La ciencia política en jaque: aportes críticos desde Strauss y Lefort

Gonzalo Ricci Cernadas1

papeles de trabajo, 17(31), enero-junio 2023, pp. 25-48

recibido: 2/11/2022 - aceptado: 31/5/2023

Resumen

El presente artículo se aboca a estudiar las críticas que dos filósofos, Leo Strauss y Claude Lefort, realizaron a la ciencia política con el objeto de dilucidar cómo esta puede nutrirse de las reflexiones propulsadas por aquellos. Tripartita será la estructura de este trabajo: en un primer lugar, se describirán los acontecimientos contemporáneos que han disparado la labor de esos filósofos y que han supuesto, según ellos, un desafío para la ciencia política; luego, se restituirán de manera somera las principales teorizaciones efectuadas por ambos; y, finalmente, se expondrán las impugnaciones que tanto Strauss como Lefort han elevado contra la ciencia política.

Palabras clave: ciencia política, Leo Strauss, Claude Lefort.

Abstract

The interest of this article is to study the criticisms that two philosophers, Leo Strauss and Claude Lefort, made of political science in order to elucidate how the discipline can be nourished by their reflections. The structure of this paper will be tripartite: first of all, it will describe the contemporary events that have triggered the work of these philosophers and which, according to them, have posed a challenge to political science; then, it will briefly outline the main theorizations made by both of them; and finally, it will present the challenges that both Strauss and Lefort have raised against political science.

Keywords: political science, Leo Strauss, Claude Lefort.

Introducción

Existen personas fascinadas por los acontecimientos comúnmente mundanos que plagan su vida cotidiana y también la de los individuos que las rodean, asuntos relacionados con la forma de dirimir los conflictos y de llegar a acuerdos atenientes a las problemáticas que competen a la comunidad y que buscan interrogarse por los secretos de las actividades políticas –acaso revestidas todavía de cierta aura misteriosa e impenetrable propia de todos los arcana imperii–. Es probable que un conjunto de esas personas legas busquen continuar ese inquirir de una manera formal al emprender un estudio serio y sistemático de estos hechos, es decir, al ingresar en una carrera de grado en un instituto universitario comúnmente denominada Ciencia Política, así a secas y en singular. A lo largo de los años de estudio, en distintas materias –quizás con mayor propensión en aquellas asignaturas con fuerte basamento teórico o filosófico–, los docentes les dirán a esos mismos alumnos que esa profesión que estudia la política tiene distintos padres: oxímoron si los hay, porque si bien un progenitor puede tener varias descendencias, lo mismo no se aplica en un sentido inverso. Esos estudiantes, entonces, dudarán de estos fundadores y les imputarán a esos ascendientes teóricos de la ciencia política la acusación de putativos. Aristóteles, con su examen de las diferentes constituciones de las ciudades-Estado helénicas en Política (2007), Maquiavelo, con su preocupación por mantener incólume la persistencia de una comunidad política en El príncipe (2010) y Hobbes, con su magna obra que es el Leviatán (2014), asentando de manera inconcusa los pilares de la obediencia hacia la autoridad política, son los nombres que más proliferan.2 Sin embargo, cabe preguntarse, acaso, si no se estaría incurriendo en un anacronismo al asignársele a algún autor antiguo o moderno el título de fundador de la ciencia política. Este cuestionamiento proviene del hecho de que la ciencia política se forja como disciplina recién en tiempos contemporáneos, reflexionando sobre acontecimientos novedosos y creando una metodología propia, motivo por el cual el hecho de adjudicar el inicio de una ciencia con un objeto de estudio propio a un pensador de siglos pretéritos resulta una operación que solo puede realizarse retroactivamente.

Digresiones aparte, de todos modos, hemos de reconocer que la ciencia política ha sabido constituirse como un área del saber –ciertamente polifacética– en su propia dignidad. Aún más, ha resistido los variopintos embates que han significado el advenimiento de fenómenos abismalmente disímiles, en ocasiones virtuosos y, en otras, que producen el más abyecto de los horrores, totalmente inesperados e inéditos. Los sucesos humanos, en este sentido, nunca dejan de comportar una carga, a veces insoportable, de creatividad y de incertidumbre a la vez.

Esto último que mencionamos es clave: parece que autores coetáneos específicos que meditan sobre lo político3 se ven asombrados, no sin cierta cuota de entusiasmo, por un panorama inaudito que ha sucedido en nuestros tiempos, precisamente en el corto –pero no por ello aburrido– siglo XX (cfr. Hobsbawm, 2012, p. 13), que se encontraría caracterizado por la disolución de las certezas incuestionables en el pasado. Sí, hemos de reconocer que estos pensadores se encuentran principalmente ligados, o provienen de, áreas netamente filosóficas, ¿pero puede pensarse, en todo caso, que la ciencia política no se desprende de personas que también practicaban el ejercicio de la filosofía?

El interés del presente artículo, entonces, se aboca a estudiar las críticas que dos filósofos, Leo Strauss y Claude Lefort, realizaron a la ciencia política con el objeto de dilucidar cómo esta puede nutrirse de las reflexiones propulsadas por aquellos.4 Tripartita será la estructura de este trabajo: en un primer lugar, se describirán los acontecimientos contemporáneos que han disparado la labor de esos filósofos y que han supuesto, según ellos, un desafío para la ciencia política; luego, se restituirán de manera somera las principales teorizaciones efectuadas por ambos; y, finalmente, se expondrán las impugnaciones que tanto Strauss como Lefort han elevado contra la ciencia política. Empero, nuestra intención no es quedarnos con estos residuos destructivos, esto es, con una ciencia política reducida a guijarros, sino que, en la conclusión, buscaremos vislumbrar cómo estos juicios sumarios pueden ser tomados de una forma constructiva para enriquecer y robustecer a la ciencia política.

La aventura moderna: los totalitarismos

Cuando Strauss se aventura a investigar el nihilismo y cómo puede ser precisado, admite de manera confesa que no puede abordar de manera completa esta temática: “No estoy en condiciones de responder a tales preguntas; puedo solo intentar desarrollarlas un poco” (Strauss, 2008, p. 125). Esta declaración, susceptible de ser tildada de humilde quizás, se encuentra bien explicada: la tarea a emprender no es sencilla: “el problema más elevado y difícil es el problema del nihilismo” (Nosetto, 2014, p. 49). Acto seguido, Strauss añade que el nihilismo no es solamente un fenómeno que se relaciona íntimamente con Alemania, sino que también ha encontrado su realización más antonomástica en el nacionalsocialismo: “es necesario comprender ante todo que el nacionalsocialismo es la forma más célebre del nihilismo alemán –su forma más baja, más provincial, más inculta y más deshonrosa–” (Strauss, 2008, p. 125). Fenómeno, entonces, teutón, pero también un fenómeno al cual se le dedica un juicio de valor extremadamente negativo.

Hay, sin embargo, una tentativa de definición del nihilismo por parte del oriundo de Kirchhain: nihilismo como voluntad de nada, destrucción de todas las cosas, afición a la entropía que gobierna el universo e, incluso, deseo de obliterarse a sí mismo. Pero si nos ceñimos a la deriva alemana del nihilismo, hemos de detectar su peculiaridad:

El hecho es que el nihilismo alemán no es un nihilismo absoluto, un deseo de destruir todo, incluso a sí mismo, sino un deseo de destruir algo específico: la civilización moderna. Este nihilismo limitado, si así puedo decir, deviene un nihilismo casi absoluto, solo por esta razón: porque la negación de la civilización moderna, el No, no está guiado, ni acompañado, por ninguna concepción positiva clara (Strauss, 2008, p. 126).

La civilización moderna es el objetivo del nihilismo alemán, entonces. Y lo es porque ella comporta un significado moral específico, asociado al progreso: “aliviar la condición del hombre, o defender los derechos del hombre, o la más grande felicidad para el mayor número de personas posibles” (Strauss, 2008, p. 127). En este sentido, compartimos lo vertido por Gilbert Isidore Lévy, a saber:

Según Strauss, en este sentido, el nihilismo tiene el carácter de una “protesta moral” contra una sociedad abierta a todo y cualquier cosa, y que acaba provocando, como consecuencia de esta apertura, el libertinaje, la corrupción y la degeneración. La representación de la sociedad abierta, para el nihilismo, es un lugar donde, de hecho, se encuentra toda irresponsabilidad, un espacio de convergencia en busca del placer, del lucro, y donde se ejerce el poder irresponsable. Esta protesta parte de la profunda convicción de que el cosmopolitismo es inherente a la civilización moderna o, más precisamente, que la constitución de una sociedad abierta a todas las aspiraciones de la civilización moderna es irreconciliable con las exigencias de una vida moral, hecha de entrega, de deber y sacrificio en beneficio de la comunidad. Esta protesta se desarrolla a partir de una celebración de las ventajas de una sociedad cerrada, la única que puede garantizar la integridad, rectitud y probidad sobre las que descansa una vida auténticamente moral (Lévy, 2008, pp. 30-31).

La convicción de los nihilistas alemanes es la de que “la raíz de toda la vida moral es esencialmente, y en consecuencia eternamente, cerrada” (Strauss, 2008, p. 127). Sin embargo, se nos impone una inquietud: Strauss, a pesar de encontrarse deleitado con los textos y obras de la Antigua Grecia,5 ¿es indiferente a los acontecimientos políticos que caracterizaron a la modernidad? Dicho de otra manera: ¿Strauss no se preocupa por los totalitarismos? Un comentador dice, ante esto, lo siguiente: “Lo hemos mencionado, un lector de Strauss interesado por la cosa política no podrá menos que sorprenderse por ver pocas páginas consagradas, por ejemplo, a la nación moderna, al régimen representativo o al totalitarismo” (Louis, 2016, p. 493).

Ahora bien, ¿es esto efectivamente así, como afirma Adrien Louis? Si revisamos el corpus de Strauss, veremos que en otro texto el filósofo analiza la noción de tiranía y la vincula de manera estrecha a los fenómenos totalitarios que han marcado la contemporaneidad:

El estudioso de la ciencia política que acepte esta concepción de la ciencia [desprovista de valores] hablará del Estado de masas, de dictadura, de totalitarismo, de autoritarismo, etcétera, y en tanto que ciudadano puede que condene sinceramente tales cosas; pero en tanto que cultivador de la ciencia política está forzado a rechazar el concepto de tiranía como “mítico” (Strauss, 2005b, p. 42).

Esto destaca que tanto las dictaduras como los totalitarismos son regímenes que no pueden ser desvinculados de problemas que se remontan a la Antigüedad, como lo es la tiranía. De esta manera, podemos decir, siguiendo a María Dolores Amat, en una línea de razonamiento que continúa la concepción straussiana sobre el nihilismo alemán, que

[d]e acuerdo con Strauss, regímenes como el nazismo no se diferencian en lo esencial de las tiranías antiguas. Según su punto de vista, es la tecnología, desatada y desplegada por la filosofía y la ciencia moderna, lo que da a las tiranías de nuestro tiempo un poder de destrucción particular. Pero este poder no es más que la exacerbación técnica de modos que no son nuevos (Amat, 2014, p. 33).

Por lo que se colige de estas reflexiones llevadas a cabo por Strauss, parece que los fenómenos autoritarios y totalitarios contemporáneos provienen de un cambio más profundo: una modificación que ha afectado profundamente a la axiología. Si los totalitarismos son fenómenos inéditos en nuestra actual época, entonces debemos preguntarnos qué es lo que ha permitido que surjan. Es decir, ¿por qué los totalitarismos se desplegaron con tanta fuerza en la contemporaneidad y no hicieron aparición en un tiempo pretérito? Intuimos, entonces, algunas causas de las cuales Luciano Nosetto nos brinda certezas aproximadas:

Strauss parece indicar que el clima cultural que nos es contemporáneo, el horizonte que define nuestra civilización está transido por la irresolución, la alternativa, la tensión entre el relativismo y el fascismo, entre el nihilismo y el oscurantismo fanático, entre la indiferencia y la barbarie, entre el filisteísmo de las democracias de masas y el horror de las tiranías o timocracias modernas (Nosetto, 2014, pp. 57-58).

Es cierto que “aunque se pueden encontrar diferencias consustanciales entre la tiranía clásica y la moderna, las raíces de la moderna se encuentran en la antigüedad” (Laborda Morata, 2019, p. 228). Acordamos con la cita precedente, pero, aunque indicamos que habría cierta raíz totalitaria en el modelo tiránico de la organización política, debemos también señalar que la Modernidad, en el entendimiento de Strauss, se habría desvinculado de una manera desgarradora de la Antigüedad. Este es, precisamente, el hecho, la ruptura, que, para Claudia Hilb, hace que la contemporaneidad tenga que hacerse cargo del “peor de los escenarios” (Hilb, 2016a, p. 252), esto es, del totalitarismo.

Dirijamos nuestra atención ahora a Lefort. Al francés también le urge reflexionar sobre aquellos regímenes políticos que se organizaron de forma totalitaria. Hay que considerar “que en las sociedades en las cuales la democracia formal se ha derrumbado, ésta cede su lugar, como debemos aceptarlo, no a una democracia real, sino al totalitarismo” (Lefort, 1988, p. 257).

Es necesario mirar de frente a lo que ha ocurrido de manera inesperada, por más ominoso que ese objeto pueda ser. No es posible ignorar lo que sucede políticamente: “El pensamiento no puede soslayar la aparición de una nueva forma de dominación en la escena política, ni interpretarla simplemente como el resultado de accidentes históricos, o de desvíos circunstanciales” (Sirczuk, 2013, p. 214). Y, efectivamente, en este sentido, el totalitarismo se erige como un fenómeno de suma importancia para cualquier teórico. La respuesta a estos planteos, por fortuna, nos la proporciona el propio Lefort inmediatamente: “En los cimientos del totalitarismo se distingue la representación del pueblo-uno. Esto es, se niega que la división sea constitutiva de la sociedad” (Lefort, 2004d, p. 247).

El totalitarismo debe entenderse, entonces, como una de esas derivas que la experiencia moderna ha habilitado: la Modernidad ha permitido que, desde su seno mismo, surjan tanto sociedades democráticas como totalitarias:

El totalitarismo solo se explica, a mi entender, si comprendemos su relación con la democracia. Surge de ella, aunque se implante primero, al menos en su versión socialista, en países donde la transformación democrática no estaba más que en sus comienzos. La destruye al tiempo que se apodera de algunos de sus rasgos y les aporta una fantástica prolongación (Lefort, 2004d, p. 252).

A pesar de que el totalitarismo es un fenómeno eminentemente contemporáneo,6 no por ello puede desligárselo de la historia pretérita. El totalitarismo, en este sentido, está conectado con los acontecimientos no solo modernos sino también pre-modernos. Para poder reponer, entonces, la concepción de Lefort sobre los regímenes totalitarios, debemos emprender un razonamiento que no sea una línea recta que une dos puntos por el camino más corto, sino que tenemos que desplegar una argumentación que haga uso de una reflexión indirecta. Como precisamente afirma Bernard Flynn, la modernidad puede ser entendida solamente a partir de su etapa precedente, la pre-modernidad, puesto que

la modernidad produce una mutación radical en la estructura simbólica de la sociedad. (…) [L]a característica definitoria de las sociedades premodernas es el apego de las formas básicas de estas sociedades a otro lugar, a saber, a un mundo suprasensible. Las organizaciones sociales premodernas responden al imperativo de mantener la estabilidad; esto requiere tanto de la determinación absoluta del pasado y el futuro y la ausencia de cualquier conflicto social (Flynn, 2008, p. 136).

Hurguemos, en este sentido, en un texto clave de Lefort: “¿Permanencia de lo teológico-político?”. El francés escribe lo siguiente de manera interrogativa: “¿No habría que preguntarse si lo religioso no se injerta en una experiencia más profunda en virtud de una configuración determinada del origen, de la comunidad, de la identidad?” (Lefort, 2004a, p. 74). ¿Qué sería, en efecto, aquello que lo religioso habría provocado en esta difusa transición de lo que puede denominarse como la pre-modernidad hacia la modernidad? ¿En qué habría contribuido lo teológico en esa –todavía no descrita– mutación? Para responder esto es necesario aferrarse a dos cosas centrales: el Ancien Régime (esto es, la monarquía francesa pre-revolucionaria) y Jules Michelet/ Ernst Kantorowicz. Unamos estos dos elementos y expliquemos, a la vez, la fungibilidad entre Michelet y Kantorowicz. De acuerdo con Lefort, el ascenso de la teología cristiana habría tenido profundas consecuencias políticas, hasta tal punto de que ese mismo acontecimiento religioso es inescindiblemente, también, político. Esto se haría patente en la doctrina del derecho divino de los reyes, la cual se encontraba plenamente vigente en el contexto del Antiguo Régimen de Francia. Ahora, a juicio de Lefort, Michelet habría intuido y escrito algo que posteriormente Kantorowicz habría elaborado con mayor precisión y exhaustividad, a saber, que el cuerpo del monarca parece desdoblarse, por un lado, en un dominio trascendente y, por otro, en un terreno mundano.7 Sí, con lo último es cierto que se hace del emperador, considerado un ente absoluto y omnímodo, algo que se amarra a lo terreno. Pero más nos interesa, en cambio, señalar las repercusiones decisivas de ese acto de disociación del cuerpo real, ya que hace patente una modificación radical que acontece en el orden de lo simbólico. Por vez primera, con esta división, se hace manifiesta una experiencia de no coincidencia de la sociedad consigo misma. Esta apertura, esta sima, será explotada por la aventura democrática, es decir, aquella empresa que acoge en su seno la disolución absoluta de los referentes de certeza, aventura ante la cual la experiencia totalitaria se enfrentará y se constituirá por oposición.

Es por ese motivo que enfatizábamos que “¿Permanencia de lo teológico-político?” permitía explicar ese paso de lo pre-moderno a lo moderno a partir de la distinción de una sutileza que implica reconocer que, entre ambos períodos, hay tanto una continuidad como una discontinuidad:

Es continuo en la medida en la que lo teológico-político nos refiere a la experiencia de no identidad de la sociedad consigo misma, es decir, en la medida en que nos refiere a nuestra relación con lo Otro, con aquello que no está dentro de la historia humana. En este sentido es una permanencia. (…) Con respecto a qué es discontinuo (…) la modernidad es la condición en la cual la figura, pero no el lugar del Otro, se borra. En las bases de su identidad consigo misma, la modernidad descubre una indeterminación radical; es una forma de lo social en la cual no puede haber “materialización de lo otro” (Flynn, 2008, p. 170).

Por esta vía mediada llegamos, así, a la definición lefortiana del totalitarismo:

totalitario es la palabra correcta para hacer entender el advenimiento de un modo de dominación en el cual son borrados a la vez los signos de una división entre dominantes y dominados, los signos de una distinción entre el poder, la ley y el saber, los signos de una diferenciación de las esferas de la actividad humana, de manera que de volver a llevar al marco del supuesto real el principio de la institución de lo social o, en otros términos, de operar una suerte de cierre de lo social sobre sí mismo (Lefort, 2013, p. 6).

Hemos introducido, con esta prolongada cita, muchos términos sin mayor explicación. Es por ese motivo que debemos proceder con el siguiente apartado, donde se elucidarán los principales aportes teóricos de ambos autores en relación a cómo lo político y la democracia deben entenderse.

Los diagnósticos modernos de Strauss y Lefort

En un breve texto que va en una relación inversamente proporcional a su riqueza, densidad e intensidad compactada, Strauss logra sistematizar el periodo moderno en tres olas. Claro está, nos referimos a Las tres olas de la modernidad. Allí, Strauss, de alguna manera, recuperaba el legado de Oswald Spengler de La decadencia de Occidente (1993a, 1993b), para asestar un certero e implacable golpe a cualquier concepción de la Modernidad que la valorara en términos positivos de emancipación. Decir, entonces, Modernidad, va de la mano, para Strauss, de acontecimientos críticos:

La crisis de la modernidad se revela en el hecho, o consiste en el hecho, de que el hombre occidental moderno no sabe ya lo que desea, ya que no cree que pueda conocer lo que es bueno y malo, lo que está bien y lo que está mal. Unas pocas generaciones atrás, se daba generalmente por descontado que el hombre podía saber qué está bien y qué está mal, que podía saber cuál es el orden social justo, el bueno o el mejor –en una palabra: que la filosofía política era posible y necesaria (Strauss, 2011, p. 51).

En este sentido, la observación que el filósofo hace sobre su contemporaneidad es por demás pesimista: en la actualidad, la filosofía política se encuentra absolutamente despreciada y nada parece poder sacarla de ese lugar. Podemos, así, tender un puente conceptual que ligue dos elementos distintos: Modernidad con filosofía política. Porque, precisamente, es el caso de que la crisis de la Modernidad se hace completamente manifiesta a partir de la crisis, igual de importante, de la filosofía política.

Indaguemos, de todos modos, antes de continuar, un poco más sobre cuál podría ser la especificidad de la Modernidad. ¿Hay algún fenómeno que le sea propio? En palabras de Strauss:

Según una noción muy común, la modernidad es fe bíblica secularizada; la fe bíblica ultramundana se ha vuelto radicalmente mundana. Más sencillamente: no esperar la vida en el cielo sino establecer el cielo en la tierra por medios puramente humanos (Strauss, 2011, p. 52).

Hasta aquí, en esta descripción de cómo progresó la secularización en detrimento de lo teológico, no pueden dejar de resonarnos nombres como los de Carl Schmitt (2009) o Hans Blumenberg (2008), quienes habrían realizado estudios sumamente propicios a esta mirada straussiana. No obstante, Strauss aporta un rasgo definitivo que establece un abismo entre la pre-modernidad y la modernidad, haciendo ambos elementos irreductibles:

Por modernidad entendemos una modificación que primero se hace visible como un rechazo de la filosofía política premoderna. Si la filosofía política premoderna posee una unidad fundamental, una fisionomía propia, la filosofía política moderna –su oponente– tendrá la misma cualidad, al menos por efecto reflejo. De hecho, esto queda a la vista, una vez que fijamos el inicio de la modernidad por medio de un criterio no arbitrario. Si la modernidad emergió a través de una ruptura con el pensamiento premoderno, las grandes mentes que llevaron a cabo tal ruptura deben haber sido conscientes de lo que estaban haciendo (Strauss, 2011, p. 53).

Strauss no duda en absoluto en emitir un J’accuse para identificar cabalmente al pensador que habría sido el culpable de semejante crimen. Sí, a pesar de inicialmente señalar a Thomas Hobbes, en verdad, si se atiene a la evolución intelectual de los acontecimientos, el teórico a ser llamado al banquillo de los acusados es, ni más ni menos, que Nicolás Maquiavelo.8 Dos argumentos sustentarían esa creencia: primero, la desconfianza del florentino de las fantasías y su empecinamiento por conocer verità efectuale della cosa –tal como anuncia en El príncipe– y, segundo, la propuesta del italiano por domeñar a la fortuna a través de la fuerza, en lugar de dejarse llevar por las elusivas corrientes del azar y del destino. Para Strauss, de esta manera, “en la obra de Maquiavelo [se halla] el curso del tiempo en el hombre y, con ello, el nacimiento del pensamiento político moderno” (Ferrás, 2020, p. 43).

En lo que respecta a este trabajo, nos detendremos aquí en lo que atañe al comentario de Las tres olas de la modernidad, en donde Maquiavelo habría iniciado la primera de ellas.9 Lo que nos interesa, por tanto, es indicar los corolarios teóricos y prácticos de estas mareas: si, para Strauss, la primera y la segunda ola habrían establecido los fundamentos teóricos del liberalismo y del comunismo, la tercera habría prendido la mecha del fascismo. Ahora bien, lo que estos aluviones habrían inundado y hecho desaparecer era, precisamente, la herencia pre-moderna, esto es, los pensamientos antiguos:

la unidad del pensamiento clásico se fundamentaba en dos elementos primordiales: la filosofía y la política, que procuraban su unidad por el hecho de que constitutivamente tenían un carácter integrador. Strauss retoma la vida política del pensamiento clásico porque es el punto de encuentro de las más importantes dualidades humanas: el bien y el mal, la injusticia y la justicia, lo privado y lo público, el conocimiento y la ignorancia, la razón y la pasión (Londoño Sánchez, 2012, p. 66).

Como dijimos, Strauss clama que se ha perdido toda capacidad axiológica para juzgar si los regímenes políticos son buenos o malos o justos e injustos. Hacer esto, a los clásicos, no les suponía ningún tipo de dificultad. Pero bien distinto es el panorama cuando nos sumergimos en la época moderna. Y dos serían los elementos que habrían surgido desde ese entonces y que habrían dinamitado por completo todo el proyecto antiguo: el historicismo y el positivismo. Expliquemos, entonces, a qué se refiere cada uno de estos términos. Del primero, que Strauss adjetiva, además, como “radical”, podemos encontrar una definición en Derecho natural e historia: el historicismo radical afirma que “[t]odo pensamiento humano depende del destino, de algo que el pensamiento no puede dominar y cuyas operaciones no puede anticipar” (Strauss, 2013, pp. 84-85). A esta definición se llega en base a la constatación de una querella entre los antiguos y los modernos, es decir, de un enfrentamiento claro entre estos dos bandos. Los antiguos, en el decir de Strauss, si bien creían que las opiniones eran variables, confiaban firmemente en la capacidad de acceder a una verdad inmutable. Es esta afirmación que fue puesta en tela de juicio por los modernos: “Los modernos oponentes del derecho natural rechazan precisamente esta idea. Según ellos, todo pensamiento humano es histórico y, por ende, incapaz de aprehender nada eterno. (…) Llamaremos a esta perspectiva ‘historicismo’” (Strauss, 2013, p. 72).10

Respecto del segundo, esto es, del positivismo, podemos derivarlo del historicismo mencionado recién:

El historicismo aparecía entonces como una forma particular de positivismo, esto es, de la escuela que sostenía que la teología y la metafísica habían sido superadas de una vez por todas por la ciencia positiva, o que identificaba el conocimiento genuino de la realidad con el conocimiento provisto por las ciencias empíricas (Strauss, 2013, p. 75).

El historicismo radical refiere básicamente, entonces, a la indiscutible preeminencia y legitimidad que la ciencia terminó por adquirir, comprendiendo a ésta únicamente desde el “paradigma positivista, que declara su incapacidad de pronunciarse científicamente respecto de valores” (Rollandi, 2021, p. 16). Aplicar la metodología de las ciencias naturales –eufemísticamente llamadas “ciencias duras”– a las ciencias sociales –para continuar con la sustitución léxica precedente, denominadas “ciencias blandas”–, separar hechos y valores, en eso consiste justamente el positivismo, lo cual deriva, inevitablemente, en una ciencia social avalorativa y neutral en términos éticos (cfr. Vallespín, 2000, p. 22). De lo que se trata aquí, pues, es de “la afirmación de la neutralidad axiológica de la ciencia –del positivismo–, en su versión weberiana,11 esto es, asentada sobre la afirmación de la imposibilidad de elegir racionalmente entre valores en pugna” (Hilb, 2013, p. 23).

Antes de dar paso nuevamente a Lefort, debemos decir una cosa más respecto de Strauss, relacionada esta vez con su aspecto propositivo concerniente a su intento de recuperar el derecho natural como insumo productivo para salir del atolladero moderno. Prima facie, esta propuesta parecería ser un tanto desconcertante ya que, como bien afirma Richard Kennington, “¿[c]ómo puede (…) el derecho natural clásico ser una alternativa filosófica para Strauss?” (Kennington, 2011, p. 245). El derecho natural, en la actualidad, se encuentra enfrentado tanto a críticas que provienen del espectro político de izquierda como de derecha: ambos recusan cabalmente que el derecho pueda seguir siendo determinado por algún contenido natural al afirmar que, en cambio, debe relacionarse con la historia. Esta es justamente la conclusión a la que Strauss quiere evitar arribar. Deben sortearse las salidas que deriven tanto en un historicismo radical como en un positivismo. Recordemos, en este sentido, que, para Strauss, el derecho natural es el nombre que alude a “las reglas que circunscriben el carácter general de la vida buena” (Strauss, 2013, p. 173); esto es, el derecho natural concierne a los estándares universales e inalterables de justicia a los cuales los seres humanos pueden acceder mediante la razón. Así entendido, parece que “[l]a única alternativa del derecho natural que queda en pie es el derecho natural clásico o ‘platonismo’” (Gourevitch, 2011, p. 289). Este derecho natural procede estableciendo jerarquías de deseos a las cuales les corresponde una jerarquía de fines concomitantes. “La crisis de la modernidad (…) conduce a pensar que deberíamos retornar. Pero ¿retornar a qué? Obviamente, a la civilización occidental en su integridad premoderna, a los principios de la civilización occidental” (Strauss, 2005a, p. 175). Esa es, entonces, la tentativa straussiana: volver a un mundo en el que las personas tenían un saber intuitivo de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. Seguir inscriptos en el programa ético moderno y bregar por él a nada más nos conduce que a un cul-de-sac.

Apuntemos nuestros esfuerzos, ahora a Lefort. Lo político sería, para el francés, algo que trasciende la mera actividad política ya que revela

ese doble movimiento de aparición y de ocultamiento del modo de institución de la sociedad: aparición, en el sentido en que emerge a lo visible el proceso por el cual se ordena y unifica la sociedad, a través de sus divisiones; ocultamiento, en el sentido en que un sitio de la política es designado como particular, mientras se disimula el principio generador de la configuración del conjunto (Lefort, 2004c, p. 39).

Con ello, queremos significar que asistimos a un movimiento de “‘la retirada de lo político’, que ahora equivale al descuido u olvido de la diferencia entre la política –como subsistema o modo de acción– y lo político como la dimensión fundante de la sociedad, la cual es también la dimensión configurante de la sociedad” (Marchart, 2008, pp. 123-124). Lo político es entonces el momento de institución de lo social, allende éste no hay forma, ni escenario, ni significado.

Por su parte, la sociedad se funda sobre un principio negativo, esto es, una división primigenia “entre la sociedad y ella misma como su otro” (Marchart, 2008, p. 126): la sociedad se auto-externaliza, solo así, convirtiéndose en su Otro, puede cobrar identidad. La relación entre estas dos partes (el adentro y el afuera) se expresa en los gestos simbólicos: el poder es el polo simbólico por antonomasia que da cuenta de que la sociedad es exterior a ella misma, auto-reflexiva. En tanto la institución de la sociedad acontece en el orden simbólico, es pasible, o mejor dicho, debe ser necesariamente escenificada, es decir, puesta en escena. Destaca también otra división, esta vez al interior de la sociedad, una tensión irresoluble, por la cual los miembros antagonizan entre sí; empero, es a través de la confrontación que los antagonistas se afirman como miembros de la misma comunidad, se sitúan en un mundo en común. El conflicto, como fundamento negativo de la sociedad, es fuente de cohesión social.

Dicho esto, buscamos hacer énfasis en la mutación sufrida en el nivel simbólico

que afectó el modo en que se representa la unidad de la sociedad: su mise-en-scène. Al mismo tiempo, afectó la manera en que se forma la sociedad (la mise-en-forme) y la manera en que se le da sentido (su mise-en-sens). Estos tres aspectos son inseparables: el modo en que la sociedad es escenificada por la instancia de poder simultáneamente le da forma y también le confiere sentido, pues lo que hace que el espacio social sea inteligible para nosotros son las distinciones básicas entre lo verdadero y lo falso, lo justo y lo injusto, lo legítimo y lo ilegítimo. Es esta dimensión de “lo político” lo que forma y, a la vez, da sentido a lo social representándolo para sí mismo (Marchant, 2008, p. 128).

De manera que, en línea con lo que veníamos mencionando, “[e]l totalitarismo moderno surge a partir de una mutación política, de una mutación de orden simbólico, cuyo mejor testimonio es el cambio de estatuto del poder” (Lefort, 2004c, p. 41). El poder es encarnado por un partido único; en la sociedad totalitaria se condensan las esferas del poder, la ley y el saber; el líder porta la ley superior, la ley de movimiento de la naturaleza y de la historia, el poder que detenta se combina con un saber de manera que en lo subsiguiente nada puede fracturarlo. Se carece de exterioridad de lo social, las leyes positivas se encuentran subordinadas a la del partido único. Así también con el saber: no hay saberes parciales, el discurso verdadero es el emitido por el poder. En el totalitarismo se niega que la división sea constitutiva de lo social: la sociedad no puede albergar diferencias, extendiéndose la representación de una sociedad homogénea y transparente a sí misma: es la unidad del pueblo, el pueblo-Uno. Sin embargo, advertimos una paradoja: “es negada esa división (…) y, en proporción a esta negación, es fantasmáticamente afirmada una división entre el pueblo-uno y el otro. Este otro es el otro de afuera” (Lefort, 2004d, pp. 247-248). En un maniqueísmo rayano, la división se presenta como alteridad absoluta, el Otro es objetivo de temor y miedo. Esta sociedad sin división interna se manifiesta como la borradura de la división originaria, la cual, sin embargo, no puede deshacerse por completo como dimensión ontológica y emergerá bajo la forma de alteraciones de la ocultación imaginaria. Esta división debe ser desplazada, y el nuevo afuera deviene en sustituto interno del otrora enemigo interno.

En la modernidad presenciamos una “experiencia, primero, de una sociedad franqueando el dogma de la tradición religiosa, y, luego, de una sociedad que no cesa de explorar los límites de lo pensable” (Poltier, 1993, p. 24).12 La modernidad es el equivalente al abanico de posibilidades abierto por la revolución democrática. De la misma manera que “[e]l totalitarismo solo se explica (…) si comprendemos su relación con la democracia” (Lefort, 2004d, p. 252), a su vez,

[s]obre el telón de fondo del totalitarismo [la democracia] adquiere un nuevo relieve y resulta evidente la imposibilidad de reducirla a un sistema de instituciones, (…) aparece como una forma de sociedad que nos impone la tarea de comprender aquello que constituye su singularidad y lo que en ella, a la vista del surgimiento de la sociedad totalitaria, se presta a ser invertido (Lefort, 2004c, p. 43).

Así, en la democracia lo universal se compone de multiplicidad, es la descomposición de la unidad, la desincorporación del individuo. El rasgo sin precedentes de la democracia es que el poder se convierte en un lugar vacío, infigurable e inocupable. Asimismo, la dimensión de la alteridad no se anula. El conflicto se institucionaliza, es la institucionalización de la dimensión originaria de la sociedad: la división. La democracia es una aventura histórica sin precedentes y, al mismo tiempo, la sociedad democrática moderna es la sociedad histórica por excelencia. La desincorporación se acompaña con una separación de las esferas del poder, la ley y el saber; así se manifiestan en su dispositivo simbólico. Así, es un hecho significativo “la disolución de los referentes últimos de certeza, cuyo teatro es la democracia moderna” (Lefort, 2018, p. 171): todos los fundamentos pueden ser puestos en cuestión. La ley no puede fijarse definitivamente y los saberes poseen reglas de convalidación propias, independientes del poder. El poder se encuentra desocupado, recordándole a quienes se asientan temporalmente en él que son meros mortales y que, dentro del dispositivo democrático, no hay una fuente de legitimación, punto de referencia externo: el poder busca en forma permanente su propio fundamento. Este régimen conserva el hiato entre lo real y lo simbólico, el enigma de la diferencia se despliega en todas las escenas de la vida democrática. La sociedad misma acoge la indeterminación, que es puesta en escena tanto en la competencia por el poder, como en la extensión de los derechos y en los saberes en permanente discusión. Su puesta en escena en el sufragio reenvía a la multiplicidad. El pueblo es llamado soberano, pero nunca se dejará de preguntarse por su identidad. A partir de la institución de los derechos humanos se puede “apreciar el desarrollo de la democracia y las oportunidades de libertad”, ellos denotan el “surgimiento de un nuevo tipo de legitimidad y de un espacio público, del que los individuos son tanto productos como inductores” (Lefort, 2004e, p. 142), un espacio de debate interminable; estos derechos están abiertos respecto a su contenido. La libertad nace del colapso de un orden político fundado sobre un origen trascendente. Se podría decir que el intento de Lefort por restaurar el sentido de la libertad, una significación que estructura nuestro modo de existencia política, “requiere apreciar el alcance de sus efectos sobre nuestra experiencia y, a este propósito, de comparar con la experiencia de otras sociedades” (Poltier, 2003, p. 26).

Strauss y Lefort sobre la ciencia política

Como mencionamos ya, se destaca fácilmente en Strauss su oposición por igual al positivismo y al historicismo radical. Vimos en Las tres olas de la modernidad, ante la crisis de la modernidad, que el hombre es incapaz de conocer el orden social bueno, justo o mejor, desconectando sus preferencias de su capacidad de argumentar.

Exploremos, no obstante, otra arista de la problemática en la cual Strauss se adentrará con más detenimiento en “¿Qué es filosofía política?” (2014). Central en este texto de Strauss es la distinción entre la filosofía política y la ciencia política contemporánea. La primera, el alemán la precisa como si tratase

sobre los temas políticos de un modo que se supone relevante para la vida política; de ahí que su objeto deba identificarse con su objetivo, con el objetivo último de la acción política. El tema de la filosofía política comprende los grandes objetivos de la humanidad, la libertad y el gobierno o el imperio (Strauss, 2014, p. 79).

La filosofía política, desde su concepción clásica según Strauss, se orienta hacia la búsqueda de un conocimiento universal, el intento de comprender el Todo, la persecución constante de la verdad en detrimento de las opiniones, y la reflexión sobre las ideas políticas. Sin embargo, esto no implica que Strauss comprenda de manera homogénea la filosofía clásica y moderna. Entre ellas también percibe diferencias, derivadas del debate conocido como la querella entre los antiguos y los modernos. Para Strauss, así “[l]o que unifica a la tradición clásica, a pesar de su variedad interna, es (…) la percepción de las cosas a la luz de una teleología metafísica. Y, por otro lado, lo que unifica a las diversas escuelas de la modernidad es su rechazo común de tal teleología” (Marshall, 1985a, p. 631).13

Distinta es la ciencia política, concepto que es plurívoco, sino ambiguo: “designa tanto las investigaciones sobre las cosas políticas guiadas por el modelo de las ciencias naturales, como el trabajo efectuado por los miembros de los departamentos universitarios de ciencia política” (Strauss, 2014, p. 84). Sin embargo, esta definición parece incompleta. La primera mitad nos ofrece una idea de cómo se debe entender la ciencia política, mientras que la segunda mitad alude a las investigaciones realizadas por politólogos.

En relación con la primera mitad, la ciencia política contemporánea, principalmente positivista y cientificista, tiende a despreciar los juicios de valor en pos de los juicios de hecho. Aquellos se consideran tan irresolubles como históricamente variables. Tomando como basamento el modelo de las ciencias naturales, se procura un método experimental e inductivo y clama su autosuficiencia, bastarse por sí misma. La ciencia política buscaría entonces un genuino conocimiento sobre lo político.

Respecto de la segunda mitad de la definición straussiana, podemos decir que no se encuentra alejada tampoco del cientificismo: la ciencia política pretende la reunión y análisis de datos y conocimientos políticos: “[c]onsiste en la esmerada y discerniente recogida y análisis de datos políticamente relevantes” (Strauss, 2014, p. 85).

Estas dos formas de entender el estudio científico de las actividades políticas han contribuido a lo que Strauss denomina como “un estado de decadencia o tal vez de putrefacción” de la filosofía política (Strauss, 2014, p. 90). La ciencia política científica es así incompatible con la filosofía política, aprovechando de este modo la muerte de la última producida por la crisis de la modernidad. Sin embargo, Strauss valora positivamente la filosofía política en comparación con la ciencia política, ya que esta última enfrenta cuatro grandes dificultades que, en última instancia, la debilitarían: la imposibilidad de estudiar los fenómenos sociales capitales sin realizar juicios de valor, la desconfianza en los juicios de valor por ser irresolubles para la razón humana, la fe en que el conocimiento científico es la forma más completa de conocimiento humano, y la transformación necesaria del positivismo en historicismo al concebir los juicios de valor como cambiantes de época en época.

Hay algo en el espíritu straussiano de entender al pensamiento en general que parece insinuar que las preguntas políticas fundamentales achacan una y otra vez a cada nueva generación. Es un asedio constante de las mismas preguntas que preocupaban a los antiguos y que siguen siendo relevantes a lo largo de los siglos. La ciencia política moderna y contemporánea no puede separarse de este movimiento. Strauss apunta a que la ciencia política “debe encontrar siempre sus fundamentos en las cuestiones elementales sobre las cuales ella ha sido construida: a saber, ¿qué es la política?, ¿qué es la justicia?, ¿cuáles son los criterios de la utilidad, la prudencia o del coraje?” (Marshall, 1985b, p. 835). Solo el retorno a la filosofía política clásica, propugnado por Strauss, puede prevenir la decadencia del dogmatismo científico y responder adecuadamente a la pregunta sobre el mejor régimen político.

Interesantemente, podemos encontrar consideraciones propincuas a las de Strauss en Lefort. Para ese autor, tal como se explaya en La cuestión de la democracia, la ciencia política intenta construir o delimitar aquello que es un hecho político, separándolo de otros hechos sociales. La descripción o reconstrucción de la sociedad es realizada como si esa acción no se derivara de una experiencia de la vida social, como si se tratara de un sujeto neutro que se ocupa de detectar relaciones de causalidad entre los fenómenos. De este modo, las sociedades democráticas modernas aparecen constituidas por una esfera de instituciones políticas delimitadas, diferenciadas de otras esferas. Empero, lo que la ciencia política no se interroga es la forma de la sociedad en que se presenta y se legitima esta separación de diversos sectores de la realidad. Como indica Esteban Molina:

La conformación de la sociedad es inseparable del poder de darse referencias de sentido y sinsentido, de legitimidad e ilegitimidad que hacen visibles relaciones que hasta entonces permanecían ocultas –si bien esta visibilidad nunca alcance a ser completa porque la figura última de lo humana permanece indeterminada–. El científico [incluido el político] oculta lo que su instrumental teórico debe a dicho conformación cuando, pretendiendo alcanzar la posición de puro observador, se arroga el poder de juzgar, de extraer el sentido de lo que observa sin interferencias de valores precientíficos (Molina, 2007, p. 73).

La ciencia política suprime la pregunta por la institución social, por la forma de la sociedad, que no es otra cosa que la imposibilidad de interrogar el fundamento de lo político: en suma, la ciencia política no puede pensar lo político, ya que “[l]o político se encuentra antes –y más allá– de cualquier objetivación” (Eiff, 2015, p. 84).

No obstante, Lefort aprovecha las reflexiones de Maquiavelo en El príncipe no solo para estudiar el tópico clave de la ciencia política, esto es, el poder,14 sino también para reflexionar sobre la aventura democrática y la experiencia totalitaria. Esto le permite desarrollar nociones propias, como la lucha de clases insuperable, la imposibilidad de una conciliación perpetua, la instauración de un régimen de incertidumbre generalizada y la idea del poder como un lugar vacío que no pertenece a nadie, entre otras. Sin embargo, cuando se intenta este enfoque, surgen nuevamente las reservas de Lefort respecto de la ciencia política, porque “la ciencia política busca circunscribir al poder, presentándolo como algo que posee características propias y obedece a reglas de funcionamiento específicas” (Schevisbiski, 2014, p. 130). Para Ménissier, Maquiavelo también le habría permitido a Lefort recusar cualquier ilusión objetivista (Ménissier, 2017).

Para Lefort, es la filosofía política la que puede plantear la pregunta sobre la forma de la sociedad, estableciendo una estrecha conexión con la experiencia democrática moderna. Ante la disolución de los referentes de certeza, la democracia se convierte en el régimen que puede acoger la indeterminación característica de la modernidad (cfr. Caillé, 2010; Lanza, 2021, pp. 81-83).

Conclusión

En el trayecto recorrido, hemos observado cómo Strauss y Lefort han permanecido cercanos (sin por eso desdeñar las sutilezas propias de cada uno de sus pensamientos) en torno a tres ejes que han articulado este trabajo.

En el primer apartado, se analizó el fenómeno totalitario, que ha despertado un gran interés tanto en Strauss como en Lefort, aunque ciertamente ha ocupado un lugar más central en la obra del segundo. Reparar en el totalitarismo es necesario ya que, como vimos en el tercer apartado, constituye un fenómeno inédito que la ciencia política no habría podido conceptualizar debidamente. El fondo respecto del cual Strauss adjudica el surgimiento del totalitarismo es la consolidación de un Weltanschauung nihilista propiamente alemán. En este sentido, el camino queda allanado para el totalitarismo cuando el hombre deja de poder discernir entre lo bueno y lo malo y lo justo y lo injusto. Aunque, también es menester mencionarlo, el estudio straussiano no deja de relacionar al totalitarismo con los regímenes tiránicos antiguos. En Lefort también advertimos esta suerte de ambigüedad: acontecimiento netamente moderno, sí, eso es el totalitarismo, pero también, como hecho moderno que es, el totalitarismo no puede desligarse de forma tajante de todas esas experiencias que lo han antecedido y que se encuentran cifradas en la pre-modernidad.

En relación con Strauss, hemos repuesto de manera abreviada el argumento desplegado por él en Las tres olas de la modernidad para extraer conclusiones que se desarrollan más a fondo en otros de sus textos. El énfasis radica en la crítica que Strauss hace tanto al positivismo como al historicismo, señalando que ambos sumen a la humanidad en un relativismo total de valores que no contribuye a otra cosa que a una confusión generalizada, de la cual parecen emerger todo tipo de proyectos políticos. En Lefort, por su parte, su concepción de la democracia como aventura implica entenderla como un tipo de régimen que se aprovecha virtuosamente de un rasgo moderno del cual no puede volverse atrás: la disolución de los referentes de certeza. Ya no hay un fundamento inconcuso que permita oficiar de soporte, es necesario que la democracia sepa alojar la indeterminación radical en su seno, entendiendo que el poder es un lugar vacío e infigurable y reconociendo que la sociedad nunca es idéntica a sí misma.

Procedemos, finalmente, a analizar la manera en que ambos filósofos comprenden la ciencia política contemporánea. Quizás aquí advirtamos la mayor proximidad entre ellos. Tanto Strauss como Lefort, cada uno a su manera, hacen notar que la ciencia política contemporánea es incapaz de aprehender los nuevos acontecimientos políticos que han marcado el siglo XX, y con ello nos referimos al fenómeno totalitario que hemos explicado en el primer apartado de este trabajo. Tanto por su intento de emulación de las ciencias naturales y por su obstinación en la recolección de casos políticos aislados y específicos (en el entender de Strauss), como también por su inclinación a adoptar un papel de observador no participante desprovisto de valores (en el entender de Lefort), la ciencia política se muestra indefensa ante la magnitud de hechos inéditos que inevitablemente la abruman.

Necio sería pasar por alto, no obstante, las propuestas que cada autor propugna: por un lado, la añoranza de Strauss por recuperar una noción particular del derecho natural; por otro lado, la tentativa de Lefort de reconocer la irreversibilidad moderna, cuyos impactos deben ser recogidos por la democracia. De cualquier manera, a partir de las críticas realizadas por los dos hacia la ciencia política podemos advertir elementos que puedan contribuir a una reconstrucción de ese campo de estudio de manera más enriquecida. Como repasamos, ambos han visto el mismo fenómeno, el totalitarismo, que también presenció Hannah Arendt, aunque la teórica política haya llegado a diferentes conclusiones acerca de la capacidad de la ciencia política para hacerle frente al totalitarismo y poder aprehenderlo. Si la ciencia política parecería haber quedado inerme frente al totalitarismo debido a su novedad, como lo sugieren Strauss y Lefort, Arendt bien puede contraargumentar que esto solo se puede afirmar a título de confundir la comprensión con el conocimiento. La comprensión es un proceso, dice Arendt, que “precede y sucede al conocimiento” (2005a, p. 376) y que le otorga un sentido a este. Como bien afirman Lucía Carello y María Cecilia Padilla, “[l]a comprensión, en cambio, pretende analizar en su singularidad los acontecimientos que no tienen precedentes” (2020, p. 112). Se trata de valorar los acontecimientos en su plena significación epistemológica y política:

Los acontecimientos, pasados y presentes –no las fuerzas sociales y las tendencias históricas, ni los cuestionarios y la investigación de la motivación, ni ningún otro artilugio del arsenal de las ciencias sociales– son los verdaderos, los únicos maestros fiables de los politólogos, ya que son la fuente de información más fidedigna para quienes se dedican a la política. Una vez que se ha producido un acontecimiento como el levantamiento espontáneo de Hungría, es necesario reexaminar toda política, teoría y previsión de potencialidades futuras. A su luz debemos revisar y ampliar nuestra comprensión de la forma totalitaria de gobierno, así como de la naturaleza de la versión totalitaria del imperialismo (Arendt, 1962, p. 482).

Al fin y al cabo, Arendt habilita la concepción de una ciencia política que no sea aséptica, como la entendían Strauss y Lefort, como así también Eric Voegelin, quien acusaba a Arendt de estudiar al totalitarismo con una carga emocional demasiado fuerte. Pero es que para Arendt no existía ningún otro tipo de respuesta: no solo porque los sentimientos que los estudiosos de los fenómenos políticos no derivan necesariamente en sentimentalismo, sino también porque analizarlos de manera objetiva significa quitarles su característica esencialmente humana (Arendt, 2005b). Quizás si, al mismo tiempo que conserva su herencia positivista, tiene en cuenta los inevitables juicios de valor que la novedosa contemporaneidad nos demanda, la ciencia política sea capaz de aprehender el fenómeno democrático que debe imperar en el mundo actual en toda su valía.

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1 Universidad de Buenos Aires, Instituto de Investigaciones Gino Germani, Buenos Aires, Argentina. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Buenos Aires, Argentina. goncernadas@gmail.com, https://orcid.org/0000-0002-1727-0547.

2 Estos autores son nombrados en una miríada de artículos y libros sobre el tema: Almeida Filho. & de Campos Barros, 2008; Andrrade Sánchez, 2012; Azambuja, 2005; de Artaza, 2015; da Costa Maciel, 2010; Zamitiz Gamboa, 1999; Tomassini, 1996; Farr, 1988; de la Garza, 1993; Guzmán Mendoza, 2008; Coakley, 2004; Nay, 2016: 96. Sobre la evolución de la ciencia política en nuestros días y en Latinoamérica, cfr. Bulcourf, Gutiérrez Márquez & Cardozo (2015); Pinto, 2010; de Cássia Galvão Ruaro, et. al., 2014.

3 Esta ambigüedad será debidamente aclarada más adelante en el segundo apartado.

4 Es interesante señalar que Lefort tenía un conspicuo conocimiento de la obra de Strauss (cfr. Hilb, 2016b), aunque no puede decirse lo mismo en sentido inverso.

5 Gregorio Luri Medrano, en la biografía que realiza sobre Strauss, rescata esta anécdota lúdica que expresa la fascinación e interés que el filósofo tenía por los griegos antiguos: “Junto a la de Nietzsche hay que resaltar también la influencia temprana de Platón en Strauss. Leyendo el Laques concibió el proyecto de dedicar su vida a la relectura de los diálogos platónicos y a la cría de conejos. A Platón no dejó de leerlo nunca” (2012, p. 23). Le agradezco a Octavio Majul por haber encontrado esta cita a mi pedido, la cual yo recordaba de manera levemente distorsionada.

6 Pero también el totalitarismo sería un fenómeno nuevo, desligado del pasado: “es posible aprender a reconocer (…) que el totalitarismo es una forma social irreductible a la mera dominación de una nueva clase burocrática y más aún a los meros actos de un tirano” (Bataillon, 2019: 153). Esta posición está respaldada, desde ya, por Lefort mismo: “Bajo cualquier aspecto que se lo encare –régimen, partido, tipo de personalidad– el comunismo no es concebible sino en los horizontes del mundo moderno” (Lefort, 2013, p. 109).

7 Lefort alude a esto al escribir: “Dentro de esa elaboración, al leerlo, aparece en efecto que el cuerpo natural [del rey], por su combinación con el sobrenatural, ejerce un hechizo que encanta al pueblo. En su calidad de cuerpo sexuado, cuerpo que engendra, cuerpo amoroso, cuerpo falible, efectúa una mediación inconsciente entre lo divino y lo humano, una mediación que el cuerpo de Cristo, mortal, visible y falible, al mismo tiempo que divino, no podría asegurar porque indica la presencia de Dios en el hombre sin llevar a su término el movimiento inverso, que hace visible al hombre, sensible su carne en Dios” (Lefort, 2004a, pp. 92-93).

8 Para un estudio más comprensivo de la forma en que Strauss leyó a Maquiavelo a lo largo de toda su obra, como así también de las lecturas realizadas por otros teóricos sobre la propia lectura straussiana, cfr. Rollandi (2018).

9 En el entender de Strauss, Hobbes habría acompañado a Maquiavelo en esta primera ola de la Modernidad. La segunda ola habría comenzado con Rousseau (y habría sido continuada también por Kant y Hegel), mientras que la tercera habría sido iniciada por Nietzsche.

10 Para un estudio que realiza observaciones a la manera en que Strauss conceptualiza al historicismo, ver Svampa (2018, pp. 161-166).

11 Cfr. Weber (1978a, 1978b, 1985). Aún más, es posible decir que, como lo muestra Nosetto, Strauss hace algo más que criticar la acendrada ciencia de Weber: “(…) Strauss no se limita a una crítica de la idea weberiana de ciencia y de sus pretensiones de neutralidad valorativa. Una lectura cercana permite divisar que el capítulo [‘Derecho natural y la distinción entre hechos y valores’, de Derecho natural e historia] moviliza también una reconstrucción de la crítica weberiana a la civilización moderna, caracterizada como es sabido por el desencantamiento, racionalización y especialización crecientes, pero también por las figuras sociológicas y políticas del especialista, el filisteo y el extremista. De este modo, la reconstrucción ofrecida por Strauss discute las premisas de la filosofía y la ciencia social de Weber, al tiempo que pondera su caracterización de la deriva de la civilizacional moderna. Tomada en su conjunto, la crítica straussiana apunta a denunciar la falta de exhaustividad del cuadro weberiano, señalando la posibilidad de considerar alternativas desatendidas por Weber” (Nosetto, 2015, p. 137).

12 Lefort se refiere a esta cuestión de que la sociedad ya no se encuentra, en la actualidad, respaldada natural o teológicamente: “La nación no es sustancialmente una, que propiamente hablando no es reducible a una comunidad, puesto que el ejercicio del poder es siempre dependiente del conflicto político, y éste confirma y mantiene el conflicto de intereses, de creencias y de opiniones en la sociedad” (Lefort, 2004b, p. 34).

13 Para dilucidar de una mejor manera la distinción entre la filosofía clásica y moderna remitiéndose a la propia pluma de Strauss, cfr. Strauss (2007).

14 “La ciencia política también ha rescatado de Maquiavelo una tradición fundadora de la disciplina por identificar un objeto de estudio claro y que se mantiene hasta hoy: el poder” (Bataillon, 2020, p. 71).