La racialización del afecto: una propuesta teórica1
Por Ulla D. Berg2 y Ana Y. Ramos-Zayas3
En años recientes, los investigadores vienen empleando cada vez más el concepto de afecto para cuestionar el arraigado supuesto acerca de que la acumulación de capital y los proyectos económicos entran inherentemente en conflicto con el ámbito íntimo, afectivo, de la experiencia humana. Si bien en la antropología se ha realizado algunos esfuerzos para situar el afecto en estructuras y relaciones de poder –incluidos sus entramados con la normatividad, la desigualdad y la violencia–, los estudios contemporáneos sobre el afecto, sin embargo, se han desarrollado de manera más bien independiente de las investigaciones sobre la raza y la racialización, y por fuera de los análisis críticos sobre la “blancura”. No obstante, tal como demostraremos aquí, los procesos de racialización han estado intrincados con, y en ocasiones han sido constitutivos de, las propias nociones de “emoción”, “sensibilidad” o “sentimiento” que históricamente han producido, destacado y explicado la diferencia racial y han servido para respaldar las ideologías raciales predominantes. Las poblaciones de migrantes latinoamericanos y de latinos en Estados Unidos han figurado de manera destacada tanto en las discusiones académicas acerca de la “raza” en las Américas como en las representaciones populares de las expresiones afectivas (siendo el ejemplo más conspicuo el de “la gente latina” como de sangre caliente). En este artículo proponemos el concepto de “afecto racializado” como una herramienta analítica que nos permitirá examinar las contradicciones insertas en el estudio de la raza y el afecto, tanto por separado como en su intersección.
En este intento preliminar de teorizar el afecto como inseparable y en articulación diacrónica con los procesos de racialización, reconocemos que una concentración analítica en el afecto nos da un vocabulario para hablar acerca de la intersubjetividad de una manera que no niega, pero que de hecho necesariamente evoca, una serie de condiciones materiales y trayectorias históricas más amplias de las que las poblaciones de color son sumamente conscientes. Concebir el afecto, no como una respuesta emocional expresada u observada ni tan solo como “un medio a través del cual los sujetos actúan sobre otros y son actuados por estos” (Richard y Rudnyckyj, 2009: 62), nosotras nos centramos en las maneras radicalmente distintas, racializadoras, con frecuencia públicas y desiguales, en las que las prácticas afectivas, las manifestaciones emotivas y las evaluaciones del ser-persona son experimentadas y vividas entre los migrantes latinoamericanos y los latinos en Estados Unidos. Por lo tanto, una perspectiva sobre “el afecto racializado” contribuye no solo a la investigación académica sobre el afecto y la economía política dentro de la disciplina antropológica, sino que también aporta a la investigación académica acerca de la raza, la teoría crítica de la raza, la migración y los estudios latinos y latinoamericanos al proponer un análisis más matizado acerca de la “racialización”, uno que coloca en primer plano la economía política y el contexto histórico como inseparables de la complejidad subjetiva de las poblaciones racializadas y los proyectos nacionales e internacionales.
Si bien las investigaciones sobre el afecto han proliferado de manera significativa en años recientes –lo que ha llevado a que algunos académicos se refieran a un “giro afectivo” en las ciencias sociales (Clough y Halley, 2007; Leys, 2011; McElhinny, 2010)–, nosotras nos alejamos de las concepciones predominantes acerca del afecto –que lo conciben tan solo como intensidad, flujo y movimiento– y, específicamente, prestamos atención a las maneras en las que el afecto está integrado en los proyectos político-económicos más amplios. Nos inspiramos en los trabajos de Ruth Leys, quien critica magistralmente a Massumi y a otros destacados teóricos culturales por asumir que el afecto funciona como una capa preconsciente de “incitación a actuar”, de modo tal que la acción corporizada es un asunto de estar sintonizado con, y enfrentado a, el mundo sin el insumo de un contenido racional y una intencionalidad (véase Leys, 2011: 442, nota n° 22). Nosotras, en cambio, suscribimos una perspectiva de “economías del afecto” que considera al afecto como relacional e intersubjetivo –en contraposición a la concepción psicológicamente individualista de la “emoción”– y como un mediador de las transformaciones económicas en contextos materiales e históricos particulares (ver Richard y Rudnyckyj, 2009). Sin embargo, a diferencia de otros investigadores que también adoptan esta perspectiva, nosotras privilegiamos el tema de cómo es que opera el afecto en la producción de la “raza” y en los procesos de racialización que acompañan a las transformaciones capitalistas globales y a las aspiraciones neoliberales locales. Insistimos en calificar el “afecto” como “racializado” para enfatizar la centralidad de los proyectos raciales que sustentan al nacionalismo de los Estados Unidos y sus intervenciones imperialistas y coloniales en Latinoamérica, así como las (des)igualdades “emocionales” arraigadas en los prototipos “latino” y “latinoamericano”. Al adoptar este lente conceptual, permanecemos atentas al afecto como un conjunto vital de registros dinámicos de la vida, las prácticas y las experiencias cotidianas. Ni el afecto ni la raza ocupan un círculo concéntrico mayor en nuestro análisis, dado que ambos están moldeados por los contextos político-económicos particulares, las micro-manifestaciones de la vida cotidiana y lo común en términos históricos.
Si bien nos percatamos de que la raza es producida en las intersecciones de otros sistemas de poder, creemos que, en el contexto de la intervención imperial y colonial de los Estados Unidos en Latinoamérica y las políticas de “ilegalidad” rastreable entre los migrantes latinoamericanos y los latinos en los Estados Unidos, la raza es casi indiscutiblemente un lente predominante para comprender otras formas de desigualdad. Percibimos la migración como un proceso social clave y un locus para la producción del afecto racial y, por lo tanto, privilegiamos la relación entre raza y migración, y entre los migrantes del Sur Global y las minorías racializadas, para situar la racialización latina y latinoamericana en una economía política de migración laboral transnacional que tiene una relación directa con los intereses imperiales, coloniales y financieros de los Estados Unidos en Latinoamérica y el Caribe. Este marco se propone resaltar cómo, una vez en los Estados Unidos, los migrantes latinoamericanos de arribo reciente, y especialmente sus hijos nacidos en los Estados Unidos, devienen en la “corporeización” de todo lo que se asocia con la siempre ya criminalizada minoría nacida en los Estados Unidos, más estrechamente asociada con la experiencia de los afroamericanos (ver Ramos-Zayas, 2012). Tal como anota el colega antropólogo Edgar Rivera-Colón, la raza sigue siendo central en este caso dado que la “supremacía blanca” es una estrategia nacional y global de construcción de hegemonía4. Nuestra propuesta de prestar atención al “afecto” y la “raza” como mutuamente productoras y reproductoras, requeriría, por lo tanto, que los antropólogos y los científicos sociales observen las dinámicas dentro de sus propias instituciones para considerar la manera no-psicológica pero emotiva en la que se reproducen la “raza” y las prácticas de subordinación y privilegio.
Incluso entre nuestros propios pares académicos del ámbito de estudios latinos y latinoamericanos, existe una preocupación justificada con respecto a que un interés creciente en el “afecto” podría conducir a una “reversión” hacia las propias taxonomías culturales que han servido históricamente para racializar a las poblaciones de latinos en Estados Unidos y de migrantes latinoamericanos, justificar su marginación, explicar (o justificar hábilmente) su pobreza e incluso como un fundamento para la implementación de planes de acción y de gobierno perjudiciales (e.g., R. Gutiérrez, 2001). Esta legítima preocupación vuelve imperativo que nosotras esclarezcamos que, a diferencia de los antiguos enfoques antropológicos que privilegian las perspectivas estáticas acerca de la “cultura” para explicar variaciones en la interioridad individual y sus manifestaciones o consecuencias sociales, nuestra perspectiva sobre el afecto se centra en un análisis crítico de la política de la raza. Nos proponemos ofrecer un lente productivo para analizar las maneras en las que los sistemas raciales están fundamentalmente diseñados para crear “estructuras de sentimiento” desiguales (R. Williams, 1977), las que de manera cómplice recompensan a un conjunto de “reglas de sentimiento” y “trabajo emocional” (Hochschild, 1979) y a formas alternativas de capital (Bourdieu, 1977), mientras que disciplinan y estigmatizan completamente a otras. Dado que consideramos que la “racialización” es una serie de proyectos de nación-estado configurados en términos históricos y políticos (Omi y Winant, 1994), percibimos el “afecto racializado” como endémico en las prácticas sociales que son decididamente históricas, racionales y, en algunos casos, intencionales, mientras que al mismo tiempo es apuntalado mediante prácticas corporeizadas que son fenomenológicas, reflexivas (y auto-reflexivas) y viscerales.
En contraste con cierto trabajo académico en el campo de las humanidades orientado a buscar una formulación fundacional, no-racional, incluso “pre-social”, del afecto, en nuestro trabajo no queremos desestimar el rol de la “intencionalidad”, o explicar cualquier proyecto racial o práctica racial afectiva como “inconsciente” o como un producto de la “ignorancia” o la “falta de autoconciencia”. Por lo tanto, nosotras cuestionamos la idea de que existe una brecha entre los afectos del sujeto y su cognición o apreciación de la situación u objeto afectivos, de modo tal que no se considere que la acción y el comportamiento están determinados por las “disposiciones afectivas” que son independientes de la conciencia y del “control de la mente” (Leys, 2011: 443). Al concentrarnos en una perspectiva racializada sobre el afecto, evitamos separar el afecto de la cognición o significado –como lo hacen teóricos recientes–, y privilegiamos una perspectiva histórica, la cual preserva la intencionalidad como un principio central, si bien a veces inadmisible5. En el caso de las poblaciones marginadas y racializadas, los principales sujetos de nuestra propia investigación, es particularmente crucial situar el afecto en un contexto político e histórico dinámico, con el fin de evitar la tendencia a mantener los mismos estereotipos emotivos de los que se han valido los proyectos coloniales e imperiales cuando se trata de las poblaciones latinoamericanas y de latinos nacidos en los Estados Unidos. Al mismo tiempo, si abogamos por prestar una atención más cercana al afecto en el estudio de tales poblaciones, no es con el fin de negar la existencia de ricas dinámicas emocionales que son articuladas en particular en referencia y autorreferencia a estas condiciones políticas y económicas mayores y a formas cotidianas en las que las poblaciones de color “se sienten históricas” (ver Berlant, 2008)6.
Empezamos este artículo con un análisis parcial de cómo el afecto llegó a ser un concepto constitutivo y fundacional en las prácticas de racialización y en el conocimiento antropológico producido sobre las poblaciones latinoamericanas, caribeñas y de latinos en Estados Unidos durante la mayor parte del siglo XX. Más aún, demostramos cómo la literatura acerca de la “cultura” –e incluso “raza”– produjo sujetos cuyas disposiciones emotivas fueron ya sea chatas, debido a que ellos estaban “sub-performando” (como algunos pueblos indígenas en Latinoamérica) o eran excesivas porque eran incapaces de performar exitosamente sus emociones de modos conmensurables con regímenes económicos más amplios –o simplemente eligieron no hacerlo (como los negros y latinos en Estados Unidos, particularmente los puertorriqueños)–. Destacamos lo que nosotras consideramos que constituyen los dos pilares de nuestra intervención teórica: por un lado, una concepción de “afecto vulnerador” que da como resultado una subjetividad simplificada, menoscabada, de las poblaciones racializadas como el Otro y, por otro lado, una concepción de “afecto empoderante” que perpetúa la subjetividad afectiva privilegiada y matizada reservada con frecuencia para los blancos en los Estados Unidos y para las élites “blanqueadas” de Latinoamérica. Concluimos nuestro artículo desarrollando el “afecto racializado” como un posible lente teórico para destacar la racialización y el afecto como proyectos políticos y campos académicos necesariamente interconectados, incluso mutuamente constituidos. Para que las poblaciones de migrantes latinoamericanos y latinos en Estados Unidos sean vistas como sujetos neoliberales exitosos, el afecto generalmente tiene que ser una tarea extenuante y difícil de dominar con maestría, antes que una respuesta “pre-social” (ver Massumi, 2002). Por lo tanto, sostenemos que las consecuencias tanto de las manifestaciones afectivas (auto-modeladas) como el ser afectivo (auto-reflexión) portan consecuencias político-económicas significativamente diferentes para las poblaciones racializadas; en este sentido, el afecto de los blancos importa de un modo que requiere que las poblaciones racializadas desarrollen una sensibilidad hacia tal afecto, aun cuando esta sensibilidad sea desarrollada la mayoría de veces unilateralmente y no en términos recíprocos7.
Si bien los debates en torno a un “giro afectivo” sugieren una nueva orientación teórica hacia el afecto en las ciencias sociales, las poblaciones en y de Latinoamérica y el Caribe han sido constituidas de maneras principalmente emotivas a lo largo de la mayor parte del siglo XX. Las prácticas racializadas que condicionan la producción social de estas poblaciones se han basado en la manera en la que sus disposiciones afectivas han sido manipuladas, representadas y estereotipadas desde el periodo colonial. En esta sección discutimos las maneras en las que el afecto ha constituido una dimensión integral de los proyectos de construcción de nación en torno a la “mezcla racial” a lo largo de toda Latinoamérica, en las prácticas imperiales de los Estados Unidos en la región y en las concepciones contemporáneas de los trabajadores migrantes latinoamericanos transnacionales y, en general, de las comunidades latinas de los Estados Unidos.
La mezcla racial en sus variadas articulaciones regionales ha constituido una ideología predominante de construcción de la nación a través de Latinoamérica y el Caribe durante el siglo XIX, así como un tema fundacional en las investigaciones de las ciencias sociales regionales. A principios del siglo XX, cuando los líderes políticos y los intelectuales latinoamericanos debatían intensamente sus proyectos nacionales, el “problema del indio” llegó a ocupar un lugar central en las discusiones sobre la integración social y racial y en la búsqueda de una entidad nacional “auténtica” (Mallon, 1992; Marzal, 1993). Estas discusiones moldearon dialógicamente la consolidación de las disciplinas académicas en la región, incluidas la arqueología, la antropología y la etnología. Muchas de las voces que surgieron como centrales en estos prolongados debates nacionales fueron las de los antropólogos, quienes llevaron a cabo investigaciones dentro de los territorios nacionales sobre los otros “internos” (i.e., pueblos indígenas). La obra de estos antropólogos alimentó directamente los empeños dedicados a la formulación de identidades culturales nacionales y a forjar caracteres nacionales en términos culturales, raciales y afectivos8.
En México, el indigenismo llegó a ser influyente como una ideología tras la revolución de 1910-1920 e influyó enormemente en el pensamiento antropológico (ver Manuel Gamio, Alfonso Caso, Gonzalo Aguirre Beltrán). Los antropólogos indigenistas sostuvieron, con frecuencia en tonos altamente paternalistas, que los pueblos indígenas eran importantes para el gran proyecto de la nación mestiza debido a su pasado cultural, pero le dieron poca importancia a los sujetos indígenas contemporáneos (en contraste, en estos países las poblaciones negras rara vez fueron elevadas a la categoría de ancestros nacionales). Por lo tanto, la mayoría de escritores indigenistas y reformadores, tanto en México como en la región andina, vieron conscientemente la “opción ciudadana” para la población indígena como una de integración y asimilación cultural en la más grande nación mestiza (Wade, 2008; Larson, 2005). Estas diversas construcciones operaron para reproducir estereotipos reduccionistas acerca de las disposiciones afectivas de los pueblos indígenas versus sus contrapartes mestizas y cholas9. Mientras que el mestizo provinciano andino fue percibido con frecuencia por las élites blanqueadas como violento y despótico y como encarnación de una mezcla volátil de vulgaridad, servilismo y audacia, el cholo urbano, a su vez, fue percibido como transgresor en términos sociales y sexuales, alguien atraído por el vicio, y astuto y políticamente peligroso para las auto-denominadas élites blancas. A su vez, a los indios se les atribuyó generalmente afectos que los convertían en abyectos, pasivos, apáticos e indolentes, excepto cuando su “carácter primitivo” les obligaba a caer en la brutalidad, el salvajismo y la bestialidad como víctimas de condiciones sociales miserables. Por ejemplo, el indio aymara, tal como señala Brooke Larson, fue considerado por los intelectuales y reformadores bolivianos de principios de siglo XX como alguien que despliega “cambios de humor radicales entre la total pasividad y la furia espasmódica” (2005: 233); esto, a su vez, les permitió a estas élites producirse a sí mismas como las custodias del nacionalismo blanco, entendido como la modernidad.
Cuando los indios, quienes se asumía que eran “prepolíticos” y que tenían una conexión primordial con la tierra y las montañas (Orlove, 1998), pasaron a ser “móviles” mediante la migración y abandonaron sus “hábitos naturales” en las serranías para migrar a las ciudades aledañas, fueron vistos como moralmente corruptos y sexualmente desviados. Solo los indios (o sus hijos) que llegaban a ser “educados” estaban en condiciones de reorientar sus trayectorias morales, doblegar sus afectos y redimirse mediante la educación como “gente decente” (De la Cadena, 2000: 8).
La racialización de las poblaciones andinas móviles y de los cholos urbanos refleja no solo una espacialización de la raza dentro del territorio nacional en el que, para el caso del Perú, la costa blanca/mestiza con sus afectos correspondientes tenía un rango superior al de las serranías andinas/indias, sino que también expresa una distribución del afecto según en qué lugar de esta jerarquía estaba socialmente posicionado un sujeto: “la costa ha representado la innovación, la ligereza, la alegría y el placer; y la sierra, la conservación hasta el retraso, la seriedad hasta la tristeza, la disciplina hasta la servidumbre, y la resistencia hasta la más extrema lentitud” (Riva Agüero, 1995: 225, citado en De la Cadena, 2000: 21; véase también Berg, 2015). Esta y similares descripciones de la costa y, por extensión, de sus autoproclamados habitantes blancos como rápidos, modernos y derramando gracias sociales y emociones positivas, tales como “alegría” y “placer”, estuvieron en marcado contraste con las del indio serrano, quien fue descrito como “triste”, “servil” e “indolente” y, de ser migrante, como “llevado por el vicio” y transgresor; en otras palabras y en cualquier caso, como alguien completamente entorpecido y desprovisto de una existencia afectiva positiva.
Si bien el indigenismo capta la racialización de las poblaciones andinas (y mexicanas) desde inicios del siglo XX, y ofrece tropos afectivos particulares para reproducir tal racialización hasta el presente, “democracia racial” es indiscutiblemente el concepto académico que ha circulado más ampliamente y es el marco orgánico de varios proyectos nacionales latinoamericanos de construcción del sujeto tanto en el Brasil como en el Caribe castellano hablante10. En las concepciones de “armonía” racial en Brasil, por ejemplo, el colonizador portugués deviene en símbolo de la madurez emotiva y la superioridad moral. La comprensión que Gilberto Freyre (1956) tiene de la forma del luso-tropicalismo sobre el cual supuestamente se ha construido la nación brasilera, introdujo la narrativa colonial del portugués “benevolente”. Esta narrativa colonial fundacional, activada bajo el populismo de los años 1930, consideró a los portugueses como responsables de la construcción armoniosa de una nueva civilización tropical en el Brasil, la cual era muy diferente de las condiciones de otros imperios coloniales europeos, incluida la Latinoamérica castellano hablante.
Después de la Segunda Guerra Mundial, se resaltó la miscegenación portuguesa en la era colonial como una evidencia de una “democracia racial” brasilera, la cual señalaba la especial capacidad de los portugueses para relacionarse íntimamente con las poblaciones en las regiones tropicales; la intimidad, y no la violencia racial, pasó a ser la estructura afectiva dominante resaltada por la “democracia racial”. El sexo entre hombres portugueses y mujeres nativas no solo fue erotizado e idealizado –el responsable de la tolerancia racial y la génesis de la “democracia racial” del Brasil–, sino que también fue saturado de asociaciones emotivas. Lo que se desprendió de la combinación de tres “líneas de sangre” fue, en efecto, un sujeto nacional ideal, moralmente superior, el cual era el producto de la intimidad, la benevolencia y la tolerancia (ver Freyre, 1956). En este contexto, a los portugueses se les atribuyó una capacidad especial para relacionarse, íntima y sentimentalmente, con sus “subordinadas” en sus colonias tropicales11.
Si bien varias reiteraciones de imágenes racializadas equivalentes llegaron a ser fundacionales de proyectos de construcción de nación a través de toda la Latinoamérica continental y caribeña (Sommer, 1993), las producciones alternativas de disposiciones afectivas racializadas circularon también en perdurables imágenes imperialistas de los Estados Unidos. Estas últimas formas de racialización fueron de hecho un pilar de la política exterior de los Estados Unidos hacia toda la región latinoamericana durante la mayor parte del siglo XX.
Durante los años 1940, luego de que los Estados Unidos entraran en la Segunda Guerra Mundial, muchos antropólogos se asociaron con Washington e intentaron analizar el carácter nacional de los japoneses y los alemanes. Esto prosiguió durante toda la Segunda Guerra Mundial y llegó a incluir a algunos de los investigadores que estudiaron la personalidad modal estadounidense (ver Ruth Benedict, David Riesman, Nathan Glazer e incluso Margaret Mead). La escuela de “cultura y personalidad” en los Estados Unidos hizo eco de importantes maneras de los crecientes y persistentes estereotipos emotivos latinoamericanos, sostenidos explícitamente a través de las políticas estadounidenses del “Buen Vecino” de los años 1930 y 194012. Durante este periodo, la política exterior de los Estados Unidos (o por lo menos la propaganda) dirigida a Latinoamérica pasó de una hostilidad explícita y una intervención militar al panamericanismo, el respaldo a los líderes locales, el entrenamiento de fuerzas armadas nacionales, junto con significativos intercambios económicos y culturales. La duradera imaginería emotiva y los persistentes estereotipos nacionales que dicha política evocaba incluyeron percepciones de las poblaciones latinoamericanas como “excesivas” en términos culturales y emocionales, con una disposición caricaturesca, infantil e invariablemente feliz y siempre amigable hacia su “buen vecino” del Norte, quien, a su vez, podía sostener una autoimagen como “bueno”, “tolerante” y “paternal” a través de estas mismas imágenes.
Quizás dos de los ejemplos mejor estudiados de los estereotipos cultural y emocionalmente “excesivos”, estimulados bajo la Política del Buen Vecino, están corporeizados en la imagen de Carmen Miranda como la “Dama Tutti Frutti” (fines de los años 1930 y años 1940) y el largometraje animado de Walt Disney, Los Tres Caballeros (1944) (Parker et al., 1991). Una artista brasileña nacida portuguesa, Carmen Miranda arribó a los Estados Unidos en 1939, alentada por la política del Buen Vecino del Presidente Roosevelt, para firmar un contrato cinematográfico en Hollywood. Su cuidadosamente estilizada y llamativa imagen hollywoodense fue la de una latinidad genérica que eliminó las distinciones entre Brasil, Portugal, Argentina y México y otros países donde los Estados Unidos habían ganado una reputación de ser un militar “bravucón”. El atractivo de Carmen Miranda para el público estadounidense yacía precisamente en su personaje afectivo –una imagen agradable y caricaturizada de la mujer pintoresca, compulsivamente feliz y no particularmente intelectual, quien llegó a ser una de las tempranas corporeizaciones de circulación mundial del “bombón latino” (Beserra, 2003)–. Si bien en el Brasil personajes como Carmen Miranda fueron rechazados, especialmente por las élites, por su performance de predisposiciones afectivas particulares (Davis, 2000), la insistencia del gobierno de los Estados Unidos en la generación de estereotipos de naciones latinoamericanas “joviales” permaneció en gran medida sin ser cuestionada por los antropólogos estadounidenses, y podría incluso haber sido avalada por aquellos inclinados a los estudios del “carácter nacional”.
Es importante notar que la política del Buen Vecino y sus correspondientes retratos caricaturescos de las identidades nacionales latinoamericanas surgieron por la misma época en la que las aproximaciones psicológicas a la cultura iban ganando terreno en la antropología estadounidense. Por ejemplo, se dio un repentino incremento de estudios dedicados a los puertorriqueños –tanto en los Estados Unidos como en Puerto Rico– que parecían autorizados a producir imágenes muy particulares de la vida urbana entre los migrantes puertorriqueños y de una “psique” puertorriqueña (ver Briggs, 2002). El antropólogo Dan Wakefield, en su etnografía Islands in the City (1959), observó: “un fotógrafo de un diario neoyorquino vino a la Calle 100 Este con el encargo de sacar una foto de ‘niños jugando en la basura’. Era domingo por la mañana, y los niños estaban limpísimos y vestidos en sus trajes más elegantes… Ninguno estaba jugando en la basura… El fotógrafo, ya ansioso, dijo [al ministro local], ‘Mira – hay algunos niños– por ahí’. Él se dirigió rápidamente a un tacho de basura, vertió la basura, y les hizo señales con la mano a los silenciosos, atónitos, niños. ‘¡Eh! Chicos – vengan– acá. Juguemos’” (1959: 213). Este es un ejemplo de cómo las expectativas de una perspectiva externa de la “cultura de la pobreza”, la del fotógrafo blanco, sobre la vida en El Barrio es perturbada por las silenciosas miradas fijas de los niños, cuyas complejas interioridades no “calzan” en ninguna caracterización de una supuesta psique puertorriqueña típica de esa era.
Descontextualizadas e impresionistas en términos políticos, las imágenes de los migrantes puertorriqueños en los Estados Unidos, sin embargo, eran radicalmente diferentes de los estudios etnográficos de la “ecología cultural” que habían sido conducidos por antropólogos en el propio Puerto Rico. En The People of Puerto Rico Project (1956), Julian Steward y su equipo de estudiantes de antropología de la Universidad de Columbia –Eric Wolf, Sidney Mintz, Elena Padilla, Eduardo Seda Bonilla, entre otros– adoptaron una aproximación materialista para analizar cómo los cambios en la base económica de Puerto Rico a consecuencia del imperialismo de los Estados Unidos en la Isla impactaron en las subculturas regionales en su proceso de transición desde una economía isleña agraria a una industrial. En contraste interesante con la percepción del sudamericano “despreocupado” de los años 1930 o la familia disfuncional y la salud mental individual de los migrantes puertorriqueños en los Estados Unidos, Stewart y sus estudiantes desplegaron modelos materialistas marxistas –y la variación ecológica en términos más amplios– para explicar los cambios culturales en Puerto Rico. Si bien los importantes proyectos académicos y políticos detrás de estas perspectivas de ecología cultural deben ser reconocidos, en particular dado el predominio de los paradigmas psicologizantes de ese entonces, estos modelos de inspiración marxista continuaron produciendo representaciones de los individuos como carentes de autoconciencia, comprensión interior y ser-persona. El único trabajo que evolucionó a partir de The People of Puerto Rico Project y que realizó una labor interesante al considerar la subjetividad a la luz de estos enfoques marxistas, fue Taso: Worker in the Cane de Sidney Mintz (1960), debido a que Mintz produjo un emotivo y poderoso retrato del dolor individual, las consecuencias viscerales y corporeizadas del imperialismo y la pobreza, y los sentimientos de desamparo en un contexto etnográfico (para una discusión, véase Berg and Ramos-Zayas, en prensa).
Durante los años 1960 y 1970, surgió una crítica a la colaboración de los antropólogos con los regímenes de poder coloniales y otros, a medida que la propia idea de cultura devino en sospechosa y se la vinculó con regímenes de poder que disciplinan y construyen, antes que estudian, a sus sujetos (Fanon, 1967; Foucault, 1977). Fueron tales críticas, prominentemente articuladas por intelectuales negros en los Estados Unidos, que consideramos como un poderoso intento de análisis de la subjetividad afectiva de las poblaciones racializadas (e.g., DuBois, Fanon, Hooks, Hurston, Morrison). Si bien su contexto no fue el específico de Latinoamérica, su obra todavía porta una gran resonancia con la experiencia de la gente colonizada en Latinoamérica y el Caribe así como alrededor del mundo. La publicación de Black Skin, White Masks (1967) de Franz Fanon marca una importante interrupción relativa a las diadas históricas y académicas que parecían ya sea “achatar” el afecto y la intersubjetividad de las poblaciones latinoamericanas o, alternativamente, considerarlas desbordadas y excesivas.
Fanon describió su propia experiencia como un negro de Martinica educado en Francia, así como las formas en las que la relación colonizador/colonizado fueron normalizadas como psicología; ser colonizado por el lenguaje, en este contexto, significaba soportar el peso de una civilización que identificaba la negritud con la inadecuación moral. Para escapar de esto, las personas colonizadas llevaban puesta una “máscara blanca” en un esfuerzo por considerarse a sí mismas como sujetos universales, participantes iguales en las sociedades coloniales y mundiales, a medida que los valores de los colonizadores eran internalizados en la conciencia. De manera importante, anota Fanon, este proceso creó una desconexión fundamental entre la conciencia de un hombre negro y su cuerpo. Fanon integró la noción psicoanalítica jungiana del “inconsciente colectivo” con la experiencia corporeizada de la colonización y el racismo en Argelia, ubicando el punto histórico cuando ciertas formulaciones psicológicas fueron posibles y empezaron a perpetuarse a sí mismas como psicología (Fanon, 1967)13. Una parte crucial de la obra de Fanon consiste en su énfasis en el hecho de que los antropólogos psicológicos habían desatendido del todo: la centralidad de la historia y la colonización como inseparables de cualquier análisis de una “psique” (Berlant, 2011: 688). La poderosa crítica de Fanon y la inclusión que hizo de lo afectivo como práctica política pueden ser leídas en contraposición a un interés creciente en las “emociones” presente en la corriente predominante de la antropología durante los años 1970. De manera similar, DuBois desarrolló la noción de “doble conciencia” para abordar el reto de reconciliar psicológicamente un legado africano y una crianza europea de modo tal que exista un “sentido de siempre mirarse a uno mismo a través de los ojos de otros, de medir el propio alma mediante la medida de un mundo que observa con desprecio sorprendido y lástima” (2005[1903]: 7).
Los puertorriqueños –en los Estados Unidos y en Puerto Rico– y los mexicanos jugaron un rol prominente en la articulación de la conexión entre una perspectiva antropológica sobre las “emociones” y los proyectos raciales, una conexión que tiene que ser vista a la luz de los objetivos de las políticas públicas de los años 1960 y 1970 y de las tendencias académicas presentes en las ciencias sociales de ese entonces. Una psicologización sumamente impresionista e influyente de los puertorriqueños y mexicanos le ofreció a Oscar Lewis el telón de fondo etnográfico para desarrollar el concepto de “cultura de la pobreza”, el cual se constituyó en la principal justificación de la política estadounidense que pretendió explicar las condiciones persistentes de pobreza entre estas poblaciones. En 1961, Lewis publicó su obra The Children of Sanchez –basada en una etnografía entre familias mexicanas–, en la que resume la “cultura de la pobreza” como: “[un] diseño para vivir que pasa de generación en generación… El hecho de que la pobreza en las naciones modernas no es solo un estado de carencia económica, desorganización o la ausencia de algo. Es también algo positivo en el sentido de que tiene una estructura, una racionalidad y mecanismos de defensa sin los cuales los pobres difícilmente podrían proseguir. Dicho en breve, es una forma de vida, remarcablemente estable y persistente, transmitida de generación en generación siguiendo líneas familiares” (Lewis, Children of Sanchez, XXIV, citado en Herzog, 1963: 391). En 1996, Lewis publicó La Vida, un libro muy controvertido acerca de una familia puertorriqueña que vivía en situación de pobreza entre San Juan y la ciudad de Nueva York. Laura Briggs (2002) ubica magistralmente La Vida de Oscar Lewis como parte de un giro hacia una “solución” ofrecida por las ciencias sociales para un problema de políticas públicas: ¿cómo manejar la masiva migración de puertorriqueños, particularmente a Nueva York, durante los años 1960? Al representar a los puertorriqueños como hipersexuados, malas madres y responsables de su propia pobreza –esto es, algo similar al estereotipo de la “aprovechada de la asistencia social” impuesto sobre las mujeres afroamericanas–, la noción de Lewis de la “cultura de la pobreza” estableció una separación conveniente entre, por un lado, el problema de la pobreza de las familias puertorriqueñas y, por otro, el trabajo, el mercado inmobiliario y el colonialismo de Estados Unidos en general, y la ubicó en cambio en el sexo, el matrimonio y, tal como sostenemos aquí, la “psique” puertorriqueña (Briggs, 2002: 78).
El inicuo Informe Moynihan publicado en 1965 mobilizó el concepto de “cultura de la pobreza” de Lewis en el ámbito del diseño de políticas y argumentó que el incremento en el número de familias con madres/padres soltera/os en los Estados Unidos no se debía a la falta de puestos de trabajo sino, más bien, a los aspectos destructivos de la cultura del gueto Negro. El informe inmediatamente pasó a ser muy controvertido: era atractivo para los conservadores y fue criticado por la izquierda por atribuirles a las poblaciones afroamericanas una patología inherente. Posteriormente, el psicólogo William Ryan acuñó la frase “culpar a la víctima” (1971) para cuestionar específicamente el informe Moynihan. Ryan sostuvo que el informe era un intento de desviar la responsabilidad por la pobreza desde los factores sociales estructurales hacia las conductas y patrones culturales de los pobres14. Lo trágico aquí es que Oscar Lewis en realidad favoreció las políticas de gobierno diseñadas para mejorar la suerte de los pobres y cuestionar el colonialismo. David Harvey, entre otros, ha sostenido en detalle que la introducción a La Vida ubica la obra en una tradición de izquierda; sin embargo, el propio texto, tal como señala acuciosamente Briggs (2002: 78), contó un relato sórdido de “sexo interminable, niños abandonados y relaciones amorosas fracasadas”. A pesar de las frecuentes tergiversaciones presentes en las interpretaciones acerca de los argumentos de Lewis, una consecuencia incuestionable de su obra en general es una visión de que lo que distinguía a “los pobres” no era su relación con el trabajo o los medios de producción sino sus conductas, la reproducción y socialización de sus hijos y sus “mecanismos de defensa”. En última instancia, es su constitución emocional y sus disposiciones afectivas, concebidas en gran medida como independientes del contexto colonial y político-económico, las que brindaban una “comprensión” acerca de las vidas reales de estos individuos y los resultados futuros. La paternidad y la maternidad, la sexualidad y la visibilidad condicional del cuerpo –hipervisible cuando se trataba de sexo, en gran medida invisible en términos del trabajo–, señalaban dimensiones afectivas sumamente racializadas que no son muy tomadas en cuenta en la mayoría de las críticas a la obra de Lewis.
Es importante para nuestra discusión sobre el afecto y la raza el hecho de que esta literatura no solo encapsula el proceso a través del cual la expresión idiomática “raza” pasó de la biología a las ciencias sociales sino que, más aún, sentó las bases para subsecuentes procesos de racialización y re-racialización sobre la base de supuestas (pre)disposiciones emotivas. Para empezar, la psiquiatra Carolina Lujón, una de los más de 20 colaboradores involucrados en el proyecto etnográfico que dio lugar a La Vida, sostuvo que la mayoría de miembros de la familia Ríos (la familia presentada en La Vida) estaban mentalmente enfermos, de modo que la consecuencia fue un estudio multigeneracional de enfermedades mentales, no de pobreza (véase Briggs, 2002). Esto es importante porque marca uno de los primeros intentos antropológicos para entrecruzar “la enfermedad mental” y “la pobreza”, minimizando al mismo tiempo la raza y el colonialismo en el caso de los latinos.
La conspicua ausencia de las poblaciones latinas estadounidenses y latinoamericanas en la literatura contemporánea acerca del “afecto” se encuentra en curioso contraste con la preeminencia de estas poblaciones en las literaturas más tempranas de los años 1960 y 1970, incluida la etnopsiquiatría y el campo de la salud mental a través de taxonomías tales como familismo, fatalismo y ataque de nervios, conocido también como el “Síndrome Puertorriqueño”. El síndrome puertorriqueño, por ejemplo, fue mencionado por primera vez por los psiquiatras militares estadounidenses que trabajaban en Puerto Rico, quienes lo empleaban para describir los “síntomas” de incontrolables gritos o chillidos, llantos, temblores y agresión verbal o física de las mujeres jóvenes. Ellos consideraron que se trataba de un síndrome culturalmente específico o “enfermedad folklórica” que combinaba síntomas psiquiátricos y somáticos que “expresaban” una enfermedad reconocible solo dentro de una sociedad o “cultura” específica (Garrison, 1977). De manera similar, tal como Metzl (2009) demuestra en su estudio histórico de la racialización de las enfermedades mentales, fue exactamente durante los años 1960 que las actitudes societales hacia la esquizofrenia variaron drásticamente desde considerarla una enfermedad “inofensiva” (blanca) hasta definirla como una enfermedad peligrosa caracterizada por la furia y asociada con los movimientos por los Derechos Civiles y el Poder Negro. A medida que los movimientos de protesta, particularmente en los vecindarios pobres de color, se tornaban más radicales, el campo de la psiquiatría introdujo nuevas definiciones de la enfermedad y actualizó su definición en el DSM.15
La pobreza de los negros y latinos en Estados Unidos fue, literalmente, diagnosticada en términos de patologías de salud mental atribuidas a la “defectuosa” composición emocional de estas poblaciones. Estos términos, si bien se ubican en una singular historia de las poblaciones de minorías raciales en los Estados Unidos, forman parte de una aspiración imperial estadounidense más amplia en Latinoamérica. En efecto, no son tan diferentes de los estereotipos nacionales de las poblaciones y gobiernos latinoamericanos, tal como sugieren las imágenes caricaturescas del machismo y el marianismo para “explicar” las relaciones de género o para describir a los políticos latinoamericanos como narcisistas y ego-maníacos (e.g., las imágenes de “el Jefe” y, en tiempos más recientes, las percepciones acerca de Fidel Castro o Hugo Chávez), lo que pretende describir la supuesta política caótica y la incapacidad de los latinoamericanos de autogobernarse “democráticamente”, ocultando al mismo tiempo el rol de los Estados Unidos en el mantenimiento de sanguinarios dictadores “amigables” con los Estados Unidos (e.g., Trujillo, Somoza, Pinochet, entre otros, véase González, 2000).
La medicalización, psiquiatrización, criminalización y patologización de las condiciones estructurales, incluidas la pobreza, la malnutrición, las redes de parentesco alternativas y ficticias, y los proyectos coloniales de mano dura e intervenciones imperiales y militares, caracterizaron a estas tempranas intersecciones entre la escuela de Cultura-y-Personalidad en la antropología y los Estudios Latinos. Mientras que los puertorriqueños tendieron a estar poco representados o del todo ausentes en la mayor parte de investigaciones académicas e incluso médicas, ellos eran, tal como hemos visto, hipervisibles en la etnopsiquiatría de los años 1970, la edad dorada del “síndrome puertorriqueño”. Estas perspectivas culturalistas acerca de las emociones y la psicología han sido también señaladas, aunque quizás de maneras más matizadas, en la prolífica literatura de la antropología médica sobre la “brujería” y otras prácticas alternativas de curación, salud mental y espiritualidad entre los latinos de Estados Unidos (ver Viladrich, 2007). Estos estudios recientes prestan mayor atención a los contextos económicos y materiales en los que se despliegan estas prácticas alternativass curativas y espirituales. No obstante, existe todavía una tendencia tanto a situar los análisis de “interioridad”/emociones entre los Latinos exlusivamente en los campos de salud mental –ya sean de las corrientes principales o alternativas– como a suscribir las explicaciones de la “cultura de la pobreza” que socavan las perdurables condiciones coloniales y neocoloniales y los entramados afectivos que resultan de tales condiciones.
Durante los años 1980 y 1990, surgió una reiteración de la antropología de las emociones, más matizada que el paradigma de Cultura y Personalidad, a raíz de un interés en los aspectos sociales, relacionales, comunicativos y culturales de las emociones. Esta aproximación fue más allá del marco psicobiológico de la era previa que percibió las emociones ya sea como un sentimiento corporal, físico, asumiendo un énfasis transcultural o universal (e.g., Levi-Strauss, Tyler), con frecuencia sugiriendo atributos biológicos y evolucionistas (e.g., Edmund Leach), o como significado cultural y una parte de la cognición disociada de diversa manera del “sentimiento” corporeizado –esta perspectiva “psicocultural” fue mucho más predominante en la antropología cultural de Estados Unidos y mucho menos en la antropología social europea16–. Si bien tanto la temprana “cultura y personalidad” (Benedict, 1934) y la posterior “antropología de las emociones” (Lutz y White, 1986) contribuyeron a matizar las imágenes estáticas de las poblaciones “primitivas” y “campesinas”, por lo general concibieron los sentimientos y los sentires como parte de un inventario emotivo que socavó o desatendió del todo a las fuerzas generativas, dinámicas y productivas que en realidad son las emociones17. Este ha seguido siendo un flujo particularmente conspicuo en los estudios de las poblaciones racializadas, categorizadas en términos de clase o de algún modo socialmente marginales, cuyos afectos han sido vistos históricamente ya sea como “chatos” porque estaban actuando de modo inadecuado o como “excesivos” porque eran incapaces de mostrar exitosamente sus emociones de modos conmensurables con regímenes y transformaciones económicas más amplias –o simplemente eligieron no hacerlo–.
En tiempos recientes se ha realizado un creciente esfuerzo antropológico para elaborar una economía política del afecto, la cual ha reemplazado gradualmente a definiciones y supuestos más estrechos de las emociones como rasgos culturales y paisajes “interiores”. Dentro de la antropología, existe un creciente cuerpo de trabajo dedicado a rastrear los entramados entre los afectos y las relaciones de poder normativas, las desigualdades y la violencia. Esto se refleja, por ejemplo, en el creciente sub-campo de la “antropología moral” (Fassin, 2012, Feldman y Ticktin, 2010), así como en los trabajos de los antropólogos –algunos de ellos trabajando en Latinoamérica–, quienes están analizando las relaciones o disposiciones afectivas como inextricables de los regímenes de procesos de desigualdad, abandono, control y clase (Auyero, 2012; Biehl, 2013; Das, 2007; Nouvet, 2014; Povinelli, 2011; Scheper-Hughes, 1993). La reciente efervescencia de trabajos acerca del afecto en los estudios feministas, queer y postcoloniales ha contribuido también a desarrollar aproximaciones más plenamente históricas al estudio del afecto, pero la investigación acerca del afecto más sensible a la raza dentro de la antropología –y a través de las disciplinas– todavía está penosamente ausente.
La migración es un proceso social clave y un contexto para analizar las dinámicas del afecto racial que intentamos comprender aquí. Esto es importante porque las persistentes perspectivas culturalistas acerca de las emociones han sido transferidas a las concepciones predominantes del “inmigrante” –y de la “ilegalidad” del migrante (De Genova, 2002) en particular–, tal como se refleja en la construcción del trabajador migrante indocumentado, especialmente mexicano, quien es percibido en los Estados Unidos en términos estereotipados como dócil, sumiso y no amenazante (excepto cuando se emborracha y pierde el control, otro estereotipo común sobre el hombre trabajador mexicano). Estos estereotipos son desplegados en contraste estratégico con la “ciudadanía delincuente” (Ramos-Zayas, 2004) de los puertorriqueños, quienes “no pueden mantener trabajos regulares”. Sin embargo, las disposiciones afectivas, especialmente de aquellos migrantes que desarrollan un trabajo afectivo (i.e., nanas, empleadas domésticas, enfermeras y trabajadoras sexuales), son analizadas en cierta medida en la literatura de la cadena mundial de cuidado. Esta literatura examina la dimensión afectiva del movimiento y desplazamiento mundial a través de los lentes del trabajo de cuidado remunerado y no remunerado (Ehrenreich y Hochschild, 2002; Boris y Parreñas, 2010; Isaksen et al., 2008; Romero, 2012). Hochschild define tales “cadenas mundiales de cuidado” como “los vínculos personales entre gente de todo el mundo basados en el trabajo del cuidado remunerado o no remunerado” (2000: 131). La definición de Hochschild proviene de un análisis sociológico del flujo de nanas de Filipinas-Estados Unidos y concibe que la cadena mundial del cuidado se origina en la demanda de las mujeres de clase media de los países ricos para librarse de las tareas de la “segundo jornada” (Hochschild y Machung, 1989) y recurrir al trabajo migrante mal remunerado para cubrir este vacío. En la economía mundial esto saca a las mujeres de color de los países más pobres, quienes están buscando diversificar sus ingresos familiares para migrar y aceptar en el extranjero un trabajo afectivo remunerado. Para lograr esto, estas mujeres deben relegar sus propias tareas domésticas a otras mujeres, con frecuencia parientes o mujeres de hogares más pobres que el suyo en su país de origen, quienes a su vez son construidas como “una de la familia” (Romero, 2012), con frecuencia de modos que resaltan una relación familiar y emocional, pero que enmascaran la naturaleza explotadora de tales arreglos laborales y de cuidado18.
En los extremos receptores de las cadenas mundiales de cuidado, los empleadores con frecuencia expresan una preferencia por las trabajadoras migrantes, a quienes las perciben como encarnando ciertas cualidades afectivas que con frecuencia corresponden a estereotipos nacionales o raciales. Staab y Maher, por ejemplo, han demostrado cómo es que tales imágenes fortalecen los mercados de trabajadoras domésticas en California y Chile, donde las empleadas domésticas mexicanas y las nanas peruanas son muy demandadas porque se considera que encarnan las cualidades de una “trabajadora sumisa” y una “madre natural”, respectivamente (Maher, 2003; Staab y Maher, 2006). Estas imágenes son similares a otros estereotipos raciales que circulan en el mercado mundial, tales como los “dedos hábiles” de las trabajadoras asiáticas en la industria de la electrónica (ver Yates, 2012).
Si bien el enfoque de la cadena mundial de cuidado ha hecho contribuciones importantes para la comprensión de la economía política de los flujos de migración y para comprender las motivaciones económicas de las personas migrantes (especialmente mujeres) para salir, ha tenido menos éxito en reconocer los aspectos potencialmente empoderantes de la migración para las migrantes y sus familias porque no les concede mucha agencia a sus intentos de dar forma a sus propias trayectorias a pesar de las múltiples restricciones que encaran, reconfigurando paisajes afectivos intersubjetivos y teniendo que aprender nuevas formas de subjetivación racial (Abrego, 2014; McKay, 2007). La mayor parte de estos estudios no han prestado atención a la necesidad de un análisis más fino de la intersección entre raza, trabajo afectivo y las propias existencias viscerales y afectivas de las mujeres migrantes dentro de particulares configuraciones raciales y político-económicas. La sola concentración en el trabajo generizado y afectivo es, por lo tanto, limitada para nuestros propósitos, especialmente cuando se ha dicho muy poco de cómo es que aquellas que llevan a cabo el trabajo generizado de las cadenas mundiales de cuidado son mujeres de color migrantes racializadas.
Las poblaciones racializadas en Latinoamérica y de latinos y migrantes latinoamericanos en los Estados Unidos, tal como se demuestra en este artículo, han ocupado un notable espacio teórico y etnográfico en el despliegue académico del estudio de las “emociones” en la antropología de los Estados Unidos. Sin embargo, esta historia con frecuencia ha sido ignorada en los debates recientes en torno al “giro afectivo” en las ciencias sociales. Al igual que los afroamericanos, los puertorriqueños nacidos en los Estados Unidos y, en ocasiones, los mexicanos, destacan en particular en las perspectivas etnopsiquiátricas y culturalistas de la antropología. De manera similar, las poblaciones migrantes latinoamericanas han sido estudiadas ya sea como trabajadores “carentes de emoción” que asimilan las maneras estadounidenses de vida y que luchan por vivir el “Sueño Americano” (y no desean ser percibidas como desagradecidas), o como parias debido a un supuesto carácter moral delincuencial que “trajeron a este país” (o que adquirieron aquí debido a su incapacidad de “adaptarse” en el caso de las generaciones latinas nacidas en los Estados Unidos). Tal como se resalta en esta breve genealogía histórica de la presencia del afecto en un amplio rango de estudios relativos a las poblaciones latinoamericanas y latinas, el despliegue de un lenguaje de la “emoción” existió en tándem con los debates académicos, populares y de diseño de políticas acerca de la “moralidad” que racializaron a las poblaciones latinas y latinoamericanas y sentaron las bases para proyectos raciales duraderos que aún hoy están vigentes. Por todo esto, la “racialización del afecto” es imperativa para el estudio del afecto y la economía política en la antropología.
En su prefacio de 1935 a Mules and Men de Zora Neale Hurston, Franz Boas escribió: “Es el gran mérito del trabajo de la señorita Hurston el haber ingresado en la vida doméstica del Negro sureño como una de ellos, y fue plenamente aceptada como tal por los compañeros de su niñez. De este modo, ella ha estado en condiciones de penetrar a través de ese comportamiento afectado con el que el Negro excluye efectivamente al observador Blanco de participar en su verdadera vida interior” (Hurston, 1935: XIII)19. La lectura que hace Boas de la obra de Hurston ilustra dos aspectos críticos que han dado forma a la intersección entre raza y afecto desde los primeros años del interés antropológico en la emoción humana: primero, la sugerencia metodológica de que existe una sintonización afectiva basada en la raza intrincada con la producción de conocimiento y, segundo, la proposición epistemológica de que existe un “comportamiento afectado” –semejante a una expresión externa de un “yo interior”– que podría o no ser “penetrable” por un extraño. Esto implica que existe una manera íntima y altamente texturizada de corporeizar la raza en un contexto histórico particular y un sentido autoconsciente de colectividad que podría ser más accesible para algunos investigadores (sobre la base de sus propias subjetividades) que para otros. Lo que puede inferirse del enunciado de Boas es un reconocimiento de una supuesta sintonización afectiva entre Hurston y sus informantes “Negros sureños” y, más aún, que este argumento resaltó un ámbito epistemológico que se encontraba más allá de la accesibilidad semántica. La cualidad intersubjetiva del encuentro entre Hurston y sus informantes pasa a ser crucial con respecto a cómo la negritud, pero también la blancura, es producida bajo una mutua autoconsciencia cognitiva, emotiva y afectiva (y auto-referencial) de legados de esclavitud y de condiciones coloniales internas. En otro lugar discutimos tales cuestiones de “sintonización” intersubjetiva en la metodología etnográfica y la “cognoscibilidad” del afecto desde una perspectiva epistemológica (Berg y Ramos-Zayas, en prensa)20. En este artículo teorizamos acerca de la productiva intersección de los estudios sobre el “afecto” y la “racialización”. El comentario de Boas presentado sugiere algunas de las preguntas que sirven de acicate para esta sección, incluidas: ¿Qué ganamos con la “racialización” del afecto o con considerarlo como un aspecto constitutivo de las prácticas de racialización? ¿Cómo podemos comprender las consecuencias de los análisis académicos del, y aproximaciones empíricas al, afecto?, y ¿en qué grado las aproximaciones antropológicas al afecto son indicativas de las diferentes maneras en las que las personas y las poblaciones son racializadas en las Américas? ¿Cuáles son las consecuencias de las experiencias y expresiones afectivas para las personas y los grupos siguiendo líneas raciales?
Resaltamos el “afecto racializado” como una dinámica histórica y política en las Américas que requiere múltiples formas afectivas de sintonizaciones sensoriales, corporeizadas y viscerales. Esta concepción del “afecto racializado”, proponemos, tiene dos pilares. El primero es el “afecto vulnerador”, esto es, el conjunto de prácticas afectivas que sirven para racializar, contener y sostener las condiciones de vulnerabilidad y que son un elemento constitutivo de la formación del sujeto para las poblaciones pobres, migrantes y socialmente marginadas (y estructuradas por el proyecto de la blancura existente en los Estados Unidos contemporáneos). El segundo pilar es el “afecto empoderante”, esto es, el afecto asociado con el privilegio y el cual siempre es percibido como complejo, matizado y más allá del esencialismo. Mientras que una concepción del “afecto vulnerador” termina en un “mundo interior” simplificado y esencializado que menoscaba la complejidad y subjetividad de las poblaciones racializadas como el Otro, una concepción del “afecto empoderante” perpetúa la subjetividad privilegiada y matizada frecuentemente reservada para los blancos de los Estados Unidos y para las élites latinoamericanas autoproclamadas blanqueadas. Es importante poner énfasis en que estos dos pilares –“afecto vulnerador” y “afecto empoderante”– operan en configuraciones múltiples, cambiantes y complejas, y que con frecuencia son evaluados sobre la base de su potencialidad para sostener los propios proyectos imperialistas y neoliberales en los que están contextualizados. Existe un aspecto relacional e incluso mutuamente constitutivo de estos modos afectivos.
Estas formas del afecto operan de modos que al prestarles atención nos ayudan a comprender las prácticas concretas, no obstante complejas, de la racialización del afecto. Mientras que el “afecto vulnerador” sirve para representar las funciones disciplinadoras de la racialización, crea también una zona de interioridad potencialmente esencializadora e incluso “auto-protectora” que, no obstante, sigue expresando agencia a pesar del proyecto disciplinador. De manera similar, si bien el “afecto empoderante” perpetúa el privilegio, tal privilegio tiene que ser reinventado continuamente e incluso desarrollado en términos de “conocer” y recrear a su otro racializado. De hecho, se requiere de esta permanente alerta ante los cambiantes procesos de racialización para que el “afecto empoderante” sea capaz de seguir ejerciendo su poder disciplinador. Un ejemplo de esto sería la “paranoia racial” propuesta por John Jackson (2008), la cual hace hincapié en las formas de “corrección política” que requieren que se mantenga el privilegio, no a través de formas encubiertas de dominación, sino mediante el aprendizaje del manejo de la ansiedad social blanca. Al ser competentes en el cambio del lenguaje racial y las expectativas sociales, las estructuras de poder fundamentales pueden aun permanecer en gran medida inalteradas.
A pesar de los evidentes aspectos interdependientes, constitutivos y relacionales del “afecto vulnerador” y del “afecto empoderante”, su interrelación es subjetiva, contexto-específica y está fundamentalmente basada en dinámicas desiguales de poder que nunca son perfectamente equivalentes o estáticas, las que son (re)constituidas a múltiples escalas. Nosotras no estamos sugiriendo que existe un afecto diferenciado “vulnerador” o “empoderante” asociado con un “subordinado” discreto versus un grupo “poderoso”; de hecho, el afecto puede tener una cualidad autoconsciente, aprendida, de modo tal que las poblaciones puedan llegar a dedicarse estratégicamente a aprender un comportamiento afectivo “apropiado” para ciertas interacciones y situaciones. La propia familiaridad con, y el acceso a, tales procesos autoconscientes podría variar en términos históricos y estar inspirada por diferentes necesidades, aspiraciones y ubicaciones sociales personales y colectivas. Para las poblaciones racializadas, aprender la dinámica de la blancura y el afecto empoderante con frecuencia es algo imperativo para la sobrevivencia –literal y social–, mientras que para las poblaciones dominantes el afecto empoderante es un arsenal de su capital cultural.
Lo que sigue siendo central para estas configuraciones, que estamos denominando afecto “vulnerador” y afecto “empoderante”, es que, independientemente de la aparente posibilidad de un cultivo afectivo concertado, las relaciones sociales jerárquicas están en concordancia con una lógica de supremacía blanca y las necesidades del capital. Las personas y poblaciones privilegiadas están en condiciones de involucrarse afectivamente con los pobres –y aprender a navegar con “soltura” los mundos subordinados racializados– como una manera de sostener (e incluso ampliar) su propio poder racial y social (para ejemplos etnográficos en contextos de escenarios educativos de élite, véanse Gaztambide-Fernández, 2009; Khan, 2011). De manera similar, si bien las poblaciones subordinadas pueden llegar a ser activamente “terapeutas callejeras” (Ramos-Zayas, 2012) –esto es, observadoras y analistas de los mundos y formas del capital y el privilegio de los ricos– que expresan afecto e internalizan o practican personajes afectivos, esto solo porta un peso limitado en el proceso de subvertir efectivamente las jerarquías sociales de clase y raza bajo el neoliberalismo. Estas formas de “auto-modelamiento” son prominentes en contextos latinoamericanos que requieren un manejo maestro de múltiples mundos legales e institucionales (Berg, 2015). El repertorio afectivo disponible para los poderosos –“afecto empoderante”– existe, en ese sentido, en contraposición con la contención forzada del afecto de las poblaciones racializadas, quienes se presume son, tal como hemos sostenido antes, ya sea hiperafectivas o chatas. Al señalar cómo actúan las prácticas y expresiones afectivas para sostener sistemas particulares de poder, nuestro marco resalta la manera en la que las inter-subjetividades colectivas son inherentemente históricas y están constituidas en un crisol de una geopolítica de desigualdad construida en contextos coloniales y prácticas racializadoras que requieren de una cuidadosa deconstrucción de las instancias en las que el afecto sirve discriminatoriamente como vulnerabilidad y como poder corporeizado21.
Al considerar las prácticas de “racialización” en los análisis del afecto, y al reconocer las formas “afectivas” en las que se sostienen las jerarquías raciales, reconocemos que los análisis de la subjetividad y la autoconciencia no solo son compatibles con los análisis académicos de la economía política y la materialidad, sino que, de hecho, tienen que ser consideradas como constitutivas de tales análisis. Dicha aproximación reconoce que existen aspectos y valores en la vida humana que están más allá de lo que podría estar disponible en términos semánticos mediante herramientas metodológicas convencionales (Cacho, 2012), pero que, sin embargo, son fundamentales para comprender las historias particulares y los contextos político-económicos. Se requieren nuevas modalidades empíricas de indagación para trascender las limitaciones semánticas de la etnografía clásica (Berg y Ramos-Zayas, en prensa). Este reconocimiento nos permite empezar a comprender la profundamente sentida y visceral socialidad de la raza e, igualmente, cómo las poblaciones de color racializadas en las Américas sitúan historias individuales en una historia nacional e internacional de esclavitud, colonialismo e imperialismo, historias que son comprendidas no solo en términos intelectuales, sino que son concepciones profundamente sentidas, experienciales y activamente corporeizadas de una realidad social y una referencia histórica. Ser un sujeto racial es, por ende, una manera altamente conciente en términos históricos de existir a múltiples escalas –como persona, como parte de una comunidad, una nación, y trasnacionalmente– que son expresadas, cognoscibles y manifestadas de maneras que requieren un intenso y permanente esfuerzo intelectual y emocional.
Nuestra insistencia en la centralidad de la historia y la autoconciencia histórica en los mundos afectivos de las poblaciones racializadas, se inspira en el brillante ensayo de Laurent Berlant sobre “pensar acerca de ser históricos” (2008). Berlant propone una manera de seguirle la pista en términos políticos a las intensidades afectivas “sin asumir su estatus como dramático o, en efecto, como eventos… repiensa la percepción de la historia y de lo histórico” (2008: 4). Ella emplea el término “ordinariedad de la crisis” para hablar acerca de los traumas de lo social que son “vividos colectivamente y que transforman el sensorium hasta una perceptibidad intensificada acerca del despliegue de lo histórico, y de momentos históricos extraordinarios…” (2008: 5). La teorización de Berlant de lo “ordinario” es particularmente relevante para el afecto racializado que proponemos aquí, en el sentido de que “pensar emerge no solo como una respuesta cognitiva en general o como la responsabilidad de personas especiales, sino como una apertura general para cultivar la atención cordial y una ética de cuidado y conciencia plena para un público íntimo porque ellos están experimentando juntos un cambio en la atmósfera” (2008: 5; véase también Das, 2007). Nos gustaría ampliar aún más el uso que Berlant hace del “público íntimo” para señalar la insinuación de colectividad en el contexto de la geopolítica racial, colonial e imperialista que caracterizó a las “vidas ordinarias” de la gente de color en las Américas. En este sentido, un evento ordinario en las vidas de las poblaciones racializadas es producido como un ambiente histórico emergente. Por lo tanto, si es cierto que ser forzado a pensar de este modo es empezar a formular el evento de sentirse histórico en el presente, ser histórico –de un modo cognitivo y sensorial– siempre ha formado parte integral del repertorio afectivo y del proceso de aprendizaje racial de las poblaciones de color. Esto es precisamente lo que intentamos resaltar a medida que instamos a un análisis del “afecto racializado” con mayor base empírca.
Existen numerosas ventajas para comprender la “raza” y el “afecto” como simultáneamente inter-seccionales y mutuamente constitutivos (Crenshaw, 1991); en última instancia, sin embargo, cuestionamos la metáfora de un lugar de encuentro o un punto fijo sugerido en estas perspectivas en favor de una comprensión del “afecto racializado” como una articulación diacrónica de la raza y el afecto que permanece atenta a las múltiples y vigorosas sinergias que se encuentran a la base de las dinámicas del poder. La raza media y existe como un poderoso mediador de las relaciones sociales, las prácticas institucionales y las desigualdades estructurales en los Estados Unidos y Latinoamérica. Dado que concebimos el afecto como necesariamente inter-subjetivo, la raza deviene así en un espacio crítico privilegiado para analizar no solo los niveles de subordinación racial, sino también a la raza como un locus del poder. La raza nos ofrece también una evaluación multi-vectorial que nos permite tener un punto de vista sobre el afecto que cuestiona las tendencias académicas hacia prácticas esencialistas y hacia formas de neutralizar la raza. Una “racialización” del afecto tiene el potencial de problematizar el supuesto de que solo las poblaciones de color tienen una “raza”, reconociendo, al mismo tiempo, las maneras contexto específicas en las que se sostiene, produce y reproduce la supremacía blanca.
Una meta importante del marco teórico que hemos desarrollado es la de cuestionar las producciones estereotipadas de los sujetos racializados, en tanto que alentamos exploraciones más finas de un automodelamiento emotivo, la capacidad reflexiva y la direccionalidad histórica de las poblaciones racializadas y coloniales. Sin embargo, nosotras no equiparamos el afecto con la subjetividad. Si bien el afecto tiene algunos componentes de subjetividad, se encuentra en permanente formulación con las estructuras y la materialidad y, por ende, es necesariamente inter-subjetivo. De hecho, en el caso de las poblaciones latinas y latinoamericanas, los sujetos de nuestros respectivos estudios etnográficos (Berg, 2015; Ramos-Zayas, 2012), reconocemos una forma colectiva de práctica inter-subjetiva que no depende de descripciones estáticas de la “cultura” o la “etnicidad”, de la forma en la que todavía es común hoy en ciertas perspectivas académicas centrales de la antropología. Una inter-subjetividad colectiva está necesariamente basada en un locus de enunciación que toma en cuenta quién realiza el etiquetado, así como en las formas socialmente constituidas de conocimiento social implícito (Taussig, 1986), la “intimidad cultural” (Herzfeld, 1997) y la “paranoia racial” (Jackson, 2008)22. Antes que luchar por un acceso total a los “mundos interiores” que están, de hecho, socialmente constituidos, y que son estratégicamente auto-protectores, la inter-subjetividad colectiva requiere prestar atención a las maneras cotidianas en las que las formas racializadas de ser son (re)producidas, narradas y corporeizadas en tándem con estructuras políticas, económicas, sociales y morales
El terreno de la intimidad, el afecto y el apego pueden ampliar las maneras simplistas de pensar acerca de las transformaciones y las prácticas políticas y económicas de gran escala; en efecto, el marco que proponemos es un llamado epistemológico y empírico para reunir a las economías íntimas del afecto, la corporeización y el ser-persona, en articulación con las economías a gran escala del imperio y el capital (ver Dole, 2011). La intersección del afecto, la raza y los movimientos globales arrojan luces sobre preguntas de “agencia lateral” e “inter-pasividad” (Berlant, 2011), tal como se les requiere a ciertas personas –bajo la globalización neoliberal– para producir prácticas afectivas que pretenden mantener mundos antes que construirlos. El marco de la racialización del afecto en el caso de las poblaciones latinoamericanas y latinas nos obliga a considerar nuevas formas de desatención que producen locus de afecto chato o excesivo con el fin de resaltar la “sub-performatividad” de ciertos sujetos y el “merecimiento” de otros.
Las regulaciones del movimiento, las identidades y las nociones de ser-persona entre las poblaciones latinas y latinoamericanas son lugares clave donde se puede examinar cómo operan los afectos racializados. A diferencia de trabajos previos que ya han culturizado las emociones, una tendencia que ha producido representaciones raciales y estereotipos duraderos y dañinos, o que han evitado del todo considerar los mundos afectivos de las poblaciones en cuestión, nosotras hemos propuesto ver el “afecto” como un lente productivo para analizar la raza y la migración. Al hacer esto, las vidas cotidianas y las luchas de las poblaciones de minorías racializadas y migrantes adquieren capas adicionales de complejidad, las que desafían a las nociones convencionales de agencia y arrojan luces sobre el debate quinta-esencial estructura-agencia en las ciencias sociales. Al cuestionar el punto de vista culturalista de la “emoción” en un esfuerzo por reconocer la complejidad afectiva que caracteriza a las conexiones intersubjetivas, las vidas cotidianas y los apegos globales, nosotras también señalamos cómo es que la supremacía blanca y el neocolonialismo operan en los niveles más íntimos, viscerales, de la experiencia social.
Una concentración en el “afecto racializado”, tal como hemos sostenido aquí, le añade dinamismo a la teoría de la racialización, identificando al mismo tiempo cómo circulan las imágenes, estereotipos y proyectos culturales, junto con los cuerpos, en los flujos transnacionales. El propio neoliberalismo enmarca también la “creatividad” de la reinvención racial y afectiva sin requerir una erradicación de la desigualdad; más bien, estas agencias neoliberales son altamente selectivas y están circunscritas. En nuestra iteración del término, el “afecto racializado”, insistimos en los momentos que privilegian formas de “auto-invención emocional” y de “auto-empaquetamiento corporeizado”, como también resaltamos la maleabilidad, las múltiples pertenencias y las solidaridades fragmentadas que la mayoría de veces condicionan las experiencias, vidas cotidianas y aspiraciones de las poblaciones de latinos estadounidenses y de latinoamericanos. La relación con la economía política y los contextos históricos jamás es pasiva, sino que está oculta en prácticas e interacciones afectivas, junto con relaciones autoconscientes con la “historia” que son instancias críticas de autorreferencia para las poblaciones marginadas.
A modo de concluir este artículo, queda por formular una pregunta pertinente: ¿si el afecto racial es producido intersubjetiva e históricamente, podría ser aplicable en todo lugar? En principio, no hay nada acerca de los migrantes o minorías racializadas en los Estados Unidos per se que les otorgue una posición privilegiada frente a esta reconfiguración del afecto. Más bien, es la particular relación que Latinoamérica, el Caribe, y quizás otras poblaciones migrantes del Sur global, tienen con los procesos transnacionales del capitalismo moderno, los proyectos neoliberales y los patrones de explotación del trabajo y de diferenciación racial en los Estados Unidos, lo que crea este “salvaje agujero afectivo”23. El trabajo académico que analiza en términos históricos las arraigadas formulaciones constitutivas de la raza y el afecto en otros lugares del mundo, podría proveer invalorables perspectivas comparativas en el espíritu del marco teórico que hemos desarrollado aquí.
Departamento de Geografía, King’s College Londres, The Strand, Londres WC2R 2LS, Reino Unido (n.degenova@gmail.com). 14 IV 15
Entre yo y el otro existe siempre una pregunta no formulada: no formulada por algunos mediante sentimientos de delicadeza; por otros, mediante la dificultad de enmarcarla correctamente. Todos, no obstante, revolotean en torno a ella. Se me aproximan de un modo algo hesitante, me miran con curiosidad o compasión, y luego, en vez de decirlo directamente: ¿cómo se siente ser un problema?, dicen, conozco a un excelente hombre de color en mi pueblo; o yo luche en Mechanicsville; o, ¿no te hacen hervir la sangre estas atrocidades sureñas? Ante todo esto yo sonrío, o estoy interesado o reduzco la ebullición a un fuego lento, como la ocasión mande. A la pregunta real, ¿cómo se siente ser un problema?, rara vez contesto una palabra. (Du Bois, 2007 [1903]: 7])
La parte crítica de la atribución [de la antropología] de ser-nativos a grupos en partes remotas del mundo tiene el sentido de que su encarcelamiento [en el espacio] tiene una dimensión moral e intelectual. Están confinados por lo que saben, sienten y creen. (Appadurai, 1988: 37)
En el mundo colonial, la sensibilidad emocional del nativo es mantenida en la superficie de su piel como una herida abierta que rechaza al agente cáustico. (Fanon, 1963 [1961]: 56)
Ser subordinado en términos raciales, tal como articuló genialmente W. E. B. Du Bois, es ser producido social y políticamente como un problema. Al enunciar la pregunta jamás formulada –¿cómo se siente ser un problema?– como un marco organizador para aprehender las disparidades entre él mismo, en tanto negro americano, y el “otro mundo” de los blancos, Du Bois articuló también la profunda pregunta concerniente al afecto racializado que Ulla Berg y Ana Ramos-Zayas identifican en su incisiva propuesta teórica: “Ser un sujeto racial”, señalan las autores, exige un “intenso y permanente trabajo intelectual y emocional”. Por lo tanto, ser racializado conlleva conocimiento, articulación, reiteración y performance: es una labor permanente. Y esta labor intensa es necesariamente afectiva. Esto es tan cierto para aquellos racializados como blancos como para aquellos subordinados por la supremacía blanca, tal como Sara Ahmed (2004a; 2004b) demuestra con respecto a lo que ella denomina “economías afectivas”. En efecto, para Ahmed, esta labor que realizan las emociones es crucial para comprender cómo las identificaciones raciales y nacionales logran agrupar a las personas y sus cuerpos en grandes colectividades. De manera similar, Berg y Ramos-Zayas dirigen nuestro escrutinio crítico hacia “la profundamente sentida y visceral socialidad de la raza”.
En particular para la gente de color en las Américas, interrogan las autoras, ¿cómo es que las historias de esclavitud, genocidio, colonialismo e imperio no son solo problemas intelectuales y políticos sino también “concepciones profundamente sentidas, experienciales y activamente corporeizadas” de realidad social? “¿Qué”, demandan ellas por lo tanto, “ganamos de la racialización del afecto o de considerar el ‘afecto’ como un aspecto constitutivo de las prácticas de racialización?” A la luz del vívido retrato hecho por Fanon de la condición colonial como experimentada afectivamente como una herida abierta, nosotros podríamos demandar alternativamente, ¿cuánto perdemos –o, más bien, cuanto más podemos darnos el lujo de perder– al no ver el afecto como una dimensión constitutiva de la racialización? De hecho, en su muy lúcida reflexión genealógica de las representaciones de Latinoamérica y de los latinos en los Estados Unidos, las autoras revelan cuán profundamente ha estado siempre presente la racialización, de hecho, inflexionada con el afecto como una verdadera corriente eléctrica que recorre toda la historia de la forja de estereotipos raciales y racionalidades racializadas para la degradación de varios grupos. Esto, de manera importante, es donde y cuando la antropología debe ingresar necesariamente a nuestro campo visual crítico. Porque, quizás la más de las veces, el concepto antropológico de “cultura” –repleto con sus variados esencialismos así como la atribución de una correspondencia isomorfa de la gente dentro de los confines cerrados tanto de sus culturas putativamente aisladas como de los lugares “nativos” donde han sido habitualmente encarcelados, en términos de la memorable frase de Appadurai– ha sido profundamente cómplice de la producción sociopolítica de la diferencia “racial”. Después de todo, la “raza” jamás fue verdaderamente reducible a ninguna noción rígida de mera diferencia “biológica” o fenotípica. La “raza” siempre ha sido una proposición no solo acerca de lo que la gente es, sino también de cómo son, qué hacen y cómo lo hacen. En este sentido, construcciones tales como “etnicidad” o “cultura”, que en última instancia se han apoyado de manera acrítica en la aparentemente autoevidente “grupeidad” de los grupos –y generalmente son predicadas a partir de nociones de ancestro común y parentesco compartido–, restauran tácitamente la “raza”, precisamente cuando se supone que deberían sustituirla.
Así, las autoras realizan una intervención crucial al postular el afecto racializado como “una forma colectiva de práctica intersubjetiva que no depende de descripciones estáticas de la ‘cultura’ o de la ‘etnicidad’”. Insistiendo en el afecto como “una articulación diacrónica”, las autoras en cambio colocan en primer plano la historicidad de las luchas de racialización en las que “las economías íntimas del afecto, la corporeización y el ser-persona” están inevitablemente articuladas con “las economías de gran escala del imperio y el capital”. Al rechazar las restricciones esencialistas de un punto de vista culturalista de la “emoción”, por ende, Berg y Ramos-Zayas correctamente nos alertan sobre “cómo operan la supremacía blanca y el neocolonialismo en los niveles más íntimos, viscerales, de la experiencia social”.
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y Unversidad Nacional de San Martín (UNSAM), Paraná 145, CP 1017, Ciudad de Buenos Aires, Argentina (alegrimson@gmail.com). 30 III 15
Pienso que la tesis principal de Berg y Ramos-Zayas es una contribución muy relevante. Apunta a una relación entre los procesos de la formación de la alteridad y los estereotipos culturales (focos de atención centrales de la indagación antropológica) y el afecto. Esta es una conexión interesante, original y productiva. Mi comentario atañe a su pregunta final: “¿si el afecto racial es producido intersubjetiva e históricamente, podría ser aplicable en todo lugar?”. El “afecto racializado” de la alteridad podría ser una herramienta poderosa en contextos particulares pero no en otros. Existe una producción de alteridades dependientes del afecto que están relacionadas con la religión, la orientación sexual, la clase social y así sucesivamente. Existen procesos de producción de razas que se refieren no al afecto pero sí fundamentalmente a características morales e intelectuales. Pienso que es fascinante la capacidad de este artículo para demostrar cómo las dimensiones menos visibles influyen fuertemente en el discurso de “alterización”.
Tras leer este artículo, podemos tomar como un ejemplo el “afecto etnificado”. Discursos, imágenes y prácticas producen marcas étnicas: algunos grupos indígenas o de inmigrantes marcan a otros grupos con un poder similar apelando a características del afecto. El afecto racializado desde el poder imperial y colonial es alarmante y serio debido a sus efectos sociales, económicos y políticos. Pero no es único. El afecto, si he entendido correctamente, es también un recurso político que cualquier grupo humano puede emplear para marcar las alteridades.
Este artículo nos permite analizar cómo es que los fenómenos similares a los analizados aquí en referencia a los Estados Unidos y a los migrantes latinoamericanos han funcionado como parte de las estrategias de diferenciación de las élites latinoamericanas en sus proyectos de construcción de la nación. ¿Cuál fue la dimensión afectiva de marcar al “otro” desde el blanco o el mestizo? Durante buena parte del tiempo, estas alteridades fueron racializadas pero también fueron etnizadas, feminizadas o se las hacía aparecer como extranjeras/extranjerizadas.
La “raza” es extremadamente variable entre diferentes países latinoamericanos. El racismo está en todas partes, pero en cada lugar funciona en medio del contexto de condiciones históricas y culturales específicas. Cualquier idea sobre que no existe racismo en Latinoamérica contradice la obra de numerosos antropólogos latinoamericanos. No obstante, los migrantes latinoamericanos no racializan exactamente en la misma manera en la que son racializados. Racializan de modo diferente, y en relación con sus propias configuraciones culturales. La raza es una forma específica de tipificar las desigualdades entre grupos humanos. No toda situación desigual o injusta es una racial.
Las autoras señalan que “la expresión idiomática ‘raza’ pasó de la biología a las ciencias sociales”. Sin embargo, sabemos que el estado, las instituciones y la gente apelan en la vida cotidiana a un “lenguaje racializado”. De modo que pienso que el término “raza” también ha pasado de la sociedad a las ciencias sociales, en el sentido específico de que en ocasiones las ciencias sociales naturalizan, o asumen como verdadero, este lenguaje aparentemente obvio y de sentido común. Las sociedades tienen diferentes lenguajes y categorías para hablar acerca de la heterogeneidad y la desigualdad. La raza en un lenguaje presente en casi todas las sociedades contemporáneas, pero “raza” tiene diferentes significados y articulaciones, junto con etnicidad, clase y género, en diferentes lugares. La consecuencia es muy clara: si el discurso experto puede llegar a ser diluido con el lenguaje de “sentido común”, ¿ocurre esto del mismo modo en el que la antropología estadounidense, argentina, mexicana o brasileña habla acerca de la raza?
Los estudios sobre la raza y el afecto realizados por antropólogos latinoamericanos que no viven en los Estados Unidos son menos frecuentes y son desarrollados de otros modos. La evidencia es su ausencia en la bibliografía de este excelente artículo que se refiere a un debate metropolitano. Esto podría ser mal entendido. Estos debates centrales de la antropología son cruciales para lo que Gustavo Lins Ribeiro denominó el cosmopolitismo de las periferias. Hemos aprendido a utilizarlos con relación a nuestras propias agendas. Las autoras afirman con toda claridad que “las poblaciones racializadas en Latinoamérica y los latinos y los migrantes latinoamericanos en los Estados Unidos” han ocupado un importante espacio en el “estudio de las ‘emociones’ en la antropología de los Estados Unidos”. Así, en esta fascinante invitación a analizar y ofrecer perspectivas comparativas, mi hipótesis (la cual bien podría estar errada) es que, en la antropología latinoamericana, se pueden hallar mecanismos y discursos vinculados al “afecto racializado” en autores cruciales hasta la década de 1960, pero no se encuentran en autores tales como Cardoso de Oliveira, Carlos Iván Degregori, Stavenhagen, García Canclini, Pacheco de Oliveira y Alcida Rita Ramos. Mi propia generación, pienso, está lista para apropiarse de artículos como este y amplificar su potencial, investigando con estas herramientas la raza y otras formas de construcción de las alteridades, contribuyendo así a construir una conversación global.
Departamento de Antropología e Instituto de Estudios sobre Mujeres y Género, Universidad de Toronto, 19 Russell Street, Toronto, Ontario M5S 2S2, Canadá (bonnie.mcelhinny@utoronto.ca). 20 IV 15
En el Discurso sobre el Colonialismo de Aimé Césaire, publicado por primera vez en 1950, el intelectual martiniqués escribió, “no es la cabeza de una civilización la que empieza a podrirse primero. Es el corazón” (2000 [1950]: 48). Césaire y su dedicado estudiante y colega martiniqués Franz Fanon articularon una política anticolonial convincente mediante el análisis del impacto del colonialismo sobre el afecto tanto del colonizado como del colonizador y, así, mostraron la necesidad de la decolonización política y económica, pero también su insuficiencia. Uno de los legados de su obra es un rico y vibrante cuerpo de trabajos acerca del afecto realizado por académicos antiracistas, feministas y queer con la intención de elaborar las persistentes y cambiantes maneras en las que las imposiciones afectivas son centrales para los proyectos capitalistas y coloniales, y las maneras en las que esas reconstituciones afectivas son cruciales para la decolonización a gran escala y la liberación económica.
Parte de esta literatura es citada en este artículo. Parte no lo es. La obra de Berlant es puesta en el centro, y se cita un artículo de Stoler (pero no sus libros; Stoler, 1995; 2001; 2002 y 2006). Sin embargo, están por completo ausentes otros trabajos influyentes y recientes en esta tradición de Ahmed (2004b), Brown (1995), Butler (2004), el antes mencionado Césaire (2000 [1950]), Cheng (2001), Colen (1995), Cvetkovich (2003), Gilroy (2005), Hondagneu- Sotelo (2001), Pratt (2012), Pratt et al. (2009), Rose (1999) y Sedgwick (2003). La obra de Colen, Hondagneu-Sotelo y Césaire se refieren directamente al Caribe y a Latinoamérica; Million (2013), Simpson (2009) y otros se centran en los dilemas de los pueblos indígenas en otras partes de las Américas. Asimismo, llama la atención que se enmarquen las contribuciones de Fanon como principalmente acerca de Argelia: ¿coloca esto a las contribuciones de investigadores negros en Latinoamérica y el Caribe fuera de una discusión enmarcada en gran medida entre mestizos y pueblos indígenas? El efecto neto es la obliteración de la obra de muchos académicos críticos –muchos de los cuales son indígenas o académicos de color, feministas o queer, o todo esto a la vez–. Quizás las autoras no están de acuerdo con las aproximaciones presentadas en estas obras. Entonces necesitamos ver estos desacuerdos. Pero la obliteración de esta obra significa que la afirmación primordial de la introducción y la conclusión –que los estudios sobre el afecto se han desarrollado por separado de la investigación sobre la raza y la racialización, y que la contribución clave de este artículo es la articulación de un marco teórico para vincular las economías íntimas con las economías del imperio y el capital– es exagerada.
Este artículo tiene una contribución rica e importante que realizar a estos debates en curso con su discusión acerca de las maneras en las que las nociones racializadas de afecto son desarrolladas y desplegadas en diversas explicaciones estadounidenses y latinoamericanas. Ofrece una rica revisión referida a cómo las representaciones antropológicas y populares-culturales del afecto son cómplices del desarrollo de las jerarquías políticas y económicas. Este artículo presta atención al momento político económico y a la transformación histórica. Pasa revista al afecto y a las ideologías del mestizaje /mezcla-racial del afecto y la indigeneidad en el contexto de la construcción de la nación en el siglo XIX; las nociones de democracia/armonía racial como una forma de “lavar” el impacto del colonialismo a inicios del siglo XX; la construcción de imágenes de una latinidad feliz, si no bufonesca, durante el periodo de la política de 1949/Buen Vecino junto a descripciones ásperas de los puertorriqueños como carentes de herramientas emocionales para el éxito capitalista; las descripciones de mexicanos y puertorriqueños en los debates de los años 1960 y 1970 acerca de las causas de la pobreza, las que incluyeron un debate acerca de la salud mental, el fatalismo y así sucesivamente; y las persistentes imágenes negativas de los migrantes. No todos estos estudios han sido convencionalmente comprendidos como que tratan el tema del afecto, pero el artículo muestra convincentemente el rol central que este juega. Empieza explorando algunos de los peligros del reciente y creciente interés en el afecto para aquellos grupos que son asociados más frecuentemente, y en términos peyorativos, con el afecto. Con esta rica genealogía histórica, este artículo puede sustentar un tipo diferente de afirmación, una más precisa y posicionada, acerca del lugar que Latinoamérica y el Caribe tiene –o no– en tales debates teóricos, pero también, y en términos críticos, acerca de las formas en las que la política comparada de la racialización funciona para sostener el imperialismo y el capitalismo. Sin embargo, para hacer esta afirmación es crucial reconocer y analizar el trabajo en el área donde sí existe –puesto que podría ofrecernos un cimiento o para lo que requiere ser remediado–. Los académicos antes mencionados adoptan formas generizadas o sexualizadas del afecto racializado tras los hechos del 9/11, en el contexto del neoliberalismo, postcolonialismo y la migración; ellos tienen en cuenta las formas hegemónicas del afecto blanco, su ejecución y los retos que se presentan. Ellos tienen en cuenta las formas de afecto presuntamente asociadas con ciertos grupos y los diferentes tipos de desafíos racializados que esto plantea. Si bien este artículo no inicia esta conversación, sus ingeniosas yuxtaposiciones de estereotipos académicos, gubernamentales y populares-culturales del afecto tienen mucho por aportar a una conversación más matizada, prolongada y en curso.
Departamento de Epidemiología Clínica y Bioestadística, McMaster University, Communications Research Laboratory, 2nd Floor, 1280 Main Street West, Hamilton, Ontario L8S 4K1, Canadá (nouvete@mcmaster.ca). 18 V 15
En la antropología cultural existen desacuerdos acerca de por qué y cómo el afecto tiene importancia para lo social. Tales desacuerdos se conectan con lo que pueden ser feroces debates, por lo menos entre los antropólogos que yo frecuento, acerca de lo que los etnógrafos que toman en serio el afecto pueden o deben hacer (o al menos intentar).
Los investigadores inspirados en Deleuze, tales como Ochoa (2007), Stewart (e.g., 2000; 2007) y Massumi (e.g., 2002a; 2010), teorizan el afecto como ensamblajes de energías nerviosas. En esta literatura, los afectos son viscerales, jamás cognitivos, son fuerzas que mueven y conectan “cosas”, incluidas personas. Valoro el reconocimiento del potencial contagioso de los afectos en esta aproximación y su rol desestabilizador de las expectativas predominantes en las ciencias sociales de que la vida es transformada significativamente tan solo cuando tal transformación es producida intencionalmente. Al mismo tiempo, sin intención, sin ser de nadie y moldeando la vida pero solo por fuera del involucramiento consciente, los afectos en este caso son inexplicables. Con esto no estoy diciendo que ellos no pueden ser captados, medidos o contados (aunque eso también es cierto). Aquí los afectos son inexplicables en el sentido de que sus impactos sobre individuos o grupos específicos nunca pueden ser determinados. En este enfoque, seguirles la pista a los afectos parece referirse fundamentalmente a describir qué sensaciones recoge el etnógrafo en un tiempo/lugar/espacio particular e imaginar qué futuras formaciones afectivas efímeras (indefinibles hasta el momento) se podrían generar.
Esta no es la aproximación académica de Berg y Ramos. Ellas se basan firmemente en un enfoque de las “economías-del-afecto”. En contraste con los deleuzianos amorfos, indefinidos, en este caso los afectos son siempre acerca del poder. Esta es una aproximación centrada en visibilizar e involucrarse, desempacar y describir críticamente las experiencias vividas de las “reglas del sentimiento” formadas mediante, y formativas de, el status quo. Los afectos en este caso no son preculturales y, por cierto, jamás son pre- o postpolíticos. Ellos ingresan al análisis antropológico porque están entramados con, y son integrales a, los proyectos normalizados, posibles e imposibles, cuyos contornos pueden como no ser abiertamente reconocidos pero cuyos impactos son observables, de amplio alcance y con frecuencia violentos. Esta antropología de las “economías-del-afecto” ha puesto en la mira la construcción y los impactos vividos de los afectos “morales”, feminizados, humanitarios, heterosexualizados, listos para actuar, neoliberales, y/o afectos “malos” en contextos específicos. Lo que no ha hecho es prestar atención a la intersección de los afectos con los procesos de racialización. Este es el punto ciego sobre el que Berg y Ramos se centran en este artículo; su propuesta es que las teorías y experiencias de los afectos están racializadas y racializan, y que contribuir a la teoría política del afecto exige prestar atención a esto.
A lo largo de este artículo, la contribución de Berg y Ramos a una teoría política del afecto se va tornando clara e impresionante; primero, las autoras ofrecen una síntesis clara –pero rica en detalles– de las explicaciones etnográficas del siglo XX acerca de los “sentimientos” y “emociones” entre latinos y latinoamericanos. Trazan la co-emergencia y co-constitución de esta tradición académica con los discursos políticos, nacionalistas e imperialistas del siglo XX, los cuales encuentran y definen a los no-blancos como emocionalmente exóticos, ocupando y, por lo tanto, reforzando, un “agujero salvaje” afectivo. Si bien algunos podrían argumentar que la teoría del afecto y la antropología de las emociones no son lo mismo y no pertenecen, por lo tanto, a la misma genealogía, Berg y Ramos sugieren repensar eso. Cualquier representación antropológica de las vidas afectivas de los no-blancos o de los grupos sociales no-dominantes, por cierto en el contexto de las Américas –su campo de concentración–, existe en un paisaje cultural definido por legados de la Alterización. Ahí donde los cuerpos histórica y culturalmente no-blancos /no-élite han sido y continúan siendo definidos como afectivamente Otros, ninguna etnografía de los afectos en las Américas evita la articulación con esas políticas.
Donde las cosas se ponen incluso más provocadoras es en la sugerencia de las autoras sobre que si vamos a ir más allá de las narrativas de los afectos “naturales” y “simplificados” entre los Otros racializados, tendríamos también que repensar una conceptualización predominante de los afectos como separados de los procesos cognitivos y la intencionalidad. En términos empíricos, esta separación entre la cognición y el afecto no les suena verdadera a Berg y Ramos. Mencionando como un ejemplo la autoconciencia simultáneamente intelectual y visceral de Fanon acerca del miedo y el disgusto afectivo hacia él de parte de los blancos, Berg y Ramos proponen que es insostenible negar que ser hipervisible no tiene ningún impacto en la propia sensibilidad para los ámbitos afectivos de la experiencia. Por lo menos algunos de los que vienen negociando una identidad social hipervisible como Otros racializados serán o llegarán a ser hipersensibles a las disposiciones afectivas que se espera de ellos y a las respuestas afectivas que reciban de los blancos/élites.
A mi entender, lo que Berg y Ramos están diciendo es que el afecto teorizado en forma separada de la cognición es una teoría del afecto basada en la blancura/el privilegio. Es una teoría que proviene de la percepción de un investigador blanco/privilegiado de que la mayoría da por sentadas las reglas y normas del sentimiento. Pero existe una minoría –una minoría política si es que no una minoría numérica– que podría estar, según la propuesta de Berg y Ramos, acuciosamente autoconsciente y, si, incluso consciente de la formación afectiva. Estas personas están acuciosamente autoconscientes de esto porque su adhesión o desviación con respecto a las normas afectivas esperadas y deseadas atribuidas al Otro–por lo que sus cuerpos están expuestos en público–, no pasan desapercibidas. Actuada en forma correcta o errada, su presencia afectiva, permanentemente generadora, tiene efectos de poder que impactan en el acceso a puestos de trabajo y a recursos, y en la aceptación o no de los discursos acerca de los latinos como buenos o malos ciudadanos/humanos.
Un aporte relativamente claro de este artículo es que si nosotros como antropólogos somos serios acerca de develar las intersecciones entre afectos, poder y política, entonces necesitamos prestar atención a las formas en las que los sistemas de poder y desigualdad generan experiencias muy diferentes del afecto para los actores y grupos sociales diferencialmente posicionados. Lo que queda por discutir en futuros trabajos, quizás por estas mismas autoras, es la pregunta de cómo esta comprensión más matizada de las formas culturales afectivas podría demandar repensar los métodos para estudiar los afectos. No es que contemos con un rango muy amplio de metodologías claramente perfiladas en la literatura tal como está; sin embargo, ¿cómo es que los afectos racializados señalan la necesidad de debates más amplios acerca de los desafíos que encaran los etnógrafos que dependen de sus propios cuerpos como el principal instrumento para estudiar los afectos de actores o grupos sociales que se encuentran en posiciones diferenciadas de las de ellos? Definitivamente existe suficiente material en este artículo para poner en vilo a los antropólogos de los afectos.
Instituto Danés de Estudios Internacionales, Østbanegade 117, DK-2100 Copenhague, Dinamarca (nns@diis.dk). 20 IV 15
Ulla Berg y Ana Ramos-Zayas ofrecen una crítica elocuente de las formas en las que la antropología de los Estados Unidos ha contribuido históricamente a la construcción de estructuras desiguales de sentimiento, las cuales en forma cómplice premian a un conjunto de reglas de sentimiento, trabajo emocional y formas alternativas de capital, mientras que disciplinan y estigmatizan a otras. Una revisión integral de las contribuciones –que abarcan desde el indigenismo mexicano y peruano, las concepciones brasileñas de armonía racial y las políticas estadounidenses del Buen Vecino, hasta los estudios de familias disfuncionales y enfermedades mentales entre los migrantes puertorriqueños y las nociones de una cultura de la pobreza– encapsula “el proceso a través del cual la expresión idiomática ‘raza’ pasó de la biología a las ciencias sociales” durante el siglo XX y, más aún, sentó las bases para subsecuentes procesos de (re)racialización “sobre la base de las supuestas (pre)disposiciones emotivas de grupos particulares. Tales procesos, sostienen las autoras, mantienen relaciones jerárquicas.
El marco alternativo de las “economías-del-afecto” sugerido por las autoras resalta cómo es que el afecto sirve en forma selectiva tanto como vulnerabilidad y como poder corporeizado a través de una intervención teórica, respectivamente del afecto vulnerador y el afecto empoderante. Prosiguiendo con su argumento, las autoras sugieren que la migración constituye un “proceso social clave y un contexto para el análisis de las dinámicas del afecto racial” en áreas tales como la migración ilegal y el análisis de las cadenas mundiales de cuidado.
Al reflexionar sobre el artículo desde Europa en medio de una de las crisis de migración más grandes ocurridas en el mediterráneo –donde miles de migrantes que buscan seguridad están muriendo en sus intentos de escapar de diferentes constelaciones de conflictos armados y crisis económicas–, la pregunta sobre la mesa no es tanto si la sugerida concepción del afecto racial es de utilidad sino más bien qué le dice a las formas en las que las crisis de migración se insertan en proyectos más grandes de exclusión. La intensificación y diversificación de la migración y la concomitante producción de ilegalidad y criminalización de los migrantes son ampliamente reconocidas por los investigadores dedicados a la migración, incluidos los antropólogos, lo que obliga a repensar los enfoques no solo sobre la racialización sino también sobre la globalización, el nacionalismo, la religión y los cambios estructurales fundamentales que actualmente están reconfigurando las condiciones de la migración, incluidas sus direccionalidades, los actores y los sistemas de gobernanza.
En estos días una no tiene que mirar muy lejos para encontrar poderosos ejemplos para analizar las dinámicas del afecto racializado y el despliegue político de un “lenguaje de la ‘emoción’”. El 16 de abril, 2015, las autoridades italianas arrestaron a 15 musulmanes acusados por sus compañeros migrantes del mismo bote de haber matado a 12 migrantes cristianos y arrojado sus cuerpos por la borda por causa del “odio religioso”. Otros diez “rescatados” en otro conjunto de botes durante el mismo día fueron arrestados por “tráfico de humanos”. No se puede excusar ninguna matanza de seres humanos. Al mismo tiempo, las dinámicas en juego del afecto racializado aprovechan fuertemente los sentimientos reactivados por los recientes ataques terroristas en París y Copenhague. En el primer incidente, musulmanes africanos de Costa de Marfil, Mali y Senegal fueron descritos como la quintaesencia de la “pura maldad”, mientras que las representaciones de los migrantes africanos cristianos asesinados de Nigeria y Ghana resaltan su merecimiento como personas “dignas de ser rescatadas”, no por ser categorizadas como migrantes legales (buscadores genuinos de asilo) sino más bien por su religión cristiana. La ironía es que más migrantes y buscadores de asilo están pereciendo en el mar desde que la operación italiana Mare Nostrum –que salvó a más de 140,000 migrantes en bote durante el periodo octubre 2013-2014– fue suspendida el año pasado sin ninguna alternativa europea de operación de búsqueda-y-rescate que la reemplace.
El segundo incidente, que condujo al arresto de traficantes de humanos, refleja bastante la actual producción europea de la ilegalidad migrante en los debates (con frecuencia populistas) acerca de la relación entre los migrantes económicos y políticos, sus demandas i/legítimas y la necesidad de parar a los migrantes “ilegales” que actualmente están zarpando de la costa de Libia y dirigiéndose a Europa. En esta construcción, la ilegalidad tiene un amplio rango de significados posibles, definidos por interpretaciones y prácticas políticas específicas que influyen en los medios de escape de la gente que está huyendo del conflicto y la pobreza. La confusión existente entre buscadores de asilo y migrantes ilegales ha sido criticada recientemente por Scheel y Squire (2014) mediante tres enunciados: (1) muchos refugiados son en realidad migrantes económicos que abusan del sistema y que, por lo tanto, son ilegales; (2) los refugiados están siendo crecientemente considerados ilegales debido a las políticas de migración restrictivas; y (3) muchos buscadores genuinos de asilo, que calificarían para el estatus de refugiado, se ven forzados a convertirse en “ilegales” por causa de las leyes restrictivas de migración y asilo o los mecanismos de control de fronteras que les impiden buscar asilo.
La propuesta de concebir el afecto como un lente para analizar la raza y la migración es evidentemente aplicable más allá de la esfera regional Estados Unidos-Latinoamérica-Caribe. Ambos incidentes iluminan las maneras en las que el afecto opera en la producción de los “otros” migrantes y la ilegalidad más allá de las cuestiones de racialización.
Facultad de Estudios Internacionales, Universidad del Pacífico, 3601 Pacific Avenue, Stockton, California 95211, Estados Unidos (arichard@pacific.edu). 19 IV 15
El afecto es un asunto de vida y muerte en las ciudades estadounidenses, marcadas por los legados racializados del imperialismo de los Estados Unidos y la profundización de las desigualdades debido al neoliberalismo. Los medios de comunicación están atiborrados de informes de gente de color tratada brutalmente y baleada por policías blancos, quienes justifican el asesinato como una reacción a sentirse amenazados. La carga cotidiana del manejo de las performances afectivas propias con el fin de no incomodar a otros, evitar que la propia presencia sea percibida como una amenaza, es algo que se destaca con menos frecuencia. Berg y Ramos-Zayas presentan una intervención urgente en las discusiones teóricas en torno a la relación entre estructuras y sentimientos, alentando a los antropólogos a considerar cómo es que el afecto está incrustado en los procesos de racialización. Su trabajo se centra en las experiencias de los latinos estadounidenses y los latinoamericanos, pero su importancia es mucho mayor.
Cuando Dar Rudnyckyj y yo asumimos el trabajo en nuestro proyecto “economías-del-afecto” (véase Richard y Rudnyckyj, 2009), vimos el afecto como un campo productivo para pensar a través de las intersecciones entre los procesos estructuradores, la subjetivación y la intersubjetividad. Antes de considerarlo como un estado interior individual, nosotras nos centramos en el afecto como transitivo, como un mediador del cambio político económico de gran escala. Nos quedó claro que la reformas neoliberales tanto en Indonesia como en México estaban suscitando nuevas formas de subjetividad y conducta moral vía las economías del afecto que circulaban por lugares tanto públicos como privados. Estábamos interesadas en explicar, como dijimos entonces, no tanto qué estructura al sentimiento sino más bien qué es lo que el sentimiento estructura.
Encontramos que la entonces dominante concentración conceptual sobre el afecto –como un “mundo interior” contenido antes que como un medio relacional– era muy limitada. Sin embargo, no consideramos plenamente los desafíos políticos de los proyectos antropológicos a través de los cuales se han desarrollado históricamente estas aproximaciones. Berg y Ramos-Zayas analizan las intersecciones entre la obra de la escuela de cultura-y-personalidad, los proyectos nacionalistas y los intereses imperiales de los Estados Unidos en Latinoamérica, los que sirvieron para generar discursos oficiales en torno al afecto y el carácter moral, y los vinculan a procesos de racialización. Ellas analizan la controversia en torno a la tesis de la “cultura de la pobreza” de Lewis para ilustrar cómo se desplegaron estas conexiones y cuál es su legado histórico, en términos de la forma en la que la pobreza y la desigualdad social de los otros racializados llegó a justificarse en términos de sus supuestas patologías afectivas. Si bien nuestro estudio consideró cómo las economías afectivas llegan a sintonizar con transformaciones económicas más amplias, ellas resaltan que la incapacidad o rechazo a involucrarse en performances afectivas “apropiadas” con frecuencia se convierte en una marca de marginación social.
En efecto, lo que encontré más inspirador en este artículo fue el cuidadoso análisis de la cuestión interioridad /exterioridad con respecto al rol del afecto en los procesos de racialización. Ellas insisten en que no solo es meramente posible sino que es políticamente vital dar cuenta de la interacción entre lo que ellas denominan el “afecto vulnerador” y el “afecto empoderante”. El “afecto vulnerador” se caracteriza por ser un componente vital de la formación de los sujetos marginados. Es disciplinario, en el sentido que sirve para racializar las disposiciones y prácticas asociadas con la vulnerabilidad y marginación para así esencializarlas en el discurso público. Sin embargo, crea también una zona de interioridad protectora, que puede ser individualizada o colectiva. Por otro lado, el “afecto empoderante” denota las posiciones y prácticas afectivas asociadas con el privilegio y la blancura. Estos modos afectivos funcionan juntos en tensión productiva para sostener el privilegio. La performance autoconsciente de la sintonización afectiva resalta el hecho de que las “poblaciones pueden llegar a dedicarse estratégicamente a aprender el comportamiento afectivo ‘apropiado’ para interacciones y situaciones particulares”. Esto aporta otro nivel de complejidad a la teorización sobre las disposiciones y performances afectivas y también abre espacio para la innovación metodológica con el fin de tratar de documentar la interacción entre estos factores en términos etnográficos.
Los esfuerzos realizados por las autoras para teorizar la intersección de los procesos afectivos y los procesos de racialización significan un paso adelante en la discusión acerca del afecto, tanto al reconocer y escrutar el rol de la antropología en la construcción de marcos conceptuales que contribuyen a estas dinámicas, como por exponer los desafíos históricos y políticos contemporáneos de estos marcos conceptuales. Al conectar estos campos en términos conceptuales (resaltando al mismo tiempo las múltiples formas en las que tales campos se han implicado mutuamente en la práctica política y social a lo largo del siglo XX), las autoras nos posibilitan formular preguntas innovadoras acerca de qué es lo que el sentimiento estructura. A su vez, la exploración de estas cuestiones podría brindarle a la antropología una nueva oportunidad para contribuir a los debates públicos acerca de la desigualdad racializada en los Estados Unidos y otras partes.
Departamento de Antropología, Universidad de Victoria, PO Box 1700 STN CSC, Victoria, British Columbia V8W 2Y2, Canadá (daromir@uvic.ca). 24 IV 15
Este provocador artículo integra el trabajo en las ciencias humanas acerca de la racialización con los estudios sobre el afecto. Berg y Ramos-Zayas realizan un trabajo admirable demostrando cómo las categorizaciones culturales con frecuencia se han apoyado en lo que las autoras denominan “afecto racializado”. Al prestarle atención a las maneras en las que el afecto es racializado, las autoras buscan “problematizar el supuesto que solo las poblaciones de color tienen una ‘raza’, reconociendo al mismo tiempo las maneras contexto-específicas en las que la supremacía blanca es sostenida, producida y reproducida”. Las autoras ponen énfasis en la relación entre el afecto y la racialización y plantean un reto encomiable para la investigación antropológica futura dedicada a estos tópicos. Ellas brindan una visión sobre el hecho de que el afecto es casi siempre político. No obstante, la afirmación de que el afecto es “inseparable y está en articulación diacrónica con los procesos de racialización” y la insistencia de las autoras en “calificar el ‘afecto’ como ‘racializado’” plantean un conjunto de interrogantes. ¿Las autoras quieren decir que toda afecto está siempre ya racializado? ¿O podría haber manifestaciones del afecto que no son racializadas?
El artículo plantea dos provocaciones adicionales. Primero, con respecto al método, podría haber sido de utilidad si las autoras hubiesen distinguido entre el afecto en tanto objeto empírico y el afecto como un dispositivo analítico. Esto conllevaría diferenciar las instancias en las que el afecto es evidente como una cosa en el mundo y aquellas en las que los investigadores identifican explícitamente el afecto como una ventana o explicación para los fenómenos sociales y culturales. Las autoras se basan principalmente en la historia de la antropología estadounidense como evidencia para su argumento. Así, la evidencia para el artículo se basa principalmente en una revisión histórica de cómo la antropología ha empleado el afecto como un dispositivo analítico durante el siglo XX, centrándose en cómo los antropólogos y otros han desplegado el afecto para construir clasificaciones racializadas de poblaciones humanas. Las autoras argumentan que las representaciones de latinoamericanos “felices” y “despreocupados” convergieron con la orientación del enfoque cultura-y-personalidad de la antropología cultural. Además, señalan cómo, en una antropología más temprana, las generalizaciones relativas a la cultura tenían como premisa una generalización acerca del afecto. No tengo objeciones a los hechos mencionados para este argumento, pero me pregunto qué suerte de proyecto antropológico posibilitan estas observaciones. En otras palabras, ¿de qué manera el concepto de afecto racializado facilita la indagación etnográfica? ¿Qué suerte de comprensiones etnográficas posibilita?
Mi propia investigación (Rudnyckyj, 2010, 2011) y el trabajo que realicé con Analiese Richard (Richard y Rudnyckyj, 2009) adoptaron una aproximación algo diferente. Antes que tratar el afecto como un dispositivo analítico o, en palabras de las autoras, como “un lente productivo” que permite la generalización, yo busqué tratar el afecto como un objeto empírico. Es decir, he buscado mostrar cómo las puestas en escena afectivas son locus cruciales para la indagación etnográfica dedicada al esclarecimiento e innovación conceptual. Al prestarle atención al afecto de este modo, busqué (tanto en términos colaborativos como en mi propio trabajo) explicar cómo el afecto es desplegado empíricamente como un medio de subjetivación, esto es, como un medio para lograr que los seres humanos sean dóciles ante modos específicos de disciplina, gestión y gobierno. En este sentido, me preguntó cómo un concepto de afecto racializado podría ser útil para las aproximaciones que han tratado el afecto menos como un dispositivo analítico que como un objeto empírico. Tal aproximación podría ser diseñada no tanto para usar el afecto como un lente para examinar la racialización, como sí para comprender de qué manera el afecto es invocado para producir sujetos racializados.
Segundo, una podría preguntarse si el afecto es algo que necesita ser “teorizado”. En parte, esto tiene que ver con mi propia ambivalencia hacia la teoría, la cual es incitada por la obra tardía de Michel Foucault, en la que escribió que él tenía la esperanza de que su obra se “mueva menos hacia un ‘teoría’ del poder que hacia una ‘analítica’ del poder: esto es, hacia una definición del dominio específico formado por las relaciones de poder, y hacia una determinación de los instrumentos que harán posible su análisis” (Foucault, 1978: 82). Foucault llegó a darse cuenta de que su teorización del poder como productivo conducía a un impasse político, dado que lleva a una situación en la que “estamos por siempre atrapados” (1978: 83). Así, Foucault llegó a concebir que la propia teoría potencialmente podía replicar las propias estructuras en contra de las cuales se alzaba. La teoría, como el estado o el colonialismo, contiene en sí misma las semillas de una aspiración de generalización, totalización y control. Por ende, ella corre el riesgo de llegar a formar parte del propio edificio que se propone cuestionar. En este sentido, una podría preguntarse cómo la teorización del afecto posibilita una etnografía creativa que simultáneamente cumpla una labor analítica. Yo estaría muy interesada por aprender cómo el afecto racializado hace posible el trabajo etnográfico y alentaría a aquellas personas inspiradas por este concepto a desarrollar esta línea de análisis en indagaciones empíricamente situadas.
Departamento de Antropología, Universidad de Pensilvania, Penn Museum 335, 3260 South Street, Filadelfia, Pensilvania 19104- 6398, Estados Unidos (deborah.thomas@sas.upenn.edu). 21 IV 15
Berg y Ramos-Zayas realizan una intervención sumamente productiva con este artículo diseñado para articular el análisis de la raza y los procesos de racialización con el análisis del afecto. Las autoras sostienen que la raza y el afecto se producen entre sí en términos históricos y socioculturales, y que el afecto, por lo tanto, debe ser considerado como un fenómeno intersubjetivo que genera y es generado por condiciones materiales a múltiples niveles de escala. Al argumentar así, las autoras cuestionan la investigación académica que presenta el afecto como precultural, neurobiológico, individual o universal, y, en cambio (1) consideran que el afecto se sitúa en medio de las particularidades de los contextos económicos, políticos y sociales; e (2) instan a pensar las economías políticas raciales a través de las dimensiones corporeizadas de las relaciones íntimas. Este rediseño les permite a las autoras plantear un punto adicional que tiene que ver con la dimensión epistemológica de la investigación académica dedicada al estudio de las minorías racializadas en los Estados Unidos y argumentar que para que los antropólogos puedan analizar efectivamente el afecto en relación con la historia y la materialidad, debemos reelaborar nuestras herramientas metodológicas.
Existen muchas comprensiones que surgen de la perspectiva que Berg y Ramos-Zayas vienen desarrollando sobre las “economías del afecto”, pero aquí solo me detendré en dos de ellas. Primero, la perspectiva enlaza la economía política y las dimensiones más íntimas de la vida, no de una manera causal pero de un modo que enfatiza la coproducción. Esto nos ayuda a dar cuenta de la persistencia de la desigualdad, el estereotipo y el estigma dentro de las relaciones interpersonales e íntimas (incluso en ausencia de una discriminación institucional legislada), así como dentro de esferas más amplias, tales como las de representación y diseño de políticas. Segundo, el concepto de “afecto racializado” puede esclarecer algunas de las formas en las que opera el afecto dentro de los contextos contemporáneos más amplios del neoliberalismo y la supremacía blanca (y, en efecto, cómo tal afecto sostiene estos proyectos).
Mis interrogantes con relación al artículo surgen no de la proposición básica, la que considero convincente y necesaria desde hace mucho tiempo, sino desde el alcance teórico del artículo en la medida que se relaciona con la geopolítica histórica de la modernidad y, por lo tanto, desde la evidencia ofrecida para promover sus afirmaciones. Berg y Ramos-Zayas se centran en los migrantes latinos y latinoamericanos dentro del contexto de los Estados Unidos (sus propias áreas de considerable experticia), así como en ciertos textos canónicos de antropología de mediados del siglo XX (y después), debido a que ellas consideran que la migración es “un proceso social clave y un locus para la producción del afecto racializado”. Por cierto, la migración –el cruce de fronteras territoriales– deja en claro las maneras en las que los parámetros de ciudadanía normativa y las ideologías y estructuras del nacionalismo son producidos en términos dinámicos y reproducidos a través de vectores raciales. Esto les permite también pensar crítica y perspicazmente a través de las formas en las que el afecto racializado moldea la producción de conocimiento, dando forma a los tipos de preguntas que son planteadas y a las categorías que son desarrolladas, en este caso, aquellas que tienen que ver con las asociaciones entre el estatus económico y la formación familiar y con las modalidades de producción cultural expresiva. Pero si planteamos la pregunta acerca de dónde y cómo son más visibles las articulaciones entre el afecto y los procesos de racialización, ¿por qué no enfocar los lentes en términos más amplios?
Como queda claro a través de todo el artículo, los proyectos del imperialismo y el nacionalismo de los Estados Unidos son los talleres dentro de los cuales se forja el afecto racializado, tanto con relación a las poblaciones de minorías “nativas” dentro de los Estados Unidos como frente a los migrantes. Sin embargo, la importancia de la guerra España-Cuba-Estados Unidos y la resultante política del Buen Vecino, y las persistentes relaciones coloniales parecen aparecer como ámbitos contextuales técnicos e históricos, donde podrían ser elaboradas productivamente como proposiciones teóricas. Si así se hiciera, las Américas emergerían como un espacio que produce comprensiones modernas de la diferencia racializada junto a y en relación con las transformaciones modernas en el desarrollo capitalista (inversión mercantilista en la producción basada en plantaciones para la exportación y la subsecuente producción industrial, tanto agrícola como fabril). De este modo, esta producción también sería comprendida como una condición discursiva que vincula la violencia y el valor, creando, por ende, una condición nueva y global en la que todo el mundo (quienes migran así como quienes se quedan atrás) es interpelado. En este marco, visibilizaríamos la centralidad de la esclavitud africana para los procesos contemporáneos de racialización y tendríamos una manera de comprender más críticamente por qué, tal como escriben las autoras, los hijos de los migrantes nacidos en los Estados Unidos terminan siendo la “corporeización” de todo lo que es asociado con la siempre criminalizada minoría nacida en los Estados Unidos, más estrechamente asociada con la experiencia de los afroamericanos.
Asumir una posición teórica que imbrique más de cerca los estudios sobre la racialización y el afecto con los estudios sobre el imperio, la diáspora y el liberalismo, nos alentaría a mirar no solo el movimiento pero también la quietud (Nassy Brown, 2005; Young, 2010), no solo el transnacionalismo sino también la diáspora (Thomas, 2008), no solo la gobernanza sino también la regulación no gubernamental (Clarke, 2009; Thomas y Clarke, 2013). En otras palabras, la movilización de lentes teóricos hemisféricos más amplios demostraría la articulación de la racialización y el afecto como un fenómeno global que ha sido ensayado en términos más canónicos dentro de los espacios de las plantaciones de Estados Unidos (Wagley, 1957) y con relación al imperialismo (europeo y estadounidense). Esto también podría darnos una manera de encontrar espacios de agencia dentro, y a través de, las fisuras en el imperio en coyunturas temporales y espaciales particulares, de modo que tengamos algún sentido de alternativas al afecto “vulnerador” y al afecto “empoderante”, ambos de los cuales parecen ser polos definidos por la ideología racial dominante.
La imposibilidad de reducir el odio a un cuerpo particular permite que el odio circule en un sentido económico, trabajando para diferenciar a algunos otros de otros otros, una diferenciación que jamás “acaba”, dado que espera por otros que todavía no han llegado. (Ahmed, 2004a:123)
Nos gustaría empezar agradeciendo a nuestros comentaristas por la excelente y provocadora retroalimentación que tan generosamente nos han brindado. Esta clase de revisiones públicas por pares ha sido una experiencia estimulante, y esperamos que muestre el proceso dinámico, intelectual y creativo que interviene en el desarrollo y afinamiento de proposiciones contenciosas para un nuevo terreno etnográfico. Estructuramos nuestra respuesta en términos temáticos pero prestamos atención a puntos específicos de los comentaristas cuando es pertinente.
El impulso para este trabajo surgió de numerosas conversaciones acerca de los encuentros viscerales con la raza y la racialización en la ciudad de Nueva York, donde ambas vivimos, y el compromiso con nuestros respectivos lugares de trabajo de campo, así como de nuestra observación de una falta de intercambio de ideas entre los estudiosos de la racialización y aquellos abocados al afecto. Por un lado, los especialistas en raza parecen estar indecisos para asumir la teoría del afecto, porque ellos temen legítimamente un resurgimiento de legados de patologías emocionales históricamente proyectadas sobre las poblaciones racializadas y colonizadas. Por otro lado, con frecuencia encontramos a teóricos del afecto que no necesariamente priorizan a la raza (y en ocasiones la ignoran del todo), en lo que Sara Ahmed, citada antes, denomina la “materialización de los cuerpos colectivos” (Ahmed, 2004a: 121). En este sentido, nuestro trabajo complementa el análisis seminal de Ahmed sobre las “economías afectivas”, donde ella demuestra el trabajo crucial de las emociones en la inclusión de los cuerpos en colectividades mayores, incluidas las identificaciones raciales y nacionales. Sin embargo, al teorizar el “afecto racializado”, nuestra pretensión es algo diferente: nosotras vemos el trabajo del afecto no como uno que crea ante todo colectividades autosuficientes, sino como uno en el que tales colectividades son proyectadas –con frecuencia de manera intencional–, con consecuencias sociopolíticas específicas, sobre “otros otros”.
Así, nuestro artículo está relacionado con el proyecto político e intelectual que podría facilitar el afecto racializado. Varios de nuestros comentaristas han acogido nuestra insistencia sobre que una aproximación al afecto está siempre basada en un proyecto racial y racializador, situado en campos sociales y políticos, e integrado en la dialéctica de la diferencia y los desplazamientos. En ese sentido, analizamos las convergencias entre la raza, los afectos y el poder, incluida una consideración acerca de cómo “el afecto teorizado por separado de la cognición es una teoría del afecto basada en la blancura/el privilegio (Nouvet); una distinción entre el afecto como vulnerabilidad y el afecto como empoderamiento mediante un “cuidadoso examen de la cuestión de la interioridad/exterioridad con respecto al rol del afecto en los procesos de racialización” (Richard); y una insistencia en situar el afecto en un contexto político económico que nos permitiría pensar la política racial a través de una dimensión corporeizada y de relaciones íntimas (Thomas).
Si bien la discusión que presentamos aquí está profundamente motivada por la documentación experiencial y empírica que cada una de nosotras ha encontrado a lo largo de prolongados periodos de trabajo de campo en Perú, Brasil, Puerto Rico y los Estados Unidos, estas regiones no constituyen casos de estudio diferenciados. Más bien, nos proponemos resaltar las maneras productivas en las que el afecto racializado interviene en las discusiones etnográficas comparativas. Tomando en cuenta esta meta, Thomas nos insta a resaltar incluso más cómo es que “las Américas” podrían emerger de manera más prominente en nuestro texto como un “espacio que produce las comprensiones modernas de la diferencia racializada junto a, y en relación con, las transformaciones modernas en el desarrollo capitalista” y las condiciones globales de la movilidad e inmovilidad interpelada (y desigual) que esto crea. Antes que ver la historia como un contexto delimitado, en este sentido, la historia deviene en un sitio productivo de relaciones sociales y proyectos estatales de raza. En particular, la centralidad de los sistemas históricos, especialmente la esclavitud, es crucial en la producción del afecto racial acerca del cual teorizamos en nuestro artículo.
La sugerencia señalada de Thomas respecto a que las intervenciones coloniales/imperiales de los Estados Unidos en Latinoamérica y el Caribe son los “talleres” fundacionales para la práctica y desarrollo de la negritud de los Estados Unidos, no es solo provocativa sino que también está alineada con el trabajo etnográfico que nosotras mismas hemos conducido. Por ejemplo, Ramos-Zayas demuestra cómo en Brasil y Puerto Rico, la negritud de los Estados Unidos no solo es circulada en formas predecibles de cultura popular, sino que también se manifiesta en la vida diaria, como prácticas cotidianas y corporeizadas entre los migrantes jóvenes que retornan a Belo Horizonte y San Juan, respectivamente. Los proyectos de la modernidad de la “negritud” –y también de la blancura– devienen en sitios dinámicos de subjetivación afectiva de maneras que sin lugar a dudas son más prominentes en las Américas. Desde esta perspectiva, resulta curioso que McElhinny considere nuestra discusión como una “enmarcada mayormente entre mestizos y pueblos indígenas”, especialmente dado que el propio concepto de afecto racializado cuestiona el supuesto de que la “raza” evoque más prontamente “negro” o “mestizo” o “indígena”, neutralizando así la blancura, en todo su privilegio y predominio, como periférica a los proyectos latinoamericanos de racialización. En efecto, nuestra referencia a la contribución de Fanon es ciertamente “no solo acerca de Argelia” (McElhinny), o incluso acerca de la “negritud”, sino sobre la desigualdad racial sistemática, el colonialismo y la supremacía blanca. Más aún, tal como Ahmed ha anotado de manera destacada, el antiracismo y el giro hacia el orgullo (blanco) como una respuesta a las críticas de los negros concernientes a la culpa y la vergüenza, de hecho no ha ido más allá del narcisismo del sujeto blanco, porque siguen volviendo a la blancura, haciendo del antiracismo tan solo otro atributo de los blancos o incluso una cualidad de la blancura (Ahmed, 2012: 170). Debido a su propia preocupación con la supremacía blanca, una concentración en el “afecto racializado” en Latinoamérica y el Caribe, por lo tanto, no se reduce a una en la que las “contribuciones de los académicos negros. . . [están] fuera de una discusión enmarcada en gran medida entre mestizos y pueblos indígenas” (McElhinny). No pretendemos ignorar las importantes contribuciones de los investigadores interdisciplinarios –muchos de los cuales se autoproclaman como “antiracistas”, “feministas” y “queer”–, quienes abordan la intersección del afecto y el capitalismo. Sin embargo, de lo que nos hemos percatado es que, incluso en alguna literatura (y la crítica literaria) bien-intencionada, con frecuencia la raza se evapora bajo la interseccionalidad o el universalismo –o es subsumida bajo rúbricas populares de política de identidad asumidas como “equivalentes” (e.g., clase, género, etnicidad, sexualidad)–. Es ilustrativo de esta tendencia precisamente uno de los cánones académicos específicos que McElhinny presenta como predecesor del nuestro: los estudios sobre la “cadena mundial de cuidado”. Si bien nosotras recurrimos amplia y críticamente a esta literatura, y si bien reconocemos, por ejemplo, su valor para teorizar el trabajo a través de la interseccionalidad, no percibimos que refleje el afecto racializado que estamos proponiendo.
Al considerar qué contextos etnográficos podrían ser particularmente productivos para el análisis del afecto racializado, nosotras, en efecto, percibimos los procesos de migración como locus centrales para examinar el afecto racializado, y esto nos lleva a una pregunta crítica que plantea Thomas: ¿por qué la migración –y no la inmovilidad– es un lugar primordial? Nosotras vemos la quietud o la inmovilidad como igualmente constitutivas de la condición global del transnacionalismo, la diáspora y el desplazamiento. De este modo, para nosotras es importante esclarecer que no estamos proponiendo la movilidad como un estado naturalizado o contemplándola desde lo que Cresswell (2006) ha denominado una “metafísica nómade”, que privilegia la movilidad por sobre historias y geografías localizables. Muy por el contrario, nosotras todavía reconocemos la quietud y la inmovilidad como condiciones intersubjetivas que son experimentadas no necesariamente en aislamiento sino como parte de entramados íntimos, sociales. Quizás la aparente preminencia de la movilidad en nuestro artículo tiene que ver con nuestra intención de poner énfasis en que el sujeto migrante en nuestros proyectos de investigación particulares está codificado intencionalmente como menos legítimo y con frecuencia ilegible. El afecto racializado de los migrantes, tal como anota Nyberg Sørensen, “habla de las formas en las que la crisis de migración llega a estar incrustada en proyectos más grandes de exclusión”. Esta postura empalma bastante bien con la argumentación de Thomas respecto a que “movilizar los lentes teóricos hemisféricos más amplios demostraría la articulación de la racialización y el afecto como un fenómeno global”.
Varios comentaristas plantearon la pregunta de si podría haber manifestaciones del afecto que no estén racializadas. Por ejemplo, Grimson expresa que “existe una producción de alteridades basadas en el afecto que están relacionadas con la religión, la orientación sexual, la clase social y así sucesivamente”. Más aún, Nyberg Sørensen sugiere que la noción de afecto racializado se podría también aplicar en términos más amplios, para forzar a los académicos a repensar las aproximaciones a “la globalización, el nacionalismo y la religión”. En términos más explícitos, Rudnyckyj pregunta, ¿las autoras quieren decir que toda afecto está siempre ya racializado? ¿O podrían existir manifestaciones del afecto que no están racializadas? Nosotras apreciamos el interés de estos investigadores tanto en delimitar como expandir el alcance del afecto a ámbitos que no se articulan explícitamente en el lenguaje y las experiencias de la raza. Si bien nos damos cuenta de que el afecto se interseca con múltiples ejes de diferencia social, incluidos el género, la sexualidad, la nacionalidad, el estatus legal, y así sucesivamente, sostenemos que la raza y la racialización son fundacionales de esas otras intersecciones; este es el caso a través de todas las Américas en términos históricos, culturales y políticos. Consideramos que cualquier situación hemisférica que involucre la historia de las Américas en el ámbito de la influencia de los Estados Unidos, incluidos los lugares de intervención imperial y colonial que están –hablando en términos geográficos– “fuera” de las Américas (e.g., Filipinas), no pueden ser comprendidos ni marginalmente por fuera de las prácticas de raza y racialización. En este sentido, nos sentimos cercanas a la postura de De Genova respecto a que ser racializados involucra una labor permanente que es necesariamente afectiva y que “esto es tan cierto para aquellos racializados como blancos como para aquellos subordinados por la supremacía blanca”. Así, tal como expresa correctamente De Genova, ¿cuánto perdemos – o más bien, cuanto más podemos darnos el lujo de perder– al no ver el afecto como una dimensión constitutiva de la racialización?
A medida que reflexionamos sobre las ventajas teóricas de aproximarnos al “afecto racializado” como un lente y perspectiva analíticos, enfatizamos que esto no niega nuestro compromiso con tratar al afecto como un objeto empírico situado en particulares proyectos socioeconómicos, históricos y políticos y en contextos etnográficos. Tal como Nouvet señala en su comentario, nuestro artículo se centra en “las propias experiencias diferentes del afecto para posicionar en términos diferenciales a los actores y grupos sociales”. Nuestro propósito es demostrar cómo son construidos los procesos de racialización sobre disposiciones, aspiraciones neoliberales locales y proyectos de nación-estado desigualmente distribuidos. La corporeización y materialidad del afecto racializado –en tanto lente analítico y objeto empírico– están mejor articuladas, consideramos, en la distinción vital entre formas de afecto que vuelven a algunos individuos “vulnerados” y a otros “empoderados”. Tal como sugiere la lectura realizada por Richard de nuestros conceptos de “afecto vulnerador” y “afecto empoderador”, el afecto racializado es una performance empírica y “autoconsciente de sintonización afectiva” que resalta el hecho de que los encuentros intersubjetivos son abordados de manera diferente (y requieren diferentes estrategias, compromisos y comportamientos), dependiendo de las poblaciones implicadas. Tal como Richard procede a anotar, esto “deja espacio para la innovación metodológica al intentar documentar en términos etnográficos la interacción de estos factores”. Así, estamos de acuerdo con Rudnyckyj cuando dice que “las puestas en escena afectivas constituyen sitios cruciales para la indagación etnográfica dedicada al esclarecimiento y la innovación conceptuales”, pero nos mantenemos alertas acerca de asumir que el afecto es algo que puede ser “puesto entre paréntesis” en un “momento afectivo” a expensas de comprender el afecto en los contextos fluidos, dinámicos, de los procesos intersubjetivos cotidianos de la subjetivación racial.
Estamos agradecidas a, y estimuladas por, los diversos comentaristas que recomiendan el desarrollo de una aproximación metodológica al “afecto racializado”. Por ejemplo, Rudnyckyj pregunta, “¿de qué manera el concepto de afecto racializado facilita la indagación etnográfica? ¿Qué tipos de comprensiones etnográficas posibilita?”. Si bien ambas hemos abordado estas preguntas en nuestros respectivos proyectos etnográficos de largo aliento (véanse Berg, 2015; Ramos-Zayas, 2012), consideramos que estas preocupaciones metodológicas y epistemológicas son tan cruciales para nuestra perspectiva teórica sobre el “afecto racializado” que decidimos abordar explícitamente estos temas en un artículo aparte (U. Berg y A. Ramos-Zayas, manuscrito inédito). En nuestro próximo artículo sobre las cuestiones metodológicas detrás de los análisis del afecto, analizamos los requisitos etnográficos y las posibilidades epistemológicas de analizar en términos empíricos el afecto racializado, mediante una aproximación a la producción de conocimiento a través de lo que denominamos “sintonización etnográfica” y “sitios generativos de trabajo de campo”. Basándonos en nuestro trabajo entre jóvenes migrantes retornantes del Brasil y Puerto Rico (AYR-Z) y los trabajadores migrantes peruanos a los Estados Unidos y retornantes, exploramos la sintonización etnográfica en el trabajo de campo antropológico como una herramienta epistemológica para rastrear críticamente cómo son revitalizados los viejos modelos de racialización bajo procesos de circulación y nuevos patrones de regulación –un tema planteado en otro lugar por Thomas y Clarke (2013)–.
A lo largo de toda nuestra colaboración, permanecemos atentas a la gran necesidad de revisar exactamente cómo las concepciones del afecto, en general, y el afecto y la raza, en particular, son principalmente producidos y centrados en torno a las experiencias euroamericanas. Nos comprometemos a abordar la propuesta de Thomas para llevar nuestras perspectivas sobre el afecto racializado en una dirección que tiene el potencial de “ofrecernos una manera de encontrar espacios de agencia dentro y a través de las fracturas en el imperio en coyunturas temporales y espaciales particulares, de modo que contemos con algunas alternativas al afecto ‘vulnerador’ y ‘empoderante’, ambos de los cuales parecen ser polos definidos por la ideología racial dominante”. En última instancia, nuestra intervención constituye una crítica política a, y una acción en contra de, los persistentes proyectos raciales dentro y fuera del “provincialismo metropolitano” existente (Lins Ribeiro, 2014), particularmente observable en la academia de los Estados Unidos. Con relación a las literaturas producidas en Latinoamérica y el Caribe, nosotras acogemos con entusiasmo la invitación de Alejandro Grimson para ampliar el debate hacia una perspectiva más comparativa que tome en cuenta las trayectorias académicas históricas, incluidos los vínculos entre “sociedad” y discurso de las ciencias sociales, producidas en diferentes contextos nacionales y transnacionales.
Ulla D. Berg y Ana Y. Ramos-Zayas
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Rutgers University.
City University of New York.
Comunicación personal, enero, 2014.
Nos inspiramos en las obras de Lauren Berlant (2011), Ann Stoler (2004) y Reddy (2001), entre otros.
Si bien podríamos pensar, por ejemplo, acerca del 11 de septiembre como una explosión de la blancura como victimizada a escala global, observamos también prácticas ordinarias cotidianas –incluidas las decisiones para enmarcar las propias memorias individuales de tal incidente– como una forma de inserción personal en un registro temporal similar a la concepción de Berlant sobre “sentirse histórico”.
No estamos preparadas para hacer desaparecer completamente una distinción interioridad/exterioridad. Tal desaparición, sentimos, solo sería posible para poblaciones que viven en condiciones de privilegio. Para la gente de color existe una “interioridad” estratégicamente protegida que, si bien no es intrínseca en términos biológicos o culturales, es auto-protectora y no es “externalizada” necesariamente bajo condiciones de subordinación y colonialismo. Así, a lo largo de este artículo, no abandonamos lo que sigue siendo, en la práctica, una estrategia emotiva de creación de una “interioridad protectora” común en poblaciones y comunidades de color. Más bien, resaltamos la variación en la intensidad de la distinción interior/exterior, y establecemos la diferencia entre la “interioridad” como una estrategia de sobrevivencia versus la “interioridad” como un presunto “yo” bio-cultural innato. Para una discusión más amplia acerca de las estrategias de auto-protección en las comunidades de color, véanse los trabajos de Cherrie Moraga y Gloria Anzaldúa (1981), bell hooks (1990), y otras académicas feministas de color.
Aquí existe un paralelo con el desarrollo de la antropología a través de los estudios sobre los nativos americanos y la consolidación de los territorios de los Estados Unidos.
El término “cholo” es una categoría etno-racial empleada en la región andina para referirse a una persona de origen indígena que se ha mudado a la ciudad y ha adoptado la vestimenta y los modales urbanos (Larson, 2005). El término porta una connotación peyorativa debido a su “estar-en-el-medio” en términos étnicos y políticos.
Los supuestos de “armonía racial” en Latinoamérica han sido debatidos ampliamente. Véanse, por ejemplo, Hanchard (1999), Fry (2000), De la Fuente (2001).
Véase la obra del antropólogo brasilero Roberto DaMatta (1984) para un análisis sociolingüístico más elaborado del término portugués “saudade”, como una forma particular de anhelar estos paisajes emotivos, íntimos.
El paradigma de Cultura y Personalidad ha sido desde entonces ampliamente escudriñado y criticado, tanto dentro como fuera de la academia de los Estados Unidos, por su falta de atención a la economía y la política, y por su tendencia a reducir las cuestiones de la desigualdad política y económica a cuestiones de la psique individual y grupal (Di Leonardo, 1998).
El inconsciente colectivo de Jung es también una idea de memoria racial y, tras su ruptura con Freud, él habló explícitamente acerca del inconsciente racial superior germánico. Esto otorgó credibilidad a los miembros del círculo íntimo de Freud, quienes pensaban que Jung, un luterano suizo e hijo de un pastor, era antisemita. Véase “Revolution in Mind” de Makari (2008). Estamos agradecidas a Edgar Rivera-Colón por llamar nuestra atención sobre esto.
Hoy en día connotados investigadores consideran el informe como uno de los más influyentes en la construcción de la Guerra contra la Pobreza. Véase “Culture of Poverty Makes a Comeback”, New York Times, 17 de octubre, 2010.
El “síndrome” está incluido en el Apéndice I de la cuarta edición revisada del Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM-IV-TR).
Para una discusión exhaustiva de estas literaturas, véase Katz (2001).
A su vez, la literatura sociológica ha abordado la “emoción” desde diversas perspectivas teóricas, incluidas las teorías dramatúrgicas (Goffman; Hochschild; Thoits; Rosenberg); las teorías del interaccionismo simbólico (Herbert Mead, Turner); teorías del ritual interactivo (Durkheim); teorías del poder y el estatus (Kemper y Collins, Thamm, importante para nuestro proyecto es el enfoque marxista de Barbalet); y la teoría del intercambio. Para una sinopsis de la sociología de las emociones, véase Thoits, 1989).
Véase Mary Romero (2012) para un excelente análisis guiado por historias de vida de la compleja relación entre una trabajadora doméstica mexicana, la familia blanca para la que trabaja y su hija. El trabajo de Romero es una variación importante basada en los Estados Unidos de las problemáticas demandas latinoamericanas de las empleadas domésticas como “una de la familia”.
La genealogía histórica de los estudios psicoculturales parte de un intento de reconciliar las perspectivas acerca del relativismo cultural y la universalidad humana, mientras que a menudo menoscaba o deja de lado del todo una comprensión clara de la historia y la economía política (Casey y Edgerton, 2007: 3). Esto tiende a socavar los ámbitos sociales de significado e importancia reales, junto con las nociones de poder y desigualdad, sobre las que se asientan las formaciones del yo.
Analizamos enfoques metodológicos y epistemológicos sobre el afecto en general, y el afecto racializado en particular, en un artículo en proceso de elaboración que hemos titulado provisionalmente “Ethnographic Attunement: Affective Knowability and Generative Fieldsites in Anthropological Methodology and Epistemology” (en prensa).
El concepto de Randall Collins de “energía emocional”, elaborado a partir de las obras de Goffman y Durkheim (véase Turner y Stets, 2006: 33), es particularmente revelador sobre este punto. Tal como sostiene Collins, los individuos con frecuencia están entrampados en rituales de interacción en los que tienen poco poder y en los que, como consecuencia, experimentan una energía emocional negativa, tales como miedo, ansiedad, vergüenza y culpa (Summers-Effler, 2002); y lo que es más importante, estas emociones pueden estar distribuidas en términos diferenciales a través de los segmentos de una población que posee diversos niveles de poder y prestigio (Barbalet, 1998).
El énfasis puesto por Jackson (2008) en los aspectos internalizados e interpersonales de la raza es una importante incursión intelectual hacia la comprensión de las maneras en las que “el palabreo” ha sustituido a “hechos y no palabras” en las relaciones raciales en los Estados Unidos. Más que centrarse en las cualidades afectivas o corporeizadas de las sociabilidades interraciales cotidianas, el trabajo de Jackson ofrece un sólido análisis de las maneras irónicas en las que el lenguaje (verbal) produce en realidad una des-comunicación racial entre negros y blancos en los Estados Unidos. La “corrección política”, en tanto una estrategia lingüistica de civilidad interracial, por ejemplo, ha llevado a formas de auto-censura en la conversación racial abierta que en los Estados Unidos contribuye a una suspicacia interracial, rumores, teoría de la conspiración y desconfianza.
Le estamos agradecidas al lector anónimo quien resaltó este punto para nosotras, así como a los tres lectores por su lectura detallada y entusiasta del manuscrito, y por sus incisivas y provocadoras preguntas. Si bien no sabemos sus nombres, esperamos que puedan sentir nuestro profundo aprecio cuando lean el artículo en su versión final. Además, les agradecemos a Carlos Vargas-Ramos, Edgar Rivera-Colón, Emily Martin y Michaela di Leonardo por sus incisivos comentarios en los prolegómenos del proyecto.