Familias relocalizadas: intervenciones urbanas que desorganizan prácticas cotidianas. Relatos sobre dos barrios del Conurbano Bonaerense en proceso de urbanización
Por Andrea Tammarazio1
Este trabajo analiza un proceso de relocalización como parte de la intervención de un programa de gobierno de mejoramiento barrial, contrastando la lógica de este programa con el impacto de sus acciones en los habitantes. A partir de un trabajo etnográfico realizado en dos asentamientos del conurbano bonaerense, el artículo pone de manifiesto cómo la implementación de las acciones de relocalización afectan la vida cotidiana de una familia, los costos sociales y la centralidad de las relaciones afectivas en la experiencia cotidiana de transformación urbana. Señala que es necesario explorar las prácticas de los sujetos, tanto de niños como de adultos, para poder reflexionar sobre las contradicciones de este tipo de programas y ver más allá de sus beneficios.
Palabras clave: urbanización, relocalización, políticas públicas, geografía de las emociones.
“Relocated families: urban interventions that disrupt daily practices. Narratives about two neighborhoods in the process of
urbanization in the Metropolitan Region of Greater Buenos Aires” This paper explores the process of relocation as part of
the intervention of an urban improvement government program, contrasting the logic of this program with the impact of its
actions on the inhabitants. Based on ethnographic research in two low income settlements of the Greater Metropolitan region
of Buenos Aires, the article reveals how the implementation of relocation actions affect the daily life of a family, the social
costs and the centrality of relationships in the experience of urban transformation. The article highlights the need of addressing
people’s practices, of both children and adults, in order to think about the contradictions of such programs and look beyond
their benefits.
Keywords: urbanization, relocation, public policy, geography of emotions.
Recibido: 10 de noviembre de 2015
Aceptado: 18 de julio de 2016
A partir de una investigación etnográfica en dos barrios del conurbano bonaerense en proceso de urbanización, analizo en este artículo un proceso de relocalización, como parte de las acciones de intervención de un programa de gobierno, el “Programa de Mejoramiento de Barrios” (PROMEBA). Describo cuál es la lógica de implementación de este programa, para luego contrastar esta postura con las vivencias de una familia “relocalizada”.2. Aquí muestro cómo las acciones de “reordenamiento” afectaron la vida cotidiana de niños y adultos residentes, reconstruyendo algunas situaciones referidas al espacio doméstico y a la importancia de las redes sociales en la construcción y experiencia diaria de las transformaciones urbanas. Este trabajo da cuenta de las tensiones y de los costos que plantean este tipo de intervenciones para la población, “intervenciones” que impactan en sus circuitos y formas de socialización. En este sentido, no pretendo analizar las consecuencias de la relocalización como la “legalidad de la tierra”, la “baja del hacinamiento”, o la “provisión de servicios básicos o de infraestructura” sino que mi intención es mirar el proceso más allá de los resultados. Así muestro un ordenamiento espacial y temporal diferente al planteado por el programa de gobierno, centrado en la dinámica del espacio doméstico, en los afectos y emociones que organizan el día a día de los habitantes.
Pretendo aquí plantear la tensión entre la forma de planificar estratégicamente el espacio desde una política pública, y la forma de vivirlo por los sujetos, tanto niños como adultos -pobladores y técnicos-, en la práctica. A partir de una historia familiar y poniéndola en relación con algunos relatos de niños y también de otros adultos pude advertir cómo “la relocalización” afectó la convivencia familiar, cómo reorganizó los circuitos cotidianos de los pobladores, cómo los alejó de amigos y parientes, y cómo generó conflictos entre padres e hijos.
Para centrar la mirada en las relaciones de los sujetos fue importante para mi investigación acceder a trabajos del campo de la geografía cultural y de la sociología del espacio. En los últimos años, en el campo de los estudios de geografía cultural, que estudia la relación entre las personas y el medio ambiente, la atención a las emociones se ha incrementado con el fin de entender el sentido identitario, de pertenencia y los modos de ser y de estar de las personas asociados a los lugares (Den Besten, 2010). La teoría de la “geografía de las emociones” (Den Besten, 2010; Holloway y Valentine, 2000) considera que los individuos evalúan los lugares según sus afectos; estas “relaciones emocionales” contribuyen a su “sentido de pertenencia” (Parr, 2006 en: Den Besten, 2010: 182), aspecto sociopsicológico importante que no se debe comprender como una cuestión individual sino social y espacial, y en relación a las relaciones de poder. Pensar una ciudad relacional y situacional (Agier, 2011, 2012), entendiéndola como un sitio eminentemente de interacción social e intercambio (Lefebvre, 1974), implica preguntarse qué se hace en la ciudad, en vez de preguntarse qué es la ciudad. Asumir este enfoque implicó dejar de preguntarme qué dicen o hacen los residentes respecto a las obras o al diseño de los barrios para incorporar al análisis sus prácticas (De Certeau, 2000) asociadas a sus vínculos afectivos o vivencias sensibles y así reconsiderar la organización y producción espacial más allá de la urbanización oficial.
Este trabajo es parte de una investigación etnográfica más amplia –mi tesis de maestría en antropología social (Tammarazio, 2014)–,3 que se nutrió de mis experiencias laborales en una ONG entre el 2006 y el 2012, de mi participación como voluntaria en una biblioteca infantil entre 2004 y 2014, además del trabajo de campo con niños y adultos que realicé durante el primer semestre de 2007 en los barrios Hardoy y San Jorge.
Los barrios Hardoy y San Jorge se localizan en el partido de San Fernando, en el segundo cordón del conurbano norte, a 30 kilómetros aproximadamente de la ciudad de Buenos Aires, en el eje que también se conoce como “corredor norte” que tiene como circuito la ruta nacional Nº9 hacia Pilar, Zárate, Campana y llega hasta Rosario. Están ubicados en la cuenca del río Reconquista, en una región que antes de sus primeros poblamientos era conocida como “los bañados del Río las Conchas” (Segura, 2012: 203) por encontrarse en el valle de inundación de este río -cuyo cauce recorre dieciocho partidos del Área Metropolitana de Buenos Aires y es el segundo más contaminado de la República Argentina.
En el año 2006, estos dos barrios eran considerados por la Unidad Municipal de Estadísticas y Censos del partido de San Fernando como parte de los “17 barrios carenciados” del municipio (ESDE UMEC, 2006). En junio de ese mismo año, se realizaba el “1º Encuentro de Tierras: Somos toda una ciudad”, organizado por el Área de Reordenamiento Urbano del gobierno local. En dicho acto político, estos dos barrios eran clasificados como parte de los veintidós “Barrios de Emergencia, Asentamientos y Barrios Nuevos” del partido y como “beneficiarios” directos de las políticas públicas de urbanización orientadas a “transformar la ciudad” en pos del “mejoramiento de la calidad de vida”. Estas acciones políticas implicaban: “procesos de relocalización de familias”, “construcción de viviendas”, “construcción de infraestructura urbana y de servicios”, “construcción de equipamiento comunitario”, así como “conformación de mesas de trabajo barriales”, según se describía en el boletín municipal que se distribuyó en el evento.
Figura 1
Estos dos barrios comparten una historia de lucha por la tierra4 (IIED-AL, 2009) e intervenciones políticas que enlaza a sus habitantes y los sitúa en un proceso de urbanización que data de seis décadas. La lucha por la tierra implicó ceder, conceder, negociar políticamente entre muchos actores sociales: organizaciones barriales, ONG, el gobierno municipal, el gobierno provincial, la empresa de provisión de agua, las empresas vecinas, los financiadores, “los delegados”, y “los vecinos”. Esta historia que une a sus habitantes explica que, en más de una ocasión, diferentes actores sociales –sobre todo los pobladores más grandes y los técnicos-, hablen de el barrio pensando indistintamente en uno u otro barrio.
El barrio San Jorge data de la década del `50 cuando los primeros pobladores ocuparon lo que una década más tarde se conocería como “San Jorge” o “Villa Latita” en terrenos inundables y sin servicios básicos, a la orilla del río Reconquista. El barrio se fue densificando con los años, y tuvo un impulso a raíz de dos procesos de relocalización compulsiva por parte del gobierno de los años 1961 y 1979. A partir de la década del ´90, el proceso de urbanización formal se canalizó a través de la organización de los vecinos en una cooperativa barrial5, y la participación de la ONG Instituto Internacional de Medio Ambiente y Desarrollo – América Latina (IIED-AL, por sus siglas en inglés) que asumió el rol de articuladora entre el Estado y las diferentes partes, además de una posición importante en lo que fue la llegada del agua al barrio y el inicio de las negociaciones por la tenencia legal de la tierra. En el marco de este proceso de gestión, en 1994 un grupo de habitantes del barrio San Jorge se mudó de forma planificada y consensuada a un terreno del otro lado de la Ruta Nacional 202 –ruta que divide geográficamente a los barrios- que el gobierno municipal donó para construir allí el barrio Hardoy. Luego se sucedieron otras mudanzas planificadas hasta que, entre los años 2004 y 2007, se implementó el “Programa de Mejoramiento de Barrios”.
Figura 2
Figura 3
El PROMEBA es un programa de alcance nacional del Ministerio del Interior, Obras Públicas y Vivienda6 con financiamiento del Banco Interamericano de Desarrollo, y supervisado y gestionado por los gobiernos nacional, provincial y municipal. El objetivo de este programa es transformar las “villas” y “asentamientos” a partir del “reordenamiento urbano de asentamientos poblacionales”, la provisión de servicios e infraestructura básica y la regularización de la tenencia de la tierra (PROMEBA, 2013). El tipo de obras ejecutadas, la forma de trabajo, el presupuesto, la articulación y participación de los diferentes actores a nivel barrial difiere según cada licitación de obra y gestión local.
A diferencia de otros programas de urbanización del Estado, el PROMEBA incorpora un equipo de “consultores” interdisciplinario (profesionales del ámbito: “social”, “urbano”, “ambiental” y “legal”) cuya función es acompañar el avance del programa articulando con los pobladores y otros actores intervinientes. Este grupo de personas se denomina “equipo de campo”.
El PROMEBA no solo implicó la gestión de los servicios básicos y el “mejoramiento” o construcción de viviendas, sino también la obtención de las escrituras de las propiedades, es decir, el reconocimiento legal de la posesión de la tierra a sus habitantes por parte del Estado y la garantía de no ser desalojados. Esta “regularización de la tenencia de la tierra” hace que el Estado hable de “barrios” y ya no más de “villas” en los casos de aquellos asentamientos en los que el gobierno ha reconocido oficialmente y legitimado desde el ámbito jurídico la presencia de sus habitantes. El reconocimiento e incorporación a la “ciudad legal” (Hardoy, 1987) es lo que más valoran los adultos del barrio Hardoy y a lo que aspiran muchos otros adultos una vez finalice el PROMEBA en el barrio San Jorge.
El “Programa de Mejoramiento de Barrios” se implementó entre 2004 y 2007 en el barrio Hardoy y el barrio La Paz –barrio aledaño-. El PROMEBA es uno de los programas de alcance nacional orientados “al hábitat” que se inicia en 1997 como parte de las políticas enfocadas en la “regularización dominial”. Este tipo de políticas implementadas a partir de la década de los noventa surgen “bajo la hipótesis de que la seguridad en la situación de tenencia favorecería la inversión de los pobladores en el mejoramiento habitacional” (Herzer et al, 1998, en: Rodríguez et al, 2007: 47) otorgando la provisión mínima de infraestructura, y “cristalizando” las “soluciones” que las familias de sectores populares desarrollaron para resolver su “situación de vivienda”.
A diferencia de otros programas enmarcados en políticas públicas orientadas al “hábitat”, el PROMEBA implica, por requisito de su financiador, la participación de organizaciones sociales y de la población durante su implementación. La “participación” es canalizada a través del “equipo de campo”, las “mesas de trabajo”7, “reuniones informativas”, “talleres”, etc.
Como parte de mis actividades laborales en la ONG IIED-AL, participé de diferentes actividades en la ejecución de dos PROMEBA; durante la última etapa del programa implementado en el barrio Hardoy entre 2006 y 2007, y luego, durante el inicio del PROMEBA II, en el barrio San Jorge, a partir de 2009 y hasta fines de 2012.
Mi trabajo consistió en colaborar con las actividades del equipo técnico. Así fue que “visité” a las “familias beneficiarias” casa por casa; establecí encuentros informales y conversaciones con muchos pobladores, participé de la reunión semanal de la “mesa de trabajo”, participé de la atención de un “espacio de consultas” y reclamos que funcionaba en el “obrador” –lugar de acopio y centro de operaciones de la empresa constructora-, hice “relevamientos” y diferentes observaciones oculares de la situación de las viviendas, calles, presencia de basura, animales, y participé de las reuniones semanales del equipo técnico y de la elaboración de informes. Desde ese lugar, conocí e interactué con los diferentes actores intervinientes en el programa: técnicos del Estado –nacional, provincial y sobre todo municipal- autoridades y trabajadores de las empresas contratistas a cargo de las obras, arquitectos, trabajadores sociales y otros profesionales, “delegados” barriales, vecinos “beneficiarios”, referentes de instituciones públicas y organizaciones barriales. Durante esta etapa, me involucré como técnica en un proceso complejo de acuerdos, desencuentros, dificultades para gestionar recursos del Estado, burocracias y disputas políticas, sociales y técnicas.
Además de las obras de infraestructura como: el gas, las luces, las calles, los baños y/o cocinas para las viviendas auto-construidas, el SUM y las plazas; el programa implicó la “relocalización” –también llamada “reasentamiento”- planificada de más de 100 “familias” a “los módulos habitacionales” o casitas nuevas con el fin de “bajar el grado de hacinamiento poblacional” y “liberar la traza urbana” de sus barrios de origen: San Jorge y La Paz. Es decir, la “relocalización” implicó “intervenir” tanto el “espacio privado” asociado a las casas como el “espacio público” asociado a las calles, parques y plazas.
Siguiendo la lógica de planificación de un proyecto que comienza, se desarrolla y termina en un lugar y durante un tiempo determinado, “la relocalización” se concibe desde el PROMEBA como una de las acciones necesarias para el “mejoramiento urbano”, la “regularización dominial” y la “inclusión social” a la ciudad. Desde esa mirada de “progreso”, consecuente con el modelo de ciudad racional, los “costos sociales” (Bartolomé, 1985) se justifican, se ocultan o se desestiman en función de los resultados, ignorando o invisibilizando el impacto que implican este tipo de fenómenos en la vida cotidiana de sus “beneficiarios”.
Los criterios formales que se tomaron desde el ámbito del programa para decidir quién iba “a ser relocalizado” fueron los siguientes: 1) “hacinamiento” o presencia de una “segunda familia” en un mismo lote; 2) “discapacidad o enfermedad crónica” de un miembro de la “familia”; y, 3) “esponjamiento de tierras” -con el fin de abrir calles y/o crear “espacios verdes o públicos” en el barrio de procedencia. En los dos primeros casos, la “relocalización” fue solicitada por los pobladores y se confeccionó un listado de los aspirantes y la selección final fue consensuada según un orden de prioridad en la “mesa de trabajo”. En el tercer caso, la “relocalización” fue obligada y necesaria para el avance del programa. Si una familia no quería mudarse al barrio Hardoy, debía intercambiar una vivienda con otra familia que sí quisiera trasladarse; de no ser viable, el municipio le ofrecía una compensación económica por su vivienda para que se fuera a otro barrio. El criterio y concepto de compensación de la vivienda dejada estaba solo asociado al espacio físico, es decir, se valuaban las dimensiones, calidad de construcción, etc.
Para el PROMEBA, la “familia” se define en función de las personas vinculadas directamente a la figura de “cabeza de familia”, quien a su vez es considerado/a “adjudicatario/a” del “beneficio”, y principal interlocutor/a.8
Las familias se relocalizaban en un “módulo habitacional” construido por el PROMEBA de 27m2 con un baño y cocina; el cual sería ampliado en 150 casos con otro programa de gobierno –el “Subprograma Federal de Urbanización de Villas y Asentamientos Precarios”– en un plazo de dos años. Los “relocalizados” debían optar entre una “ampliación” que consistía en dos pequeñas habitaciones sin revoque, ni terminaciones de pisos o un cuarto más grande con losa y terminaciones. Estas obras podían durar entre dos a cinco meses cada una.
Para establecer el orden de prioridad de las “familias a ser relocalizadas”, representantes de la cooperativa barrial, de las “mesas de trabajo”, el “equipo de campo” y la municipalidad consideraban: la cantidad total de habitantes, la cantidad de adolescentes, la presencia de alguna persona con discapacidad y las condiciones de la vivienda anterior.
En el momento de la mudanza, el “compromiso” de todas “las familias relocalizadas” con el programa, con la cooperativa, con las “mesas de trabajo”, con el municipio, y con el “equipo de campo” era dejar la casa inmediatamente para que ésta pudiera ser demolida y así “abrir” las calles. Lo acordado de palabra con todos los “relocalizados”, se ratificaba mediante la firma de un “acta acuerdo” por parte del/os futuro/s “adjudicatario/a/s”. En la figura del “adjudicatario” recae toda la responsabilidad y los “beneficios” legales del programa; los “adjudicatarios” son los interlocutores oficiales para el programa y son los futuros “propietarios” de la vivienda. A continuación muestro parte del modelo de “acta de relocalización”:
“En la ciudad de… entre el Municipio (o quien corresponda)… representado por el Intendente (o quien corresponda... y el/la vecino del Barrio... Sr/Sra... se suscribe la presente Acta Acuerdo:
1. Se llevará a cabo en este Barrio un proyecto (…) que intervendrá y modificará las características urbano - ambientales del barrio y legalizará la tenencia de la tierra.
2. Que la relocalización de la familia del lote… es considerado el último recurso (…)
3. Que en ese marco, el vecino Sr/Sra... (cede, libera, entrega) la parcela... (con o sin vivienda) que ocupa desde... (…)
El municipio/provincia se compromete a que:
4. Las soluciones habitacionales ofrecidas a la familia serán de características equivalentes o superiores a las que poseen actualmente.
5. La determinación del futuro predio ha tenido en cuenta la distancia a los lugares de trabajo, las vías de comunicación, el equipamiento comunitario de educación, salud y seguridad e infraestructura mínima.
6. La relocalización se realizará una vez que la vivienda esté terminada y conectada a los servicios básicos. (…)
9. La relocalización se implementará como un subproyecto de asistencia e integración de las familias, que forma parte del proyecto ejecutivo y vinculación con la red socio-comunitaria existente.
El vecino se compromete a: (…)
11. Relocalizarse con todos los ocupantes actuales de su predio, en total... en el lote propuesto por la Municipalidad.
12. No reintentar ocupar la parcela que cede al proyecto. (…)”
Fuente: http://www.promeba.gob.ar/documentos.php. Noviembre 2013 (Las itálicas corresponden al texto original)En caso de no cumplirse este “acuerdo”, la “mesa de trabajo” junto con el “equipo de campo” y el municipio establecían y aplicaban una sanción o multa de dinero que el “adjudicatario” debía pagar en cuotas. El dinero recaudado se destinaba a un “Fondo Solidario” para realizar obras en los barrios, como pintar los juegos de una plaza, destapar las cloacas del barrio San Jorge, etc.
Aún así, había “casos de familias” que no querían “liberar el lote” y “afectaban el avance de las obras” ya fuera porque no se querían mudar de barrio o porque no querían dejar su casa (por las dimensiones, por las obras que le habían hecho, por la ubicación, por afecto) –como veremos más adelante con el caso de la hija de Gaby-. A estos casos, el “equipo de campo”, la “mesa de trabajo” y los representantes del municipio los catalogaban de “irregulares” o “casos a resolver” y, a través de diversas notificaciones, mediaciones y reuniones entre los asistentes sociales, abogados o arquitectos del equipo técnico y municipal, se les proponían diversas alternativas como intercambiar su vivienda con “una familia” que no había sido seleccionada por el programa para “relocalizarse” y quería mudarse, o se les ofrecía un monto de dinero por única vez para alquilar o construir en otro barrio, o la entrega de materiales para que construyeran o amplíen en la casa de algún pariente.
Desde el punto de vista de los técnicos y funcionarios políticos, relocalizar a “las familias” implicaba “el mejoramiento del barrio”, implicaba darles la posibilidad a los residentes de “tener la escritura” y una vivienda con condiciones básicas de infraestructura, especialmente teniendo en cuenta el acceso a los servicios y la existencia de un baño y cocina al interior de las viviendas. En este sentido, se justificaban los costos, las incomodidades, las dificultades que tenían que vivir las personas durante el proceso de relocalización, así como la mala calidad de los materiales de construcción –motivo de reiterados “reclamos” por parte de los “beneficiarios” ante el “equipo de campo”– y las dimensiones pequeñas de las viviendas o el ancho de los “pasajes” que, por ejemplo, dificultaban estacionar los autos de los pobladores.
En las reuniones del “equipo de campo” se solían discutir estos “problemas sociales y urbanos” y los técnicos intentaban “resolverlos” buscando otros recursos en ONG o en otras áreas de gobierno o reorganizando el presupuesto de las obras con el fin de optimizar los recursos o suplir dificultades administrativas y burocráticas. Sin embargo, desde las políticas públicas el eje estaba puesto en las obras físicas9 y el “acompañamiento social” estaba sujeto a estas intervenciones, siendo muy poco lo que los técnicos podían hacer a pesar de conocer las dificultades que implicaban este tipo de intervenciones en la vida de “las familias”.
Así la agenda de trabajo de técnicos y funcionarios políticos se organizaba en función del “avance de las obras”, del “presupuesto” y de los objetivos del programa. La prioridad dada a la planificación urbana se matizaba, en ocasiones, por una mirada interdisciplinaria de los temas ya que, como mencioné, el equipo de trabajo estaba integrado por abogados, arquitectos, geógrafos, asistentes sociales, y profesionales de otras disciplinas sociales. Sin embargo, estos respondían –respondíamos– en última instancia a la lógica de acción y planificación del espacio urbano oficial pensada a partir de un plan de gobierno adecuado a un “pliego de obra”.10
Por otro lado, los técnicos, referenciaban –referenciábamos– el barrio dando cuenta de “manzanas y lotes” y “barrios”. Esta forma de expresión implica la asociación de las experiencias individuales al mapa geo-político de los barrios, y piensa “la relocalización” en términos de lugar de origen y de destino, en vez de pensarla como un proceso dinámico que involucra una trama de relaciones sociales, aún y a pesar de involucrar en muchas de sus prácticas habituales a las redes sociales de el barrio.
Figura 4
También pensaban y hablaban –pensábamos y hablábamos–11 de los pobladores en tanto “relocalizados” y “no relocalizados”. Con los niños pude comprender cómo el proceso de relocalización afectaba de igual manera a ambos grupos –grupos que no se definían como diferentes más allá de la clasificación y perspectiva de la “relocalización” oficial- y cómo su experiencia no solo estaba dada por la vivencia directa de una determinada acción, sino por lo que les habían contado o les habían enseñado, lo que recordaban, o imaginaban, siendo todas estas percepciones e interpretaciones igualmente válidas para dar cuenta del proceso de relocalización.
Con la historia de la familia de Magalí,12 intento resaltar cómo la “relocalización” afectó a su familia, y así mostrar cómo las acciones de las políticas públicas se imbrican con las prácticas de la vida cotidiana, impactando en la organización de la vida de las personas y en la dinámica familiar.
El concepto de “espacio doméstico” me ayudó a pensar este tema, problematizando la idea de “casa” reducida solo a una vivienda física. Vogel observa en “la casa” el espacio de la “socialización primaria” (1995: 16) donde se desarrolla su dimensión moral y afectiva.13 “La casa” remite a las reglas de convivencia, a las reuniones familiares, a los espacios y momentos de las comidas, a la jerarquía y autoridad familiar, a la contención y seguridad; en ella los niños y adultos viven su cotidianeidad, crecen y crean recuerdos. De esta manera, en este artículo pongo en tensión el concepto de “espacio privado” a “intervenir” por las acciones de gobierno.
La bibliografía del campo de la antropología social en relación con los procesos de relocalización que he consultado destaca la importancia que se le debe otorgar a las relaciones de intercambio y redes sociales de reciprocidad, y demuestra que los procesos de relocalización implican stress, conflictos familiares, violencia, enfermedades, ruptura en las redes sociales tiñendo el fenómeno de la relocalización con conceptos tales como; “crisis vital”, “pérdida”; “drama social” (Boivin y Hermitte, 1983 en: Bartolomé, 1985); “stress multidimensional de relocalización” (Scudder y Colson, 1972 en: Bartolomé, 1985) poniendo énfasis en el “costo social” (Bartolomé, 1985) o “costos ocultos” que devienen de estas intervenciones y cuestionando la lógica de “mejoramiento” y de “progreso” que subyace y se prioriza en los programas de gobierno implementados en los barrios Hardoy y San Jorge. Partridge y Nugent (1982) señalan la necesidad de “descubrir la organización social endógena de la comunidad” (en: Bartolomé, 1985: 52), más allá de los tiempos del programa público, y mirar las estructuras de apoyo económico y social de los barrios en el proceso de urbanización. Carman et al. (2014) sostienen que para que un proceso de relocalización sea “democrático”, “respetuoso e incluyente”, éste debe incorporar, tanto en su formulación como en su implementación, los múltiples significados y valoraciones del reasentamiento para los involucrados, entre ellos14 “trabajar la cuestión del origen y de la identidad, reconstruyendo las trayectorias residenciales, laborales y vitales de los afectados para desde allí comprender e incorporar sus aspiraciones y expectativas” (2014: 115).
Magalí tenía 10 años cuando se mudó del barrio San Jorge al Hardoy por iniciativa de su mamá para estar mejor. Es la menor de una familia de seis hermanos, los seis nacieron y se criaron en el barrio San Jorge. La historia de su familia y de cómo fueron logrando un lugar para vivir está marcada por el esfuerzo, los intercambios con mayor o menor conflicto, y las ganas de progresar, expectativa puesta, en parte, en la mudanza de un barrio a otro.
Magalí iba a la 19, una escuela pública a aproximadamente quince cuadras de su casa, cada tanto participaba de las actividades de la biblioteca del barrio Hardoy y tomaba clases de danza árabe en el SUM (Salón de Usos Múltiples) a cuatro cuadras de su casa. Su padre hacía changas de albañil, su madre trabajaba como empleada doméstica en casas particulares y en una organización barrial, y dos de sus hermanos en el frigorífico lindero al barrio. La madre valoraba el trabajo de sus hijos en el frigorífico pues consideraba que los alejaba de la junta y les daba un trabajo en blanco y estabilidad económica.
Gaby, su madre, me contó cómo fue que llegaron a vivir al barrio San Jorge:
Desde que tenía 13 años estoy en San Jorge viejo, en el sector nuevo. Antes vivía en la villa Victoria, en Santa Rosa, atrás del cementerio. Ahí vivieron mis padres. Y a los 13 me mudé con mis tíos, mis tíos me trajeron. Era todo campo, todo campo. Yo tengo 42. Vivía con mis tíos, mis tías, mis primos. Viví con ellos, y a los 16 años lo conocí a mi marido. Él era de San Jorge también. Trabajaba con mi tío. Nos pusimos de novios, me embaracé a los 17, ahí nos fuimos a vivir a la casa de la abuela de él, que era de San Jorge también. Y ahí la tuve a Virginia, la mayor que tiene 25. Después hicimos una casita ahí, en el lugar de la abuela y construimos una casita de canto, así ladrillo de canto con él. Era una piecita, una cocinita. Teníamos un lavarropas, me acuerdo que mi marido compró. Y también vino mi cuñado de Rosario con los hijos. Y después hubo una oportunidad de una compra de una casa. Y me acuerdo que esta señora nos dio a pagar la casa, le dimos el lavarropas como parte de pago y una cierta plata (…) Y después de ahí compramos nuestra casa y ahí empezaron a venir todos los demás: Virginia la de 25, Florencia la de 23, Ricardo el de 22... (18-03-09).
En San Jorge vivían a dos cuadras de el río, en una casa “grande y cómoda”, hasta que una noche, mientras todos dormían, “entró una bala por la ventana” y Gaby tuvo “que saltar de la cama y tirar[se] debajo de la cama. Esconder[se], de todo”. No fue una agresión dirigida hacia su familia sino que “se tirotearon” en su calle entre los jóvenes que robaban autos. Allí Gaby tomó la decisión de mudarse. “Fui a verla [a la presidenta de la cooperativa barrial] y le dije que si había una casita para acá [barrio Hardoy]. Había en ese tiempo el intercambio, y me dijo que no, que no había. Y le dije que por favor, que yo quería salir de ahí, que ya no daba más, que casi nos mataron” (18-03-09).
Para la mamá de Magalí la mudanza no solo significaba “cruzar del otro lado” de la ruta 202 y vivir en un “barrio más tranquilo”, sino una “mejora” respecto de su vida social y a la de sus hijos, incluso a pesar de los esfuerzos económicos, físicos y emocionales que implicaba el cambio. “Ya venían criándose mal. Mala junta, y todo eso. Yo veía que no adelantábamos. Y yo no quería saber nada, mientras ellos decían: ‘No, mamá, vos estás loca’. Nadie [quería mudarse], todos en contra mía” (18-03-09). A pesar de la oposición familiar, Gaby se anotó en el listado de casas que administraba la cooperativa barrial. “Entre la cooperativa y la municipalidad” decidían qué personas se iban a relocalizar y consideraban especialmente a “los que tienen hijos casados, los que estaban en lugar donde se iban a poner plazas, los que quieren mejorar” (17-02-06).
Un día, la presidenta de la cooperativa le informó que había un terreno disponible en el barrio Hardoy para que se mudaran. “Nunca me voy a olvidar. Me dijo: Mirá. Esta señora no puede cruzar al otro lado porque es sola, tiene hijos, no puede pagar los impuestos. (…) Esa chica te vende la base del terreno. (…) ¿A vos qué te parece? Y bueno, pagaré la base. El día de mañana lo levanto, pensé. Pero nunca iba a pensar que [desde el PROMEBA] me iban a hacer tirar la base para poder hacer la casa” (18-03-09)
Magalí, su madre, su padre y sus cinco hermanos siguieron viviendo en San Jorge mientras pagaban en cuotas los cimientos de su futura casa a una vecina que no podía pagar los impuestos del barrio nuevo en proceso de “legalización”.
Cuando “entró el Promeba”, una de las trabajadoras sociales del municipio le dijo: “Si vos vas a levantar por tus medios, no sé si te entra el gas. Te lo vas a tener que pagar vos. Y yo estaba entre la espada y la pared, y estaba entre este cimiento que era grande para la familia que yo tenía que es grande, numerosa. Ahí tuve… era como que me estaban arrancando el corazón cuando lo estaban tirando, pero sucedió así” (18-03-09).
La familia tuvo que derribar los cimientos construidos para poder recibir una “vivienda social” con gas; es decir, un monoambiente de 27m2 con conexión a todos los servicios básicos. En San Jorge había agua corriente, cloacas y electricidad; por lo que en relación con los servicios básicos la diferencia entre un barrio y el otro era el acceso a la red de gas; lo que implicaba mejorar la forma de cocinar, calentar el agua para higiene diaria, y calefacción; el cambio no solo implicaba mayor comodidad, sino que beneficiaba la economía familiar pues el gas de red era más barato que el gas envasado.
Una vez que el “módulo habitacional” estuvo terminado, Magalí, sus padres y sus hermanos debían abandonar San Jorge para habitar la casita nueva. A pesar de este “acuerdo” con el equipo del PROMEBA, María, la hija de 19 años, no quiso dejar la casa. Luego de dos días de “ocupación” junto a su novio –de la vivienda en donde había vivido desde su nacimiento– y de discusión familiar, una trabajadora social del municipio acordó “una mediación”: como María no quería mudarse al barrio Hardoy con su familia ni tampoco quería mudarse con la familia de su novio, el municipio le daría a la joven dinero para pagar un alquiler temporario como una forma de persuadirla para que “liberara” la vivienda. Finalmente, al cabo de dos días María dejó su casa, usó el dinero para otro fin y se mudó a la casa de su suegra en el barrio San Jorge. Entonces, la casa fue derribada. Como la madre figuraba como la “adjudicataria” de la nueva vivienda, fue sancionada con una multa por “haberse ido con conflicto” (28-09-06). María se quedó en la casa familiar de su novio en San Jorge hasta que al año siguiente nació su primer hijo, al tiempo se separó de su pareja y volvió a vivir con sus padres y su pequeño hijo, pero esta vez a la vivienda nueva en el barrio Hardoy.
Gaby me dijo, con enojo, que pensaba que la multa debió haber estado dirigida a su hija María y no a ella; sin embargo, María no era considerada un interlocutor válido para el programa, sino solo en calidad de “hija de” o “miembro del núcleo familiar” de Gaby, que era la persona “adjudicataria”. Cuando le llegó la multa, María ya había vuelto a vivir con su madre: “Se enojó, me dijo que no pague nada y hasta me sacó la chequera”, me contó Gaby (28-09-06). La chequera era para pagar las cuotas mensuales y saldar la multa. Sus dichos no solo daban cuenta de la “sanción” por parte del PROMEBA, que ella entendía que tenía que saldar para poder tener la escritura, sino de su rol como madre en el espacio doméstico; es decir, de cómo “la relocalización” afectaba sus sentimientos y emociones.
Vale observar las diferencias de criterios y opiniones entre los hijos y los padres en relación con el barrio. La madre consideraba que San Jorge era mala junta para sus hijos, y ese fue uno de los motivos por los que insistió en la mudanza. Ni su esposo ni sus hijos estuvieron de acuerdo con la decisión, al punto que una de sus hijas la resistió “ocupando” por unos días su casa, lo que ocasionó que el PROMEBA sancionara a Gaby con una multa. Luego de una pelea familiar y una negociación por parte del municipio, María se fue a vivir con su novio y su suegra, es decir, otro cambio de “rutina e historia espacial” (Nespor, 1997) no solo para Magalí, sus padres y hermanos sino también para el novio y su familia que residían en San Jorge.
La familia vivió un año y medio en un monoambiente con las dificultades que se generan siendo cinco adultos y tres niños en una vivienda de 27m2: discusiones, incomodidad, falta de privacidad, falta de espacio para guardar sus pertenencias, etc. Gaby me contó que durante esa época uno de sus hijos pasaba más tiempo en la calle porque se peleaba mucho con sus hermanos, que una de sus hijas estaba más tiempo en la casa del novio que en su casa, que ella quería colocar el piso de cerámica porque eran tantas personas circulando en tan poco espacio que la casa estaba siempre sucia, que guardaban toda la ropa en bolsas y que sus hijas no encontraban qué ponerse. También me dijo que la casa anterior era más grande, tenía tres cuartos “grandes” y una cocina-comedor, comparación que sus hijos le reprochaban constantemente.
A mediados del 2006, “las cooperativas de trabajo” les construyeron “la ampliación” del “módulo básico”. Según los criterios que se establecieron en el marco del PROMEBA, la familia de Magalí estuvo entre las primeras quince “con prioridad” para recibir las ampliaciones por el grado de “hacinamiento habitacional”, sobre todo por la cantidad de adolescentes y jóvenes, siendo Magalí -de diez años- la más pequeña, o, como sostenía Gaby, por ser una “familia numerosa” (18-03-09). Los padres optaron por la obra de dos cuartos pequeños, entre las dos únicas opciones posibles.
La convivencia en esta última etapa de construcción, que duró aproximadamente dos meses, resultó aún más difícil por la presencia de los obreros en la vivienda y por la suciedad de la obra. Gaby compró los cerámicos para el piso de uno de estos cuartos sin terminar por “la higiene… porque somos muchos y hay mucho tránsito”, me dijo una vez que la encontré en la calle dirigiéndose a un hipermercado a comprar los materiales y yo me encontraba en una de las “recorridas por el barrio” como técnica. Entonces, le pregunté si estaban contentos con las ampliaciones y me dijo que “sí, era otra cosa”, que estaban más cómodos, que ahora ella y su marido “tenían su propia pieza”, pero que le había “quedado chica, que apenas le entraba la cama por la puerta”. Le pregunté entonces si pensaban “ampliar” la casa, y me dijo que “la de 20 y el de 22 querían hacerse las piezas arriba”, refiriéndose a los hijos mayores (28-09-06). En ese momento, recuerdo haber compartido su alegría, aún sabiendo que a pesar de “la ampliación” la casa seguía siendo pequeña para “la familia”. Mi alegría estaba sustentada además por mi mirada como técnica en tanto veía detrás de los esfuerzos de “la relocalización” las “ventajas y beneficios” de tener una vivienda “legal” y entendía que las ampliaciones que las familias pudieran hacer tendrían mayor valor, no solo en el mercado inmobiliario, sino como una “seguridad” ante el fantasma del “desalojo” que, si bien hacía varios años no se implementaba en la zona, aún persistía en el imaginario social. Con el tiempo, la hermana mayor construyó una habitación en el primer piso, los padres ampliaron el living hacia el frente de la casa, y años más tarde se extendieron hacia el fondo del terreno.
En paralelo a mis actividades como parte del equipo de campo en la ONG, entre enero y julio de 2007, realicé trabajo de campo con niños y niñas de entre 7 y 12 años. Los convoqué a participar de un taller, en la biblioteca infantil del barrio Hardoy, Biblioteca El Ombú, con la cual estaba vinculada desde hacía tres años como voluntaria. Mi propuesta consistió en una reunión semanal, por fuera del horario de las actividades regulares de la institución, con el fin de armar un periódico barrial, que llamaron El Periódico de los Chicos. Cuarenta y tres niños participaron de, al menos, una reunión en el ámbito del taller, y hubo un grupo de alrededor de diez niños que asistió con regularidad durante los seis meses de periódico. La metodología de trabajo en los diferentes encuentros mantenidos con los niños consistió en: observación participante, entrevistas abiertas, y conversaciones individuales y grupales en el espacio de la biblioteca, en la calle caminando hacia algún sitio, en instituciones barriales y/o en sus casas. Tomé notas de algunos intercambios –en el momento y a posteriori– y grabé otros. También analicé el material gráfico –dibujos, anotaciones, juegos, entrevistas, fotos– que los niños elaboraron para los tres periódicos realizados.
En uno de los encuentros del Periódico de los Chicos, les propuse a los niños conversar sobre “los cambios a partir del PROMEBA” con el fin de generar un escrito para publicar en una revista que se entregaría en el “Taller de Cierre” del programa a fines de 2007. Participaron de la conversación, que se desarrolló en la biblioteca, trece niños y niñas de los barrios Hardoy y San Jorge, y de los barrios linderos: La Paz y Héroes de Malvinas.15 Magalí fue una de las que más habló. Su relato me sorprendió, se refirió con claridad a las contradicciones de este tipo de “intervenciones”.
Andrea (pregunta a Magalí): ¿Cómo era antes San Jorge?
Magalí: Un desastre (contesta sin dudarlo).
Andrea: ¿Y cómo es ahora Hardoy?
Magalí (con cierto enojo): También, para mí, sigue siendo un desastre.
Andrea: ¿No cambió nada?
Magalí: ¿Acá?, ¿este barrio? Para mí, es tranquilo este barrio.
Andrea: ¿Qué diferencia ves entre el barrio anterior y este? (pregunta queriendo indagar sobre los “beneficios” del PROMEBA).
Magalí: Mucha. Acá hay un poquito más de paz que allá.
Andrea: Las casas y eso… ¿qué diferencia ves entre las casas?
Leti (que vive en el barrio San Jorge): Allá es de dos pisos y acá es de uno solo.
Karin (otra niña que también vive en el barrio San Jorge): Magalí, ¿no que era mejor vivir en San Jorge que vivir acá? ¿No que era más grande? Antes eran más grandes los terrenos.
Andrea: ¿Por qué se mudaron?
Darío (haciéndose el gracioso y enojando a los chicos que vivían en San Jorge): Porque era muy quilombero.
Karin (considerando que ella vivía en San Jorge, confronta a Darío): Porque tenía ganas de mudarme.
Facundo (niño de siete años que se mudó al barrio Hardoy, en modo chistoso): Porque había mucha caca ahí.
Karin (poniéndose del lado de Magalí): Porque algunos querían.
Facundo: Son todos quilomberos los de San Jorge.
Andrea (con intención de cambiar el tono de confrontación del diálogo): ¿Quién decidió que se mudaran?
Magalí: Nuestros padres. Mi mamá quiso venir acá.
Andrea: ¿Por qué?
Magalí (haciendo una pausa entre las diferentes explicaciones): No sé. Porque se agarraban a los tiros. Porque en la esquina había una casa.
Andrea: ¿Te gusta vivir acá?
Magalí: No, me gusta vivir en San Jorge.
Leti (con tono de reclamo): Pero el papá no quiere [volver a San Jorge]. A ella le gusta pero el papá no quiere.
Andrea: ¿Sus padres están contentos de vivir acá?
Magalí: Sí.
Andrea: ¿Todos están contentos? ¿Por qué piensan que sus padres...?
Magalí: Porque podés quedarte en la calle.
Andrea: ¿Ustedes realmente se sienten que viven en barrios distintos o es como si fuera el mismo barrio?
Leti (sin dudarlo): Es el mismo barrio.
Karin: Es lo mismo.
Magalí: Para mí, no es lo mismo porque allá están arreglando las calles, pero hay como muchos pozos, pero acá no.
Karin (con tono conciliador): Es lo mismo las calles, pero no el pozo.
Andrea: ¿Ustedes tienen amigos en un barrio y en otro?
Magalí: Sí.
Facundo (con entusiasmo): Sí, yo tengo un montón en San Jorge.
Darío: Tengo una banda.
Andrea: ¿Te sentís distinta por vivir en Hardoy?
Magalí: Sí.
Andrea: ¿Por qué?
Magalí (con cierta nostalgia): Porque me la pasaba con mis amigas y acá no.
Leti: Acá no tiene muchas amigas, se tiene que ir hasta San Jorge a buscar amigas.
Andrea: ¿A cuántas cuadras está San Jorge? ¿Son cinco cuadras...? ¿Es tan complicado caminar cinco cuadras?
Magalí (a modo de queja): No, porque están todos los pibes.
Andrea: ¿Las luces de noche?
Magalí (enojada): No anda ninguna. Acá [en el barrio nuevo] tampoco. Un día se prenden y otro día se apagan.
(Nota de campo, 1-06-07).
Este registro pone en discusión la relación “nosotros-otros” o “relocalizados-no relocalizados”, y así el sentido de pertenencia barrial; la distinción y estigmatización del “otro no relocalizado” –el que reside en el barrio San Jorge– cuestiona su pasado reciente, sus recuerdos y sus vínculos sociales vigentes; los lazos afectivos más allá de las fronteras políticas de cada barrio. Los niños ponen en evidencia que los barrios comparten una temporalidad, que los “relocalizados” mantienen redes de interacción con los “no relocalizados”, y que el “reordenamiento” y transformación física interfiere en sus rutinas y experiencias cotidianas.
Magalí dice que sus “padres están contentos de vivir acá porque podés quedarte en la calle”. Sostiene que San Jorge “era un desastre. Mi mamá quiso venir acá [a Hardoy], porque se agarraban a los tiros. Allá [San Jorge] están arreglando las calles, pero hay como muchos pozos, pero acá no. [Hardoy] para mí sigue siendo un desastre. Acá hay un poquito más de paz que allá”. Magalí expresa: “No me gusta vivir acá, me gusta vivir en San Jorge. [En San Jorge] me la pasaba con mis amigas y acá no porque están todos los pibes y a la noche no anda ninguna luz” (1-06-07). En esta conversación, Magalí estaba dialogando principalmente con Karin y Leti, dos niñas de su misma edad -11 y 12 años- que viven en San Jorge, y que adoptaron una actitud “defensiva” del barrio San Jorge frente a lo que opinaban los demás niños pues se generó en la conversación un enfrentamiento verbal entre los habitantes del barrio Hardoy, en su mayoría “relocalizados”, y los habitantes del barrio San Jorge, “no relocalizados”.
Al mudarse al barrio Hardoy, el nuevo circuito implicaba para Magalí pasar por la esquina en donde se juntaban un grupo de pibes con los que sus hermanos mayores tenían “problemas” y le “decían cosas” cuando pasaba por allí: uno de sus hermanos varones tenía “problemas de droga con los pibes de la esquina”; su hermana de 14 años no podía ir a San Jorge porque estaba de novia con un chico que “tuvo un problema con una piba” que le costó “una cuchillada” en el estómago (12-03-08). Gaby, su madre, tampoco iba con frecuencia a San Jorge porque “solo le quedó una prima viviendo allí” y la “deprime porque está todo deteriorado”; a pesar de haber vivido allí desde su adolescencia, solo va a comprar lavandina de vez en cuando.
“La relocalización” le supuso a Magalí cambiar el recorrido diario para ir al apoyo escolar y para visitar a sus amigas ya que no podía pasar por una esquina de la entrada del barrio San Jorge. Pese a vivir a seis cuadras de distancia de donde vivía antes, “la relocalización” le significó alejarse de sus afectos, de su red de amistad, y la necesidad de reconstruir sus “rutinas espaciales” (Nespor, 1997).
Partiendo del concepto de “espacio vivido” de De Certeau (2000), Nespor considera que el espacio es experimentado y en constante reordenamiento por aquellos que lo recorren, y sostiene que para comprender las posiciones de los pobladores hay que considerar no solo el espacio sino su historia, y así este autor habla de “historias y rutinas espaciales”. En este sentido, al referirse Magalí –y los otros niños– al cambio de barrio y cómo éste afectó sus circuitos cotidianos está dando cuenta de sus hábitos espaciales pasados y presentes, del distanciamiento de sus amigas, de las restricciones y disputas territoriales, de “flujos de prácticas que organizan las relaciones sociales” (Nespor, 1997: 195) afectados por la “relocalización”. El concepto de Bartolomé (1985) de “costo social” también se asocia a estos cambios ya que implicó en esta niña, y en su familia, un impacto en “el sistema de reciprocidades” y en la “organización del grupo doméstico”.
Otros niños también señalaron que “la relocalización” afectó sus prácticas cotidianas. Mientras esperábamos sentados en la puerta de la biblioteca a que llegaran otros niños a la reunión del periódico, y mientras su hermanito y otros dos niños juntaban saltamontes en el jardín, Felipe, un chico de 10 años, me contó sobre cómo le iba en la nueva escuela. Felipe y su familia se mudaron de una casa en el barrio La Paz a una casita nueva en el barrio Hardoy, y esto derivó también en un cambio de escuela: “Antes iba a la 19 y me tenía que tomar un colectivo. Mi mamá me acompañaba hasta la parada. Cuando salía le pedía una moneda a mi hermana que tenía un kiosco enfrente de la escuela, y ella me daba para volver, ahora puedo ir caminando”. Asimismo, me comentó entonces que ahora vive más lejos de la casa de su abuela: “No la veo todos los días [a mi abuela que vive en el puente]. Cuando vivíamos en La Paz estaba más cerca” (2-03-07).
Karin señaló en la conversación sobre los “cambios a partir del PROMEBA” que “Antes [de que su primo se “relocalizara” a una casita nueva] tenía que hacer dos pasos de mi casa [para ir a lo de mi primo que vivía en el mismo barrio San Jorge] y ahora tengo que venir para acá [al barrio Hardoy]” (1-06-07). La Ruta Nacional 202 divide al barrio San Jorge de los otros –no así en el caso del barrio La Paz–, y muchos padres no dejan que sus hijos crucen la ruta solos por la afluencia y velocidad del tránsito pues varias líneas de colectivos pasan por este camino, además de camiones y autos particulares.
El impacto en las vidas de los pobladores y valoración del proceso de relocalización difiere en función de su contexto familiar, prácticas cotidianas, caracteres, posición social dentro de el barrio, etc.: a Magalí la alejó de sus amigas y a Karin de su primo; a Felipe también lo alejó de su abuela pero hizo que estuviera más cerca de su escuela y no tuviera que pagar más el colectivo.
Estos testimonios muestran que si bien “relocalizar” a una familia a cinco o seis cuadras de distancia puede ser considerado geográficamente “cerca” para un programa de gobierno, y así no interferir con la “red socio-comunitaria existente” –como lo indica el punto 9 del “Acta de Relocalización”–, para los residentes puede implicar importantes cambios en sus vidas cotidianas,16 como el cambio de escuela, tener que pasar por una esquina determinada, o el alejamiento de amigos o familiares, sobre todo, en un barrio donde la mayoría de sus pobladores se mueven a pie.
Los ejemplos aquí expuestos demuestran además que los niños son los más afectados por la “relocalización” pues, a diferencia de los adultos, se mueven en un radio próximo a sus casas ampliando su circuito solo en vinculación con sus redes sociales y de recursos. Los niños del barrio se mueven generalmente solos desde muy chiquitos y establecen sus rutinas espaciales en función de sus afectos y de sus hábitos cotidianos, por ejemplo, cuando van a comprar a los negocios vecinos.
El mapa oficial municipal no se corresponde con el mapa que los sujetos trazan, es decir, el mapa del PROMEBA señala “lotes” sin considerar la trama de relaciones que configuran los barrios ni los caminos recorridos por los sujetos; los pobladores señalan la importancia del mapa de sus afectos y prácticas cotidianas, mapa que atraviesa los diferentes barrios en los que habitaron y habitan, sin reparar en los límites geopolíticos.
“La relocalización” como una de las acciones del “Programa de Mejoramiento de Barrios” no solo implicó el traslado de más de 100 “familias” de un “barrio” a otro, la “seguridad en la tenencia de las tierras”, la construcción de viviendas con servicios, o el “esponjamiento” del barrio San Jorge, sino que impactó sobre las redes sociales de el barrio y sobre los espacios de interacción afectando las distancias físicas y sociales, obligando a que los niños y adultos reconfiguraran sus rutinas diarias ante los cambios que -como expuse- no son solo físicos sino también y principalmente sociales.
Vimos que los lazos de parentesco y de amistad atraviesan las fronteras geopolíticas de los barrios dando cuenta de una historia compartida que configura el barrio. La forma de experimentar “la relocalización” por parte de los habitantes muestra que el inicio y el final del programa de gobierno se va entrelazando con otros acontecimientos, con historias y geografías personales y colectivas, indicando que no se puede explicar “la relocalización” como una relación de causa y efecto. En este sentido, los pobladores organizan el espacio social de una forma dinámica, que contrasta con el espacio de la planificación urbana racional basado en un diseño determinado, que se ajusta a un proceso lineal, según un “cronograma de obra”, “beneficios”, resultados y agenda de temas “a tratar”.
Mientras el PROMEBA planifica acciones para ordenar el “espacio público” y el “espacio privado”, entre “viviendas sociales”, “calles que se deben abrir”, “familias”, o “casos de irregularidades”, es decir, acciones colectivas que homogeneizan a los pobladores y suponen una estabilidad espacio-temporal, los habitantes dan cuenta de emociones, conflictos al interior de sus familias, sentimientos de sujetos que habitan un espacio social y una temporalidad en constante movimiento.
A partir de esta historia familiar resalté la importancia de valorar “la relocalización” en función de cómo afecta a los miembros de una “familia”, es decir, dando cuenta que el impacto de estas acciones es experimentado como parte de una dinámica y vitalidad que se centra en los lazos afectivos y emocionales de los habitantes. Considerar las relaciones afectivas es un aspecto vital para comprender “el sentido de pertenencia” de las personas, sus actitudes hacia su ambiente cotidiano (Den Besten, 2010) y las formas de habitar los barrios afectados por procesos de relocalización. Este artículo puso de manifiesto cómo un mismo programa generó reacciones y emociones diversas, incorporó el conflicto como constitutivo de las relaciones sociales enfrentando a integrantes de una misma familia, y modificando las rutinas tanto de la “familia relocalizada” como de otra “no relocalizada”.
Vimos cómo los niños y los adultos señalan los costos de las políticas públicas de “reordenamiento urbano” que afectan y reorganizan el espacio doméstico y las vidas de las personas cuestionando el orden urbano que impone el programa de gobierno más allá de las relaciones y vínculos sociales y afectivos. Así, los residentes muestran que los procesos de relocalización son conflictivos, traumáticos, y que la implementación de estas políticas públicas desorganiza sus vidas, aún cuando reconocen el valor que tienen los servicios y la infraestructura física. Los técnicos, especialmente los del “equipo de campo” –que son quienes más están en el barrio-, no están ajenos a estas tensiones y sus acciones dan cuenta de sentidos y prácticas ambivalentes.
Poner el énfasis en el “costo social” (Bartolomé, 1985) de las intervenciones urbanas pone de manifiesto las estructuras de apoyo económico y social de los barrios en el proceso de urbanización, y especialmente los soportes afectivos de los pobladores. Incorporar la forma de organizar, sentir y vivir el espacio social de los pobladores debería ser parte integral de la planificación y ejecución de los programas de relocalización (Carman et al, 2014). Conocer y reflexionar sobre lo que les sucede a los sujetos involucrados en la implementación de las políticas públicas contribuye a comprender los procesos de urbanización y a buscar caminos para transformar las ciudades contemplando y visibilizando la perspectiva de los pobladores.
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Magíster en Antropología Social (IDES-IDAES/UNSAM) y Licenciada en Ciencias de la Comunicación (UBA).
Utilizo comillas para expresiones técnicas del ámbito urbano, e itálicas para expresiones de los pobladores, ambas consideradas como voces nativas.
Mi tesis titulada “Políticas que “ordenan” territorios y sujetos. Etnografía sobre un proceso de urbanización” fue adaptada y publicada como libro en 2016 bajo el título “Ciudades a Pie. Una etnografía sobre un proceso de urbanización”.
Utilizo solo itálicas para expresiones nativas de uso cotidiano de los habitantes de los barrios analizados, y uso itálicas y comillas para expresiones nativas individuales.
Durante el proceso “formal” de urbanización que se inició en la década del 90´, la Cooperativa de Vivienda y Consumo Nuestra Tierra Limitada (la cooperativa) se convirtió en la organización que concentró la información respecto a los solicitantes de viviendas y ofertas disponibles, con el fin de controlar la expansión territorial y de vivienda de la población y evitar el ingreso de personas que no fueran del barrio.
Hasta diciembre de 2015 el PROMEBA estuvo bajo la dependencia del Ministerio de Planificación Federal, Inversión Pública y Servicios, disuelto por la nueva gestión de gobierno del Presidente Mauricio Macri.
Las “mesas de trabajo” son “espacios de participación y gestión comunitaria” periódicos en donde se juntan técnicos, representantes del municipio, “delegados barriales” y “vecinos” adultos -y eventualmente la empresa constructora u otro actor participante del programa- y se discute sobre los avances de las obras, se hacen consultas, se informa y planifican estrategias de trabajo, se cita a los “beneficiarios”, etc.
Con investigaciones que proponían un enfoque relacional de los procesos políticos (Massey, 1994; Kuper, 1972; Douglas, 1986; Frederic, 2005) pude analizar cómo desde el PROMEBA se define a los residentes: “vecinos”, “beneficiarios”, “adjudicatarios”, “relocalizados”, “delegados” en función de su “participación comunitaria” y adoptar una mirada crítica sobre “los conceptos funcionales al universo de las políticas públicas” y que solo atienden a uno de los términos de la relación –“pobres”, “villeros”, “excluidos”, “grupos vulnerables”. Estas “categorías políticas” dan cuenta de las relaciones de poder entre los actores y también de los “procesos mediante los cuales se entablan las luchas que definen esas categorías, y por consiguiente, la expulsión o inclusión de agentes de ellas” (Frederic, 2005: 164-165). Cuestionar esta perspectiva y advertir otros posicionamientos en el espacio barrial me abrió la mirada a otras formas de participación política más allá de las propuestas desde la urbanización oficial y sin la mediación de técnicos, organizaciones barriales o “delegados”.
A modo de ejemplo, en la “matriz de financiamiento”de “inversiones” que figura en la página del PROMEBA se señalan los siguientes montos (en miles de US$) para cada “componente”: “Componente 1: Legalización de la tenencia de la tierra”: 2.927 (0,66%). “Componente 2: Provisión de infraestructura, equipamiento y saneamiento ambiental”: 390.176 (87,68%). “Componente 3: Incremento del capital social y humano”: 29.246 (6,57%). “Componente 4: Fortalecimiento de la capacidad de gestión”: 11.410 (2,56%). Y “Administración”: 11.241 (2,53%). de un total de 445.000 (100%). Los porcentajes son elaboración propia. (Documento electrónico: http://www.promeba.gob.ar/programa.php acceso 1 de octubre de 2014).
Los trabajos de Bermúdez (2009), Elorza (2009) y Sanín Santamaría (2008), que evalúan programas de urbanización desde una mirada social, si bien reconocen algunos aspectos positivos de los programas de transformación y “mejoramiento” de los barrios, también dan cuenta de sus tensiones señalando que la homogeneidad en el diseño de los barrios, instituciones y viviendas desconoce las necesidades habitacionales, modalidades de uso del espacio, identidad y cultura de los pobladores.
El desafío de abordar el proceso de urbanización desde una mirada diferente implicó repensarme en mis actividades como técnica –cercana al ámbito del trabajo social-, y también me exigió la necesidad de revisar mi modo personal de conocer y experimentar el barrio y así la ciudad. En este recorrido por desnaturalizar categorías incorporadas en mi discurso cotidiano laboral, tales como: “relocalización”, “mejoramiento”, “barrio”, “intervención”, “participación”, “delegado”, “vecino”, etc., utilicé el recurso de entrecomillar los términos propios de mi actividad laboral –muchos utilizados además desde el sentido común- para distinguirlos de los de otros interlocutores. Este recurso me sirvió para hacer dialogar el discurso de los técnicos –ámbito en el que yo era una “nativa”- con el de los habitantes de los barrios. Mantengo esta forma de enunciar y distinguir los diferentes discursos en este artículo.
Los nombres de los protagonistas de este artículo son ficticios.
En relación, es útil el concepto de home de Rybczynski como un concepto que no solo designa un “lugar físico” sino también un “estado de ser”, de residencia, refugio, de propiedad y de afecto (1991: 71).
Carman et al (2014) desarrollan doce puntos que consideran elementales para “conciliar los derechos con la cultura” en los procesos de relocalización: 1) Derecho a la información; 2) Derecho a un censo responsable; 3) Articulación de los derechos ambientales con otros derechos; 4) Incorporar el horizonte formado por posturas evaluatorias de los afectados; 5) Implementar un dispositivo eficiente de contralor; 6) Derecho a legítima defensa; 7) Derecho a la participación ciudadana; 8) Elección democrática de representantes; 9) Derecho a la conformación de una mesa de trabajo; 10) Seguimiento de las condiciones ambientales y de salud; 11) Derecho a condiciones adecuadas de habitabilidad; 12) Derecho a la urbanización.
Participantes: 9 niños del barrio Hardoy entre 7 y 12 años; 2 niños de 10 y 12 años del barrio Héroes de Malvinas; 2 niñas de 11 y 12 años del barrio San Jorge, y una niña de 9 años del barrio La Paz.
Carman et al (2014) señalan que los procesos de relocalización deben garantizar el “acceso a un ambiente sano”, siendo éste definido por la “satisfacción de las necesidades específicas que cada grupo de afectados define como relevante para la consecución de la vida en un nuevo espacio vital”, no solo implicando el mero acceso a una nueva vivienda. (2014: 115).