Etnografías
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ISSN 2451-7925

#8 | Etnografías del encierro

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Diálogos ético-metodológicos sobre una experiencia antropológica en cárceles uruguayas

Por Luisina Castelli Rodríguez11. Doctoranda en (…) , Paolo Godoy Simeone22. Estudiante de (…) , Mariana Matto Urtasun33. Estudiante de (…) y Marcelo Rossal44. Dr. en Antropo (…)

Resumen

Entre 2015 y 2016 un equipo de docentes, graduados y estudiantes de antropología social llevamos a cabo una investigación metodológicamente colaborativa en las siete cárceles de mayor población del Uruguay. El objetivo fue conocer sobre los usos y circulación de sustancias psicoactivas en esos espacios y las narrativas asociadas a “las drogas”. En el transcurso de la experiencia descubrimos que las condiciones de encierro nos colocaban interrogantes de orden ético en relación al quehacer etnográfico: ¿cómo participar y comprender el “espacio del otro” cuando está profundamente signado por violencias estructurales, cotidianas, de género e institucionales? ¿Cómo pensar un espacio relacional en el cual los interlocutores –incluidos nosotros– ocupan posiciones de poder tan asimétricas? En este artículo proponemos algunas reflexiones sobre el tiempo, las desigualdades, las violencias y las implicancias de “estar ahí”, a partir de distintas situaciones del trabajo de campo.
Palabras clave: Etnografía, Cárceles, Éticas, Uruguay.

Abstract. Ethical-methodological dialogues about an anthropological experience in Uruguayan prisons

Between 2015 and 2016 a team of teachers, graduates and students of social anthropology carried out collaborative research in seven prisons with the highest inmate population in Uruguay. The objective was to learn about the use and circulation of psychoactive substances in those spaces and the narratives associated with “drugs”. In the course of the experience we found that the conditions of confinement posed ethical questions in relation to ethnographic work: how to participate and understand the “space of the other” when it is deeply marked by everyday structural, gender and institutional violence? How to think a relational space in which the interlocutors –including us– occupy such asymmetric positions of power? In this article we develop some reflections on time, inequalities, violence and the implications of “being there”, from different fieldwork situations.
Keywords: Etnography, Prisons, Ethics, Uruguay.

 

recibido 31 de agosto 2018

aceptado 13 de noviembre 2018

Presentación

Este artículo retoma la experiencia de investigación de un equipo de docentes, graduados y estudiantes de antropología social en las siete cárceles de mayor población de Uruguay, que enfocó en las narrativas y experiencias de usos de drogas entre personas privadas de libertad. La propuesta fue impulsada en conjunto con el Observatorio Uruguayo de Drogas (en adelante OUD) de la Junta Nacional de Drogas de Uruguay, y requirió para el acceso a las cárceles la autorización del Ministerio del Interior, organismo gubernamental encargado de la gestión de los centros penitenciarios.

Contando con varios antecedentes de investigación conjunta entre el OUD y el equipo de antropología sobre usos de drogas (Rossal y Suárez, 2014 y 2015), acordamos combinar la aplicación de una encuesta sobre usos de drogas y delito, con una exploración etnográfica que incluiría observaciones y participación en distintos espacios carcelarios, entrevistas sobre trayectorias de vida y conversaciones informales con presos, operadores civiles, policías e integrantes de los equipos de dirección de las Unidades. Las razones para optar por este abordaje mixto fueron varias: por un lado, la encuesta permitiría elaborar datos estadísticos requeridos por las políticas públicas, mientras que la aproximación etnográfica aportaría comprensión sobre prácticas y discursos de sujetos fuertemente estigmatizados. La investigación buscó aportar información basada en evidencia a los organismos públicos encargados de la formulación de políticas focalizadas; y por último pero no menos importante, el abordaje colaborativo evitaba una sobre-intervención de una población ya intervenida por distintos dispositivos estatales.

En las cárceles más grandes del país, aquellas con una población mayor a cuatrocientas personas,55. Las Unidades e (…) se seleccionó una muestra aleatoria y estadísticamente significativa para efectuar una encuesta de forma individual, garantizando confidencialidad y anonimato a las y los participantes. La etnografía se desarrolló acompañando esta tarea, documentando las narrativas sobre los consumos de drogas previos y durante la privación de libertad, así como las experiencias y percepciones de la vida social intramuros.

El trabajo de campo se extendió entre octubre de 2015 y marzo de 2016, con un breve corte durante la transición de año. Concurrimos cada semana a dos o tres Unidades, permaneciendo entre cuatro y seis horas según sus posibilidades de recibirnos. Algunas, por la distancia geográfica de la capital, requirieron expediciones específicas (por ejemplo la Unidad N°12 en Rivera o la N°13 en Maldonado). La cantidad de personas a contactar fue proporcional a la población de cada Unidad, pero esto no significó pasar menos tiempo en las de menor población y más en las de mayor población; estos tiempos estuvieron sujetos, nuevamente, a las posibilidades de recibirnos, de movilizar recursos humanos en cada establecimiento y a las circunstancias cotidianas: la amenaza de un motín, la disrupción de una pelea o hecho violento, la visita de autoridades o la realización de un evento social o cultural. Íbamos en grupos de hasta cuatro personas (en el equipo éramos diez) pues las primeras instancias nos habían mostrado que por las propias dinámicas y condiciones de las cárceles (el nivel de seguridad, el personal escaso, la falta de lugares fuera de las celdas y la necesidad de evitar cruzar a personas que tenían conflictos entre sí) no era viable entrevistar a varios/as al mismo tiempo. El nivel de seguridad de cada establecimiento (máxima, intermedia o mínima) fue un aspecto que condicionó el tipo de encuentro que podíamos tener con nuestras/os interlocutores; en los de máxima los espacios y tiempos eran más reducidos y vigilados, mientras que en los de intermedia o mínima era más laxos. Algunos presos que el personal policial consideraba “muy peligrosos” eran traídos esposados o con grilletes, aunque luego, en la entrevista, se revelaran vulnerables. Como pauta de cuidado buscamos, siempre que podíamos, concurrir en subgrupos mixtos, no circular solas/os y estar atentos a las percepciones de las y los compañeros. Por determinadas circunstancias, o por el simple hecho de estar en espacios cuyo rasgo saliente es lo ominoso, el pasaje por las cárceles fue desestabilizante para nosotras/os; procesar la experiencia, hallar una postura para estar en el campo, buscar el modo de poner en palabras y luego en negro sobre blanco, fue parte necesaria del trabajo.

Cada etnografía es un producto único e irreplicable; debido a esta dinámica de trabajo y a las características de los espacios carcelarios, lo etnográfíco cobró algunas particularidades que merecen mención. La conexión entre la observación participante con la aplicación de la encuesta a un grupo heterogéneo y localizado no sólo en distintas Unidades sino en diferentes sectores de cada Unidad, habilitó la interacción con múltiples personas privadas de libertad pero sin generar un vínculo duradero con ellas, pues salvo algunos casos (por ejemplo a quienes le propusimos realizar entrevistas, o quienes al estar en módulos de seguridad intermedia o mínima podían permanecer en los patios o pasillos por donde nosotros circulamos), no volvimos a encontrarnos. En cambio, sí se reiteraron los encuentros con algunos policías, operadores civiles e integrantes de las direcciones de cada Unidad.66. En las cárcele (…)

En nuestra investigación convergieron tiempos muchas veces contradictorios: el tiempo del cuestionario como herramienta diagnóstica y de obtención de información cuantificable, el tiempo necesario –o deseado– para la observación participante y el tiempo posible en los ámbitos carcelarios que es, a su vez, una conjunción de tiempos múltiples (el que demandan las personas privadas de libertad, el que habilita la guardia, el de las instituciones e incluso el nuestro como equipo). Todo esto ocurría en simultáneo, pero lo que nos interesa hacer notar es que, siendo la cárcel un espacio donde el tiempo es fuertemente regulado, en el cual planteamos articular abordajes diferentes (pero no excluyentes), las distintas temporalidades mantuvieron una tensión que atravesó el proceso de investigación.

La antropología, en tanto disciplina de y en los márgenes del Estado-nación (Das y Poole, 2004),77. Das y Poole (2 (…) nos acerca a escenarios intrincados donde poner el cuerpo no siempre resulta fácil y donde presenciar circunstancias de opresión y violencia nos compele a tomar posición. Sin embargo, como señala Bourgois (1990: 48), podemos estar teóricamente preparados para lidiar con la comprensión de determinados acontecimientos o con las prácticas de los otros y, al mismo tiempo, encontrarnos inseguros sobre qué hacer en el encuentro más concreto. En este sentido, el sistema carcelario nos coloca en varias líneas ciertamente interpelantes: su sistema de castigos y recompensas; la producción de sentidos en torno al tiempo; la jerarquización de los espacios y de las actividades; el tratamiento de los cuerpos durante el encierro; el vínculo con el afuera y con los de afuera.

En este artículo proponemos reflexionar sobre las situaciones que interpelaron nuestras sensibilidades durante el trabajo de campo y la toma de posición del equipo en un conjunto de escenarios configurados por violencias institucionales que se ensamblan con violencias estructurales, cotidianas, de género, entre otras.88. La violencia e (…) En tanto espacios donde la violencia institucional alcanza su máxima expresión por su carácter de institución total (Goffman, 2001), nos interrogamos sobre las (im)posibilidades de etnografiarlo y sobre los límites de lo perceptible y de lo expresable, tanto del dolor de los otros como de las emociones de las y los investigadores.

Antes de avanzar creemos pertinente introducir algunos comentarios. La violencia no es una cuestión original para pensar las cárceles y ciertamente existen otras múltiples dimensiones a visibilizar.99. Agradecemos lo (…) No obstante, creemos que sigue siendo necesario denunciar las violencias, mostrar cómo se reproducen dentro del sistema carcelario como en las relaciones que mantienen hacia el afuera y cómo afectan la vida de las personas. Como uno de los ejes que estructuran la vida cotidiana intramuros las violencias institucionales, de género e interpersonales en el espacio carcelario no sólo están en constante negociación (solo por eso siguen siendo fuente de interés), sino que pautan diversos agenciamientos y también nos obligan a hacernos nuevas preguntas, puesto que impactan directamente sobre la metodología y la ética de la investigación, así como las posibilidades del ejercicio etnográfico. Indagar en estas tensiones es también preguntarse sobre las limitaciones de la propia antropología. Asimismo, las violencias no son escindibles de otras prácticas y sentidos que circulan entre las personas, por tanto, al abordarlas también nos estamos preguntando por las solidaridades, compañerismos y cuidados que acontecen de forma relacional a ellas. Subrayaremos pues el modo cómo estas circunstancias atravesaron la investigación y motivaron nuestras reflexiones sobre el “estar ahí”.

Por otra parte, en la escritura optamos por poner énfasis en los cuerpos como modo de abordar la experiencia encarnada de los sentidos y las prácticas, es decir, de visibilizar las emociones, actitudes y relaciones de las personas a través de su manifestación corporal. Esto nos pareció necesario frente al estudio de un espacio que, al igual que ocurre con el tiempo, procura el disciplinamiento de los cuerpos; pero este énfasis no significa que desconozcamos la dimensión de persona, por el contrario, entendemos que los vínculos entre el cuerpo y la(s) persona(s) son indisolubles e indisociables, aunque no por ello son siempre unívocos. Las personas reciben un trato a través de su cuerpo y se vinculan y reaccionan, en tanto personas, a través de él.1010. Dice Mauss (19 (…) La preocupación por el cuerpo también nos permite hacer uso del concepto de biolegitimidad (Fassin, 2010), e introducir algunas consideraciones acerca de cómo la heteronormatividad opera en estos espacios como modo de regulación de las masculinidades y castigo.

Por último, este es un producto realizado de manera colectiva entre varias/os de los que integramos el equipo de trabajo, por lo que la escritura sigue un formato de la primera persona del plural, con la excepción de los fragmentos de diario de campo que fueron redactados de manera personal y cuyo tiempo verbal hemos decidido mantener como forma de dar cuenta de matices entre nuestras perspectivas, propiciar el diálogo y también pues buena parte del encuentro con las personas que contactamos fue individual y las notas dan cuenta de ello.

Entrar al campo, poner el cuerpo, tomar posición

Si como Sherry Ortner ha planteado, la postura etnográfica involucra una toma de posición intelectual y moral, un modo constructivo e interpretativo y un proceso corporal en el espacio y el tiempo (Ortner, 1995: 173), ¿cómo combinar estas dimensiones bajo las particulares condiciones de lo carcelario? y ¿cómo construir, o si es posible hacerlo, una postura etnográfica común entre los integrantes del equipo?

Antes de comenzar acordamos una presentación que permitiera dar cuenta de quiénes éramos, qué estábamos haciendo y por qué, aspectos elementales para iniciar un diálogo. De este modo la presentación sería la misma ante los diferentes interlocutores, más allá de sus posiciones en dicha trama: “somos antropólogos, estamos realizando un estudio sobre usos de drogas, la participación no es obligatoria, la información se maneja de modo confidencial...”. En general esto funcionaba con los operadores penitenciarios y con los policías, pero pronto pudimos ver que no significaban mucho para las personas privadas de libertad, pues viven en un lugar donde la desconfianza es una regla. Para ellos era importante saber, antes que nada, qué repercusiones traía aparejado participar en el estudio en sus respectivas causas penales, más aún en los casos en que se encontraban procesados pero no penados.1111. En 2017, 30,7% (…)

A su vez, la información no siempre circuló como hubiéramos deseado; en algunos lugares hubo que presentarnos una y otra vez, incluso nuestra presentación fue tergiversada por desconocimiento, negligencia o como mecanismo de castigo:

Espero en uno de los pasillos para entrevistar allí, armé con dos sillas un espacio apropiado para ello. La pitufa espera a mi lado,1212. Pitufo/a, oper (…) “viene una muy problemática” dice, y metros adelante, junto a una policía mujer escoltándola, camina Leticia. El dilema ese día era si traer esposadas o no a las mujeres que habríamos de entrevistar, pues eran todas “presas peligrosas”. Por suerte Leticia viene sin esposas. Su cara está como desfigurada, me dirijo a ella para presentarme e invitarla a realizar la encuesta. Su cara desencajada y su expresión de desconcierto y rabia me intimidan. La habían despertado y no estaba de humor. El ambiente es tenso, la policía que la acompaña no se va y la operadora se pone nerviosa; ambas se quedan detrás de la pared pero sin que podamos verlas. Me presento y le hablo del estudio, cada palabra que digo la enoja más. Me dice a los gritos que la despertaron violentamente y la trajeron hasta ahí diciéndole que tenía cita con su abogada, que yo no soy su abogada, que para qué mierda la desperté, que me va a matar… Trato de explicarle serenamente que hubo un error, le pido disculpas por haberla despertado. Finalmente Leticia accede a sentarse. No sólo no me pegó sino que quiere conversar, está tranquila después de escenificar toda esa violencia. Escuchó atentamente la explicación y la disculpa nuevamente ofrecida así como la reiteración de que no está obligada a participar. Ella también vuelve a lamentarse por no ser yo la abogada a quien espera hace días. (Notas de Mariana, Unidad N° 5, Montevideo, 03/12/15).

Situaciones similares a esta se repitieron, convirtiéndonos en testigos y quizá incluso reproductores de violencias institucionales ciertamente evitables. Como antropólogos/as no éramos actores similares a otros (por ejemplo abogados), por lo que al comienzo fuimos difíciles de definir a los ojos de nuestros interlocutores, quienes nos confundieron con técnicos relacionados a lo sanitario o a lo judicial. Pero esto no impidió que cierto nivel de confianza pudiera instalarse a lo largo de las entrevistas una vez que se aclaraba nuestra posición, el uso de la información y nuestras competencias en el espacio carcelario, al igual que en otros estudios (Segato, 2003a: 3). El intercambio reflexivo pudo alcanzarse luego de sortear barreras institucionales, performatividades que escenifican el estigma que portan –por ejemplo que nos tiraran las rejas encima mostrándose como “presos pesados”, agresivos– y discursos prefigurados que suelen emerger al trabajar con poblaciones marginalizadas que han tenido o tienen distintos vínculos con instituciones estatales (Albano et al., 2014).

Pero también hay que reconocer que no siempre se logra empatía a pesar del imperativo etnográfico del rapport. En tanto instancia relacional, está por un lado el interés de las y los interlocutores y por otro nuestros prejuicios o limitaciones, no siempre reconocibles de antemano. Algunos presos rechazaron la petición para realizar el diálogo, otros (si bien en casos puntuales) solicitaron romper el formulario luego de haber contestado la encuesta y otros anunciaban que habían mentido en algunas preguntas que entendían muy comprometidas o que les resultaban obvias, a pesar de haberles informado sobre el anonimato (¿por qué estudiar el consumo de drogas y los niveles de violencia si son prácticas a todas luces evidentes?). Por nuestra parte, sentíamos aprehensión por las situaciones de las personas con trayectorias de marginación y podíamos comprender su desconfianza, pero la percepción cambiaba cuando se trataba de entrevistar a varones acusados por delitos sexuales o femicidios. Respecto a estas situaciones las y los integrantes del equipo compartimos una postura moral y ética, pero las mujeres ocuparon una posición de mayor exposición e implicancia emocional que los varones. Este es un punto donde las condiciones del campo confrontaron a nuestras moralidades, obligándonos, para continuar con la tarea, a suspender momentáneamente nuestras valoraciones, pues en general se trataba de sujetos predispuestos a conversar pero a quienes nos resultaba difícil acercarnos.

En última instancia, si bien no era nuestro propósito ahondar en estos delitos, la interlocución con ellos nos aportó elementos para comprender “el mandato que el género nos impone” (Segato, 2003b: 24).

El vínculo con los guardias también tuvo complejidades. Prácticamente todo el equipo había sufrido en carne propia o por transferencia generacional la violencia del “brazo gordo” del Estado durante la dictadura militar, como en el período de “democracia tutelada” y sus violencias en particular hacia los jóvenes (razzias de los años ochenta, por ejemplo [Aguiar y Sempol, 2014; Fraiman y Rossal, 2009]). El encarcelamiento y la tortura fueron en Uruguay los principales dispositivos del terrorismo de Estado, razón por la cual ingresar a las cárceles generó desplazamientos en la memoria, la resignificación (o reafirmación de significados de) los espacios y el reconocernos en una temporalidad de transferencia de narrativas traumáticas del pasado reciente (Jelin, 2002), en particular en el Penal de Libertad (Unidad N°3) y en Punta de Rieles (Unidad N°6), donde se encarceló a varones y mujeres respectivamente. Esta suerte de continuidad de la violencia estatal ofició como una incidencia ineludible a la hora de acercarnos al personal policial. De igual modo su resistencia hacia nosotros se hacía evidente: la presencia de outsiders en su territorio, extraños que vienen de afuera y que pueden “contaminar” (Elias, 2003), distorsionando las dinámicas carcelarias o generando conflictos dado el interés por un tema en el que pueden verse involucrados, supuso expresiones de hostilidad o la demora en convocar a los presos a la entrevista. Eventualmente, sin embargo, logramos establecer diálogos en donde aparecían sobre todo críticas a la precariedad de sus condiciones de trabajo.

Por otro lado, más allá de conformar un equipo la toma de posición en el terreno carcelario no fue homogénea. La postura etnográfica (comprender, observar, respetar, escuchar, dialogar, no juzgar), volviendo a los términos de Ortner (1995), era compartida de manera general, pero se complejizaba al ponerla en relación a lo personal/corporal y a las éticas locales (Zigon, 2009) que se configuran en el campo carcelario.1313. En el sentido (…) En este sentido las percepciones, experiencias y diálogos variaron según la edad pero sobre todo según el género. Las vivencias de las mujeres fueron minadas por la alevosía de las miradas y las agresiones verbales sistemáticas (en el caso contrario solo fue anecdótico) cuando atravesábamos los patios. En el encuentro cara a cara, sin embargo, los varones performatizaban otra faceta de su masculinidad y en lugar de agresiones las mujeres éramos cuidadas o halagadas:

En las entrevistas conozco a Diego, un joven de veinte y pocos años. Nos sentamos en la entrada del módulo, pues en la única sala disponible hay una psicóloga. Diego no me deja cargar la silla, se me adelanta y carga ambas. “Dígame usted señorita por donde le parece”, me dice amable. Nos instalamos en un resguardo de sombra y Diego, observándome con gesto serio, se quita el gorro. (Notas de Luisina, Unidad N°7, Canelones, 22/01/2016).

Importa tomar en cuenta que las Unidades donde trabajamos fueron en su mayoría de varones y que en ellas pudimos observar que la heteronormatividad operaba como modo de disciplinamiento y control entre los propios presos. Los insultos o los intentos de deslegitimación –pero también el vínculo cordial-, casi siempre se sostenían en estereotipos de género, por ejemplo entre los hombres al llamarse putos, la permanente alusión a la violencia sexual (en particular la penetración) como mecanismo de sometimiento o el hecho de caer en descrédito si no te atreves a pararte de manos o a pelear con corte.1414. Pelear con puñ (…) Pero también entre las mujeres las agresiones verbales más comunes apuntaban a socavar atributos que “obligatoriamente” debían presentar, como el ser “buena madre” o el no ser una trola. Siendo esa la norma no había razones para que nuestra presencia suscitara excepción.

Pero del mismo modo que reflexionamos sobre los riesgos y respetos que existieron en el ingreso a este campo, también hemos de mencionar las violencias, en el plano simbólico, que nosotros podíamos estar propiciando aunque no fuesen deliberadas. Nos referimos a que el encuentro entre investigadoras/es en general jóvenes, con estudios de nivel terciario y una posición socioeconómica de clases medias, con personas que están encerradas y que en general poseen un capital educativo y socio-económico menor,1515. En Uruguay más (…) también es fuente de malestares; así, detalles en apariencia irrelevantes como expresarnos de formas distintas, o en algunos casos la vergüenza y la culpa que les generaba estar encerrados y lejos de su familia, resultaban relevantes en el encuentro personal; del mismo modo que encontrándonos en su espacio también nosotros podíamos sentirnos por momentos perturbados, pues ellas/os tenían incorporadas reglas y modos de estar allí que nosotros recién estábamos aprendiendo. Si en todo encuentro etnográfico existen desigualdades, en éste se veían exacerbadas por el encierro. ¿Puede entenderse que ocupar distintas posiciones generaba violencia simbólica hacia nuestras/os interlocutoras/es aún cuando lo que intentábamos era propiciar un encuentro dialógico y comprensivo? La respuesta sería que sí, pues toda relación está mediada por poder, por sujetos que cuentan con distinto capital cultural y social y están constituidos por moralidades diversas, elementos todos que, a pesar del esfuerzo reflexivo, se ponen en juego. Bourdieu (1999: 530) plantea la necesidad de una comunicación menos marcada por la violencia simbólica, para ello ofrece dos condiciones que no cumplimos en nuestro trabajo: “proximidad social” y “familiaridad”. Supimos cuán relevantes son estas condiciones cuando nos encontramos con alguna persona privada de libertad que cumpliera alguna de ellas. Cuando el antiguo compañero de clase escolar de una integrante del equipo apareció en el pasillo de la cárcel de mayor seguridad del país, pasada la sorpresa inicial, pudimos hablar con él de la cárcel con tranquilidad y deferencia, pero también de su propia experiencia allí, de las causas de su estancia en ese lugar y de sus relaciones en ese peculiar “campo” que es la cárcel: este muchacho, con estudios muy encima de la mayoría de las personas privadas de libertad, bien vestido, cuyas causas son por delitos vinculados al tráfico de sustancias en la frontera del país tiene buenas condiciones físicas para el combate cuerpo a cuerpo y un capital económico también superior a la amplia mayoría de la población carcelaria. Estos capitales le permitieron ocupar a este hombre joven una posición de privilegio en un lugar signado por la incomodidad y pudimos saber rápidamente de las condiciones de acceso a esa posición (algún nivel de confianza con los policías y respeto por parte de los internos) por el contacto de proximidad que tuvimos a partir del conocimiento personal con una integrante del equipo. En términos “nativos” la posibilidad de “caminar la cárcel” es causa y efecto de prestigio y poder. De todas formas, las condiciones de la cárcel hacen que el poder esté siempre en tensión y que nuestra presencia en la cárcel también permitiera una oportunidad para las personas privadas de libertad –como nos lo dijeron repetidas veces– de salir de su encierro y de poder hablar con personas distintas.

Entrar al celdario del Penal de Libertad y que comiencen a sonar furiosamente los barrotes de cada celda, recibir insultos o miradas alevosas al atravesar algún pasillo, entrevistar a presos que la guardia traía esposados o en celdas en las que quedábamos encerrados junto a ellos “por seguridad”; entrevistar a personas analfabetas o en una situación emocional sumamente frágil; reencontrarnos con compañeros de la escuela que estaban presos; los varones del equipo entrevistando mujeres encarceladas y sintiendo la incomodidad del “acoso” en carne propia, son algunas de las situaciones vividas en la aproximación etnográfica intramuros que generaron incomodidades de ambos lados. Nuestra experiencia pivoteó entre estas circunstancias, revelando que lo carcelario es múltiple, más allá de constituir un ominoso dispositivo de control.

Tomar, matar, devolver el tiempo

Con la utilización del concepto de campo carcelario hay cierta osadía:

Un campo no es únicamente una estructura muerta, o sea, un sistema de ‘lugares vacíos’ como en el marxismo althusseriano, sino también un espacio de juego que sólo existe como tal en la medida en que existan igualmente jugadores que participen en él, que crean en las recompensas que ofrece y que las persigan activamente (Wacquant, 1995: 25).

Si bien hay autores que utilizan el concepto (Sykes, 2007), es claro que también podemos entender que en la cárcel la reproducción social es más de orden funcional, como en el aparato militar, con una historia bastante fría, con un “tiempo quieto”, con agentes sociales que, generalmente, no desean participar de su juego social. Sin embargo hay historia en las cárceles, generalmente signada por alguna maximización de la violencia: un motín, una requisa violenta, un crimen ominoso intramuros, alguna autoridad corrompida; al igual que hay múltiples micro-historias, como trayectorias de maternidad y paternidad intramuros, vínculos amorosos, rupturas, desconsuelos, reencuentros, entre tantas otras. De estas cosas se habla en el “campo carcelario”, se teje una narrativa, a la vez que se interpelan las moralidades y se revisan las éticas. Para nuestro caso, enfocado en el mercado y los usos de drogas, esa narrativa versaba acerca del impacto del ingreso de la pasta base de cocaína al mercado de drogas en el país: las personas privadas de libertad expresaban ese impacto en forma clara y de alcance inmediato entre lo que ocurría en la calle y en la cárcel. Durante la crisis del año 2002, a la pauperización masiva de buena parte de los sectores populares uruguayos se le sumaba la aparición de una sustancia barata y de acceso masivo que produjo un mercado violento con consumidores pobres. Junto al acontecimiento de una crisis socioeconómica extrema el ingreso masivo de la pasta base de cocaína habría alterado los acuerdos de comportamiento al interior de las cárceles y los barrios populares, provocando una ruptura de “códigos”. Míguez (2007 y 2008), para el caso argentino, explica cómo luego de un motín se quebraron los códigos carcelarios y las jerarquías emergiendo nuevas prácticas que aumentaron las situaciones de violencia.

Si el campo no es una configuración dada sino construida mientras investigamos y la etnografía un producto irreplicable, sería erróneo quedar atados a una temporalidad etnográfica ideal. En su lugar cabe la pregunta acerca de qué temporalidades conviven en las cárceles. Los múltiples tiempos sociales, manifiestos a través de las penas contabilizadas en años, de las dinámicas semanales (los días de patio, los días de visitas) y de las esperas cotidianas que imponían los procedimientos dentro de las penitenciarías, fueron conflictivos pero a su vez posibilitaron distintas experiencias de campo. En los “territorios de espera” es decir en la conjunción de espacios y momentos intersticiales, de paso, de espera y con frecuencia de incertidumbre, que aparentan ser improductivos pero en los cuales se producen maneras diversas de habitar y de dar sentido (Vidal et al., 2016), nos dedicamos a observar, intercambiamos palabras con guardias y presos, convidamos objetos preciados tales como un tabaco; eran los momentos para oler, escuchar, intentar situarnos en la cotidianidad así como presenciar/observar rutinas o acontecimientos disruptivos: un traslado de módulo, una pelea con cortes, la hora de la medicación, un procedimiento policial o el peregrinaje de las familias los días de visita.

Pudimos tomar (o recibir) todos estos tiempos para escuchar las narraciones de nuestros interlocutores, tanto las guiadas por las temporalidades lineales del cuestionario, como por los acontecimientos en las Unidades. El cuestionario exigía precisión para hablar de usos de drogas y frente a él se desplegaban memorias que iban y venían en el tiempo sujetas a sus propios imperativos vitales: la familia, los hijos, el trabajo, la calle.

Otro tiempo que se hizo lugar fue el del “aguante” en lugares que resultaban inaguantables para nuestros sentidos domesticados en otros ámbitos, pero que ahora se enfrentaban a una alteridad olfativa, visual y sonora. En las cárceles, en tanto espacios liminales y de castigo, el tiempo que debe transcurrir se combina con lo impuro y escatológico: “en nuestra sociedad, lo impuro, lo sucio, lo escatológico y la basura se encuentran en un orden de significación que se relaciona directamente con la pobreza y la privación de libertad por conflictos o transgresiones a la ley” (Montealegre, 2016: 182). La manifestación más dramática de la organización de cuerpos en espacios signados por tiempos determinados es la celda. La tranca recluye a los presos a espacios de tres metros por dos,1616. Tranca, estar (…) en períodos que muchas veces superan los dos meses de encierro. En estos lugares, donde hay que “hacer pasar el tiempo” los cuerpos adoptan técnicas extremas para generar instancias de comunicación con el afuera de la celda, del módulo o, en el mejor de los casos, de la Unidad:

Vamos a uno de los módulos de “máxima seguridad”, está superpoblado, hasta en los patios hay personas acampando. A pesar del nivel de seguridad parece haber mayor permisibilidad para ciertas prácticas: un muchacho busca señal con un celular, otros entregan una pequeña cantidad de marihuana y otros que se comunican a los gritos consultando por la disponibilidad de algunos porros.1717. Porro, marihua (…) Para ver quiénes éramos o para hablar entre ellos pegan su cabeza a la reja y logran visualizar el corredor con un solo ojo. Para conectarse entre distintos sectores utilizan las “palomas”, pequeños objetos (botellas de plástico, paquetes de yerba, bolsas) que arrojan de un lado a otro sostenidos por cordones de trapo anudado, pudiendo de este modo transportar alimentos, mensajes o incluso prendas de vestir. Varios muchachos contorsionan su cuerpo para sacarlo por el sapo,1818. Sapo, pequeña (…) quedando la cabeza, el torso y los brazos colgando hacia afuera de la celda y las piernas hacia adentro. Algunos llegan a hacer pasar sus cabezas entre los barrotes de las rejas, técnica que no deja de ser osada puesto que disminuye significativamente la movilidad y las posibilidades de efectuar movimientos rápidos (Notas de Luisina, Unidad N°4, Montevideo, 26/02/2016).

Es preciso destacar la espera como lugar y tiempo estructurado socialmente, así como experiencia vivida individualmente. La espera es una manera de ejercer poder, por quienes hacen esperar sobre quienes esperan (Bourdieu, 1989). Para nosotros, luego de superar la frustración que supuso al comienzo, las esperas fueron locus etnográficamente productivos, pero nuestra mirada se contrapuso al sentido que le otorgan las y los presos y sus familiares; para ellos, que se esperan mutuamente, éste es un tiempo que tiene otro sentido, un tiempo que hay que soportar.

José tiene la pena máxima producto de un homicidio: “era él o yo”. Ahora cumple su condena: “me comí treinta años”, dice. Tal vez por ser de nuestra generación, o por poseer cierto don del narrador (Benjamín, 2008), por su experticia o su larga estadía en el COMPEN, este diálogo me movilizó. Nos detenemos con José sobre una pregunta del cuestionario: “¿Qué hace en sus tiempos libres?”. Su respuesta fue rápida, “nos fumamos unas pitadas (de marihuana), y nos colgamos a ordenar la celda”, me explica antes de empezar a dudar. Su duda me sacó del ritmo del cuestionario aunque la misma pregunta la había hecho a otros presos decenas de veces sin sentirme interpelado. En su sonrisa irónica descubro el oxímoron: tiempo libre estando preso. Pero José no dudó en responder, aunque la duda le vino después al confesar que ejercía un tiempo aún más libre trabajando, trapeando los pisos de los pasillos. El trabajo no solo reduce la pena, sino que en su caso le permite compartir conversaciones con su compañero de trabajo, momentos que describe con disfrute. La oposición entre tiempo libre y tiempo de trabajo se diluye. El tiempo estando preso tiene otro valor, otro significado, otros espacios. El trabajo le ofrece la posibilidad de salir de su celda, salir del pasillo, hablar con otros, en definitiva, ser “un poco más libre” espacialmente: “Mi objetivo, cada día, es salir de la celda”, afirma José. (Notas de Paolo, Unidad N°4, Montevideo, 15/02/2016 ).

Las percepciones del tiempo en la cárcel están ligadas al control de las personas a través del encierro. Parecería que en los contextos de mayor tranca, donde no existen posibilidades de ocupar el tiempo en actividades curriculares porque pasan días enteros encerrados en su celda, el tiempo carcelario es en general un tiempo que “se mata” o “te mata”, como en el “era él o yo” de José. Nos dijeron muchas veces que el consumo de tabaco o de canicas son maneras de hacer pasar un tiempo que, debido al encierro y al ocio, se vuelve pesado y lento.1919. Canicas, psico (…) Esta anécdota, la sonrisa de José, puso en evidencia el sociocentrismo de nuestras herramientas metodológicas, pero también que el tiempo es seguramente una de las dimensiones difícilmente traducibles y comparables entre quienes están “privados de libertad” y quienes no.

Por lo dicho, el “tiempo quieto” e improductivo que transitan las y los presas/os en la cárcel es una categoría relativizable (Folle y Sapriza, 2016), pues la dinámica carcelaria es –también– pura ebullición. Los rituales, protocolos y “acontecimientos” (Sahlins, 1988) organizan un tiempo que lejos de quedar suspendido muestra una faceta dinámica para quienes no habitamos ese lugar. Los grandes acontecimientos en las vidas de nuestros interlocutores estructuran sus narraciones, pero una vez en la cárcel los acontecimientos dolorosos son resaltados por una crueldad ampliada e institucionalizada que prolonga, en general, trayectorias de vida ya signadas por una desigualdad social brutal. En este sentido, episodios traumáticos como son los encarcelamientos, los motines o las lesiones corporales (muchas veces autoinfligidas) marcan “épocas” en sus relatos.

El tiempo del afuera penetra la vida de las personas privadas de libertad de distintas maneras. Existe una reflexión sobre el pasado en la que aparecen los recuerdos, los remordimientos y las justificaciones, un presente del afuera sobre el cual poco o nada se puede hacer y un tiempo que se imagina, en general proyectado hacia el futuro. Estos distintos tiempos se enlazan en las experiencias de las personas de maneras complejas, pues el espacio social de cada persona siempre es más amplio que el espacio que habita materialmente:

Después de casi una década estando preso, José recibió una visita: “Un día vino mi vieja, hace cinco años, y ahí vi en ella cómo había pasado el tiempo. Había envejecido. Me pegó. Me hizo pensar mucho. Después senté cabeza.” El tiempo y su única visita dan vértigo al escuchar su condena cualificada en años, en décadas. “Por suerte tengo esto”, me dice mientras saca de la media una pastilla. Explica que se las dan desde que fue privado de libertad siendo menor de edad, que no necesita tomarlas pero sí para la yerba mate y otras cosas, es decir, es su moneda de cambio. Otros presos nos explicaron que eran muy valoradas para relajarse y poder dormir, para “matar” el tiempo. (Notas de Paolo, Unidad N°4, Montevideo, 15/02/2016 ).

Por último, parte de la reflexión del ejercicio etnográfico fue preguntarnos sobre la posibilidad de ofrecer un contra don a nuestros interlocutores; entonces ¿qué ofrecer a cambio? Tiempo de escucha, un chocolate si era posible, un tabaco. Salir de la celda cuando hace semanas o meses que no se tiene más interlocutor que a sí mismo o una pared, la guardia o los fajineros,2020. Fajinero, pres (…) es ciertamente el único modo que encontrábamos para retribuir, simbólicamente, la asimetría con nuestros interlocutores. Brindar tiempo de escucha a un preso significaba algo en la lógica “retributiva” que el equipo pudo elaborar de forma improvisada. El tiempo fuera de la celda, fuera de la rutina, daba un otro tiempo en el cual la interlocución en sí era nuestra devolución. Paradójicamente, en este contexto donde tiempo es lo que sobra, pero formas de pasarlo dignamente faltan, el tiempo fue también lo que encontramos para dar, al sacarlos de sus celdas o tareas por algunos minutos. Y si bien pudimos intercambiar agradecimientos en muchas ocasiones, para nuestra sorpresa no faltó ocasión de que pidieran acelerar el procedimiento para terminar, pues no tenían deseo de hablar de su vida personal. En estas situaciones, claro está, finalizábamos la entrevista.

Cuerpos encerrados

En la cárcel se clasifican los cuerpos-persona por conducta, grados de peligrosidad, por el delito cometido y su reiteración, o por la asignación sexo-genérica (en algunas Unidades, por ejemplo, hay módulos o sectores específicos para personas trans), pero a la vez se los agolpa en celdas donde sobreviven, generalmente, en condiciones de hacinamiento. En los cuerpos se encarnan las diversas formas de la violencia institucional, como la violencia física, el encierro prolongado, la alimentación insuficiente o el trato indigno; también es la principal herramienta con la que se cuenta tanto para ejercer resistencias o reclamos –desde golpear los barrotes, gritar o autoflagelarse para salir de la celda, hasta coserse la boca para hacer huelga de hambre o hacerse pasar por loco para obtener algún beneficio– como para desahogarse, por ejemplo cortándose los brazos, tomando canicas o escabio o incluso intentando o concretando un suicidio.2121. Escabio, alcoh (…) En la cárcel el cuerpo sobrevive, al tiempo que constituye un instrumento sensible de vivencias extremas que en general dejan su marca. Es lo único con lo que el preso cuenta para disputar espacios de poder o pequeñas concesiones tales como atención médica. La reificación de la corporalidad en un contexto de extrema violencia interpersonal e institucional, hace del cuerpo el capital principal que el preso puede poner en juego.

La biolegitimidad, en términos de Fassin (2010),2222. La biolegitimi (…) cobra en este espacio una expresión exacerbada por el despojo de otros mecanismos. De acuerdo a este autor la vida, y por extensión el cuerpo, se ha convertido “en el valor más legítimo sobre el cual el mundo contemporáneo fundamenta el pensamiento de los derechos humanos” (Ibíd: 201) y en el escenario de la cárcel, el valor de la vida se manifiesta –no sólo, pero sí fuertemente– a través de técnicas corporales. El cuerpo es, en el contexto de encierro, tanto el terreno al que se recurre para hacer valer la vida como para desvalorizarla.

Las violencias autoinfligidas que en algunos casos son la única posibilidad de canalizar las emociones o de llegar a servicios de difícil acceso, se convierten en recursos para abrir espacios de negociación:

Me encuentro esperando a un compañero en la puerta de un módulo cuando aparece un joven que viene de Enfermería. Agarrándose el estómago, con el cuerpo medio doblado y con expresión sufriente, se recuesta contra la pared de la oficina policial que está en la entrada. Se acerca otro y le da un sermón: “¿qué estás haciendo ñe?,2323. Ñeri, compañer (…) ¿qué te pasó?”, “me pinché otra vez”, “no, no hagas eso, tenés que estar bien acá adentro, tenés que cuidarte, yo sé lo que te digo, hace años que estoy acá, haceme caso”. “Es que no aguanto más ñe, me quiero ir, no aguanto más”. Me acerco y le pregunto si se siente bien. Me dice que está un poco mareado y dolorido y se levanta la remera para mostrarme dos pinchazos que él mismo se propinó, uno el día anterior y otro hacía unos minutos, con la intención de llamar la atención del oficial a cargo del módulo y solicitar que lo trasladen porque recibió amenazas de muerte. “Ayer me mandaron unas líneas diciendo que cuando abrieran las puertas de las celdas me iban a agarrar con cuchillos y me iban a matar, y quedé como loco. Entonces me pinché para que el oficial viniera a hablar conmigo. Cuando vino me amenazó con mandarme para el bagayo2424. Bagayo se llam (…) y le dije que no, y quedó en que volvía hoy temprano pero no apareció”. Habla exaltado, manteniendo la postura del cuerpo ligeramente doblada a causa del dolor. “Imaginate cómo estaba yo, además mis compañeros de celda se pusieron como locos porque si a mi no me sacan van a apuntar para ellos, entonces me pinché otra vez. Ahora voy a esperar que venga el oficial para pedirle que me cambie de módulo”. El oficial, que estaba recorriendo el módulo, se hizo esperar. En ese transcurso me cuenta que está privado de libertad por homicidio: “mi tío le pegaba a mi madre y yo estaba cansado de eso, yo lo enfrenté y él me dijo que me iba a mandar matar. Dale, lo voy a estar esperando, le dije. Al otro día apareció uno a tirotearme y yo lo maté a él. Ahora acá adentro hay unos en el mismo sector que yo, que son conocidos de él, esos son los que me quieren matar. Yo no quiero entrar más ahí, si me quieren llevar para la celda de nuevo me voy a hacer moler a palos por la policía”. Vemos aparecer la silueta del oficial a cargo en el corredor del módulo. Maxi se pone ansioso y yo intento contenerlo, diciéndole que hable tranquilo. Sus compañeros de celda también se arriman. El oficial se le para enfrente con las manos en la cintura: “¿Qué te pasó?”, “me pinché” le contesta, introduciendo enseguida el relato de las amenazas. “¿Otra vez?”, “es que estoy desesperado”, “¿y qué delito cometiste?”, “homicidio”. El oficial dirige la mirada a un policía que presencia la escena, estirando la ceja hacia arriba. Luego vuelve sobre Maxi, repitiéndole varias veces “¿y qué hago yo contigo?, dime ¿qué hago contigo?”. El joven, que parece tener que rogar para que lo protejan, comienza a hablar de sus deseos de progresar y mantener buena conducta, pero enseguida vuelve a ser increpado por la autoridad: “pero tú no tienes buena conducta, tú sos el que te cortaste la otra vez por el lío que tuviste con tu compañero”. Uno de los que lo apoyaba interviene y confirma el relato de Maxi, “es verdad lo que él dice, hay que sacarlo, tienen que creerle, es un buen pibe, además apenas tiene 19 años”. El oficial escucha en silencio y resuelve finalmente: “dejame ir a hablar a ver dónde te podemos poner” (Notas de Luisina, Unidad N°7, Canelones, 7/12/2015).

Estas situaciones ilustran la existencia de un economía moral de la violencia (Karandinos et al., 2014) que se manifiesta de maneras individuales o interpersonales, sobre y desde los propios cuerpos de quienes la sufren (aunque sea para obtener algún tipo de beneficio), pero que es producida estructuralmente.2525. Karandinos et (…) La violencia que organiza el contexto carcelario parece regirse por las normas y obligaciones éticas reconocidas como legítimas, y el encierro en estos casos maximiza los riesgos y obliga a las personas a valerse de diversas estrategias que ponen en juego el cuerpo y por extensión sus vidas para salvarse. En este sentido los intercambios de violencia constituyen el fundamento de muchos “ajustes de cuentas”.

Como parte del mismo sistema de relaciones, otras formas de castigo podían ser aplicadas sobre las y los privados de libertad para contrarrestar sus expresiones de biolegitimidad desplegadas en las reducidas condiciones del espacio carcelario:

Nos encontramos esperando para realizar entrevistas en un módulo de seguridad intermedia. Nos permitirán permanecer en la sala de visitas que es bastante amplia y podemos entrevistar a más de una persona a la vez manteniendo la confidencialidad. En el entre tiempo presenciamos una escena que nos puso en alerta. Un recluso salía cargando sus pertenencias (un colchón doblado, con una frazada y sábanas adentro, una mochila y una bolsa con varios objetos), dirigido por dos policías a un calabozo que se encuentra en la entrada. Mientras caminaban pedía que lo trasladaran directamente y repetía en un tono fuerte que no quería entrar allí. Por el sapo se veían varias caras que, expectantes, observaban la situación en silencio. Además de nosotros, varios muchachos que se encontraban limpiando el piso y regando el jardín de la entrada, observaban sin decir palabra. Casi de inmediato el recluso comienza a golpear la puerta y a llamar a los guardias a los gritos. Estos se toman unos minutos antes de acercarse. Intercambian gritos hasta que le ordenan callarse, y aquel cambia el tono agresivo por uno de subordinación: “yo quiero estar con mis hijos, estoy haciendo las cosas bien, quiero irme de acá cuanto antes, tengo ganas de trabajar...” y luego, frente a la indiferencia, otra vez los gritos. Una agente que hasta el momento había dado vueltas en el patio comiendo una mandarina, se acerca al lugar y dice “¡cállense!, ¡cállense, que voy a hablar!”, pero enseguida interviene otro policía de mayor rango, continuando lo que ella había comenzado: “vos no vas a joder con mis policías” le dice mientras abre la puerta y, amarrocándolo, lo conduce hasta una oficina que está enfrente. “¡Bajá la cabeza, bajá la cabeza o te quiebro el brazo!”. El muchacho bajaba la cabeza y la volvía a levantar en un gesto de rebeldía y sufrimiento a la vez. En la oficina, que se podía ver desde donde estábamos, le propinaron varias patadas. Uno de los policías nos hace una seña para que no miráramos. Minutos más tarde, mientras pasaban delante nuestro para el traslado, uno de los policías lo volvía a castigar, esta vez con palabras: “éste no va a marchar en el ocho,2626. El ocho es uno (…) no va a marchar”. Sus pertenencias quedaron en el calabozo. (Notas de Luisina, Unidad N°4, Montevideo, 21/10/2015).

Los traslados como castigo2727. Flautear, en t (…) o como protección –como muestran los dos casos presentados-, son frecuentes en las distintas Unidades y muchas veces se realizan hacia otros departamentos. Aunque las cárceles y los módulos de una misma cárcel nos eran presentados como mundos diferentes, están conectados y jerarquizados: los niveles de seguridad son también niveles de castigo y por ellos se circula. Ser trasladado constituye un fuerte golpe para muchos presos que no quieren ser distanciados de sus familias y tampoco quieren ser llevados a espacios menos seguros, pero son mecanismos formales. En cambio los golpes, las amenazas o los insultos son prácticas normalizadas, legítimas para unos e ilegítimas para otros, pero que exceden los procedimientos legales.

Este hecho ocurrió en una de nuestras primeras visitas y no pudimos más que observar. Contando algunos con más y otros con menos experiencia como investigadores, ninguno se atrevió a interceder, a pesar de que como personas, todos nos sentimos movilizados. Con esta escena un problema ético quedaba instalado para el equipo; allí nos dimos cuenta que a lo largo del trabajo seríamos testigos de diversas violencias explícitas sobre los cuerpos de nuestros interlocutores. Entonces: ¿qué actitud habríamos de tomar frente a ellas? ¿podíamos intervenir para mitigar la violencia en el espacio carcelario sin que nuestra intervención redundara en mayor violencia para los presos? Instancias y debates similares han sido teorizados en la antropología con posterioridad al cuestionamiento del rol del antropólogo como objetivo, neutral y cuya ética se suspende para dar lugar a la comprensión de las éticas de los otros. En esta dirección, Nancy Scheper-Hughes (1995) entre otros/as que buscan pensar las complejidades de la ética en la investigación antropológica retomando su argumento (Bourgois, 1990) o planteando matices (Narotzky, 2004), ha propuesto una antropología militante, ética, moral y políticamente comprometida, incluso una antropología que tome determinados principios éticos como “trascendentales” o “preculturales” (Ibíd: 419). La autora señala: “Como testigos, los antropólogos son responsables de lo que ven y lo que no ven, de cómo actúan o dejan de actuar en situaciones críticas” (Ibíd: 419, traducción nuestra); esto es cierto, pero no resuelve el hecho de que las situaciones que observamos y de las que, por tanto, somos parte, llegan a impactarnos de maneras que nos impiden actuar como más tarde y ya en otro lugar, imaginamos que podríamos haberlo hecho.

El patio

La escenificación de la violencia por parte de guardias y presos también fue la contraparte de nuestra presencia en el campo. Una de las incursiones en un módulo de máxima seguridad puede dar cuenta de ello:

Antes de llegar a la mitad del largo pasillo que atraviesa el módulo pasamos por la guardia, nos presentamos y entregamos la lista de personas a quienes debíamos encuestar. El guardia se muestra incómodo e insiste en lo complejo de trabajar allí por los niveles de violencia, sobre todo la que emerge en los patios a la hora de la salida. Ese día todavía no se había definido si dar patio o no y de eso dependía nuestra posibilidad de trabajo, porque en caso de darlo, deberían permanecer alerta y, por tanto, no podrían atender nuestra solicitud. Finalmente dan patio y debemos esperar a que termine para poder entrevistarlos. Nos ubicamos en el primer piso, en unas mesas y tablones rodeados de moscas; desde allí vemos ambos patios a un lado y otro del corredor, a través de un vidrio que permite ver sin ser vistos. Se acerca uno de los presos a la ventana, anteriormente el policía se había referido a él como un preso de confianza, el “coordinador” de las comisiones, “diríjanse a él por cualquier cosa, es un tipo bien, está acá pero odia a los presos también, era hombre de campo, le robaron una vaca y le dio un balazo a uno”. Este preso corresponde a otra categoría de presos, los “presos de confianza” que generalmente se caracterizan por su buena conducta y desde luego, la confianza es respecto a la guardia. La razón por la que circula libremente y no comparte patio con el resto es clara: no duraría dos minutos vivo, pues mató a un ladrón. Mientras tanto, en uno de los patios comienzan a pelear dos presos con los puños, sin cortes. El “preso de confianza” se mueve nervioso contra el vidrio, está comenzando un “espectáculo” del que esperaban fuéramos espectadores privilegiados, una suerte de escenificación, de montaje y mostración que inicia con esa pelea. Inmediatamente el oficial sube hasta el primer piso donde nos encontrábamos para jactarse ante nosotros que la pelea “limpia” que recién habíamos presenciado fue posible gracias a la mediación que él había establecido con el fajinero como parte de una negociación previa con los presos. (Notas de Mariana, Unidad N°4, Montevideo 19/11/15).

Una mera demostración de poder y control sobre uno de los módulos más peligrosos del COMPEN se establecía bajo la condición de permitir ese patio y el próximo si no eran utilizados cortes carcelarios en las peleas. El “poder” relativo también es de la guardia, y es esta fragilidad la que propicia su escenificación, no sólo por su lugar en el escalafón carcelario, sus precarias condiciones laborales y los riesgos de trabajar en módulos de castigo y con niveles exorbitantes de hacinamiento y tranca (ecuación que siempre se traduce en riesgo de motín inminente), sino por la necesidad de afirmar permanentemente un dominio también precario y de fácil subversión.

Vislumbramos en la escenificación no sólo la necesidad de exhibición de la trama de violencia carcelaria y el protagonismo del guardia para gestionarla, sino también la negociación de casi todos los espacios carcelarios, en este caso la posibilidad de permanecer en el patio y garantizar el siguiente patio estaba en manos del guardia, del alcance de su poder. Casi como un espectáculo orquestado vemos transcurrir esta pelea que efectivamente concluye sin sangre y sin interferencia en la dinámica del patio que, luego, sigue con un partido de fútbol.

La escena hubiera ocurrido aunque nosotros no estuviéramos allí, pues es parte de las tramas cotidianas, de las negociaciones y pujas de poder dentro de las cárceles y de un campo carcelario mucho más amplio.

Reflexiones finales

La pregunta sobre cómo narrar el dolor del otro y cómo posicionarnos frente a él en los distintos momentos de la investigación se tornó ineludible. El tópico de la representación no es nuevo en la literatura de las ciencias sociales y, en particular, en la antropología. ¿De qué manera representamos etnográficamente un campo tan complejo como el carcelario sin incurrir en expresiones que reproducen discursos que patologizan y subculturizan a los sujetos que lo conforman? Un campo al que comprendemos más como construcciones provenientes de una acumulación de políticas públicas, que como el resultado de la “desviación” de determinados individuos. ¿Cómo comprender los significados de las violencias estructurales, simbólicas y cotidianas en un contexto repulsivo y de acceso restringido para quienes investigamos? ¿Cómo generar un diálogo en un escenario en que los posibles castigos por decir lo indecible ejercen una presión sobre todos los actores de la cárcel? En caso que nos contaran lo indecible ¿qué podemos llegar luego a decir sin comprometer a nuestros interlocutores?

Como fue dicho, toda etnografía es una instancia única e irreplicable, pero ¿siempre es posible el ejercicio etnográfico? Esta experiencia, en comparación a otras que hemos tenido, nos mostró que si bien cada escenario plantea interrogantes particulares, algunos resultan mucho más interpelantes que otros, pero esto no anula el esfuerzo por comprender lo que allí ocurre, o quizás incluso sea la fuerza desestabilizante de la interpelación lo que hace posible avanzar hacia una instancia reflexiva del conocimiento.

Fuimos a las cárceles buscando un encuentro con las personas que allí permanecen confinadas, pero en verdad para comprender lo que ocurre con ellos es preciso tener una mirada mucho más amplia y entablar interlocución con todos los actores que sea posible. Si lo etnografiable, en suma, es todo lo que experienciamos en el proceso de investigación, el desafío es poder ver lo que está frente a nosotros. Ver, para el equipo, llevó su tiempo. Conocer lleva su tiempo e implica volver una y otra vez sobre las interpelaciones.

Una dificultad quedó instalada al momento de pensar un espacio relacional en el cual los interlocutores ocupan posiciones de poder tan asimétricas, sin que esto contribuya a reforzar las representaciones sociales estigmatizantes que fundamentan su propia exclusión. Exhibir la violencia cuando es preciso llamar la atención sobre la misma y visibilizar atrocidades, puede ser un argumento suficiente para contar las violencias dentro del sistema carcelario. Pero ¿para qué, y con qué efectos se narra el dolor del otro? y ¿en qué medida el uso de este recurso interpela a las ciencias sociales en general? Desde allí también se corre el riesgo de originar una suerte de iatrogenia que termina estigmatizando aquello que pretende “salvar”. Escuchar y ver el sufrimiento del otro implica también lidiar con él después de las jornadas extenuantes en la cárcel. ¿Debemos de dar cuenta del dolor propio, del lugar de las emociones en el campo, las implicancias afectivas que éste tuvo para el equipo y de qué modo las trabajamos colectivamente? ¿Cómo logramos en equilibrio entre lo uno y lo otro?

Contamos nuestra experiencia y exponemos nuestras interrogantes para sensibilizar, porque de otra manera sería inimaginable pensar el horror de la cárcel donde la violencia se instala como normalidad. También lo hacemos para trascender el horror y mostrar hasta qué punto es posible pensar con el otro que está preso ya que, muchos de nuestros interlocutores, incluso sometidos a una aplastante violencia institucional, dialogaron reflexivamente con nosotros sobre los usos de drogas, sobre los afectos, sobre el adentro y el afuera. Nuestros interlocutores nos mostraron toda su creatividad con las palabras, el ingenio para comunicarse, para obtener drogas que facilitan la vida o para jugársela en diversas situaciones, para pensar sobre cómo llevar una vida buena o emocionante, incluso dentro de la cárcel.

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1.

Doctoranda en Antropología Social en el Instituto de Altos Estudios Sociales, Universidad Nacional de San Martín. Investigadora del Centro de Estudios Interdisciplinarios Latinoamericanos, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República, Integrante del Sistema Nacional de Investigadores. E-mail: castelliluisina@gmail.com

2.

Estudiante de Antropología Social, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República. E-mail: paologosi@gmail.com

3.

Estudiante de Antropología Social, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República. E-mail: marianamattourtasun@gmail.com

4.

Dr. en Antropología por Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República. Investigador del Instituto de Educación y del Instituto de Antropología, por la misma institución. Integrante Sistema Nacional de Investigadores. E-mail: mrossal@yahoo.com

5.

Las Unidades en las que se trabajó fueron: N°3 (Penal de Libertad, Departamento de San José), N°4 (Complejo Penitenciario Santiago Vázquez [COMPEN], Departamento de Montevideo), N°5 (Femenino, Departamento de Montevideo), N°6 (Punta de Rieles, Departamento de Montevideo), N°7 (Canelones, Departamento de Canelones), N°12 (Cerro Carancho, Departamento de Rivera), N°13 (Las Rosas, Departamento de Maldonado). Las Unidades N°5 y N°6 no alcanzaban una población de cuatrocientas personas al momento en que se realizó el estudio, pero fueron incluidas la primera para conocer la situación de las mujeres privadas de libertad y la segunda por considerarse “cárcel modelo” del sistema penitenciario uruguayo. En cada establecimiento la relación entre policías y operadores penitenciarios que tienen contacto con las personas privadas de libertad varía según el nivel de “seguridad” que tenga. Fuera de cada establecimiento existe un cerco perimetral integrado por soldados del Ejército.

6.

En las cárceles uruguayas trabajan tanto policías como civiles, estos últimos bajo la figura de Operadores Penitenciarios (también llamados pitufos en jerga nativa, pues en los primeros años usaban un uniforme color celeste). Esta figura surge en el marco de la creación del Instituto Nacional de Rehabilitación (INR) en 2010 y su función es desarrollar un papel educativo y de reducción de conductas de riesgo; las y los operadores civiles trabajan principalmente en las Unidades de seguridad intermedia y mínima. Este cambio tiene como antecedente la creación de la figura del Comisionado Parlamentario en 2003 y la Ley de Humanización y Modernización del Sistema Penitenciario en 2005. Las cárceles en Uruguay pertenecieron a la órbita del Ministerio de Educación y durante el último período de autoritarismo político (años ‘70) pasaron al Ministerio del Interior. Con la creación del INR se dio un paso hacia el manejo civil de las cárceles, aunque aún bajo la órbita del Ministerio del Interior.

7.

Das y Poole (2004) proponen que la antropología al ser considerada con frecuencia una disciplina de poco peso en la teoría política occidental y, a la vez, que se interesa por poblaciones marginalizadas, tiene potencial para ofrecer un punto de vista alternativo y situado en los márgenes para repensar al Estado de manera crítica.

8.

La violencia es un fenómeno multidimensional e inherente a la vida humana. Aunque a los efectos del análisis con frecuencia hablamos de distintos tipos de violencia, estas se manifiestan más de forma articulada que individual sobre los cuerpos, vidas y vínculos entre las personas. Retomamos la conceptualización elaborada por Bourgois (2005) quien (en diálogo con Bourdieu y Scheper Hughes) distingue entre: 1– violencia política (administrada directamente y a propósito en nombre de una ideología, movimiento o estado político), 2– violencia estructural (entendida como organización económico-política de la sociedad que impone condiciones de sufrimiento físico y/o emocional), 3– violencia simbólica (aquella que trabaja la dominación a un nivel íntimo, mediante el no-reconocimiento de las estructuras de poder por parte de los dominados, quienes colaboran en su propia opresión cada vez que perciben y juzgan el orden social a través de categorías que hacen que éste parezca natural y evidente para sí mismo) y 4– violencia cotidiana (aquella que comprende a las prácticas y expresiones de agresión interpersonal rutinarias que sirven para normalizar la violencia a un nivel micro) (Bourgois, 2005: 12-13).

9.

Agradecemos los comentarios de las/os revisores del artículo que nos permitieron llegar a una versión final más clara y consistente de nuestro trabajo.

10.

Dice Mauss (1979: 342) “El cuerpo es el primer instrumento del hombre y el más natural, o más concretamente, sin hablar de instrumentos diremos que el objeto y medio técnico más normal del hombre es su cuerpo”.

11.

En 2017, 30,7% de las personas privadas de libertad tenía condena, el 69,3% restante había sido procesado. En 2015 y 2016 la relación era similar (Comisionado Parlamentario Penitenciario, 2017: 9).

12.

Pitufo/a, operador penitenciario.

13.

En el sentido de campo social, con particularidades que consideraremos más adelante.

14.

Pelear con puños y con arma blanca respectivamente.

15.

En Uruguay más de 9 de cada 10 personas recluidas son varones y 7 de cada 10 tienen menos de 36 años. Entre los varones casi un 10% declara no saber leer ni escribir y entre las mujeres llega al 3%. Presentan como máximo nivel educativo alcanzado Primaria incompleta casi el 13% de las mujeres y casi el 17% de los varones (Vigna, 2012).

16.

Tranca, estar encerrado.

17.

Porro, marihuana

18.

Sapo, pequeña abertura rectangular en las puertas de las celdas.

19.

Canicas, psicofármacos.

20.

Fajinero, preso que se encarga de tareas de limpieza fuera de la celda, en general considerados de confianza por la guardia.

21.

Escabio, alcohol carcelario.

22.

La biolegitimidad es una forma de reconocimiento social de la vida como “bien supremo”: “La exposición de sí mismo, ya sea mostrando un ejercicio narrativo o de una revelación física (lo uno no excluye lo otro), pertenece a las figuras contemporáneas del gobierno –y particularmente cuando se expone su propio cuerpo, a las figuras contemporáneas del gobierno de los dominados. (...) La economía política de la desigualdad ha mostrado, desde hace un siglo y medio, cómo, en las relaciones de producción, los dominados utilizan su cuerpo como fuerza de trabajo. La cuestión aquí es mostrar una economía moral de la ilegitimidad en la cual, sumisos a relaciones de poder, los dominados llegan a utilizar su cuerpo como fuente de derechos” (Fassin, 2003: 53-54, cursivas del original).

23.

Ñeri, compañero, amigo.

24.

Bagayo se llama a un sector de protección dentro de las cárceles. Allí son alojadas las personas cuyas vidas corren riesgo, con frecuencia debido a que rompieron “códigos”. El instalar en un mismo módulo al conjunto de la población que “anda de viva” o cuya dependencia al consumo de sustancias las han llevado a infringir normas (vender pertenencias de otros, robar, quedar endeudados), hace de éste un lugar indeseable y peligroso. Por extensión se llama bagayo a quienes están allí y es también utilizado como insulto.

25.

Karandinos et ál. (2014: 9-10) buscan poner en relieve la significación múltiple de la violencia en el contexto de emergencia cotidiano de los habitantes de barrios marginalizados de Estados Unidos. Los autores subrayan que los actos de violencia aparentemente individualizados se relacionan al proceso histórico de desindustrialización y a la hipersegregación contemporánea al interior de la ciudad, y que en contextos de múltiples niveles de violencias y relaciones antagónicas de ciudadanía, surge un sentido común que otorga valor a la autoprotección mediante la violencia.

26.

El ocho es uno de los módulos de máxima seguridad de la Unidad N°4, donde se encuentran los presos considerados más peligrosos y también los que son castigados.

27.

Flautear, en términos nativos.