A José me lo mataron como un perro

Duelo y movilización social ante un linchamiento en Córdoba

Nahuel A. Blázquez1

Resumen

A consecuencia de un caso de “linchamiento”, busco llamar la atención etnográficamente sobre la centralidad de la movilización social y el proceso de gestión de duelo. Tomo como objeto de interés la muerte de un joven asesinado por vecinos de un barrio de la ciudad de Córdoba (Argentina) en junio del 2015. En primer lugar, me interesa exponer cómo se desarrolló la protesta en la escena pública, en la calle, a partir de una serie de iconografías desplegadas. En segundo lugar, y mediante otro recorrido, pretendo analizar la gestión de duelo tomando como epicentro el espacio doméstico, la casa de la madre del joven asesinado. En base a diferentes sentidos atribuidos a la categoría violencia, en correlato a distintos marcadores sociales de la diferencia, describo y analizo desplazamientos en las formas de “politizar la muerte” a partir de territorios y cuerpos específicos. Aquí muestro que el trabajo que realizan los organismos de derechos humanos y familiares, en especial madres, para denunciar, impugnar y recordar la muerte de sus seres queridos no pueden ser pensados como libre de tensiones.

Palabras claves: Linchamiento; Movilización Social; Duelo; Violencia; Gruta

Abstract

As a result of a “lynching” case, ethnographically it sought to draw attention to the centrality of social mobilization and the process of grief management. It took as an object of interest the death of a young man murdered by the residents of a neighborhood in the city of Córdoba (Arg.) in June 2015. First of all, I am interested in showing how the protest developed in the public scene, in the street, from a series of iconographies displayed. Secondly, and through another route, I intend to analyze the management of mourning taking as epicenter the domestic space, the house of the mother of the murdered young man. Based on the different meanings attributed to the category of violence, in correlation with different social markers of difference, I describe and analyze displacements in the forms of “politicizing death” from specific territories and bodies. Here I show that the work done by human rights organizations and family members, especially mothers, to denounce, challenge and remember loved ones cannot be homologated or thought of as free of tension.

Keywords: Lynching; Social Mobilization; Mourning; Violence; Grotto

Introducción

La palabra “linchar” es un concepto con densidad histórica. Hay estudios que encuentran la emergencia del término con la independencia de los Estados Unidos bajo la figura de William Lynch, quien fue amo de varias plantaciones de esclavos del estado de Virginia. Lynch, junto a vecinos de Pensilvania, conformó un grupo que buscaba hacer justicia por mano propia a partir de la ejecución de supuestos monárquicos y delincuentes de manera rápida, sumaria y sin posibilidad alguna de defensa. Pero la incidencia de esta práctica fue mucho más allá. Aun cuando la justicia formal norteamericana fue plenamente instaurada, los actos se perpetuaron, casi en exclusividad, contra personas negras. De modo que los linchamientos no son un fenómeno moderno. Marina Azahua (2014) repone de manera estupenda la supremacía blanca norteamericana a partir de postales vendidas y esparcidas como souvenires de odio en 1900. Por todo esto, parto del entendimiento de que el racismo y categorías raciales continúan operando, o tomando los aportes de Ann Stoler (2016) hay una “presencia colonial” que continúa presionando el presente, por lo que en cada de uno de los actos brutales que aquí pretendo mostrar reverbera un legado que no deja de actualizarse.

Recuperando esto y sin olvidar que el pasado bajo ningún punto de vista puede considerarse clausurado, me gustaría hacer foco en la historia reciente de nuestro país. A partir de la última dictadura y el desarrollo de las organizaciones de derechos humanos a finales de la década de 1980, diversas autoras (Catela, 2001; Pita y Pereyra, 2020; Bermúdez, 2019) han analizado diferentes formas de movilización con amplios repertorios de protestas y técnicas de humillación social para construir demandas de justicia. A partir de estos aportes al campo de estudio, rescato la idea de que no todos los “casos” ganan estatus justiciable y los que lo hacen no siempre alcanzan un buen desempeño en términos de reconocimiento de derechos, condenas y/o indemnizaciones. Pero hay algo más: no todas las luchas de familiares frente a la muerte de sus seres queridos se desarrollan delante del Palacio de Justicia. Para construir “casos”, politizar la muerte es decisivo, pero ¿cuál es el trabajo específico que realizan familiares y militantes? ¿Dentro de qué marcos se construye una “víctima”? ¿Qué pasa con las “víctimas no inocentes”? ¿Cuáles elementos iconográficos van a ser utilizados en cada denuncia y/o homenaje? ¿Qué articulaciones y actores sociales de peso acompañan el reclamo? ¿De dónde emana la fuente que lo nutre y lo sustenta? ¿Con qué iconografías se transforman la muerte en reivindicaciones de justicia? Y a lo que esta historia nos trae ¿cómo se protesta un “linchamiento”? Aquí no hay desaparecidos, ni presos políticos, no hay ninguna catástrofe o jóvenes fusilados por la policía.

Producto del trabajo final de maestría, este artículo retoma la temática de los “linchamientos” para llamar la atención etnográficamente sobre la centralidad de la movilización social y el proceso de gestión de duelo. Tomo como objeto de interés la muerte de José Luis Díaz, asesinado por vecinos de un barrio de la ciudad de Córdoba en junio del 2015. La estructura del trabajo tiene el siguiente orden: en primer lugar, me interesa describir y comprender cómo se desarrolló la protesta a partir de una serie de iconografías desplegadas en la escena pública. En segundo lugar, y mediante otro recorrido, pretendo analizar la gestión de duelo tomando como epicentro el espacio doméstico, la casa de Isabel, madre del joven asesinado. De la primera a la segunda parte, de la calle al espacio doméstico, hay un desplazamiento. Invito al lector a seguir ese movimiento.

Si no hay justicia, hay escrache

A José Luis Díaz lo asesinaron una fría tarde de invierno de 2015. En junio de ese año, él y un amigo increparon con un arma de juguete a un chico que esperaba el colectivo y todo salió mal. Tras forcejear con quien se resistía a ser robado, llegó un vecino, luego otro y otro. Su amigo escapó, José no. Lo ataron con una cuerda entre sus pantorrillas y mientras uno lo sujetaba de los hombros los demás le pegaban. En la investigación criminal figura la participación de al menos siete personas. Alguien informó a la policía y al llegar todos desaparecieron, al parecer nadie vio nada. Pacto de silencio. Los uniformados dieron aviso a la ambulancia que levantó el cuerpo convulsionado y sin oxígeno, pero lo hizo casi una hora más tarde. Lo internaron con respirador artificial y tras 13 días de espera sin progresos vitales, donaron sus órganos y lo desconectaron. José tenía 23 años.

Yo soy uno de los que mató a tu hermano, mil veces lo mataría,2 le escribió un vecino por Facebook a la hermana de José Luis el mismo día del funeral, señalándole que esa vida de ninguna manera es, fue y será pasible de luto.

En agosto de 2015, a dos meses del asesinato, con la investigación criminal en curso, se produjo una convocatoria para que familiares, amigos y militantes de organizaciones sociales y derechos humanos pintaran murales, grafitearan paredes y colocaran una gruta en la puerta donde viven los principales acusados. Frente a ese domicilio se extendió una bandera que reclamaba: Ni un linchado más, Cárcel para los asesinos. Conozco esta historia porque en mi trabajo de campo hice contactos y relaciones con las personas que denunciaron y politizaron la muerte. Poco a poco realicé entrevistas a los participantes de la convocatoria, primero conocí al abogado defensor de la familia, luego a periodistas que reportearon el evento y luego a la directora de un colegio de la ciudad de Córdoba que lo organizó para reclamar justicia.3 Cada uno referenciaba a otro, se conocían de otras protestas y en mayor o menor medida se reconocían como militantes. Esto fue lo que primero que intenté hacer: comprender cómo la muerte se convirtió en un “caso” y luego en una causa.4


Fotografía 1. Mural La Cadena Evolutiva. Córdoba. N. Blázquez., 2018.

Toda la iconografía alrededor del “caso” me despertó intriga. Me llamó la atención la materialidad con la que se protestaba tanto la muerte como la forma de morir. A estos repertorios, abiertos y desafiantes en su despliegue, los han nombrado como “tecnologías manifestantes” (Pita, 2010) o con la categoría de “palabras-actos” (Vianna, 2014) para describir y comprender qué es lo que ponen en escena cuando las personas y los objetos desempeñan un lugar central, exponiendo pública y colectivamente un dolor que se pretende socialmente relevante.

Asimismo, junto a las narrativas expuestas advertí que los artefactos desplegados en el territorio (murales, gruta y grafitis) trazaban una línea divisoria en lo social. Allá y acá, o de este lado y del otro eran afirmaciones que solía escuchar. José Luis vivía en San Ignacio, un asentamiento humilde rodeado de otros asentamientos más humildes. El día que salió con su amigo a robar se dirigió a Quebrada de las Rosas, un barrio habitado por una fracción de clase media de la capital cordobesa. En medio de ambos barrios se encuentra el Jardín Botánico y el club Botánico, lugar con cierto prestigio. Estos límites organizaron la protesta y la protesta se encargó de hacerlos aún más visibles. Si pensamos junto a Eilbaum (2012) podemos afirmar que el “barrio habla”, en el sentido de que se delimitó un territorio para construir una verdad con valor probatorio en el proceso criminal en marcha. Pero más aún, tal como se observa en el mural, se utilizaron estrategias de exhibición y recursos estéticos para encuadrar el asesinato dentro de una trama de relaciones más amplias a los fines de denunciar e impugnar la muerte del joven: 1 negro menos - 20 asesinos más.

Del lado de San Ignacio se pintaron murales. La cadena evolutiva (nombre con el cuál se menciona) es una composición de cuatro pasos: el hombre deviene en animal y no de un animal. En la alegoría, el cuerpo lleno de humanidad funciona como frontera y límite, una cesura que torna evidente que el ejercicio de la violencia está más allá, del otro lado, desterrada y depositada en lo salvaje. Nada de todo eso reside de este lado. Humano demasiado humano. Quien aflige al hombre retiene la mirada irascible sobre el cuerpo infame. Toma distancia y en su brazo erguido carga la muerte. Blande en alto su puño sosteniendo un garrote tan precario como la rudeza con la cual ejerce su crueldad. La teatralización del exceso denota una forma de morir y dar muerte. Y hay más. Firme sobre un poste, en el cuerpo caído resuena la historia de los dos ladrones clavados y crucificados al lado de Jesús de Nazaret. Los siglos pasan, cambian los sujetos pero el mensaje se repite. “No robarás”.

Al mural lo acompañan algunas frases. Aunque los trazos y los colores son diferentes, las inscripciones deben leerse de manera concatenada, una seguida de la otra, pues forman parte integral de la obra. La ecuación es simple, fue peor que matar a alguien por la espalda. ¡Son 20 asesinos!, –me explicó quién diseñó y pintó el mural–, nos volvemos primitivos. Hay como una patología manifiesta, una violencia generalizada, una crueldad... Yo he leído que te encegueces.5

A lo expresado por la muralista, el abogado defensor de la familia, quién intentó cambiar la caratula del hecho imputado, es decir buscar que se procese a los imputados por homicidio agravado por alevosía y no por homicidio en ocasión de riña, supo explicarme el motivo de las frases:

No vamos a decir 1 ladrón menos, 20 asesinos más. Vamos a decir 1 negro menos y 20 asesinos más, porque tiene la connotación de una vida que no vale nada, la carga social de matar a un negro. Perdimos un negro y ganamos a 20 asesinos. ¿Quién va a venir ahora a declarar por este ser humano?

Una vez que se pintó el mural en San Ignacio, las personas convocadas a la protesta caminaron hacia el otro lado, rumbo a Quebrada de las Rosas, donde viven las personas identificadas en la causa judicial. Ir hasta allí, tal como me lo contó un bailarín de una murga, fue para hacer quilombo, porque si no hay justicia hay escrache.6 En el mismo lugar donde José fue atado y golpeado hasta morir por los vecinos se decidió colocar una gruta. Quien se encargó de mandar a construirla fue la directora de un colegio de educación popular de Córdoba. Mientras se preparaba la mezcla de concreto para fijar el soporte sagrado al suelo llamaron a un cura para bendecirla y recitar una oración. Veamos algunos fragmentos recabados en entrevistas:

Nosotros como escuela, queríamos regalarle la gruta a la familia, para que recordáramos a José Luis y porque esto no puede seguir pasando. Quiero que los responsables lo recuerden siempre. Porque también fue para eso. ¿Sabes lo que es entrar y salir todos los días de tu vida delante del lugar donde reventaste a un pibe?– afirmó Mónica Lungo, directora del colegio–.
Realmente fue un acto religioso, te diría más religioso que político, si bien obvio el contenido está claro ¿no es cierto? Me pareció excelente que haya un gesto, una acción, donde por un lado, contener el dolor de la familia y por otro lado, marcar los carriles de un linchamiento, los carriles de una “justicia” que no es justicia, creo que más bien es venganza, brutalidad, ¿no? Es más bien un arrebato de bronca, de locura, de prejuicios –comentó José Nicolás Alessio, cura invitado–.


Fotografía 2. Gruta de José, Córdoba. N. Blázquez, 2018.

Estas formas adoptadas, tal como se puede apreciar en las imágenes y en los fragmentos de entrevistas, colocan el evento entre el dolor y la política para recordar la muerte, resignificarla y denunciarla públicamente, al mismo tiempo que señalan un conjunto de tensiones que atraviesan lo social. Cierta literatura destaca una correlación entre los procesos de patrimonialización popular de la muerte con la agudización de un estado de vulnerabilidad social en la que estos casos se inscriben (Flores Martos, 2014; Arenas Grisales, 2016; Bermúdez, 2016 y 2019). De ahí que entiendo que la muerte de José Luis Díaz y la forma en la que murió debe comprenderse dentro de una trama mayor de la sociedad cordobesa en la que se tensionan un conjunto de valores ligados al territorio, identidades y consumos culturales. Aquella tarde de invierno, cuando el joven cruzó los límites del barrio para robar un celular y lo mataron, podemos observar que el caso se lee dentro de un lenguaje de clase profundamente racializado, aun cuando a priori no sea posible discernir quién es “negro” en Argentina. Varios autores han referido a este sistema “esquizoide” de clasificación en el que la lectura racial no siempre está anclada en el cuerpo, en el color de la piel o en rasgos fenotípicos. Mario Margulis (1999) refieren a una “heteroglosia”, figura de la lingüística, para dar cuenta de una yuxtaposición de manifestaciones discriminatorias. Rita Segato (2007), enfatiza la necesidad de pensar el color y “la raza como signo”, en tanto no hay nada propio o inherente al sujeto racializado, sino en la mirada que recae sobre él. Gustavo Blázquez (2014) con su investigación en bailes populares de cuarteto afirmó que lo contrario a “negro” no es “blanco”, sino lo “normal”. Me interesa remarcar que no confundo clase con racismo, aunque aquí, en el caso en cuestión, se torna problemático separar ambos marcadores sociales de la diferencia.

Dentro de la trama de significados expuesta, la “violencia”7 perpetrada contra el joven asesinado fue ponderada por quienes participaron de la protesta como algo animal, racista, cruel y fundamentalmente injusta. Asimismo, a estas actividades desplegadas con objetos ricos en simbolismos religiosos, debe sumarse el epitafio, me refiero a la inscripción del nombre grabado en la gruta, tal como se observa en la fotografía N°2. Luis Gusmán (2005) advierte que la relación entre la inscripción y la piedra siempre ha sido estrecha. Este autor busca entender la tensión entre la escritura y la inscripción fúnebre, donde históricamente la cuestión de la identidad se ve afectada por la existencia o no del epitafio. Pero aquí la identidad no se tensa en relación al cuerpo (hablaré de esto en el próximo apartado), sino a otro tipo de cuestión. Durante mi investigación, supe que inicialmente, al colocarse la gruta al frente de la casa de los asesinos, no hubo inscripción, el nombre de “José Luis Díaz” llegaría después, al conmemorarse su aniversario. Al percatarme de esto recordé que Gusmán invita a pensar los epitafios como textos, y tomando aportes barthesianos, les imputa a estos artefactos una función de gran importancia: “la llamada imperiosa que el texto ejerce sobre el lector” (p. 15). Así, el epitafio tiene una estructura dialógica, presupone la figura de un lector-caminante que necesariamente se verá interpelado. Pero ¿quién es el destinatario de ese mensaje?

El acto de escribir el nombre de José Luis Diaz, inscribirlo en la parte más visible de la gruta, en frente de la casa de los asesinos, puede ser comprendido como un acto más de humanizar al joven, confiriéndole una identidad, pero además al otorgarle una biografía anclada a ese territorio, el epitafio es un mensaje que saldrá una y otra vez al encuentro de los vecinos del barrio. La mamá de José así me lo supo expresar:

Por esta calle van a tener que pasar todos los días para ir a su trabajo; ahí vive la esposa de uno de los asesinos, sale a comprar en la despensa de la esquina, y va a tener que pasar… y lo va a tener que ver.

La gruta y el epitafio como actos de resistencia política construyen presencia frente a lo que ya no está. Funcionan como una denuncia y un cuestionamiento explícito a los poderes establecidos que toman forma en pactos de silencio entre vecinos, como también a las diferencias que articulan cuerpos y territorios racializados. En otras palabras, mientras que el mensaje de uno de los vecinos reconoce la autoría del crimen –yo soy uno de los que mató a tu hermano–, como respuesta se erige un monumento en la puerta de la casa de los acusados demarcando la contienda moral. Es decir, si por un lado, el pronombre “yo” disimula un “nosotros” que refuerza todo su poder de muerte e intenta señalar un territorio profanado ante quién osó –o en un futuro se anime– a cruzar la frontera del barrio para poner en jaque aquello que es “nuestro”, por el otro, la inscripción y la piedra sagrada otorgan identidad, reclaman justicia y cambian el signo de la muerte haciéndose eco de las frases inscriptas en el mural que no dejan de recordarnos el peligroso juego de las diferencias.

A José me lo mataron como un perro

Mi primer objetivo, al intentar describir y comprender cómo se desarrolló la protesta a partir de una serie de iconografías desplegadas en la escena pública, fue recuperar las formas específicas y locales con las cuales el activismo transformó el crimen en un “caso” y luego aquello devino en una “causa”. Sin embargo, si hubo algo que me llamó la atención a la hora de pensar las condiciones para que una “injusticia” se torne intolerable fue la escasa participación de la familia. En mis notas de campo, registré que una periodista contó que durante la protesta una de las hermanas de José Luis se acercó y le dijo: Todo esto que ustedes están haciendo ahí, a nosotros no nos sirve de nada. El contraste que subrayo reside en que la politización de la muerte de José Luis Díaz, para conseguir que el crimen sea denunciado, perseguido y juzgado, no estuvo a cargo de la movilización de familiares, ni de la centralidad de la figura materna a la hora de dinamizar el juego político, sino que estuvo impulsado por la iniciativa de la directora de la escuela y del abogado, acompañados por diversas personas y movimientos sociales que tuvieron poca o ninguna articulación con los familiares.


Fotografía 3. Casa de Isabel, Mural de su hijo, Córdoba. autor: N. Blázquez, 2018.

Conocí a la familia de José Luis Díaz, a la hermana y en especial a Isabel, madre del joven, a partir del colegio de educación popular que mencioné antes. Si la directora de esta institución fue una figura central en el evento de la protesta, hoy es imprescindible. Desde entonces se encarga de trazar un puente entre la familia Díaz y el colegio, abarcando diversos problemas; idas al cementerio, hospitales, comisarías y entregas de alimentos. Lo que comenzó hace algunos años a partir del asesinato hoy se sostiene con ayudas de todo tipo. Fue Mónica Lungo, la directora, quién me solicitó que la acompañe a la casa de Isabel para que conociera a la familia de José y que además contara por qué estaba interesado en conocer la historia de su hijo. La nota que sigue es un registro de campo, recupera el momento en que conocí a Isabel:

Al entrar a la casa de Isabel percibo el color de la tristeza, a veces con una tonalidad tenue de angustia, en otras, es colérica, se inflama y opaca ante la imagen de la ausencia. Mientras la directora hila la conversación yendo y viniendo con soltura para ligar cuestiones entre el colegio y la familia, Isabel una y otra vez se demora en lo mismo: José. Isabel mira al cielo, se toma el pecho y afirma que ese dolor nadie se lo saca. Si habla de sus hermanas, José encuentra espacio para ser narrado y si cuenta los problemas de sus hijas, la imagen de José irrumpe nuevamente como voz de mando en el hogar. “Si en vez de haberse ido él estuviese acá, no hubiese pasado nada, él las manejaba a todas”. Para hablar de sí, habla de José. Todos los nervios del relato pasan por ese lugar. Esta tarde, cuando indagué por el mural y la gruta de José colocada al frente de la casa de los asesinos, Isabel me preguntó: “¿Y a mí cuándo me van a venir a pintar la cara de mi hijo? Yo no tengo ni una foto de él acá en mi casa”. Ella ya se lo había pedido a la directora al finalizar el evento de la protesta. Respondí que si ella quería, yo podía buscar alguien que me ayudara a pintar el rostro de José.

Tras avanzar con la investigación comenzaron a inquietarme algunas preguntas: ¿Cuándo acaban los duelos? ¿las muertes violentas imponen otra forma de luto? ¿de qué forma los discursos de protesta declarados en la escena pública inciden en el espacio doméstico? ¿Qué recursos y estéticas se deslizan en este movimiento y cómo se adaptan? ¿Qué hacen los familiares con sus muertos? ¿En qué medida los actos producidos por militantes prolongan un dolor que se presenta con una marca insoportable?

Me doy cuenta que aquella manera de organizar el duelo públicamente, denunciar, impugnar y recordar la muerte tal como mostré en la primera parte del artículo, no puede homologarse con lo que aquí describo. Recuperando los aportes de Butler (2009) a la hora de pensar contextos actuales de aguda conflictividad, observo que llevar el funeral y colocar la gruta enfrente de la casa de los asesinos forma parte de elaborar colectivamente el duelo y transformar el dolor en un recurso político. Las reivindicaciones de justicia e insignias que re-enmarcaron la muerte de José de forma tan inhumana como injusta, buscaron desafiar el olvido e inscribir el asesinato del joven dentro de una sociedad profundamente racista (1 negro menos, 20 asesinos más), impugnando el marco que informa las vidas que merecen ser lloradas y las muertes que no importan, que no tienen ningún tipo de reconocimiento y que fundamentalmente no producen identificación sobre quienes tienen que responsabilizar a los culpables.

En contrapartida, el tratamiento del duelo que observé en este hogar y luego acompañé en otras instancias es de otro orden. No sólo conlleva otra escala de observación e interlocutores, sino que también se vale de otro nivel de análisis. Isabel invoca a su hijo marcando presencias y ausencias en su espacio íntimo. Registra su falta en las fotografías donde quisiera llorarlo o en la pared donde le gustaría verlo. Para ella, José tampoco está en el cementerio, ni para sus hermanas cuando éstas se encuentran en problemas. Isabel expresa las ganas que tenía su hijo de poder un día comprarle una casa y sacarla de ahí. Cuenta que pasan los meses y ella lo espera en el ruido de una moto que al transitar al frente de su casa le recuerda su llegada. De hecho, Isabel supo contarme que una noche, mientras le quitaban el respirador en el hospital, José Luis pasó a despedirse.

Yo estaba en casa, sabía que mi hijo estaba muerto –recuerda Isabel–. Escuché ruidos, pensé que era mi hija la que estaba tomando agua, ¿viste? y de repente veo algo blanco. Él se sentó en la cama y me dijo: “mami soy yo, quedate tranquila porque ya estoy con los abuelos. Vos no llores por mí, mami”. Y así como vino, se levantó y se fue.

Al volver sobre las notas de campo, encuentro muy evocativa la imagen de la antropóloga Veena Das (2020) al decir que ciertos eventos se adhieren con sus tentáculos a la vida cotidiana y se pliegan en los recovecos de lo ordinario. Creo también que la narración de Isabel aquella tarde en su casa podría ser comprendida a través de lo que Pollak (2006) advierte sobre los estilos (no sólo sobre el contenido) de los relatos. Este autor explica que el estilo “factual” (a diferencia del “cronológico” y del “temático”), comúnmente representativo de sectores populares (aunque no de manera exclusiva), adquiere una presencia totalmente desordenada dentro de una mezcla de temas que giran sobre un epicentro determinado. Pero la producción de narrativas no está anclada únicamente al día en que José murió, sino que abarcan una temporalidad elástica donde el pasado persigue al presente y se entrelaza con el futuro de otros miembros de la familia. Tampoco están escindidas de cuestiones morales y afectivas que alimentan el modo en cómo Isabel se narra a sí misma y a los demás para rehacer y dar forma a la vida. Las premoniciones y los sueños –tal como lo explican Vianna y Farias (2011)– nos hablan de esto, son actos fundamentales de la gestión del duelo para volver a reordenar el espacio cotidiano destruido o venido a menos.

Me gustaría señalar que el trabajo de duelo está íntimamente ligado a un componente moral y afectivo, que aquí en esta historia, está específicamente atravesada por el sufrimiento y la indignación que Isabel refiere a la forma con la cual mataron a su hijo. Existe un enredo o madeja de líneas entre la moral, las emociones y el lugar donde se tomaron ciertas decisiones. Para ir a una situación concreta: cuando a José lo internaron en el hospital luego de ser golpeado por los vecinos, pasó 13 días en estado de coma sin mostrar ningún tipo de progreso vital. Entonces decidieron quitarle el respirador artificial que lo mantenía con vida y donar sus órganos. Fue allí donde se definieron líneas de acción que recayeron en decidir quién o quiénes serían los destinatarios de los órganos de José y fundamentalmente a cuál territorio irían los mismos. Isabel, al contarlo no vacila: Mirá si iba a donar el corazón de José a las personas de Córdoba que me lo mataron como un perro.

La narrativa de Isabel se entrelaza de pausas y suspiros con momentos de ansiedad. El yo sé cómo sufrió evoca que el sufrimiento de él y la referencia del dolor de ella parecen estar enredados. Toda vez que ella recupera la forma en la que mataron a su hijo se apoya en su cuerpo para asir las palabras que no salen de su boca. De ese indecible observo aflicción. Hijo mío, otro año se fue y te me fuiste. José te amo, siempre lloro, mi alma. Y mi corazón tan herido no tiene cura.8 Hay un bordado entre los dolores de ella y él que median el lenguaje, el espacio doméstico, la toma de decisiones y la elaboración de recuerdos. Pareciera que Isabel no puede narrar el sufrimiento propio sin narrar el de José, pero al hacerlo se llena de incertezas (“¿me entendés?” repetía e insistía, “¿me entendés?”, buscando cerciorarse de que yo pudiera acompañar su relato).

Tal vez algo de toda esta descripción de la gestión del duelo nos ayuden a comprender la posibilidad de que un dolor “pueda ser sentido en el cuerpo de otro” tal como Veena Das (2008) invita a reflexionar a partir de su lectura wittgensteiniana. Hay algo que me lleva a seguir por ese camino, además fueron las antropólogas brasileras Adriana Vianna y Juliana Farias (2011) con las cuales pude entender cómo el lenguaje de las acciones morales está cargado de estéticas que enuncian un sufrimiento que, paradojalmente, es imposible de comunicar. En consecuencia, si observamos la frase que repite Isabel (a mi hijo me lo mataron como un perro), el “me” refiere a ella, siendo un pronombre reflexivo usado en primera persona, por otra parte, el “lo” refiere a José y es utilizado como un pronombre reflexivo en tercera persona. En términos gramaticales esta afirmación no sería del todo correcta, ya que pareciera que un pronombre estuviera de más. Lo mismo con relación a hijo mío, otro año se fue y te me fuiste. Dentro de esta construcción lingüística encuentro interesante remarcar lo referido al dativo de interés que revela el “me”. Lo central es que el “me” denota una implicación afectiva del hablante; bien sea el interés por una persona u objeto que se considera suyo o parte de sí. Expresada de esta manera, hay en el relato de Isabel una parte de sí que ya no está o que algo de ella mataron cuando lo mataron a él.

Todo el relato de Isabel permite delimitar nuevamente la relación entre cuerpos y muertes, no ya en relación a cómo fue territorializado el mural, la gruta y el epitafio frente a la casa de los asesinos. Aquí, la decisión de no donar órganos a alguien de esta ciudad, la aparición de José Luis en sueños y la reorganización del espacio doméstico alterado porque quién ya no está, materializan una relación entre cuerpo y territorio mediado por una “violencia” a la que no se la pondera como “injusta”, sino más bien, como profundamente “indigna”. Isabel lo repite una y otra vez:

Está bien que le hubiesen metido un tiro, porque es verdad que José estaba robando. Lo que a mí me duele es cómo me lo mataron. Yo sé cómo sufrió. Ese, es el dolor que tengo. Porque a José me lo mataron como un perro.

El sentido de lo “indigno” al que me refiero está íntimamente vinculado a la crueldad ejercida sobre jóvenes de clases populares. El “morir como perros” es una referencia analizada en otros trabajos e investigaciones en Argentina principalmente vinculadas a muertes ocasionadas por las fuerzas de seguridad en villas miserias o barrios empobrecidos. No obstante, la indignación de Isabel no recae en la muerte de su hijo, sino específicamente en la forma en la que lo mataron. El trabajo de Natalia Bermúdez (2016) señala esto como una “trampa de la crueldad”, ya que “los repertorios de denuncia que se ponen en escena podrían terminar por legitimar la violencia en la medida en que colocan su acento sobre las modalidades de crueldad, y no sobre la muerte misma” (p. 12). Creo que esta idea nos permite encarar algunas de las preguntas planteadas al comienzo de esta parte, así como también problematizar los usos de los recursos y estéticas de protesta con las cuales buscamos denunciar, impugnar y recordar ciertas muertes.

A modo de cierre

En la primera parte de este artículo el territorio es la calle, centro de la escena pública contemporánea. Allí intenté exponer el trabajo realizado por organizaciones sociales y de derechos humanos para construir el “caso” de José Luis Díaz y movilizar una causa de una muerte entendida como animal, racista, cruel y fundamentalmente injusta. Aunque en Córdoba existieron otros episodios de “linchamientos”, no hubo marcos de protestas en el que hechos como estos hayan podido ser plenamente inscriptos. Así, “politizar la muerte” consistió en el trabajo de desmarcarla de otros “casos” (sea “violencia institucional”, “desapariciones”, “violencia por inseguridad”, entre otras) y habilitar un marco en el cual esta muerte pueda ser denunciada, impugnada y recordada. Las narrativas y las iconografías populares descritas nos hablan de esto.

Me interesa reponer algo dicho en la introducción. El concepto “linchamiento” es problemático, de ahí la decisión de colocarlo siempre entre comillas. En mi tesis de maestría (N. Blázquez, 2018) describí y expliqué que mis interlocutores no conciben estos actos de la misma manera, incluso más, no todos lo califican en términos de “violencia”. Me explico: para algunos militantes y organizaciones de derechos humanos, el asesinato de José Luis Díaz en 2015 a manos de los vecinos fue denunciado como un hecho brutalmente injusto ya que nadie merece morir por robar un celular; pero desde la perspectiva de los familiares, en particular la madre del joven, aquello fue tan insoportable como indigno puesto que si bien su hijo “merecía morir” por ser un ladrón, de ningún modo le correspondía esa muerte; y para muchas otras personas, casos similares a estos no son ni “violentos”, ni “injustos”, ni muchos menos “indignos”, todo lo contrario, además de ser proclamados y considerados merecidos, conllevan un accionar profundamente seductor.9

Tomar en serio la idea de que no hay nada de “estable” en las diferentes situaciones definidas como “violentas”, tal como propone Veena Das (2020) al remarcar que los sentidos atribuidos por los interlocutores son permeados por contradicciones y disputas, nos permiten iluminar etnográficamente desplazamientos de significados en las formas de “politizar la muerte” a partir de territorios y cuerpos específicos. De la calle al espacio doméstico es el hilo narrativo que costura todo el texto.

En la segunda parte del artículo, el territorio es la casa, el espacio de la vida cotidiana de Isabel. Aunque en el escenario de protesta y el referido al espacio doméstico, los sentidos políticos en torno a la crueldad tienen un lugar fundamental, es posible observar una inflexión o contraste entre los sentidos de “injusticia” e “indignación”. Intenté mostrar esto a través del trabajo afectivo, político y moral de la gestión del duelo: decidir qué hacer con José internado, a quién donar los órganos, reclamar un mural dentro de su casa y las conversaciones mediante los sueños para reorganizar y rehacer la vida a pesar de su muerte. Este desplazamiento nos permite observar que “la política” no tiene que ver únicamente con dirigirse a tribunales y esperar Justicia.

Muchos familiares, en especial madres, hacen un arduo trabajo al denunciar, impugnar y recordar territorialmente a sus hijos en plazas, barrios y esquinas para politizar ciertas muertes. Allí inscriben las marcas de la actuación policial o de otras injusticias que pasan a contar, pero también, por medio de grutas pretenden que la historia de sus seres queridos no sea contada exclusivamente por la versión oficial. Natalia Bermúdez (2019) muestra que en determinados lugares de la ciudad, la cartografía urbana está atravesada por referentes tanáticos. Esta antropóloga acompaña la gestión del duelo de madres que perdieron sus hijos por el accionar policial, y muestra el desplazamiento de altares que están dentro de las casas y que se dirigen “puertas para afuera”. Lo que mi investigación muestra, a partir del poder de movilización social y gestión del duelo ante un “caso” de “linchamiento”, es otro recorrido. Isabel traza un camino distinto. Se apropia de la militancia que otros hicieron y arrastra las imágenes de José Luis “puertas para adentro” de su casa. No solamente para seguir manteniéndolo vivo, sino como una forma posible de habitar el cotidiano alterado y venido a menos por la presencia de quién ya no está.

Siempre voy a recordar que la tarde que llevé pinceles, colores, látex blanco y un stencil con la cara de José Luis, Isabel me abrazó y pidió que antes de marcharme le dejara el stencil que había usado para estampar el dibujo en la pared.

La próxima vez que vengas, vas a ver. Toda la casa va a estar pintada con la cara de José.

Referencias bibliográficas

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1 Instituto de Antropología de Córdoba, nahuelblazquez@gmail.com, Orcid 0000-0001-5432-3698,

2 De aquí en adelante las categorías de mis interlocutores y mis notas de campo serán señaladas con itálicas. El mismo recurso alcanza a palabras en otro idioma. Las comillas son utilizadas para citas de otros autores o para connotar la ambigüedad de un término.

3 Aunque el abogado fue la primera persona que entrevisté, fue Mónica Lungo, directora del colegio la que facilitó y permitió que conociera a la familia Díaz. El colegio “Alegría Ahora” es una institución de educación popular que permite que jóvenes y adultos con distintos grados de vulnerabilidad, deserciones/expulsiones escolares y conflictos con la ley penal, realicen la educación primaria y obligatoria. Guardo un profundo agradecimiento y admiración a las personas que sostienen este proyecto.

4 Utilizo “caso” entre comillas porque en esta sección describo el proceso de “politización” de una muerte violenta. Para mostrar esto no alcanza con decir que militantes hicieron un funeral en “territorio enemigo”, que se colocó una gruta y se pintaron murales en señal de protesta. Aquí intento mostrar cómo una muerte se transforma en un “caso” y luego en una causa. Repito algo ya señalado por la literatura que forma parte de este trabajo: no toda muerte consigue transformarse en un “caso”. En este capítulo, a través del trabajo de militantes y familiares, es posible observar cómo operan ciertas narrativas, recursos y encuadramientos a partir de las cuales se “politiza” la muerte. Me valgo de los aportes de Boltanski (2000) para encarar algunas preguntas iniciales: ¿cómo el “linchamiento” se construye como algo intolerable? ¿De qué forma las personas en situaciones de disputas construyen causas? O ¿cuáles son las gramáticas puestas en juego y qué condiciones precisan ser satisfechas para que una “injusticia” se torne inadmisible?

5 Los aportes de María Pita (2010) ofrecen herramientas para esclarecer la trama de significados en las cuales operan intervenciones similares a la aquí presentada. Según esta autora habría un doble movimiento: “al tiempo que se refiere al tratamiento que se ha dado a la víctima qua animal, en el sentido de no persona, no humano, se está imputando a los matadores de brutales y se está objetando una manera de matar” (pp. 115-116). Por otra parte, Natalia Bermúdez (2016) problematiza cómo, en algunos casos, al moralizar la muerte se corre el riesgo de caer en la “trampa de la crueldad” en el que “se podría terminar por legitimar la violencia en la medida en que se concentran en develar solos sus modalidades” (p. 23). Tocaré este punto al final de este trabajo.

6 El escrache, en sentido estricto, es el acto de exponer a una persona o un grupo de personas a la vergüenza social. Según Ludmila Catela Da Silva (2001), este recurso de humillación, encontró ocasión en las acciones emprendidas por los movimientos de Derechos Humanos (en especial H.I.J.O.S) en la década del 90´ para exigir la aparición de los desaparecidos políticos del terrorismo de Estado y la condena a sus asesinos.

7 Al colocar comillas en el término violencia, no estoy marcando ironía o desmarcando mi valoración y desprecio sobre el asesinato de José Luis Díaz. Lo que busco al encomillar es mostrar los diferentes sentidos atribuidos alrededor del término, porque en mi estudio sobre casos de linchamientos en Córdoba, mis interlocutores no concebían estos actos de la misma manera, incluso más, no todos los ponderaban en términos de “violencia”, siendo para algunos algo “esperable”, “justo” o “merecido”.

8 Estado en Facebook. Escrito por Isabel para el aniversario de su hijo, en enero de 2018.

9 En “Un poco de cariño” (N. Blázquez, 2022), acompañó a un taxista que estuvo involucrado, junto a otros vecinos de Córdoba, a recordar y volver a narrar la persecución de dos ladrones.