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Contemporáneas
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Etnografías Contemporáneas

Año 4, No. 7

Introducción

La emoción como herramienta analítica en la investigación antropológica

Por Mariana Sirimarco11. Doctor (…) y Ana Spivak L´Hoste22. Doctora en Cie (…)

Este dossier especial de la revista Etnografías Contemporáneas es resultado de una serie de inquietudes que tomaron forma a partir de muchas preguntas y algunas respuestas en un recorrido de más de una década de investigación en antropología. Un recorrido que se inició por una exigencia de campo en su sentido más empírico, en el marco de nuestros trabajos doctorales: la de contemplar la dimensión emocional en el análisis de nuestros objetos de estudio. Mediaban los años 2000 e investigábamos en terrenos y sobre temáticas de lo más dispares, la formación policial en un caso, la producción tecnocientífica en el otro (Sirimarco, 2006; Spivak L´Hoste, 2008). En ambas experiencias de pesquisa la metodología elegida, la etnografía, nos involucró en situaciones de campo que no podíamos caracterizar sin tomar en consideración, como sea que fuere, su emocionalidad. Situaciones en las que el discurso y la práctica escuchable, observable y registrable parecían no agotar el abanico de datos e informaciones, y que requerían reflexionar también acerca de las emociones en juego para poder aprehenderlas. Y aprehender, con esas situaciones, o de esas situaciones, algo de la fracción del mundo social que nos habíamos propuesto analizar en cada caso.

Lo que en aquellos momentos se nos presentó como un desafío -cómo encarar el cruce entre antropología y emoción- hoy nos parece una relación evidente, aunque siga guardando, para muchos, algo de su caracter elusivo. El estudio antropológico de la emoción no es, para nada, un abordaje recién desembarcado en la disciplina. Por el contrario, los enfoques relacionados con el análisis de lo emocional surgen en la antropología partir de los años 70, aunque no fueron pocos los autores que, aun con anterioridad, se habían referido tangencialmente a la temática en sus obras, o la habían abordado brevemente (Mauss, 1921; Malinowski, 1926; Mead, 1928; Benedict, 1934; Bateson, 1936). Estos nuevos enfoques, surgidos en diálogo con otras disciplinas (psicología, sociología, filosofía, historia, estudios feministas), significaron entonces un campo de discusión sobre la emoción de carácter heterogéneo, diverso y multidisciplinar. Un campo que se centró, primero, en el intento de comprender el papel de lo emocional en la vida individual y colectiva y, segundo, en la preocupación respecto de los métodos, teorías y útiles analíticos que se podían utilizar para hacerlo.

Ahora bien, lo emocional no constituyó un campo de discusión complejo únicamente por abordarse a partir de distintas disciplinas. Más allá de las diferencias propias de cada recorte disciplinar, el estudio de la emoción promovió (incluso al interior de éstas) el desarrollo de diversas propuestas de análisis, así como de ejercicios con base empírica y fundamentos teóricos diferentes (Spivak L´Hoste, 2010).

La antropología sumó entonces a ese campo su intento de teorizar la naturaleza de lo emotivo, de profundizar sobre sus formas y manifestaciones específicas, de indagar sobre las consecuencias de la emoción en cada dinámica social. Desde la disciplina, se avanzaron herramientas para -y conceptos sobre- su abordaje. Los trabajos pioneros de Michelle Rosaldo (1980, 1984a, 1984b) y Jean Briggs (1970, 1998, 200) -de esta última encontrarán, en las páginas siguientes, la traducción de uno de sus artículos más destacados- pueden contarse en este sentido, pues contribuyeron a generar un debate sobre la propia naturaleza de la emoción, sobre cómo articularla en el abordaje del mundo social desde una perspectiva etnográfica (con qué herramientas de método, a partir de cuáles enfoques, con qué efectos para el trabajo empírico y para la elaboración analítica) y sobre qué es lo que ella puede informar sobre dicho mundo.

Con inmersiones completas en culturas ajenas y hasta inhóspitas (Rosaldo entre los Ilongot de Filipinas, Briggs entre los Inuit del Ártico), los trabajos de ambas implicaron etnografías clásicas en el completo sentido del término. No sólo por este viaje hacia el otro más otro, sino también por el afán de traducción que guió sus trabajos de campo en plenos años 60 y 70. “La antropología es, al menos en parte -señalaba Rosaldo-, un ejercicio de traducción; entender otra cultura es bastante parecido a aprender un lenguaje extranjero y, lo que es más, adquirir competencia en el discurso del informante es, en sí mismo, una suerte de iniciación a los modos en que ven su mundo” (1980: 20). La traducción, en este caso, no era sólo de patrones culturales, sino también de términos: el estudio del lenguaje se pensaba igual al estudio de la cultura. Anotando, revisando y desentrañando vocabulario y categorías de habla nativas -relacionadas en sus casos de interés con la esfera de lo emotivo-, tanto Briggs como Rosaldo apostaron así por presentar las emociones como componentes culturales conscientes que moldeaban la práctica social.

Una consecuencia de estos avances etnográficos fue la apuesta, en los años 80 y en la academia norteamericana en particular, por la delimitación de una “Antropología de las emociones”. Esto es, una suerte de sub-campo disciplinar específico concentrado en el análisis de la emoción definida como fenómeno de raíz sociocultural. La línea significó avances tan contundentes, tanto empíricos y metodológicos como epistemológicos y conceptuales, que sus referentes pronto se transformaron en clásicos: Fred Myers (1979), Catherine Lutz (1982, 1986), Robert Levy (1983), Geoffrey White (1986), Lila Abu-Lughod (1986), Margaret Lyon (1996), entre otros.

Definido por oposición a lo que la emoción no necesariamente es -biológica, natural, universal, individual, psicológica, irracional-, el campo de la “Antropología de las emociones” se construyó así como una discusión que intentó sacar a emociones y sentimientos de los márgenes de la teoría cultural, reinsertándolos en el entramado de símbolos que conforman toda práctica humana y ratificando su status de significado cultural socialmente producido, expresado y sentido. La emoción, así entendida, se promulgó como un aspecto de la significación cultural, como categoría o manifestación dotada de sentidos construidos en relación a una cultura definida como red de significados (Geertz, 1990), y de la cual los actores son parte.

Al calor de estos debates, la “Antropología de las emociones” hizo mucho por desnudar las dicotomías con que se asocia aún hoy la naturaleza de lo emotivo, al menos en el mundo occidental -social o natural, de base biológica universal compartida o de tradición sociocultural específica, radicada en el cuerpo o en la mente, íntima/privada o con significado público, entre otras varias disyunciones. Los estudios en el área pronto destacaron esta diversidad de registros no como una operación fallida en el intento por otorgar rigor a la enunciación y el análisis de lo emotivo, sino como índice de su complejidad y riqueza. Como Leavitt (1996) se ocupó en subrayar, emociones y sentimientos, antes que insumos de definición “resbaladiza”, son fenómenos de aprehensión múltiple, que no invalidan sino que involucran, al mismo tiempo, tanto sensaciones corporales como significados culturales; tanto sentimientos subjetivos como interpretaciones culturales; tanto cuerpo como mente.

Andando el tiempo, otros aportes han venido a sumarse a los reseñados. El giro hacia el afecto [affect], nacido en la academia norteamericana a mediados de los años 1990s, ha sido uno de los más potentes para lanzar los estudios de la afectividad hacia nuevas reflexiones, alcanzando así a los análisis antropológicos y etnográficos. Compuesto por un espectro de lenguajes diversos -psicología, psicoanálisis, neurociencias, filosofía, estudios culturales, post-estructuralismo-, se constituyó al vaivén de sus críticas hacia los abordajes construccionistas anteriores y a los conceptos de emoción, percepción y cuerpo que éstos manejaban. Así, autores como António Damásio (1994, 2000, 2003), Gilles Deleuze (1993, 1994, 2008), Felix Guattari (1993), Brian Massumi (1995, 2002) o Eve Kosofsky Segdwick (1995, 2003), entre otros, han alzado la voz contra el fuerte anclaje en la faceta del significado y la simbolización de los estudios culturales de la emoción, que dejan de lado aquel “residuo” o “exceso” afectivo que no se produce socialmente, pues queda por fuera o antes de ese proceso de eminente representación comunicativa.

El afecto [affect] se propone, entonces, como la salida al ámbito engañoso de la significación, pues se halla enraizado en el cuerpo. Pero en un cuerpo no escindido del sujeto de conocimiento: no un cuerpo-cosa, sino un cuerpo perceptivo, tal como Merleau-Ponty (1957) lo entendía. Un cuerpo que es fuente de experiencia sensible, y que en ese sentir desencadena un conocimiento no intelectualizado. Así, el afecto resulta un fenómeno corpóreo, que tiene lugar de modo previo a cualquier codificación cultural. Es decir, resulta una cualidad sensitiva de la experiencia. O, como querría Spinoza (1677), una cualidad propia del cuerpo: la de afectar y ser afectado.

Como todo campo especializado, el de los estudios antropológicos de la emoción no dictamina contenidos sino abordajes: discusiones acerca de cómo navegar en la aproximación y reflexión de cuestiones que tienen a lo emotivo como foco de interés. Así, los anteriores aportes, más que delimitar campos empíricos o problemas de investigación, han buscado cuestionar naturalizaciones y plantear debates. Lejos de servir de mojones consensuados en una suerte de estado de la cuestión, han servido de faros, iluminando preguntas y acercamientos posibles. Esto es, se han vuelto herramientas.

No de otro modo ha circulado, esta literatura, en el ámbito local, donde investigaciones que reflexionan acerca de lo emotivo han comenzado a desarrollarse, con cierta sistematización, comenzados los años 2000s, apoyadas en torno a estos ejes de sentido y preocupadas, sobre todo, por entender a la emoción como el ojo de una cerradura: como aquello que permite asomarse a relaciones sociales (Daich, Pita y Sirimarco, 2007; Epele, 2008; 2010, Viotti, 2009; Spivak L´Hoste, 2010; 2014; 2016; Sirimarco, 2010a, 2010b; Lombraña, 2011; Fernández Álvarez, 2011; Zenobi, 2015; Cabrera, 2014 entre otros). Así, estas investigaciones han venido a consolidar una fuerte particularidad: la delimitación de un corpus de trabajos en la temática unidos por la transversalidad, donde los intereses de los investigadores no giran en torno al estudio sistemático de las emociones, sino que usan a las emociones como herramientas puntuales para avanzar en reflexiones diversas, en el contexto de campos empíricos también heterogéneos. Esto no hace sino sugerir, al menos para el ámbito local, una segunda característica: que no se llega al análisis de la emoción de un modo “intelectual” o “abstracto”, sino siempre urgidos y guiados por preguntas o asombros del campo.

Los trabajos que se presentan en este dossier siguen iguales derroteros e iguales parámetros -la emoción como necesidad empírica, la emoción como interés transversal-, desplegando investigaciones etnográficas que hacen de lo emotivo un elemento analítico para hablar del mundo social y de quienes lo habitan. Quien lea estos textos no encontrará en ellos definiciones ni caracterizaciones de qué es la emoción, sino un abanico de sus posibilidades siempre complejas, pues el interés no radica en intentar explicar la naturaleza de lo emotivo, sino en abordarlo como insumo válido para hablar de lo social, lo político, lo institucional, lo burocrático. Los trabajos aquí reunidos ponen de manifiesto entonces la fertilidad analítica de la emoción y su capacidad de exceder los cotos de análisis que hasta no hace mucho le estaban destinados -lo privado, lo íntimo, lo “penoso”, lo triste, lo irracional.

Estos trabajos despliegan investigaciones etnográficas en diversos campos empíricos y distintas geografías. El artículo de Johana Pardo y Maria Claudia Coelho analiza la gramática emocional desplegada en el contexto de un método carcelario en Minas Gerais, que conjuga de modo particular, en su trabajo con los recuperandos, la micropolítica de la empatía, la compasión y la culpa. El texto de Luana Ferroni reflexiona acerca del papel de la emotividad en los procesos de formación de habilidades científicas en biólogos y antropólogos, a partir de su trabajo de campo en un laboratorio de neurociencias de la Universidad de Buenos Aires, donde el asco y la aprensión por la manipulación animal juegan un rol preponderante. El trabajo de Aline Rochedo explora el potente universo sentimental y afectivo que se construye en torno a la posesión y transmisión de determinadas joyas de familia en diversas localidades brasileñas, y que va condensando, a través de crónicas e imágenes familiares, una narrativa particular asociada a la herencia y el don al interior de esta economía íntima. Los textos de Laura Kropff y Julieta Magallanes nos presentan la cuestión étnica. En el primer caso, abordando el lugar de la emoción en relatos autobiográficos de jóvenes mapuche de la ciudad de San Carlos de Bariloche y analizando el rol que ésta juega en la conjunción de experiencia e identidad étnica y etaria, en un contexto atravesado por prácticas de violencia simbólica. En el segundo, indagando la presencia de la dimensión emocional en el proceso de comunalización de comunidades mapuches y pehuenches en el sur mendocino, haciendo hincapié en la representación colectiva de dos referentes indígenas fallecidos y replanteando, a su vez, la propia configuración emocional de la investigadora como matriz de vivencias y entendimientos. El artículo de Santiago Garaño, por su parte, analiza la dimensión afectiva de la experiencia vivida en el sur tucumano por aquellos soldados conscriptos, oficiales y suboficiales enviados al Operativo Independencia, reflexionando sobre el poder de afección entre cuerpos y su papel en el contexto de construcción de una adhesión y disposición del personal militar al “sacrificio” en el contexto de la última dictadura militar argentina.

El dossier incorpora, finalmente, la traducción de una conferencia que Jean Briggs diera, en 1995, en Memorial University, donde revisita su estadía en el campamento Inuit de Gjoa Haven durante los años que van de 1963 a1965. La inclusión de esta traducción nos resulta importante por varios motivos. En primer lugar, porque nos permite rescatar un trabajo clásico en el género, a la vez que recuperar los ecos de una etnografía pionera -por el foco en la emoción, por la pluma en primera persona- no suficientemente recordada. Pero también porque, a través de una pieza que escapa un poco a las convenciones de un registro académico ortodoxo, nos permite atisbar no sólo los aportes teóricos y metodológicos de su investigación (la socialización emocional de los niños Inuit y cómo abordarla), sino así también el camino de obstáculos, aciertos y decisiones empíricas que los fueron haciendo posible. La reflexión acerca de la propia emocionalidad de la etnógrafa en el proceso de investigación no hace sino incrementar el valor fundacional de este trabajo.

Los artículos de este dossier suman así aportes heterogéneos, que ya reflexionan sobre el rol de lo emotivo en general como analizan una emoción en particular -asco, culpa, bronca, nostalgia, compasión, odio, vergüenza, temor, orgullo-, brindando, en cada caso, reflexiones que no colocan lo analítico en la emoción en sí, sino en su campo de relación. Esto es, que potencian su valor en función de un campo de interés mayor. La emoción, en estos casos, no se vuelve una pieza solitaria que vale por su sola enunciación, sino que se transforma en un engranaje que -anclado en objetos, personas, eventos, decires- colabora en la dilucidación de una determinada pregunta en un determinado campo empírico.

Las aproximaciones a estos textos ayudan a configurar, por ello, la delimitación de un campo de análisis -el de la emoción- que no puede emprenderse con prescindencia de la práctica o el discurso en la ésta que encarne. O lo que es lo mismo: que no puede entenderse sin el modo particular en que lo emotivo se dirige hacia la acción. Un campo que no puede entenderse tampoco por fuera del contexto de redes tejidas por y para sujetos específicos: sin los actores específicos hacia los cuales (o contra los cuales) esa emoción se dirige. Lo que equivale a decir que, en tanto lenguaje y herramienta social, lo emotivo es siempre una forma de vehiculizar modos determinados de relacionamiento. No sólo modos de sentir, sino formas específicas de estructurar, a partir de ellos, modos de vinculación (con personas, por supuesto, pero también con instituciones y procesos históricos).

Lo emotivo se transforma así, como los trabajos de este dossier ponen sobradamente de manifiesto, en una operación semántica capaz de administrar identidades, memorias, significados, sensibilidades y relaciones sociales. Es decir, en un recurso creativo para la intervención en el juego social y político. Porque si bien se ha pretendido que los discursos sobre las emociones sean la sola expresión de estados interiores, éstas son en realidad -como nos recuerdan Lutz y Abu-Lughod (1990)- la expresión de relaciones que también son de poder. Los aportes presentes vienen justamente a recordarnos que la emoción, cualquiera sea, no es un plus de información que se suma a un relato intelectualmente concebido, sino parte fundante de la estrategia política con que se teje su mensaje (Sirimarco, 2010a, 2017).

Los textos aquí reunidos nos recuerdan también otras cosas. Entre ellas, la naturaleza dual de la emoción -el ser tanto social como biológica- y el costado físicamente “material” que toda expresión de sentimiento conlleva. Así, recuperando toda esa otra gama de registros sociales que quedan por fuera del ámbito monopólico de los discursos orales y sus categorías -las lágrimas, las manos frías, el llanto, los nervios, los puños en alto-, estos artículos nos invitan a abrazar esa complejidad, abordando las experiencias emocionales no sólo en sus expresiones orales, sino también en sus manifestaciones corporales.

Pues la emoción no sólo se dice por medio de la palabra. También atraviesa los cuerpos: se hace carne, se vive. La emoción físicamente expresada se pone así a disposición para subrayar lo dicho, o para refutarlo, o para ampliarlo, o simplemente para dar forma a aquello que no puede decirse con palabras. Los gestos de la emoción, como nos alienta a ver Freire (2011), no son simples elementos retóricos, un plus destinado a conmover, algo añadido al discurso. Son grafías particulares con que hablar en el universo público. No comunican como palabras: comunican antes o más allá de ellas.

Otro aporte fundamental atraviesa los artículos que aquí se presentan: el de introducir, como variable de reflexión, la propia emocionalidad en el proceso de investigación. De modo directo, preguntándose por la propia experiencia emotiva como fuente de conocimiento, o de modo más sutil, registrando la conmoción que pueden implicar determinados pasajes del campo, los trabajos reunidos nos enfrentan a verdades centrales del oficio antropológico: que la implicación emocional es un ingrediente sustantivo del proceso de comprensión de un grupo social y que dicha emocionalidad, lejos de ser un componente residual del análisis, puede ser conceptualizada como una de las múltiples relaciones que construyen el campo. La conmoción, finalmente, no es más que el resultado esperado del encuentro etnográfico.

Estos y muchos otros aportes resuenan, explícitos o subyacentes, en el presente dossier. Esperamos que los materiales que ofrece puedan contribuir al fortalecimiento del campo de análisis, aportando herramientas para hacer de lo emotivo un instrumento complejo para el abordaje de mundos sociales. Creemos que el valor e interés de este volumen descansa, sin lugar a dudas, en la riqueza y heterogeneidad de las contribuciones que lo conforman. Cada una de las discusiones y reflexiones que se aportan, tanto desde lo conceptual como desde lo empírico, no hacen sino profundizar y enriquecer esta reflexión conjunta.

Referencias

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1.

Doctora en Ciencias Antropológicas (UBA). Investigadora Adjunta CONICET-UBA.

2.

Doctora en Ciencias Sociales (UNICAMP). Investigadora Adjunta CONICET-CIS/CONICET/IDES