Entrevista a Juan Carlos Torre

Por Sebastián Pereyra y Gerardo Aboy Carlés

Esta entrevista abierta a Juan Carlos Torre fue realizada el 24 de octubre de 2022 en la mesa de cierre de las primeras Jornadas del Centro de Estudios Sociopolíticos (CES) de la Escuela IDAES-UNSAM. La versión que aquí se transcribe fue revisada por Juan Carlos Torre y Sebastián Pereyra.

Sebastián Pereyra: Muy buenas tardes, gracias Mariana Gené y a Daniela Slipak por la organización de estas primeras Jornadas del Centro de Estudios Sociopolíticos del IDAES, rompieron la inercia de las jornadas que estábamos organizando hace muchos años y nunca se concretaban, así que es un paso muy importante el que dieron. Muchas gracias Juan Carlos Torre por haber aceptado la invitación a esta entrevista, a esta conversación pública. Es un orgullo, un honor para nosotros esta visita y la posibilidad de este diálogo. Vamos sin más con la primera pregunta.

Gerardo Aboy Carlés: Queríamos iniciar con una pregunta de orden más bien biográfico: ¿cómo fue que alguien que había hecho la escuela secundaria en Bahía Blanca vino a Buenos Aires y se inscribió en la carrera de Sociología, que recién se había creado?

Juan Carlos Torre: Respondo enseguida y evoco para ello a la generosidad de mi padre. ¿Por qué? Porque mi padre tenía una casa de comercio en un pequeño pueblo de la provincia de Buenos Aires, Darregueira. Y esperaba que yo, el primogénito de la familia, me hiciera cargo en algún momento del negocio. Ocurrió que cuando me preguntó qué quería estudiar le respondí “quiero estudiar filosofía”. Explicablemente, a mi padre no le pareció una buena opción y me propuso, en cambio, que estudiara para contador público. Conversamos y llegamos a un acuerdo: contador y filosofía. Vengo pues en 1958 a Buenos Aires y me anoto en las dos facultades, la Facultad de Ciencias Económicas y la Facultad de Filosofía. Durante un año estuve dando materias en una facultad y dando materias en la otra. Fue entonces que apareció la carrera de Sociología y me apresuré a escribirle a mi padre diciéndole “la sociología es la combinación de filosofía y economía”. Era un abuso de la imaginación, pero a esta altura del partido mi padre estaba resignado y no puso objeciones.

Así fue que entré a la carrera de Sociología y comencé a formar parte de la primera generación de estudiantes. No éramos muchos, algunos venían de otras carreras, otros recién entrábamos a la universidad. Durante los años iniciales, la carrera de Sociología fue una disciplina que se estaba buscando a través de la guía orientadora de Gino Germani, su promotor, que tenía una mirada muy amplia y, en los hechos, nos expuso a una literatura muy variada en la que los textos de sociología convivían con textos de psicología social, antropología, filosofía. Más tarde, la carrera habrá de tener un formato más sistemático, pero siempre congruente con su matriz original, el fuerte énfasis en la investigación empírica. Este énfasis con su práctica –proponer hipótesis sobre la realidad social, justificarlas lógicamente y recoger evidencias para probarlas o desmentirlas– la hizo para muchos de nosotros muy atractiva. A pesar del interés que despertaba la literatura que Germani ponía a nuestro alcance, las creencias marxistas que inspiraban a buena parte de nosotros continuaron firmes. Así, el corolario de esa experiencia en los primeros años de la carrera fue sintetizado por una consigna: “marxismo con datos”, popular entre nosotros.

A propósito hay una anécdota de aquellos tiempos que me gustaría contarles. Fue la polémica en la que me metí en compañía de mi amigo Manolo Mora y Araujo con una figura principal del Partido Comunista, Rodolfo Ghioldi. En 1962 Ghioldi publicó en Cuadernos de Cultura, la revista intelectual del partido, un feroz artículo con el título “Cosas de la Sociología” en el que denunciaba “la degeneración ideológica” de la sociología burguesa y exaltaba al marxismo como la única teoría científica de los procesos sociales. A Manolo y a mí, jóvenes estudiantes de Sociología y también militantes de la FEDE, el artículo nos pareció un horror desde un punto de vista conceptual y retórico y nos atrevimos a escribir una réplica y se la hicimos llegar al secretario de la revista, Héctor Agosti. Nunca supimos qué pasó a posteriori. Hasta que hace unos meses le pedí a Horacio Tarcus que buscara en los archivos de CEDINCI y tuve suerte: me mandó una copia del artículo de Ghioldi, pero más importante: me mandó copia de la carta que escribimos (había perdido el original) y una copia de la respuesta que nos hizo Ghioldi y que nunca había llegado a nuestras manos. Estoy preparando un dossier con estos materiales para publicarlo próximamente. Al releerlos, destaco que nosotros, luego de proclamar nuestra identificación con la teoría marxista, apuntamos a que en el artículo “el esquematismo, la violencia de los adjetivos, el uso de citas aisladas, colocan la polémica en un lugar distante al que debe tener la discusión científica”. Y a partir de lo que estábamos aprendiendo en la carrera de Sociología abogamos por “realizar trabajos empíricos de nuestra realidad que superen la observación periodística y la mera compilación de datos estadísticos”. Y respaldamos nuestra demanda con citas a sociólogos marxistas que afirmaban que “el menosprecio a las investigaciones concretas es una manifestación clara de dogmatismo”. Nuestro atrevimiento –polemizar con Ghioldi– no llegó a mayores porque la revista no le dio cabida. Y Ghioldi no alteró nada su postura, más bien la redobló. Así respondió que “los compañeros reprochan el empleo de adjetivos pero si la adjetivación es pertinente no solo no suele estar de más si no que sirve para dar más relieve la sustancia. También los trabajos de Marx y Lenin no ahorraban calificativos. El asunto es saber si está bien o está mal, por ejemplo, hablar de degeneración ideológica burguesa. O ¿será que les molesta que se hable irrespetuosamente de la sociología burguesa?”. También se ocupó de nuestro llamado a la investigación concreta para afirmar: “Se desea la producción de trabajos empíricos sobre la realidad nacional. De acuerdo, pero siempre que no sea para negar la existencia de leyes generales del desarrollo social o el rechazo de la lucha de clases como lo hace el sociologismo burgués y decadente. Quienes quieran emprender ese trabajo aprovecharán mucho releyendo los materiales producidos por el partido desde hace algunas décadas”. Y nos recomendó para cuestiones generales leer el Programa del Partido Comunista Soviético, “que es un verdadero manual de sociología científica”. Su último párrafo nos colocó en la mira: “Creo que los compañeros se equivocan cuando piensan que si los intelectuales y los estudiantes no admiten fácilmente nuestros materiales se debe a no sé qué esquematismo que estos tienen; estimo que se debe sobre todo a que, estando bajo el peso de la influencia ideológica burguesa, las vacilaciones y debilidades de nuestros propios compañeros no son el camino más adecuado para persuadirlos; lo fundamental es la lucha insuficiente contra la ideología burguesa, y, en el caso de la sociología, contra el pensamiento de las diversas capillas burguesas”. Al poco tiempo de este episodio, cuyo completo trámite recién he conocido 60 años después, Manolo y yo nos fuimos de la FEDE, tomando con el tiempo senderos distintos: él se acercó al partido ultra liberal de Álvaro Alsogaray y yo me incorporé al grupo gramsciano de la revista cordobesa Pasado y Presente. Termino aquí con esta digresión y vuelvo a ustedes.

SP: Muy bien. Ahora vamos a la obra. Habíamos pensado con Gerardo empezar por lo más actual e ir primero por Diario de una temporada en el quinto piso. Nos imaginamos que está más metido en discusiones sobre este último libro que salió el año pasado. Y la pregunta es una pregunta sobre el tono y el género al que pertenece ese libro. Uno podría pensar que el libro en algún sentido se gestó en los años 80 con la idea de hacer un diario y que en esa primera idea lo central era producir materiales para un ejercicio más reflexivo sobre la intervención en la vida pública. Más hacia 2021, cuando el libro efectivamente sale publicado o hacia el 2020 cuando terminó de editarlo se parece más al género de unas memorias, ¿no? A la vez, es un libro que tiene un registro analítico, es decir, uno puede leer también un registro analítico a lo largo del libro. ¿Qué tipo de libro es para usted? Y luego ¿cuántas idas y vueltas tuvo el libro a lo largo de los años? ¿Cuántos cambios tuvo como proyecto a lo largo del tiempo?

J.C.Torre: Bueno, el libro del que estamos hablando es un libro que comenzó a gestarse al poco tiempo que me invitaron a formar parte del equipo económico de Sourrouille; el que me invitó se llamó Adolfo Canitrot, a quien conocía por nuestros años en común en el Instituto Di Tella. Y yo le dije: “y, ¿pero qué voy a hacer yo? Si yo no sé nada de economía y tampoco quiero saber, ya bastante con lo que sé de historia y sociología”. Y él me respondió: “vení, vení porque siempre es bueno tener una mirada otra”.

Y efectivamente durante mucho tiempo yo fui la otra mirada. ¿Cuál otra mirada? Aparte de la que podía ofrecer como analista político para un elenco de economistas profesionales, mi otra mirada consistía en una oferta no siempre intelectual. A la oficina mía venían y golpeaban la puerta otros miembros del equipo económico y esta se convertía en una suerte de consultorio sentimental, porque la vida cotidiana en la trinchera del Ministerio de Economía es muy costosa en términos personales. Estar en el quinto piso es frecuentar una cámara de tortura, porque junto a los problemas a afrontar, están las tensiones que se generan dentro del propio equipo. Como estaba más lejos de los frentes de lucha y más afuera de ese círculo principal, yo terminé operando como una especie de “coach” emocional, destinatario de confidencias y de información privilegiada. En esa condición fue que descubrí que tenía a mi alcance una oportunidad única, la oportunidad, que diría, siempre estuve soñando como académico. ¿Cuál? Ver más de cerca el momento de las decisiones de gobierno. Acostumbrado a vislumbrarlo a través de los archivos, de los diarios, de los testimonios indirectos, ahora en mi oficina del quinto piso me hallaba más cerca; no digo que estuviera en la primera fila ni en el escenario, pero si más cerca de cómo se gestaban las decisiones. Como era una oportunidad única me propuse sacar partido de ella comenzando por registrar lo que escuchaba y veía.

Me consigo un grabador, una amiga me lo presta, ella está aquí escuchándome y me reprochará más tarde que no se lo devolví. Los fines de semana mi esposa, que también está acá atrás mío, me esperaba para comentar mis novedades del frente y yo, a partir de notas que tomaba en el día a día, le hablaba al grabador, con el entusiasmo que imagino es el que tiene un antropólogo al entrar en contacto con una tribu lejana, solo que en mi caso la tribu en cuestión era la que las contingencias de la política había colocado a cargo de la adopción de decisiones sobre la vida económica del país. Cuando me lanzo a la tarea de llevar un diario tengo presente literatura producida en otros países donde con frecuencia figuras de la vida pública se ocupan de sus experiencias en forma retrospectiva. Pero se trata no obstante de una literatura escrita en clave de memorias. Y tiene en los hechos un propósito: justificar conductas y decisiones. Yo decidí hacer otra cosa. Como digo en el libro, procuré ponerme a salvo de las trampas de la memoria histórica, que suele volver selectivamente sobre el pasado al compás de las expectativas del presente. Para ello decidí reunir en el libro el registro en caliente de los hechos que tenía a mi alcance y de mis impresiones tal como las experimenté. Mi libro no es pues un libro de memorias. Tampoco es un informe de la gestión del equipo económico porque solo abarca las cuestiones que llegué a conocer y no otras, por cierto hay ausencias significativas, en este testimonio de esa complicada gestión de la emergencia en la transición a la democracia.

SP: Una pregunta adicional sobre el género del libro. Como diario o como registro más cotidiano, el libro tiene de todas maneras un tono que va casi entre la novela policial y la intriga política ¿Ese fue un tono buscado? ¿Hay mucho trabajo sobre el diario en ese aspecto?

J.C.Torre: El libro es una historia contada tal como la veo desarrollarse. Además de las grabaciones, luego transcriptas, y de los apuntes que hice en cuadernos varios, el libro contiene una buena cantidad de cartas que escribí durante esos años. Yo fui siempre un cultor de un género que se ha eclipsado por los celulares, me refiero al género epistolar. Con una hermana viviendo en Venezuela, Lucia Isabel, y una amiga residente en París, Silvia Sigal, tuve un buen pretexto para escribir largas cartas, de 15 a 20 páginas comentando lo que ocurría en la Argentina de Alfonsín. Aproveché esas cartas para tomar distancia de la crónica cotidiana y volverme “más analítico”, haciendo reflexiones tanto sobre la transición a la democracia y sus desafíos como sobre la trayectoria de la sociedad argentina. Sobre quiénes somos y hacia dónde vamos. El libro tiene, pues, esos dos registros y es un esfuerzo por contar lo que yo veo y al mismo tiempo pensar lo que yo veo.

GAC: Recién nos contaba lo que significaba estar en el quinto piso. ¿Pensó en el impacto del libro como reflejo de una situación más crónica en la Argentina y del presente que se vive? ¿Cuánto le parece que sirve para pensar algunos dilemas y avatares que enfrenta el país en materia económica? ¿Y cuánto de permanencia hay en esa tensión entre técnica y política? Pero que tampoco es una tensión entre técnica y política, sino que aparece como una tensión entre el largo plazo político y las exigencias, o los costos, que implican las decisiones sobre el largo plazo para la política de corto plazo y las imposibilidades que hay. ¿Qué continuidades ve en los problemas que ustedes atravesaron en el quinto piso? ¿Y cuánto cree que sigue siendo de actualidad ese mensaje?

J.C.Torre: Para ir a la respuesta voy a hacer un rodeo primero, y digo: este es un libro que estaba guardado, en la computadora, en papeles, en casetes y estuvo ahí durmiendo por años. Yo decidí al principio dejar pasar el tiempo, antes de volver sobre una experiencia que había vivido intensamente; después fui ocupándome de otras cosas que me interesaban también dentro de la trayectoria académica. El lugar del peronismo en la historia argentina fue principalmente una de ellas. Y así los años en el quinto piso fueron quedando a un costado. Hasta que entendí que había llegado el momento de volver sobre ellos luego de consultar mi reloj biológico y constatar que tenía 80 años. No podía esperar mucho tiempo más. Aproveché la cuarentena para reunir lo que había acumulado –casetes, apuntes, cartas– para sacarme de encima esa experiencia y colocarla al alcance de gente conocida mía. Yo no esperaba trascender más allá de personas cercanas a mí o que habían participado del primer tramo de la transición a la democracia conducida por Alfonsín. De allí que, confieso, sí me sorprendí cuando vi que el libro empezó a circular y se destacó en él su gran resonancia con los problemas y dilemas de la actualidad del país. Si tuvo ese efecto, les aclaro, no fue un efecto buscado.

Fue así que una vez publicado el libro me encontré con el predominio de una lectura que trazaba paralelos entre la gestión de la economía bajo Alfonsín y experiencias más cercanas. Esa lectura evocadora destaca cómo se repiten circunstancias y reacciones a lo largo del tiempo. Se subraya que estamos ante un país que vive o se desenvuelve a la sombra de la inflación. Ese estado de cosas nos coloca ante un drama sociopolítico; quiero usar la palabra “sociopolítico” que es la etiqueta del centro en que estamos hoy, para destacar que es un drama que incluye una temática social y una temática política. El país que está con una inflación persistente y vive endeudado termina, tarde o temprano, yendo al Fondo Monetario en busca de auxilio. Esto fue lo que ocurrió con nosotros y con los que más tarde hicieron lo mismo. Con independencia de los personajes y los gobiernos, el telón de fondo es muy similar. Una peculiaridad del país dentro de la región es que el Fondo Monetario ocupe un lugar siempre presente en la vida de los argentinos, como no ocurre en otros países. A primera vista, hay pues en el libro una resonancia histórica. Además de esa resonancia histórica, hay también una resonancia más conceptual y es la que evoca los problemas de la economía y los problemas de la política. Cuando entramos con esa óptica al mundo que este libro describe vamos a hallar fenómenos que resultan esperables cuando arriba a la presidencia un gobierno electo luego de un largo ostracismo político. El elenco de ministros del primer gabinete de Alfonsín eran personas cuya experiencia en la vida pública se remontaba veinte años atrás. Habían sido ministros del presidente de origen radical Arturo Illia, que gobernó desde 1963 a 1966, cuando fue derrocado por un golpe militar. Eran personas de otra época en un país que había cambiado y mucho, sobre todo en los años más recientes, por las transformaciones económicas y sociales provocadas por la dictadura de 1976.

De modo que asistimos a una suerte de desacople, disculpen la palabra, entre los tiempos presentes y el universo de ideas de los que estaban a cargo de la economía, y, quizás también de la política. Pero además de ese desacople estaban sobre la agenda del gobierno los desafíos que colocaban los dilemas de la transición a la democracia. ¿Cuáles eran esos dilemas? ¿Qué es lo que tenía Alfonsín ahí sobre su mesa? Tenía dos temas principales: el juicio al terrorismo de Estado y el riesgo de una hiperinflación. En esas circunstancias, quien estaba en el timón de la nave, me refiero a Alfonsín, llegó a una conclusión: “necesito nueva tripulación”. Y con esa conclusión se rodeó de gente nueva y externa al partido de gobierno. Convocó por un lado a expertos en derecho, liderados por Carlos Nino, que habrían de diagramar los pasos para hacer frente a los crímenes de lesa humanidad sin afectar a la institución militar, y por el otro lado convocó a nuevos economistas, liderados por Juan Sourrouille, con la misión de diagramar qué hacer con la inflación sin recaer en recetas ortodoxas.

Alfonsín armó así una nueva ruta de navegación acompañado, al cabo de un año, con un elenco renovado que era producto de la imaginación política de un político fuera de serie surgido del radicalismo. Piensen ustedes un momento en qué es lo que ocurrió al final del gobierno de Alfonsín: estalló la hiperinflación y se produjo el indulto a los militares. Esto es: en su transcurso, el gobierno de Alfonsín caminó bajo las consecuencias de haber decidido el enjuiciamiento de los jefes militares (y luego va a terminar en el indulto de Carlos Menem) y caminó bajo la amenaza de la hiperinflación que estaba a la orden del día, ya en 1984. Esas fueron las circunstancias en las que procuró llevar la nave de la transición adelante para que atracara en un buen puerto. Sabemos que el escenario de mediados de 1989, un país en medio del vértigo hiperinflacionario, fue el de un puerto menos glorioso que el imaginado por el timonel. Y en los hechos consistió en el momento en el que un presidente civil le entrega la banda a otro presidente civil. Hacía muchísimos años que eso no ocurría. Por lo tanto y, visto con la perspectiva que nos brinda el tiempo, colocó una plataforma para, a partir de ella, profundizar la marcha iniciada en 1983.

Con ese final a la vista, quiero retomar los dilemas de la transición. Después de mi experiencia en el gobierno hice un giro en mi trayectoria intelectual. Dejé a un costado la literatura sobre sindicatos y trabajadores a la que me había dedicado y comencé a leer sobre políticas públicas, incluso monté un curso a partir de esas lecturas. En esa búsqueda por entender los problemas de la gestión a los que había sido expuesto leo y leo. Dentro de esa nueva literatura me encontré con un artículo de una profesora de Princeton, Nancy Bermeo, en el que sostenía lo siguiente: “en términos comparativos los primeros gobiernos de la transición se van a ocupar sobre todo de la democracia, y la economía va a quedar subordinada a ese objetivo; en cambio, los segundos gobiernos de la transición, teniendo a una democracia más o menos encaminada, van a poder dedicar sus energías a la economía”. Esa es la secuencia que me pareció cumplirse con el pasaje del gobierno de Alfonsín al gobierno de Menem, con independencia del signo de las políticas económicas. Esa luz retrospectiva sobre la experiencia que había conocido entre 1983 y 1989 fue todo un shock. Porque mientras esa experiencia tenía lugar, y la vivíamos día a día acompañando las opciones que hacía Alfonsín, desde la atalaya de la cátedra de Princeton nos miraban como diciendo “saben qué, el destino de ustedes ya estaba escrito porque son parte de la lógica de los dilemas de la transición”, como diciendo, en fin, “el desenlace del gobierno de Alfonsín ya estaba contemplado en los anales de la política comparada”.

Con los elementos de juicio que fui reuniendo a la distancia y con el paso del tiempo, el contraste que nos sugiere la profesora de Princeton entre los primeros y segundos gobiernos de la transición me parece verosímil y razonable. Y creo que evoca, como decíamos recién aquí, las tensiones entre la economía y la política en el camino de una transición a la democracia.

Aprovecho la referencia a las tensiones entre la economía y la política para comentarles las lecturas que se han hecho de mi libro sobre La Temporada en el Quinto Piso. Para hacerlo comienzo por recordar un truco de la psicología muy popular durante mis años en la universidad: hablo del Test Rorschach. Para conocer las inclinaciones de las personas se les presenta una tela con manchas borrosas y se les pregunta qué ven ellas. Así tenemos que algunos creen ver la cabeza de un león, otros unas mariposas. Las reacciones a mi libro han sido tan variadas. Ejemplos. Según me he enterado, por indicación de Martin Guzmán, Cristina Kirchner leyó mi libro y en un discurso público habló de él recomendando su lectura al Presidente Fernández con un mensaje implícito: “Mirá Alberto, mirá lo que le pasa a los gobiernos que, aconsejados por su equipo económico, terminan rendidos ante el Fondo Monetario”. La lectura de Cristina apunta a mostrar cómo la economía malversa la política, cómo la delegación del poder a los economistas pone en peligro la gestión de la política. Una lectura opuesta es la que hizo Mauricio Macri. Una vez que leyó el libro sacó una conclusión y dijo a sus más cercanos “¿Saben qué? Ese libro muestra cómo los políticos y sus condicionamientos corrompen los esfuerzos por una mejor economía”. Yo creo que ambas son visiones muy simplificadas. En mi opinión, el valor del libro es invitar a la gente a que se avive o se dé cuenta de que todo es mucho más complejo. Bien llego hasta acá.

SP: Bien, bien. Si le parece, le proponemos entonces, Juan Carlos, iniciar un pequeño viaje en el tiempo con una parada biográfica y después volvemos sobre los textos que son el objeto central de la entrevista. En ese sentido, la pregunta siguiente es sobre el inicio de su trabajo académico en el Instituto Di Tella. Queríamos preguntarle sobre algunos de sus recuerdos principales sobre ese momento inicial de su incorporación al Di Tella, el trabajo en el Di Tella y en particular sobre el lugar o la especificidad de la sociología y las ciencias sociales desde su punto de vista en el proceso ese de incorporación y de inicio del trabajo académico.

J.C.Torre: Esta ventana biográfica que me abre Sebastián me ubica en el año 1972, cuando logré entrar al plantel de investigadores del Instituto Di Tella, un lugar académico de privilegio de la época. Allí conseguí tener una agenda de investigación propia. Hasta entonces había trabajado, como tantos otros sociólogos, en el Consejo Nacional de Desarrollo –Conade–. En rigor en el Di Tella fueron unos tres años dedicados a la sociología del trabajo y el sindicalismo y disfrutando del diálogo con colegas de primera. Hacia fines de 1975 ya me estaba yendo. Ahora quiero aprovechar la pregunta para irme bien más atrás, porque tengo una anécdota importante en mi biografía que querría contarles. Acabo de estar en una reunión en Mar del Plata sobre el legado de Gino Germani. Estuve allí junto con Elizabeth Jelin, ambos representantes de la primera camada de estudiantes de sociología de la UBA. En nuestra charla evocamos a los profesores extranjeros que invitaba Germani, quien con gran generosidad traía exponentes de distintas corrientes, inclusive críticos de su propia metodología. Uno de ellos, Aaron Cicourel, con una perspectiva muy distinta al modelo empirista en boga. Recuerdo un llamado de alerta que nos hacía en sus clases: “Ojo, cuando salgan al trabajo de campo para hacer encuestas, ojo con las preguntas que hagan. Cuando pregunten al entrevistado por ejemplo ¿cuántos hijos tienes? Ahí se están metiendo en un problema. ¿Por qué? Surge la pregunta ¿qué hijos? ¿Los hijos del matrimonio? ¿Del matrimonio anterior? Si ustedes se limitan a la pregunta censal, pierden”. Entonces nos decía, “Ojo con lo que la gente tiene en la cabeza; la pregunta en un cuestionario es un intercambio social, un intercambio muchas veces entre universos culturales distintos”. Me limito a esta observación con relación al enfoque de la llamada etnometodologia. Porque quiero ahora ocuparme de la anécdota prometida.

Cicourel me contrató como ayudante suyo y me entusiasmé con sus ideas. Fue entonces que me dijo: “Juan Carlos, tenés que venir a estudiar a los Estados Unidos porque aquí tenés un techo, allá podes seguir avanzando”. Era el año 1965. Me puso contento su propuesta pero enseguida le advertí: -Aaron, hay un problema. -¿Cuál? -Y, no sé si me van a dar la visa en el consulado. -¿Cómo que no sabés? -Es porque yo soy un militante estudiantil de izquierda bastante conocido. En ese año yo era parte de la representación de la bancada estudiantil en el Consejo Superior de la Universidad de Buenos Aires. Cicourel me dijo entonces que procuraría facilitarme las cosas.

Yendo ahora a mis antecedentes. Me había afiliado a la Juventud Comunista a los 19 años ¿Quién me había afiliado? Juan Carlos Portantiero ¿Y qué me había dicho Juan Carlos Portantiero? “Afíliate porque queremos crear una fracción disidente”. ¡Se dan cuenta!, no entré como un leal ¡para nada! Esta pequeña historia no habla de mí sino de un clima de época. Nosotros no éramos inocentes, y podíamos hacer esas jugadas pícaras. Creo que la inocencia en materia de creencias políticas vino años más tarde en Argentina. Un dato adicional: en la Facultad de Filosofía y Letras de entonces la opción comunista era a mi juicio la opción de izquierda más moderada. Los socialistas estaban muy ganados por la influencia de la Revolución Cubana que desde nuestra ortodoxia se salteaba etapas e iba demasiado rápido con el cambio social. Lo cierto es que durante tres años estuve en la Federación Juvenil Comunista hasta que me fui con otros más, hartos del burocratismo del partido y me incorporé a la llamada “nueva izquierda” de mediados de los sesenta que se alimentaba de disidentes de las filas comunistas y socialistas. En esa condición seguí militando a tiempo completo en el movimiento estudiantil. Mi compañera Elizabeth Jelin entró a la Facultad al mismo tiempo que yo, pero ella terminó sus estudios en 3 años; yo conseguí hacerlo recién a los 6 años porque había años que rendía una sola materia.

Para ir a la anécdota que quería contarles y que dejé cuando les hablé de mi conversación con el profesor Cicourel, un día recibo una carta en casa del Consulado de Estados Unidos, donde me dicen: “Nos hemos enterado que quiere estudiar en Estados Unidos, sería bueno que pase por acá y conversamos”. Y yo me dije a mí mismo: “Seguramente esta tiene que ver con mi amigo Aaron que está moviendo influencias”. Con esa expectativa, con la actitud de quien quiere complacer a alguien que está por dar una mano, fui al consulado ubicado cerca de Plaza San Martín. Me acuerdo, siempre evoco ese momento, son como las seis de la tarde, ya se ha ido todo el mundo de las oficinas, hay una señora que está limpiando un pasillo con las luces bajas. Yo entro y aparece un señor en medio de la oscuridad y pregunta -¿Torre? Sí, respondo. Y él se presenta: Soy Turner. Que era el nombre de quien firmaba la carta. Nos presentamos uno y otro y vamos a su oficina. Una vez en ella veo que tiene la mesa llena de panfletos y papeles, esto es, las huellas de mi militancia. Estaba todo ahí, y comienza hacerme preguntas muy personales: de qué trabajo, con quién estoy casado, a quiénes conozco en Estados Unidos. Reparen en una pregunta que me hace: - ¿Usted conoce gente en Estados Unidos? - Sí, sí, sí. respondo. ¿Lo conoce a Seymour Lipset? “Bueno… sí”, le digo. A propósito ¿Cómo fue que yo lo conocí a Seymour Lipset? Este era un nombre importante de la sociología política de los años 60, y había llegado a Buenos Aires en ocasión de un congreso de ciencia política. Me encuentro con Pepe Nun por la calle y me dice “¿Qué te parece si pasamos por el hotel donde está el amigo Lipset?”. Vamos al hotel y Lipset, a quién Pepe conocía, está comiendo en el restaurant. El encuentro es muy breve, lo saludamos y nos vamos. Pero claro, después de estrecharle la mano al gran politólogo, yo hago chapa entre mis conocidos. “Estuve con Lipset”. Conclusión: alguien muy cercano a mí conocía ese episodio y lo había transmitido al señor Turner. Y junto con el episodio le había acercado todos mis antecedentes políticos. Empiezo a desconfiar de mi interlocutor, ya no lo miro con buenos ojos y todo se aclara cuando me dice - Señor Torre, ¿sabe qué? Usted no puede entrar a Estados Unidos. No podemos darle la visa para ir a estudiar allí. -¿Por qué? pregunto. -Y bueno, porque según la información que tenemos usted es afiliado al partido comunista, o es comunista, o fue comunista, y la legislación norteamericana lo prohíbe.

Mi primera reacción, todavía en busca de un apoyo, fue: No, de ningún modo, he sido un camarada de ruta, como se dice, pero no un afiliado. Turner: “Es su palabra contra la nuestra”. ¿Cómo podemos salir de este dilema? Entonces Turner me mira y me dice: “¿Estaría dispuesto a cooperar con nosotros?”. Cuando me hizo esa propuesta tan franca yo me recuperé. Hasta ese momento yo estaba tratando de hacer buena letra, como si fuera… un perrito que quería quedar bien con su dueño. Cuando Turner me hace la propuesta me digo a mí mismo: “Bueno ya está, se acabó” ¡Se acabó! Entonces me hago el pícaro y le digo “¿Qué quiere decir cooperar?”. Entonces Turner hace referencia a mi lugar en el Consejo Superior de la Universidad y dice que le interesaría saber con quiénes conversamos en la bancada estudiantil, quién nos da la línea sobre las posiciones a adoptar, y agrega que cada quince días podríamos encontrarnos para que le cuente. No, no, lo siento mucho, no puedo hacer eso –respondo– son amigos míos y a mis amigos no los puedo traicionar –y envalentonado le dije– tampoco voy a dar sus señas a mis amigos porque le pueden hacer pasar un mal momento. Cuando vuelvo sobre este episodio, y lo he hecho otras veces, me sorprendo por mi reacción, teniendo como tenía unos 25 años de edad.

Al despedirnos Turner insiste: “Piénselo, aquí estamos siempre abiertos”. Y yo me fui a casa preguntándome ¿Quién fue el que me vendió? Porque alguien lo había hecho al poner en manos de Turner información personal que no era pública. Y concluí que era un joven estudiante norteamericano que, con el pretexto de hacer una tesis sobre el movimiento estudiantil, circulaba infiltrado entre nosotros y llegó a hacerse amigo mío porque, en mi doble condición de dirigente estudiantil y sociólogo, yo era exactamente la persona con quien hablar. Y para colmo yo le había hecho confidencias y compartido con él muchas cosas. No pude pedirle cuentas porque hacía poco había regresado a Estados Unidos, después de haber sacado partido de mi ingenuidad. Luego le escribí a Cicourel contándole la experiencia y le dije que a la pregunta “¿cómo es que ustedes se enteraron que pensaba ir a estudiar a EEUU?”, Turner me respondió que era costumbre de los profesores informar a su regreso sobre posibles candidatos a estudiar en universidades del norte. Cuando supo lo que me había pasado, Cicourel se enojó mucho y me mandó a decir que iba a hacer un despelote ante las autoridades. Yo a mi vez le recomendé que diera vuelta la página y no hiciera nada porque acababa de haber un golpe militar que derrocó al presidente Illia, y lo último que quería era un protagonismo público.

Al cabo de un silencio de varios meses, Cicourel se puso en contacto y me mandó la carta que le había escrito al embajador norteamericano en Argentina donde decía, más o menos lo siguiente: Estimado embajador, no puede ser lo que están haciendo. Ustedes usan mi nombre para hacer un tipo de propuesta que puede poner en peligro los intercambios que estamos generando entre la academia norteamericana y la academia argentina, un intercambio muy fructífero ¡No puede ser! ¡pido explicación! En la misma carta me envía la respuesta del embajador norteamericano: Estimado Profesor Cicourel. En primer lugar, el señor Torre nunca estuvo en el consulado, no tenemos registrado que estuvo alguna vez. Tampoco entre nuestro personal figura un señor Turner. El incidente del que está hablando no existió.

Ustedes han visto películas, han leído novelas. Historias como esta que les cuento ocurren y son la materia de películas y novelas. Es todo verdad, yo puedo dar fe. Un último e importante detalle de la carta del embajador. Después de negar que el incidente haya ocurrido, el embajador le señaló al “profesor Cicourel que el señor Torre fue miembro de la Juventud Comunista hasta julio de 1963”. El dato era correcto; fue en ese año que, junto con Portantiero, varios nos fuimos de la organización. Quien me vendió lo hizo con información de primera mano, la que me extrajo a mí. A la vista de todo esto le dije al profesor Cicourel “olvídate”, de allí que no hice estudios de posgrado en Estados Unidos y terminé luego de varios años teniendo un doctorado de sociología en París.

GAC: Bien, muy bien. Y vamos a París, año 1976, llegando a la École (des Hautes Études en Sciences Sociales). La génesis de las preguntas que finalmente estructuraron “La vieja guardia sindical y Perón”, su tesis. ¿Cuánto peso relativo piensa retrospectivamente que tuvieron tres vectores: primero, la propia influencia de Alain Touraine y su mirada sobre la cuestión obrera y la cuestión sindical; luego, los primeros trabajos sobre el peronismo con los que de alguna forma usted dialoga y critica; y finalmente su contacto con la academia anglosajona? Uno podría leer su interpretación ejemplar del peronismo, muy común a una secularización, en clave de proceso de democratización muy de la mano de la sociología y la historia británica en algún punto, por ejemplo.

J.C.Torre: ¿Estamos hablando entonces de...?

GAC: Las fuentes de La vieja guardia...

J.C.Torre: Fui a París desde Nueva York, adonde llegué en diciembre de 1975 por la invitación de un amigo argentino, Juan Corradi, de la New York University. Después del incidente con el señor Turner me colocaron en la lista negra de los académicos indeseables. No obstante, pude viajar varias veces a Estados Unidos; me daban una visa especial siempre por un plazo prefijado. Recuerdo que a principios de 1976 me encontré en Nueva York con Fernando Henrique Cardoso y cuando le comenté el status de mi visa me dijo que él tenía una igual. Estando en Nueva York recibí un subsidio del Social Science Research Council con el que tenía previsto volver a la Argentina para continuar mis investigaciones sobre sindicatos y orígenes del peronismo. Pero en marzo de 1976 se produjo el golpe de Estado y cambiaron mis planes. Hablé con la gente que me dio el subsidio y pregunté “¿me lo puedo llevar a cualquier lado, ¿no?”, “Sí, cómo no, llévese el cheque en el bolsillo donde quiera”, y me lo llevé a París. Me inscribí para hacer el doctorado con Touraine, a quien conocía de antemano. El cheque me permitió estar un año en París y cumplir con la parte pedagógica del posgrado: asistir a equis cantidad de cursos. Una vez satisfecho ese requisito uno queda autorizado a comenzar a trabajar sobre la tesis. Lo hice de manera itinerante. Después de París pasé un año en Sao Paulo, gracias a una invitación de Francisco Weffort. Luego, en 1978, David Rock hizo lo mismo desde Londres y al cabo de varios meses de allí pasé a Oxford por los siguientes 3 años con el apoyo de Alan Angell. En estas condiciones empecé entonces a armar el libreto de lo que sería La vieja guardia sindical y Perón. Ese libreto tenía una preocupación de índole política: ¿Es posible la autonomía sindical en el marco de un proceso revolucionario? ¿O uno tiene que sumarse a la marcha de la revolución y alinearse con quien la conduce? Estas fueron preguntas distintas a las que dominaban los estudios sobre los orígenes del peronismo, que tenían un sesgo más sociológico y giraban en torno a las razones del apoyo de los trabajadores a Perón.

Este fue el dilema que tenían frente a sí dirigentes sindicales que hacia 1945 llevaban por lo menos 20 a 25 años de militancia gremial –los que llamo “la vieja guardia sindical”– cuando se encontraron con un fenómeno inesperado para ellos: un hombre vestido con uniforme verde oliva, el coronel Perón, que aparece y les dice “señores, estoy dispuesto a escuchar sus quejas y reclamos”. Por cierto, se quedan perplejos, no estaban esperando esa convocatoria. Y son varios los que viven esos momentos como una situación complicada y se preguntan “¿qué margen de independencia vamos a tener para ejercer nuestras responsabilidades de dirigentes obreros en el proceso de cambio a punto de iniciarse?”. Mientras armaba el esquema de mi libro, procuré ponerme en su encrucijada y desde ese ángulo entrar a la cuestión de las relaciones entre la vieja guardia sindical y Perón con una cuestión más general a despejar: ¿Cómo es posible ejercer autonomía en el marco de un proceso revolucionario? Porque los procesos de cambio tienen sus costos políticos, por ejemplo, quienes participan de ellos sienten que de un modo u otro tienen que abdicar a su libertad y actuar bajo la conducción de la revolución.

He querido usar la palabra abdicación para evocar otra vez a título ilustrativo mi experiencia en el Ministerio de Economía durante el gobierno de Alfonsín. La incorporación al equipo económico significó para mí poner entre paréntesis mi libertad intelectual. Como soy parte de una gestión colectiva, me dije a mí mismo, debo sujetarme a la lógica de la marcha de un gobierno. En consecuencia, no puedo permitirme la libertad que practicaba en el mundo académico y salir en público diciendo como funcionario “yo pienso distinto”. Es verdad que tenemos por delante experiencias de gobierno en donde cunden al aire las opiniones más diversas y los conflictos se exhiben sin pudor. Pero yo tenía cierta resistencia a ese ejercicio de la libertad personal porque había sido formateado en la disciplina de la organización durante mis años de militancia. Advierto: no quiero establecer equivalencias fuera de lugar, pero ante la convocatoria de Perón y la revolución social que ponía en marcha, detecté en las filas de la vieja guardia sindical resistencias a renunciar a la autonomía del liderazgo obrero,

En el transcurso de mi investigación llegué a hacerme muy amigo de la expresión paradigmática de esa vocación de autonomía: el dirigente del gremio telefónico, Luis Gay, que llegó a ser presidente del Partido Laborista, una fallida apuesta política. Luis Gay encontró en mí una persona que lo sacaba del desván de la historia al que, una vez derrotado, había sido confinado. Y habló y habló, y mientras lo escuchaba llegué a tener una mimesis con él y pude filtrar esa demanda de autonomía de él en un encuadre más general sobre los imperativos de las revoluciones en la historia vis à vis el ejercicio de la libertad. Gay fue parte principal de la coalición que llevó a Perón al gobierno en 1946. Luego del desmantelamiento del Partido Laborista, por orden de Perón, Gay fue nombrado, como un homenaje de sus camaradas, secretario de la CGT. En esa calidad fue llamado por Perón. Menciono aquí el diálogo que tuvieron en la Casa Rosada: Perón le dice “Gay, allí tiene la oficina de al lado, quienes le van a decir lo que va a tener que hacer y decir a partir ahora”. Luis Gay se sorprende “no puede ser, yo tengo 25 años de militancia sindical, yo sé lo que tengo que hacer y decir”. Y ahí se cavó la fosa porque al poco tiempo desde los círculos oficiales lo denunciaron por ser caballo de Troya del imperialismo norteamericano, tuvo que abandonar la vida gremial y entró en un largo ostracismo. A partir de esa experiencia, el encuadre que escogí para abordar los orígenes del peronismo me desmarcó de los términos más habituales de la época, porque coloqué en el centro de la cuestión una pregunta de tipo político: ¿se puede o no se puede tener un proyecto de autonomía en medio de una revolución? El libro que escribí fue la reconstrucción de una tragedia, es decir, sigue la pista de gente que pretende tener una voz independiente y al poco tiempo se da cuenta de que no puede. Ante esa constatación, algunos optan por reciclarse en el proceso en marcha, otros resignados quedan afuera.

SP: En una entrevista hace unos años sostuvo que el acercamiento al primer peronismo estuvo marcado por una pregunta sobre la dinámica de las grandes movilizaciones sociales y su desenlace en la ocupación del Estado por un nuevo elenco dirigente. Querría preguntarle lo siguiente: usted terminó la tesis en 1983 y después, según cuenta en Diario de una temporada en el Quinto Piso, retomó el texto para publicarlo recién a principios de 1990. ¿Hubo algún corrimiento en las coordenadas con las que fue pensada la investigación original y el texto finalmente publicado en el libro?

J.C.Torre: Para responder a la pregunta voy ir para atrás, a los comienzos de mi trayectoria. Les recuerdo que empecé siendo sociólogo y a la vez militante estudiantil. Mi primer interés intelectual fue el movimiento estudiantil. Yo tenía 21 o 22 años y pensaba estudiar el movimiento estudiantil porque en la década de 1960 era un tópico importante en la agenda de sociología de Latinoamérica. Por entonces y luego de la Revolución Cubana de 1959, las juventudes estaban en movimiento; de allí el interés que suscitaban. Ocurre que, paralelamente, entre los primeros graduados o estudiantes de Gino Germani fueron varios los que discutían sus tesis sobre el peronismo. Una de ellas fue Celia Durruty. Antes que Juan Carlos Portantiero y Miguel Murmis hicieran conocer sus trabajos, convertidos luego en una referencia emblemática en esa discusión, Celia fue quién tomó la iniciativa revisando las claves de las tesis de Germani. Fue una exploración incompleta porque falleció muy temprano, a los 30 años en 1967. Yo estaba casado con ella, a su muerte reuní sus aportes, que eran todavía borradores, en un libro, y me propuse retomar su proyecto, ahí encontré un tema y dejé de lado mi interés por el movimiento estudiantil. El viraje de mi agenda de investigación fue, así, el resultado de una contingencia trágica. Y comencé a estudiar el papel de la vieja guardia sindical, esto es, sindicalistas iniciados al gremialismo en los años de 1930, en los orígenes del peronismo. Con esa hoja de ruta fui armando mi tesis de doctorado en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. La presenté a principios de 1983.

Aprovecho y de paso les comento esa experiencia. Ante la perspectiva de defender la tesis delante del jurado designado, compuesto por Alain Touraine, Alain Rouquié y Gustavo Beyhaut, me preocupé. Tenía un francés bastante precario. Un amigo me tranquilizó: en Francia es muy habitual que los miembros del jurado terminen discutiendo entre sí. Y eso fue lo que sucedió. Luego de mi intervención, Touraine y Rouquié comenzaron a polemizar con opiniones distintas sobre el tema de la tesis y yo me quedé mirándolos, casi desde la tribuna. Al final, retomé mi lugar, y más seguro de mí mismo hablé nuevamente, hasta que me dijeron: “Torre, ya es suficiente”. Respiré aliviado y aguardé el veredicto favorable.

Con la tesis aprobada bajo el brazo, regresé a Buenos Aires con el propósito de revisarla y transformarla en un libro. Estaba en eso, eran los tiempos de las elecciones en las que resultará electo Raúl Alfonsín, y viene un amigo economista, colega del Instituto Di Tella, Adolfo Canitrot y me dice: “¿Querés venir al gobierno de Alfonsín?”. Le respondo que estoy ocupado, pasando la tesis al formato de un libro y le pido 24 horas para pensarlo. Por fin respondo positivamente a la invitación y Canitrot me asegura que no debo preocuparme porque voy a contar con tiempo suficiente para completar mi proyecto académico. No fue así: el manuscrito durmió unos cinco años, que fueron los que pasé en las filas del gobierno. Recién pude publicar el libro en 1990. Próximamente, la editorial de la Universidad de Tres de Febrero va a publicar una nueva edición de La Vieja Guardia y Perón. Sobre los Orígenes del Peronismo.

GAC: Con relación a La vieja guardia, ¿hasta qué punto generacionalmente el desenlace de la situación de los 70 y el papel del propio Perón en la experiencia de los 70 no alumbró, o no llevó como un giro hacia el pasado, a proyectar algunos aspectos de lo que había sido la experiencia vital de los 70 en los 40 y en los 50? ¿Reconoce una marca generacional en el modo en que su trabajo, al igual que el de James, el de De Ípola o Laclau, enfatizan en la resolución de la tensión en favor de la heteronomía para analizar el primer peronismo?

J.C.Torre: Para entendernos: aquí estamos hablando de miradas sobre los trabajadores durante el período del primer peronismo, entre 1946 y 1955, que han puesto el énfasis en una experiencia de desmovilización. Yo siempre estuve prevenido frente a hipótesis como esa y mi prevención es tributaria de mi formación bajo Alain Touraine. Gracias a él conseguí saltearme la etapa estructuralista por la que pasaron contemporáneos míos. Uno de ellos, según lo comentó después, fue Emilio de Ípola. Afortunadamente me salvé porque allí donde Althusser veía la reproducción indefinida de un orden, Alain Touraine siempre nos alertaba “preste atención al conflicto”. Y busqué siempre ahí, donde el silencio de la noche es más rotundo, presté oído al murmullo que rompe ese silencio, para decirlo con palabras de James C. Scott, el politólogo norteamericano que en su libro, La dominación y el arte de la resistencia, exploró un caso extremo de dominación, el mundo de los esclavos, y llamó la atención sobre las canciones que ellos cantaban en voz baja en el silencio de la noche. A través de esas canciones se filtraba un distanciamiento, una crítica al estado de cosas existente. Scott sugiere que cuando se está en presencia de un orden compacto hay que prestar siempre atención a las formas más o menos veladas del conflicto que borronean la imagen rotunda de una dominación que se despliega segura de sí misma.

Al examinar los años peronistas, mi conclusión es que Perón, al convocar a los trabajadores, abrió una suerte de caja de Pandora, y que buena parte de su empresa política posterior consistió en un esfuerzo por meter otra vez dentro del ánfora política a esa criatura que había hecho emerger: el movimiento obrero. Porque no olvidemos: Perón era un militar y como tal, por formación, alguien muy sensible a la construcción y preservación de un orden. Durante su gestión, ese orden fue periódicamente desafiado por el movimiento obrero, que mientras proclamaba su lealtad política no bajaba la guardia cuando se trataba de defender sus aspiraciones gremiales.

Entre 1946 y 1955, un número importante de sindicatos estuvo intervenido. El súper sindicato de los trabajadores azucareros de Tucumán, la FOTIA fue intervenido casi todo el periodo. ¿Por qué la necesidad de recurrir a las intervenciones? Porque se estaba en presencia de una dirigencia sindical que, con el ojo atento al mundo de los trabajadores y sus demandas, promovía conflictos que no encuadraban dentro de la lógica sistémica del gobierno peronista. A mi juicio, la palabra desmovilización no describe bien ese capítulo de la historia del peronismo. El movimiento obrero fue un hueso duro de roer. Al respecto, vale la pena echar un vistazo a lo que ocurrió en el año 1954. Para esa fecha caducaba la política de suspensión de las negociaciones colectivas decidida en 1952 en medio de una fuerte crisis económica. Con el fin de retomar las negociaciones, los trabajadores buscaron hacer presión sobre las empresas y lanzaron una sucesión de huelgas. ¿Qué tipo de huelgas? Como los trabajadores actuaban en el marco de un régimen muy celoso en cuanto al ejercicio de las libertades públicas, procuraron no correr riesgos lanzando huelgas abiertas que eventualmente pudiesen ser reprimidas ¿Qué hicieron entonces? Apelaron a respaldar sus demandas mediante el trabajo a reglamento dentro de las empresas. Para recurrir a ese método de protesta es preciso contar con una disciplina laboral formidable. ¿Qué es el trabajo a reglamento? Limitarse a cumplir con lo que establece el convenio colectivo. Ocurre que en la práctica la gerencia siempre le pide un plus al trabajador y ese esfuerzo adicional es el que define la dinámica cotidiana de la empresa. Con la puesta en práctica del trabajo a reglamento comienza a desorganizarse el día a día de las empresas. ¿Quién es el que puede recurrir a este método de presión? ¿Quién lo puede hacer? Una clase trabajadora organizada y disciplinada. La ola de protestas que sin apelar a la huelga abierta conmovió al año 1954 fue una manifestación de la recuperación de la iniciativa por parte de los trabajadores en un contexto difícil. Vista a partir de esta experiencia histórica, admirablemente reconstruida por Louise Doyon, la hipótesis de un estado de desmovilización obrera luego de 1946 me resulta históricamente muy discutible.

SP: Le agregamos una pregunta más sobre los conceptos o las coordenadas que aparecen y reaparecen en los estudios sobre sindicalismo. Así como heteronomía y autonomía fue una clave de lectura sobre el sindicalismo y sobre el movimiento obrero, también aparece la idea de política corporativa, digamos, como una clave de lectura, de descripción de la política laboral y sindical.

J.C.Torre: Bien, bien.

SP: Ahora, en esa idea, así como autonomía y heteronomía, aparece cruzada por una dimensión normativa o valorativa. Le quería preguntar sobre la idea de política corporativa.

J.C.Torre: Si, señor.

SP: ¿Cuánto hay de una crítica o una mirada basada en una contracara de la política corporativa, que es el pluralismo democrático, que abona esta idea de política corporativa?

J.C.Torre: Para llegar a responder la pregunta quisiera comenzar diciendo lo siguiente: en un país como es la Argentina, en donde estamos acostumbrados a idas y vueltas, ir hacia un lado y hacia el otro, hay un actor que fue exitoso, en términos relativos: el movimiento obrero. Visto en perspectiva, el movimiento obrero construyó y logró preservar, a pesar de los vaivenes, unas instituciones laborales muy favorables a sus objetivos y que se distinguen en términos comparativos. Quien busque en el resto del mundo algo parecido a la Argentina no le va a ser fácil encontrarlo. Esa formidable institucionalidad laboral, creada inicialmente bajo los años peronistas, consiguió luego sostenerse no obstante los reveses experimentados. En el centro de ella tenemos el monopolio de la representación sindical, la negociación colectiva centralizada y el control de las obras sociales. A partir de esa plataforma, el sindicalismo se convirtió en un grupo de presión más. Con el paso del tiempo se transformó precisamente en un grupo de presión con un objetivo muy claro: defender los salarios, las condiciones de trabajo y la seguridad social de los trabajadores. Al observar su comportamiento, es difícil advertir en él aspiraciones más trascendentes, que trasciendan su óptica sectorial o, si se prefiere otra expresión, su óptica corporativa. Quienes están al frente de los sindicatos son unos gestores más o menos competentes de la misión que tienen a su cargo. Esa misión incluye también bregar por una legislación laboral favorable. En este plano su gestión fue asimismo exitosa porque supo resistir las periódicas tentativas por revisar su marco normativo. Cuando se examina la trayectoria de los movimientos obreros, una conclusión emerge: una cosa es caminar en el desierto y otra cosa es caminar a la sombra de un marco normativo. En Argentina, una vez sancionado, ese marco normativo pro-laboral creó una formidable expectativa y generó un grupo de presión organizado en torno a ella. Con esa credencial, el sindicalismo se incorporó al elenco de grupos de presión que hay en el país.

Por mucho tiempo esa fue la caracterización dominante en la sociología política de Argentina. Luego se introdujo una precisión, bajo la influencia de los estudios sobre el corporativismo en boga en los años setenta. Y se destacó que es un grupo de presión pero de tipo corporativo, porque sus títulos y su radio de influencia provienen de garantías provistas por decisiones estatales, como es el caso del otorgamiento de la personería gremial para representar a trabajadores en un determinado sector de actividad. A este perfil yo tiendo a sumar otro rasgo y sostengo que el movimiento obrero argentino es un movimiento obrero reivindicacionista, esto es, que su actividad está centrada en la defensa de intereses sectoriales, los de los trabajadores, y no se prolonga más allá de ellos. Quizás en esto se parece a todos los sindicalismos en el mundo, que se mueven buscando explotar en favor de los trabajadores las oportunidades que se presentan en el statu quo. Esto es, el movimiento obrero no es un movimiento social, en efecto, hay en él un fuerte principio de identidad, hay también un fuerte principio de oposición, pero el tercer componente que califica a un movimiento social, el principio de totalidad, es decir, un proyecto más integral para la nación, brilla por su ausencia o se manifiesta muy pobremente. Cuando hablo en esta clave no solamente rindo tributo a la perspectiva analítica de Alain Touraine; también rindo tributo a mis primeras reflexiones sobre el movimiento obrero que tuvieron por ejemplo a la experiencia italiana. En dicha experiencia los sindicatos, en particular los de obediencia comunista, aparecían movilizados por algo más que reivindicaciones sectoriales, apuntaban a un orden social y económico alternativo. Es posible que la mía fuera una visión idealizada de una realidad más prosaica pero me proporcionó un criterio para analizar las modalidades que puede adoptar el movimiento obrero.

Entonces, cuando yo veo allí un grupo corporativo en acción no veo un fenómeno que esté en las antípodas del pluralismo democrático, este último concepto nos introduce a otro marco conceptual. El pluralismo democrático en su versión más simple es una versión muy simplificada de la realidad política. Al respecto, les traigo para ustedes una frase de un politólogo noruego, Stein Rokan: “Los votos se cuentan, los recursos deciden”. Con esta afirmación se quiere destacar que para formar gobiernos en democracia en efecto la suma de los votos cuenta, pero para gobernar los electos por el voto deben encontrar un modus vivendi con aquellos que controlan recursos: por ejemplo, la decisión de invertir; por ejemplo la decisión de hacer huelgas, que al final del día deciden sobre la marcha de la vida económica y social del país.

Entonces, la suerte de la gestión democrática que se juega en los votos que se cuentan en las urnas, también debiera poder convivir con los recursos que deciden. Este es el contexto que ha hecho que en muchos países, junto a la Cámara de Diputados, se hayan instituido otras agencias, como los consejos económico-sociales, que en teoría operan como una cámara legislativa paralela en torno a una mesa de tres patas: el gobierno, las asociaciones empresarias y los sindicatos. Su misión es coordinar las fuerzas económico-sociales con los objetivos del gobierno. Esto es lo que en los años setenta se llamó en ciencia política el neocorporatismo –ver Philippe Schmitter– para distinguirlo del corporatismo estatal, donde la coordinación es impuesta en forma autoritaria. La visión de la gestión pública en la versión extrema del llamado pluralismo democrático tiene un problema y es ¿qué se hace con las fuerzas sociales? Yo estoy a favor de encontrar una fórmula para neutralizar que estas operen por su cuenta y pongan en riesgo la gobernabilidad de la economía y con ella la salud del régimen democrático.

GAC: Una pequeña preguntita adicional sobre esto. Partiendo de este punto, ¿qué nos puede decir sobre los años de Alfonsín donde el rescate de la dimensión liberal de la democracia vino acompañado por un fuerte prejuicio anti corporativo? Esto es, por un prejuicio que se alimentó de una concepción un poco anacrónica de los factores legítimos del gobierno de la democracia.

J.C.Torre: Para ubicarnos en los años de Alfonsín, comienzo por destacar que el partido radical no se caracteriza por su arraigo en el mundo de los intereses sociales. Es más bien un partido que descansa sobre el mundo de las creencias políticas. La UCR llega al gobierno en 1983 y por consiguiente no puede proclamar que tiene detrás de sí sindicalistas o empresarios. Por cierto, los hay pero siempre a título individual. Se trata, pues, de un partido ajeno a las fuerzas sociales organizadas. Esta fue una preocupación entre los jóvenes radicales nucleados en la llamada Coordinadora en 1983, que vivieron esa carencia como un fuerte déficit del partido. Tengamos en cuenta que en un pasado remoto los radicales habían contado con un significativo respaldo en los sectores del trabajo. En su exhaustivo estudio sobre el voto a Perón en 1946, Samuel Amaral ha mostrado que los radicales fueron los principales perjudicados por el vuelco del electorado trabajador en favor de Perón. Después de 1946, su difícil subsistencia bajo los diez años de autoritarismo peronista hizo que se convirtieran en la expresión política del anti peronismo. Ese sentimiento se mantuvo latente y fue reforzado por la dura experiencia de la presidencia de Arturo Illia entre 1963 y 1966, hostilizada sin cesar por el sindicalismo peronista. El malestar con la cúpula sindical ganó más intensidad cuando vieron por la TV que entre el público que asistía al acto de asunción de la presidencia por parte del jefe del golpe que había derrocado a Illia, el general Juan Carlos Onganía, se hallaba nada menos que Augusto Vandor, el líder de los metalúrgicos. En el elenco de radicales que llegó al gobierno en 1983 hubo muchos que habían sido miembros del gabinete de Illia. Uno de ellos fue German López, designado secretario general de la presidencia por Alfonsín, para quién había llegado la hora del ajuste de cuentas, y estuvo entre los promotores de la llamada Ley Mucci, por el nombre del ministro a cargo de la cartera laboral. Al respecto es oportuno recordar aquí otro contexto previo: durante la campaña electoral de 1983, Alfonsín había lanzado una denuncia de alto impacto: la existencia de un pacto sindical-militar por medio del cual los jefes militares, ante la previsible victoria electoral del peronismo, estaban buscando impunidad por sus crímenes a cambio de ventajas a los sindicalistas. La justificación de la Ley Mucci, que impulsaba un llamado a elecciones internas en los gremios y ofrecía garantías a las minorías, fue la siguiente en palabras de Alfonsín: “así como los políticos hemos revalidado nuestras credenciales en las recientes elecciones, ¿por qué la dirigencia sindical no hace lo mismo y se somete a las reglas de democracia interna?” Por supuesto, la dirigencia sindical se movilizó en contra y la Ley fue rechazada por el Congreso. Al final las elecciones en los gremios tuvieron lugar, pero luego de que fuera aprobada una nueva normativa más acorde con las exigencias de la dirigencia sindical. La relación con el movimiento obrero fue todo un problema para los políticos radicales. El clima de confrontación de los primeros años, pautado por la gimnasia de los paros generales, experimentó un viraje insólito a mitad del mandato de Alfonsín. En vísperas de las elecciones legislativas de 1987 se decidió entregar la llave del Ministerio de Trabajo a un núcleo de altos dirigentes sindicales para conseguir una tregua laboral y con la expectativa de recortar apoyos claves a la oposición peronista. La jugada estuvo más en sintonía con el punto de vista de los jóvenes de la Coordinadora que con el prejuicio anti sindical de los viejos radicales. Y culminó en un estruendoso fracaso. El gobierno fue derrotado en las elecciones, perdió bancas en el Congreso y se vio forzado a una negociación con la oposición peronista para poder legislar. Y todo ello con un agregado patético: un alto dirigente peronista mandó decir que agradecía haber podido hacer campaña electoral sin la compañía de los jefes sindicales. Mientras estuvieron a cargo de la cartera laboral, estos aprovecharon para archivar las reformas laborales promovidas por Armando Caro Figueroa, un argentino proveniente de los círculos del socialismo español de Felipe González y, con el respaldo legislativo, las sustituyeron por un retorno del estatuto tradicional del sindicalismo. Esta experiencia, que pude acompañar de cerca, me confirmó que, como dije, qué hacer con el movimiento obrero fue un dilema difícil de la gestión de Alfonsín.

SP: Otra pregunta sobre sus textos. Lo llevamos ahora, en otro salto temporal, a los textos del 2003 y del 2017 sobre transformaciones de la representación: los textos sobre los huérfanos de la política de partidos. En esos textos trabajó sucesivamente sobre la crisis del polo no peronista primero, en el texto de 2003, y sobre el polo peronista en el texto de 2017. ¿Cuál es la mirada retrospectiva que tiene sobre las dos olas de análisis, de la crisis en los dos polos?

J.C.Torre: Comienzo por el texto de 2003 sobre los huérfanos de los partidos. El mérito de ese artículo fue simplemente publicitario. Es decir, encontrar la etiqueta apropiada para un fenómeno que estaba a la vista de todos. Luego de la hecatombe electoral del 2001, los votantes se estaban yendo del partido radical, y de la Alianza también. Estaban convirtiéndose en electoralmente disponibles. Huérfanos, perdidos en la noche. Este fenómeno de desalineamieno partidario me permitió volver sobre temas más analíticos, si ustedes quieren. Me refiero a la relación de los ciudadanos con los partidos. Y con la literatura en ciencia política a la mano distinguí entre los que adhieren y los que simpatizan. El que adhiere se pone la camiseta y contra viento y marea, esto es, en las buenas o en las malas, proclama por ejemplo “yo soy boina blanca” con los radicales, o “soy compañero” con los peronistas. Y está a su vez el simpatizante, que se acerca al partido según que las propuestas de este estén en sintonía con sus inquietudes personales. El universo de los adherentes –más permanente– es el que mantiene la estabilidad del sistema de partidos. El universo de los simpatizantes –más volátil– es el que explica las fluctuaciones de los resultados electorales. Al nombrar a los huérfanos, en el artículo de 2003, estaba colocando la atención sobre todo en lo que ocurría en el polo no peronista, en el que parecían eclipsarse las expresiones partidarias tradicionales. Quiero destacar que al hablar de huérfanos de la política de partidos no estaba implicando que estábamos ante huérfanos de la política. Recuerdo que tuve una discusión a propósito. No estaba hablando de huérfanos de la política en general. Huérfanos de la política como tal son aquellos que dicen “no cuenten conmigo, yo me voy a la abstención”, o a una alternativa distinta a la democracia liberal. Estimo que en Argentina hay un commitment todavía fuerte a seguir jugando con las reglas del juego democrático. Lo que pasa es que lo que sí se ha deteriorado con el tiempo es la lealtad hacia las formaciones partidarias: típicamente, las que ocupan el polo no peronista. Hoy sabemos que esos huérfanos detectados hacia el 2001 encontraron un lugar. Mal o bien, lo encontraron a la sombra del PRO y Macri, y hoy caminan por la calle con un 40% de la masa electoral como se pudo verificar en 2019.

En el artículo más reciente, del 2017, me pregunté: ¿esa sensación de orfandad será exclusiva del polo no peronista? ¿Será que en el polo peronista también se está produciendo un fenómeno parecido?, esto es ¿estamos asistiendo a una disgregación de las lealtades que le dieron su gran consistencia a través del tiempo? En mi respuesta a la pregunta destaqué entonces que más que una disgregación de la lealtad peronista lo que teníamos por delante era a una mayor heterogeneidad o diversidad de la lealtad peronista, y propuse distinguir los comportamientos políticos entre los trabajadores de la economía informal y los trabajadores ocupados en la economía formal. Esto es, propuse explorar los correlatos políticos de la pérdida de la homogeneidad del mundo del trabajo, que fue una plataforma clave de la trayectoria peronista.

Bajo el impacto de las reformas de mercado y los ajustes económicos se ha producido en efecto una fragmentación notable de la condición obrera. Las condiciones bajo las que los obreros venden su fuerza de trabajo ya no son las de la empresa capitalista. Desde hace tiempo las fábricas industriales no crean empleo, aún en marcos económicos favorables, porque los cambios tecnológicos han reducido la demanda de fuerza de trabajo. Los que han proliferado son distintas variantes de empleos precarios; en ellos ya no gravitan los sindicatos, más bien, lo hacen los movimientos sociales y son el ámbito de un peronismo más plebeyo y menos sintonizado con las tradiciones sindicales. Ante un escenario como ese hice la hipótesis de que quizás la base popular del peronismo se estaba fragmentando en el nivel político y esto puede dar lugar a variantes del peronismo que no teníamos hasta ahora. Pero agregué, afortunadamente, recuerdo bien la frase, lo que la sociedad fragmenta, la política puede eventualmente suturar. Este es un punto muy importante porque hay una tensión visible dentro del mundo del trabajo. Veamos una escena familiar: una movilización de piqueteros pasa frente al edificio de la obra social de un sindicato, y se pregunta ¿quiénes son los que entran y salen de allí? Consumen sus servicios, tienen atención médica, hacen deportes, disfrutan de vacaciones y con todo derecho se dicen ¿y nosotros qué? Nada que ver es la respuesta. La brecha entre ser trabajador formal y ser trabajador precario es muy fuerte. Lo observamos en el plano de la acción colectiva. Los sectores más postergados recurren a tácticas disruptivas para reclamar el auxilio de los poderes públicos mientras que los trabajadores sindicalizados apelan a la huelga en las negociaciones con las empresas. Lo observamos asimismo en el plano de las demandas: los primeros reclaman asistencia social a través de bolsas de comida y empleos subsidiados, los otros cierran filas en defensa de esos bastiones de bienestar que son las obras sociales y la resistencia a pagar impuestos a los ingresos.

Esta diversidad de miras que se observa en el mundo del trabajo, ¿es potencialmente productiva en el terreno político? Echando una mirada a las elecciones del 2015, en las que el liderazgo peronista concurrió dividido, me pareció que sí: los sectores más vulnerables votaron más por Cristina Kirchner, los trabajadores formales lo hicieron más por la disidencia encabezada por Sergio Massa. Esto es lo que surgió de una investigación hecha por Rodrigo Zarazaga. La brecha social se plasmó en una brecha política. El resultado fue una clamorosa derrota electoral. Hacia delante fue el turno de la política, que tuvo por tarea acercar lo que la dinámica espontánea de la sociedad separaba y, con una conducción unificada, el peronismo volvió al poder en 2019. De todos modos las tensiones siguieron operando. Lo hemos visto en los tres actos en los que en este 2022 se recordó en forma separada la fecha histórica del 17 de octubre. Yo no sé qué hay que esperar para admitir que aquí tenemos un problema. Ese problema es a mi juicio el eclipse de la sociedad argentina a la que estábamos acostumbrados. Argentina tenía una etiqueta con la que se paseaba por América Latina desde 1910 a 1970: este es el país de la incorporación social. Busquen otro país, no van a encontrar nada igual. A mediados de 1970 comienza a cambiar todo, llegamos al 2000 y escuchamos a Maristella Svampa decir “ojo, Argentina está perdiendo la excepcionalidad que tenía en América Latina, la del país de la incorporación social”. Por supuesto que a través del tiempo hubo contrastes sociales, pero estos no exhibieron entonces la dureza que muestran hoy cuando estamos ante poblaciones que viven en niveles de destitución desconocidos.

Ese lugar excepcional que tenía la Argentina en América Latina lo está perdiendo, es cierto, pero para ganar otra excepcionalidad que es la que me interesa destacar: Argentina es un país donde los pobres están movilizados. La descripción habitual de la Argentina como una sociedad latinoamericanizada es una descripción parcial, porque socio-demográficamente es verdad pero vayan ustedes a encontrar un movimiento piquetero como el que tenemos entre nosotros en otros países de la región. Entonces cuando la Argentina está perdiendo la excepcionalidad del país de la incorporación, está ganando otro como ejemplo de la resistencia de esa desincorporación y eso está cerrando el perfil de la Argentina contemporánea. Entonces, donde estamos acostumbrados a mirar en forma lúgubre el país que ya no fue –una visión en mi opinión muy discutible– propongo matizar esa mirada lúgubre sobre nuestros tiempos actuales llamando la atención a que sí hay pobres, pero son pobres movilizados, y ese estado de cosas, al que he llamado “la emergencia de un nuevo actor socio-político” remite, a mi juicio a la obra de tradiciones de organización existentes y una demanda de inclusión siempre vigente.

SP: Por ahí podemos pedirle una reflexión específica de comparación entre ambos textos. El texto del 2003 focalizaba principalmente en la oferta política, en las transformaciones de las élites políticas y su distanciamiento con adherentes y simpatizantes. Pensando en el texto sobre el polo peronista, el problema allí es la heterogeinización de los representados, pero ¿se produjo un distanciamiento similar entre representantes y representados? ¿Es igualmente significativo el problema de la orfandad?

J.C.Torre: Digamos que no tengo opinión definitiva. Pero sí puedo decir que entre nosotros la representación siempre ha estado en discusión en Argentina. Es un país de gente activa y movilizada. Es un país donde la iniciativa desde abajo es muy fuerte. Por lo tanto, la amenaza sobre la representación en la versión más simple está a la orden del día. Por otro lado, no sólo desde abajo hay una presión muy alta, sino que arriba, quienes ocupan el poder, están habitualmente ante grandes desafíos. En efecto, ¿cómo estar a la altura de las expectativas sociales actuando en un país que se caracteriza por recurrentes dificultades económicas? Pero sobre todo con tantos poderes de veto. Cuando en algunas entrevistas me invitan a mirar el país hacia adelante lo que yo veo es la escena donde se despliega un poder de veto fenomenal. El otro día estaba conversando con un señor que fue secretario de Industria, me contaba su trajín cotidiano: venía una cámara y al rato venía la otra cámara, otra cámara y otra, y cada una con un planteo distinto al otro y él estaba forzado a hacer cintura todo el tiempo. O sea, digo que hay una capacidad de iniciativa sectorial que está activa todo el tiempo. Me parece interesante la referencia a Chile. Allí tuvo que producirse una explosión social en las calles para poner de manifiesto que algo estaba pasando; mientras tanto fueron largos años en donde la representación se reciclaba todo el tiempo; fue preciso, pues, que en 2019 saliera a la luz un agujero social de grandes dimensiones. Bueno, yo creo que esos agujeros en Argentina están tan a la vista, por eso en este momento… lo que se respira es el temor a la disgregación. Es decir, si ustedes miran alrededor, lo que van a encontrar son sectores pensando primero cómo ganarle a fulano a mengano, pero después, si dirigen la vista hacia los bordes de la sociedad argentina van a hallar situaciones a punto de activarse de forma descontrolada. Estimo que la representación siempre está en discusión en este país.

SP: Una pregunta más de nuestra parte y después usted cierra como le parezca, con lo que quiera. No pudimos resistir la tentación con Gerardo de hacer una especie de hipótesis de lectura más transversal de su obra y curiosamente está más anclada en los trabajos de los 90, sobre políticas públicas y sobre política económica. Esa lectura pone en el centro la noción de proceso político. Le queríamos preguntar si usted reconoce en una noción como la de proceso político la definición de una mirada particular, de una herramienta analítica. Si es algo que puede ser pensado como un elemento transversal a sus distintos trabajos.

J.C.Torre: Sí, sí. El proceso político se puede decir… no es una palabra conceptualmente muy fina. Yo la uso. Pero bueno, captura parte de un interés… no todo mi interés. Pero en todo caso captura efectivamente lo que me apareció a mí cuando entré al Ministerio de Economía como sociólogo político en 1983. Y lo que advertí en ese momento es que la gente piensa la toma de decisiones en economía en forma muy inocente. Llegamos, entramos y aplicamos el plan. No, no es así que funcionan las cosas. No es así. El proceso político es central, porque la política es central ¿Cuál es el papel de la política? El político tiene dos tareas por delante: definir un rumbo y acercar lo que está separado, procurando pasar de un equilibrio a otro. En la coyuntura que le toca actuar el político se pregunta ¿y si nos juntamos? ¿y si nos separamos? La tarea del político es pastelear. El político que no pastelee, es decir, que no busque juntar lo que está separado, no es un político que esté a la altura de las circunstancias, es un doctrinario sin vuelo. Proceso político hace referencia a cómo se hace una amalgama entre recursos y votos. Y entre distintas formas de la expresión pública. Me parece muy importante. Y cuando yo fui al Ministerio de Economía dije “esto es un lugar importante de observación para ver el proceso político”. Tanto es así que salí de ahí y comencé a estudiar políticas públicas, a preparar un curso de políticas públicas. Escribí un libro que se llama el proceso político de las reformas de mercado, tratando de capturar la lógica de cómo se hace la política económica. Efectivamente yo soy muy sensible a eso. Y eso ilustra una de mis preocupaciones.

Ya que estamos hablando de trayectoria, hay otra inquietud que me ha acompañado. Tiene origen en una entrevista apócrifa que yo inventé. En ella tengo 18 años, entro a la carrera de Sociología y me encuentro con un profesor, ciertamente no es Germani porque Germani era para mí una persona muy cascarrabias, era otro profesor. Me dice: -Torre ¿qué hace usted acá? -Y, yo quiero estudiar sociología, -¿Y por qué quiere estudiar sociología? -Porque… quiero hablar de la Argentina. -No, Torre, no, mire, usted recién tiene 18 años. Y ahora solo puede guitarrear, usted lo tiene que hacer es aprender el oficio. -¿Y cómo hace uno para para aprender el oficio? -Elige un campo, pruébese en ese campo, vea qué habilidades tiene y con el paso del tiempo, quizás, ya dominando esas habilidades, pueda atreverse a las preguntas grandes sobre el país. Y eso fue lo que hice: elegí un campo de estudios, y me dediqué al movimiento obrero. En mi cabeza, la inquietud primera de mi entrevista apócrifa: quiero escribir sobre la Argentina. Y llegado a un determinado momento me sentí con fuerza para retomar mi aspiración y probarme en el trabajo. Y junto con una colega, una persona clave al respecto, Elisa Pastoriza, escribí un libro: Mar del Plata, un sueño de los argentinos. Es un libro donde se reconstruye el itinerario de la villa balnearia, creada por la oligarquía, que se convierte con el paso de los años en el balneario de todos. Sólo en un país animado por la mentalidad igualitarista como la Argentina pudo haber sido posible esa trayectoria. Tanto es así que, fíjense ustedes mismos, hacia 1928 se lanza una propaganda oficial en favor de la democratización del balneario; solamente en un país como en Argentina alguien puede atreverse a democratizar los balnearios. Y efectivamente se democratiza y se democratiza muchísimo. Antes de Perón, por supuesto, y por supuesto con Perón. Y después sigue su itinerario hasta llegar a ese lugar de un mañana y de todos. Y Mar del Plata también lleva la marca de la Argentina porque efectivamente ya no es el balneario de todos, porque ya es un país más heterogéneo, más fragmentado. Y de Mar del Plata se fueron los ricos a Punta del Este, los jóvenes se fueron a Villa Gesell; sigue siendo el balneario de masas, pero no el balneario de todos. El balneario de todos es un sueño de los argentinos que está vertebrado sobre este impulso igualitario que está condensado en un viejo aforismo criollo: “Aquí naides es más que naides”. Al respecto, se cuenta que un inmigrante proveniente de Europa hacia fines del siglo XIX, al bajar del barco en Buenos Aires pregunta qué país es este al que ha arribado, y si vale la pena quedarse aquí. Y obtiene una respuesta de parte de uno como él, pero ya residente, que le aconseja quedarse acá. ¿Por qué? Porque aquí naides es más que naides. El personaje de esta historia “compra” esa perspectiva, se queda acá y comienza a habitar en el horizonte normativo de los argentinos según el cual ninguna persona era por nacimiento inferior a otra y cualquiera fuesen sus diferencias en los ingresos y la educación, todas estaban en pie de igualdad en materia de derechos y de recursos. Si bien puede discutirse cuán efectiva era esa creencia, lo cierto es que fueron muchos los que se la tomaron en serio y alimentaron así al impulso igualitario que movilizó a sucesivas generaciones y desafió a los privilegios allí donde existieran. Esto fue lo que procuré explorar en el libro escrito con Elisa Pastoriza, donde trazamos la trayectoria histórica de Mar del Plata desde su condición de villa balnearia de la clase alta hasta su condición de balneario de masas. Este ha sido un itinerario singular en el mundo y debió mucho a la mentalidad igualitarista bajo la que se desenvolvió la Argentina hasta tiempos recientes.

SP: Muy bien, muchísimas gracias. Cierre como quiera, con el comentario que quiera agregar, con la pregunta que no le hicimos.

J.C.Torre: Quería hablar de Mar del Plata (Risas).