Etnografías
Contemporáneas
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ISSN 2451-7925

#8 | Etnografías del encierro

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La economía del conocimiento y sus culturas

Tecnologías neoliberales y reterritorializaciones en América Latina

Por Rosemary J. Coombe11. Esta obra cae (…)

Licencia CC 4.0Esta obra cae bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional © Rosemary J. Coombe, York University. Publicación original del artículo “The knowledge economy and its cultures Neoliberal technologies and Latin American reterritorializations”, HAU Journal of Ethnographic Theory (6) 3, 2016, pp. 247-275. Etnografías Contemporáneas agradece al equipo editorial de la Revista HAU y a la autora por ceder los derechos del artículo para su publicación en español.

Resumen

Los bienes culturales son cada vez más significativos bajo las condiciones neoliberales de la restructuración regulatoria que favorecen la inversión en capital informacional en las llamadas “economías del conocimiento”. La argumentación de este artículo se presenta como un análisis crítico y multiescalar de la reciente investigación etnográfica en contextos latinoamericanos en los cuales podemos reconocer las maneras y medios a través de los cuales el comercio internacional, la propiedad intelectual y los regímenes de la biodiversidad han influido en las representaciones y la administración del conocimiento efectuando nuevas formas de espacialización. Colectivos sociales indígenas constituidos como comunidades autogerenciadas han adoptado actitudes de posesión, si no necesariamente de propiedad, respecto del conocimiento tradicional, los recursos genéticos de las plantas y las fuentes alimentarias, y han aprendido a marcar los bienes y los servicios de modo que se puedan identificar las condiciones culturalmente específicas de su origen. Pero en la medida en que las comunidades culturizadas se convierten en súbditos del gobierno neoliberal, son invitadas a proyectar sus capacidades distintivas de modo que se vuelvan económica y políticamente legibles para los nuevos interlocutores. Esto ha provocado nuevas formas de reflexión en torno a las capacidades, bienes, valores y normas, y ha provisto nuevas fuentes de luchas fundadas en los derechos en un campo emergente de políticas culturales, en el cual el multiculturalismo se vernaculariza en mercados más arraigados y sitios políticos más pluralistas.
Palabras clave: Biodiversidad, Propiedad cultural, Propiedad intelectual, Conocimiento tradicional, América Latina.

Abstract

Cultural goods are increasingly significant under neoliberal conditions of regulatory restructuring that favor investments in informational capital in so-called “knowledge economies.” The argument is presented through a critical multiscalar survey of recent ethnographic research in Latin American contexts in which we can trace the ways and means through which international trade, intellectual property, and biodiversity regimes have influenced representations and management of knowledge to effect new forms of spatialization. Indigenous social collectives constituted as self-managing communities have embraced possessive, if not necessarily proprietary, attitudes toward traditional knowledge, plant genetic resources, and food sources, learning to mark goods and services to indicate culturally specific conditions of origin. As culturalized communities become subjects of neoliberal government, however, they are called upon to project their distinctive assets so as to make them politically and economically legible to new interlocutors. This has provoked new forms of reflexivity around assets, goods, values, and norms, and provided new resources for rights-based struggles in an emerging field of cultural politics in which neoliberal multiculturalism is vernacularized in more embedded markets and more pluralist polities.
Key words: Biodiversity, Cultural Property, Intelectual Property, Traditional Knowledge, Latin America.

 

Durante mucho tiempo, los antropólogos lingüistas han intentado comprender “cómo las nociones de diferencia se ven imbricadas en los proyectos de mercado” (Reyes 2014: 370) y la diversificación de las formas y los valores de la mercancía en las economías del conocimiento contemporáneas. En este artículo, prolongo esta línea de investigación mediante la exploración de los modos en que se han retomado en América Latina en el último cuarto de siglo las formas legales y políticas del capitalismo informacional que suministran los regímenes de políticas globales que valorizan la diversidad lingüística y cultural.22. Este ensayo no (…) Esta era estuvo marcada por una gran expansión de los regímenes de comercio global; la ampliación de los derechos de propiedad intelectual (PI) con vigencia internacional para proteger los recursos genéticos y reconocer el conocimiento tradicional (CT); nuevas protecciones ambientales para la diversidad biológica; y proyectos de desarrollo transnacionales que buscaban enmarcar el conocimiento cultural como bienes patrimoniales. En el proceso, se han configurado en términos neoliberales grupos sociales indígenas como comunidades responsables poseedoras de derechos de propiedad sobre recursos que están cada vez más motivados para culturizar.

Este ensayo está en deuda con el trabajo pionero de Susan Gal, el cual nos movió a considerar más cuidadosamente cómo logra lingüísticamente la mercantilización cultural, prestando atención a las políticas de las ideologías del lenguaje, la relación dialéctica entre discursos hegemónicos y contrahegemónicos y el trabajo de traducción, bajo condiciones que valorizan la diversidad (Gal 1989, 2015; Gal & Irvine 2000). Encaro este desafío mediante la consideración de la fuerza constitutiva del lenguaje y la práctica lingüística en la expansión del capitalismo informacional. El lenguaje se ha convertido en un objeto de intervención gubernamental y un apoderado o índice legitimador para localizar y afirmar formas de distinción cultural. La introducción de las economías del conocimiento es lograda mediante tecnologías gubernamentales neoliberales que funcionan como géneros especializados para manejar la diversidad cultural como un recurso. Dichos géneros ofrecen oportunidades retóricas y tecnológicas para expresar formas colectivas de autonomía que desafían la lógica neoliberal del capitalismo informacional. Por otra parte, cuando el lenguaje se convierte en una medida significativa de diversidad, los términos semánticos devienen símbolos clave en disputas políticas por definir los significados y objetivos del gobierno cultural de la comunidad. En última instancia, sugiero que necesitamos menos crítica distanciada de las relaciones entre neoliberalismo e identidades culturales y más trabajo etnográfico que explore el espacio abierto por las políticas de la economía del conocimiento y las potencialidades de las formas neoliberales de gobierno para proyectos subalternos situados.

La argumentación de este artículo no está construida sobre un estudio de caso particular, sino a través de un sondeo crítico multiescalar de investigaciones etnográficas recientes en contextos latinoamericanos en los cuales podemos rastrear los modos y medios a través de los cuales los regímenes internacionales de comercio, biodiversidad y PI han modelado representaciones y la administración del conocimiento cultural generando nuevas formas de territorialización regional. El análisis procede de un modo cronológico, de explicaciones más teóricas del neoliberalismo y cambios generales globales tempranos en las normas de política, a la exploración de las maneras en que estos fueron retomados en proyectos transnacionales situados en América Latina, adaptados a cuestiones específicas, y utilizados para articular nuevas formas de autonomía. Debería resultar claro que la relación entre normas de política global y proyectos locales nunca es unidireccional: las normas, protocolos y tecnologías comunitarias frecuentemente alcanzan a su vez una escala que les permite influir en las prácticas de política transnacional.

Procedo del siguiente modo. Primero, sitúo estos desarrollos generales en una economía política global cambiante caracterizada por la reestructuración regulatoria y la necesidad de nuevas tecnologías de subjetivación en el llamado “neoliberalismo diferenciado” (Brenner, Peck & Theodore, 2010), sugiriendo que las extensiones de la forma de la mercancía hacia campos culturales locales promueven nuevas formas de articulación y afirmación política, y ofrezco una visión de conjunto de estos procesos en América Latina. Presento prácticas de etnodesarrollo motivadas internacionalmente a comienzos de la década de 1990, las cuales estandarizaron las prácticas para hacer legible la cultura, y sugiero que las potencialidades de estas tecnologías fueron adaptadas en luchas fundadas en los derechos para promover aspiraciones de desarrollo indígenas alternativas e influyentes. Luego, sintetizo cómo los procesos de expansión global de la PI (incluyendo la incorporación de recursos de la genética de las plantas y el potencial reconocimiento del CT) fueron resistidos en la región por pueblos indígenas cada vez más organizados. Al mismo tiempo, muestro cómo la investigación científica y las políticas de las ONG articularon nuevas configuraciones del lenguaje, la cultura y la diversidad genética para forjar el objeto político de la diversidad biocultural -una forma híbrida que combinó bienes naturales, culturales e informacionales en un ensamble dinámico y permitió que las prácticas y protocolos culturales indígenas se convirtieran en modelos internacionalmente significativos para gobiernos y políticas locales. Por último, muestro cómo las indicaciones geográficas y otras marcas que indican condiciones de origen (MICO) –vehículos de la PI que funcionan mediante géneros de discurso usados para diferenciar bienes en los mercados- ahora son utilizados para comunicar normas y valores alternativos en nuevas formas de diferenciación territorial regional–.

Neoliberalismo, gubernamentalidad y la comunidad cultural

Los académico críticos entienden cada vez más al neoliberalismo no como una ideología o un proceso de retirada del Estado, sino como una reconfiguración del Estado mediante proyectos de reestructuración regulatoria en los cuales nuevas autoridades ejercen poderes gubernamentales (Braithwaite 2008; Grabosky 2013; Drahos 2014), lo cual tiende a intensificar el desarrollo desigual y a crear nuevas formas de territorialización (Brenner, Peck, & Theodore 2010: 184). Este “neoliberalismo diferenciado” enfatiza las relaciones basadas en el mercado -propiedad, contrato, y prácticas intensificadas de estandarización, certificación e inspección, que dan lugar a formas interrelacionadas de intercambio global y gobierno local- en las cuales el gobierno efectivo es medido a partir de la administración de bienes (Comaroff 2011). El neoliberalismo también está marcado por nuevas formas de subjetivación ya que las autoridades transnacionales convierten a los sujetos colectivos en blancos de poder gubernamental, al reconocer a las comunidades como sujetos responsables (Creed 2006; Miller & Rose 2008; Brenner, Peck & Theodore 2010; Rose & Miller 2010; Coombe 2011b; Coombe & Weiss 2015). El teórico de estudios culturales Tony Bennett identificó proféticamente el surgimiento en el siglo XXI de una forma constitutiva de racionalidad gubernamental enfocada en la movilización de comunidades autorreguladas cuyo vínculo con las identidades y los bienes culturales necesitaban ser cultivados (Bennett 2000: 1421–23).

Los bienes culturales son recursos cada vez más significativos (Coombe 2009) ante las condiciones de la reestructuración regulatoria que favorecen mejores inversiones en capital informacional -formas de bienes intangibles que pueden ser utilizados para la inversión, el intercambio y la captación de rentas en las economías de mercado. Los recursos comunicativos y los medios de reproducción social pueden ser entendidos como un capital social sobre el cual se debería invertir para promover nuevas formas de acumulación. La cultura se materializa y anima como una base de bienes que puede ser aprovechada competitivamente por las comunidades para comercializar lugares, bienes y experiencias distintivas. La apariencia de poseer distinción cultural también ofrece garantía para atraer inversiones de desarrollo y atraer la atención, lo cual exige con más urgencia hacer legibles los bienes culturales para nuevos públicos e interlocutores.

Al delinear algunos de los contornos de esta economía política de “cultura” comunitaria, respondo a la demanda más amplia de mayor especificidad en la antropología del neoliberalismo (Li 2007; Clarke 2008; Ferguson 2009; Gershon 2011). Si, en una corriente de la ciencia social, se percibe al neoliberalismo como transformando el modo en que se posee, produce, circula y legitima el conocimiento (Inda 2005), en otras este es explorado como una historia de tecnologías gubernamentales (Busch 2010). Aquí exploro una intersección particular de estas tendencias, en ámbitos en los que el conocimiento cultural es aprovechado mediante nuevas tecnologías de subjetivación (Ong 2007; Hilgers 2010), disponibles en ámbitos internacionales de la política. Como argumenté en otro lugar, sin embargo, los principios de la política internacional y los medios tecnológicos mediante los cuales son ampliados pueden ser adoptados y adaptados por movimientos sociales y comunidades recientemente “empoderadas” que pueden usar estas tecnologías gubernamentales para afirmar aspiraciones e imaginarios que exceden un cálculo neoliberal (Coombe 2011a, 2011b, 2017; Coombe & Weiss 2015).

Estos proyectos de gubernamentalidad son llevados a cabo mediante instituciones de alcance global y las redes de activismo transnacionales. Este trabajo no es llevado a cabo primordialmente por los Estados (los cuales a menudo se oponen a la implementación de dichas políticas), sino por organizaciones multilaterales, ONG, y nuevos movimientos sociales, que juegan papeles constitutivos en los procesos mediante los cuales las personas se llegan a identificar como indígenas, y comprenden que son poseedoras de CT o que constituyen comunidades locales culturalmente distintivas (Coombe, Malik, & Griebel 2017). Los recursos culturales son evaluados, monitoreados, inventariados, y certificados como nuevos bienes, servicios y mercados por agentes multilaterales, ONG locales y transnacionales, nuevos movimientos sociales y poderes tanto empresariales como estatales. La extensión de los derechos de propiedad a nuevas formas de mercantilización permite -a la vez que puede servir para obstruir- la integración al mercado global; los esfuerzos por integrar relaciones universalizadas de intercambio fundadas en el mercado a menudo se enfrentan con nuevas afirmaciones de especificidad local, autonomía y movimientos de base local (Prudham & Coleman 2011) en el doble movimiento de la mercancía (Polanyi [1944] 2003).

El neoliberalismo de América Latina, por ejemplo, fue asociado con un mayor fortalecimiento del gobierno municipal, la organización de la comunidad y las instituciones colectivas, y fue vinculado con ámbitos transnacionales de poderes conectados en red. Esta redistribución formal del gobierno no “empoderó” necesariamente a los agentes locales, ya que un énfasis demasiado grande sobre las comunidades responsables también podía legitimar devoluciones de poder que conllevaban marginalización y abandono social (Hale 2011). Los procesos de descentralización, sin embargo, cuando estaban acompañados de fuentes transnacionales de sostén e instrumentos fundados en los derechos, también ofrecieron oportunidades para que las comunidades desafiaran las ortodoxias neoliberales, establecieran mayor autonomía social, expresaran y modelaran nuevas formas de ciudadanía, y reivindicaran controles locales sobre procesos de mercado en economías más integradas.

Las organizaciones comunitarias en América Latina (a menudo vinculadas a los nuevos movimientos sociales que promueven discusiones políticas de participación colectiva) se volvieron más poderosas en todos los niveles de la toma de decisiones. Los marcos regulatorios neoliberales fueron resocializados para forjar instituciones para “el intercambio de información, la transferencia de políticas y la construcción de instituciones que desafiaban la ortodoxia neoliberal a través de las alianzas orientadas hacia modelos alternativos, socialdemocráticos y/o ecosocialistas” (Yates & Bakker 2013: 76–77). Las alianzas multisectoriales y multiescalares también reestablecieron la legitimidad de formas de tecnología y gobierno arraigadas en culturas andinas, amazónicas y de otras regiones, mediante el rechazo del desarrollismo moderno, lo cual simultáneamente reconfiguró la ciudadanía en líneas pluriculturales (p. ej., Rappaport 2005; Escobar 2008; Gow 2008; Osco 2010; Walsh 2010; Erazo 2013; Natera 2013; Yates 2014; Shepherd 2010).

Estos ejemplos ilustran cómo los esfuerzos por expandir las relaciones de mercado sobre zonas de vida culturalmente definidas tienden a incitar nuevas formas de lucha, movilización del conocimiento y formación de la identidad. Somos testigos de una proliferación de proyectos de reterritorialización que son legitimados sobre la base de la diferencia cultural y motivados por principios de políticas globales en los que los sujetos colectivos se vuelven legibles como “comunidades” que mantienen bienes distintivos (Coombe 2011a, 2011b). En estos contextos, los discursos y las prácticas fundados en los derechos proveen recursos y estrategias normativas con los cuales expresar la experiencia que tienen las personas de los límites de la gubernamentalidad liberal (Coombe 2007; Li 2007; Goldstein 2012; Kingfisher & Maskovsky 2008), en especial en cuanto estas cumplen con sus demandas de participación.

Propiedades culturales y tecnologías de legibilidad cultural

Irónicamente, la preocupación por preservar y mantener la “diversidad” frente a las fuerzas de una homogeneización global imaginada ha dotado de legitimidad a un nuevo arsenal de tecnologías de la estandarización (Busch 2011): los estándares proporcionan unos mecanismos significativos para gobernar a distancia (Gibbon & Henriksen 2012; V. Higgens & Larner 2012) que crean “un campo particular de visibilidad” (Miller & O’ Leary 1997: 239) y proveen “una plataforma para nuevas formas de autopresentación y autoevaluación” (W. Higgens & Hallstrom 2007: 685). Esto se hizo especialmente evidente en el reconocimiento por parte del Banco Mundial de los derechos, territorios y culturas de personas indígenas en América Latina a principios de la década de 1990 y las subsecuentes inversiones por parte de aquel en “etnodesarrollo” (Andolina, Radcliffe, & Laurie 2009). Basándose en investigaciones que proponían el desarrollo participativo utilizando la fuerza de los movimientos políticos comunitarios de América Latina, el Banco Mundial movilizó pueblos indígenas y apuntó sus inversiones a la cultura indígena como un medio de aliviar la pobreza rural.

Los primeros proyectos financiados por el Banco Mundial identificaron, demarcaron y registraron tierras indígenas mediante procesos que reconocían las identificaciones, la organización y la reafirmación cultural indígenas ya existentes, a la vez que alentaban otras nuevas. El primero de estos fue el Proyecto de Desarrollo de los Pueblos Indígenas y Afroecuatorianos de Ecuador de 1995, que implicó el desarrollo de capacidades locales, la regularización de la posesión de tierras, y actividades de herencia cultural. Se mapearon comunidades distintivas utilizando el lenguaje, la localización geográfica, la autoidentificación y la afiliación a una organización indígena local como indicadores de la diferencia reconocida. Los directores del proyecto indagaron con cuales bienes se identificaba la gente, comprometieron a las personas a establecer estándares de calidad para estos, identificaron canales de comercialización, y alentaron a las comunidades a poner marcas, certificados de origen o denominaciones protegidas en estos bienes. Las ONG diseñaron ejercicios de capacitación en torno a la planificación participativa y la administración de proyectos, así como ejercicios de desarrollo comunitario, etnografía y destrezas comunicacionales, con el objeto de crear una generación de líderes para mantener y reproducir estos proyectos. Los procedimientos y los parámetros de estos proyectos son ahora estándar y actualmente se reproducen a escala global a medida que se nombran y mapean más pueblos culturalmente diversos, se recolecta su conocimiento y se transforman sus productos “tradicionales” en bienes que podrían ser “protegidos” mediante la PI.

Estos proyectos fueron generalmente considerados exitosos por los expertos cuando estaban vinculados a la conservación del medio ambiente y confirmaban el conocimiento ambiental tradicional (CAT) de los pueblos indígenas en la administración de los recursos naturales (Davis & Partridge 1999). Los científicos sociales en un primer momento desestimaron la mayoría de las formas del etnodesarrollo al considerarlas como medidas despolitizadas del “multiculturalismo neoliberal” (Hale 2002, 2004) -esfuerzos de comercialización cultural que se centraban en bienes indígenas como formas de capital social en manos de sujetos que fueron formados como emprendedores por expertos externos (Colloredo-Mansfeld 1998; Andolina, Radcliffe, & Laurie 2009; DeHart 2010), que no atendían cuestiones de racismo estructural. En respuesta, los pueblos indígenas -y los antropólogos que los apoyaban (p. ej., Rhoades 2006)- popularizaron el término alternativo “desarrollo con identidad”, un concepto que se relacionaba más claramente con los derechos colectivos de autodeterminación que evolucionaban simultáneamente en las negociaciones internacionales por los derechos indígenas (Tauli-Corpuz 2008).

Desde el comienzo de siglo, el neoliberalismo ha sido significativamente “discontinuado” en América Latina (Goodale & Postero 2013) por proyectos políticos utópicos que redirigen las economías de mercado hacia las preocupaciones sociales y reaniman las políticas participativas “mediante procesos de autodeterminación cultural en una variedad de escalas” (Yates & Bakker 2013: 70). Estos a menudo involucran una revitalización de formas políticas “tradicionales”, incluyendo la centralidad del ayllu en la reforma de la tierra, conceptos de comunicación intercultural en la ciudadanía, modelos comunitarios de trabajo y modelos estructuralistas de reciprocidad social simbólica entre comunidades mediante redes de conocimiento regional. Ya sea que estos procesos sean considerados “posneoliberales” (Postero 2007; Escobar 2010; Gustafson & Fabricant 2011) o solo expresiones particulares de las maneras en que el neoliberalismo se ha “desenvuelto” en América Latina, es evidente que están surgiendo nuevos imaginarios políticos y territorializaciones bajo las condiciones del capital informacional y sus estandarizaciones.

En estas transformaciones se encuentran en funcionamiento potencialidades tecnológicas, así como también agendas políticas. En su discusión acerca de las luchas campesinas por los derechos sobre la tierra en el Paraguay rural, Kregg Hetherington (2011) reflexiona sobre la primacía que se da a la información en las prácticas de desarrollo y gobierno neoliberales, en las cuales las promesas de transparencia y de rendición de cuentas han mantenido su vitalidad mientras que otros aspectos del neoliberalismo han perdido fuerza. Bajo la “economía de la información”, la democracia y el capitalismo son ámbitos en los que las elecciones racionales que son hechas con información plena y transparente dan como resultado opciones sociales óptimas. La información, sin embargo, no consiste simplemente en un conocimiento abstraído del contexto en el que es creado; “es conocimiento en forma de mercancía” (ibid.: 5). El discurso en el que está presente la información adopta modelos coloniales, representacionales, tales como el mapeo, la catalogación, el registro y el archivo. Como las nuevas tecnologías habilitan nuevos medios de obtención de información para nuevas formas de acumulación de capital, la demanda de representaciones transparentes se ha multiplicado. En lugar de criticar la lógica representacional, Hetherington sugiere que “la tratemos como un hecho social, como parte del modo en que gran parte del mundo explica ahora lo real, construye relaciones sociales e instituciones, y sueña con lo posible” (ibid.: 7). Sus informantes campesinos no se oponían a ideas de transparencia o reforma burocrática, sino que las asumían, adoptando nuevas prácticas políticas mediante las cuales se insinuaban a sí mismos en este mismo proceso.

Las gubernamentalidades neoliberales “se obsesionan con los elementos técnicos del uso de documentos, con el desarrollo de mejores registros, mejores bases de datos, protocolos optimizados” (ibid.: 235 n. 17), precisamente, sugiero, a causa de la redistribución de la autoridad regulativa entre agencias públicas y privadas en múltiples escalas. Los antropólogos del neoliberalismo han abordado por mucho tiempo la reconfiguración de los poderes estatales a través del reconocimiento de las tecnologías gubernamentales (p. ej., Ong 2007) -programas rutinarios, cálculos, aparatos, técnicas, formas de examinación y procesos de evaluación, mediante los cuales se consigue “gobernar a distancia”. Esta tendencia es sin dudas evidente en los regímenes transnacionales por los cuales están regidos ahora los bienes informacionales como la biodiversidad y el CAT. Si se reclama a los Estados que ofrezcan mapas e inventarios comprobados de sus recursos de diversidad, también se espera, y a veces se requiere, que las comunidades hagan legibles para otros sus peculiaridades culturales.

El diseño y la utilización de inventarios de plantas, la certificación de especies, los contramapeos culturales, los registros del CAT, y las bases de datos de herencias son solo algunos de los géneros mediante los cuales se representan los recursos culturales y se hace legible la distinción cultural en formas propias del poder gubernamental. Ordenar a otros a “escribir las cosas y contarlas” es ejercer una forma de gobierno por medio de tecnologías (Rose & Miller 2010: 285) y géneros que ofrecen medios predecibles de organizar el conocimiento para su presentación y circulación (Gershon 2017: ch. 2). El uso de las tecnologías para estos propósitos invariablemente involucra a otras autoridades y experticias que amplían tanto las redes como las normas. Cuando los residentes de una localidad realizan la medición de su patrimonio, sus tradiciones, costumbres e identidades, inevitablemente se involucran en un proceso reflexivo y normativo. Por otro lado, la exigencia de procesos políticos participativos por parte de instituciones globales y donantes motivan discusiones que tienden a incitar a las comunidades a hacer que sus normas colectivas de gobierno sean más legibles para ellas mismas y a hacer más viables las proyecciones de legitimidad política de la comunidad. En la medida en que el capital informacional invita a la adopción de relaciones posesivas y competitivas con los bienes culturales, también estimula las consideraciones políticas en torno a los tipos de legibilidad que limitan o propician la operatoria de la comunidad. Lejos de estabilizar la información o excluir la política, las redes técnicas crean nuevos espacios para la protesta (Hetherington 2011: 8).

Los proyectos neoliberales para proteger o salvaguardar la cultura, entonces, no son meramente procesos que consisten en mercantilizar o “privatizar” un patrimonio común de bienes simbólicos, sino que involucran formas de entificación, textualización y estandarización consolidadas en géneros característicos y ejercitadas mediante nuevas formas de tecnología gubernamental. Los antropólogos se han visto urgidos a examinar el modo en que son utilizadas las tecnologías gubernamentales neoliberales, puesto que, como sugiere James Ferguson, estas pueden ser utilizadas de otro modo, “readaptadas y puestas a trabajar al servicio de proyectos políticos muy diferentes de aquellos que se asocian actualmente con esa palabra” (2009:183).

Los sujetos comunitarios y sus propiedades se vuelven legibles para diversas autoridades a través de tecnologías que pueden ser apropiadas para nuevos fines. Además, estas tecnologías vernacularizadas pueden “alcanzar escala” y trasladarse, puesto que los cuerpos internacionales encargados de configurar políticas buscan las “mejores prácticas” de las comunidades, reunidas y diseminadas mediante “mecanismos de centro de intercambios” para mostrar que los objetivos de la política han sido alcanzados. A menudo esto implica diseminar protocolos y herramientas estandarizados pero adaptables para manejar relaciones de intercambio de conocimientos. Esto fue especialmente evidente en los procesos mediante los cuales el CT simultáneamente se convirtió en un objeto de políticas que atrajo intervenciones gubernamentales y en un vehículo de afirmación política.

La propiedad intelectual y sus imbricaciones tradicionales

El capital informacional descansa sobre una arquitectura legal específica que privilegia los bienes fundados en el conocimiento que están protegidos como PI en regímenes de intercambio global (Drahos con Braithwaite 2002; Drahos 2005; May 2010; Drahos 2014), comenzando por la Organización Mundial del Comercio (OMC). Al considerar los bienes culturales, el aspecto más significativo de la OMC fue su incorporación del Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (Acuerdo sobre los ADPIC) de 1994, que dio comienzo a un proceso de “despliegue” global de una serie de los llamados estándares mínimos de protección de la PI, los cuales luego fueron ampliados en futuros acuerdos bilaterales de comercio. Una de las grandes ironías y contradicciones fundacionales del neoliberalismo consiste en que la competencia que promociona no se apoya en un mercado más libre, sino en el aumento de protecciones a los monopolios de los bienes de conocimiento.

La PI protegida en su comercialización, junto con nuevas y poderosas tecnologías digitales y genéticas, aseguraron la ampliación de las relaciones de intercambio mercantilizadas a nuevas esferas de la vida y la subsistencia (Busch 2010). Desde la medicina hasta la agricultura, distintos campos han sido transformados, a la vez que la percepción de la homogeneización global y la prospectiva empresarial han generado una nueva atención sobre las especificidades de las tradiciones locales y el CT. Las consecuencias negativas a nivel económico, social, sanitario y cultural de estas nuevas formas de mercantilización fueron rápidamente denunciadas; los contramovimientos sociales insistieron en que la PI no debería estar enteramente gobernada por consideraciones económicas. La Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI) se vio bajo nuevas presiones por parte de los gobiernos de países en desarrollo, de otros instituciones de las NU, y de ONG que insistieron que la PI debía ser adaptada para cumplir con una mayor extensión de objetivos de derechos humanos y compromisos con el desarrollo global. La OMPI se aplicó a la tarea de hacer que la PI fuera relevante para comunidades cuyo trabajo e innovación creativos y colectivos había estado fuera de su alcance. La conveniencia de adaptar la PI a las necesidades de las llamadas comunidades tradicionales atrajo una considerable atención antropológica crítica. No tengo la intención de ponderar posiciones en ese debate, cuyos méritos han sido sobrepasados por eventos en el terreno. En cambio, quiero sugerir que los modos en los que la OMPI encaró la necesidad de proteger el CT y asegurar “el acceso y la distribución de beneficios” bajo el Convenio sobre la Diversidad Biológica (CDB), a la vez que recurría a “nuevos beneficiarios” para tomar en cuenta sus medios habituales de administrar los recursos fundados en el conocimiento, fueron estrategias complementarias de gobiernos neoliberales.

Los primeros esfuerzos de la OMPI parecían estar dedicados a asegurar que los objetivos del CDB fueran operados en términos contractuales, los cuales privilegiaban los intercambios de mercado entre corporaciones, instituciones estatales y comunidades. Una vez que se hizo evidente que los vehículos convencionales de la PI eran inapropiados para abarcar el CT, la organización envió “misiones de investigación” regionales para establecer las necesidades y las preocupaciones de los poseedores colectivos de los bienes del CT. Fundado en el año 2000, el Comité Intergubernamental sobre Propiedad Intelectual y Recursos Genéticos, Conocimientos Tradicionales y Folclore (CIG) comenzó a involucrar activamente a las comunidades como poseedoras de potencial PI en CT, así como de “expresiones culturales tradicionales” (antiguo dominio de la UNESCO bajo el rótulo de folclore). Los nuevos programas de la OMPI (p. ej., Programa de Entrenamiento en la Documentación de la Herencia Cultural Creativa y en la Administración de la PI y el Programa de Entrenamiento Regional para la Protección y Otorgamiento de Licencias del Conocimiento Tradicional) sirvieron para “empoderar” a las comunidades locales a la vez que se las constituía en clientes de su propia experticia. Surge una nueva lógica institucional de “gobernar a distancia” a través de la comunidad -grupos autonomizados situados y enrolados en el gobierno de sus “tradiciones” como recursos.

La investigación basada empíricamente en torno a estas actividades es escasa. Se ha acusado a la OMPI de promover un “emprendedorismo neotribal” (Farhat 2008) que probablemente genere nuevas y profundas inequidades entre comunidades en base a un esencialismo cultural. Esto, sin embargo, dota de poderes notables a una institución que carece de capacidad para implementar la ley y que posee pocos recursos para influir en las agendas estatales. Los opositores de los primeros esfuerzos del CDB y la OMPI suelen apreciar mucho el trabajo de Shane Greene sobre la “incorporación” de “los aguarunas” de la Amazonia peruana -en virtud de negociaciones relacionadas con la biodiversidad en lo tocante a su CAT (Greene 2004)- y el rango cambiante de esa identidad cultural, a medida que las personas se organizaban en escalas cada vez más grandes de legibilidad para conseguir las alianzas internacionales necesarias para forjar el primer “acuerdo de know-how” indígena en el mundo que suministrara ganancias compartidas en la forma de regalías a partir de las patentes resultantes. Las nuevas formas de definición, incorporación y deliberación comunitaria requeridas, las esperanzas inspiradas y las expectativas frustradas, las divisiones y las desilusiones, fueron presentadas y leídas por los críticos como una gran tragicomedia que revelaba los disparates de construir la identidad cultural y la artefactualidad tanto de la tradición como de la comunidad.

Los críticos de la bioprospección, sin embargo, raramente han comentado sobre el trabajo posterior de Greene (2009), en el cual reflexiona con más empatía sobre este doloroso proceso de etnogénesis empresarial. Distanciándose de las críticas fáciles -de autoesencialismo indígena y victimización empresarial-, explora los medios mediante los cuales algunos líderes aguarunas “personalizaron” lo indígena y las posiciones del sujeto ambientalista puestas a su disposición a nivel internacional a través de actividades basadas en los derechos. Greene sugirió que estos se involucraron con formas neoliberales del capitalismo para expresar nuevas formas de ciudadanía cosmopolita inclusiva y solidaridades transnacionales que aceptaban algunos valores del mercado y resistían otros en la articulación de caminos hacia un futuro diseñado por ellos mismos. Un líder que parece ser un “esencializador cultural” oportunista en la primera explicación de Greene, aparece aquí como un hombre de Estado visionario que revitaliza hábilmente instituciones políticas tradicionales (como el ipaamamu) para lograr seguridad tanto en las redes promotoras de lo transnacional como en los mercados de la PI.

Los pueblos indígenas del Amazonas y los Andes estuvieron bien representados en las primeras discusiones de la OMPI y el CDB a medida que sus distinciones culturales se convertían independientemente en lugares de inversiones estatales y de ONG. Como lo resume Patrick Wilson, el multiculturalismo neoliberal en América Latina se articuló mediante prácticas estatales y de ONG que reconfiguraron “comunidades” culturizadas identificadas con los paisajes. La investigación etnográfica ha vinculado el surgimiento de movimientos sociales indígenas con las reformas neoliberales que cristalizaron alrededor de identidades culturales compartidas para explotar las incoherencias y oportunidades en las prácticas estatales neoliberales [de tal manera que] los derechos indígenas parecían ser una herramienta efectiva para la resistencia colectiva a las políticas neoliberales” (2008:128). En Ecuador, los gobiernos locales hicieron de los pueblos indígenas históricamente marginados, comunidades necesitadas de servicios de infraestructura. Hicieron esto especialmente con aquellas comunidades indígenas del Amazonas que parecían tener el mejor capital social para montar emprendimientos de “ecoetnoturismo” (Hutchins 2007). Las comunidades rurales pasaron a competir por la atención en términos de sus capacidades para el desarrollo sustentable mediante la demostración de su compromiso con la inversión en la diferencia cultural indígena. El Estado integró los discursos en favor de los derechos indígenas en regímenes de poder reterritorializado, que fueron mapeados a través de “grillas de inteligibilidad”, las cuales consolidaron paisajes culturales, atando a los pueblos indígenas a lugares disponibles para la inversión desarrollista. Wilson cita a un oficial municipal quien explicó que “los pueblos indígenas tienen cultura” y que “esta diferencia cultural convierte a los pueblos indígenas en recursos clave para el etnoecoturismo, el pilar para el desarrollo municipal” (2008:135). Otros habitantes indígenas “debieron ser reorientados a la producción artesanal y manual” (ibid.). Desde la perspectiva del Estado, la cultura indígena pasó a ser reducible a su valor de cambio marcado por la creación y la comercialización de mercancías sin tener en cuenta los patrones de parentesco o de subsistencia.

Los pueblos indígenas organizados de Ecuador, sin embargo, no son ajenos a las políticas neoliberales globales del medio ambiente. Estos han hecho alianzas transnacionales con ONG y han ayudado a articular principios internacionales de derechos indígenas durante casi veinticinco años. Es más, han resistido modelos de PI para su CT de un modo activo y organizado desde el comienzo de la década de 1990, a través de movimientos locales conectados mediante redes transnacionales, los cuales han asociado derechos de territorios, tierras y recursos, identidad cultural y sustentabilidad utilizando normas de desarrollo fundadas en los derechos (Coombe 2005). Por ejemplo, el involucramiento de la comunidad Kichwa de tierras bajas con el ecoturismo, tal como observa Frank Hutchins (2010), indigeniza al capitalismo al introducir formas comunitarias de propiedad y trabajo en sus emprendimientos y al promover reformas legales que reconocen sus proyectos colectivos.

Existen abundantes testimonios de la resistencia de los indígenas y otras comunidades a los modelos de PI destinados a proteger la biodiversidad, el CT y la herencia cultural. Al enfrentar estos conceptos en los proyectos de desarrollo, en los movimientos sociales ambientalistas y en las preocupaciones de las ONG, las comunidades encontraron nuevos modos de posicionarse en las rearticulaciones de las políticas. En los movimientos campesinos, se reclamaba el derecho de los granjeros a cultivar y guardar semillas, oponiéndose a la modificación genética de sus variedades locales y sus patentes y a los derechos de los cultivadores de plantas, a la vez que rechazaban argumentos de dominio público y herencia común que hubieran reducido sus contribuciones a mera información disponible para las acumulaciones de capitales por parte de otros. En cambio, ellos describieron su modo de trabajo como una tradición basada no en la posesión de, sino en las responsabilidades inalienables de la alimentación, en la cual el intercambio de semillas era representado como una forma de diálogo intercultural. Estos movimientos -que comenzaron como coaliciones de seguridad alimentaria, anticipando los peligros del Tratado de Libre Comercio de América del Norte y el Acuerdo sobre los ADPIC- tienen ahora alcance transnacional (Fitting 2014; Siniscalchi 2014; Thivit 2014; Wright 2008a, 2008b).

¿Socionaturalezas neoliberales? Valorar la diversidad biocultural

En los análisis de antropología lingüística se ha vuelto un lugar común, aunque necesario, afirmar que “la noción de culturas y sociedades como entidades discretas unidas ha dado paso a pensar acerca de fenómenos socioculturales en términos de flujos y redes, prácticas discursivas históricamente contingentes y bricolaje” (Graber 2015: 350). También es típico el reconocimiento de “fuertes ideologías del lenguaje que naturalizan vínculos entre un lenguaje discreto, un pueblo y un territorio” (ibid.: 351), así como también de preocupaciones por la muerte del lenguaje, su situación de riesgo y la diversidad lingüística (Black 2013), sin explorar su interrelación. Kathryn Graber sugiere que los otros (sin nombrar) adoptan “la diferencia lingüística como base para otros tipos de diferencia social y cultural”, otorgando mayor importancia a la diferencia lingüística que la que los académico Reconocen (2015: 352). De hecho, como veremos, estos imaginarios de diferencia lingüística habían tenido una influencia considerable en los contramovimientos emergentes opuestos a las medidas de conservación neoliberales.

Las instituciones multilaterales de regulación ambiental dominantes intentaron construir la biodiversidad como una divisa mundial sujeta a la supervisión internacional y el control científico, dominada por una lógica que suponía que conservarla requería que se la convirtiera en bienes y servicios con valor monetario (Turnhout, Waterton, Neves, & Buizer 2013). El reconocimiento por parte del CDB de que el CAT de las comunidades indígenas y locales era relevante para la conservación de la diversidad biológica puso por primera vez a esta en el lugar de un “recurso” que sería valorado de la mejor manera a través de mecanismos de mercado. De ahí vino el énfasis en obtener acceso a y compartir ganancias del desarrollo de recursos genéticos útiles en bienes (patentables), y en utilizar contratos fundados en el mercado para lograr esto. El control multinacional sobre plantas y especies se consolidó a través de bases de datos mantenidas bajo estricta reserva por empresas propietarias, mientras se ocultaban resultados de investigaciones para posibilitar el patentamiento de modificaciones genéticas en prácticas consideradas “biopiratería”. El interés global por la biodiversidad y el CAT amenazaba con ser fatal para los pueblos indígenas, a menos que estos se unieran en defensa de su propio conocimiento y sus medios de subsistencia (Agrawal 1995), un logro parcialmente alcanzado mediante el reconocimiento global de los derechos indígenas y las protestas de los movimientos transnacionales con respecto al crecimiento, el alcance y la duración de los derechos de la PI.

Las discusiones del CDB relacionadas con el CAT rápidamente se convirtieron en una plataforma progresista (McAfee 1999) para insistir sobre concepciones alternativas y más holísticas de la biodiversidad como resultado de diversos modos de entender el mundo natural fundados en diferentes modos de habitar los ecosistemas. Basándose en los estudios de Sapir-Whorf que muestran una conexión íntima entre las estructuras lingüísticas humanas y las percepciones del entorno, el área marginada de la ecolingüística33. Durante mucho (…) (Steffensen & Fill 2014) fue revitalizada en un famoso artículo presentado como apertura del IX Congreso Mundial de Lingüística Aplicada de 1990 (Halliday 2001). La crisis global de pérdida de biodiversidad fue vinculada a la pérdida de lenguaje, observación que fue bien recibida por científicos sociales y conservacionistas que clasificaban de modos independientes amenazas comunes a la diversidad cultural y biológica. Un trabajo de campo extenso, que mapeó las ecologías lingüísticas a principios de la década de 1990, influyó para que se diera apoyo a esta posición (Maffi 2005); las relaciones entre etnicidad y diversidad genética en cultivos adquirieron nueva importancia (p. ej., Brush & Perales 2007).

Los científicos ratificaron públicamente el vínculo inextricable entre diversidad cultural y biológica en la Declaración de Belén durante el Primer Congreso Internacional de Etnobiología de 1988, donde más de seiscientos biólogos, botánicos, conservacionistas y representantes indígenas crearon una alianza influyente. La ecología lingüística y la diversidad biocultural se fusionaron en la década de 1990 para dar forma a las medidas para proteger el CAT, entendidas como un asunto de derechos humanos. “Lenguajes en riesgo, Conocimiento en riesgo, Ambientes en riesgo” fue un congreso de 1996 que reunió a “académico y profesionales de las ciencias lingüísticas, sociales, del comportamiento y naturales, junto a miembros de pueblos indígenas”, para identificar caminos para la investigación de lo que se conoció como “diversidad biocultural” (Maffi 2005: 602). Las comunidades de académico de distintas disciplinas y una red comprometida de partidarios presentaron investigaciones para influir sobre las discusiones acerca de cuál sería el mejor modo de implementar el Artículo del CDB que obligaba a los Estados a proteger “el conocimiento, las innovaciones y las prácticas de comunidades indígenas y locales que encarnaban estilos de vida tradicionales relevantes para la conservación y el uso sustentable de la biodiversidad” (CDB 1992).

Se consideró que se necesitaba un segundo organismo para avanzar en estas negociaciones. Con sus primeras reuniones en 1998, el Grupo de Trabajo sobre el Artículo 8(j) del CDB fue uno de los primeros espacios internacionales en los que los pueblos indígenas tuvieron permitido participar como interlocutores por derecho propio (y en el que finalmente recibieron un subsidio financiero). Las discusiones subsiguientes son demasiado complejas para detallarlas aquí, pero los representantes de los pueblos indígenas rechazaron cada vez más los derechos de la PI a favor de medios in situ para proteger el CAT y la diversidad biológica. Se dio prioridad a principios para la administración de áreas conservadas por la comunidad, códigos de conducta para la investigación, formas de documentación de los conocimientos culturalmente adecuadas, criterios para la constatación de impactos, regímenes sui generis basados en el derecho consuetudinario indígena, el desarrollo de capacidades para mujeres indígenas, y proyectos de revitalización del lenguaje centrados en el paisaje. Para el año 2005, el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente había aceptado la diversidad lingüística y el número de hablantes de lenguajes indígenas como un indicador del estado actual del CT y sus innovaciones y prácticas, debido a la relación cercana entre lenguaje y CAT, con el fin de evaluar el progreso estatal hacia los objetivos de la conservación de la biodiversidad.

Estas negociaciones produjeron una amplia gama de tecnologías pensadas para llevar a cabo los proyectos fuertemente imbricados de protección de la biodiversidad, indicación de fuentes de recursos genéticos y compensación a los poseedores del CAT. Los sistemas de mensura científicos occidentales estandarizados que se utilizaban para medir y representar la biodiversidad fueron rechazados a causa de que no lograban captar adecuadamente las diferencias de percepción que estaban implicadas en el CAT (Baker et al. 2013). Los acuerdos en torno a la transferencia y el acceso al material y la división de ganancias, los ejercicios de mapeo de comunidades, las bases de datos del CAT, los bancos de germoplasmas, los inventarios de especies, el monitoreo participativo de actividades de subsistencia, y los protocolos bioculturales, fueron todos “tecnologías” neoliberales forjadas para hacer legible la vida socioecológica local para un espectro más amplio de actores (universidades, científicos, antropólogos, ONG solidarias, y sus donantes). Si la mayoría de estas fueron diseñadas originalmente con el fin de brindar información transparente para respaldar eventuales transacciones de mercado, pronto fueron rearticuladas como medios para afirmar los derechos y responsabilidades locales. De un modo significativo, los pueblos indígenas comenzaron a tomar una posesión más profunda de estos proyectos, afirmando no sólo sus derechos sino también sus obligaciones históricas de administrar la herencia biocultural en territorios resilientes. Estas articulaciones de autodeterminación colectiva combinaban recursos normativos retóricos de regímenes indígenas, ambientales, de conservación, de herencia y de derechos humanos en una diversidad de proyectos locales (Pretty et al. 2009).

De hecho, “el derecho a la responsabilidad” es evocado ahora para “promover a las ONG portadoras de deberes por justicia natural” que buscan empoderar a las comunidades para mantener entornos naturales resilientes y medios de subsistencia sustentables (Jonas & Jonas 2013), especialmente en regiones en las que los Estados no reconocen a aquellos con CAT como indígenas. El aumento del número de personas que se identifican como indígenas está estrechamente relacionado con los contramovimientos sociales crecientes que se oponen a las industrias extractivas (incluida la biotecnología), las reformas neoliberales de gobierno (Vadjunec, Schmink, & Greiner 2011), y el crecimiento del capital informacional en actividades de articulación política en las que el discurso legal, las tecnologías regulativas y las normas de derechos son retomadas de modos peculiares (Coombe 2017; Coombe, Malik & Griebel 2017).

Reterritorializaciones en América Latina

En cuanto la diversidad en el lenguaje devino representativa de la diversidad cultural, y nuevos géneros para organizar el conocimiento devinieron medios para la reconfiguración de la gubernamentalidad y la afirmación de la autonomía de las comunidades, se delinearon territorios híbridos naturales y culturales. Estas “socionaturalezas” (Bakker 2010: 728; Radcliffe 2016) han surgido en la coyuntura de la reestructuración regulatoria multiescalar y las dinámicas políticas locales. Ciertamente, los mercados y los representantes del mercado han sido utilizados como mecanismos de gobierno ambiental, lo cual implica mayor involucramiento empresarial en la posesión de recursos, ampliaciones de la PI, innovación biotecnológica, y la certificación de nuevos estándares en cadenas de mercaderías. Sin embargo, en la medida en que se comprendió que las propiedades biodiversas de los mundos naturales eran productos culturales de pueblos locales bajo el CDB, se expresaron también nuevas éticas de cuidados y conexiones afectivas al territorio (Yates & Bakker 2013). Los vínculos posesivos y emocionales con la administración del ecosistema pasaron a modelar las reterritorializaciones neoliberales de América Latina (cf. Coombe 2017).

El rechazo por parte de los movimientos internacionales de los derechos indígenas de los modelos asimilacionistas para el desarrollo y las tendencias bioculturales de preservación de la biodiversidad global son entendidas por los geógrafos de América Latina como contramovimientos a la mercantilización neoliberal (Anthias & Radcliffe 2015). Por ejemplo, en Bolivia, las relaciones mapeadas entre pueblos indígenas, lenguajes y biodiversidad justificaron nuevos proyectos de gobierno que legitimaron las autonomías comunitarias y dinamizaron las políticas indígenas. Si las áreas de conservación protegidas y los territorios comunales indígenas a veces se superponen, en la mayoría de los casos las TCO (Tierras Comunitarias Originales) son territorios fragmentados en los que los agentes no-indígenas ya están integrados, los reclamos por las fuentes de recursos son impugnados y las actividades extractivas continúan. El multiculturalismo neoliberal está presente en el modo en que las declaraciones de responsabilidad empresarial suman a las comunidades indígenas en nuevos mercados para productos tradicionales, las rentas por el gas son destinadas a proyectos de desarrollo rural fundados en el mercado, y el cobro por los servicios de ecosistema se vuelve un medio por el cual los territorios étnicos mantienen la viabilidad económica (ibid.: 264). Estas distribuciones por parte del Estado raramente proveen el tipo de autonomía que buscan los líderes indígenas, pero sirven como plataformas “para que continúen luchando por sus propias visiones, más sustantivas, del territorio”, las cuales incluyen “transformar las relaciones de poder coloniales, ejercer la soberanía sobre los recursos y aumentar la participación política” (ibid.: 267). Anthias y Radcliffe (ibid.) describen esto como uno de los muchos ejemplos de pueblos indígenas que se apropian de los espacios que permite el multiculturalismo neoliberal para reivindicar proyectos más radicales.

La gobernanza ambiental involucra cada vez más las reespacializaciones indígenas. Cuando el lenguaje se vuelve la medida de nuevas oportunidades, los términos semánticos adquieren una nueva relevancia política en todos los niveles de gobierno. Representándose ahora como un Estado indígena, el gobierno boliviano ha recogido conceptos lingüísticos indígenas como “vivir bien”, “buen vivir”, Sumaq Kawsay, Sumaq Qumana y Pachamama (Madre Tierra) en áreas tales como el cambio climático, la agrobiodiversidad, la administración de la conservación y la seguridad alimentaria (Zimmerer 2015). La adopción por parte del Estado de símbolos indígenas de legitimación y los planes de descolonización bajo el gobierno de Evo Morales pueden ser leídos como una cooptación del protagonismo de los movimientos sociales. De un modo similar, desde 2006, “buen vivir” ha sido una parte central de los objetivos de la política pública en Ecuador, los cuales tienen poca relación con las aspiraciones de los movimientos sociales basados en los modelos indígenas de sumak kawsey (vida en plenitud, en Kichwa). (Radcliffe 2012, 2015: 863). Los defensores de los derechos ambientales indígenas desafían el uso de estos términos lingüísticos asociados a los planes estatales de extracción de recursos nacionalizados y desarrollo de autopistas, haciendo de dichos términos símbolos clave para la política neoliberal de reterritorializaciones.

Los movimientos sociales andinos transnacionales en Bolivia, Perú y Ecuador utilizan ahora estos términos lingüísticos como expresiones de “sistemas de creencias holísticos o cosmovisiones alternativas basadas en el bienestar colectivo y las relaciones armónicas con la naturaleza” (Zimmerer 2015: 316), en los cuales las comunidades y los organismos no-humanos también son poseedores de derechos. Las ONG indígenas dedicadas a revitalizar las tecnologías tradicionales en el manejo de la biodiversidad influyeron en la jerarquización de estos términos en los movimientos transnacionales, enraizando “el significado de “vivir bien” en conceptos que, se argumentó, se asemejan a las perspectivas de la ecología política la protección ambiental con solidaridad social, el aprendizaje ecológico social anticipatorio para la adaptabilidad al cambio climático, y, más recientemente, una perspectiva basada en movimientos sociales sobre los derechos a la resiliencia biocultural” (ibid.: 316–17, se omiten las citas). Karl Zimmerer sugiere que casi todas las zonas de Bolivia reconocen la administración indígena de la diversidad biológica, ya que “el gobierno ambiental comunitario está relacionada con las redes de apoyo indígena” (ibid.: 322) formadas por fundaciones europeas, alianzas de movimientos sociales globales y ONG transnacionales. Sin embargo, las primeras formas del multiculturalismo neoliberal que descentralizaron poderes en favor de las comunidades han evolucionado de un modo tal que los agentes no-estatales usan los conceptos de “vivir bien” y Madre Tierra para influir en la dirección de la política nacional agrícola, los planes de seguridad alimentaria y las estrategias de investigación en cultivos (ibid.: 318).

Desde perspectivas más localizadas en los Andes ecuatorianos, los antropólogos reportan formas similares de reflexividad comunitaria intensificada en torno al conocimiento biocultural, las semillas, y los métodos de cultivo como bienes de herencia que deben ser revitalizados (Rhoades 2006). Esto se manifiesta en granjas de semillas, y huertos tales como La Granja del Futuro Ancestral establecida para retomar a cultivos “que son simbólicos para la recuperación de nuestras tradiciones” (Fueres, Flores & Ramos 2013: 111), la cual también revivió rituales de trabajo comunitario o mingas. Una nueva certificación en turismo, “Runa Tupari (“conozca un pueblo indígena”, en quechua), permite a las comunidades compartir sus cosmovisiones y sus vidas en la Pachamama (Madre Tierra) -una entidad que ahora tiene estatus constitucional en Ecuador.

La conservación in situ de los recursos de la genética de plantas en los Andes es reivindicada como una forma descolonizadora de repatriación-reparación cultural por la pérdida de germoplasma indígena sufrida bajo la larga hegemonía de prácticas agrícolas modernas globales que privilegiaban formas ex situ de conservación. Las socionaturalezas indígenas que vinculan lenguaje, territorio y mirada-sobre-el-mundo son propuestas como bases para “estrategias y tecnologías resilientes” para encarar cuestiones globales en torno al manejo del ecosistema, la seguridad social y el cambio climático (Gonzales 2013: 91). La administración de la diversidad biocultural local es una posición de un sujeto “no-tan-neoliberal” adoptada por comunidades en la región andina a la vez como una responsabilidad y como una oportunidad. A pesar de que se posicionan dentro de cosmologías indígenas, el abastecimiento comunal y el derecho consuetudinario, sería un error ver tales esfuerzos como ubicados completamente fuera de los circuitos de las mercancías. Tanto profesionales del desarrollo como líderes indígenas tienen esperanza de ubicar cultivos específicamente andinos en nichos de mercado, y las ONG internacionales y los programas nacionales están muy dedicados a la identificación, comercialización y empaquetado de cultivos indígenas (Rhoades 2013: 283), lo cual, como veremos, no es raro en la apropiación de capacidades neoliberales.

Muchas comunidades del Amazonas han utilizado también normas de derechos e ideales de protección de la herencia para forjar autonomías territoriales en las que sus responsabilidades ambientales están vinculadas a apoyos a la medicina tradicional, la educación bilingüe y el control sobre sitios arqueológicos que ofrecen oportunidades de ingresos (Hutchins & Wilson 2010; Vadjunic, Schmink, & Greiner 2011; Caruso 2014). Los líderes de la “nación Cofán” en el este de Ecuador se han posicionado como sujetos en cuanto son custodios de la Amazonia y poseen un conocimiento valioso como “cuidadores del bosque”, porque, afirman, “sin nuestros bosques, no somos más cofán” (Cepek 2011a). Diligentemente producen informes sobre la ecología de sus tierras natales y las actividades culturales que la mantienen (Cepek 2008, 2011a, 2011b).

El monitoreo de las extensas tierras que los cofán consideran sus territorios se sostiene mediante millones de dólares de donaciones internacionales. Este financiamiento, sin embargo, es acompañado de onerosas demandas de documentos probatorios que son casi imposibles de proveer en las economías informales del húmedo Amazonas. Los cofán se quejan de que los objetivos de la protección de la biodiversidad han sido sacrificados en favor del verdadero propósito de transformarlos en nuevos tipos de sujetos (Cepek 2011a). En resumen, están abrumados por la necesidad de hacer continuamente que su conservación de la diversidad sea genéricamente legible. Pueden preservar sus ecosistemas siguiendo los patrones cofán, pero deben hacerlo mediante vehículos estandarizados de transparencia y rendición de cuentas que se aplican “de igual modo” en las grandes ciudades de América del Norte y en regiones remotas de la selva. Para mantener su posición, han tenido que adoptar nuevos sistemas de mantenimiento de registros, censos de la vida silvestre, negocios de contratación comunitarios, prácticas de contabilidad bizantinas, y la creación de documentos probatorios que ellos experimentan como formas desconcertantes de disciplina. No todas las tecnologías liberales de gobierno pueden ser fácilmente transformadas o readaptadas.

El ambientalismo neoliberal ha simultáneamente permitido y obstruido las aspiraciones políticas de los cofán, pero su llegada tuvo un precio -y suscitó expectativas para los esfuerzos cuya compensación no siempre está disponible en la forma de salarios confiables. Los cofán han sido, en un sentido, “responsabilizados” como sujetos neoliberales, sin ser provistos de recursos que les garanticen medios de subsistencia. No es sorprendente que ellos intenten usar su designación como guardianes oficiales de las tierras protegidas federalmente (quienes tienen los mismos poderes que los guardaparques del gobierno) y los inventarios de la diversidad y los indicadores de resiliencia del paisaje que ellos manejan como medios para asegurar sus derechos sobre el territorio. De hecho, la administración conjunta de áreas protegidas que involucra a comunidades locales y a agentes estatales recibe la aprobación global de los ambientalistas en cuanto es una forma in situ de conservación de la diversidad biocultural que posee beneficios potencialmente significativos para los pueblos indígenas, pastores, habitantes de los bosques y aquellos que practican cultivos de rotación. Desde una mirada optimista, es un nuevo paradigma en el cual

nuevas concepciones compartidas de la ecología, la diversidad biocultural y los derechos humanos pueden promover la justicia ambiental (…) [en] áreas que son a la vez patrias ambientalmente ricas y lugares de restitución, retorno, repoblación, y descubrimiento y rejuvenecimiento cultural para aquellos que han sido desplazados y desposeídos por pasadas políticas de áreas protegidas (…) Estas áreas protegidas pueden ser un medio importante para la descolonización y, por cierto, para rehacer el Cuarto Mundo. (Stevens 2014: 306)

Los primeros trabajos etnográficos habrían sugerido que estos pronósticos eran prematuros. Paul Nadasdy (2005) argumentó de manera influyente que la administración conjunta de las áreas de conservación era una herramienta antipolítica, desempoderadora, que permitía la expansión del Estado en territorios indígenas; pero ese diagnóstico fue hecho con anterioridad al reconocimiento internacional de los derechos indígenas. Emily Caruso (2011) regresó a su campo de estudio de doctorado en el año 2009 para poner a prueba esta tesis en la Reserva comunal Asháninka (la Reserva), una de las muchas áreas protegidas de Perú que fue establecida en el Amazonas ante el pedido de grupos indígenas. A pesar de que su primer trabajo de campo apoyaba la tesis de Nadasdy, su visita posterior indicó que la organización que representaba a las veintidós comunidades beneficiarias (CARE) había reelaborado el Plan Maestro de la Reserva para que reflejara de mejor modo las perspectivas culturales de Asháninka y que incluyera mayor representación y una participación efectiva de las comunidades (ibid.: 609). Lejos de que el Estado sustituyera gradualmente modos de pensar y actuar indígenas, Caruso encontró que CARE se apropiaba activamente del lenguaje técnico y se involucraba en prácticas etnográficas comunitarias para alcanzar la autodeterminación (ibid.:623), y así ayudaba a determinar los parámetros de un nuevo modelo nacional para los planes maestros comunales indígenas. CARE se convirtió en el experto predominante en la participación indígena en la toma de decisiones de la Reserva de Perú; su experticia es ahora reconocida a nivel regional.

Como la mayoría de los paisajes amazónicos, el territorio administrado por los Ashaninka está repleto de recuerdos, narrativas de creación, operatorias humanas y no-humanas, y lugares peligrosos y sagrados, que los habitantes no pueden descuidar sin correr riesgos (Caruso 2014: 161). El territorio es literalmente ancestral de acuerdo con diversas historias de pobladores Ashaninka que se transforman en plantas, animales y rasgos del paisaje, y el cultivo, la recolección y la caza son las costumbres mediante las cuales se coproducen tanto el paisaje como la identidad Ashaninka (ibid.: 163). La administración conjunta, concluye Caruso, no es en sí misma “empoderadora o desempoderadora, sino el fruto de negociaciones constantes” que generan espacios importantes para el desarrollo de las relaciones indígenas-Estado (2011: 610), en las cuales pueden surgir nuevas autonomías mediante las afirmaciones de operatorias basadas en ontologías indígenas.

Estos esfuerzos podrían ser considerados en el contexto de un creciente interés latinoamericano por el Desarrollo Territorial Rural (Ramírez-Miranda 2015), un concepto europeo que enfatiza la necesidad de diferenciar territorios y hacerlos identificables como economías de recursos, lugares, herencia, conocimientos y formas de vida que pueden ser movilizadas para nuevos propósitos (OECD 2006). De modo significativo, los regímenes de la PI europeos proveen medios para integrar estos territorios a los mercados globales y sacar rédito de la diversidad biocultural local, en lo cual se han convertido los altamente politizados sistemas alimentarios de América Latina. Aunque las ontologías indígenas parezcan estar lejos de las cualidades bioculturales que los regímenes de certificación europeos han sostenido convencionalmente, la importación de estas tecnologías diferenciadoras a la América indígena ha integrado a estas en nuevos regímenes de valor.

Marcas que indican las condiciones de origen: la comunidad como una propiedad intelectual

Los sistemas alimentarios contemporáneos hacen uso cada vez más de sistemas semióticos para estructurar el espacio social. Como argumentan Jillian Cavanaugh y Shalini Shankar, los productores del norte de Italia “utilizan las identidades regionales y los aspectos vinculados a la herencia para construir y comercializar producciones culturales que ellos esperan que sean vistas como ‘auténticas’ en los mercados globales”; su operatoria específica se demuestra en sus intentos por crear una imagen de herencia cultural en la que “un pueblo, dedicado y comprometido con un lugar, muestra lazos afectivos con los frutos de su tierra, su cultura y sus tradiciones en prácticas reiterativas que de este modo omiten los procesos de producción modernos a partir de los cuales surgen estos bienes” (2014: 55). Sin embargo, no hay nada muy específico en las operatorias ejercidas en estas prácticas semióticas. Las formas de autenticidad utilizadas para definir estos productos típicos son deliberadamente desarrolladas a través de un “modo de producción” europeo específico, cuyos criterios están consagrados en la Regulación 2081/92 de la UE (Tregear 2003). Las figuras retóricas usadas para afirmar la “tipicidad” en base a la búsqueda de marcas que indican condiciones de origen (MICO) y en sus formas características de publicidad son genéricas y en ellas se reproduce un “imaginario social” estandarizado (Aylwin & Coombe 2014; Coombe, Ives, & Huizenga 2014).

Los productores demuestran la autenticidad de sus productos en un contexto modelado por regímenes de PI multiescalares que ofrecen mayores protecciones para bienes particulares, cuyas características deben estar basadas en socionaturalezas únicas, idealmente realizados como intrínsecos a la herencia cultural comunitaria. Si el capitalismo global contemporáneo crea “las condiciones ideales para las afirmaciones de los productores de autenticidad y legitimidad” (Cavanaugh & Shankar 2014: 52–53), lo hace mediante el fomento del uso de conjuntos tecnológicos -formas estandarizadas de gobierno para captar rentas a partir de distinciones comercializables- en los cuales el lenguaje es utilizado de modo estereotipado para generar nuevas territorializaciones.

La creciente valoración de la especificidad de la cultura local como medio para captar rentas monopólicas se ha acelerado en una economía política de acumulación de capital basada en la superioridad de inversiones en bienes informacionales (Harvey 2001). Las MICO incluyen vehículos de PI tales como indicaciones geográficas, nombres y denominaciones de origen, y marcas colectivas y de certificación. Dichas marcas para certificar la distintividad son medios regulatorios de territorialización que dibujan fronteras alrededor de lugares de producción, generan nuevas formas de diferenciación social, y apoyan las identidades comunitarias (Coombe & Aylwin 2011). En los programas de la Unión Europea para el desarrollo rural, estas intervenciones gubernamentales fueron resultados deliberados de las trayectorias neoliberales de descentralización del Estado. La esencia de este modo de producción (Ray 2002) es su integración de capital cultural, financiero, natural y social en una forma de PI territorial (Ray 1998).

Aunque estas estrategias regulatorias tienen sus raíces en Europa, se las promueve sin embargo cada vez más a lo largo del Sur Global a través de acuerdos de comercio bilaterales y de financiación europea para el desarrollo, promocionados como estrategias sustentables de desarrollo para prevenir la pérdida de diversidad cultural, preservar la diversidad biológica, prevenir la disminución del CT y contener la migración del ámbito rural al urbano mediante la incentivación a las comunidades a que “usen sus tradiciones para explotar nichos de mercado en crecimiento (Parrott, Wilson, & Murdoch 2002: 242). El uso de las MICO se ha acelerado en el siglo XXI bajo condiciones en las cuales se alienta a las comunidades a asumir mayores responsabilidades en su propia reproducción, idealmente a través de medidas favorables al mercado en las cuales ellas se implican al desarrollar y comercializar sus propios bienes distintivos.

El reconocimiento del CAT en la conservación de la biodiversidad, su reconceptualización como una herencia biocultural y las otras valorizaciones de los bienes culturales comunitarios que hemos considerado, generan nuevas demandas sobre las MICO. Economistas, botánicos, investigadores agrarios, defensores de los derechos indígenas, grupos eclesiásticos, analistas de políticas alimentarias y profesionales del desarrollo rural producen cada vez más estudios sobre estos regímenes legales, elogiando las oportunidades que estos ofrecen para los países en desarrollo, las comunidades rurales y los pueblos indígenas. Mediante este trabajo se interpela a las comunidades y se las incorpora a las prácticas de inspección y certificación para marcar sus identidades, prácticas y productos en nuevas redes de asociación que vinculan sus tradiciones objetivadas de práctica con regímenes intensificados de acreditación. Como reconocen Cavanaugh y Shankar, la autenticidad debe ser legitimada en cadenas de mercancías mediante informes de inspección y protocolos de calidad. De este modo, la diferencia cultural se hace creíble y legible en manifestaciones difundidas de tecnologías estandarizadas del gobierno neoliberal.

Esta búsqueda por la renta del monopolio basada sobre valores de autenticidad, cultura, memoria colectiva y tradición puede, sin embargo, tener consecuencias no buscadas, dando lugar a lo que David Harvey describe como un “espacio clave de esperanza” (2001: 109). Si las condiciones son aptas para proyectar la distinción cultural a los mercados, también surgen oportunidades para comunicar otras formas de valor entre productores y consumidores. Excede el alcance de este trabajo explorar los miles de proyectos en los que la herencia biocultural en torno a los comestibles y los modos de alimentación tradicionales se han vuelto sujeto de nuevas valorizaciones y revitalizaciones municipales en América Latina, pero es claro que la agrobiodiversidad es un terreno de lucha en el cual se expresan y se marcan cada vez más las posiciones divergentes en torno a los sistemas de agricultura campesinos y los modos variables de integración al mercado (Verschuuren, Subramanian, & Hiemstra 2014).

Las comunidades locales pueden buscar modos de atraer mercados que apoyen economías distintivas. Los granjeros que trabajan con activistas de movimientos sociales y expertos en la comercialización en la región de los Lípez en Bolivia crearon una denominación de origen para abrir mercados internacionales para sus cultivos de quinoa. En su investigación etnográfica, Andrew Ofstehage descubrió que la marca no se usaba para reemplazar otros métodos de cultivo, producción y venta, sino para subsidiarlos en “un ámbito de producción agrícola más resiliente” (2011: 103). Históricamente, la quinoa era conocida como un cultivo indígena porque figuraba en la espiritualidad indígena, los españoles desalentaban su cultivo y era mantenida primordialmente en lugares que no estaban sujetos a programas de modernización agrícola. En muchas áreas su diversidad fue mantenida por mujeres indígenas marginadas.

Una escuela de postgrado de Cochabamba financiada internacionalmente (AGRUCO) que defiende el desarrollo agrario basado en los alimentos típicos de los Andes para mantener “la armonía social y ecológica con mundos naturales-espirituales” (Zimmerer 2015: 316) se ha interesado especialmente por la quinoa. Con la ayuda de La Vía Campesina, invierte en investigación indígena comunitaria para revalorizar el CT local, mantener la diversidad de cultivos mediante bancos de germoplasma in situ, y mejorar las cadenas de valor de la quinoa, a la vez que se mantienen producciones de pequeños propietarios de lo que es considerado un bien cultural distintivo. AGRUCO legitima su trabajo a través de un concepto regional de soberanía alimentaria entendido como un derecho político y cultural de la comunidad de controlar los principios y el gobierno de los sistemas alimentarios locales.

La denominación de origen “Quinua Real de Los Lípez” que se obtuvo con la ayuda de una ONG danesa, solo está disponible para los quinoeros del área de San Agustín, cuyas condiciones topográficas aseguran que el cultivo local debe ser plantado y cosechado manualmente mediante métodos tradicionales que producen un grano mucho más grande. Ofstehage sugiere que los quinoeros locales están orgullosos de su terreno distintivo, sus orígenes mitológicos y las tradiciones de labranza que hacen que su grano sea único, pero no cree que sea probable que las iniciativas de MICO reemplacen a las cooperativas nacionales a las cuales los granjeros mantienen su lealtad, o que amenacen los medios de subsistencia de mujeres intermediarias. En cambio, las interpreta simplemente como una forma más de mercantilización cultural en lo que ya es una economía cultural de múltiples vías –un mercado doble y una economía moral integrados para cuyo mantenimiento los pueblos indígenas buscan instrumentos–.

La proyección de la distinción mediante MICO está evolucionando para afirmar nuevas identificaciones y valores. Nuevas maneras de utilizar certificados de comercio justo, por ejemplo, se están desarrollando para apoyar aún más las prácticas de “regeneración biocultural mediante la acción ritualizada” de los indígenas amazónicos (Apffel-Marglin 2011: 198), lo cual conlleva la revitalización del idioma quechua y de prácticas agrícolas espirituales, y una renovación de las tecnologías tradicionales del suelo. Otras articulaciones prometedoras incluyen mecanismos de intercambio directo entre feministas indígenas de Perú y cooperativas canadienses (McMurtry 2009), y el uso de marcas colectivas que sirven como certificados de bienes y servicios producidos de acuerdo con principios legales indígenas andinos (Argumedo 2013) y como indicadores de prácticas que protegen la resiliencia de territorios de herencia biocultural (IIED 2015).

Conclusión

El capital informacional neoliberal y sus economías del conocimiento han puesto al lenguaje en un lugar central para las nuevas economías políticas y ecologías políticas, en las cuales la cultura se ha convertido en un recurso económico y político importante, y la diversidad en un bien que escapa a las reglas. En este trabajo argumenté que los procesos mediante los cuales la cultura es materializada, objetivada y mercantilizada bajo los regímenes de política internacional incluyen nuevas formas de gubernamentalidad neoliberal, en las cuales se da a los sujetos comunitarios nuevos incentivos y se los provee de nuevas tecnologías para representarse como sujetos colectivos poseedores de culturas distintivas y salvaguardas de una diversidad valiosa. Las comunidades son los sujetos a los que se hace mayores pedidos por asumir relaciones posesivas, cuando no “propietarias”, con un rango cada vez más grande de bienes culturales y prácticas culturizadas bajo múltiples regímenes de política internacional.

Cuando el neoliberalismo gobierna mediante comunidades culturizadas, sus sujetos son llamados a proyectar y proteger sus distinciones, así como a hacer que sus identidades particulares sean política y económicamente legibles para nuevos interlocutores en distintos niveles. Sin embargo, en la medida en que dichas formas de gobierno enlazadas transnacionalmente tienden a provocar nuevas formas de reflexividad en torno a bienes, valores y normas, pueden a la vez ofrecer oportunidades para que los pueblos expresen sus deseos de gobierno de otra manera. Cada vez lo hacen más mediante nuevas afirmaciones de derechos en un campo emergente y confuso de políticas culturales que debería desafiar las complacencias antropológicas acerca de la relación entre neoliberalismo e identidad cultural. El resurgimiento indígena y las identidades culturizadas no son meramente productos derivados del neoliberalismo, pero pueden ser logros de la articulación política bajo condiciones de poder globalizador, mercados diversos y nuevas formas de gubernamentalidad, que proveen ámbitos peculiares de oportunidades e inculcan nuevas aspiraciones. Si los vocabularios de la condición política indígena ahora se extienden globalmente para abarcar un mayor rango de los pueblos más marginados del mundo, esto puede deberse a que aquellos permiten que las tradiciones sirvan como recursos dinámico para imaginar futuros alternativos.

Los ámbitos regulatorios del poder y el reconocimiento en el cual se forjan ensambles de identidad comunitaria están cargados de contradicciones, modelados por marcos retóricos diversos y gobernados por tecnologías específicas. Como dice James Clifford, si el neoliberalismo abre posibilidades para movimientos de base cultural, canalizando la diversidad mediante modos particulares, la política de lo posible no está entonces agotada: “los espacios que se abren desde arriba también están siendo [re]creados desde abajo” (2013: 39). La relación entre las operatorias de intervención política y el sitio de la formación culturizada del sujeto está mediada por tecnologías de gobierno cuyos géneros ofrecen potencialidades particulares. Las etnografías del neoliberalismo deberían explorar mejor cómo las personas habitan los regímenes políticos y las posiciones de sujeto que estos habilitan, deberían adaptar las tecnologías para hacer que sus comunidades sean legibles, deberían afirmar derechos locales y legitimar imaginarios alternativos en torno a la propiedad en procesos que indigenicen el multiculturalismo, lo adapten, o, dicho de otro modo, lo traduzcan a lo vernáculo.

Agradecimientos

La autora desea agradecer el significativo apoyo intelectual provisto por Ilana Gershon, Andy Graan, y Eugenia Kisin, y la asistencia en la investigación de Marc Griebel, Ali Malik, y Joe Turcotte. Este proyecto fue financiado por el Social Sciences and Humanities Research Council de Canada y el Norwegian Research Council, mediante el subsidio de investigación colaborativa conocido como CUFF, Cultural Logic of Facts and Figures, de 2012 a 2015.

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Yates, Julian & Karen Bakker (2015). “Debating the ‘post-neoliberal turn’ in Latin America”, Progress in Human Geography, Vol. 38, N° 1, pp. 62-90.

Zimmerer, Karl S. (2015). “Environmental governance through ‘speaking like an indigenous state’ and respatializing resources: Ethical livelihood concepts in Bolivia as versatility or versimilitude?”, Geoforum, N° 64, pp. 314-324.

1.

Esta obra cae bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional © Rosemary J. Coombe, York University. Publicación original del artículo “The knowledge economy and its cultures Neoliberal technologies and Latin American reterritorializations”, HAU Journal of Ethnographic Theory (6) 3, 2016, pp. 247-275. Etnografías Contemporáneas agradece al equipo editorial de la Revista HAU y a la autora por ceder los derechos del artículo para su publicación en español. Esta obra cae bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional © Rosemary J. Coombe.

2.

Este ensayo no presenta los resultados de un solo estudio de caso, sino que plantea una provocación a la indagación lingüística y etnográfica en un terreno delineado por la política neoliberal transnacional en el cual se evocan, provocan y promulgan performativamente, con el fin de hacer trabajo político, vínculos posesivos con la cultura. El mismo deriva de un proyecto de investigación que comenzó explorando la globalización de la propiedad intelectual, se deslizó hacia las políticas ambientales en torno al conocimiento “tradicional”, siguiendo los debates del Convenio sobre la Diversidad Biológica y la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual y el desarrollo de los regímenes de la UNESCO para “salvaguardar” la herencia cultural intangible bajo la Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial. El trabajo involucra una etnografía institucional multisituada en distintos niveles. Además de trabajo de archivo y etnografía institucional, he realizado estudios sobre la herencia a nivel de comunidades con pueblos originarios de Canadá y mis estudiantes de posgrado han realizado trabajo de campo y pasantías con ONG autóctonas en algunos de los lugares que considero pertinentes. Sin embargo, puesto que el trabajo es comparativo, me apoyo sobre el trabajo de campo empírico y las publicaciones de muchos otros antropólogos y geógrafos para mis evaluaciones sobre cómo la intersección de estas fuerzas transnacionales actúa en contextos locales particulares. El volumen por publicarse se titula provisionalmente Informational capital and its cultures: Neoliberalism and the proprietary imagination.

3.

Durante mucho tiempo la ecolingüística estuvo desacreditada debido a sospechas en torno a sus tendencias hacia el determinismo geográfico en una crítica que anticipa concepciones ecológicas contemporáneas de la relación entre ser humano y medioambiente.