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ISSN 2451-7925

#8 | Etnografías del encierro

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Etnografiando el encierro

Un análisis sobre el trabajo de campo en dos complejos carcelarios de Córdoba

Por Marina Liberatori11. CONICET- Conse (…) y Agustín Villarreal22. SECYT-Secretar (…)

Libertad para ti, ya podrás volar de nuevo
Y cantar, sonreír, gritarás a los cuatro vientos.
Cachumba33. Cachumba es un (…)

Resumen

En este artículo reflexionamos en torno a las implicancias metodológicas y subjetivas de realizar trabajo de campo en contextos de encierro. A partir de dos experiencias etnográficas diversas, en dos complejos carcelarios de la provincia de Córdoba, indagamos sobre los roles de los antropólogos y las complejas situaciones que atravesamos durante el trabajo de campo en cárceles.
A partir de la comparación de ambos casos pudimos observar cómo las distintas maneras de ingresar a la cárcel pusieron de manifiesto formas diferenciadas de control institucional sobre los cuerpos visitantes. Así, en el primer caso, una antropóloga entró acompañando a una de las personas con las que trabajaba para su tesis, quien iba a visitar a un familiar. En dicha cárcel se destinaba un día de la semana para el ingreso no sólo de familiares, sino también amigos de los internos, por lo que pudo ingresar en esa categoría. En el segundo caso, otro antropólogo lo hizo en el rol de profesor, a partir de un programa institucionalizado de una universidad que dictaba talleres de Derechos Humanos a personas privadas de libertad en centros penitenciarios de la provincia.
Palabras clave: complejos carcelarios, etnografía, subjetividad, corporalidad.

Abstract. Doing ethnography of incarceration: an analysis of fieldwork in two penitentiaries of Córdoba

In this article we reflect on the methodological and subjective implications of doing fieldwork in confinement contexts. We work on different ethnographic experiences, in two prisons in the province of Córdoba in Argentina, on the roles of anthropologists and the situations we have undergone during fieldwork.
From the comparison of both cases we observed how the different ways of entering the prison showed differentiated forms of institutional control. In this way, in the first case, an anthropologist joined the family of two prisoners when they went to visit them. This prison allowed friends of prisoners to visit them one day of the week, hence the anthropologist could enter as a friend. In the second case, another anthropologist could enter as a professor as part of a University educational program that carried out Human Rights workshops in penitentiaries of Córdoba province.
Key words: prison institution, ethnography, subjectivity, corporality.

 

recibido 30 de agosto 2018

aceptado 16 de octubre 2018

 

Introducción

En este artículo nos proponemos reflexionar acerca de las implicancias metodológicas y subjetivas de realizar trabajo de campo en contextos de encierro. A partir de dos experiencias etnográficas diversas, en dos complejos carcelarios de la provincia de Córdoba, indagaremos sobre los roles de los antropólogos y las complejas situaciones que atravesamos durante el trabajo de campo en cárceles. Dichas complejidades se encuentran relacionadas con las reglas burocráticas propias de la institución, pero también con las emociones y corporalidades que se ponen en juego a partir de ese “estar ahí” que implica la etnografía. DaMatta (1999) se refiere a los “anthropological blues” como esos aspectos extraordinarios que suponen las relaciones humanas que establecemos en el campo. Es siempre a partir de estas relaciones que los antropólogos podemos dar cuenta de algo sobre el mundo de las personas con las que trabajamos. En ese sentido, Guber (2014) propone que el conocimiento social nunca puede pensarse como algo externo al investigador porque el sentido de nuestras investigaciones proviene de las situaciones que atravesamos en el campo y de las que nosotros mismos formamos parte, justamente, porque “estamos ahí”. La habilidad de los etnógrafos radica, entonces, en dar cuenta de esas situaciones que se encuentran –al decir de DaMatta (1999)– “entre la realidad y el libro”, entre la tarea intelectual y la experiencia. El etnógrafo debe tener el dominio de “(a) transformar lo exótico en familiar y/o (b) transformar lo familiar en exótico” (DaMatta, 1999: 174).

Podemos advertir que buena parte de los trabajos académicos no necesariamente reflexionan sobre las formas de ingresar al campo y de construir el referente empírico. Al parecer, el modo en que se establecen las relaciones en el campo se explicarían por el carisma casi mágico del antropólogo y de las estrategias imbuidas en las negociaciones con sus interlocutores. Creemos que estas ausencias terminan por oscurecer las posiciones y los roles que asumimos como investigadores, más o menos implicados políticamente, y por tanto contribuyen a reforzar las desigualdades y las miradas sobre las otredades que intentamos comprender. Por tanto, consideramos trascendental realizar una minuciosa labor reflexiva, no sólo respecto del campo y nuestros roles en esa red de relaciones que construimos, sino también sobre la manera en cómo ingresamos al mismo. Puesto que dicho ingreso determina, en cierta manera, los caminos que tomaremos y la mirada que construyen las personas sobre nosotros, resulta ser una información sin la cual sería imposible construir los datos de investigación.

Trabajaremos aquí sobre las diferencias en torno al ingreso a dos complejos carcelarios. En el primer caso, una antropóloga entró acompañando a una de las personas con las que trabajaba, quien iba a visitar a un familiar. En esa cárcel se destina un día de la semana para que puedan ingresar no sólo familiares, sino también amigos de los internos, por lo que pudo ingresar en esa categoría. En el segundo caso, el antropólogo lo hizo como profesor, a partir de un programa institucionalizado de la universidad que dictaba talleres de Derechos Humanos a personas privadas de libertad en centros penitenciarios de la provincia de Córdoba. Ambos ingresos, como acompañante de familiares y como profesor dentro de un marco institucionalizado, fueron las vías de acceso que pudimos encontrar para trabajar en contexto de encierro. Puesto que el ingreso al campo es casi siempre complicado, ya que las puertas de este tipo de instituciones no se encuentran abiertas para el público en general, se hace necesario construir estrategias para poder vehiculizar las acciones tendientes a la concreción de nuestros objetivos de investigación.

Caso 1: La antropóloga acompañante

Pisé ese complejo carcelario por primera vez en noviembre de 2011, en el marco del trabajo de campo que me encontraba realizando en una villa de la ciudad. Esta experiencia daría luego sustento a mi tesis de maestría y de doctorado, que realicé a través de una beca doctoral del Conicet. El objetivo principal de ambas tesis no estaba relacionado específicamente con cárceles, pero sí trabajaba con personas que se encontraban, o lo habían hecho en algún momento de sus vidas, sumergidos en una economía subterránea, como el “choreo” y la venta de drogas ilegales. Así fue como el mismo campo me fue guiando hacia una cárcel situada a las afueras de la ciudad de Córdoba, a partir de que dos jóvenes con los que había establecido una estrecha relación cayeron presos en marzo de 2011.

La familia Hernández fue uno de los principales contactos con los que trabajé para mi tesis de maestría. Allí indagué acerca de los diferentes sentidos sobre el miedo y el peligro que se construían en la villa. Mi intención era relativizar la problemática de la “inseguridad”, tan candente en la agenda pública, según la cual estaba vinculada siempre al delito, y este último, a los sectores más empobrecidos de la sociedad. Las categorías nativas más abiertas de miedo y peligro me ayudaron a afinar el lente para poder entender qué significaba sentirse inseguro en la villa y cómo se relacionaban las personas a partir de esto. Empecé a tratar a los Hernández en el año 2010, a partir de un confuso episodio con la policía en el que se llevaron detenido a Alex, uno de los hermanos Hernández con el que solía entablar conversaciones esporádicas, “al pasar” por la esquina en dónde se juntaba con otros jóvenes de la villa. Ese día de abril de 2010 yo estaba conversando en la casa de una vecina, cuando vi que un móvil de la CAP44. El Comando de (…) se estacionó de repente en la puerta de la casa de los Hernández. Segundos más tarde, se empezó a escuchar un griterío. Tuve el impulso de correr hacia el móvil y vi cómo entraban a la casa y sacaban a Alex, casi arrastrándolo. Una chica les gritaba que no podían entrar sin una orden de allanamiento, a lo que el policía hizo caso omiso. En ese instante, me ganó la situación y cometí, quizás, uno de los errores más graves de mi trabajo de campo. Empecé a increpar a uno de los policías respecto de su mal procedimiento, intentando averiguar por qué detenían a Alex. Lo único que conseguí fue que el uniformado me apuntara con un arma que acababa de sacar de la vivienda y me amenazara con llevarme junto con Alex, si seguía entorpeciendo el procedimiento. Comprendí entonces que, lejos de ayudar, estaba poniendo en riesgo el bienestar de Alex, ya que tal vez por mí culpa le darían una golpiza al ingresar al móvil. También entendí que estaba subestimando la capacidad de acción de los vecinos, quienes ya habían pasado muchas veces por este tipo de situaciones. Finalmente, Alex fue detenido sin que los allí presentes pudiéramos hacer nada. Doña Nancy, su mamá, que hasta entonces me miraba con algo de desconfianza porque yo me juntaba con un grupo de vecinos que, según ella, la criticaban por tener hijos choros, me invitó a pasar a su casa a tomar mate y a calmarnos por los nervios pasados en aquella situación tan violenta. Al cabo de un mes, Alex fue liberado, dado que no pudieron reunir pruebas para incriminarlo en el robo del que se lo acusaba. Así fue como comencé una amistad con esa familia, que perdura hasta el día de hoy. De vez en cuando los visito, sobre todo en las fechas conmemorativas del fallecimiento de dos de los hermanos Hernández: Ludo, que fue asesinado por un joven de otro barrio en diciembre de 2010, y Alex, que murió en abril de 2015, tres días después de que un policía le disparara por la espalda.

Una mañana de marzo del 2011, en la que fui a visitar a los Hernández, me encontré con la noticia de que Alex y Danilo habían sido arrestados. Estaban todos muy preocupados. Nancy, su mamá, me contó lo acontecido:

Nancy: se los llevaron y les pegaron muy mucho.
Marina: ¿por qué se los llevaron?
Nancy: por chorear. Le robaron a un tipo en Villa Unión, le sacaron unas cadenas de oro y 70 palos ($700), se subieron a la moto y se les pinchó la goma, por eso los agarraron. Encima el Alex se tiroteó con un cana, imagínate, tienen para varios meses o años adentro.

Danilo y Alex fueron juzgados varios meses después. A Danilo le dieron siete años y a Alex nueve, agravado por uso de arma de fuego contra la policía. En el mes de noviembre de 2011, tras algunas llamadas de ellos a mi teléfono celular, me animé a acompañar a Caro, una de sus hermanas, a visitarlos. Habíamos arreglado todo para un día viernes, en el cual los presos de ese complejo carcelario tienen derecho a recibir la visita de quienes no son familiares directos, por ejemplo, los amigos. Decidí ir en esa categoría, y no como antropóloga, en primer lugar, porque ese no era específicamente el tema de mi investigación, pero también porque quería acompañar a Caro y vivir junto a ella la experiencia de los familiares que visitan a los presos. Pedir autorización para entrar como investigadora, además de las peripecias burocráticas y el riesgo de una respuesta negativa, me hubiera cerrado el acceso a otros lugares a los que sí pueden ir los familiares y amigos cercanos, tales como el patio y salón de visitas. A los “profesionales”, como psicólogos, trabajadores sociales, médicos, les asignan boxes especiales que son cuidadosamente vigilados.

Por otra parte, la experiencia de visitar la cárcel, vivida sobre el propio cuerpo, me ayudó a experimentar emociones, como la vergüenza y la humillación, que me acercaban, de alguna manera, a las experimentadas por los familiares que acuden a menudo a visitar a los presos. A diferencia de la villa, en la que los vecinos sabían que yo venía de la universidad y que estaba haciendo un trabajo “para escribir un libro”, en la cárcel ningún guardia sabía los motivos que me habían llevado hasta allí. Por tanto, el trato hacia mí era el mismo que el otorgado a los familiares de los internos.

Conversando con colegas que asistían a los establecimientos penitenciarios a través del Programa Universidad en la Cárcel (PUC), yo sabía que siempre mediaba el respeto hacia ellos. Por ejemplo, ninguno había pasado por una requisa, podían entrar al establecimiento con sus pertenencias que eran guardadas por los guardias hasta su retirada, entre otras cosas. En cambio, el trato que se les daba a los familiares era, en general, denigrante, según me relataron en varias oportunidades y pude comprobar en mis visitas a Danilo y Alex.

En este escenario, las mujeres que asistían a las visitas se hacían las malas con las guardias, insultándolas o burlándose de ellas. Aunque claramente se encontraban en una situación asimétrica y desventajosa de poder, hacerse las malas era una manera de disputar el respeto, o al menos, de canalizar la bronca por las humillaciones recibidas, especialmente en las requisas, como veremos más adelante.

Considero que, aunque no siempre es necesario vivir este tipo de situaciones para entender los sentidos sobre el mundo que se configuran para las personas con las que trabajamos, en esta oportunidad a mí me sirvió para comprender cómo las personas contrarrestan la humillación haciéndose los malos (Garriga Zucal, 2007 y 2010; Bourgois, 2010; Liberatori, 2014 y 2016). Aunque en un contexto totalmente diferente, esta experiencia guarda cierta analogía con lo que plantea Rosaldo (2000), cuando intentaba entender cómo era que los Ilongotes tenían el impulso de cortar cabezas para calmar la ira que existía en su aflicción. A partir de ir en cuatro oportunidades a la cárcel, pude terminar de entender lo que me contaban las mujeres sobre lo mal que lo pasaban en las visitas. En otras palabras, como establece Maduri (2015), la experiencia vivida sobre el propio cuerpo me sirvió para analizar la capacidad reguladora de los “pequeños micro poderes locales” que se convierten en demarcadores de las nociones de bien y de mal, de justo e injusto, que imperan en la cárcel. Entonces pude observar, entre otras cosas, que la maldad se vuelve un capital valioso también para las visitas, frente a los malos tratos que se reciben por parte de los guardia-cárceles, quienes por medio de gritos, palabras y gestos marcan una severa distancia y ejercen poder sobre los cuerpos visitantes. En mi caso, yo no tenía herramientas incorporadas para hacerme la mala cuando me tocó relacionarme, principalmente, con las guardias mujeres, de quiénes percibí un grado mayor de hostilidad en comparación con los guardias varones. Entonces recurrí a una cierta “ingenuidad”: a la inversa, me hice la buena, haciendo explícito mi desconocimiento sobre las reglas establecidas en ese complejo carcelario.

Caso 2: El antropólogo profesor

La primera vez que ingresé al centro de detención fue en mayo de 2018. Aunque mi interés era principalmente comenzar el trabajo de campo para mi tesis doctoral,55. Para el doctor (…) aquella vez lo hice acompañando un taller de capacitación en Derechos Humanos.

Los mencionados talleres son parte de un convenio entre la Universidad Nacional de Córdoba y un Ministerio provincial,66. Debido a un co (…) firmado en el año 2017 y de renovación anual. Están dirigidos a toda la comunidad carcelaria, es decir, tanto a presos como a guardias y personal en general. Se dictan en cuatro cárceles y son pensados como “espacios de reflexión sobre los Derechos Humanos tendientes a la reinserción social de los internos”. Además, permite la aplicación del art. 140 de la Ley 24660,77. El art. 40 de (…) que otorga la reducción de dos meses de la pena a través del estímulo educativo. El centro penitenciario en el que comencé a trabajar se encuentra en el interior de la provincia, a más de tres horas de distancia de la capital cordobesa. Los talleres son dictados en su mayoría por abogados. Durante los encuentros se reflexiona sobre los derechos universales, las implicancias de estar detenido y las herramientas legales a las que pueden acceder frente a la violación de derechos. La concurrencia a estas clases me permitió ingresar por primera vez a un espacio de encierro, de la mano de la universidad. Esto la volvió una situación enriquecedora para mi investigación en curso, puesto que pude entablar conversaciones informales con algunas personas de esa comunidad carcelaria y circular por los sitios de ese complejo que me eran permitidos. Dicha posibilidad no hubiera existido, de no ser por ese convenio entre el Ministerio y la Universidad. Asimismo, el taller me permitió el acceso a escuchar a personas que habitaban el encierro y reflexionar sobre las prácticas cotidianas en las que estaban inmersas. Pensar y subjetivar la violencia institucional a través de las conversaciones informales, los diálogos entre los docentes y los alumnos, la manera en la que se trabajan los Derechos Humanos, y las relaciones –que podían observarse en esa instancia– entre el Servicio Penitenciario y los detenidos, construían un lugar fértil para el trabajo de campo.

Personalmente, ingresar por primera vez a la cárcel constituía un desafío por los miedos y los prejuicios sobre las personas que habitan ese lugar, tanto los internos como los guardia-cárceles. Las anécdotas de aquellas personas que habían ingresado antes que yo, otros colegas conocidos, demostraban que el acceso constituía un momento de vulnerabilidad. Así también, la idea de dar talleres me ponía en un lugar incierto sobre lo que podría llegar a pasar en el aula y cuál iba ser la manera en la que seríamos recibidos. En ese sentido, los días previos, realicé diversos interrogatorios al resto del grupo con el que iba a asistir. Me preocupaba por tener información sobre cómo eran los controles para poder ingresar. Sobre todo, me abrumaba la requisa, por las historias que había escuchado durante mi trabajo de campo para la tesis de licenciatura en Antropología, en la que tuve conversaciones al respecto con familiares de presos. Sin embargo, mis miedos fueron mermando cuando pude darme cuenta de que el ingreso formal a la cárcel se hizo de manera dinámica y fluida. Pero me topé con otra barrera institucional: un contrato de confidencialidad entre las partes (el centro carcelario y la universidad), a fin de evitar cualquier posible divulgación de información de lo que ocurría adentro de la cárcel. Esta era una clara manera de constreñir la construcción de datos sobre la vida en la cárcel, o al menos, su divulgación. Por tanto, una manera de limitar la acción de los foráneos, a pesar de los buenos tratos que nos diferenciaban de las visitas comunes.

Con el transcurso de las jornadas me di cuenta de que nuestra forma de acceder como docentes de la universidad se polarizaba con la espera interminable que atravesaban los visitantes familiares, con quienes convergíamos en el horario de ingreso. Nuestras pertenencias eran resguardadas por el transporte que nos llevaba; sólo ingresábamos con las herramientas necesarias para el dictado de los talleres y con Documento de Identidad en mano.

Ese día bajamos de la trafic que nos había otorgado el Ministerio, bajo la atenta mirada de los familiares que esperaban para ingresar a la visita. Golpeamos la puerta principal y se asomó una persona del servicio penitenciario por una pequeña ventana que tenía la puerta. Le explicamos que éramos los docentes de Derechos Humanos y se escuchó el ruido del pasador que nos permitió ingresar. Una vez adentro, nos retuvieron los documentos y esperamos a que nos viniera a buscar la coordinadora del área de educación. Una de las tantas veces que fui, la espera se prolongó por algunos minutos más de lo esperado. Este hecho ocasionó la llamada telefónica por parte de la coordinadora de los talleres de la UNC a la dirección de la institución para que eso no volviera a suceder. De hecho, no volvió a ocurrir. Así, se producía un contrapunto entre nuestro ingreso fluido y la larga fila de familiares a la espera de poder ingresar a la visita. Lo dicho tornó interesante la discusión y análisis de los diferentes modos de ingresar y estar en la cárcel, temática que pretendemos desarrollar en este escrito.

Atravesando fronteras

A partir de nuestros distintos modos de ingresar a la cárcel y los intereses de investigación que cada uno tenía, pudimos dar cuenta de las perspectivas que se ponen en juego cuando atravesamos las vinculaciones institucionales o cuando ingresamos en papel de visita. Sin embargo, no podemos perder de vista que, a pesar de nuestros modos de acceso diferentes, estábamos allí por objetivos académicos. De esta forma, buscamos poner en tensión y reflexionar sobre ciertos límites demarcados por categorías estancas, que tienden a simplificar el análisis. Tal es el caso, por ejemplo, de la dicotomía adentro/afuera. A partir de ambas experiencias, nos proponemos observar y poner en cuestión la idea del “ingreso desde afuera”. Como vimos, transitar ese paso implica claras diferencias de clase, puesto que no es lo mismo hacerlo como familiar de los internos que como profesor, y los límites se imponen de manera muy distinta sobre unos y otros. En este sentido, pudimos ver cómo la institución carcelaria constriñe a los cuerpos visitantes respecto de su accionar, marcando una desigualdad de poder. Sin embargo, creemos necesario relativizar la idea de la cárcel como una “institución total” (Goffman, 2001), donde el encierro se construye bajo el disciplinamiento de personas que comparten la reclusión y están sujetas al control y regulación de la vida. Diversos trabajos (Ojeda, 2013; Corazza Padovani, 2015; Ferreccio, 2017) comprenden que la experiencia de la prisión sobrepasa la penitenciaría y se produce también sobre otros sujetos no encerrados. Asimismo, nuestras experiencias ponen de relieve las continuidades dentro/fuera, aún en los distintos modos en que esta relación se construye.

Acompañar a los familiares y comprender cómo ellos transitan la cárcel y las experiencias que se suscitan durante las visitas, pone de manifiesto las limitaciones físicas y simbólicas que supone el ingreso a la cárcel. Por otro lado, también hay límites impuestos a los profesores y talleristas, a partir del mencionado contrato de confidencialidad que impide la divulgación de información sobre lo que sucede en los encuentros. Estos talleres son pensados como espacios para la construcción de herramientas para afrontar el encierro, auspiciando la reflexión sobre el estar allí y sobre las condiciones y posibilidades de los derechos básicos, como la educación, el trabajo y la salud. En fin, una pedagogía sobre los derechos humanos en la que se buscan tensionar las cotidianidades que atraviesan las personas y brindar estrategias para poder afrontarlas. Esto produce un carácter paradojal de la prisión en donde las condiciones de encierro permiten la posibilidad de generar conocimiento sobre los propios derechos (Ojeda, 2013).

Los espacios de sociabilidad donde nos insertamos para hacer trabajo de campo son un caldo de cultivo para construir conocimiento y comprender los procesos subjetivos que se ponen en tensión sobre las personas que están detenidas, así como también las relaciones establecidas con el personal penitenciario. Pero además nos permite reflexionar sobre las fronteras de clase que representan esas visitas y sobre los tratos diferenciados que reciben. Así, podemos pensar en la cárcel como un lugar estigmatizado por el afuera, relacionado con las trayectorias delictivas de los allí detenidos, pero también como un espacio simbólico en el que operan diferenciaciones de clase. Ojeda (2013) y Maduri (2015) analizan el sistema penal argentino y observan las articulaciones entre pobreza, delito y cárcel, tanto en presos hombres como mujeres. Actualmente, un elevado porcentaje de las personas en situación de encierro en Córdoba provienen de villas y barrios empobrecidos. Este dato está en estrecha relación con las imágenes negativas y estigmatizantes que se construyen, a menudo, desde las clases dominantes, determinadas políticas públicas y ciertos medios de comunicación, sobre las personas que habitan en sectores empobrecidos, relacionadas con la inseguridad y el delito. (Puex, 2003; Reguillo, 2006; Guber, 2007; Kessler, 2013; Liberatori, 2014 y 2016).

Reflexionar metodológicamente sobre el trabajo de campo en cárceles nos habilita para analizar, justamente, las construcciones que se realizan desde esta institución acerca de quiénes son los que asisten a las visitas “desde afuera”, es decir, familiares, amigos y allegados de los presos, quienes cargan con las mismas acusaciones y estigmas. Como intentamos demostrar en este escrito, existen claras diferencias entre este tipo de visitantes y aquellos otros agentes provenientes de organizaciones, por ejemplo, la iglesia católica y evangélica, las universidades y grupos de profesionales, como abogados, trabajadores sociales y psicólogos. Estos últimos poseen cierto tipo de capitales que los posiciona por encima, tanto de los presos como del personal carcelario. Sin embargo, el poder totalizante de la institución carcelaria se extiende también hacia este tipo de visitas. Dado que para poder ingresar, antes se deben atravesar barreras burocráticas, convenios y permisos, se vuelve casi imposible escapar a la lógica de cuerpo-institución, precisamente porque es con otra institución con la que se tejen los permisos pactados. En otras palabras, es muy difícil ingresar a la cárcel de manera individual escapando de un marco reglado, normativizado y permitido. Es así como, aun ingresando como profesor universitario, la institución regula y controla a la visita a partir, por ejemplo, de un “contrato de confidencialidad” que impide a los talleristas hablar de lo que sucede muros adentro.

Día de visitas

Era viernes a las 7 de la mañana cuando me aventuré hacia lo de doña Nancy, desde donde saldría el remis hacia la cárcel. Iríamos con otras vecinas, que también iban a visitar a sus familiares. Llegué a la casa de los Hernández, miré por la ventana y estaba Nancy ya despierta. Me indicó que espere a que me abriera la puerta, que estaba atada con una cadena. Salió, me saludó y me contó que, al final, el remis no pasaría porque las que tenían que gestionarlo, no lo habían hecho, así que nos tendríamos que ir hasta la terminal en colectivo. Mientras me convidaba mate, preparaba unas bolsas con cosas para llevarles a Alex y a Danilo. Me mostró un champú que estaba en un envase transparente y un jabón, y me hizo oler un perfume; que iban destinados a Alex. “Al perfume no sé si se los van a dejar pasar porque tiene alcohol, pero prueben”, dijo Nancy.

Me preguntó entonces si tenía puesto corpiño con arco. Le dije que sí y se sobresaltó preocupada porque no me dejarían pasar. Me ofreció algunos de ella, pero me quedaban enormes. Yo dije que no se preocupara, que ya que íbamos para el centro, me compraba uno. Finalmente, terminamos saliendo como a las 8 de la mañana rumbo a la terminal. Caro llevaba unos papeles para poder tramitar el carnet de visitas.88. El carnet de v (…) Nos bajamos sobre la Avenida Perón y caminamos hacia la terminal, mientras conversábamos sobre otras veces que ella había ido a ver a sus hermanos. En la terminal buscamos un corpiño sin arco para mí. Me fui a cambiar al baño y después buscamos un negocio para sacar fotocopias del documento de Danilo. Luego fuimos a tomar el colectivo, donde había una fila interminable de mujeres llenas de bolsas. Ahí me enteré que esa era la fila que teníamos que hacer. Las mujeres conversaban entre ellas y también con nosotras de temas variados: de si esa remera “pasaba o no”, de los alimentos que llevaban, del calor que hacía en la cárcel, entre otras cosas.

El colectivo La Victoria demoró bastante. Lo terminamos tomando como a las 9.45 hs. Llegamos al complejo carcelario cerca de las 10.30 hs. Carolina se fue a tramitar su carnet y me indicó que fuera haciendo la cola para dejar mi bolso. Como ya me habían explicado en casa de doña Nancy, no se podía ingresar con bolso o cartera ni con ningún objeto personal. Por este motivo, justo frente al complejo penitenciario, había un quiosco en el que se podían dejar las pertenencias. Allí se formaban largas filas de familiares que, además de dejar sus cosas, aprovechaban para comprar cigarrillos, gaseosas, azúcar, galletas, caramelos o yerba mate. Había una diferencia de precio para dejar el bolso que dependía de si se dejaba con un teléfono celular. En este caso, la estadía salía $10; de lo contrario, sólo $5. Caro vino a buscarme, diciendo que se había olvidado las fotos y que no podía tramitar el carnet. Yo seguía haciendo la fila. Luego, guardé el bolso y ella se compró unos careta (un cigarrillo Philip 20). Una señora se acercó furiosa y nos contó que no la habían dejado pasar porque tenía una remera musculosa que le dejaba los hombros al descubierto. Comenzó a preguntar si alguien tenía alguna remera con mangas de más para prestarle. Mientras tanto, Caro me repetía que si me preguntaban algo los guardia-cárceles de la entrada, tenía que decir que “los chicos” estaban en el módulo MXI pabellón C3. Más tarde, me enteraría que era un pabellón de máxima seguridad.

Ese complejo carcelario se divide en cuatro módulos: MDI y MDII son de mediana seguridad; MXI y MXII, de máxima seguridad. Debido a que Alex y Danilo eran reincidentes, fueron ubicados en el módulo MXI, en el pabellón C3. Pasamos la primera guardia, luego de mostrar nuestros documentos e indicar a qué pabellón íbamos. Caro pasó primero y yo después de ella. Los pasillos eran muy largos. Atrás íbamos dejando a los guardias y las puertas de rejas, que se iban cerrando de manera automática, haciendo un ruido que me estremecía. Entramos a un lugar pintado de amarillo. Había un mostrador y dos filas. Con Caro nos ubicamos detrás de una señora. Luego ella me mandó a la otra fila, que parecía avanzar más rápido. En un primer momento, pensamos que ese lugar era para los que tenían carnet, porque todos estaban con sus carnets amarillos. En las filas había hombres y mujeres, y los guradia-cárceles que atendían a la gente eran todos hombres. Finalmente, nos tocó el turno. Nos pidieron los documentos. Uno de ellos me preguntó a quién venía a ver y si estaba autorizada.99. Son los intern (…) Corroboró en una lista y me preguntó qué era yo del interno. Respondí que era amiga. Luego fuimos al mostrador de al lado a entregar las bolsas que llevábamos. Allí serían “requisadas”. Pasamos. Doblando por otro pasillo, había una cola de unas tres mujeres adelante nuestro, y dos guradia-cárceles mujeres que nos iban a requisar a nosotras.

La requisa

Todas las mujeres que estaban esperando ser requisadas se quejaban de los malos tratos que recibían durante la misma. En un momento pensé ¿Qué necesidad tenía yo de estar exponiéndome de esa manera? Entonces miré a mí alrededor y, viendo a las demás mujeres, pensé que no era la primera ni la última sobreviviente de una requisa. Para relajarme me puse a leer los carteles que había colgados y todos referían a lo que uno podía o no traer, por ejemplo: “Sí se puede traer ojotas”, “No se puede entrar con bermudas ni con remeras de tiras finitas”. Una de las requisadoras era rubia y la otra morocha y, según las mujeres, la morocha era la más brígida.1010. Brígida en tér (…) Esa me tocó. La requisa fue muy desagradable. La mujer me trataba de manera muy violenta. Yo intentaba no ser demasiado amable ni demasiado antipática. Primero me hizo sacarme las zapatillas que traía puestas y me indicó que las colocara sobre una repisa. Ella les sacó las plantillas y las revisó de punta a punta. Después me dijo que me sacara todo lo que tenía en los bolsillos. Luego me ordenó que me levantara la remera y el corpiño, y que me diera vuelta. “Recogete el pelo”, me dijo de pésima manera. Después me pidió que me bajara los pantalones hasta los tobillos y la ropa interior. La verdad es que me costaba hacerlo; tenía cierto pudor de una extraña. Como vio que me demoraba me gritó: “¿Es la primera vez que venís vos?” Respondí que sí y, entonces, se relajó un poco y me dejó ir. No sabía por dónde salir; estaba perdida. De repente, escuché la voz de Caro y sentí alivio. Estaba en el otro mostrador, donde requisaban las cosas que habíamos llevado. “Esta me hace perder tiempo con todas esas cosas”, dijo Caro riendo por el especial cuidado con que se había requisado todo lo que yo había llevado. El libro de El Principito que le había llevado para Danilo, el block de hojas, los lápices de colores que sacaron de la caja… “¿Estas lapiceras oscuras pueden pasar?”, dijo una guardia-cárcel a la otra. “Sí, que pasen”, le respondió. Eran unas lapiceras Bic azules. Me hicieron pasar una crema Hinds, que me había pedido Alex, a una botellita de agua mineral. Caro me explicó que era porque no podía entrar nada en envase opaco; todo el contenido tenía que ser vertido en algo transparente para que pudiera ser visto por las requisadoras. A las galletas surtidas que habíamos llevado, las vaciaron y las pusieron en una bolsa de nailon, al igual que los paquetes de yerba mate. Olieron el champú, hicieron un corte en el jabón de Alex y no nos dejaron pasar el perfume, porque era líquido y tenía alcohol. Cuando terminaron, nos fuimos por un pasillo muy largo con otras tantas mujeres. En total, fueron tres pasillos los que atravesamos hasta llegar al “salón de visitas”, donde estaban Danilo y Alex esperándonos. Fuimos hasta una sala donde había familias reunidas almorzando y, luego, decidimos salir al patio contiguo. Nos sentamos allí. Danilo se fue a buscar agua para el mate y Caro sacó los sándwiches que habíamos llevado. Alex me hizo notar la presencia de guardias adentro de las cúpulas ubicadas cada tantos metros. Parecen panópticos, pensé. La verdad es que, desde donde estábamos, era casi imposible distinguir en qué cúpulas había cobanis y en cuáles no. De vez en cuando, se acercaba alguien conocido de los chicos, que venía a visitar a otro interno, y Danilo les preguntaba emocionado: “¿y, cómo está esa calle?” Pude observar cuánto sentido de añoranza tenía esa palabra para Danilo, así como para los otros reclusos. La calle, el “afuera”, representaba ese espacio que se había tenido una vez y con el que se había perdido, relativamente, el contacto. Sin embargo, pese al encierro y a los estrictos controles, la calle se hacía carne en las visitas y en todos los objetos que se traían. Ellos contactaban con el añorado “afuera”, como también las llamadas telefónicas, que los internos podían realizar siguiendo una estructura de “turnos”.

“Somos de la universidad”

Eran cerca de las 10 h de la mañana cuando me acerqué a la esquina en la que habíamos pactado. Allí nos pasaría a buscar el transporte contratado para la actividad. Una de las coordinadoras ya se encontraba esperándonos. Nos pusimos a conversar. Me comentaba que hacía diez años que trabajaba en la cárcel. Martina era una reconocida abogada militante por los derechos humanos. Había sido una de las abogadas querellantes en uno de los juicios más importante en Argentina por delitos de lesa humanidad.

Luego de unos minutos, llegó la otra coordinadora, abogada también, con una trayectoria dedicada a la educación dentro de cárceles y ejerciendo como abogada penalista. El día previo al encuentro, me había comunicado con ella para saber qué podía llevar y qué no. Me había explicado y me había dicho que me quedara tranquilo; que todo iba ir bien, que poder entrar a la cárcel era una “experiencia muy interesante”.

Al cabo de unas horas de viaje, llegamos a destino. El establecimiento penitenciario ocupaba toda la cuadra, con una fachada pintada en color amarillo. El transporte nos esperaría a la salida, para llevarnos de regreso a la ciudad de Córdoba. Cuando subimos las escaleras de ingreso, vimos mucha gente –sobre todo mujeres– que estaban haciendo fila a un costado. Eran aproximadamente 25 personas. Luego supe que eran “las visitas”. Nos miraron con atención cuando bajamos del transporte. Cuando nos estábamos acercando a la puerta, que tenía una pequeña ventana enrejada por la que se asomaba un guardia para mirar hacia afuera, entró un empleado del lugar. Les explicamos que veníamos “de la universidad”, y nos hicieron ingresar casi sin demoras. La idea de entrar por delante de la fila de mujeres que se había generado. Esto me causó mucha incomodidad, puesto que se notaba en sus rostros la larga espera, mientras nosotros ingresábamos sin ser requisados.

Finalmente, ingresamos. Mis nervios se exponían en mis manos sudadas y en cierto temblor en el cuerpo. Tampoco podía dejar de mirar todo a mí alrededor. Cuando nos abrieron la puerta, entramos a un pequeño hall. Había dos puertas, una a la izquierda y otra a la derecha. Al frente, teníamos una gran puerta enrejada de color pastel que llegaba al techo. La puerta de la izquierda estaba cerrada y tenía un cartel impreso en una hoja blanca con letras negras que decía “REQUISA”. La puerta de la derecha estaba abierta; fue allí donde nos hicieron ingresar para dejar los documentos. Nos estaba esperando una mujer del servicio penitenciario con un guardapolvo blanco. Era rubia y no sobrepasaba los 45 años. Al principio no entendí quién era, pero luego supe que pertenecía al área de educación del establecimiento. Me llamó la atención su guardapolvo blanco con hombreras grises con dos estrellas, iguales que las que llevaban los guardia-cárceles que estaban allí. Yo me quedé en el hall de ingreso con una de las docentes, que había venido con nosotros. Ella me miró y me abrazó.

M: ¿Estás bien? Cuando es la primera vez, hay que estar muy atenta al cuerpo. Cuando fue la primera vez de Romina, [otra de las docentes que participa del Programa] y veíamos su cara de susto, la abrazábamos. Es muy fuerte estar acá adentro y los abrazos son muy contenedores.

La abracé fuerte y le mentí diciéndole que estaba bien. Los abogados, no sólo dejaron los documentos, sino que también sus billeteras y celulares. Ese cuarto era una pequeña oficina donde se hallaba un escritorio de madera viejo; la pared estaba llena de pequeños lockers de metal con un candado. Nos guardaron nuestras pertenencias. Una vez que estábamos todos listos, nos abrieron la reja hacia el otro hall, donde se encontraban las oficinas administrativas de la cárcel. A medida que nos iban abriendo las puertas, esperaban que estuviéramos todos juntos, para seguir abriendo el resto. La docente encargada se mostró un poco ofuscada por no apurar el paso: “¿Ya estamos?”, “¿Vamos?”, preguntó en varias ocasiones. Cuando estuvimos en el segundo hall, tardamos unos minutos para que nos abrieran las puertas, debido a la distracción de unos compañeros. Nos abrieron la tercera puerta. Allí había un pequeño patio que llegaba hasta el pasillo de la siguiente puerta de ingreso. Nos hicieron esperar unos minutos más, hasta que dejaron salir a algunos internos.

“Ahora sí”, nos dijo la docente, mientras otro guardia-cárcel abría otra puerta. El ruido rechinante de las rejas, abriéndose y cerrándose con nosotros adentro, junto al ruido de las llaves y el candado, movilizaban todo mi cuerpo y me hacían temblar. Cuando se cerró la última reja, me di vuelta y vi cómo el guardia le ponía el candado correspondiente. En ese momento, me pregunté qué estaba haciendo en ese lugar y si realmente tenía algún sentido estar allí. La docente encargada nos acompañó hasta una oficina. Allí nos encontramos con otra mujer morocha, de unos 40 años, vestida también con guardapolvo. Nos indicó que apoyáramos las cajas que llevábamos, encima en los escritorios. Al frente de esta oficina había dos aulas. Ambas estaban llenas de gente, según lo que se observaba a través de las ventanas con barrotes que daban al pasillo. Los alumnos nos miraban atentamente, mientras entrábamos a la oficina. Había mucho ruido; por el pasillo pasaba mucha gente: guardia-cárceles, varones y mujeres de civil, es decir, sin el uniforme. La coordinadora de educación nos explicó que había hecho cambios en la lista de alumnos. Con las hojas en la mano, nos dijo que algunos de los que habíamos seleccionado, estaban en clase y otros no habían podido asistir porque tenían problemas entre ellos. Nos aseguró que para la siguiente clase se iban a incorporar aquellos que el servicio había elegido.

Esta escena se repetía en cada taller que íbamos a dictar. Nos bajábamos del transporte asignado a los talleristas y luego, cuando terminábamos la actividad, el chofer nos pasaba a buscar. Nuestro ingreso no demoraba más de cinco minutos; sólo debíamos tocar la puerta y pasábamos. Mientras tanto, la fila formada por mujeres y niños se agolpaba a un costado del portón blanco de ingreso. Nuestro horario y día de ingreso coincidía rutinariamente con el de las visitas, lo que me permitía observar cuáles eran los circuitos que ellas realizaban antes de poder entrar a la cárcel. Con el transcurso de las clases pude ver que realizaban dos filas: una, para dejar las pertenencias que llevan para los presos y presas; la otra, una fila con un número de cartulina para la requisa. La primera fila se hacía frente a un ventanal, mientras que la segunda era frente a una puerta blanca al lado del portón de acceso a la prisión, por donde nosotros ingresábamos. Una vez adentro, podía ver cómo, en la oficina donde nos retenían los documentos, controlaban las bolsas que dejaban las visitas. Las abrían, sacaban lo que había adentro, removían la comida de los tapers y volvían a meter todo de nuevo, para terminar colocándole un número a la manija de las bolas de tela.

Adentro, generalmente, nos esperaba la coordinadora del área de educación del servicio penitenciario. En algunas ocasiones, nos trasladábamos hasta la oficina que tenía el cartel que decía “Requisa”. Nos pedían que esperáramos en fila, para ingresar a unas pequeñas habitaciones divididas por mamparas de madera. Saliendo de allí, ingresábamos directamente al otro sector de la cárcel, en el que se encontraban las oficinas administrativas. Adentro de esos pequeños espacios, nos pasaban un detector de metal por todo el cuerpo y nos preguntaban si llevábamos algo en los bolsillos, enumerando: “celular, teléfono, llaves…”, y si todo había sido dejado en la entrada. Luego de ello, salíamos a otro sector de la cárcel, donde estaban las oficinas administrativas de la institución. Sin embargo, este control no ocurría en todos los encuentros. Algunas veces, directamente pasábamos hacia el otro sector de la cárcel, una vez que llegaba la coordinadora de educación. En algunas ocasiones, nos pedían que sólo mostráramos las bolsas y cajas con los materiales para la realización del taller.

Solamente una vez esperamos más tiempo que el habitual. La coordinadora nos hizo pasar por la sala de requisa. Allí no inspeccionaron nuestras pertenencias; sólo transitamos ese lugar para llegar hacia el otro sector. Uno de los docentes del taller dijo: “No sé para qué damos toda esta vuelta”, mientras se reía. La coordinadora nos respondió que nos hacía ingresar por ahí, para que los del servicio no nos molestaran.

A modo de conclusión

A partir de dos experiencias diferentes, en dos complejos carcelarios de Córdoba, nos propusimos reflexionar sobre las implicancias metodológicas, subjetivas y emocionales que atravesamos los que hacemos trabajo de campo en lugares de encierro. Ambas experiencias de campo tuvieron en común los intereses académicos de “conocer” el mundo carcelario. Sin embargo, encontramos diferencias sustanciales, a partir de las maneras distintas de aproximarnos. Mientras en una, el ingreso estaba explicitado, pautado y esperado por los guardias del complejo penitenciario, en el otro caso la antropóloga entró “como una familiar más”. Ambas experiencias, en sus diferencias metodológicas, suscitan los siguientes comentarios conclusivos.

En el caso de la antropóloga que entró como familiar pudimos observar las estrategias y recursos que despliegan las personas para afrontar las humillaciones que reciben por parte de los guardias. Estrategias y recursos que no poseía la investigadora. En cambio, en el caso del antropólogo profesor, la regulación sobre su accionar estaba condicionada por los convenios y contratos que establecían una relación confidencial. A su vez, nos preguntamos qué significó ingresar como “una más”, esto es, siguiendo las reglas y atravesando las situaciones, tal como lo hacen los familiares y amigos de los internos que acuden cotidianamente a la visita. En contraste, en el ingreso institucionalizado del segundo caso, el control no fue exhaustivo y, algunas veces, sólo implicó transitar por la sala de requisa. Justamente fue en las requisas, en las que el nivel de exposición y de violencia era humillante, donde pudimos ver cómo había cuerpos que debían ser cuidadosamente examinados y controlados, mientras otros podían adelantarse a la fila y tener una requisa diferenciada. En este sentido, observamos cómo se ponían en juego cuestiones de clase y de poder, y se utilizaban diferentes tipos de capitales. El capital cultural que poseemos por venir de la universidad era suficiente y eficaz para evitar la violencia de atravesar las barreras institucionales (Bourdieu, 1991 y 2007). Por el contrario, como familiar, era necesario echar mano de otro tipo de capitales y de recursos. En este sentido, tal y como observó una de las antropólogas, la maldad, hacerse los malos, era una manera certera de enfrentar la dureza de los controles, o al menos, de canalizar la rabia y la vergüenza que producían (Liberatori, 2014 y 2016).

Reflexionar sobre ambos ingresos a los complejos carcelarios pone en tensión los procesos subjetivos, corporales y emocionales que experimentamos cuando realizamos el trabajo de campo. A su vez, esta comparación deja también al descubierto los límites institucionales que se activan frente al ingreso de personas foráneas. Así, presentarse como “cuerpo universitario” moviliza una serie de capitales que demarcan posiciones sociales diferenciadas y jerarquizadas entre los docentes-talleristas y los penitenciarios e internos. Sin embargo, estas diferencias habilitan, a su vez, ciertas restricciones que se imponen, por ejemplo, a partir de los contratos de confidencialidad o a través de los circuitos que pueden ser recorridos por los docentes-talleristas y que son diferentes a los que se ofrecen a “las visitas”. De esta manera, los lugares asignados para los profesionales son cuidados y controlados, como también lo es la posibilidad de interaccionar con los internos, ya que sólo se tiene acceso a las personas que los penitenciarios designan como sujetos posibles de ser enseñados.

En el otro caso, la vulnerabilidad del “cuerpo visita” supone “ponerse en el lugar del otro”, en tanto se atraviesan subjetivamente las violencias a la que están expuestas las personas que ingresan para visitar a los allí alojados. Aunque los lugares demarcados para “las visitas” están también pautados y son controlados, la posibilidad de interacción con los internos es más fluida, puesto que se habilita el acercamiento a todos los internos que se encuentran en los salones destinados para el encuentro con los familiares y amigos.

Relativizar la idea de “institución total” nos permite tornar porosos los límites innegables entre estar “adentro” y venir “de afuera”, desde cualquier posición que se construya ese “afuera”. En otras palabras, si bien es obvio que hay claras diferencias entre estar preso y no estarlo, las regulaciones y las representaciones de la cárcel se extienden, dicho de modo figurativo, como los tentáculos de un pulpo lo hacen hacia todos los que no pertenecemos a la misma. De esta manera, podemos analizar las incomodidades, la vergüenza, el miedo, la sensación de encierro al escuchar el ruido de los cerrojos y al observar el perímetro, la incertidumbre de no saber en qué momento estábamos siendo observados (Foucault, 2012). A partir de estas sensaciones y emociones que vivimos, y a pesar de las diferencias de nuestros ingresos, podemos reflexionar sobre cómo el control institucional traspasa las fronteras físicas y simbólicas del encierro.

Bibliografía

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Liberatori, Marina (2016). El mal que puede volver. Antropología de los sentidos sobre el mal, experiencias con santos populares y relaciones sociales en villa La Tela (Córdoba). MIMEO. Tesis de Doctorado en Ciencias Antropológicas. Universidad Nacional de Córdoba.

Maduri, Martín (2015). Sin berretines: sociabilidad y movilidad intramuros. Una mirada etnográfica al interior de la prisión. MIMEO. Tesis de Licenciatura en Sociología. Universidad Nacional de San Martín.

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Rosaldo, Renato (2000). Cultura y verdad. Nueva propuesta de análisis social. Méjico, Grijalbo.

1.

CONICET- Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Instituto de Antropología de Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba. E-mail: marinaliberatori@gmail.com

2.

SECYT-Secretaría de Ciencia y Tecnología, Instituto de Antropología de Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba.

3.

Cachumba es un grupo de música de cuarteto cordobés que nació en el año 1994. Sus letras son muy escuchadas en villas y barrios “populares”, como así también es usual la asistencia de los jóvenes a los bailes y presentaciones del mismo.

4.

El Comando de Acción Preventiva (CAP) fue implementado por el gobierno de José Manuel de la Sota en año 2003. La misión de esta fuerza de seguridad es prevenir el delito antes de que acontezca, amparado en el Código de Faltas, hoy devenido en Código de Convivencia. Ambas figuras otorgan poder a la fuerza policial para detener y demorar a una persona, es decir, para juzgar a un presunto delincuente a espaldas de la justicia.

5.

Para el doctorado en Ciencias Antropológicas (FFyH-UNC) realizo una indagación de la violencia institucional a través de las muertes que se producen al interior de los centros de detención, problematizando aquellos casos que son definidos como suicidios.

6.

Debido a un contrato de confidencialidad que solicita la no difusión de cualquier tipo de información es que hemos decidido omitir datos concretos sobre el convenio y las partes que lo integran. Dicho pacto de confidencialidad les fue impuesto a los talleristas y profesores que participan de ese convenio por parte de la coordinadora general del taller y de las autoridades de ambas instituciones.

7.

El art. 40 de la Ley de Ejecución Penal señala que las personas detenidas que estudien podrán acceder al denominado “estímulo educativo”, consistente en la reducción de las distintas fases y períodos de la progresividad del sistema penitenciario. La realización y aprobación del taller de Derechos Humanos permite la reducción de hasta dos meses de pena.

8.

El carnet de visitas es obligatorio para que los familiares puedan ingresar a ver a los reclusos. Se tramita llevando algunos requisitos, tales como DNI, libreta de familia o de matrimonio o certificado de convivencia expedido en una comisaría. También es requerida una foto carnet y, en el caso de las esposas y concubinas, un certificado otorgado en una entidad de salud pública donde se especifique si la señora es o no es portadora de VIH. Por último, es necesario una copia del DNI del recluso. Los familiares pueden entrar algunas veces sin este carnet, pero son mirados con mala cara por los guardia-cárceles, dada la obligatoriedad de este trámite.

9.

Son los internos los que deben autorizar las visitas. Ese día de visita general, cada recluso puede autorizar a un amigo para que lo vaya a ver.

10.

Brígida en términos nativos quiere decir que es ruda, mala, con mal genio.