratantes y contratadas son cara a cara, lo que no equivale a la supresión de las distancias sociales y culturales que eventualmente existen entre ellas y ellos. Las percepciones sobre el entorno urbano y sus servicios y estructura, las evaluaciones estéticas o hasta la percepción de seguridad o violencia de los empleadores suele constituir una de las formas de aproximarse a la nueva ciudad de residencia de las migrantes. Esto es particularmente relevante en la sensación de miedo o peligro, ante la cual las trabajadoras no pueden desplegar las mismas estrategias que sus empleadores (desplazamiento en vehículos particulares, vigilancia privada, etc.). Además, el trabajo doméstico –sobre todo sin retiro– condiciona los itinerarios, el conocimiento del mapa urbano que las trabajadoras desarrollan. En este sentido, los aprendizajes dentro de la red de pares se tornan relevantes, propiciando el desarrollo de tácticas (De Certeau, 2008) mediante las cuales agenciar la desigual incorporación al espacio urbano en lo que respecta a las personas para las que trabajan y con las cuales conviven y comparten residencia.
Hasta aquí me he referido a “empleadas domésticas” y he hablado de “trabajo” o “empleo doméstico”. Es preciso introducir unos apuntes sobre estas denominaciones. Asimismo, argumento por qué afirmo que este tipo de trabajo coloca a las mujeres migrantes (tanto como a las nativas, pero con las peculiaridades agregadas por su estatus de extranjeras) en posiciones sociales subalternas.
Aguirre, Batthyany et alter. (2014), restringen su definición de “cuidados” a “la acción de ayudar a un niño o a una persona dependiente en el desarrollo y el bienestar de su vida cotidiana” (ver Uruguay, Ley 19.353). Refuerza esta concepción la separación normativa en Uruguay, según la cual en otro momento y mediante otra ley se reguló el empleo doméstico sin referencia a los cuidados a personas dependientes (ver Uruguay, Ley 18.065). Por su parte, Brites y Fonseca (2014) conciben los trabajos de cuidados como todas las tareas relativas a la reproducción, incluidas ahí tareas realizadas en el espacio doméstico, como la limpieza o la cocina, y una noción más amplia de cuidado, más relativa al acompañamiento y el involucramiento afectivo que a la dependencia. En lo que hay coincidencia es en la dimensión afectiva de los cuidados, su ambigua relación con el dinero y un claro mandato de género, según el cual recae históricamente sobre las mujeres la tarea de cuidar, tanto en el seno de la familia como en relaciones de mercado.
Es posible apreciar en las narrativas recogidas que las condiciones de trabajo, en relación a la extensión de la jornada y el estrés emocional, varían según se prodigue cuidados a personas autónomas o dependientes. Por otra parte, nuestras interlocutoras no se identifican como “cuidadoras” sino como “empleadas domésticas” o, en caso de trabajar en hogares donde hay una persona dependiente, como “empleadas domésticas y cuidadoras”. Una de ellas relata que, además de su trabajo como empleada doméstica, desarrolla en otros horarios y en otra casa trabajo de “cuidadora”, con capacitación y remuneración por parte del Sistema Nacional Integrado de Cuidados (Ley 19.353).
Como fue dicho, las políticas locales cuentan. Éstas no siempre son explícitas e inspiran normas jurídicas pero condicionan la vida cotidiana de las personas. En 2012 se hizó pública la violación de derechos de varias trabajadoras domésticas bolivianas en una casa en Carrasco (Cf. Cotidiano Mujer, 2013), movilizando el debate sobre derechos de las trabajadoras domésticas, en general, y de las trabajadoras migrantes, en particular. Algunas de las participantes del mapeo tuvieron en ese caso una importante instancia de aprendizaje sobre derechos y reivindicación de los mismos.13
Su publicidad confrontó a la sociedad montevideana con las tensiones propias de una forma de construcción de identidades, que históricamente enfatizó los valores democráticos y ciudadanos pero que, al mismo tiempo, produjo “alteridades exóticas” de cuya distinción dependería una especie de esencia excepcional del “ser uruguayo” en el contexto latinoamericano. Sostengo que en las formas de inserción laboral de nuestras interlocutoras confluyen los efectos de estas políticas de identidad/alteridad con las representaciones que circulan en la sociedad uruguaya sobre los trabajos de cuidado.
Según Aguirre, Batthyany et alter (2014), las tareas de cuidado directo son concebidas en este país como tareas femeninas y, en particular, se considera que lo más deseable es que las realicen mujeres del grupo familiar (esto se acentúa en los grupos de menor nivel socioeconómico). Este modelo basado en una desigual división sexual del trabajo es conocido como “familismo”. En los grupos con mayores niveles de ingresos la exigencia de cuidados puede desplazarse de las mujeres del núcleo familiar hacia mujeres ajenas a la familia, a cambio de un salario. El trabajo así contratado es concebido, no obstante, como trabajo no calificado y situado jerárquicamente por debajo de otro tipo de ocupaciones.
La subalternización de las trabajadoras domésticas en general se encuentra así, en el caso de las trabajadoras andinas, con un relato de construcción de nación, configurado en base a una supuesta excepcionalidad uruguaya, que coloca en los otros latinoamericanos una “alteridad exótica”, que jerarquiza las diferencias y reproduce trazos del servilismo colonial.
Como fue dicho, el involucramiento afectivo contribuye a hacer ambiguo el carácter mercantil del empleo doméstico, así como la distancia social (Bourdieu) entre empleadas y empleadores. La antropóloga brasileña Jurema Brites (2007) trata sobre las relaciones de ambigüedad entre el afecto y la distancia social, como un instrumento para enfatizar la diferencia y sostener la desigualdad jerárquica entre empleadas y empleadoras en el escenario brasileño. En este sentido, Vega y Gutiérrez (2014) señalan que en América Latina las tareas de cuidado son impactadas por la colonialidad y las jerarquías raciales que operan en las ideologías de género, verificándose un “servilismo femenino” que afecta sobre todo a grupos étnicos minorizados, en una convergencia entre género, clase y etnicidad. En la matriz eurocéntrica de relato de nación uruguaya, las trabajadoras andinas quedan englobadas en las (hasta hace no mucho tiempo invisibles) minorías étnicas.
Analizando las desigualdades que enfrentan las trabajadoras paraguayas en el Gran Buenos Aires, Bruno (2011) señala que una lógica de explotación económica y una de producción de identidad/alteridad que subalterniza a los y las migrantes paraguayos, convergen y configuran un “mandato laboral”, que sería la base (estructural y estructurante) de una estrechez sectorial en el acceso al empleo. Las mujeres paraguayas se emplean mayoritariamente en el trabajo doméstico y los hombres en la construcción. Por su parte, Courtis y Pacecca (2007 y 2010) ponen de relieve la importancia de las redes migratorias altamente feminizadas en este patrón de inserción laboral, conjugándose género, etnicidad y clase. Según estas autoras, el patrón de reclutamiento implica: “(...) relaciones de subordinación y reciprocidad de la empleadora (mayoritariamente nativa), la migrante trabajadora en hogares particulares ya asentada en Buenos Aires, la nueva migrante y la familiar de la nueva migrante que usualmente queda a cargo de los hijos e hijas en el país de origen” (Courtis y Pacecca, 2007. Citado en Bruno, 2011).
Sin soslayar las diferencias locales, es posible interpretar a la luz de estos análisis, la recurrencia del empleo doméstico en la forma de inserción laboral de nuestras interlocutoras, así como las situaciones de discriminación narradas por algunas de ellas. Operaría una “gramática” de la identidad coincidente a ambos lados del Río de la Plata, siendo las élites de los puertos bonaerense y montevideano, los agentes que la han moldeado históricamente. En Uruguay, a una matriz “hiperintegradora” de construcción nacional (ver Caetano, 1991 y 2001) le corresponde una política identitaria que históricamente ha enunciado como principal aporte demográfico al inmigrante (blanco) europeo. Como contrapartida, los elementos negro e indígena han sido invisibilizados (ver Guigou, 2000) y se colocó en los “otros” pueblos del continente latinoamericano los elementos de una alteridad frente a la cual la sociedad uruguaya se pensaría como excepcional, por lo menos hasta avanzado el siglo XX (Rial, 1986).
La mayor presencia de personas latinoamericanas, ni brasileñas ni argentinas en ciudades platenses, tensiona las formas históricas de producción de alteridad, en escenarios dominados por nuevas retóricas de la identidad, donde el reconocimiento de la diversidad se torna un valor a nivel global.14 Portadoras de un fenotipo amerindio que interpela la “blanquitud” anhelada por el relato de la excepcionalidad uruguaya, las mujeres peruanas se insertan en relaciones laborales que se tornan locus privilegiado de las negociaciones cotidianas donde se juegan su reconocimiento, sus derechos y, en fin, la posibilidad de una convivencia intercultural.
En los primeros tiempos, el trabajo sin retiro es una estrategia de resolución del problema de la vivienda. Las trabajadoras se ubican así en los barrios costeros de Montevideo, sobre todo en la costa este de la ciudad, donde residen los sectores sociales de mayores ingresos.15 Parque Rodó, Punta Carretas, Pocitos y Carrasco son los barrios donde trabajan ocho de las diez mujeres participantes en el mapeo, las otras dos trabajan y residen en un barrio “nuevo” en los límites entre Montevideo y Canelones, producto típico del florecimiento de urbanizaciones privadas en esa área en los últimos veinte o treinta años.
El trabajo sin retiro incide fuertemente en su apropiación de la ciudad, ya que la mayor parte de su tiempo transcurre en los barrios donde trabajan, sin por ello sentirse parte de ellos. El tiempo del que se sienten dueñas, su día y sus horas de descanso, suelen pasarlo en otros espacios de la ciudad, donde se encuentran con amigas, para ir a misa, comer comida peruana, bailar, etc. El Centro y la Ciudad Vieja son los barrios más elegidos para la sociabilidad, así como para la residencia de aquellas que trabajan con retiro.
Luego de varios años de residencia y trabajo, algunas consiguen acceder a vivienda propia o a alquileres en mejores condiciones que al principio, lo que refiere a la decisión de permanencia en Uruguay, al menos en el mediano plazo; así como al conocimiento de la ciudad y el establecimiento de nuevos contactos que las orientan hacia diferentes alternativas habitacionales. Casas antiguas en condiciones bastante precarias fueron tomadas por algunos individuos que –-de modo ilegal– alquilan habitaciones a estas y otras personas (individuos y familias) extranjeras. Como refieren algunas de las “veteranas”, cuando ellas llegaron a Montevideo no había este tipo de “pensión” o inquilinato colectivo, lo que reforzaba el recurso al empleo sin retiro como estrategia de resolución del problema de la vivienda:
Antes no habían pensiones. Antes no había nada. Éramos peruanas así pero…Recién habíamos llegado…Éramos pocas peruanas, como 15, 18, no había más tampoco. No (conocíamos) los peruanos (que venían) embarcados, nada, nada.En este diálogo se expresa la “novedad” de la presencia de personas peruanas en Uruguay. Se verifica además otra característica de esta movilidad, así como las mujeres se emplean mayoritariamente en el servicio doméstico, los hombres peruanos lo hacen en la industria pesquera. Cabe señalar, que es probable que sí existieran pensiones “étnicas” y que las mujeres, recién llegadas, no tuvieran noticias de ellas. Sin embargo, es razonable que este tipo de pensionado irregular se haya multiplicado con el aumento de la demanda, asociada a un mayor arribo de trabajadores extranjeros en condiciones precarias de contratación, estatus migratorio, etc. Dichos inquilinatos se concentran en los barrios Centro y Ciudad Vieja, así como en Aguada y Cordón (parte de la primera y segunda urbanización de Montevideo, actualmente “abandonados” por las clases de mayores ingresos). Allí existían pensiones que históricamente alojaron a migrantes internos y a personas que no pueden costear el alquiler de una casa o apartamento, el carácter “étnico” de los nuevos inquilinatos sería lo novedoso. Colocadas en posiciones laborales subalternizadas, estas mujeres trabajadoras integran el amplio sector de la población uruguaya que tiene grandes dificultades o nulas posibilidades de acceder a vivienda propia o alquileres dignos.
Una mención especial requiere “La casita”, alojamiento colectivo que ofrece la Iglesia Nuestra Señora de la Asunción Madre de los Migrantes, de los Padres Scalabrinianos, o como la llaman nuestras interlocutoras “la Iglesia de los Migrantes”. Tres de las mujeres que trabajan sin retiro pasan su día y noche libre en “La casita”, en el barrio La Blanqueada, a pocas cuadras de las avenidas 8 de Octubre al norte e Italia al sur (ejes viales que conectan Montevideo con localidades metropolitanas en el departamento de Canelones). Mediante aportes a los gastos de energía y agua corriente tienen allí un cuarto compartido y un espacio común donde pueden cocinar, ver televisión o reunirse para charlar. Allí también se ven valijas apiladas, esperando un viaje de visita a la familia o el retorno más o menos definitivo a Perú (u otros países de origen). Los fines de semana es el momento de máxima ocupación, cuando las empleadas sin retiro tienen su día libre, por lo general desde el mediodía o la tarde del sábado hasta la mañana del lunes.
En la iglesia, además, suelen celebrarse fechas religiosas significativas para estas migrantes, por ejemplo días de los santos patronos de los países o localidades de origen, así como el Día Internacional del Migrante, los 18 de diciembre, o las fechas patrias de sus países. Esta iglesia cumple un importante papel en la consolidación de vínculos, abriéndose como espacio de encuentro y sociabilidad, más allá de la solución habitacional y la labor evangelizadora.
Por otra parte, el cuidado de personas dependientes redunda en las posibilidades de apropiación del espacio urbano de algunas de las trabajadoras, dada la mayor ambigüedad respecto de las exigencias y duración de la jornada. Ellas explican su escaso conocimiento del entorno donde trabajan y residen por la exigencia casi constante de cuidado a la que están sometidas. Una de ellas cuenta que trabaja y reside en una casa próxima al Parque Rodó (uno de los espacios verdes que identifican a Montevideo), vecino a su vez del paseo costero sobre el Río de la Plata (la rambla). Sin embargo no disfruta ese entorno, “Porque yo estoy con una persona mayor que tiene Alzeimer”, explica. Enseguida las otras mujeres le preguntan si no sale a caminar con la persona que cuida y ella responde con resignación que ésta –una señora de 89 años– no quiere caminar. Esta “cuidadora” trabaja desde el lunes a las 8 de la mañana hasta el sábado a mediodía, y aunque la ley dispone horas de descanso nocturno obligatorias y otras limitaciones de la jornada laboral, en la práctica ella está constantemente alerta: “(...) Sí, porque si la dejo sola y no le hago lo que ella quiere, ella agarra el bastón y se sale, ¿no? Y como tenemos una sola llave, me echa llave y ella se va. O sea, se me escapa por decir…”.
Inclusive cuando la persona que cuida descansa, ella debe permanecer atenta: “Y cuando duerme, duerme... casi despierta por decir. No me siente y dice ‘¡[repite su nombre]!’ (gritando). Entonces, como es sordita, ‘Ya voy, ya voy’, no me entiende. Y... se levanta. Y me busca”.
Este tipo de narrativa se repite junto a las otras dos mujeres que realizan trabajos de cuidado a personas dependientes. Su tiempo de disfrute de la ciudad se limita al día fuera de la casa donde trabajan. Mientras permanecen allí, sus horas de descanso se diluyen por efecto de la alta exigencia de los cuidados que prodigan.
La participación en redes de amistad y camaradería redunda en una ampliación de las posibilidades de uso de la ciudad. Estos lazos entre mujeres migrantes constituyen espacios de sociabilidad –en sentido simmeleano, es decir, el del vínculo por el vínculo–. Considero junto a Graziela Gomes (2002) que la sociabilidad entre migrantes constituye importantes espacios de memoria, donde se teje una especie de “pedagogía migrante” mediante la que los pioneros acogen a los recién llegados y los introducen a la vida en la sociedad de destino.
Estas relaciones son condicionadas por los horarios y modalidades de trabajo (con o sin retiro) y se realizan mayormente entre connacionales, o al menos junto a otras trabajadoras migrantes, en espacios de la ciudad que habilitan los encuentros, contrastando con la privatización del espacio urbano de los barrios donde trabajan. Las plazas céntricas (y los centros comerciales en tiempos de lluvia o frío intenso), la iglesia (católica para la mayoría, aunque alguna puede pertenecer a otras comunidades religiosas) y los “comercios étnicos” son escenarios de encuentros entre “iguales”, no solo por género y origen, sino también por clase.17
Estas formas de habitar la ciudad contraponen una vida cotidiana en espacios sociales a los que no pertenecen (los de las familias para las que trabajan), donde a la libertad de transitar por calles y plazas se adjunta la extrañeza, a veces el miedo, y una vida de sociabilidad entre otras y otros migrantes en aquellos espacios de la ciudad “abandonados” por las clases acomodadas.
Ana, Lilián, Susana y Estela trabajan sin retiro y en su día libre, los domingos, se encuentran para ir a misa en la Iglesia Matriz, en el centro histórico, y luego a almorzar en su restaurante peruano preferido, entre la Ciudad Vieja y el Centro.
Susana, llegada a Uruguay en 1998, trabaja de lunes a viernes en el barrio Carrasco, es una de las cuidadoras que “no puede” dejar sola a la señora que cuida, muchas veces permanece en la casa durante sus días de descanso y allí vuelve a dormir, no recurriendo a “La casita” como estrategia habitacional. Susana vio a su hija migrar hacia aquí (“Me vino siguiendo”, cuenta). Es decir que, además de contar con su red de amigas, tiene una casa de la parentela para visitar, pues su hija conformó una familia en Uruguay y reside en el barrio Cordón (al lado del Centro), con su marido e hijos. En contraste, Estela acaba de llegar, aún no cuenta con muchos vínculos en Montevideo y está conociendo la ciudad, por ejemplo gracias a su incorporación al grupo.
Cuando le preguntamos cómo se conocieron, Estela relata que su prima “la trajo” a Uruguay y le presentó a las otras mujeres. Las une el origen común, las cuatro son de Chiclayo, señala. Con apenas seis meses en Montevideo, Estela ya cambió de empleo. El primer empleo lo consiguió gracias a su prima. Actualmente trabaja como cuidadora de una persona anciana. Este segundo trabajo lo consiguió a través de Susana y lo prefiere al anterior porque se dedica solo a la señora, sintiéndose más tranquila. Este ejemplo es expresivo del papel de las redes. Mientras una prima la ayudó a llegar y –como señala jocosamente Estela– luego se fue a Perú para no volver; una de sus nuevas amigas la ayudó a mejorar su inserción laboral. Además, Estela encuentra en el grupo una forma de habitar la ciudad, adhiriendo a los itinerarios de las más “veteranas” y probablemente después proponiendo ella misma nuevos recorridos y prácticas.
Ana y Lilián, por su parte, trabajan en una urbanización privada, en el límite este de Montevideo. Ambas, al igual que Susana y Estela, eligen pernoctar en la casa donde trabajan también en su noche libre. Esta práctica despierta una pequeña polémica entre las participantes del mapeo, cuando una de las “veteranas” insiste en que es preciso no “acostumbrar mal” a los empleadores, quienes deben percibir con claridad la ausencia de la empleada en su día de descanso. Sin embargo, Ana sostiene que ya se acostumbró de esa forma y que la prefiere a soluciones colectivas como “La casita”. Por otra parte, esta estrategia era la que la misma “veterana” desarrolló en sus primeros tiempos en Montevideo.
Además de compartir el itinerario de los domingos entre la Iglesia Matriz y el restaurante de “Chuchín” (apodo del dueño de la casa de comidas de su preferencia), Ana y Lilián comparten la vivencia de una segregación residencial extrema, dentro de los límites administrativos de Montevideo, pero más allá de un límite geográfico que produce la sensación, al atravesarlo, de haber salido del departamento (el Arroyo Carrasco). Diseñadas para distinguirse de los espacios contiguos, las casas donde trabajan se sitúan en callecitas trazadas en medio de lagos –convenientemente “domesticados”– y el perímetro del “barrio” está cercado, como narran Ana y Lilián: “Es muy bonito, muy tranquilo, no hay nada. O sea, tenemos los guardas que están. Hay dos entradas. La entrada que sale y una entrada... en los dos sitios hay un guarda. Y los guardas no dejan pasar a nadie…”.
La vida en este barrio obliga a Ana y a Lilián a largas caminatas para acceder al transporte público (hablan de 25 minutos a pie). A la belleza que aprecian en el lugar, contraponen la sensación de soledad y miedo fuera del perímetro cercado, una vez que deben realizar ese largo trayecto para subir a un bus y “entrar” en la ciudad. La vivencia de la ciudad como peligrosa, probablemente relacionada con las narrativas que escuchan de sus empleadores, marca un horario de uso de la ciudad. Incluso cuando ellas disfrutan de los espacios céntricos, las actividades que allí realizan, tienen hora de finalización una hora antes de la caída del sol, momento en el que sienten que deben ponerse a resguardo del peligro, recluyéndose ellas mismas en la casa donde trabajan: “(...) hay un descampado, a las siete de la noche no se puede andar por ahí. A mí me da miedo, realmente. Yo tengo que llegar ahí a las seis de la tarde”.
El caso de Lilián y Ana vuelve a evidenciar la importancia de la red en la que estas mujeres practican el encuentro entre iguales y de cómo las estrategias o, para seguir a De Certeau (2008), las tácticas de trabajo y residencia condicionan dichos encuentros en la ciudad. Ana y Lilián trabajan y residen en un barrio privado, autoexcluido de la malla urbana, con cerca perimetral y guardias en las entradas. Sin embargo, cabe señalar aquí el impacto de la producción fragmentada de ciudad para todas las interlocutoras, dado que las demás mujeres también se sitúan en espacios intersticiales, en barrios y dentro de casas de personas con posiciones sociales claramente diferenciadas de las de ellas mismas (donde no faltan los porteros que acechan las puertas de edificios con circuitos cerrados de vigilancia y otras medidas de separación entre el adentro y el afuera).
Intenté presentar algunos trazos de los itinerarios regionales y locales de un reducido grupo de mujeres peruanas que viven y trabajan en Montevideo. Busqué poner en diálogo estos recorridos peculiares con algunas marcas históricas, políticas y culturales, más generales. La base de esta reflexión es una actividad cuya intencionalidad era recoger narrativas de mujeres insertas en redes concretas, que permiten evidenciar itinerarios y relaciones geopolíticas entre localidades. Considero posible la transposición de algunas de estas interpretaciones a otros grupos de personas migrantes. Mientras las políticas locales de los llamados países centrales cierran las puertas a los inmigrantes de los países “periféricos”, o al menos tornan más costosos los desplazamientos sur-norte, algunas políticas locales consolidan circuitos migratorios regionales en una lógica sur-sur. Intenté mostrar que estas políticas no son apenas relativas a la fijación de salarios o la concesión de derechos laborales, y que ponen en juego algo más que oportunidades contrastantes de acceso al empleo y a otros derechos. Las llamadas políticas de tratamiento de la diferencia, producen muchas veces alteridades minorizadas que –irónicamente– tienen más “éxito” en la inserción en determinados sectores laborales. Esta “etnización de las relaciones de producción” (Cf. Bruno, 2011), es experimentada por mis interlocutoras en un escenario urbano fragmentado, donde las desigualdades se distribuyen en el territorio y los diferentes son separados por muros y sistemas privatizados de seguridad. Afectadas por la carencia de políticas habitacionales para los sectores más pobres de la población, transitan por una ciudad con vocación de metropolización, hacen uso de un transporte público deficitario y desarrollan tácticas para agenciar esta extraña hospitalidad montevideana. Algunas de esas tácticas son el cultivo de las redes de amigas y conocidas, las prácticas religiosas, el consumo de gastronomía “étnica” y el uso de espacios urbanos, “abandonados” primero por las clases “acomodadas” y “recuperados” más recientemente por la industria turística y los especuladores inmobiliarios.
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Doctora en Antropología Social, Universidade Federal do Rio Grande do Sul (Brasil). Profesora Adjunta Instituto de Educación, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República (Uruguay). mabelzeballos@gmail.com.
Agradezco los comentarios críticos y sugerencias de los evaluadores de Etnografías Contemporáneas, cuya pertinencia contribuyó enormemente a la elaboración de este artículo.
En el marco del Espacio de Estudios Andinos del Centro de Estudios Interdisciplinarios Latinoamericanos (CEIL) de Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República (FHCE-Udelar), conformamos un equipo interdisciplinario integrado por una abogada, una socióloga, una geógrafa y una antropóloga social. En el presente el equipo está inactivo. La actividad de extensión fue financiada por el programa Actividades en el Medio de la Comisión Sectorial de Extensión y Actividades en el Medio de la Universidad de la República, Uruguay.
Sitio web del proyecto artístico cultural: http://sebastianalonso.com/site/proyecto-casamario/
Si bien la producción de Iconoclasistas fue una inspiración inicial, no nos ceñimos a la propuesta y metodología de trabajo que ese colectivo desarrolla. Ver http://www.ehu.eus/documents/1600093/1704031/253786856-El-uso-de-mapeos-recursos-graficos-y-visuales-para-la-construccion-de-conocimiento-colectivo.pdf
Parafraseo aquí el título de un capítulo del trabajo de Javier Auyero (2001), “La mayoría venía de Villa Paraíso”, en el que este autor da cuenta de la dinámica de redes sociales presentes en un enclave del conurbano bonaerense y de sus múltiples implicancias para los comportamientos políticos de sus habitantes. Si bien ese trabajo no trata (explícitamente) de la conexión entre ciudades de diferentes áreas del mundo, es inspirador de mi forma de comprender lo urbano en múltiples escalas, de lo local a lo global, en clave política.
Este grupo nuclea a mujeres de diferentes nacionalidades que residen en Montevideo. Si bien muchas son peruanas, en concordancia con la representación estadística de este grupo de latinoamericanos entre la población uruguaya, también hay mujeres de Bolivia, Paraguay y más recientemente algunas dominicanas. Este grupo está en vías de conformarse como OSC. Ver https://www.facebook.com/mujeresmigrantes/about/?ref=page_internal
Chiclayo, capital de la provincia homónima y del departamento de Lambayeque, está situada a 13 kilómetros de la costa del Pacífico y 770 kilómetros de la capital del país Chiclayo es la ciudad principal del Área Metropolitana de Chiclayo, una de las metrópolis más pobladas del país. Es la cuarta ciudad más poblada del país (524.442 habitantes en 2007), después de Lima, Arequipa y Trujillo. [Datos tomados de INEI, 2008: 30]
Los nombres de las mujeres fueron cambiados, a excepción de Sofía, a quien quisiera tributar un mínimo homenaje, pues durante el almuerzo con el que estábamos cerrando la jornada de mapeo tuvo un repentino malestar, fue hospitalizada y falleció esa misma tarde a causa de una insuficiencia cardíaca. Sofía llevaba ya un cuarto de siglo en Uruguay donde tenía hijos y trabajaba intensamente.
Autores como Ambrosini (2008) dan cuenta del vínculo entre familia y “estratificación internacional de las oportunidades de cuidado y asistencia”, en la movilidad transnacional de mujeres, que continúan cuidando a través de fronteras de sus propias familias, mientras se emplean como cuidadoras en sociedades europeas. Ya en la región, el trabajo de Courtis y Pacecca (2010) refiere a las especificidades de la migración de mujeres para trabajos de cuidados desde países fronterizos, o más recientemente desde Perú, hacia ciudades argentinas.
Trato adelante sobre las denominaciones “trabajo doméstico” y “trabajo de cuidados”. Cabe apuntar que las categorías nativas refieren a “empleo” y “empleada doméstica”. Sin embargo, el uso de la denominación “trabajo de cuidados” busca recoger las reflexiones de autoras feministas que llaman la atención sobre la falsa dicotomía entre trabajos de producción –como aquellos que se realizan exclusivamente en el mercado-– y trabajos de reproducción -como aquellos exclusivos del ámbito doméstico y, con ello, de los roles atribuidos a las mujeres- (Cf. Vega y Gutiérrez, 2014).
La extranjería de estos empleadores abre espacio a relativizar la importancia de una matriz cultural local (montevideana o uruguaya) como factor de actitudes discriminatorias o incluso racistas, no obstante argumentaré más adelante que esta matriz opera, al menos en ciertos grupos sociales locales. Anótese en todo caso, que no se trata de enlazar pertenencias nacionales a rasgos culturales más o menos homogéneos y, mucho menos, de enteder a toda la sociedad uruguaya sin diferencias actitudinales entre grupos de estatus o clases en sentido socioeconómico más estricto.
Cabe referir que el grupo Mujeres Sin Fronteras tiene sus antecedentes en un espacio de encuentro periódico, en el marco de la colaboración como abogada de Valeria España con Cotidiano Mujer.
Sigo las reflexiones de Rita Segato (2002) sobre construcciones históricas de alteridades y su convergencia con las retóricas contemporáneas sobre identidad y procesos de globalización. El trabajo de Alejandro Grimson (2006) me sirve en la argumentación sobre la analogía entre políticas de tratamiento de la diferencia en Argentina y Uruguay, así como las tensiones entre estas políticas históricamente configuradas y nuevas retóricas sobre identidad. Asimismo, sigo las reflexiones de Gustavo Lins Ribeiro (2008) sobre diversidad cultural en contextos como discursos de “fraternidad global”. Ver también Jardim (2013) y Jardim y López (2013).
En un panorama de relativa heterogeneidad social, históricamente algunos barrios montevideanos concentraron a la población obrera afincada en torno a las industrias, mientras que otros fueron predominantemente habitados por las clases medias y altas. La crisis del modelo de “sustitución de importaciones” y el aumento del valor del suelo en las áreas centrales, radicalizó esta separación geográfica. Los grupos medios y altos se concentrarón al este y sur de la ciudad, mientras el oeste y el norte de la ciudad concentraron a los grupos pobres y a la gran masa de población empobrecida por las sucesivas crisis. Se evidencia además un proceso de vaciamiento –y luego de gentrificación– de las áreas centrales. (Cf.: Veiga, Rivoir et alter, 2005); (Presidencia de la República, 2007).
Para una discusión sobre el concepto de agencia, su inserción en una cierta “teoría de la práctica” y las implicaciones con poder y desigualdad, ver Ortner, 2006.
Gomes (2002) entiende como “comercio étnico” los emprendimientos comerciales pertenecientes a migrantes. Lo característico no es el origen de los productos ofrecidos, sino la organización del negocio como un todo. En el caso de los varios restaurantes peruanos, de los que las diferentes interlocutoras son habituées, suele tratarse de emprendimientos familiares, enteramente gestionados por migrantes, a veces con recurso a mano de obra de la localidad de origen siempre en la lógica de redes transnacionales que se consolidan en la localidad de destino. De hecho, las mujeres los nombran por el nombre de su dueño o dueña y no por el que está visible al transeúnte ajeno a estas redes.