Músicas migrantes y la construcción de "lo negro" en la Argentina contemporánea

Por Malvina Silba1 y Pablo Vila2

¿Por qué elegimos hablar de cumbia en un dossier sobre migraciones? En principio, porque la cumbia ha sido históricamente la música que identificó a las clases populares de la ciudad de Buenos Aires y el Conurbano (Alabarces et. al, 2008; Pujol, 1999; Vila y Semán, 2011; Silba, 2011a), conformadas, en una gran proporción, por migrantes internos, pero también por aquellos provenientes de países latinoamericanos (limítrofes, pero no sólo); centralmente, Bolivia, Paraguay y Perú. La cumbia, entonces, fue señalada como música de “negros”, (de los migrantes internos y sus descendientes, o “cabecitas negras”; y de los migrantes latinoamericanos y sus hijos), sobre todo desde su popularización en la década de los ochenta (Cragnolini, 1998), vía la masificación progresiva que este ritmo fue adquiriendo bajo el mote comercial de “música de bailanta” o, hacia fines de la década, el de “movida tropical”. Esta cumbia, atravesada y organizada por la industria cultural en toda su extensión, estalló comercialmente y se expandió por diversos medios de comunicación durante la década de los noventa, ocupando espacios que otrora le eran vedados a sus músicos (Pujol, 1999), prerrogativa que no se extendió a sus públicos, que continuaban siendo negados y desplazados de la escena cultural, de la misma forma que lo eran a propósito de sus derechos sociales y laborales, por ejemplo. Este contexto político y social devino en una crisis sin precedentes en la historia argentina. De allí, entre tantas otras manifestaciones culturales disidentes, espontáneas y no tanto, surgió la cumbia villera (Martín, 2008), en la conjunción de un descontento social anclado en la desocupación, la pobreza y las paupérrimas condiciones de vida de las poblaciones de villas miserias y barrios populares del conurbano bonaerense (Beccaria, 2002, Torrado et al., 2010) y expresado, a la vez que envigorizado, a través de la música. Como no podía ser de otra forma, esa música tenía al género cumbiero como el gran referente, por una razón muy sencilla: sus mentores, grupos de jóvenes que nunca superaban los 25 o 30 años, habían crecido al ritmo de la cumbia, aunque también del folklore –generalmente el chamamé– y la música romántica. ¿Qué significó, en ese contexto, el surgimiento de la cumbia villera? Entre otras cosas, la radicalización del apelativo “negro”, con el que una porción importante de las clases medias urbanas, describía, a la vez que juzgaba a través de una emotividad altamente negativa, a los habitantes de estas barriadas populares, reproduciendo las diferencias sociales a partir del uso de categorías raciales (Frigerio, 2006). La cumbia villera, centralmente sus letras, pero también sus diversos despliegues y circulaciones, venían a responderle a ese discurso estigmatizador, transformándolo en una orgullosa puesta en escena de esas “formas de ser negros”, además de, claro, posicionarla como una enorme oportunidad de hacer negocios. En términos de sus condiciones de producción se mostraban cambios en relación a los músicos (vestimenta, lenguaje corporal, variaciones en la propuesta musical, etc.) pero sobre todo en los contenidos de las letras, las cuales, sintéticamente, introducían tópicos novedosos que ya no se limitaban al amor, el desengaño o los vaivenes de una vida cotidiana sin demasiados sobresaltos –aunque siempre condenada a la pobreza– sino que se atrevían a relatar historias vinculadas al delito, al consumo de drogas y alcohol y a un acercamiento a la creciente (aunque a veces compleja) activación sexual femenina (Semán y Vila, 2011) que mezclaba una cierta condena moral con un dejo de sorpresa y de “no saber muy bien qué hacer” con la misma.3 Por el lado de la recepción, la cumbia villera identificaba a las/os jóvenes de sectores populares, mayormente migrantes internos o sus descendientes, y en esa identificación le daba entidad a sujetos que encarnaban buena parte de los temores sociales propios de la época (y que aún perduran): los varones jóvenes y delincuentes y las mujeres jóvenes con deseo de experimentar una sexualidad (más) libre y desenfadada. Esos imaginarios sociales, y los afectos y emociones que movilizaban, podían, paradójicamente, condensarse en los nombres de las dos bandas emblemáticas –y fundadoras– de la cumbia villera desde sus orígenes: Pibes Chorros y Damas Gratis (Silba, 2011b). El temor de aquello que era sólo un imaginario se convirtiera en una especie de “modelo moral” para estos colectivos juveniles, y que los afectos y emociones que suscitaban se pudieran extender más allá de su núcleo originario a otros sectores sociales, alertó a diversos actores sobre el peligro potencial de este sub-género de la cumbia.4 Y radicalizó, como dijimos, su posicionamiento como la música que, ahora sí y más que nunca, identificaba y convocaba a “los negros”, esos migrantes internos y sus descendientes que, independientemente de su color de piel, fueran “negros de alma”, personas con diversos grados de inadecuaciones sociales y actitudinales (Briones, 2004); ciudadanos de “segunda clase”, como los nombra Segato (2007), un sujeto “no-blanco y racializado […] heredero de las huellas físicas y comportamentales de los pueblos victimizados” (Op. cit.; 23), subalternizados.

Esa cumbia villera era una música que identificaba a estos “negros de alma”, negros de alma que no eran “nuevos” en términos socio-demográficos, digamos, pero que sí, por primera vez, habían decidido tomar la palabra y hacerse escuchar, radicalizando un discurso que reivindicaba un estilo de vida “negro”, a la vez que denunciaba la persecución y la complicidad policial, y hasta, en algunos casos, la corrupción política de los gobiernos de turno. Estos “negros de alma”, categoría que sin duda habilita a reflexionar no solo sobre las diferencias culturales sino, además, sobre las formas a través de las cuales se construyen las diversas “formaciones nacionales de alteridad” (Segato, 2007) como era de esperar, tenían a sus propios “otros culturales”, en este caso “otros raciales”, en quienes los rasgos fenotípicos no estaban del todo invisibilizados5 (Frigerio, 2006). En el contexto de nuestras indagaciones sobre la cumbia en general y la cumbia villera en particular, nos surgió la pregunta por lo que pasaba con la música de aquellos que eran señalados por las y los jóvenes argentinos que entrevistamos como “los más negros entre los negros”: los migrantes bolivianos y paraguayos (y sus descendientes) a los que nuestros entrevistados, “negros” ellos mismos, veían como “los otros negros”, aquellos de los que se querían diferenciar.6 Estos apelativos, que en teoría sólo eran gentilicios que marcaban una nacionalidad –pero, en términos de Laclau (1990), en verdad funcionaban ya como términos “marcados”– circulaban entre el grupo de jóvenes con quienes fuimos a bailar como un insulto o una forma de señalar diversas prácticas desubicadas, inadecuadas, es decir, por fuera de los códigos y del orden moral que informaba las relaciones al interior de este colectivo juvenil, pero también su vínculo con el afuera. Los bolivianos y paraguayos eran, entonces, sus “otros”, los que se ubicaban por debajo de ellos y a quienes podían señalar, estigmatizar y excluir, de la misma forma que otros actores de su entorno social inmediato en particular, y de la sociedad de la que formaban parte, en general, hacía con ellos mismos. En otras palabras, las referencias a los “bolitas” y los “paraguas” estaban cargadas de una intensidad afectiva que, performativamente, “materializaba” un actor social del cual nuestros entrevistados (a su vez, materializándose afectivamente como los no-paraguayos, no-bolivianos) buscaban afanosamente diferenciarse, entrando en un juego bastante perverso donde la mayor intensidad de la “negritud” del otro se vehiculizaba a través de una metáfora que, de alguna manera, “profundizaba” dicha negritud en un camino que iba de los contornos externos del cuerpo, supuestamente superficiales (ser negro de “piel”), a la profundidad del propio ser (ser negro de “alma”), es decir, de lo inmodificable, aún después de la muerte.

Retomando, entonces, podemos afirmar que tanto los conceptos de “cabecita negra” –con su particular referencia política– y “villero” –con la carga puesta en su referencia espacial–, tienen un fuerte componente racial […] ya que [estos grupos subalternos]:

“son el opuesto absoluto a la gente de bien, mal educados, poco confiables, indolentes, poco afectos al trabajo. [El grupo está compuesto por] individuos más oscuros que la gente decente y representan una amenaza –más todavía los ‘cabecitas’, como grupo organizado políticamente– a la argentina moderna, europeizada, blanca y a quienes se enorgullecen de pertenecer a ella” (Frigerio, 2006; 16)

El autor sostiene que las inferencias y valoraciones morales en base a rasgos fenotípicos se mantienen como un rasgo característico de ciertos discursos sociales hegemónicos en la Argentina contemporánea. En base a eso es que sostenemos el desplazamiento y la profundización de la negritud en el caso de los sujetos analizados (“piel” a “alma”), sobre quienes se radicalizaba, cotidianamente, una discriminación a veces matizada, a veces directa. Una de las cuestiones que guía nuestra reflexión en este campo gira en torno a la construcción de los “otros” de una nación fundada sobre el mito de la uniformidad poblacional argentina –que no tendría “negros” entre sus filas (Briones y Gorosito-Kramer, 2007; Grimson, 2006)– y de qué manera raza y etnicidad son categorías de análisis que buscan precisamente dar cuenta de las formas diferenciadas de una marcación social de la alteridad (Briones, 2002).

Es a partir de estos hallazgos de nuestro trabajo de campo7 que nos surgió el interés por conocer como armaban sus identificaciones en relación a la cumbia los “negros entre los negros”, es decir, los migrantes bolivianos y paraguayos que, fin de semana tras fin de semana, llenaban las pistas de dos locales bailables íntimamente identificados con sus comunidades de origen.8

Haciendo un poco de historia

La cumbia se expandió por toda Latinoamérica al final de la década del cincuenta y primera parte de la del sesenta. Fue introducida en la Argentina por un grupo de inmigrantes de Colombia y Costa Rica, quienes a la sazón estaban haciendo sus estudios universitarios en el país (Vila y Semán, 2011, Silba, 2011a; Alabarces y Silba, 2014). Si bien en sus orígenes se mantuvo bastante fiel a la cumbia colombiana de los cincuentas, con el tiempo fue modificando tanto su música, su ritmo, su instrumentación como el aspecto escénico de su presentación, entre otras cosas porque, con la popularización del “chamamé tropical” en los 1970s y 1980s fue tomando elementos de uno de los ritmos folclóricos más populares del noreste Argentino, el chamamé; y luego, muy selectivamente, tomó instrumentaciones popularizadas por el rock. Actualmente existen varios tipos de cumbia que se diferencian entre sí por su instrumentación y, sobre todo, por sus letras: cumbia romántica, santafecina, sonidera, villera, etc.9 Una de las más populares desde fines de los años noventa es la cumbia villera, la cual en un primer momento causó un fuerte impacto al interior del campo no tanto por sus modificaciones estrictamente musicales y/o estilísticas sino, sobre todo, por el contenido de sus letras, que, por primera vez, como ya dijimos, abordaban tópicos como la delincuencia, el consumo de drogas y una versión de la sexualidad femenina relatada en términos procaces (Semán y Vila, 2011; Silba y Spataro, 2008 y 2017)10. Sin embargo, esa popularidad se constituyó más en un fenómeno mediático –que la academia retomó en ocasiones sin cuestionar– que una característica del propio campo cumbiero. En los bailes de cumbia que se extendían por la Capital, el Conurbano y el interior del país, las presentaciones de bandas de cumbia villera siempre se dieron a la par de bandas de cumbia romántica, las más tradicionales y también las de más reciente formación.

Desde fines de los años ochenta el discurso predominante en los medios masivos de comunicación ha homogeneizado y estigmatizado a la cumbia como formando parte de un fenómeno mayor que supuestamente la engloba, la música tropical, bautizándolo como música de “bailanta”. Históricamente las bailantas fueron los salones de baile donde los inmigrantes del interior que vivían en Buenos Aires (una buena parte de ellos portadores de rasgos fenotípicos comunes a las poblaciones de la región noroeste de Argentina y países limítrofes, marcadores fenotípicos asociados a región y clase social que son racializados como “negros” en el caso argentino) se juntaban para bailar y disfrutar de la música propia de sus lugares de origen,11 (usualmente “chamamé”, la música de provincias del noreste argentino, pero también de Paraguay). En otras palabras, lo que los rótulos “bailanta” y “bailantero” hacían era interpelar y materializar afectivamente el carácter inmigrante y mestizo (ya sea del interior de la república o de Bolivia y Paraguay) de los músicos y seguidores de la cumbia.

Al interior de este tipo de discurso blanco y clase mediero, la cumbia es vista como siendo una música sin ningún tipo de calidad artística –música grasa o música de negros–, y la emoción que la materializa de tal manera es la “aversión” y, en casos extremos, el “asco”. En este punto vale una aclaración: en Argentina, la categoría de “negro” se define situacionalmente en relación al ensamblaje en el cual participa y los afectos y emociones que este moviliza. Así, uno puede llamar a su mejor amigo el “negro” Alberto, a su mujer “negrita” o sus hijos “negritos”, al mismo tiempo que artistas populares muy queridos son interpelados (y materializados afectivamente) como el “Negro” Olmedo, la “Negra” Mercedes Sosa, el “Negro” Fontanarrosa, etc. Y esto ocurre en ensamblajes familiares donde el “cariño” (y su carga de intensidad positiva) es la emoción que moviliza cuerpos, objetos y tecnologías. En otros contextos, al interior de ensambles donde predominan las emociones que movilizan intensidades negativas, la palabra negro es utilizada, en general, como un insulto e implica mucho más un apelativo moral que racista (Frigerio: 2006, Briones: 2004, Vila: 1987). Nosotros creemos que en el caso argentino el uso del rótulo negro en ese tipo de contextos, como ya dijimos, no está necesariamente ligado al color de la piel o a determinados rasgos fenotípicos sino que los mismos son incluidos en un ensamblaje mayor que contiene además elementos geográficos, de clase, políticos, de origen migratorio, y otros de carácter directamente moral (Frigerio, 2006). Para muchos argentinos lo “negro” es algo que se lleva en el alma, invisible a primera vista, algo profundo que excede la epidermis y caracteriza “el alma”.

Si bien su origen histórico se remonta a la época de la colonia, la referencia más directa encuentra su explicación en las migraciones internas que se realizaron en el país en las décadas del 30 y 40 del siglo pasado a raíz del proceso conocido como “sustitución de importaciones (ISI)” (Villanueva:1972, James: 1990, Basualdo: 2005) y que propiciaron el arribo a Buenos Aires de individuos migrantes internos de tez oscura que pasaron a ser denominados “cabecitas negras” –nombre de un pájaro popular de la época–(Frigerio: 2006, Guber: 2002). El ensamblaje que movilizó la emotividad negativa en relación a este nuevo actor social incluía, prominentemente, la activa participación ciudadana que, a partir del primer gobierno de Juan Domingo Perón (1946-1955), adquirieron los migrantes del interior del país que se desplazaron hacia la capital, usualmente para trabajar en las nacientes industrias de la época. Éstos comenzaron a tener peso en la política nacional, transformándose en sujetos de derecho, identidad que hasta ese momento les había sido vedada por los proyectos políticos anteriores. De ahí que un componente central en la articulación identitaria que se da alrededor de “lo negro” sea la política (Frigerio, 2006), expresado en la expresión popular que sostiene que “todos los negros son peronistas”. Briones (2004), por su parte, sostiene que la argentinidad del “cabecita negra” siempre ha sido incómoda a los ojos hegemónicos, en términos de aspecto, de adscripción de clase y de práctica cultural. Esos ojos “blancos, porteños y de clase media” los han visto como una cara “vergonzante” de la nación porque, aunque son parte de ella, dan muestra de diversas inadecuaciones (fenotípicas, actitudinales, estéticas, de consumo, de espacialidad, laborales, etc.). De allí la distinción entre “los negros de piel y los negros de alma”, dicho popular que hace deslizar el significante racial –el color de la piel– hacia el moral –ser portador de conductas, gustos o costumbres moralmente condenables según esos mismos criterios hegemónicos. Así, en los ensamblajes donde “negro” se articula de esta manera, una intensidad altamente negativa afecta la capacidad de acción de aquellos que son interpelados (pero aún más crucialmente), “sentidos”, experimentados afectivamente, como “negros de alma”; de ahí que cuando la intensidad afectiva negativa alcanza su cenit, la práctica afectiva de muchos actores de sectores populares introduce una tercera clase de negro: el “negro de mierda”, emotividad que caracteriza y “siente” aún más negativamente al negro de “alma”.12

Excepto para los seguidores de la cumbia villera –quienes proclaman su orgullo de ser negros, aún de alma, adoptando las definiciones estigmatizantes para revertirles el sentido, encarnando lo que Reguillo (2000) denomina la transformación del estigma en emblema–, en este tipo de ensamblaje el rótulo negro es aplicado a “los otros” de forma peyorativa (ver también los trabajos al respecto de Vila-Semán, 2008 y Garriga Zucal, 2008). Así, la equiparación de lo negro con lo bailantero/cumbiero multiplica los estigmas: si el ser llamado y sentido como negro ya es derogatorio, la adición de lo bailantero o cumbiero potencia el insulto y multiplica la carga afectiva negativa.13 El hecho de que la cumbia también sea la música elegida por los inmigrantes de Bolivia y Paraguay (los “bolitas” y “paraguas” que muchas veces tienen rasgos indígenas aún más marcados que los argentinos del interior) colabora en la vinculación directa entre la cumbia y los “negros”. Nuevamente, la diferencia se racializa, es decir, se esencializa y se deshistoriza, confundiendo lo que es histórico y cultural con lo que es natural, biológico y genético (Hall, 1995).

Dentro de este panorama general la novedad que introduce la cumbia villera es que hace lo implícito, explícito, de diferentes maneras. En términos del complejo dispositivo resumido por el término “negro”, es decir la connotación étnica-de clase-de región-nacional-política y moral que el término implica. La cumbia villera hace bandera, como ya dijimos, de esa identidad estigmatizada y en tanto “teatro de los deseos y fantasías populares” (Hall, 1995), expresa, transgrede y erotiza, a la vez que, contradictoriamente, se reproduce en el contexto de una industria cultural que la enarbola como su novedad.

En el presente artículo nos proponemos, entonces, complejizar la mirada en torno al fenómeno de los bailes volviendo a algo que mencionamos al principio: la cumbia en general, no sólo la villera, es la música que los jóvenes de las comunidades inmigrantes bolivianas y paraguayas elegían, al momento de nuestro trabajo de campo, como su música bailable. Y aquí cabe preguntarse si, en realidad, la cumbia que bailaban actores tan distintos es la misma cumbia. Y la respuesta, como no podía ser de otra manera, es sí y no. Y esta respuesta ambigua tiene una relación muy estrecha con el papel que juega la cumbia en la construcción identitaria de los distintos actores que la escuchan, la disfrutan, la bailan y la eligen cotidianamente para acompañar sus momentos vitales, así como para tramitar diversas experiencias subjetivas. Siguiendo a Hall (1995), para los miembros de las culturales populares puede hallarse, en el cuerpo, casi el único capital que poseen y en la música, una parte importante de la estructura profunda de su vida cultural.

Entonces, si como planteamos más arriba, la cumbia en general, y, en los últimos años la villera en particular, les sirve a los sectores populares argentinos para afirmarse identitariamente, consolidando un mensaje del tipo “si, somos los negros villeros que no trabajamos, robamos, traficamos y consumimos drogas, estamos borrachos todo el tiempo y pensamos que todas las chicas son unas putas, y ¿¡que!?”, ¿para qué les servía la cumbia a los bolivianos y paraguayos que la bailaban con entusiasmo todos los fines de semana en bailes de cumbia identificados como bolivianos y paraguayos? Una primera y rápida respuesta a esta pregunta es que les servía para negociar una identidad compleja de inmigrantes bolivianos y paraguayos que vivían en Buenos Aires –tanto en la Ciudad de Buenos Aires como en el Conurbano bonaerense–, una ciudad que el imaginario popular hegemónico identifica como “blanca” y de “clase media” –imaginario que tiene, claro, sus matices en el Conurbano–, y donde ellos ocupaban el lugar por antonomasia del “subordinado dentro de los subordinados”, dada la animadversión hacia los “negros” en general que tienen muchos habitantes de la ciudad y, en particular, hacia estos “negros” que ni siquiera son argentinos. Como bien nos hizo notar un revisor anónimo de este artículo, “el prejuicio confirma el mito de la nación blanca donde los otros de la nación son tan negros porque son más distantes que los del “interior” (otredad interna), es decir, al ser extranjeros, es confirmado el mito y expulsado lo negro de la (representación de) nación”.

Lo interesante del caso es que la relación que establecen estos dos grupos de inmigrantes con la cumbia es bastante diferenciada entre sí, y, a la vez, diferente de la relación con la cumbia que establecen los cumbieros argentinos no-boliviano-descendientes y no-paraguayo-descendientes. La manera en que delimitamos el campo de observación del fenómeno que queríamos investigar fue consultar con referentes de la comunidad boliviana y paraguaya cuáles eran los dos locales bailables que ellos consideraban más representativos de estas comunidades. Muy interesantemente su respuesta nos llevó a un local claramente orientado a un público juvenil en el caso boliviano, y a un local claramente orientado a “familias” en el caso paraguayo.14 Veamos cómo es eso.

Kory: la Megadisco de la comunidad boliviana

El local bailable más importante de esta comunidad se llama Kory Wayra (o Huayra) (en quechua: Wayra es “viento” y Kory, “oro”, algo así como “Vientos de oro”) aunque todo el mundo se refiere a la misma sólo como “Kory”. Está ubicada en Nueva Pompeya, un barrio popular de la zona sur de la ciudad de Buenos Aires y es presentada por sus dueños como una “Megadisco”. Para el peatón desprevenido, en principio no hay diferencia alguna entre este local bailable y cualquier otra donde su público sea mayoritariamente argentino: las instalaciones son similares, la escenografía ligada al baile es similar, los artistas que se presentan los fines de semana son los mismos, etc. Sin embargo, una observación un poco más atenta de Kory muestra rápidamente su costado boliviano y la compleja trama de discursos, (siguiendo a Laclau [1987] como aquellos artefactos que construyen sentido en un terreno de lucha por el mismo, donde discurso es tanto una narrativa como una escenografía, la disposición de una cola de entrada, la comida que se ofrece a los cumbieros, los cuadros y el color de las paredes, etc.) que juegan como interpelaciones de lo boliviano en el ámbito del baile. Discursos que, si cambiamos el foco teórico de Laclau hacia el giro afectivo, podemos ahora entenderlos como elementos de un ensamblaje complejo que engloba cuerpos, objetos y tecnologías, que eventualmente moviliza determinados afectos y emociones ligados a “lo boliviano” con un nivel de intensidad que es bastante difícil de comprender al nivel del mero significado.

El rasgo más importante que identifica a Kory como un espacio boliviano es que tiene una relación simbiótica con una de las estaciones de radio más importantes que representan a la comunidad boliviana en Buenos Aires, Radio Urkupiña. Es decir, una parte muy importante del ensamblaje del que Kory forma parte lo constituye un actor no humano que, físicamente, no está en el mismo espacio que el salón de baile: la radio. Y esto es crucial para entender qué tipo de “bolivianidad” se construía y se sentía en este lugar de diversión nocturna, sobre todo teniendo en cuenta lo candente que era este tema en el contexto en el cual realizamos nuestro trabajo de campo (2008-2009) a la luz de los varios proyectos autonomistas que cruzaban a la Bolivia de Evo Morales y su intento de integración nacional. En este sentido tanto la radio como la megadisco estaban alineadas detrás del proyecto integracionista de Morales y las diferencias étnico/regionales que sangrientamente cruzaban por aquellos días a Bolivia trataban de ser minimizadas en ambos espacios. De hecho, durante la programación la radio se auto-denominaba “la radio de la integración”. Por ejemplo, los locutores, y sobre todo el encargado de las noticias cada hora, decía “nuestro país” cada vez que hacía alusión a Bolivia. Además, tres locutores de la radio (uno de ellos animador de Kory) son de La Paz, uno de los estados que apoyaba el proyecto “Moralista”. Finalmente, el mismo nombre de la radio es un llamado al integracionismo boliviano, ya que hace alusión a la Virgen de Urkupiña que ha sido oficialmente nombrada Patrona de la Integración Nacional por el gobierno de este país. En otras palabras, el afecto que continuamente intentaba movilizar Radio Urkupiña era la “unidad nacional” y el “amor indivisible por la patria”.

Y lo interesante de esta relación simbiótica entre la radio (incluida su página web) y el baile era que, en realidad, más que simbiótica era una relación dialógica, donde la radio avanzaba una propuesta de identidad al tiempo que la megadisco le respondía con una similar, pero distinta. ¿Cómo es esto? Creemos que en el constante diálogo que se establecía entre la radio-página web y el baile (donde varias horas de la radio y un espacio prominente de la página web se dedicaban a Kory y su música y, a la vez, los locutores más importantes de la radio eran los presentadores de cada noche en el local, quienes reiteradamente hacían alusión a la radio en sus intervenciones), lo que se producía era un dialogo entre “lo boliviano” y “lo argentino” como componentes indispensables de una identidad de boliviano en la Argentina, todo enmarcado en una articulación identitaria (Vila 2015, 2017; Molinero y Vila 2017) donde lo nacional y étnico se relacionaban con lo etario diferencialmente.

Así, la radio-página web jugaba mayormente el rol de afirmación de lo boliviano (por supuesto que no sin contradicciones), más allá de sus constantes alusiones a la comunidad y su función de servicio en relación a la misma (programas de ayuda al migrante, bolsa de trabajo, etc.) en buena medida a partir de la música que pasaba, la cual, en su mayoría, era música folklórica boliviana. Es decir, la radio era la proveedora de la música que la comunidad “querría o debería escuchar” si se enfocara en afirmar su identidad de bolivianos viviendo en Argentina que, a pesar de ello, no querían perder sus raíces. De esta manera, la página web de la radio presentaba una mezcla compleja entre la reivindicación de algo que podríamos denominar “lo que el imaginario popular entendía por auténticamente boliviano”, apelando al folklore, las raíces, la información necesaria para los bolivianos residentes en Argentina (cómo enviar dinero a Bolivia, cuáles espectáculos de artistas bolivianos en Argentina van a presentarse, etc.) con, por ejemplo, videos de cumbia villera o la promoción de la Megadisco Kory, a la que se denominaba, rimbombantemente, “El poderoso de Pompeya”. La radio, por su parte, pasaba música folklórica de Bolivia la mayor parte del tiempo, cosa que no sucedía en el local bailable. Y aquí es donde entra el componente etario de la articulación identitaria que mencionamos más arriba: la radio se presentaba como la radio de la comunidad boliviana “en general”, no de su componente etario más joven que era el público que mayoritariamente bailaba en Kory. En otras palabras, “lo boliviano” que presentaba la radio y que quería que sus escuchas “sintieran” a través de su programación (donde la música folklórica boliviana tradicional ocupaba un lugar central) era un sentimiento de bolivianidad más allá de la edad, algo a lo que cualquier boliviano de cualquier edad debiera poder conectarse. Obviamente, esa es una versión “adulta” de dicha bolivianidad, la cual intentaba, de alguna manera, “dictar” un tipo de bolivianidad “adecuada”, la cual debiera ser sentida por toda la comunidad, independientemente de su edad.

Esta particular versión de la boliviaidad se volvía un tanto contradictoria cuando uno iba a Kory, porque allí en cierta forma “desaparecía” o “se ocultaba” esta reivindicación folklórica tan prominente en la radio y en la página web. Kory se transformaba, entonces, en un local bailable de cumbia más entre tantos otros. Esto era así porque, a nuestro entender, la megadisco, con su énfasis en la cumbia argentina, expresaba la voz del intento de integración de los miembros jóvenes de esta comunidad a la ciudad que los acogía, muchas veces, bien a su pesar. Así, las bandas que se presentaban en Kory eran las mismas que se presentan en cualquier baile de cumbia no étnico; el público reaccionaba de una manera muy similar a la que observamos en dichos espacios, donde, por ejemplo, se agrupaban varios jóvenes, saltando y bailando abrazados al ritmo de la música en el centro de la pista (Silba, 2011b), en general controlado de cerca por el personal de seguridad del local, el cual, ante cualquier desborde, sacaba a los revoltosos de la pista o directamente del lugar, prohibiéndoles el reingreso. Al punto de que salvo por las veces en las que los presentadores o los artistas hacían mención a Bolivia o a los bolivianos, Kory no parecía ser un baile de cumbia distinto al resto por algún motivo en particular. Es decir, si uno hubiera llegado al lugar sin saber nada de todo esto, hasta no escuchar alguna de esas menciones, no era posible advertir a "simple vista" que se trataba de una local bailable boliviano. Le llamaría un poco la atención la presencia de cierta homogeneidad fisionómica que no es típica de la mezcla étnica que caracteriza al Gran Buenos Aires, pero bien la podría atribuir a la presencia de argentinos norteños en el local. Esto en realidad no era sorprendente, porque Kory no era strictu sensu un local bailable boliviano, sino un ámbito de negociación de la identidad joven boliviana en Buenos Aires, no de afirmación estricta de la misma.

En este sentido, el local bailable le ofrecía a la gente joven que concurría no ya la música que, tal vez, independientemente de su edad, le gustaba escuchar –la cual podría incluir la música folklórica que emitía la radio-, sino la que le gustaba “bailar”– y en donde la cumbia ocupaba un lugar privilegiado, como lo es para el resto de la cultura local argentina y popular/masiva. Al interior de Kory, bailando música de cumbia argentina, lo que se construía a través de la música y el baile era, fundamentalmente, una identidad de joven “cumbiero” que conectaba, de esa forma, a estos jóvenes de origen boliviano con los otros jóvenes “cumbieros” de Buenos Aires, sin diferencias étnicas o nacionales.

Pero así como Kory tenía una presencia central en la radio y en la página web, lo mismo ocurría con la radio al interior del baile, de ahí nuestra idea de la relación dialógica entre una y otra. Así, si lo “boliviano” estaba prácticamente ausente en la música que se pasaba en Kory, volvía a aparecer, fundamentalmente, en la performance de los locutores devenidos animadores, donde el mundo adulto boliviano parecía reingresar en un ámbito que privilegiaba lo joven boliviano. Lo particular de ambos presentadores, y esto los diferenciaba completamente de lo que hacían los presentadores en los bailes de cumbia no bolivianos, es que estaban muy presentes durante toda la noche. Salían al escenario apenas se empezaba a llenar de gente. Iban anunciando a los artistas que se presentarían esa noche y los que lo iban a hacer los fines de semana siguientes y hablaban todo el tiempo: entre ellos, con el público, con los disc-jockeys, etc. Al hacerlo, los presentadores introducían en el ensamblaje de Kory una marca identitaria de lo boliviano por antonomasia, el acento, es decir, un aspecto de la materialidad del habla que, además de interpelar lo boliviano, pasaba a jugar el rol de conductor afectivo de tal bolivianidad en una escena que, en principio, no necesariamente la marcaba. Así, por ejemplo, mientras no tocaban bandas en vivo, los presentadores estaban en el escenario la mayor parte del tiempo, pidiéndole al disk-jockey que pasara determinados temas, o "dirigiendo" las coreografías del público. En esos momentos era cuando la mención a Bolivia aparecía con más fuerza, en frases como "¿a ver dónde está la gente de Bolivia?", a lo cual una gran parte del público respondía aplaudiendo, gritando o saltando para hacerse visibles. O sea, la radio, como baluarte de la comunidad boliviana en Buenos Aires, intentaba no hacer olvidar que Kory era, en definitiva, un local de baile boliviano, y lo hacía a través de la performance de sus locutores devenidos animadores. Así entraba en el ensamblaje del baile un actor, la radio, que se ocupaba de movilizar la emoción de amor por el país de origen de la mayoría de los concurrentes que, de otra manera, los elementos que componían el ensamblaje espacial de Kory (música, decoración, tecnología, etc.) no movilizaban necesariamente.

Como ámbito de negociación de identidad donde lo argentino cumplía un papel más fundamental que en la radio, no es casual que, generalmente después que los presentadores hacían la pregunta sobre los bolivianos, enseguida viniese la pregunta "¿y la gente de Argentina?", lo que era habitualmente respondido por algunos sectores del público con una euforia similar. Lo interesante del caso fue que varios grupos saltaron y gritaron en ambas instancias. Después llegaba la mención a los barrios, y los primeros que se nombraban eran en general aquellos adonde vivían mayoritariamente los miembros de la colectividad boliviana en Argentina.

Lo que encontramos aquí es, claramente, una relación dialógica entre la radio y el local bailable en relación a la construcción de una identidad valorada de inmigrante boliviano joven viviendo en Buenos Aires. Por un lado, la música bailable para este sector social (y tal vez no para sus padres, por ejemplo) no era música que ellos identificaran con su país, sino música que estos jóvenes identificaban como cumbia argentina. En otras palabras, la música a través de la cual su cuerpo expresaba y sentía una identidad, era entendida y sentida como música argentina. Y esto no es un dato menor, dada la importancia de la corporalidad en la construcción de la identidad (Alabarces y Garriga, 2007; Vila, 2014, 2017; Hall, 1995). Es decir, los cuerpos de estos jóvenes bolivianos eran afectados por la música de cumbia argentina en su proceso de entenderse y sentirse como bolivianos viviendo en Buenos Aires. Al mismo tiempo, había toda una serie de otras marcas culturales que estos inmigrantes jóvenes rescataban como muy importantes para apoyar su identidad de bolivianos en Argentina: la música que se pasaba en la radio, las empanadas bolivianas que consumían en Kory,15 la presencia de estos animadores que, con sus arengas y su mero acento boliviano, constantemente referían a la “bolivianidad”, etc. En este sentido la radio y sus animadores expresaban lo boliviano, que entablaba un diálogo con lo argentino (la música de cumbia) y negociaba una identidad de joven cumbiero muy particular, sobre todo si lo relacionamos con cierta negación de lo boliviano que también estaba presente en el baile y de la cual hablaremos más adelante. Es como si lo boliviano apareciese y desapareciese en relación a lo argentino, en un juego de escondidas que hablaba de lo complejo del armado de esta identidad en el ámbito xenófobo de Argentina, y de lo complejo del tema de las identidades regionales en la propia Bolivia.16

Este es un diálogo que parecía fructífero para esta comunidad (ambas, la radio y la megadisco, eran muy populares entre los bolivianos en ese momento) y del que carecían, por ejemplo, los paraguayos que también observamos. Lo interesante (y esto será retomado cuando analicemos los que pasa en Cachaquísimo, el local bailable al que asistían miembros de la comunidad paraguaya) es que era precisamente la cumbia, una música de origen colombiano, la que venía a encarnar esa versión de la “argentinidad” a la que estos jóvenes inmigrantes bolivianos querían acercarse. No era ni el chamamé (otro música bailable, pero del nordeste argentino, no de la parte andina), ni el carnavalito del norte argentino (musicalmente indistinguible del carnavalito boliviano), ni la versión peruana de la cumbia (que muestra una interesante fusión entre la cumbia colombiana y el huayno andino –algo potencialmente muy atractivo para esta comunidad boliviana que también es andina y cultora del huayno) los que eran populares en Kory, sino la cumbia argentina en sus distintas variantes (Silba, 2008).

Y esto no era sorprendente porque el tema de la identidad, sus marcas y sus afectos siempre se establece contextual e históricamente, donde bailar cumbia en su versión argentina (siendo la cumbia la música que en ese contexto bailaban y disfrutaban los jóvenes argentinos que estos inmigrantes conocían) era mucho más importante para estos jóvenes y su proceso de negociación de una identidad migrante en Buenos Aires que, por ejemplo, bailar tango, por más que el tango sea netamente argentino y la cumbia no. Es que la cumbia también interpelaba y ayudaba a materializar, a partir de las emociones que movilizaba, dos aristas de las identidades de estos jóvenes que el tango no podía interpelar ni movilizar afectivamente: su posición de sujeto etaria y de clase (dada la propensión contemporánea del tango de ser una música “snob” y para exportación).

Que la construcción de una identidad de joven inmigrante boliviano, en el contexto xenófobo de Buenos Aires, fuera muy compleja no sólo se expresa en el ensamblaje identitario que hemos descripto hasta ahora (donde la relación dialógica entre la radio y el baile jugaban un papel central), sino también en el tipo de encuentros que se producían dentro del local bailable en el contexto por antonomasia de la misma, que más allá de ser un lugar donde se bailaba para disfrutar de la música y su encarnación en el cuerpo (Hall, 1995), era, fundamentalmente, el lugar donde se jugaba al cortejo y la seducción del sexo opuesto. En nuestro trabajo de campo fue muy interesante observar como varios varones jóvenes al acercarse a Malvina e invitarla a bailar, es decir, al momento en que éstos que fenotípicamente eran muy similares al resto de los concurrentes se encontraron con el “otro” (Malvina es, fenotípicamente hablando, muy distinta a cualquier joven boliviana) negaron su condición de bolivianos mientras se la adjudicaban a “los otros” habitúes de Kory. Lo interesante de lo que aconteció con los tres varones con los que bailó Malvina fue que ninguno se reconoció como boliviano. El primero dijo que era hijo de peruanos y que sus amigos eran bolivianos. El segundo, que era salteño, y el tercero que era “de acá” y que la gente con la que él había ido, “esos que están allá”, dijo mientras los señalaba, “ellos son bolivianos”. Creemos que, más allá de la posibilidad siempre existente de una coincidencia de que los tres no lo fueran (lo cual estaría hablando de una mezcla muy interesante y compleja de procedencias étnicas o nacionales) y teniendo en cuenta que algo muy similar pasó en el local bailable paraguayo, lo más probable es que hayamos encontrado un cierto grado de negación de la identidad boliviana que, de alguna manera “actuaba” lo que justamente este espacio interpelaba, es decir, la no “bolivianización” de la experiencia del baile. Si nos ponemos a pensar que el más que boliviano nombre de la bailanta, “Kory Wayra”, se transformaba en el uso coloquial en un muy simple “Kory”, lo complejo de la negociación identitaria que se producía en este ámbito no debe sorprendernos. Adicionalmente, desde el punto de vista de los afectos, lo que la posible negación de la bolivianidad de estos jóvenes podía mostrar es cómo, cuando la emoción en juego es el “deseo” –y, retomando a Hall (1995), la cultura popular en sus diversas expresiones encarna una especie de teatro para esos deseos y fantasías–, la forma en que estos jóvenes creyeron que podían satisfacer el deseo del otro fue la construcción de sus cuerpo como cuerpos “no-bolivianos”.

Cachaquísimo: la cumbia en versión paraguaya

Algo bastante distinto ocurrió en Cachaquísimo, local bailable de cumbia ubicado en Isidro Casanova, barrio popular del Partido de La Matanza. En este caso en particular no existía una relación dialógica con radio alguna, aunque el baile se sostenía como un ente semiautónomo en el sentido en que convivía con otro, llamémoslo “argentino”, de características similares y ubicado exactamente enfrente de Cachaquísimo. Ambos pertenecían al mismo dueño, Johnny Allon, un ex rockero y personaje televisivo devenido empresario bailantero/cumbiero, y que tenía, al momento del trabajo de campo, tanto un programa de radio como uno televisivo en el cable (y que a la fecha continúa al aire), en donde se promocionaban todos los productos culturales de su propiedad. Que en la misma calle y propiedad del mismo dueño existieran dos locales bailables tan similares habla a las claras de cómo Cachaquísimo era discursivamente marcado y afectivamente cargado como el local “paraguayo”.

Así, en Cachaquísimo la “paraguayidad” estaba presente en todos lados: empezando por el nombre, que hace referencia a la versión paraguaya de la cumbia colombiana, la “cachaca” o “kachaka”, pasando por el color de su enorme cartel exterior (los mismos de la bandera paraguaya), para afianzarse con la presencia prominente de la comida paraguaya en el local, y siguiendo por la existencia de un pequeño santuario de la Virgen de Caacupé en el propio baile, recinto al que iban asiduamente los concurrentes a persignarse, la mayoría al ingresar al lugar. El local bailable era totalmente distinto a Kory (y a muchos de los bailes de cumbia a los que tuvimos oportunidad de asistir durante los años de nuestro trabajo de campo), principalmente por el carácter “familiar” del lugar, no exclusivamente para jóvenes. Este hecho cambiaba totalmente no sólo la dinámica de lo que ocurría al interior del espacio, sino también el tipo de música que se escuchaba, música que, de distintas maneras, sin dejar de lado “lo argentino”, enfatizaba “lo paraguayo”. Como se observa, esto es algo bastante diferente a lo que ocurría en Kory, donde solamente algunas “marcas” culturales (y no todo un arsenal completo) aparecían aquí y allá para dar cuenta del carácter boliviano del lugar y movilizar, eventualmente, emociones ligadas a la “bolivianidad”. En Cachaquísimo la “paraguayidad” se movilizaba constantemente a través de un ensamblaje (edificio, decoración, comida, música, etc.) que se armaba claramente para ese fin, donde lo etario (central para cualquier baile argentino, e incluso para Kory) no entraba en la articulación identitaria que se buscaba promover, interpelar y movilizar afectivamente.

Así, si por un lado una bandeja de empanadas en la barra de bebidas era el único toque étnico ligado a la comida en Kory, la centralidad de la comida paraguaya en la movilizacion de tal identidad étnica en Cachaquísimo estaba mucho más marcada. Lo primero era la presencia del “Parador Cachaquísimo” (anunciado con un gran cartel con los colores de la bandera paraguaya) a pocos metros de la entrada del local; lo segundo, la oferta de chipá y sopa paraguaya que se les hacía a las personas que hacían la fila esperando entrar; lo tercero y último, el chipá también figuraba en el menú del “patio de comidas” que funcionaba en un galpón contiguo a la pista de baile (y que podía definirse como insólito, considerando que este baile de cumbia funcionaba de 12:00AM a 7:00AM y mucho de lo que pasaba en su interior tenía que ver con ritos de cortejo y seducción), el cual ocupaba un lugar muy prominente en el local. Así, la marca étnico/nacional que representaba en Cachaquísimo la comida era mucho más prominente que las empanadas de Kory, y si hay un conductor de la afectividad por excelencia para las comunidades migrantes este es, sin duda, la comida.

La presencia de un santuario de la Virgen de Caacupé era otra de las marcas étnico/nacionales que colocaba a Cachaquísimo en un lugar completamente diferente en relación no sólo a los locales bailables no étnicos, sino también en relación a Kory e introduce otro conductor afectivo al ensamblaje que estamos analizando, conductor que, como la comida, no sólo discursivamente interpelaba a los asistentes al baile en su paraguayidad, sino que, más importantemente, se la hacía “sentir” en sus propios cuerpos. Empezando por su nombre de origen guaraní (que proviene de la palabra guaraní "Ka'a Kupe" y significa "detrás del monte") y, fundamentalmente al ser considerada la protectora del pueblo paraguayo (como lo es la Virgen de Luján para los argentinos, por ejemplo), la presencia del altar era fundamental en la construcción de la identidad de migrante paraguayo en la Argentina. En ninguno de los locales bailables de cumbia/música tropical a los que asistimos o de los que tuvimos conocimiento (Kory, entre ellos) había altares, ya que lo religioso no tenía mucha cabida en un ámbito tan sexualizado y ligado al ocio y la diversión como son, en general, los locales bailables. Así, cuando uno apenas ingresaba al local se podía ver, sobre la pared lateral derecha y antes del comienzo de una fila de sillas plásticas, la presencia de este santuario, profusamente adornado con flores, velas y estampitas. Al detenernos a observar el altar vimos que muchas personas se acercaban apenas entraban al lugar. Hacían la señal de la cruz y se quedaban unos segundos mirando la imagen como si rezaran en voz baja. La mayoría eran mujeres de más de 40 años, pero también vimos a algunos varones de la misma edad hacerlo.

Que Cachaquísimo fuera un baile familiar y no exclusivamente para jóvenes también lo colocaba en las antípodas de lo que acontecía en Kory y el resto de los bailes no étnicos de Buenos Aires. El público que asistía a Cachaquísimo era distinto al resto por varios motivos. Por un lado existía una diversidad de vestimentas y estilos, pero también de edades. Al momento de nuestras observaciones había una sugestiva mezcla: desde chicas jóvenes vestidas con jeans muy ajustados y botas de caña alta y muy “producidas” (término del lunfardo joven argentino que implica tener mucho maquillaje, un peinado muy elaborado, bijouterie y cartera llamativas, etc.), hasta otras en jeans y zapatillas bajas; pasando por mujeres de 40 y 50 años, algunas tan “producidas” como las jóvenes que antes mencionáramos, y otras de más edad con estilo más conservador o lo que se podría denominar como más “adecuado a su edad”. En relación al aspecto de los varones encontramos una diversidad similar, aunque con menos “producción” y mucha más informalidad en el vestir. No vimos a ningún varón vestido de traje, pero sí en cambio algunos de más de cuarenta años que combinaban jeans con sacos de vestir. Nuestra interpretación sobre el tema de la ropa es que cada uno iba con lo que tenía, podía o quería y que no había una regla o una necesidad de demostrar o aparentar algo como era tan común en los otros locales bailables, donde gran parte de la identidad juvenil se jugaba en la apariencia (ropa, peinado, accesorios, etc.).

Cuando el ambiente se ponía más folklórico (y de esto hablaremos más adelante), Cachaquísimo se parecía más a una peña familiar que a un baile de cumbia. Y el segundo galpón, es decir, el “patio de comidas” con las mesas y las sillas, parecían completar el cuadro. Otro dato que va en esta línea de diferenciación “familiar” de Cachaquísimo es que las luces del lugar, en algunos momentos, estaban más encendidas de lo que habitualmente lo están en locales bailables, lo que permitía ver mucho más claramente lo que acontecía en toda la superficie del local.

El baile sexy era encarnado tanto por las mujeres jóvenes como por aquellas de más edad. También observamos otra práctica excepcional en relación a la conformación de las parejas: algunas de ellas estaban formadas por varones jóvenes de veinte y tantos años con mujeres de más de cuarenta, agarrados de la mano, propinándose muestras explícitas de afecto por todo el local. Que uno de los días en que hicimos la observación en Cachaquísimo coincidiera con el festejo del día de la madre y que viéramos a muchas familias completas festejando el evento en el local es una muestra por antonomasia de este carácter “familiar” que queremos mostrar. En términos de la circulación de los afectos y las emociones, lo interesante de Cachaquísimo era como el “deseo” (emoción central en cualquier lugar de baile de este tipo) en este caso se mezclaba con el “cariño familiar” en dosis bastante parejas, produciendo una atmósfera afectiva como ninguna de las otras atmósferas que nosotros sentimos en los locales de bailes argentinos o incluso en el propio Kory.

Por último, lo que también distinguía a Cachaquísimo como diferente era el tipo de música que allí se bailaba y escuchaba. Si bien en este espacio participaban cumbieros argentinos en gran número, el mismo se caracterizaba por tener una importante porción de su oferta musical dedicada al chamamé y la polka paraguaya, como así también a la variedad paraguaya más popular de la cumbia, la chachaca; y, por otro lado, por ser el ámbito donde se presentaban habitualmente los cultores de la movida tropical que eran exitosos en Paraguay, pero bastante menos conocidos en Argentina. La presencia de música folklórica en un local bailable de estas características era un rasgo realmente insólito y original que, de alguna manera, remarcaba el carácter familiar (es decir, no específicamente etario) de Cachaquísimo, carácter no etario que, como vimos más arriba, ocupaba la programación de la radio en el caso de Kory, aunque no así el baile.

Por lo general los sectores populares juveniles de Buenos Aires no bailan danzas tradicionales en sus ámbitos de recreación etarios habituales. Pueden escuchar música folklórica en sus casas (muchas veces forzados por sus padres), o inclusive bailarla en ámbitos escolares, pero no la elegirían para bailar un sábado por la noche en el contexto del boliche, la megadisco o el baile de cumbia. Algo muy diferente ocurría en Cachaquísimo, donde los chamamés y las polkas paraguayas eran ritmos escuchados y calurosamente festejados con aplausos, gritos y silbidos por los asistentes. Este constituía el momento más celebrado de la noche, donde, por ejemplo, el típico grito guaraní (el sapukay) era ejecutado reiteradamente. Aquí la música folklórica ligada a Paraguay (que incluye al chamamé correntino –fenómeno que requeriría un artículo en sí mismo), jugaba otro importante papel de conductor afectivo a la par de la comida paraguaya y la adoración de la virgen de Caacupé; al tiempo que el grito del sapukay jugaba como la coronación de la circulación de los afectos y las emociones que se daban en el ensamblaje de Cachaquísimo. Lo interesante de esta parte de la noche en Cachaquísimo era que, por un lado, muchos de los chamamés que se escuchaban y que incitaban los momentos emocionalmente más cargados de “paraguayidad”, eran chamamés argentinos, como por ejemplo “Tomate una dosis de chamamé”, de Los Alonsitos. Por otro lado, pudimos observar que muchos de los que en ese momento participaban jubilosamente de la celebración, evidenciaban su incapacidad para bailar chamamé o polka, pero igual formaban parte de la puesta en escena, como si bailar en ese momento y celebrar el folklore fuera una instancia casi obligada para demostrar que eran y se sentían realmente paraguayos. Con esto no queremos obviar la posibilidad de que seguramente había otros jóvenes que saltaban y gritaban sólo para divertirse o incluso para burlarse, pero nos pareció que lo que más primaba era ese vínculo afectivo con las raíces nacionales supuestamente no mediadas que el chamamé y la polka les ofrecían al público de Cachaquísimo.

El otro ingrediente que funcionaba como una marca étnico/nacional y como un conductor afectivo en el contexto de Cachaquísimo y que hablaba de lo complejo de la construcción de una identidad de paraguayo migrante en la Argentina, era la presencia prominente de la cachaca, o cumbia paraguaya, en la oferta musical del local. La cachaca es bastante parecida a lo que en la Argentina se denomina como “cumbia romántica,” baile que, al tener más condimentos “románticos”, hace necesario desplazar el cuerpo de los bailarines más hacia los laterales. Demás está decir que la cachaca paraguaya no se bailaba en el resto de los bailes a los que asistimos.

Por último, otra de las marcas culturales que movilizaban la “paraguayidad” en Cachaquísimo era la presentación en este espacio de los representantes de la movida tropical más exitosos en el Paraguay. Uno de estos era, curiosamente, un cantante mexicano que en ese momento residía en California, Lalo, con su banda “Lalo y Los Descalzos”, quien tenía un éxito fenomenal en Paraguay con una variante musical que denominaremos, a falta de un nombre mejor, “música tropical evangélica”, dada la centralidad de las referencias a Jesús en muchas de sus canciones. En una de nuestras visitas a Cachaquísimo tuvimos la oportunidad de observar la tremenda popularidad de este artista. En realidad, dado nuestro desconocimiento, pensamos al principio que se trataba de una banda oriunda de Paraguay, dado el entusiasmo del público de Cachaquísimo que lo esperaba ansiosamente, sobre todo las mujeres (tanto las jóvenes como las más maduras).17

Cuando Lalo entró, lo que se produjo fue una intensa ovación, sobre todo de parte de las mujeres. Lalo era, en ese momento, un cantante de unos 50 años de edad, vestido y peinado de manera muy prolija y tradicional. Llevaba un traje compuesto por pantalón de vestir y chaleco gris, combinado con una camisa bordó. Estuvo parado en el escenario, frente al público durante unos segundos, sin hablar, luego se puso su sombrero al estilo “cowboy” y la primera palabra que emitió fue para agradecer a “Dios, nuestro señor”. Mientras tanto, el público permanecía en un semi-silencio que realmente asombraba por tratarse de un lugar supuestamente de divertimiento y por el clima de excitación que lo había caracterizado hasta ese momento. Luego de eso empezaron los acordes de un tema lento y Lalo extendió los brazos hacia delante y hacia arriba y comenzó a cantar: “Dios está en el cielo... aleluya, Dios está en nuestro corazón...aleluya”. El resto de la canción continuó de la misma manera: una especie de oración que se reiteraba y a la que podríamos denominar como “clásicamente evangelista”.

Desde el punto de vista musical, Lalo hacía una especie de cumbia romántico-sonidera pero mucho más lenta. Según los relatos de nuestros informantes claves argentinos en el barrio popular donde hicimos nuestra etnografía sobre cumbia, Lalo hacía una música "bajón, siempre son historias tristes". A lo que agregaron, en un tono que no disimulaba su estimagtización de los paraguayos: "porque a los paraguayos les gusta eso".

Lo interesante de todo esto es que si en el caso de Kory la negociación identitaria que caracterizaba la complejidad del ser boliviano en Buenos Aires en su costado “aculturado” pasaba por el gusto hacia la cumbia argentinizada en sus distintas vertientes, mientras que el costado de la negociación identitaria que reafirmaba la bolivianidad pasaba por la escucha cotidiana de música folklórica boliviana en la radio que simbióticamente estaba relacionada a Kory; en el caso de Cachaquísimo esa misma negociación se producía al interior del local bailable a través de la coexistencia de músicas que tanto hacían alusión a lo argentinizado como a lo que, en ese contexto específico (y esto es muy importante para nuestro argumento), significaba ser y sentirse paraguayo. ¿Por qué esto es crucial? Porque mucha de la música que los migrantes paraguayos disfrutaban en Cachaquísimo porque la consideraban “su” música, en realidad, desde un punto estrictamente musical (y esto puede tener alguna importancia para los etnógrafos, pero no para los actores), no lo era. Así, por ejemplo, una buena proporción de los chamamés que estos migrantes paraguayos reivindicaban como suyos eran, en realidad y como ya fue señalado, chamamés de conocidos autores e intérpretes argentinos, como Los Alonsitos o Tránsito Cocomarola, entre otros. Por supuesto, como bien nos hizo notar un lector anónimo de este artículo, “lo paraguayo, en realidad, era lo que ellos creían que los marcaba: en todos estos casos, lo analíticamente crucial es el significado que atribuyen al sonido-musical o forma significante. Es la atribución de significados y no que la forma significante estuvo asociada, o lo esté para [los etnógrafos], a una identificación de nacionalidad, o a un compositor o intérprete identificado nacionalmente”. Pero, más importante aún, el lugar central que jugaba la cachaca en la programación musical de Cachaquísimo y la presencia de un artista mexico-americano consagrado en Paraguay eran tal vez las marcas identitarias “paraguayas” que estos sujetos más utilizaban para marcar y sentir su “paraguayidad”.

Esto es así porque a diferencia del chamamé y la polka que, de alguna manera, hacían alusión al Paraguay del pasado, la cachaca y Lalo y Los Descalzos eran los representantes del Paraguay popular de ese momento histórico, de la música popular contemporánea que ellos mismos escuchaban en su Paraguay natal antes de emigrar (Lalo era importante en Paraguay desde fines de los 80s), o la música que su familia y sus amigos escuchaban allí y ellos disfrutaban cuando iban de visita a su país de origen.

En otras palabras, el asunto es que el tema del chamamé y la música tropical que hacía Lalo y su relación compleja con la nacionalidad paraguaya en realidad no tiene importancia. Estamos convencidos que la mayoría de los asistentes a Cachaquísimo, por ejemplo, no tenían la más mínima conciencia de que una buena parte de los chamamés que celebraban con su típico sapukay eran argentinos. Lo paraguayo, en realidad, era lo que ellos creían que los marcaba en una situación contextual particular (en este caso, vivir en Buenos Aires). Si esa marca era indudablemente Argentina en otros contextos (por ejemplo en una bailanta en la provincia de Corrientes, lindera con Paraguay, provincia considerada por muchos como la “cuna” del chamamé), donde no podía ser usada para marcar “lo paraguayo” (el sapukay también se grita en Corrientes), en realidad no importaba, porque lo importante era cómo funcionaba en el contexto de performance particular donde la marca se ponía en acción, de qué manera esa marca jugaba como conductor afectivo que llevaba a “sentir” lo paraguayo en el cuerpo.

Si lo que estamos sosteniendo aquí tiene alguna verosimilitud, complica de manera más que interesante el tema de la identidad étnico/nacional de los inmigrantes de países limítrofes en Buenos Aires, donde lo étnico se convertía, de alguna manera, en cómo lo trasnacional influía diferencialmente en países distintos. ¿Qué es lo étnico en este contexto? ¿Lo ancestral o lo globalizado contextualmente popular en cada país? Creemos que la respuesta es la segunda posibilidad que mencionamos, si no, no se podría entender como conviven el chipá y la sopa paraguaya con la música mexicana en la construcción de la paraguayidad en Buenos Aires.

Al mismo tiempo, lo interesante del papel de Lalo y Los Descalzos en este ensamblaje y esta particular construcción de la paraguayidad en Cachaquísimo es que el tipo de música de este intérprete lo pone en las antípodas de lo que, hasta hace un par de años atrás, era la música de cumbia hegemónica en Argentina: la cumbia villera. La música tropical de tipo evangélico de este autor no tenía absolutamente nada que ver, ni en su sonido, ni en su ritmo, ni en sus letras, ni en el tipo de actuación que la acompañaba, con la cumbia villera. De ahí que no es sorprendente que no escucháramos ninguno de los temas más groseros y machistas de cumbia villera que eran tan populares en los bailes de cumbia no étnicos del Gran Buenos Aires en ese momento.

Lo que se interpelaba y se quería hacer circular como emoción con potenciales performativos en Cachaquísimo, así, no era una identidad de “joven paraguayo”, sino de paraguayo a secas, dado el entorno familiar y religioso que caracterizaba a este espacio: público de muy diversas edades, grupos familiares que iban allí a festejar cumpleaños, la existencia de un patio de comidas que lo hacía más un salón de fiestas que un mero salón de baile, la presencia del santuario de la Virgen de Caacupé en el recinto, el tipo de música que allí se pasaba, etc.

Por último, y como no podía ser de otra manera, la construcción de una identidad de inmigrante paraguayo en el contexto xenófobo de Buenos Aires era tan complicada como la construcción de una identidad de inmigrante boliviano y también se expresaba en el tipo de encuentro entre los géneros y las nacionalidades que se producía en el juego de cortejo y seducción que caracteriza a cualquier local bailable. Así, exactamente como aconteciera en Kory, fue muy interesante observar como uno de los jóvenes que se acercó a Xxxx para invitarla a bailar también negó ser paraguayo. Al momento del encuentro se dio el siguiente diálogo:

—Me llamo Carlos, ¿y vos?

—Xxxx.

—¿Vamos a bailar?

—No, te agradezco pero no.

—¿Tenés novio?

—Sí.

—¿Está por venir?

—Sí, en un ratito.

—¡Ahh!... Pero entonces, vamos a bailar.

—No, en serio, gracias.

—Mirá que yo soy argentino.

—Yo también y está todo bien, pero no quiero bailar.

— Bueno, chau entonces.

Lo interesante de este encuentro y siempre teniendo en cuenta que puede tratarse de una total coincidencia, es que tal como aconteció en Kory, ante el encuentro con “el otro”, un participante del baile se vio en la necesidad de aclarar que él no era uno de los “habitantes naturales del lugar”, sino tan argentino como Xxxx. ¿Qué queremos decir con esto? Que este varón joven no le dijo a Malvina: “mirá que yo también soy zurdo”, o “mirá que yo no soy gay”, o “mirá que yo también mido 1.70”, o “mirá que yo también soy católico”. No, ante la negativa de Malvina de salir a bailar el joven sintió que tenía que hacer referencia al componente étnico/nacional del encuentro, en este caso, para separarse de lo que él pensaba era la verdadera causa de la negativa de Malvina de bailar, esto es, que una argentina no bailaba con un paraguayo. Cuando la emoción que se puso en circulación en el encuentro entre géneros en el baile fue el “deseo”, Carlos sintió que su capacidad de afectar y ser afectado emocionalmente se intensificaba positivamente si desplegaba una articulación identitaria que, a sus marcas visibles de edad –joven–, presencia –buen mozo–, etc., le agregaba una identificación no visible –su no-paraguayidad– que él pensó sería del agrado de Malvina.

Conclusiones

Los dos casos que aquí presentamos plantean algunas líneas de reflexión que, entendemos, son sugerentes. Por un lado lo complejo y diverso que era la negociación de identidades migrantes de países limítrofes con poblaciones marcadas étnicamente en sus cuerpos en el contexto xenófobo de Buenos Aires y su imaginario “blanco”. Por otro lado, lo importante que eran las marcas culturales y los conductores afectivos que proveía la música para dicha negociación. Además, lo complejo del accionar de estas marcas y esos conductores en un mundo globalizado donde ya no queda muy en claro que es música argentina, boliviana o paraguaya. Así, lo que funcionaba como una importante marca cultural y un conductor afectivo de los “negros” argentinos era un ritmo de origen colombiano, altamente influenciado por la cultura rock en su instrumentación, donde las letras reivindicaban lo que la clase media blanca bonaerense justamente critica: la cultura del delito, las drogas y la estigmatización de las mujeres.

En el caso de los migrantes bolivianos que observamos, lo que se producía era un diálogo entre una radio y una megadisco en relación a como armar una identidad boliviana (ya de por si compleja en la Bolivia de ese momento) para la población extranjera más estigmatizada del país, aquella que ha sufrido las humillaciones y los ataques xenófobos más sangrientos, alguno de los cuales han resultado en la muerte de bolivianos a manos de argentinos. En este diálogo musical sobre la identidad la radio apoyaba el lado boliviano de la identidad migrante (sin marcas etarias), al tiempo que el baile, complejamente, apoyaba el proceso de aculturación a lo argentino de los jóvenes bolivianos, pero a partir de su adhesión a esta música de origen colombiano, rockerizada (es decir, de alguna manera americanizada) y argentinizada.

En el caso de los paraguayos que iban a Cachaquísimo, la negociación identitaria parecía producirse totalmente al interior del salón de baile, donde los productos musicales argentinizados y paraguayizados eran bastante distintos a los de Kory. Por un lado porque la variante de la cumbia argentinizada que más gustaba en Cachaquísimo no era la villera, sino la romántica. Por otro lado porque la variante de la música “paraguaya” (no por origen musical, pero si por popularidad en Paraguay) que cumplía un papel central de apoyatura identitaria era la música de un cantante mexicano residente en California que promovía una variante “evangélica” de la música tropical. Y, en realidad, que la cumbia romántica fuera la elegida por los paraguayos para identificarse con lo argentino no estaba desligado de su preferencia por el tipo de música tropical que hacía Lalo, ya que la cumbia villera estaba (musicalmente, performativamente, y desde el punto de vista de las letras) en las antípodas de lo que proponía Lalo, mientras que la variante paraguaya de la cumbia, la cachaca, no lo estaba. En este sentido, las tramas narrativas de los paraguayos residentes en la Argentina tenían bastantes problemas para negociar con los contenidos de la cumbia villera en su proceso de construcción identitaria, pero sí podían hacerlo con los contenidos de la cumbia romántica argentinizada, al menos al interior del espacio familiar y altamente paraguayizado de Cachaquísimo. Como podemos observar, un escenario por demás complejo que, por supuesto, es el tipo de escenario que más nos gusta a los sociólogos y antropólogos.

Bibliografía

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Notas

1.

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)/Universidad de Buenos Aires-Universidad Nacional de San Martín.

2.

Departamento de Sociología, Temple University.

3.

El tema de la conflictividad de género en la cumbia villera es uno de los que más atención ha suscitado en relación a este género musical. En la mayoría de los casos (Silba y Spataro, 2008 y 2017; Alabarces y Silba, 2014), Silba (2008), Vila y Semán (2011), Semán y Vila (2012); Martin (2008); se da cuenta de que la cumbia villera es un artefacto cultural extremadamente complejo. Por un lado, la mayoría de las letras pueden leerse conteniendo un grado alto de machismo, pero analizando el contexto de su emisión, rápidamente se descubre que muchas veces lo que las letras tan gráficamente expresan en relación a las mujeres, es contradicho por la performance de los cantantes y las bailarinas que los acompañan. Al mismo tiempo, las propias letras muestran contradicciones internas que reflejan una disputa no resuelta acerca de las relaciones de género entre los actores de este tipo de música, tanto público como artistas. Por otro lado, hay una distancia apreciable entre las condiciones de recepción y las condiciones de emisión de la cumbia villera, y los trabajos etnográficos de las y los autores ante citados han mostrado como las letras de las canciones eran siempre negociadas por las jóvenes que las escuchaban en relación a sus particulares tramas identitarias. De ahí que, si algunas de las entrevistadas en los respectivos trabajos de campo rechazaban totalmente las letras por que las mismas sostenían un mensaje sobre ellas al que caracterizaban como machista, otras jóvenes aceptaban dichos mensajes porque éstos describían a “las otras” (no ellas) que escuchaban y bailaban cumbia villera, encarnando, supuestamente, los roles y las prácticas allí descriptos. Otras jóvenes, por el contrario, directamente abstraían las letras de las canciones y solo se relacionan con la música de la cumbia villera. Si esto es lo que ocurría con las mujeres entrevistadas, los varones negociaban los sentidos de las letras también complejamente, aunque en la mayoría de los casos los autores ante citados focalizan en mostrar la perplejidad que sentían estos varones en relación con una activación de la sexualidad de las jóvenes que les producía ambigüedad, ya que si por un lado la deseaban, por el otro, también, le temían. La actividad sexual libre y desenfadada había sido, hasta no hacía mucho tiempo, un territorio exclusivamente masculino, y el hecho de que las mujeres lo reclamasen ahora también como propio, no dejaba de resultar(les) amenazante.

4.

En julio de 2001 el ex-Comfer emitió pautas de evaluación sobre los contenidos de este sub-género de la cumbia: http://www.elortiba.org/pdf/cumbia_villera2.pdf Accesado el 10/03/2017. Es interesante hacer notar que el ente oficial alertó sobre el peligro potencial de este sub-género de cumbia sin hacer ninguna mención respecto a las relaciones y violencia de género que también caracterizan a la cumbia villera (Silba y Spataro, 2008).

5.

Frigerio afirma que “la blanquedad porteña no es problematizada como categoría social pero sí precisa ser construida a nivel micro, a través de un trabajo continuo de invisibilización de los rasgos fenotípicos negros por medios de la adscripción de la categoría de negro tan sólo a quienes tienen tez oscura y cabello mota” (2006: 5). La interpretación propuesta aquí, sin embargo, propone complejizar dicha afirmación, en el desplazamiento de lo racial hacia lo moral (“negros de piel” a “negros de alma”), enfocándose en las diversas experimentaciones subjetivas de los sujetos “no blancos” referenciados a lo largo de estas páginas.

6.

Nuestras indagaciones sobre la cumbia villera en general se hicieron en el marco de un trabajo de campo de varios meses que consistió en el seguimiento de un grupo de jóvenes argentinos (no-bolivianos y no-paraguayos) que iban a bailar cumbia todos los fines de semana, así como entrevistas en profundidad con jóvenes de sectores populares del Gran Buenos Aires y encuestas breves a la entrada del principal programa televisivo dedicado a la cumbia villera. El trabajo de campo sobre los bailes de cumbia de las comunidades paraguayas y bolivianas consistió en asistir a esos bailes y hacer observación participante.

7.

El trabajo de campo lo desarrollamos entre 2008 y 2009 en dos locales bailables (uno de la Ciudad de Buenos Aires y otro del Conurbano bonaerense) a los que asistían, mayoritariamente, miembros de las comunidades bolivianas y paraguayas residentes en la Argentina.

8.

Cuando hablamos de “migrantes bolivianos y paraguayos” estamos incluyendo a los migrantes propiamente dichos y a los hijos (y tal vez inclusive nietos) de migrantes de esos países. Esto no indica que desconozcamos las diferencias entre unos y otros, sino que aceptamos la interpretación avanzada por los investigadores del tema (prominentemente Grimson) que sostienen que la “marca” identitaria de estas poblaciones no se borra con el hecho de haber nacido en la Argentina.

9.

La cumbia sonidera es una variante de la cumbia que se destaca por el uso de sintetizadores y puede datarse su origen hacia principios de la década de los 1990s. Este tipo de cumbia también se destaca por ser más instrumental que cantable. Sin embargo, aún y cuando sus canciones tienen letras, un componente musical muy utilizado en la cumbia sonidera es resaltar en todo momento el sonido de la guacharaca.

10.

Ver nota al pie Nro. 1 para entender como las letras mayormente expresan una mirada masculina sobre la sexualidad femenina y las complejas reacciones de ambos, varones y mujeres, a esta descripción/representación de tal sexualidad.

11.

Dice Vila: “En este proceso, la música de raíz folklórica queda ligada tanto al ‘cabecita negra’ como al peronismo, y de ahora en más, el habitante urbano ‘histórico’ puede esconder su desprecio hacia el provinciano detrás de una fachada política: no es racista, es antiperonista. De esta manera el racismo/antiperonismo se extiende a sus manifestaciones culturales, entre ellas: el folklore” (Op.cit, 1987: 82).

12.

Como bien nos hizo notar un revisor anónimo de este artículo, dichas prácticas afectivas (de las cuales los discursos de sentido común son su componente cognitivo), pueden en realidad ser entendidas como “modalidades de estigmas que los sectores populares, auto-percibidos como normales y nacionales, reproducen de los sentidos dominantes hegemónicos, fundados en un profundo prejuicio y desprecio de clase manifestado con categorías racializadas coloniales como “negro”. Agradecemos enormemente esta clarificación.

13.

Por tal motivo, y basándonos en los intercambios con nuestros informantes durante el trabajo de campo, hemos decidido no utilizar el término “bailanta” o el apelativo “bailantero” para referirnos a sujetos y espacios, respectivamente, dado el rechazo que la gran mayoría de nuestros entrevistados tenía por esos términos. Asimismo, en el contexto actual el término es considerado anacrónico por diversos actores del campo cumbiero, colocándose ese dato en línea con el desplazamiento del término en tanto ha perdido, además, su potencial descriptivo.

14.

Esto, de por sí es un tema más que interesante que requeriría una investigación en sí misma, investigación que no podemos desarrollar en el espacio de este artículo.

15.

En las barras de Kory, adonde se vendía vino, cerveza y algunos tragos, también se vendían empanadas. Al momento de hacer nuestras observaciones, una chica de rasgos fisonómicos similares a los de los asistentes a Kory, habitualmente estaba sentada frente a una gran bandeja llena de empanadas, con un cartel que decía: "Empanadas 2$". De alguna manera, este detalle desentonaba con buena parte de la promoción que tanto la radio como el sitio web hacían de Kory, es decir una Megadisco. El imaginario sobre una mega-disco habitualmente, al menos en la Argentina, no incluye la venta de comida étnica en la misma barra adonde se sirven tragos.

16.

En sus trabajos sobre el tema Grimson (2005) habla de un cierto borramiento o negación de las diferencias regionales existentes al interior de Bolivia y la necesidad de unificar “lo boliviano” hacia fuera, como si el discurso quisiera unir aquello que está irremediablemente separado internamente.

17.

Tema de un muy interesante trabajo de investigación sería, tal cual nos lo apuntara un lector anónimo de este artículo, indagar qué tipo de negociación de sentido se produce al interior de Cachaquísimo entre la prominente presencia de una Virgen católica “en tanto emblema de nacionalidad mientras que la música y el artista preferido refieren al mundo evangélico”.