Desafíos para una forma de trabajo1
por Renoldi Brígida, Ana Goldemberg, Romina Brabo Guerra, Virginia Bertotto, Martín Figueredo, Ezequiel Ledesma, Laura Verónica Anger, Lucas Gutiérrez, Celso Centurión, María Juana de Haro, Romina Hillebrand, Hernán Ramón Paiva, Ezequiel García Hernán
Renoldi Brígida
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Ana Goldemberg
PPAS/UNaM
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Romina Brabo Guerra
PPAS/UNaM
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Virginia Bertotto
PPAS/UNaM
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Martín Figueredo
FHyCS-UNaM
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Ezequiel Ledesma
UNNE-PPAS
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Laura Verónica Anger
PPAS/UNaM
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Lucas Gutiérrez
DAS-FHyCS-UNaM
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Celso Centurión
DAS-FHyCS-UNaM
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María Juana de Haro
DAS/UNaM
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Romina Hillebrand
DAS/UNaM
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Hernán Ramón Paiva
IESyH-CONICET/UNaM
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Hernán Ezequiel García
IESyH-CONICET/UNaM
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Estas reflexiones han sido compartidas en las IX Jornadas de Etnografía y Métodos Cualitativos realizadas en el IDES en 2020 y comentadas por Diego Zenobi y Julieta Quirós, a quienes extendemos nuestro agradecimiento. Del mismo modo, agradecemos a los evaluadores anónimos por impulsarnos a alcanzar esta versión. También les damos las gracias a Laura Zapata y a Rosana Guber por la invitación a debatir el texto en la inauguración del Seminario Permanente del Centro de Antropología Social del IDES (2021) y, en especial, a Lucía Eilbaum, quien con generosidad supo poner en valor la propuesta y enriquecerla con sus observaciones. Gracias a Cecilia Gerrard y a Peter van Aert por la invitación a debatir versiones anteriores de este texto en la cátedra de Antropología Social de la UNTDF en 2020. Reconocemos también con afecto el aporte de nuestro colega Luíz Figueira Vasconcellos a este artículo.
RESUMEN
Palabras clave: etnografía, experiencias, trabajo de campo, método etnográfico.
The ethnographic anti-method. Challenges for a way of working
ABSTRACT
Key words: ethnography, experiences, field work, ethnographic method.
RECIBIDO: 1 de noviembre 2021
ACEPTADO: 23 de junio 2021
Introducción
La zona autónoma temporal (ZAT) no sólo existe más allá del Control sino también más allá de las
definiciones, más allá de las miradas y nombres y actos de esclavitud, más allá de las entendederas del Estado, más allá de la capacidad de ver del Estado (Hakim Bey, 2018).
Este artículo nació con las reflexiones compartidas en los encuentros regulares de la Zona de Etnografía Marginal2 donde alumnos de posgrado, de grado e investigadores, nos reunimos a pensar problemas que se presentan en el trabajo de investigación y compartimos lecturas en el marco del Programa de Posgrado en Antropología Social de la Universidad Nacional de Misiones. Del encuentro de intereses surgió el proyecto de investigación colectiva titulado “Ilegalismos, fronteras y estados: etnografías sobre movimiento y producción de diferencias en ámbitos urbanos y rurales” (Secretaría de Investigación de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la UNaM, 2019).
El diálogo que los integrantes de este proyecto venimos manteniendo en torno a las especificidades del trabajo de campo etnográfico guía aquí el argumento. Desde este lugar aspiramos a contribuir modestamente con el aprendizaje de la
La Zona de Etnografía Marginal es un espacio de discusión y producción colectiva inspirado en el anarquismo ontológico de Hakim Bey.
etnografía como forma de trabajo. Somos conscientes de la existencia de varios debates sobre el tema y de su probada atención en publicaciones. Sin embargo, sentimos cierta incomodidad en el modo en que fueron compartidos y aprehendidos en los ámbitos de formación a los que pertenecemos y en el ejercicio de la investigación que hacemos. Por ello, abordamos aquí problemas epistemológicos y temas clásicos de la antropología, pero en conexión con situaciones reales que hemos vivido, condensadas en anécdotas significativas por revelar aspectos reiteradamente problemáticos de la investigación.
Con tal horizonte presentamos una serie de reflexiones basada en nuestras experiencias durante la puesta en práctica de la etnografía como estado de encuentro “en” las realidades humanas y sus ambientes. Desde allí es que tomamos distancia de la idea de etnografía como método en el sentido moderno: como procedimiento con algún grado de estandarización de sus actividades y que permite llegar a un fin (Real Academia Española), en este caso, el conocimiento. Proponemos entonces problematizar, por un lado, la metodicidad de la etnografía –es decir, observar el grado en que se halla estandarizada la práctica etnográfica– y, por el otro, cómo cada etnógrafo lleva adelante su investigación a partir de experiencias vividas, muchas veces no previstas ni propiciadas como pasos de un método. Para este fin reunimos a anécdotas que emergen del trabajo de campo y resultan reveladoras por permitirnos elucidar aspectos de nuestra forma de trabajo: identificar situaciones que producen insights para la reflexividad, formas de afectación, cuestionamientos a nuestro sentido común, reconocimiento de la influencia de nuestros bagajes teóricos y de la formación académica, entre otros aspectos.
El trabajo etnográfico presupone y promueve acciones que suelen ser reconocidas como parte de un “método”: observación participante, co-residencia por tiempo prolongado con la población en estudio, dominio de la lengua vernácula, captación de la perspectiva nativa o punto de vista del actor, conversaciones espontáneas, entrevistas abiertas y no dirigidas, montaje de genealogías, confección de notas, registros de campo. Veremos que, aunque el investigador y la investigadora conozcan todas las técnicas o procedimientos de investigación existentes, nunca puede anticipar cuál abrirá o cerrará el camino del aprendizaje.
Hacer etnografía supone desarrollar una intuición que, como propone Ingold, no es contraria a la idea de ciencia o de razón. Para este autor, la comprensión intuitiva se sostiene en las habilidades de percepción que emergen al habitar y desarrollarse en un medioambiente históricamente específico para todos los seres (Ingold, 2000). La intuición como herramienta problematiza la visión positivista del método y nos invita a reivindicarla en nuestra forma de vivir, conocer y relatar el mundo. No poder anticiparse a lo que va a venir con el trabajo de campo, ni a lo que la experiencia hará de cada unx, pone en suspenso la convicción de que la aplicación de un método garantiza productos semejantes en contenido. La discusión que aquí planteamos órbita sobre las peripecias propias del quehacer etnográfico, las cuales –sea en forma de dificultades, escollos u obstáculos, aunque también como fuentes de reflexión, crítica e inspiración– ponen de manifiesto ciertas características que harían de la etnografía una forma de trabajo artesanal más creativa e inventiva que metódica (Sabino, 1992). O lo que nos inspira más, un antimétodo.
Anecdotario anarco-etnográfico
A pesar de ser subestimadas en el marco de la academia por su carácter personal, las anécdotas nos sirven como puntapié para algunas reflexiones. Las experiencias vividas en el trabajo de campo y fuera de éste se vuelven paradigmáticas, ya que ponen en evidencia que la forma de hacer no está diseñada de antemano, aunque esto tampoco significa que se decante por una improvisación absoluta. En todo caso, el rumbo de la investigación nos lleva a plantearnos la importancia de lo inesperado como parte inherente del recorrido, viejo amigo de la tradición antropológica y conocido como “imponderables de la vida real” (Malinowski, 1986). Por lo tanto, proponemos que sean las anécdotas las que nos permitan discutir y reflexionar en torno a la idea de método y, consecuentemente, de la especificidad de la etnografía. Optamos por esta manera de acercarnos al trabajo de campo sin la intención de arrancar de sus escenarios de significación los fragmentos narrativos que evocan momentos distinguidos en la experiencia etnográfica. Aclaramos también que la propuesta no implica hacer etnografía de las anécdotas. Si bien cada una de ellas evoca un universo etnográfico, las posibilidades para describirlas en su complejidad escapan a nuestro propósito didáctico de repensar el método. Para ello elegimos presentar varias situaciones que dan cuenta del amplio abanico de vivencias significativas para la reflexión, y dejamos para otro momento el desarrollo exhaustivo de cada una.
La etnografía, como experiencia multidimensional y polimorfa (en el tiempo, el espacio, en la memoria y los conceptos; en ideas, cuerpos, estados y sentidos), riñe con los modos de verificación estándar de la ciencia, anclados a una episteme que se definió como occidental, moderna y universal, además de antropo y logocéntrica. Alrededor de los términos ciencia y método se han construido las nociones de rigurosidad, objetividad, cientificidad, que implican la aplicación de procedimientos estrictos, verificables y hasta cuantificables. Pero, ¿podríamos decir que existen fórmulas para conocer las redes en las que se conectan los mundos humanos y los otros?
En este sentido, “las reglas que favorecen o entorpecen el trabajo científico no son de oro sino plásticas; más aún, el investigador rara vez tiene conciencia del camino que ha tomado para formular sus hipótesis” (Bunge, 2019: 32). Por este motivo, la investigación científica “puede planearse a grandes líneas y no en detalle, y aún menos puede ser regimentada” (ibidem).
Es sabido que los parámetros para definir lo que es y no es ciencia fueron dados por las ciencias naturales. De allí el esfuerzo del que nace la antropología, para la cual la introducción a los Argonautas del Pacífico Occidental ha sido la expresión más calificada de sistematización de un método etnográfico / antropológico moderno. Sin embargo, según el estudioso del mundo chino, Marcel Granet (2013), el método es el camino después de haberlo recorrido. Si de eso se trata, cuando hacemos un estudio, una investigación cualitativa o etnográfica, estaríamos hablando de un relato acerca de ese camino, de ese recorrido. ¿Por qué y cómo habría de convertirse en pauta, entonces, un camino que aún se estaría por hacer? ¿Cómo podría establecerse el recorrido de modo previo a la experiencia y cuáles serían sus efectos para la antropología?
De lo imaginado a lo concreto
La etnografía conlleva sorpresas, cambios de rumbo y apertura a las interpretaciones de las personas con quienes trabaja el/la etnógrafo/a, constituidas por detalles significativos de lo que conciben como su mundo e historia. La anécdota que presentamos a continuación nos permite vislumbrar las plasticidades del trabajo etnográfico.
Al finalizar el año 2011, con la idea de realizar su tesis de maestría, Lau llegaba para hacer trabajo de campo a una picada3 rural de Misiones dedicada históricamente al cultivo del tabaco. Tenía en mente un listado de inquietudes que se relacionaban con el impacto del uso de agrotóxicos en la salud de la población. No obstante, desde las primeras charlas con los pobladores sintió que sus intereses iniciales se iban transformando. Las situaciones que le presentaba el “estar en campo” la llevaron a replantearse tanto el tema de investigación como sus objetivos y modos de abordaje.
“Cuando empezamos a cobrar el sueldo...”, “desde que tengo salario...”, “ahora que tengo mi platita todos los meses...”, eran algunas de las frases que oía con frecuencia. Comenzó a interesarse en ese aspecto y descubrió que aludían a las Asignaciones Universales por Hijo y a las Pensiones y Jubilaciones no contributivas, políticas que se habían inmiscuido recientemente en la vida de los pobladores y que eran parte del programa de gobierno llamado “kirchnerista” por sus líderes Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner, presidentes en mandatos consecutivos entre 2003 y 2015.
El estudio de las políticas públicas no estaba en sus planes. De hecho, había denominado a su investigación “vida, trabajo y salud de los productores rurales”. Le llevó unos meses procesar la importancia que tenían estas políticas en la vida de los pobladores, tanto en su cotidianeidad como en sus prácticas agrícolas. Se sintió interpelada por ese imponderable. Fue entonces cuando decidió colocar entre paréntesis sus objetivos iniciales e intentar vislumbrar lo que surgía en el ínterin de sus visitas a campo; además de darse la posibilidad de dejar que los relatos le indicarán por dónde seguir. Se había dado cuenta de que los caminos no estaban predeterminados y que debían pensarse como desprendidos de protocolos rígidos a seguir a rajatabla. Así se sumergiría en una especie de laberinto, sin conocer la salida de antemano. Esa experiencia en el lugar la enfrentó a la necesidad de pensar su tarea antropológica, de mantener una mirada abierta y expectante, y de entrenar la capacidad de una escucha activa que orientase el rumbo de la investigación. Sería el campo el que la llevaría de la mano hacia lo relevante, ya que quizás lo que para ella como extranjera y desconocedora de las dinámicas locales fuera pertinente desde el punto de vista de su investigación científica, no lo sería para la población del lugar. ¡Algo ahí estaba sucediendo y por poco se le escapa!
“Picada” es un término que se utiliza para referirse al camino de tierra colorada que se va abriendo en el monte para poder transitar y que va uniendo las distintas chacras. Son características en Misiones y gran parte de ellas fueron abiertas a fuerza de hombre en tiempos de la llegada de los inmigrantes europeos a la provincia, donde no había caminos aún; a sus márgenes fueron instalando sus chacras y sus casas. Otras fueron abiertas como consecuencia de los frentes extractivos de madera y yerba.
Cono(siendo) el mundo
No es raro oír hablar de “métodos etnográficos”, lo que podríamos calificar como un contrasentido al enunciarse en plural. Incluso en singular el término también contradice la potencia de la práctica etnográfica. La pregunta sobre si la etnografía es un método fue cobrando diferentes grados de complejidad durante nuestras experiencias de campo. Al inicio de esta discusión nos resultaba sencillo afirmar que la etnografía era el método de la antropología social. Sin embargo, en el afán de clarificar nuestros modos de hacer y pensar, no fue suficiente con construir un listado de procedimientos universales de trabajo de campo. Se trató más bien de brindar la posibilidad de abordar de manera inteligible nuestros “cómo”: ¿cómo son nuestros caminos de trabajo?, ¿cómo construimos nuestras relaciones con las personas, tiempos, espacios, mundos?, ¿cómo hacemos a través de y con ellas el campo?, ¿cómo transformamos los eventos de los que participamos y observamos en hechos etnográficos (Peirano, 2008 y 2014)?, ¿cómo alcanzamos nuestros resultados?, ¿qué tipo de conocimiento producimos? Quizá las expresiones que mejor se adecúan para explicar qué es y cómo hacemos etnografía serían del orden de una labor artesanal y creativa, de una forma de trabajo, movimientos plásticos o accesos dóciles a universos múltiples que, tal como afirma Julieta Quirós para el momento de la escritura, también implican innovación conceptual (2014: 47-48).
Evidentemente, los caminos de la investigación no son únicos y no pueden ser definidos solamente por quien investiga. De la misma manera, no existe una realidad objetiva por fuera de quien observa, sino que el mundo es en esa relación de continuidades que lo componen y que nos integra. Esta idea fue desarrollada por Tim Ingold, quien problematiza el modo en que manuales o textos metodológicos separan la observación (que tiene que ver con mirar, escuchar y sentir, dándole una preponderancia notable al ojo y a la visión) de la participación (que implica hacer lo anterior pero viviendo lado a lado y junto con las personas y cosas, dentro de un flujo de actividades). Los manuales suelen alegar que si bien ambas acciones son imprescindibles, no pueden darse en simultáneo. Desde esta perspectiva, la observación estaría marcada por un desapego que permitiría conocer acerca del mundo produciendo datos objetivos. En cambio, la participación, es decir ser en el mundo, sugiere una vinculación que produce datos subjetivos, lo que presupone que existen un sujeto y un mundo que se ponen en relación de conocimiento (Ingold, 2017: 149).
No obstante, como sostiene el autor, en la antropología más que en ninguna otra disciplina se debería ser consciente de que el conocimiento del mundo se basa fundamentalmente en la atención comprometida y las habilidades de percepción que las personas desarrollan en su vida cotidiana a partir de habitar el mundo. Siguiendo este planteo, no puede haber observación sin participación. Encontramos un ejemplo de este ligamen en la siguiente anécdota.
Fernán había decidido trabajar con un club perteneciente a la Colectividad Armenia de Córdoba, para quienes la comida constituye uno de los pilares de transmisión de la cultura armenia. Organizan cenas quincenales con platos considerados típicos de su gastronomía, algunos preparados días previos. En una de sus idas al club, un jueves antes de una de las cenas, sucedió un hecho que consideró relevante. Luego de algunas observaciones, tres mujeres pertenecientes a la Comisión de Damas, consideradas como las “abuelas armenias” que transmiten su saber culinario, se dispusieron a preparar en la cocina varios platos de niño envuelto. Frente a la situación Fernán les preguntó si podía mirar lo que hacían y charlar sobre el plato que iban a preparar. Asintieron sin dudarlo. Al cabo de unos minutos una de ellas le preguntó “¿por qué no te sentás y te ponés con nosotras para ver cómo se hacen?”. Su reacción fue de sorpresa y emoción, no sólo porque le daba gusto cocinar, sino porque además sintió que se involucró más en el campo. Le enseñaron técnicas propias de elaboración y discutieron sobre las cantidades de cada uno de los productos según sus recetas familiares. Al dejar el lugar se sintió gratificado por el trabajo de campo de aquella tarde, había puesto su cuerpo en escena. Reflexionando sobre su experiencia, le pareció un sinsentido determinar si había existido más participación que observación o viceversa, discusiones que se llevan a cabo en manuales metodológicos, pero distan de las circunstancias reales en que se desarrolla la etnografía.
La vida no son los libros
¿A qué tipo de condicionamientos está sujeto el trabajo de investigación en la tradición antropológica? ¿De qué manera lo que ya se ha investigado y dicho sobre los múltiples universos existentes e imaginarios nos obliga a tomar ciertas direcciones en nuestra tarea? ¿De qué depende la innovación en términos de conocimiento? ¿Por qué ciertos temas jamás se han estudiado? ¿Qué condiciona el hecho de que algún día vengan a estudiarse? ¿Cuánto nos desalienta el hecho de que nada haya escrito sobre algo que nos interesa? ¿Estaremos condenados a reproducir, desde diferentes abordajes, lo que ya se ha dicho de varias maneras? La especialización temática es una de las formas de reducir el abanico de posibilidades, y desafortunadamente son las generaciones jóvenes las que se ven afectadas por ello. “No soy especialista en ese tema”, “No me siento capaz de acompañarte”, “Mi proyecto es sobre otra cosa”, son respuestas frecuentes ante las inquietudes de muchos neófitos. Podríamos afirmar que la experiencia etnográfica no tiene especialización. Quizás cualquier antropólogo que sepa hacer etnografía esté en condiciones de dialogar y orientar a un investigador dispuesto a indagar temas nuevos. Pero esto no deja de ser un desafío en un ámbito académico donde las líneas de trabajo definidas en muchos casos se han vuelto tradición. Este fue el caso de Natalio quien, interesado en un tema tan amplio como la llamada antropología jurídica, se fue acercando a los juzgados y a sus rutinas diarias de modo solitario.
Mientras cursaba la licenciatura en Antropología Social en la Universidad Nacional de Misiones escuchaba frases como “la vida no son los libros” o “no todo está escrito”. Cuando se decidió por su campo de investigación comenzó a devorar de manera compulsiva materiales sobre antropología jurídica y textos afines. Su primera actitud fue clara: asentía a cada párrafo, coincidía con los autores, quedaba atrapado en sus relatos y muchas veces en las posiciones teórico-metodológicas que adoptaban con respecto al tema. Se podría decir que realizó su plan de tesis al adecuar toda la literatura que había leído a su tema de interés, y reprodujo conocimiento de otros que iba a condicionar su experiencia de campo. El taller de tesis que cursaba tenía como condición de promoción la presentación de un problema de investigación coherente, ajustado a “un marco teórico” igual de pertinente, que en el futuro cercano se revelaría tan constrictor como una boa.
Avanzado el trabajo de investigación, las cosas, por suerte, fueron cambiando. Ir a los juzgados era para Natalio como ir a las islas Trobriand. Fue cultivando gran curiosidad por los abogados, grandes ausentes en los textos especializados leídos con anterioridad. No obstante, en el campo tenían una presencia contundente: los leía en cada expediente, rondaban por los pasillos de tribunales, se codeaban día a día en los mostradores de las mesas de entrada de las secretarías. Efectivamente no todo figura en los libros, y la omisión de los abogados en ellos había sido una gran revelación. Se trata de actores fundamentales en el proceso judicial, y esta fue la primera decepción que enfrentó a Natalio con el método. De algún modo se fue convenciendo de que la etnografía trata de un proceso creativo en el que la teoría se presenta como un antagonista necesario con el que a la vez se puede dialogar, como notas musicales posibles de ser combinadas en una melodía nueva. Dice Peirano (2004: 348), al contrario de lo que se constata en otras ciencias sociales, los datos etnográficos antropológicos frecuentemente son objeto de reanálisis. En general, el reanálisis ocurre cuando otro antropólogo descubre un residuo inexplicado en los datos iniciales que permite vislumbrar una nueva configuración interpretativa. O cuando un antropólogo acerca datos ajenos a nuevos planteos. En cualquiera de los dos casos, lo que está en juego es la incompletud o la abundancia etnográfica, que molestan menos que el análisis cerrado.
Las narraciones de otros reflejan lo que vieron y también lo que no. Natalio estaba ahí, estaba en pleno campo, quizás menos ingenuamente que en el taller de tesis. Pero la etnografía había empezado antes, en esas primeras lecturas que le mostraron qué hacer y qué no, y cómo multiplicar la atención, estando situado. Leer también es hacer etnografía. Perdidos en un mar de papeles, sellos y carátulas, sus argonautas vestían traje y pronto dejarían de ser un residuo.
Experiencia que se hace interrogante
Podríamos entender la etnografía como una forma de trabajo orientada a comprender los fenómenos sociales desde la perspectiva de sus protagonistas, antes que como un método o conjunto de técnicas (Guber, 2011). Reconocida como una experiencia intensa, muchas veces duradera en el tiempo, de revelaciones contradictorias y quiebres de sentido, de base comparativa (Wagner, 2019) y reflexiva en sus distintas acepciones (Guber, 2011; Garfinkel, 2006; Bourdieu y Wacquant, 2005; Grimson, 2003), de suspensión epistemológica (Strathern, 1996), así como transformadora en lo afectivo y pasional (Favret-Saada, 2013), la experiencia etnográfica se ve sujeta a infinidad de estímulos y condiciones que difícilmente puedan anticiparse como fórmulas seguras para alcanzar un resultado estándar llamado etnografía. Coincidiendo con Guber (2011, 2014), concebimos la etnografía como enfoque, proceso y resultado textual: descripción o narrativa que construye el etnógrafo y la etnógrafa desde una experiencia compartida no sólo con seres humanos ni sólo sobre lo que ellos dicen o hacen, sino también sobre su propia condición, intención y deseo de conocimiento.
Los mundos en los que nos enredamos pueden cobrar sentido tiempo después que se ha vivido una experiencia personal que, aislada de un interés de conocimiento, no pasaría de un mero recuerdo. Y no es raro que, más tarde, ciertas vivencias terminen siendo la base del interés para elegir los temas de investigación. Compartimos, pues, una anécdota reveladora.
En el verano de 2017, Alicio se encontraba de viaje por Paraguay camino a Bolivia. Llevaba consigo varios porros, finos o astillas; los guardaba para aquellos momentos del viaje que consideraba merecían una “pausa extraordinaria”, o simplemente para compartir con otros viajeros y viajeras con los que hubiera afinidad o “pegara buena onda”. Haciéndose de estrategias propias, de amigos y conocidos para transportar estas hierbas y no tener conflicto con la ley, se preocupó por ocultar su presencia y aroma entre sus pertenencias: ubicó los finos en preservativos, los roció de perfume, los guardó dentro de una cartuchera con varios artículos de papelería que fue colocada entre abrigos y remeras en su mochila de viaje. El trayecto en colectivo por el Chaco paraguayo transcurrió sin preocupaciones y con la calma de quien piensa que su plan maestro no tiene fallas. Sin embargo, un aviso del chofer disipó la parsimonia de nuestro protagonista. “Estén atentos para bajar sus cosas, nada tiene que quedar arriba, en 20 minutos llegamos a la aduana”, dijo el conductor. ¿Aduana? ¿Qué aduana? preguntó Alicio a un señor que estaba sentado en la fila de al lado. “La aduana de Mariscal Estigarribia, nos tienen que controlar las cosas que llevamos, están los perros y los del ejército”, respondió el señor. ¿Aduana acá? se preguntó, ante la sorpresa de que hubiera un puesto de control tierras adentro de Paraguay, ya que las aduanas por lo general se situaban en las fronteras entre dos o más países. ¿Perros? No los había imaginado. ¿Y si la cantidad de perfume no fuera suficiente para evadir el olfato canino?, ¿y si el perfume se hubiera esfumado? Tampoco se había esmerado en esconder la cartuchera, ¿y si el agente la abría? Qué bajón salir en el diario con un titular diciendo “estudiante argentino transportaba marihuana en preservativos”.
Sin despegar la punta del pie del suelo levantaba el talón una y otra vez, moviendo su pierna derecha. Había llevado la uña del dedo gordo de la mano derecha a la boca, y alternaba la mirada entre la ventana y el respaldo del asiento de enfrente. Estaba nervioso. Fantaseaba con escenarios posibles. Para tranquilizarse imaginaba que salía bien parado, “¡ni cuenta se van a dar!, ¡qué pueden decir si no es tanto!, ¡por ahí me piden una coima4 chiquita y me dejan seguir, pero si ni plata tengo!” y pensó “¿y si se me pone más áspera?”. Ensayó posibles respuestas, como decir “¡están armados, son para consumo personal!, ¡no son míos, alguien me los puso ahí!”. Con cada metro que avanzaba el colectivo más le costaba respirar, trataba de que no se note, de que los demás pasajeros no lo noten, pretendía no generar sospechas ni llamar la atención. “¡Que pelotudo!” se dijo un par de
Dádiva o pago efectuado a un funcionario a cambio de que éste omita un delito o infracción.
veces. Una vez en la aduana tenía que bajar sus cosas del colectivo, llevarlas bajo un tinglado, dejarlas una al lado de la otra en línea recta, y quedarse frente a ellas. Cuando todos los pasajeros lo hicieron, aparecieron en escena dos agentes y un ovejero alemán. Uno lo sostenía de la cuerda y otro golpeaba las mochilas y lo arengaba con gritos. El perro saltaba, ladraba, olfateaba las mochilas, se detenía y avanzaba. A medida que se acercaba a su mochila la tensión de Alicio aumentaba: por más que quería no podía dejar de mover su pierna derecha, sentía que el jugo gástrico le subía hasta la nariz, y la acidez le daba ganas de vomitar. Finalmente, el perro hizo cuatro pasadas, dos de cada lado, y no encontró nada. Aún faltaba la última revisión de las mochilas cuando rápido y con una mirada escáner sobre todo el personal divisó al agente que le pareció “más bueno”. Su intuición le decía que los bultos podían estar más seguros en el radio de acción del agente más joven, y así lo hizo. Su corazón palpitaba y la presión hacía que le doliera la cabeza. Pero ahí estaba, poniendo su mejor sonrisa para conversar con el agente mientras éste le abría la mochila. “¿A qué te dedicas?”. “Soy estudiante”. Abría y cerraba bolsillos, sacaba remeras, shorts, unas latas de atún y de picadillo. “¿A dónde viajas?”, le preguntó. “A Bolivia, quiero recorrer un poco, es la primera vez que voy”, respondió. Medias, boxers, afuera. “¡Qué lindo!, tengo ganas de ir, cuidate con cambiar la plata allá, que le buscan la vuelta a los turistas”, dijo el agente, mientras sacaba un abrigo que estaba en la mitad de la mochila, y paraba de buscar para dirigirse a revisar los bolsos de otras personas. A Alicio se le aflojaron las piernas, sintió que la sangre recorría sus orejas, torpemente volvía a poner su ropa y las latas dentro de la mochila. De regreso al colectivo se permitió decir en voz baja: “¡qué cagazo, la puta que lo parió!”.
La historia podría haber quedado allí y quizás hasta pasar al olvido, si no hubiera sido que un año después, en la ciudad de Posadas en un contexto de detenciones a usuarios de cannabis y transas, conocidos como perejiles, la experiencia volvería a aparecer con gran protagonismo. Producto de las políticas de seguridad que todavía criminalizan y persiguen a los usuarios de marihuana, la dinámica en la ciudad comenzó a volverse algo hostil y Alicio quiso saber qué estaba sucediendo. Precisamente, cuando atravesaba el dilema de si podía comprender y transmitir qué sentían y pensaban sus interlocutores, esto es: las sensaciones de riesgo, miedo, adrenalina, se encontró con el texto de Favret-Saada (2013) y su propuesta de dejarse afectar. Fue así que pudo volver sobre su experiencia en el Chaco paraguayo y reflexionar en retrospectiva. Si bien esta no había transcurrido en su “trabajo de campo” y por tanto la “afectación” no emergía de un trabajo de campo en curso, estaba estrechamente vinculada con su problema de investigación. El hecho de encontrarse en situación de turista, con los sentidos antropológicos en off o al menos morigerados (si la antropología es una forma de vida ¿se puede poner en pausa?), resultó ser un imponderable que le dio la posibilidad de ubicarse transitoriamente en una posición similar a la de sus interlocutores: “esa posición y las intensidades que la acompañan, deben ser experimentadas porque esa es la única manera que tenemos de aproximarnos a ellas” (Favret-Saada, 2013: 63). Resaltamos así que el proceso de hacer etnografía tiene mucho de memoria y de comparación. Pero nada de esto forma parte estrictamente de una guía de procedimientos y sí de experimentos, en los cuales la reflexividad nos auxilia en esa transición de mundos que pueden diferir y en la comprensión de la diferencia.
Faustina a través del espejo (etnográfico)
Al considerar estas cuestiones entra en juego la relación entre la investigación y las experiencias de quien investiga, como así también los conocimientos y sentidos que envuelven la percepción sobre una misma y sobre los mundos que habitamos. Ciertamente, se trata de un foco de críticas que reciben la etnografía y los diseños cualitativos en general, desde la óptica de ciencias que califican lo que aquí podríamos llamar subjetividad como una amenaza para el rigor metodológico y científico. Hasta podríamos calificar de obsoletas estas críticas para la antropología, sobre todo si nos remitimos a la obra La vida en el laboratorio, de Latour y Woolgar (1995), en la cual queda en evidencia la continuidad existente entre la agencia humana y los fenómenos que se califican como constitutivos del mundo objetivo.
Así, con el esfuerzo consciente de revisar estos conocimientos, sentidos y percepciones anclados en la experiencia propia, la persona que somos, y todo lo que traemos, se convierte en parte importante del trabajo de campo. Si el microscopio como herramienta es una extensión de la agencia humana y a su vez la condiciona en el laboratorio, cada antropólogx, en toda su complejidad y densidad, es la herramienta principal para el conocimiento. A diferencia de un instrumento cualquiera, la persona no puede usarse a veces y otra no; está como condición del conocimiento alcanzado.
La persona y la reflexividad constituyen todas las relaciones de la vida. Lo que hacemos como estudiosos de esos mundos es desarrollar las habilidades que ambas condiciones nos ofrecen, desarrollarlas como herramientas mientras forjamos las relaciones que constituyen al campo y a nuestro trabajo, para involucrarnos en las experiencias del encuentro con otros y con sus efectos en nosotros y en los otros. Sobre esta relación reflexiona Viveiros de Castro cuando se pregunta “¿Qué pasa cuando el discurso del nativo funciona dentro del discurso del antropólogo, produciendo recíprocamente un efecto de conocimiento sobre ese discurso?” (2016:34). El autor sostiene que el encuentro con el Otro produce una relación social de conocimiento que, contrario a las concepciones más clásicas de la antropología, no habla del nativo de modo representacional, sino que habla del mundo del antropólogo. Aún con la mayor de las vigilancias sobre sus propios criterios etnocéntricos, el antropólogo, en el afán de considerar al nativo tan sujeto como él, buscando una justicia epistémica que no lo deje en el lugar de mero objeto de conocimiento, asocia al nativo a sí mismo, pensando que su interlocutor hace las mismas asociaciones que él –esto es, que el nativo piensa como él–. En el reconocimiento de esas diferencias, la antropóloga podría confundir diferencia con asimetría, y simetría con proyección de los propios valores. La vivencia de Faustina nos ayudará a entender este aspecto.
Ella había decidido estudiar las representaciones alrededor de la vida privada en un barrio popular de la ciudad de Posadas. A pesar de que hacía varios meses “estaba en el campo”, y un tanto más masticando ciertas preguntas, lecturas y reflexiones alrededor del tema de investigación que pensaba abordar para su tesis, aplazaba penosamente acordar una entrevista, estas grandes protagonistas del “método etnográfico” en eso de rescatar el “punto de vista nativo”. Finalmente quedaron con una vecina para encontrarse en su casa un sábado a la tarde. En el camino Faustina se sentía atornillada al asiento del colectivo, el cuerpo ofendido y contracturado de estar siendo empujado a hacer algo que, por los prejuicios que más adelante se pondrán en evidencia, no quería hacer. Una vez allí desplegaron unos sillones en el frente de la casa de Mirta y la charla, para el asombro de esta estudiante que se mortificaba pensando en que estaba robándole tiempo a la vecina, se desarrolló alegre y fluida. En un momento, Mirta le preguntó qué era la antropología. Entusiasta, Faustina le contó que la disciplina buscaba conocer las diferentes maneras en que la gente vive, piensa y hace las cosas. Mirta se quedó callada un ratito hasta que le dijo “algún día, cuando te recibas, yo voy a limpiar tu oficina”. El efecto de su respuesta fue como el de una frenada en seco que evidenciaba, y la posicionaba en, una radical diferencia. Sonrió incómoda, con una sensación agria. En ese momento se le ocurrió que toda la calidez compartida hasta allí había sido una ilusión, una pausa en la asimetría que sostenía el acceso desigual a determinadas oportunidades.
Volvió a su casa desanimada. No transcribió ese comentario ni en la entrevista ni en ningún otro lugar, como tampoco se lo comentó a sus compañeras/os y amigos/as. Lo entendió como un aleccionamiento del campo que la devolvía a su verdadero sitio y no quería exponerse. Lo paradójico es que desde su matriz de valores ese comentario la ubicaba en dos sentidos contrapuestos: por un lado sintió que se ponía en evidencia su posición de privilegio social y material, lo que la situaba en un lugar de poder; y por otro, que esta condición la dejaba en falta o en deuda y, en consecuencia, en la obligación moral de revertir o compensar esa diferencia.
Solo a partir de compartir su experiencia, de intentar pensarla entre personas con el mismo compromiso y preocupación como quienes se encontraban en la ZEM, pudo darse cuenta de que en realidad era ella quien pensaba o sentía que limpiar una oficina era un trabajo inferior a ser universitaria. Esta apreciación le hizo perder de vista que lo que Mirta le dijo podía responder a su propio deseo, y no ser, como ella había pensado, necesariamente un reclamo. “El problema es que el nativo ciertamente piensa, como el antropólogo; pero, muy probablemente, él no piensa como el antropólogo” (Viveiros de Castro, 2016:40). La antropóloga clausuró el sentido y la intención del comentario de la vecina desde sus propias nociones, sus propios esquemas de valor. Viveiros de Castro (2016) llama la atención sobre estos juegos de lenguaje donde “el sentido que el antropólogo establece depende del sentido nativo, pero es él quien detenta el sentido de ese sentido –él, quien explica e interpreta, traduce e introduce, textualiza y contextualiza, justifica y significa ese sentido– (p.34)”. Y encima pública.
Esta anécdota nos muestra cómo, mientras Faustina hacía antropología con Mirta, Mirta hacía antropología con Faustina, y así, en la convergencia de los mundos que en ese momento compartían, producían un conocimiento netamente relacional apoyado en lo sensible. Esta apreciación, lejos de banalizar las diferencias empotradas en las desigualdades, busca evidenciar la reciprocidad en el vínculo a partir de lo que cada persona puede dar y recibir en una circunstancia de encuentro en la que las expectativas son un modo de proyectar, afectivamente, la calidez y fuerza del momento.
(Des)encuentro entre mundos
En 2019 se cumplían cuatro años de la investigación de Esther, quien se encontraba trabajando con varones de origen africano que habían llegado a la Argentina con el propósito de mejorar sus condiciones de vida. Esto había resultado en una desvinculación física de sus familiares, con quienes se comunicaban cotidianamente a través de sus teléfonos. Sus días transcurrían en las veredas de la ciudad de Posadas, donde disponían cotidianamente mesas y puestos de venta, constituyendo éste el escenario principal en el que Esther interactuaba con ellos. Las preguntas a las que se enfrentó la investigadora en los encuentros iniciales, giraron en torno a si estaba casada, si tenía pareja o hijos. Ella siempre respondía con sinceridad, ya que le parecía lo más ético. Sus interlocutores solían asombrarse ante este primer paneo: era mujer, joven, estudiante, no estaba casada y vivía sola. Esto la llevaba a tener que justificar constantemente su presencia en el marco de su estudio, al mismo tiempo que se ocupaba y preocupaba por reiterar su interés por la vida de ellos, la familia, el pueblo, el trabajo, la religiosidad, las relaciones, etc.
Sin embargo, Esther entendía que la condición de estar permanentemente en la vereda, en cierto modo limitaba el acceso a la información y la fluidez en la relación con ellos. Para evitar el sesgo de realizar trabajo de campo únicamente en los espacios laborales, Esther consideró las ventajas de llevar a cabo encuentros y entrevistas en otros ámbitos de la vida de estas personas.
La oportunidad se presentaría cierta tarde cuando conversaba con Erkan vía Whatsapp sobre unas fotos que acababa de subir como estado –habían intercambiado los contactos telefónicos 3 años antes, cuando recién había llegado de su pueblo de origen. Erkan le comentó entonces que estaba cerca de su barrio, y ella lo invitó a visitarla para concretar la entrevista que tenían pendiente. Llegó a las 7 de la tarde, bajó del remis y se saludaron. Ella le presentó su casa. Una de las primeras observaciones que hizo Erkan fue: “¿esta es tu pieza?” –señalando la puerta contigua a la cocina–, “sí”, le contestó Esther (desconcierto parte 1: terreno pantanoso). “Pero vamos, te muestro el patio”. Al salir, le preguntó algunas cosas más mientras Erkan interactuaba con su celular. En uno de los videos que estaba reproduciendo se escuchaban gritos y bocinas, así que Esther exclamó curiosa “¿qué es?”: “de mi pueblo”, contestó y le mostró el video. Ella se aproximó a mirarlo atenta y expectante ya que hasta ese momento no había tenido oportunidad de acceder a imágenes de primera mano provenientes de su lugar de origen. Eso dio pie a que continuaran conversando unos segundos, cuando de manera repentina Erkan guardó el celular y súbitamente la abrazó a la altura de los hombros (desconcierto parte 2: las botas embarradas). En medio del estupor, con la cara arracimada a su pecho (le llevaba una cabeza de altura) y brazos (que se le hicieron enormes) trató de zafarse con prisa y lo invitó a retirarse. Buscó torpemente sus llaves y, nerviosa, se encaminó al pasillo de salida. Erkan, confundido, repetía “¿por qué?, ¿por qué?”, mientras Esther repasaba una y otra vez qué había sucedido, tratando de encontrar una explicación.
Lo cierto es que le llevó tiempo poder reflexionar sobre este incómodo choque de universos de sentido que en ese momento no supo traducir, pero que luego iluminó de algún modo las caras ocultas de un hecho prismático: el lugar del género y del sexo, en tanto pueden dificultar o posibilitar experiencias, e influenciar la interpretación de las mismas en el marco del estudio. A los ojos de Erkan, Esther era una mujer, ni investigadora, ni periodista, ni casada; vivía sola y además lo había invitado a su casa, es decir: parecía responder a sus expectativas e intereses. Los roles a los que ella adscribió entraron en evidente tensión con aquellos que le eran asignados.
La situación vivida con Erkan llevó a Esther a considerar y repasar las equivocaciones y malentendidos, así como nuevos planteos respecto a las técnicas que había formulado para acercarse a conocer su mundo.
Decepcionada y con desconfianza puso en entredicho las guías de entrevista en las que había sido entrenada siendo estudiante. Pensó que quizás había recreado un “mapa” sobre un territorio que no existía, que jamás iba a encontrar. Todas las hojas de ruta y posibles itinerarios se desvanecieron en una sola una tarde, dándose cuenta de que cualquier forma de hacer, delimitada de antemano, podía caer al vacío. Se atrevió a pensar entonces que podía, o más bien debía, prestar atención a esas sensaciones para las que no encontraba traducción, y que le estaban implorando consideración, sobre todo en relación con aquellas impresiones que a menudo le pasaban por el cuerpo y que aquella tarde se tornaron aún más concretas. Así, lo fundamental atendía a reflexionar sobre el despliegue que su involucramiento en tanto investigadora, mujer, joven y blanca ocupaba en todo ese proceso y en las distintas apuestas o habilidades de las que pudiera valerse como etnógrafa para transitar situaciones acerca de las cuales los manuales le ofrecían poca información. Poner en práctica estas destrezas comprendería un tipo especial de conocimiento para el cual resultarían fundamentales la atención, los sentidos, las sensaciones y los movimientos. En este punto, quizás resulte interesante pensar en la noción de “habilidad” como la coordinación entre percepción y acción, en la cual lo esencial consistiría en el monitoreo perceptual y constante de la tarea-actividad-acción mientras se desarrolla (Ingold, 2012).
En este sentido, la práctica llevada a cabo por la etnógrafa responde a los contextos relacionales de existencia en el mundo, antes que a la metodicidad de las técnicas formuladas con anterioridad a su involucramiento en el universo que le interesa conocer. Inclusive cuando ella misma se revela fuera del método en esa reacción sensible que no puede disimular porque es parte de su condición así como de la intención de conocimiento.
Atrapado en historias
Lucio se encontraba trabajando en una institución municipal, desempeñándose como agente administrativo. Le gustaba la idea de conocer las condiciones de los establecimientos geriátricos con el propósito de sentar las bases para realizar su tesis en antropología. Desde este lugar acompañaba las tareas de inspección de los agentes municipales y provinciales registrando por escrito todos los detalles de sus observaciones. Es decir que desplegaba un doble rol, siendo que apenas algunos sabían que ese sería su tema de tesis.
Unas noches antes de las elecciones generales de junio de 2019 en la provincia de Misiones, Lucio recibió un mensaje vía WhatsApp de una de las dueñas de un establecimiento geriátrico cuyas habilitaciones habían caducado tras los diez años reglamentarios y se hallaba en proceso de renovar la habilitación. Sabía, además, que tanto ella como su ex marido, también propietario de un geriátrico informal, apoyaban políticamente la fórmula que luego sería ganadora. El mensaje decía “Lucio, por favor avisale a tu colega que no se apure (se refería a un contacto en común, candidato en una fórmula oficialista local y autoridad pública en desempeño de sus funciones en ese momento), que mañana nos juntamos en la plaza con los tareferos, le llevamos bolsas, tarjetas, y arreglamos. Ahí tenemos 300 votos para “Florilo”, así que no se haga ningún drama, nos vemos mañana”. El mensaje le erizó la piel. Lucio se preguntó: “¿Por qué decidió enviarme ese mensaje a mí? ¿Me veía tan cercano a ese candidato para brindarme una información que podría ser tan delicada?
¿Qué consecuencias tenía compartir esa información? ¿y con quién? ¿Qué me informaba este mensaje inesperado acerca de mi posición en las relaciones de campo y de lo que estaba ocurriendo? ¿Indagar más acerca de los motivos del mensaje me delataría como alguien no tan cercano al candidato y me cerraría otras vías de información?” En ese momento se sintió implicado en una red que lo posicionaba en complicidad, lo que lo forzaba a tomar partido de la situación política que hasta entonces le resultaba ajena a su labor técnica. El problema para él sería cómo asumir o qué hacer una vez enredado en esa historia puesto que cualquier acción tendría consecuencias éticas y en el desarrollo de la investigación (Shapp, 2007). Sin caer en el funcionalismo clásico, la idea de que cada investigador asume un rol a lo largo de su trabajo de campo, nos permite entender, también, cómo varía de acuerdo a los elementos que se juegan en esas relaciones. El rol no puede ser pensado como atribuido o asumido unidireccionalmente, sino que se da en el vínculo que se alcanza a establecer, pero también está sujeto a transformaciones. En el entramado de estas relaciones hay en juego intereses que establecen el tipo de lazo que se puede proyectar e incomprensiones que pueden condicionarlo todo. A Lucio, que quedó impactado con el mensaje, la situación lo invitaba a un tipo de involucramiento que posiblemente él no quisiera, aunque se presentaba como una forma de complicidad que afirmaría la construcción de su red de interlocutores en campo. Y tendría con seguridad sus consecuencias, lo que no podía anticiparse. Lucio había quedado definitivamente enredado en historias.
El campo fuera de sitio
Solemos circunscribir el trabajo de campo a aquellos momentos en que estamos en un lugar específico, más o menos dimensionable, al acompañar por periodos de tiempo a las personas que lo habitan. Sin embargo, no es raro que el proceso de investigación y la experiencia de campo se desborde de estos límites. El trabajo de campo suele producir un estado en el investigador, a partir del que todo lo que vive acaba relacionándose con la experiencia de investigación. Así, no faltan ocasiones en las que interacciones fuera del espacio físico que designa las unidades de estudio, se vuelven altamente significativas a partir de insights (claridad, revelación perceptiva, entendimiento) derivados del estímulo que la experiencia arroja sobre la disposición al conocimiento y a la elucidación. Vale como referencia la historia de Beta, en un encuentro con Mirta y Tito, una pareja que hacía años se encontraba en relación amorosa y que compartía la crianza de dos hijas, hermanas a su vez de 8 hijos más de Mirta con diferentes varones. Tito era en la época un hombre dependiente del alcohol y muy sensible a bebidas que no fueran determinado tipo de vino. La pareja no convivía, pero la mujer solía rescatar a Tito de situaciones en las que por exceso de alcohol sufría accidentes cuando se caía de la bicicleta, o se tropezaba en su domicilio, lastimándose.
Un día, la antropóloga que venía realizando trabajo de campo en otro contexto, se encontró por casualidad con Mirta, quien le contó que Tito había sufrido una caída a causa de una borrachera que se había agarrado cuando sus compinches lo invitaron a tomar bebidas destiladas que le hacían mucho mal. Mirta y Tito eran muy pobres, y no tenían trabajo. Parte de su sustento provenía de recursos estatales y de la jubilación de Tito, un hombre bastante mayor que ella. En invierno pasaban frío, compraban fiado en el almacén, a menudo generando problemas por no poder saldar las deudas, y solicitaban créditos que empeoraban la situación de ambos. Beta, para tratar de entender lo ocurrido, le preguntó a Mirta por qué sus amigos le daban bebidas destiladas si todos sabían que siempre le hacían mal. A la pregunta Mirta respondió que lo hacían a conciencia porque le tenían envidia. Perpleja ante semejante afirmación, Beta preguntó exaltada ¿Pero qué les pueden envidiar a ustedes si no tienen nada? “Claro que nos envidian, el cariño que nos tenemos, que somos compañeros”, respondió, generando en la estudiosa la peor y más profunda de las vergüenzas que ya hubiera sentido.
La situación relatada nos habla de dos cosas importantes en la investigación. La primera, que el aprendizaje sobre cómo hacer etnografía no se limita al campo físico en el que se ancla la investigación, sino que transita como entrenamiento de habilidades por diferentes ámbitos y se somete a diferentes estímulos a lo largo de experiencias diversas de la vida. La segunda, y tal como fue también en la situación vivida por Faustina, que la proyección etnocéntrica de los valores es inevitable y a la vez constituye, por comparación, forzada muchas veces, la punta del hilo de la reflexividad.
Aquí, podemos traer a primer plano otra anécdota, que si bien tampoco remite a una experiencia de campo propiamente dicha, resulta reveladora; producto de transitar, trabajar, relacionarse en un ámbito nuevo, desconocido, lejos de casa. Ezequiel, maestro de música, había sido llamado para dar clases en Ituzaingó (Corrientes), a 300 km de su casa. Nunca había estado en esa ciudad, sólo había escuchado hablar de sus playas, de la Isla Apipé y de la Represa Yacyretá. Por la distancia y el breve tiempo de las clases, sus visitas se resolvían en pocas horas y en un mismo día: bajaba en la terminal de colectivos, caminaba un par de cuadras por el centro hasta el salón, daba unas 5 horas de clases y hacía el mismo recorrido de regreso. En conversaciones con estudiantes y otros profesores cada tanto escuchaba nombrar a La Elbi, quien parecía ser alguna persona importante en la ciudad. Después de algunas semanas de clases, inquieto por las constantes referencias a esta mujer, Ezequiel preguntó por la tal Elbi. Los estudiantes respondieron entre sonrisas y miradas cómplices “No profe, no Elbi, EBY... la entidad… la Entidad Binacional Yacyretá: la E.B.Y”. Fuera de Ituzaingó, cuando Ezequiel habla sobre su trabajo y cuenta la vida en esta ciudad, amigos correntinos o chaqueños también preguntan “¿quién es Elbi?”
Vale destacar esta experiencia ya que la formación del investigador para el trabajo de campo etnográfico no se restringe específicamente a éste. El mismo sujeto que investiga es el instrumento de investigación (Guber, 2011), por lo que las experiencias de la vida cotidiana, que no forman parte del campo, pueden servir a su perfeccionamiento y a la adquisición de habilidades para la etnografía. Se conoce, se comprende el mundo desde la posición particular y situada de cada sujeto, a partir de lo que ya sabe, de todo el bagaje que porta, de las experiencias que lo han marcado. Así, lo nuevo o desconocido inicialmente es explicado a partir de lo ya conocido, al menos hasta que logre familiarizarse o domesticarse en ese ámbito nuevo. El docente no advirtió la palabra exacta (EBY ), la tradujo y comprendió a partir de lo que él podía entender, de lo que le resultaba posible en su propio universo de sentido: una señora con mucho dinero que tomaba decisiones sobre los espacios públicos.
El equívoco advierte la necesidad de indagar sobre aspectos que pueden parecer obvios o comprendidos pues, como muestra el relato, pueden producirse cortocircuitos en la comunicación, malos entendidos, suposiciones o mensajes que pasen inadvertidos por el investigador. De tratarse de una instancia de campo, el equívoco dispara una serie de situaciones posibles de ser capitalizadas como fuentes de conocimiento: situaciones de risa, que despliegan explicaciones, referencias, modos de narrar, todas a partir de un error, de un fallido que no podría ser amparado en las reglas del método científico clásico: todo se desprendió de una simple charla, de una duda compartida. En este sentido, se podría reconocer y defender la postura de que nada puede salir mal en etnografía, ya que se trata de experiencias donde toda situación, cualquier falla, puede ser oportunidad para conocer. Sin embargo, esta valoración de los hechos depende, sí, de la actitud del investigador, quien puede aprovecharlos o pasarlos por alto.
“¡Objeción! El antropólogo miente”
La etnografía como experiencia nos pide ser relatada. Ese trabajo, que incluye poner en juego aquellos sentidos que nos han permitido comprender o no comprender las situaciones vividas, nos lleva a contar historias. Desde los diversos recorridos y formas de proceder en el experimento etnográfico estamos modelando los conceptos que conforman el universo de sentido nativo (incluyendo en nativo el sentido de la propia antropóloga que, desde su área de confort, se interpela con el trabajo de campo). No obstante, y considerando la noción de cultura desplegada por Roy Wagner (2019), este no tiene otro sentido que aquel resultante del encuentro con el o la etnógrafa. Así, no podemos decir que el nativo está allí afuera mientras lo observamos y captamos el sentido que él produce sobre su mundo, sino que en el encuentro y disposición algo se transforma, y ambos hacen antropología a su modo. A propósito de este aspecto señalado, una de las experiencias resulta elocuente.
La noción de perspectiva del actor está marcada por un bies epistemológico y de impronta disciplinaria que descuida por completo las conceptualizaciones nativas. No en vano hacemos trabajo de campo, la visión de las personas sobre sí mismas puede poner en jaque nuestras herramientas conceptuales. En una defensa de tesis de antropología sobre el campo de la justicia brasileña en casos de homicidio, a la cual había sido invitado como evaluador un fiscal, se desplegó la serie de argumentos a favor y en contra de la consistencia del trabajo. Precisamente el fiscal observó con gran irritación que rechazaba por completo la categoría frecuentemente utilizada en la tesis de perspectiva del actor, así como la de representaciones, para hablar de su función, de sus ideas y posturas. Su argumento hacía énfasis en el hecho de que en ningún momento él fingía ni actuaba ni mentía ni en el juicio ni en el proceso de investigación judicial. Objetaba el término “actor” por reducir su desempeño a lo teatral, y por colocar su actuación en el plano de la representación. El fiscal alegaba, además, que no había ninguna representación en su trabajo y que él, lejos de ser un actor, era una persona con estudios y criterio que ejercía su profesión con todo respeto por la justicia y por los reos (procesados y condenados). La reacción de los asistentes en general y del resto del jurado fue contener la risa. Partiendo del logocentrismo propio de la ciencia que, en este caso, denigraba la visión del fiscal por desconocer los conceptos centrales de actor social y representaciones, los gestos y reacciones daban a entender que el nativo no se reconocía en la tesis y jamás lo podría hacer con aquella falla cognitiva. Sin embargo, su reacción, completamente legítima, reclamaba simetría en esa relación de conocimiento. Entonces,¿desde qué lugar sostenemos la etnografía si partimos de estas nociones que configuran y sitúan al otro previamente a que pueda él mismo definirse y situarse con el etnógrafo?
Acá hay algo más
Estas reflexiones nos dan pie para presentar otro punto en común de nuestros modos de hacer y pensar. Como quedó de manifiesto en algunas de las anécdotas anteriores, y como esperamos sea aún más visible a partir de aquí, sostenemos que durante el trabajo de campo solemos desplegar la intuición. Al respecto, Peirano (2008) recuerda la polémica que desató Evans-Pritchard al sostener que la capacidad intelectual y la preparación teórica son imprescindibles para un antropólogo, pero no suficientes, ya que además debe poseer ciertas características intuitivas. Vale aclarar que esta intuición es educada, entrenada a lo largo de nuestra socialización y formada en determinados contextos de vida. Lo interesante aquí es que esta cualidad, que podría parecer inconsciente, toma características particulares al ser acompañada por la reflexividad durante el trabajo de campo. La intuición, como capacidad o entrenamiento en la conexión de los planos cognitivos y sensoriales, nos permite transitar por la articulación de mundos que implica el trabajo de campo, es decir, el mundo de las personas que son de nuestro interés para la investigación y nuestro propio mundo, que incluye al académico. Resaltamos que en este tipo de entrenamiento las relaciones entre pares enriquecen, actualizan y potencian las destrezas y habilidades que hacen al trabajo etnográfico.
Mientras Ramón hacía trabajo de campo indagando las causas socioculturales que intervienen en la producción de incidentes viales, caminaba por avenidas y esquinas de la ciudad de Posadas (Misiones) observando el entorno y charlando con la gente. Había contactado a un grupo de jóvenes motociclistas de un taller mecánico quienes tenían una relación bastante especial con sus motocicletas: intervenían su estética o tuneaban, aumentaban su potencia, hacían picadas y tenían una fascinación particular por este artefacto.5 Ramón participó con ellos de las competencias oficiales de velocidad entre motociclistas en el Autódromo Rosamonte. Allí, Pablo, un joven de 22 años, le contaba de sus prácticas con otros motociclistas con los que corrían, exhibían y comparaban la potencia de sus vehículos, y los peligros o riesgos implicados. Ramón aprovechó y le preguntó si había sufrido algún choque, dado que le interesaba conocer cómo se producían los accidentes de tránsito en los que estaba implicado este tipo de vehículos. “Sí”, le dijo entre risas, y comenzó a narrarlos. Uno de los memorables episodios había ocurrido en diagonal al taller mecánico en el que Ramón se encontraba realizando trabajo de campo. Como entendía que este conocía el lugar, se lo contó de la siguiente manera: “Salimos acelerando y tomé el carril izquierdo. Como el camino estaba bacheado, el manubrio comenzó a moverse hacia todos lados y me tiró. No entendía nada”, manifestó con expresión de regocijo. “Cuando me levanté la moto estaba por un lado y yo que me había levantado, estaba en otro lado”. Al finalizar la conversación, Pablo mostró, cual evidencia de la hazaña, las fotos que aún registraba en su celular y que daban cuenta de cómo le había quedado la espalda después de la caída. Era un impresionante tapiz de arañazos y hematomas, pero parecía exhibirlo con orgullo.
Esta experiencia evidenció que un suceso usualmente considerado desafortunado puede ser expresado de manera positiva y aun valorizado. Ramón captó ese relato y adjudicó sus elucidaciones posteriores a una intuición que lo condujo a preguntarse ¿de qué se ríe Pablo, si lo suyo es una tragedia? Acá hay algo más que hay que seguir indagando. Un incidente vial a menudo es considerado un acontecimiento traumático que podría ser evitado. Sin embargo, en este caso, se observaba lo contrario, por su conexión con la moto, Pablo narraba cada una de sus historias como si fuesen hazañas épicas, convirtiendo sus cicatrices en auténticos trofeos de guerra. En ese momento de interacción había que pensar el lugar desde donde Pablo le hablaba a Ramón y qué quería transmitirle, tanto con su relato como con la exposición de las marcas en su cuerpo. A partir del interés
Se conocen como picadas las corridas de motos en espacios urbanos o alejados, y se realizan como competencias que comparan o miden la capacidad de los vehículos. La expresión resulta del término en inglés tune up, poner a punto, y se extiende a la dimensión estética de vehículos y personas, además de la funcional.
sobre lo que habría detrás de todo aquello, y con el paso del tiempo, Ramón hizo lugar a una relación de conocimiento en la cual se podrían vislumbrar cuáles eran los sentidos que le daban coherencia a estas prácticas a veces riesgosas. El trabajo de comprensión fue construyéndose en un proceso de diálogo con el equipo de investigación y otros colegas, y en el vaivén con las personas que corren en motos: los trofeos de guerra estaban relacionados con desafíos afrontados desde la masculinidad permanentemente reafirmada y puesta a prueba. De esta manera Ramón pudo comenzar poco a poco a clarificar su experiencia de conocimiento y valorar las experiencias nativas, al paso que entrenaba la intuición en los diferentes espacios de aprendizaje.
De raíces y cicatrices
En los diferentes contextos académicos creamos estrategias de comunicación de nuestras experiencias de campo (en curso o pasadas) que nos permiten identificar conectores entre nuestros trabajos, campos, problemas, obstáculos, encrucijadas teóricas, dilemas, experiencias propias y de otros. En este sentido, retomamos los aportes de Grimson quien rescata el valor de las improvisaciones de otros/as etnógrafos/as como recursos apropiables (2003: 62). Estos diálogos nos fortalecen en nuestra práctica de la reflexividad y entrenan esa intuición que nos da indicios o pistas sobre formas de escuchar, movernos, escribir, grabar –o no– una conversación, entre otros aspectos que nos presenta el trabajo de campo.
Así, las prácticas e improvisaciones de los pares se convierten en brújulas tanto en las primeras líneas de nuestro ingreso a campo, como en los momentos de incertidumbre en medio del camino.
En este sentido, son fundamentales los diferentes momentos de la trayectoria de cada investigador/a, así como la diversidad de campos, realidades y trayectos académicos que hacen a sus experiencias. Estos nutren el proceso de conocimiento, individual y colectivo. La anécdota de Ana nos invita a reflexionar sobre este punto.
Recién inscripta al Posgrado en Antropología Social, Ana se encontraba cursando un seminario en el cual se había solicitado como consigna contar una experiencia significativa acontecida durante la labor etnográfica. Pensó por mucho tiempo qué compartir para el ejercicio, ya que al ser la antropología un terreno nuevo para ella, consideraba que no había vivido nunca algo semejante. Finalmente, eligió contar sobre las entrevistas llevadas a cabo un año y medio antes para su tesis de grado en Relaciones Internacionales, algo parecido al “trabajo de campo”, y que habían tenido un profundo impacto en ella.
Entrevistó oportunamente a dos activistas de un movimiento social un tanto peculiar. Roots (Raíces) trabaja en lo que puede considerarse uno de los territorios más conflictivos que existen en la actualidad: los Territorios Ocupados Palestinos. Esta organización reúne a militantes palestinos y colonos israelíes en pos de generar diálogo, confianza y relaciones pacíficas entre vecinos.
A Ana le intrigaba el fenómeno de las colonias israelíes, que consideraba como el mayor obstáculo hacia el proceso de paz en la región, por carcomer el territorio palestino, violar el derecho internacional e ir en contra de los derechos humanos. Se había interiorizado bastante sobre el marco legal, los argumentos jurídicos avanzados por el Estado de Israel para justificar el establecimiento de colonias, la segregación del territorio en zonas A/B/C, la seguidilla de acuerdos infructuosos, los atentados y la violencia de Estado. Sin embargo, le faltaba conocer a la gente, los habitantes de carne y hueso de esa realidad. Le interesaba comprender cómo se vivía en las colonias, en los Territorios Ocupados y, sobre todo, cómo podía ser que personas que el sentido común consideraría como enemigas finalmente militasen juntas por la paz.
Así fue como Ana entrevistó primero a Shaul, el colono judío, y luego a Khaled, el palestino, con su grabadora, sus preguntas, sus prejuicios, su marco teórico e hipótesis a verificar. Shaul la recibió con mucha amabilidad. Le contó su historia, quién era, porqué había decidido instalarse en Tekoa, la colonia donde vivía, y el recorrido que lo había llevado a convertirse en activista junto a sus vecinos palestinos. Ella quedó sorprendida al encontrarse con una persona tan diferente a lo que se había imaginado. Poco tenía que ver Shaul con los colonos violentos que prendían fuego olivares y mezquitas palestinas. Al contrario, era un ser profundamente espiritual, consciente de la complejidad de su presencia en ese territorio, y convencido del potencial transformador de la militancia pacífica. Los esquemas de Ana se empezaron a resquebrajar.
El encuentro con Khaled fue muy distinto, principalmente porque sus vivencias eran otras que las de Shaul. Fue emocionalmente extenuante, y a lo largo de la entrevista hubo varios momentos en los que Ana no pudo contener sus lágrimas. Khaled le contó cómo él y su familia habían atravesado desplazamientos forzados, encarcelaciones, violencia y muerte. Le habló acerca de la desesperación frente a la ocupación israelí, la rabia y la impotencia. Sin embargo, en un punto los discursos de Shaul y de Khaled se volvían similares. Ambos condenaban la violencia, apostaban al diálogo y a conocer al Otro. Ambos deseaban profundamente poder vivir en paz con sus vecinos. La entrevista con Khaled terminó de desmoronar sus esquemas.
Los encuentros con Shaul y Khaled fueron plasmados en un e-mail destinado a los familiares de Ana. En cuanto a las entrevistas, fueron grabadas, transcritas, y luego fragmentadas para encajar en un modelo teórico y una hipótesis a verificar. Después de haber entregado la tesis de grado y una vez finalizada su estadía en Israel/Palestina, ese episodio no volvió a ser relatado. La experiencia entera en esa parte del mundo la había impactado tanto, había sido tan dolorosa, que por mucho tiempo se negó a hablar de ella, evadiendo las preguntas que le hacían al respecto. Hasta que un año y medio más tarde la consigna de una actividad académica la haría revivir en carne propia ese recuerdo.
En el transcurso del seminario se iban comentando y analizando uno tras otro los relatos de las experiencias significativas que había elegido compartir cada compañero. Cuando llegó el turno de Ana sucedió algo que ella no esperaba: se quebró. Pensaba que tenía el tema resuelto, ordenado, cerrado. De ninguna manera había anticipado la emoción que se apoderaría de ella al evocar el recuerdo.
En ese marco se desató una charla sumamente enriquecedora con sus pares: se habló de la teoría y el método con los cuales había abordado esas entrevistas, del contexto académico en el cual se encontraba encuadrado el trabajo y la vivencia en aquel momento, y sobre todo de lo que había provocado en ella el “estar allí”. De repente aquella historia cobró otro sentido, la pudo analizar desde otro lugar, con otras herramientas, haciéndose otras preguntas: ¿qué era el campo?, ¿cómo poner en juego la reflexividad?, ¿qué lugar darle a la teoría, al afecto?, etc. El diálogo le abrió puertas hacia nuevas pistas para el análisis y la producción de conocimiento, le permitió otorgarle sentido a la experiencia, esclarecer dudas y, sobre todo, sanar heridas que habían quedado abiertas. El tiempo para el conocimiento se había extendido más allá de su trabajo de campo: un año y medio después de llevar a cabo esas entrevistas, éstas seguían destilando preguntas y multiplicando las reflexiones.
La anécdota relatada es reveladora de varios aspectos que tensionan la noción de método. En primer lugar, cuestiona la idea de campo circunscripto a un espacio físico y a un período de tiempo determinados. De hecho, puede suceder que momentos clave de una investigación etnográfica no sucedan “en campo” stricto sensu, e incluso que intervengan hasta años más tarde, como en nuestra anécdota. Estas reflexiones son congruentes con el argumento de Ingold (2017:148), quien escribe que “es ampliamente reconocido que el campo nunca es experimentado como tal cuando uno está allí, inmerso en los asuntos de la vida cotidiana; esta condición solo sobresale cuando se ha dejado el campo atrás y se empieza a escribir sobre él.”
En segundo lugar, la situación pone en evidencia la importancia de las relaciones entre pares y el aprendizaje desde el diálogo reflexivo que permite aprender a hacer etnografía. El conocimiento no se encuentra en los hechos etnográficos o en el uso de la teoría para mirarlos, sino que se construye en colaboración, en un diálogo constante, espontáneo y original que el método jamás podrá codificar ni formatear. En ese sentido, aunque defendiendo aún la idea de método, la antropóloga Mariza Peirano propone pensar la etnografía como teoría vivida:
Ella está presente en el día a día académico, en el aula, en el intercambio entre profesor y alumno, en los debates con los colegas y los pares, y, especialmente, en la transformación en “hechos etnográficos” de eventos en los cuales participamos u observamos. Desde esta perspectiva, la etnografía no es solamente un método, sino una forma de ver y oír, una manera de interpretar, una perspectiva analítica, la propia teoría en acción” (Peirano, 2008: 3).
Por último, la noción de afecto tal y como fue expuesta por Favret-Saada se contrapone a una concepción del método heredada de las ciencias naturales. Al otorgarle un estatuto epistemológico a las experiencias que nos afectan mientras hacemos trabajo de campo, renunciamos a tener todo bajo control y nos entregamos a la posibilidad de que los eventos inesperadamente nos sacudan las fibras más sensibles, nos transformen personalmente, y de esta manera posibiliten crear nuevos conocimientos. No obstante, advierte que “las operaciones de conocimiento se extienden en el tiempo y están separadas las unas de las otras: en el instante en el que uno es más afectado, no puede relatar la experiencia; cuando se la narra, no es posible comprenderla. El tiempo para el análisis viene después” (Favret-Saada, 2013: 66).
La carne, la sangre y los huesos de la etnografía
A través de las experiencias narradas es posible profundizar en aquello que Marradi y otros (2007:50-52) llaman críticas a la visión clásica de método: la visión cartesiano-baconiana. Esta perspectiva, en su forma más estricta, considera método a una secuencia invariable de pasos concretos cuyo resultado permite el desarrollo del conocimiento objetivo y neutral (en términos ético-políticos). Sus críticas más comunes seguirían un cauce bastante similar en el que se cuestionaría fundamentalmente esa pretendida invariabilidad, objetividad y neutralidad a partir de reflexionar sobre los principios y las condiciones prácticas del quehacer de la investigación científica.
En el caso de la aproximación que se propone en el presente trabajo, las anécdotas, que dejan al desnudo sorpresas, dudas, cuestionamientos y cambios de rumbo de quienes las vivieron, logran poner de manifiesto que la etnografía no se ajusta a la visión clásica de método. Lo cierto es que, al contrario de seguir un método, la etnografía lo que pide es desmontarlo, desanudar las fórmulas de lo que deberíamos hacer y entregarnos a lo que vivimos.
En primer lugar, la etnografía como procedimiento no se caracteriza como una secuencia invariable de pasos específicos: en todos los casos puede apreciarse cómo el encuentro ante determinados emergentes genera perplejidades y precisa la habilidad para sopesar opciones que no pueden ser siquiera imaginadas en la planificación de la investigación, razón por la cual requieren la consideración de nuevas perspectivas, abordajes o herramientas:
Lau observa cómo sus hallazgos en el curso de su investigación se alejan de sus hipótesis iniciales e inductivamente se enfrenta sobre la marcha a la construcción de un camino alternativo que involucra aspectos no considerados en su planificación, los cuales hubieran sido dejados de lado en un abordaje más estructurado. En una dirección similar, Ramón, a partir de las expresiones provocadoras de su interlocutor principal, quien muestra con gracia las heridas y marcas provocados por los accidentes en motos, se ve estimulado a indagar en el sentido de tales reivindicaciones, considerando que detrás de lo que observa y oye, hay algo más que no es dicho.
Natalio advierte en sus observaciones la falta de atención a un actor fundamental, los abogados, en el universo judicial que se hallaba transitando, para lo cual tuvo que discutir el estado del arte y reubicar sus hallazgos, no sin (re)considerar y (re)sistematizar su marco de referencia para admitir aquello no prefigurado y por lo tanto redefinir su abordaje conceptual y su accionar en campo.
Fernán, por su parte, mostró cómo en el caso de la observación participante con población armenia los polos de este abordaje no sólo son complementarios y pasibles de realizarse al mismo tiempo, sino que cada forma de observar-participar abre perspectivas diferenciales que sólo pueden sopesarse durante la experiencia misma de inmersión en las prácticas que nos interesan.
Faustina, a su vez, pone en evidencia los fundamentos de la antropología asimétrica, cuando su interlocutora revela su deseo de desempeñarse como auxiliar de tareas domésticas una vez que ella tuviera su oficina. La movilización por su condición de clase y su posición de investigadora, la obliga a producir un giro reflexivo en su forma de calificar y valorar la diferencia.
Alicio, Ezequiel, Beta y Ana descubren entre sus experiencias que la reflexión antropológica va más allá de la relación con un proceso de investigación específico o con un referente empírico concretamente identificable, lo que viene a difuminar los límites espaciales y cronológicos del campo acotado en la actividad comúnmente denominada trabajo de campo en los mapas y cronogramas comunes de los proyectos de investigación.
Esther y Lucio son asaltados por la perplejidad ante las peripecias del trabajo de campo, momentos en los cuales no terminan de comprender si la investigación es aún posible y cuál es el sentido de las vivencias que les tocó enfrentar, pero que fundamentalmente las interpela a nivel ético y personal. Esther, cuya situación la empuja a tener que alejarse de lo que a primera vista pareciera ser un avance de índole sexual con su interlocutor, y Lucio, que no logra calibrar las opciones a las que es arrinconado por las circunstancias, pero que implican necesariamente abandonar la “neutralidad política” de la que pensaba gozar.
Observamos en todas las anécdotas el desarrollo de respuestas reflexivas por parte de las etnógrafas, que recuperan múltiples caminos en consonancia con las trayectorias particulares, sobre los cuales seríamos capaces de discurrir avanzada la experiencia. Existe lo que podríamos entender como un proceso de aprendizaje a partir del cual se desarrolla toda una serie de aptitudes que permiten vincular y redefinir diversas experiencias y dimensiones humanas, lo que Peirano llama teoría vivida, o Ingold entiende como habilidades y destrezas.
En segundo lugar, el trabajo de campo etnográfico tiende a estar orientado por un conjunto bastante consensuado de principios que, más que dictaminar una acción en concreto, orientan y/o proponen opciones en los modos de hacer etnografía. La reflexividad, la no-directividad, la evitación del etnocentrismo, del sociocentrismo, del antropocentrismo, la predisposición atenta y respetuosa, la suspensión temporal de las propias categorías de valor axiológicas, así como principios éticos, por ejemplo, se presentan como líneas directrices prioritarias de la forma de trabajo etnográfica. Sin embargo, tal como venimos problematizando, vivimos la etnografía en cierto modo como una rebelión (Bey, 2018), valorizando su capacidad metamórfica para transitar y cohabitar los mundos múltiples y diversos que constituyen tesoros en bruto, piedras preciosas del conocimiento y de las experiencias tantas veces inefables. Se trata de abrirse a la creatividad de modo elástico, más allá de los límites de un grupo de gente, un lugar específico, un momento dado, una hipótesis, un marco teórico, un conjunto de técnicas o un tema de investigación.
Tal como apuntó Lucía Eilbaum al comentar este artículo, estaríamos frente al “desafío de pensar que es justamente de la incomodidad, de la insurgencia, de la indignación, de los sustos, que se nutre la antropología; pero también frente al desafío de asumir lo que ella produce: el objetivo de la Antropología no es tranquilizar, sino perturbar, incomodar, como plantea Geertz (1996; pp. 10-11).
La etnografía, entonces, se desarrolla a condición de cuestionar y refundar constantemente los principios epistemológicos que la definen, desde los cuales la experiencia crea y recrea los ambientes de los que es parte. El anti-método etnográfico es un modo de llamar a la insurrección contra las reglas de manual, a hacer el camino contrario, a desandar el método. Es una invitación a un ejercicio político en la producción de conocimiento, que nos permita extender los límites a los que nos ciñe la “ciencia”.
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