Las grietas del dique
Tensiones populistas en de Ípola y Portantiero
Pablo Pizzorno1
En un texto ya clásico, escrito desde su exilio mexicano, Emilio de Ípola y Juan Carlos Portantiero sostuvieron la tesis de que no hay relación de continuidad sino de ruptura entre populismo y socialismo. Para los autores, a pesar de la función histórica progresiva de los populismos latinoamericanos, que consistía en haber constituido una identidad popular de los sectores subalternos, dicho momento inicial de articulación nacional-popular terminaba siendo capturado por la dinámica populista en el inexorable predominio de su tendencia opuesta, nacional-estatal y organicista. Esta definición, que asemejaba al populismo a una operación transformista, aquí es contrastada con otros momentos del recorrido intelectual de los autores, tanto en la forma en que de Ípola vuelve recientemente sobre la cuestión, como en algunas reflexiones previas de Portantiero que aquel texto del exilio viniera a contradecir definitivamente.
Palabras clave: Populismo, Socialismo, Transformismo, de Ípola, Portantiero.
In a classic text, written from their Mexican exile, Emilio de Ípola and Juan Carlos Portantiero said that there is no relation of continuity but rupture between populism and socialism. For the authors, despite the progressive historical role of Latin American populism, which was to have been a popular identity of the subalterns, that initial national-popular moment ended up being captured by its opposite trend. This work compares that text with a recent essay written by de Ípola and with some old works of Portantiero published in 70s.
Key words: Populism, Socialism, Transformism, de Ípola, Portantiero.
Recibido: 18/3/2015
Aceptado: 31/3/2016
La revitalización conceptual del populismo como tema de las ciencias sociales, suscitada en buena medida por la actualidad latinoamericana de la última década, ha devuelto el interés sobre una serie de viejos debates que no muchos años atrás parecían definitivamente reservados, en el mejor de los casos, a la curiosidad de los historiadores. Aquellas controversias de antaño, que habían sabido animar intensamente buena parte de la discusión política y cultural del siglo XX latinoamericano, encontraron en estos años nuevas invocaciones para antiguas tradiciones, recreando polémicas teóricas que parecían hacía tiempo desterradas del campo intelectual.
Si, desde diversos enfoques, el populismo clásico había sido interpretado como una forma de participación política anómala que se alejaba de determinados modelos canónicos (ya fuera obstáculo arcaico de la modernización, desborde carismático de la democracia o tapón cesarista de la revolución proletaria), su actualización contemporánea reintrodujo en primer lugar las variantes lisa y llanamente condenatorias que veían en él una experiencia del orden de lo patológico. Allí no fue difícil advertir la proliferación de miradas eminentemente peyorativas sobre el comportamiento político popular que, en la clave del “plato de lentejas”,3 explicaban el fenómeno populista en torno a la manipulación del líder y la irracionalidad de las masas.
En paralelo, la emergencia de los nuevos populismos recreó también la arista de las polémicas con las expresiones de izquierda, que asumieron diversas posiciones frente a los gobiernos que emergieron en diversos países de la región a partir del cambio de siglo. Mientras que un sector de las izquierdas tomó distancia de estas experiencias, subrayando sus presuntas líneas de continuidad con la década anterior, otras ensayaron diversos modos de aproximación política. Este panorama recreó una historia de relaciones conflictivas entre los populismos y la tradición de izquierda, cuyos orígenes pueden remontarse al debate entre José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre en el seno de la izquierda peruana de los años veinte. Desde entonces, como verdaderos hechos malditos de la tradición marxista, los regímenes de carácter nacional-popular latinoamericanos siempre representaron un profundo problema teórico para las izquierdas locales; un problema que -es sabido- fue resuelto de formas tan disímiles como pueda imaginarse. En la Argentina, el peronismo expresó de forma paradigmática aquella compleja relación, en no pocos casos traumática, que supo contemplar, por parte de la izquierda, desde el abierto y prácticamente unánime rechazo en tiempos del primer peronismo4, hasta posteriores diversas formas de acercamiento con mayores o menores niveles de reserva, que en algunos casos dieron forma a la llamada izquierda peronista de los años 60 y 70.
Aquel camino de reelaboración teórica desde la izquierda, que llevó a revisar en clave autocrítica la posición frente al gobierno peronista, es una operación esencialmente posterior a la caída de Perón5. Después de 1955, como afirma Altamirano (2001: 68), se generó una situación revisionista dentro del ámbito político e intelectual de la izquierda argentina, desde donde se multiplicaron las interpretaciones destinadas a ofrecer las claves del “hecho peronista”. Dicha empresa, en la que más tarde tendría un papel protagónico una nueva generación vinculada al surgimiento de la llamada “nueva izquierda” de los años 60, también apuntó contra el rol que habían desempeñado el Partido Socialista y el Partido Comunista durante la década peronista.6
Se trataba, como dice Altamirano, de situar al peronismo dentro del relato marxista. Pero, a diferencia y en contraste con las interpretaciones de la izquierda tradicional –que habían hecho de él un retroceso o un desvío, tras el cual la clase obrera reencontraría su camino–, la verdadera comprensión del peronismo lo inscribiría, para el discurso revisionista, como un momento de ese camino, cuya superación sobrevendría a través de la crisis o de la transmutación, dejando atrás su apariencia actual, a la vez real e interina (Altamirano, 2001: 82).
En ese sentido, la corriente luego llamada de “izquierda nacional”, donde tomarán repercusión autores como Jorge Abelardo Ramos, Rodolfo Puiggrós, Eduardo Astesano y Juan José Hernández Arregui en los años posteriores a la caída de Perón7, se construyó enfrentada a la lectura tradicional de la izquierda socialista y comunista frente al hecho peronista. Si para el PS y el PC, el peronismo había significado esencialmente un obstáculo y una desviación en la toma de conciencia obrera y su desarrollo autónomo como clase, la izquierda revisionista lo situaría, en cambio, como un momento progresivo de dicha trayectoria.
De este modo, la crítica al “carácter extranjerizante” del PS y el PC, la centralidad de la “cuestión nacional” y el rescate del peronismo en clave antiimperialista se inscribían a su vez en la adopción del relato revisionista del pasado argentino8, en una línea de continuidad histórica que se remontaba a la reivindicación de las montoneras y caudillos del siglo XIX, se continuaba con el yrigoyenismo y reaparecía en el peronismo. Como dice Svampa, aquí la centralidad de la lucha de clases de la tradición marxista encontraba su traducción local en la dicotomía Pueblo-Oligarquía: los avatares de la historia así como las sucesivas encarnaciones del Pueblo indicarían una progresiva toma de conciencia de las masas en la lucha por la liberación nacional. Así, para Puiggrós, los cuatro avatares de la historia argentina eran “montoneras, política criolla, chusma yrigoyenista y descamisados o cabecitas negras” (Svampa, 2010: 353).
Sin profundizar en el desarrollo conceptual de la “izquierda nacional”9, importa destacar que su originalidad consistió en explorar un camino de articulación teórica entre la tradición marxista y la nacional-popular que, desmontando la interpretación de la izquierda tradicional, estableció una relación de continuidad y no de ruptura entre peronismo y socialismo. Como ya se dijo, esta línea de indagación sería retomada -y si se quiere, complejizada- por las corrientes renovadoras del marxismo dentro de la llamada “nueva izquierda” de los años 60, que tuvo su correlato en la ruptura de grupos juveniles provenientes de las filas del PS y el PC. Entre ellos se encontraba, de forma destacada, el grupo fundador de la revista Pasado y Presente, que tenía entre sus principales animadores a unos jóvenes José Aricó y Juan Carlos Portantiero.10
En un artículo que integra el libro publicado en homenaje a Portantiero poco después de su muerte (Hilb, 2009), Emilio de Ípola vuelve sobre algunas de estas cuestiones, reactivando, como se dijo al principio, antiguas polémicas que atravesaron a una parte significativa del campo político-intelectual argentino. El texto en cuestión (de Ípola, 2009) es una réplica a algunos de los puntos centrales desarrollados por Ernesto Laclau en La razón populista. Pero, más allá de las observaciones sobre la producción más reciente de Laclau, aquí se quisiera retener la vinculación que el propio de Ípola establece con el origen de aquella controversia: la respuesta que escribió junto a Portantiero frente al primer ensayo de Laclau sobre la cuestión populista.
En 1981, en el marco de su exilio mexicano, de Ípola y Portantiero presentaron una ponencia, en un coloquio organizado por la Universidad Autónoma de México, titulada “Lo nacional-popular y los populismos realmente existentes” (de Ípola y Portantiero, 1989), que, según narra de Ípola, era “fuertemente crítica respecto del populismo como movimiento y régimen estatal”. Poco antes, en 1977, Laclau había publicado su ensayo “Hacía una teoría del populismo”, en el que definía al populismo como una peculiar forma de articulación discursiva de las interpelaciones popular-democráticas como conjunto sintético-antagónico a la ideología dominante (Laclau, 1978). Aunque, dice de Ípola, en la respuesta a Laclau no residía el objetivo principal del texto, su contraste era evidente, más allá de que compartieran un marco de análisis similar, “de raigambre gramsciana” (de Ípola, 2008: 207).
La tesis central de aquel texto se hacía explícita desde el inicio: ideológicamente y políticamente, afirmaban de Ípola y Portantiero, no hay continuidad sino ruptura entre populismo y socialismo. Allí se plasmaba el definitivo abandono de ambos autores a aquella búsqueda articulatoria entre populismo y socialismo, que se había expresado en el apoyo crítico (principalmente de Portantiero) al peronismo desde una mirada de izquierda. El desenlace trágico del retorno de Perón, la dictadura y el exilio forzado sin duda orientaron la revisión autocrítica de ambos autores y los nuevos horizontes de su reflexión, principalmente vertida en la publicación de la revista Controversia11, que reunió en el exilio mexicano a intelectuales de procedencia socialista y peronista.
Aquella ponencia del 81, desde sus primeros párrafos, declaraba:
La única tesis de estas notas es la siguiente: ideológica y políticamente no hay continuidad sino ruptura entre populismo y socialismo. La hay en su estructura interpelativa; la hay en la aceptación explícita por parte del primero del principio general del fortalecimiento del Estado y en el rechazo, no menos explícito, de ese mismo principio por la tradición teórica que da sentido al segundo. Y la hay en la concepción de la democracia y en la forma del planteamiento de los antagonismos dentro de lo “nacional-popular”; el populismo constituye al pueblo como sujeto sobre la base de premisas organicistas que lo reifican en el Estado y que niegan su despliegue pluralista, transformando en oposición frontal las diferencias que existen en su seno, escindiendo el campo popular a base de la distinción entre “amigo” y “enemigo” (de Ípola y Portantiero, 1989: 23).
Para de Ípola y Portantiero, en el populismo se funden los dos principios elementales de agregación política bajo el capitalismo: el dominante, “nacional-estatal”, y el dominado, “nacional-popular”. Lo nacional-popular, siguiendo a Gramsci, era la materia prima, las tradiciones populares para construir una voluntad colectiva que abarcara en conjunto a “intelectuales” y “pueblo”, aunque éstas no implicaban un todo coherente antagónico a la opresión, sino que estaban atravesadas por una contradicción interna entre tendencias a la ruptura y contratendencias a la integración. Si el populismo latinoamericano había tenido una función históricamente progresiva, la de constituir un “pueblo” como sujeto político amalgamando demandas nacional-populares (volveremos luego sobre esto), en tanto movimiento de nacionalización y ciudanización de las masas, dicho momento terminaba subsumido en el principio opuesto, el nacional-estatal, fetichizando en el estado capitalista el ilusorio orden superador de un cuerpo social fragmentado.
Desde una impronta fuertemente societalista, ciertamente tributaria del pensamiento de Marx, de Ípola y Portantiero critican la captura populista de aquel momento nacional-popular dentro de los límites infranqueables del orden nacional-estatal, en tanto éste opera como forma “universal” de una dominación particular, legitimando y reproduciendo las asimetrías estructurales del capitalismo. De este modo, el populismo no iría más allá de ser una variante transformista que, aunque históricamente progresiva, cumple una función esencialmente obturadora: la de un dique de contención del desarrollo autónomo de las masas.
En ese sentido –en un párrafo que retoma de Ípola en su artículo de 2009– dicha captura de los populismos reside esquemáticamente en que éstos: 1) desplazan los elementos antagónicos a la opresión en general, efectivamente presentes en las demandas populares, solo contra una expresión particularizada de aquella (por ejemplo, la “hegemonía oligárquica”); 2) interfieren en esas demandas con la propia matriz doctrinaria de la élite que dirige al movimiento; 3) recomponen el principio general de dominación, fetichizando al Estado (“popular”, ahora) e implantando, de acuerdo a los límites que la sociedad le imponga, una concepción organicista de la hegemonía (de Ípola y Portantiero, 1989: 28).
En este último punto, de Ípola y Portantiero conjugan expresamente las dos aristas de su argumentación contra el populismo: la clave marxista y la liberal.12 Si la primera se presta a la denuncia de la “estadolatría” y la reificación del estado burgués que ejerce el populismo, mediante la segunda cuestionan su “concepción organicista” que “organiza desde arriba a la comunidad, enalteciendo la semejanza sobre la diferencia, la unanimidad sobre el disenso” (1989: 29). Aquí cobra importancia la cuestión del líder populista, o jefe carismático, que en el texto del 81 se aborda, bajo predominio “deipoliano”,13 a partir de las referencias directas al peronismo.
Los autores abordan al primer peronismo en el mismo sentido histórico-progresivo que ya habían adjudicado a los populismos clásicos: la de un momento de constitución política e identitaria de lo “nacional-popular” a partir de la articulación de demandas subalternas, que el peronismo plasmó a través del reconocimiento de derechos a las masas populares y canales efectivos de movilización y participación, otorgándoles “un protagonismo sin precedentes hasta entonces en la vida social y política del país”. “En términos más concisos y tajantes”, agregaban, “el peronismo, dio, por primera vez, un principio de identidad a la entidad “pueblo” (de Ípola y Portantiero, 1989: 29).
Sin embargo, y siguiendo el mismo esquema, pronto este momento inicial era irremediablemente subsumido en la captura nacional-estatal y organicista del populismo. En el caso del peronismo, inserto en “los marcos estrictos de una lógica que llevaba en última instancia a depositar en el poder estatal, y particularmente en el de su jefe máximo, la “palabra decisiva””. Esas directivas, dicen los autores, apuntaron a limitar y sofrenar las voces, las iniciativas y, sobre todo, las resistencias nacidas “desde abajo”. Por lo cual, señalaban que “parafraseando la conocida fórmula de Althusser, el peronismo constituyó a las masas populares en sujeto (el pueblo), en el mismo movimiento por el cual (…) sometía a ese mismo sujeto a un sujeto único absoluto y central, a saber, el Estado corporizado y fetichizado al mismo tiempo en la persona del jefe “carismático” (de Ípola y Portantiero, 1989: 30).
De este modo, la crítica de de Ípola y Portantiero anuda en un mismo movimiento la objeción al populismo en tanto dique de contención transformista como orden autoritario ajeno al despliegue del pluralismo democrático. Ambos principios se condensan en el jefe carismático, cuya “palabra decisiva” bloquea, con mayor o menor negociación, cualquier esbozo de disidencia o superación a los límites infranqueables del orden nacional-estatal y organicista. Por eso, aunque los autores reconocen que “no sería en absoluto pertinente agotar la riqueza y la complejidad del fenómeno peronista en la personalidad, los actos, y menos aún la palabra de su líder”, terminan concluyendo que “aún en aquellos casos en que la actividad y los objetivos de las bases desbordaron o cuestionaron a los de la dirigencias, nunca pusieron realmente en tela de juicio a la forma del poder y, con ella, a la relación establecida de dominación/subordinación propia del peronismo” (1989: 31).
Así, el líder populista aparece como el garante en última instancia de la inevitable sutura estatal que todo populismo termina aplicando sobre aquel momento inicial de articulación nacional-popular. Esta cuestión es especialmente retomada por de Ípola (2009) en la reedición de la controversia con Laclau. Allí, aunque en el marco de una revisión teórica más profunda, el autor reivindica y actualiza la argumentación de aquella ponencia:
Hoy insistiríamos sobre el hecho, ya planteado en el artículo de 1981, de que la presencia del Líder desequilibra, en su favor, el ejercicio de la hegemonía, aún si en ocasiones debe negociar y conceder algunas demandas a sus liderados. En esa medida, la autonomía y la capacidad de decisión de estos últimos se ve cercada por límites infranqueables, puesto que, en lo que hemos llamado el “pacto de origen” de todo populismo, el primado pertenece, en último término, a la voluntad del Líder. Y esto vale no solo para los populismos tradicionales, a saber, el cardenismo, el varguismo y el peronismo, sino también para los neopopulismos de Evo Morales, Kirchner y Chávez (de Ípola, 2009: 209).
La argumentación de de Ípola transcurre, como se dijo, en el marco de una revisión que establece rupturas y continuidades respecto a aquel texto del 81. Así, el artículo de 2009 se inicia relatando el proceso autocrítico de una camada generacional de intelectuales respecto a sus opciones teóricas y políticas de décadas atrás; una autocrítica principalmente basada en la defensa de la democracia como un valor per se, el apoyo al estado de derecho y el pluralismo, y la crítica de fondo a la violencia armada. Esta clave, que ya se encontraba esbozada en el texto del 81, se extendió a una revisión que “obligó a ir tirando progresivamente por la borda estratos cada vez más profundos de nuestras creencias teóricas de años atrás”. Desde luego que, en marco de la crisis global del pensamiento de izquierda de las últimas décadas, esta reconsideración también incluyó el abandono de una serie de viejos axiomas arraigados en la tradición marxista que, como afirma de Ípola, “pone al desnudo una profunda -y previsible- debilidad, a saber, que nada nuevo parece reemplazar a esas sucesivas deserciones teóricas, las cuales, además, poseen la virtud fatal de depender unas de otras” (2009: 199).
Se incluye esta advertencia que establece de Ípola desde el inicio de su texto para contextualizar el diálogo, menos explícito, que él mismo mantiene luego con la ponencia escrita junto a Portantiero. Es evidente que la vena marxista del texto del 81 se encuentra desdibujada en la recuperación del mismo que realiza el artículo de 2009, donde advierte que “(su) terminología se ha tornado en gran medida anticuada”. En 2009, la crítica a la captura transformista sobre lo nacional-popular que ejerce el populismo transcurre eminentemente por una matriz liberal-republicana. Así, recordando la polémica con Laclau de aquellos años, de Ípola dice:
Para nosotros, en efecto, el ejercicio populista del poder tendía a subordinar el elemento nacional-popular al Estado, encarnado en el Líder, negaba o limitaba el pluralismo y, cuando lo juzgaba necesario para sus intereses, se apartaba de las reglas institucionales. Aun en sus mejores expresiones, aun con un Padre progresista y generoso, el populismo gobernaba prácticamente sin controles, al arbitrio del talante del caudillo. En ese sentido, nunca podía ir más allá de lo que Gramsci calificaría como una variante del transformismo (de Ípola, 2009: 208, cursiva propia)
La captura populista de lo nacional-popular reside principalmente ahora en su negación del pluralismo democrático y en el apartamiento de las reglas institucionales. Es en ese sentido asimilable a una operación transformista de acuerdo al lenguaje gramsciano. Esta dimensión crítica, que enfatiza la arista liberal ya presente en el texto del 81, se sostiene contra los ya mencionados “neopopulismos” (“realmente existentes”, diríamos para aggiornar la expresión) y, a la vez, contra la propuesta teórica del Laclau de La razón populista, que divide populismo e institucionalismo.14
Finalmente, la actualización teórica de de Ípola incluye un abandono de la matriz teórica gramsciana, en particular del concepto de hegemonía, al cual cuestiona “su sesgo proclive a una visión unificadora y su dificultad para coexistir con la concepción renovada de la política como un campo común de consensos y disensos, como un ámbito de pluralismo conflictivo” (2009: 201). Este recorrido intelectual, opuesto al de Laclau, que vertebró su producción teórica posterior en torno a la centralidad del concepto de hegemonía, es profundizado hacia el final del texto de 2009 con la referencia a la crítica de Luciano Pellicani a los Cuadernos de la Cárcel, donde se afirma la “naturaleza totalitaria” del pensamiento gramsciano y la incompatibilidad de su “visión trascendental” con el libre juego democrático (2009: 215-220).
Como se dijo anteriormente, ya aquella ponencia de de Ípola y Portantiero era parte de un proceso de revisión política y teórica respecto a una serie de indagaciones que habían orientado buena parte de su trabajo intelectual previo. En ella se pueden rastrear rupturas y continuidades; problemas que son reconocidos y resueltos de formas diferentes; énfasis puestos en distintos tramos de una reflexión más amplia. Desde su regreso al país, tras la salida de la dictadura, tanto de Ípola como Portantiero pondrían a la cuestión de la democracia en el centro de su reflexión teórica. Su estrecha vinculación con el presidente Raúl Alfonsín a lo largo de la década de los ochenta, plasmada por ejemplo en la redacción del famoso discurso de Parque Norte15, fue la práctica política que acompañó las nuevas preocupaciones de los autores.
El caso de Portantiero es peculiar, puesto que el giro teórico iniciado en el exilio mexicano abandona una clave destacada de su labor teórica anterior, vinculada a la mencionada exploración de un camino articulatorio entre la tradición marxista y la nacional-popular. En ese sentido, aquí se quisiera mencionar algunos postulados, de ninguna manera exhaustivos, que había desarrollado Portantiero en la clave aludida y que se encuentran en los trabajos reunidos en su libro Los usos de Gramsci (Portantiero, 1987), editado en 1981 y de amplia difusión en la región, además de señalado por el propio autor, hacia el final de su vida16, como su obra más importante junto a los Estudios sobre los orígenes del peronismo, escrito junto a Miguel Murmis, de 1971. Particularmente, interesa resaltar brevemente algunas cuestiones desarrolladas en dos artículos que formaron parte de la edición original de Los usos de Gramsci: el artículo del mismo nombre, aparecido en 1977 (y redactado en 1975) como prólogo a los escritos del italiano publicados en la colección de Cuadernos de Pasado y Presente que dirigía Aricó, y las “Notas sobre crisis y producción de acción hegemónica”, originalmente una ponencia presentada en un seminario organizado por la UNAM en Morelia en 1980.
El caso de las “Notas” es llamativo, dado que no solo su argumentación exhibe un sugerente contraste con el texto firmado junto a de Ípola apenas un año después, sino que además se trata de un artículo retirado por Portantiero de las últimas ediciones de Los usos de Gramsci a finales de los 9017, acaso por formar parte de una propuesta teórica y política que el autor pronto abandonaría definitivamente, y probablemente considerada anticuada para una reedición posterior. De cualquier forma, el episodio ilustra sobre “los usos” que pueden hacerse de la obra de Portantiero, a la vez que permite indagar sobre el lugar que fueron ocupando determinados tópicos en su trayectoria intelectual.
En el Portantiero de Los usos aún subyace una hipótesis de continuidad entre populismo y socialismo que, como ya se dijo, sería desterrada por el texto del 81 junto a de Ípola. Esta búsqueda está asentada en un postulado, no refutado por aquella revisión, que entiende que la construcción del socialismo es una tarea nacional-popular. El término es heredado de la idea gramsciana de una “voluntad colectiva nacional-popular” como producto de la acción hegemónica de las clases subalternas. Portantiero, a lo largo del extenso artículo sobre Gramsci, va extrayendo conclusiones sobre la originalidad del pensamiento del italiano que al final retoma en clave latinoamericana.
El razonamiento gramsciano aportaba un enfoque implantado sobre “la primacía de la política, no como “esencia” sino como momento superior de la totalidad de las relaciones de fuerza sociales” (Portantiero, 1987: 114) que en dicho contexto permitía tomar distancia del economicismo mecanicista del marxismo ortodoxo y del “clasismo” fundamental de allí derivado como estrategia política por parte de la izquierda tradicional. Así, el concepto de hegemonía, como capacidad para unificar la voluntad disgregada por el capitalismo de las clases populares, orientaba una tarea organizativa destinada a la construcción de la unidad política de los sectores subalternos que para Gramsci, en clave italiana, residía en una articulación obrero-campesina que también incorporara a los intelectuales.
Aquella lección que el Portantiero del 77 extrae de Gramsci, la de la constitución de una voluntad colectiva que articulara políticamente al conjunto de las clases populares, estaba basada en otra enseñanza del sardo, la de “la necesidad de “traducir” la lucha revolucionaria a las características nacionales de cada sociedad” (1987: 100). Si las clases dominantes habían identificado nación con estado, la tarea de las clases populares y de los intelectuales que buscaran articularse orgánicamente con ellas no podía ser otra que “intentar recobrar críticamente (y organizativamente también) su propio pasado, la memoria histórica de una identidad entre nación y pueblo” (1987: 134).
Lo nacional-popular se erige, de este modo, como el momento de constitución política de un sujeto colectivo que articula al conjunto de las clases subalternas, que recoge una historia y una tradición propia de los sectores populares, y que disputa el sentido de “lo nacional” que las clases dominantes fetichizan en el estado. “Para ello”, diría luego Portantiero en las “Notas”, “es la propia categoría de pueblo la que debe ser construida, en tanto voluntad colectiva. El pueblo no es un dato sino un sujeto que debe ser producido” (1987: 153). De manera análoga a lo que Marx llamaba el pasaje del proletariado a la condición de “clase nacional” en el Manifiesto Comunista, para Portantiero el tránsito de la situación “de clase” a la conformación de “lo popular” implicaba un proceso de acción política hegemónica que se condensaba en la construcción de un “pueblo”, no como una esencia inmanente ya dada previamente, sino como una elaboración propia del arte de la política.
En América Latina, esta tarea adquiría características particulares. Se trataba de una región no asimilable plenamente al “Occidente” del esquema gramsciano, idóneo para el despliegue de la guerra de posición y la acumulación contrahegemónica en las trincheras de una sociedad civil desarrollada, pero tampoco al atraso de “Oriente” cuyo insuficiente desarrollo, de una sociedad civil “primitiva y gelatinosa” y un estado autocrático, alentaba la estrategia de la guerra de maniobra y la toma del poder por asalto. Portantiero, en cambio, la asemeja al “Occidente” periférico y tardío, donde Gramsci ubicaba a Italia, España, Polonia y Portugal.18
A diferencia del modelo occidental, aquí la emergencia de las clases populares, dice Portantiero, no puede ser asimilada con el desarrollo de grupos económicos que gradualmente se van constituyendo socialmente hasta coronar esa presencia en el campo de la política como fuerzas autónomas. En América Latina, su constitución como sujeto social está moldeada por la ideología y por la política desde un comienzo: cuando aparecen en la escena lo hacen de la mano de grandes movimientos populares y su emergencia coincide con desequilibrios profundos en toda la sociedad, con crisis de estado (1987: 128).
El populismo clásico, de este modo, es caracterizado como una forma específica de compromiso estatal, producto de la crisis del estado liberal que nace con la primera posguerra y se consolida a partir de 1930, dando lugar a nuevas formas de organización de poder generalmente llamadas “corporativas”, en el sentido de un estado cada vez más conformado como articulación de organizaciones sociales19. En las “Notas”, Portantiero sostiene que dicho “estado de compromiso nacional-popular” fue producto de una complicada estrategia de transacciones y de una incorporación permanente de clases auxiliares al sistema político, en la medida que ninguna fracción podía asegurar el control político del tránsito a la industrialización, reforzando los roles arbitrales del aparato estatal (1987: 164).
En ese sentido, Portantiero señala que la presencia de las clases populares en los movimientos nacional-populares fue imaginada como anómala, generalmente indicada como “falsa conciencia”, cuyas características “han llenado de perplejidad a las izquierdas latinoamericanas, que jamás supieron que hacer frente a ese desafío, demasiado extraño para su pétrea imaginación” (1987: 129). Si la forma “europea” de constitución política había implicado un sucesivo crecimiento de luchas sociales que luego se expresaban como luchas políticas, la “desviación” latinoamericana consistía en que ese crecimiento era constitutivo de una crisis política y fundante de una nueva fase estatal en la que los sectores subalternos ingresaban al juego político sin haber agotado aquella hipotética trayectoria de acumulación autónoma.
Por lo tanto, agregaba Portantiero en las “Notas”, las clases populares latinoamericanas atravesaron el pasaje de su acción corporativa a la acción política de una forma sui generis y “quien las constituyó como “pueblo” no fue el desarrollo autónomo de sus organizaciones de clase (o de los grupos ideológicos que se reclamaban como de clase), sino la crisis política general y el rol objetivo que asumieron en ella como equilibradoras de una nueva fase estatal”. “De tal modo”, concluía, “fueron los populismos los que recompusieron la unidad política de los trabajadores a través (…) de la acción de élites externas a la clase y de líderes como Cárdenas, Vargas o Perón”. En este punto, Portantiero criticaba las lecturas realizadas en la clave de la manipulación y la heteronomía de las clases populares y destacaba, por el contrario, que su participación en los movimientos populistas fue principalmente a través del sindicalismo, es decir, “mediada por instancias organizativas “de clase” y no por una pura vinculación emotiva con un liderazgo personal”20 (1987: 166).
De este racconto, el Portantiero del 77 extraía una serie de conclusiones políticas donde se establecía claramente la relación de continuidad entre los movimientos nacional-populares y el horizonte socialista. En ese sentido se afirmaba que “la lucha por el socialismo y luego la realización del socialismo, no puede ser concebida sino como una empresa nacional y popular”, por lo cual “el socialismo solo puede negar al nacionalismo y al populismo desde su inserción en lo nacional y en lo popular” (1987: 130), desde luego entendiendo al populismo como una forma específica de compromiso estatal y no como identidad popular.
Sobre esta última diferenciación, vale decir que la crisis de los populismos clásicos y la ofensiva neoconservadora de mediados de los 70 sobre los estados de bienestar, planteaba interrogantes que Portantiero recogía hacia el final de su artículo del 77. La pregunta giraba en torno a si la crisis del populismo como fase estatal histórica y concreta implicaba su abandono como identidad política por parte de los sectores subalternos:
Pero esta quiebra, este lógico abandono por parte de las clases dominantes de los recursos políticos del nacionalismo burgués (que, vale decirlo, fue “burgués” mucho más por un proceso de sustitutismo que por la adhesión orgánica de la clase que le fijaba sus horizontes de posibilidad estructural), ¿implica necesariamente la superación de ese espacio de representación para las masas populares que nacieron a la historia dentro de él? La forma particular de conformación como sujeto social de las clases subalternas en la situación de dependencia, marcada por la ideología y por la política, determinada desde sus orígenes por un impulso “nacional y popular” hacia la constitución de su ciudadanía, es -al menos para el político- un dato de tanta “dureza” como los que pueden surgir de las estadísticas económicas.
¿Qué son los trabajadores argentinos sin la referencia al peronismo, o los chilenos sin su peculiar tradición socialista y comunista, o los mexicanos sin el proceso ideológico que se abre en su sociedad en la primera década del siglo? ¿Qué, sino una entelequia, una categoría libresca? (…)
Hay pues un principio nacional-popular que no es privativo de una etapa del desarrollo burgués sino que forma parte de la constitución de la conciencia de las clases subalternas en las sociedades capitalistas dependientes (…) Desde la izquierda, solo una expresión también ella manipuladora, externalista, del proceso de constitución política de las clases populares podría negar la existencia de una historia propia de ellas, previa al momento de su “iluminación” por la “vanguardia” (1987: 132)
El extenso pasaje citado permite aludir a los diferentes elementos que otorga Portantiero en esta conclusión de su recorrido anterior. La crisis del estado benefactor que había operado como marco de emergencia y desarrollo de los populismos clásicos, permitía plantear el interrogante sobre la función que pasarían a cumplir los populismos como identidades populares una vez agotada la fase estatal que les dio origen. La conclusión, sin embargo, era taxativa: aquel principio de identidad de masas no se limitaba a la vigencia de aquellos estados de compromiso, que ahora se veían amenazados por la ofensiva neoconservadora en curso. Por el contrario, aquel momento constitutivo de los populismos clásicos se había convertido en una señal de identidad de las clases populares latinoamericanas, como referencia ineludible del despliegue de la ciudadanía de estos grupos y, en ese sentido, como un “dato” que no podía ser dejado de lado a la hora de emprender cualquier proyecto político que los tuviera en cuenta. Solo una izquierda, agregaba el autor, ajena a estas formas históricas de politización de las masas, podía ignorar esta historia, que aportaba diversos fragmentos de una materia prima necesaria para la construcción de una voluntad colectiva nacional-popular.
Este trabajo quiso volver sobre un viejo debate teórico respecto a la relación entre populismo y socialismo, retomando un texto central de la producción académica argentina sobre la cuestión, como fue aquella ponencia de de Ípola y Portantiero. Aquel artículo representó un punto de inflexión para la trayectoria de ambos autores, escrito en el marco de una revisión autocrítica de sus opciones políticas y teóricas anteriores, donde se condensaba una serie de precauciones que ya estaban presentes en su producción anterior, y a la vez se anticipaban los rasgos de un giro teórico que con los años se haría más pronunciado.
Tratándose de un texto medular, que establece rupturas y continuidades en el itinerario teórico de ambos autores, el propósito de estas notas fue establecer un diálogo con otros momentos de una extensa trayectoria intelectual, tanto en el regreso actual de de Ípola sobre la ponencia del 81, como en los viejos postulados elaborados por Portantiero que aquella venía a contradecir.
Portantiero definió los años del exilio mexicano como una “reflexión desde la derrota” (Mocca, 2012), usando, queriendo o no, la misma expresión que supo emplear para denominar la producción carcelaria de Gramsci. Ese clima acompañó la experiencia de Controversia, coronada en su último número con la publicación del artículo junto a de Ípola, fruto de una serie de debates que ambos habían mantenido junto a otros intelectuales en el exilio. La derrota orientaría la autocrítica y el giro político-teórico de los autores, que siguió cobijando de alguna forma la idea de “socialismo”, pero a partir de entonces con una especial preocupación por su compatibilidad con la vigencia de las libertades y el pluralismo democrático.
En lo teórico, la autocrítica se vislumbra con contundencia en la tesis central del 81: no hay relación de continuidad sino de ruptura entre populismo y socialismo. Pero no se refutaba, sin embargo, aquello que los autores ya habían interpretado antes como la función histórico-progresiva del populismo clásico: la de momento constitutivo de la identidad política de las clases populares. Allí, por ende, quedaba alojada una tensión en el juego político populista, dado que aquella dimensión nacional-popular era luego capturada por su tendencia antagónica, la nacional-estatal, que suturaba y desactivaba los elementos beligerantes de la ruptura inicial.
En el 81 esta tensión es resuelta unilateralmente en el primado de la clausura transformista, que se inscribiría de forma predeterminada en toda formación populista. Pero en este cierre, como afirma Gerardo Aboy Carlés (2002), de Ípola y Portantiero olvidaban así el aspecto más novedoso de su hallazgo, el que hace precisamente a esa ambigüedad intrínseca del populismo, basada en la coexistencia de tendencias antagónicas a la ruptura y a la integración.
De Ípola y Portantiero, al proyectar a su definición de populismo las conclusiones que les había dejado el peronismo de los 70, abandonan una línea de indagación que pudiera haber explorado aquel modo específico de gestionar las contratendencias a la ruptura y a la integración. Estableciendo una sutura infranqueable en el orden estatal, cobraba entonces especial importancia la figura del líder populista, garante en última instancia de la operación transformista que convertía al populismo en un dique de contención obturador de la radicalización política de las masas. La naturaleza del vínculo entre el líder y la base de sustentación es resuelta, a través del análisis del peronismo, como una relación de plena subordinación, a pesar de que se admitieran ciertos intersticios por donde se filtraba la “recepción creativa” de las bases, como vislumbrando las grietas de un dique que se sellaban inexorablemente en el cemento de la “palabra decisiva” del jefe carismático.
En el texto del 81 se denota cierta ambigüedad respecto a la forma de superación de los “populismos realmente existentes”, puesto que en él todavía subsiste la idea de que el socialismo es una empresa nacional-popular. Si la construcción de un “pueblo”, en tanto sujeto político que amalgamara las demandas de las clases dominadas, era una labor necesaria para disputar el sentido de “lo nacional” de las clases dominantes (allí residía la principal tarea contrahegemónica: “desestatizar” lo nacional), su conformación identitaria debía hallarse en la recuperación de una tradición y una historia propia de los sectores subalternos; una historia en la que los populismos habían dado, ni más ni menos, “por primera vez un principio de identidad a la entidad pueblo”. En ese caso, recordando las advertencias del Portantiero de los 70 respecto a las tentativas de identificación históricamente situadas de las clases populares (“y no de una masa de cera virgen, apta para ser modelada desde afuera”), dicha esfuerzo de superación del populismo como forma estatal concreta no podría ser ajeno a la existencia del populismo como identidad popular de las clases subalternas, lo cual obligaría a repensar los términos de ruptura y continuidad entre “populismo” (según a qué se llame tal cosa) y “socialismo”.
Si lo de que se trata entonces es de una articulación de tradiciones políticas, aquí no se podría suscribir ninguna clausura establecida de antemano: ni la que cerrara aquella búsqueda exploratoria entre la izquierda y lo nacional-popular, ni que la funda una relación de exclusión mutua entre “neopopulismos” y pluralismo liberal. Probablemente, en uno y otro caso, los límites, éxitos y fracasos de tal empresa dependerían más del carácter contingente de la política que de una clasificación previa.
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Lic. en Ciencia Política (UBA), maestrando en Ciencia Política (IDAES/UNSAM) y doctorando en Ciencias Sociales (UBA). Becario doctoral CONICET con lugar de trabajo en el IDAES. ppizzorno@gmail.com
Versiones anteriores de este trabajo fueron presentadas en las V Jornadas Debates Actuales de la Teoría Política Contemporánea, Buenos Aires, 8 y 9 de agosto de 2014 y las X Jornadas de Investigadores en Historia, Mar del Plata, 19 al 21 de noviembre de 2014. Agradezco los comentarios allí realizados, como también las lecturas atentas de Gerardo Aboy Carlés y Julián Melo.
Ya el propio Gino Germani cuestionaba “la teoría del plato de lentejas”, basada en la imagen de una transacción en la que el pueblo entregaba su libertad a cambio de las dádivas entregadas por el peronismo. “El dictador”, decía Germani, “hizo demagogia, es verdad. Mas la parte efectiva de esa demagogia no fueron las ventajas materiales, sino el haber dado al pueblo la experiencia (ficticia o real) de que había logrado ciertos derechos y que los estaba ejerciendo” (1977: 341). Aquella clave de exploración germaniana que -obturada irremediablemente por su enfoque general y sus conclusiones- intentó definir la naturaleza del vínculo más allá de un gesto mecánico, puede rastrearse en los trabajos de Daniel James sobre los orígenes del peronismo.
Como integrantes de la Unión Democrática, el socialismo y el comunismo coincidieron durante la campaña electoral previa a las elecciones de 1946 en el énfasis a la hora de caracterizar al peronismo como una versión criolla del fascismo europeo. Tras el triunfo de Perón, el socialismo adoptó una posición de “oposición sistemática” que profundizó el antagonismo en clave “democracia-dictadura”, a diferencia del comunismo, que se mostró más oscilante y también más proclive a buscar algún tipo de acercamiento al peronismo, sobre todo en el ámbito gremial. Ver Altamirano (2001).
Esto no quita que, al interior del PS y el PC, hayan existido tensiones internas a causa del posicionamiento sobre el peronismo. En el caso del socialismo, de forma más indirecta, se expresó en la disidencia de ciertos sectores frente al núcleo dirigente encabezado por Américo Ghioldi, de fuerte corte antiperonista, aunque el principio de la crítica tuviera más que ver con el progresivo relegamiento de la “cuestión obrera” dentro de la línea liberal-republicana de la ortodoxia partidaria (Tortti, 2009). Un episodio fugaz y, sí más atravesado por la cuestión peronista, fue la creación del Partido Socialista de la Revolución Nacional en 1953, aunque de un alcance muy minoritario (Herrera, 2011). En el caso de los comunistas, la expulsión del grupo dirigido por Puiggrós en 1946 y el llamado “caso Real” de 1952, que consistió en un breve acercamiento público al gobierno a raíz de la ausencia en el país de Victorio Codovilla (Altamirano, 2001: 28), también fue una muestra de los conflictos internos que motivó el ascenso del peronismo.
Sobre la “nueva izquierda” y la crisis generacional con los partidos tradicionales de izquierda: Altamirano (2001), Sigal (1991), Terán (1991) y Tortti (2009).
Altamirano (2001) reseña como las obras centrales de este grupo a Historia crítica de los partidos políticos argentinos (1956), de Puiggrós; Revolución y contrarrevolución en la Argentina (1957), de Ramos; y La formación de la conciencia nacional (1960), de Hernández Arregui. Cabe mencionar que la propia obra de Arturo Jauretche, señalado repetidamente como un autor paradigmático del peronismo, también es posterior a 1955.
La operación revisionista es previa a la aparición de la “izquierda nacional”, aunque constituyó un insumo central para la construcción de dicha corriente. Ver Svampa (2010).
Sobre la “izquierda nacional”, su interpretación del hecho peronista y su inscripción en el discurso revisionista, ver Altamirano (2001, Cap. IV) y Svampa (2010, Cap. IV)
Pasado y Presente fue una revista y un proyecto editorial fundado en Córdoba, impulsado por un grupo de jóvenes militantes comunistas que terminó siendo expulsado del partido a raíz de su línea disidente. En su primera época, la revista publicó nueve números entre 1963 y 1965, y tuvo una segunda etapa de tres números más en 1973. Sobre PyP, ver Burgos (2004) y Crespo (2009).
Controversia, que editó catorce números entre 1979 y 1981, reflejó las discusiones desde el exilio mexicano de un grupo de intelectuales de diversas procedencias, donde predominaba la reflexión autocrítica respecto a los años anteriores y a la vez se anticipaban algunas claves del ámbito académico de la transición democrática.
“Entendemos a la democracia socialista”, decían los autores, “como ligada de forma indisociable con el pluralismo, esto es, como un práctica política y cultural que no enarbola, como supremos, los valores de la unanimidad y la semejanza” (de Ípola y Portantiero, 1989: 28)
Nos referimos a un pasaje del texto en donde puede rastrearse la “impronta althusseriana” de de Ípola (particularmente de los artículos “Populismo e ideología” I y II, ambos de 1979, donde ya se polemizaba con aquel ensayo de Laclau). Ver de Ípola (1983).
En La razón populista, Laclau diferencia entre una totalización institucionalista y una populista. Mientras que la primera intenta hacer coincidir los límites de la formación discursiva con los límites de la comunidad, en la segunda una frontera de exclusión divide a la sociedad en dos campos: una parte, la de los menos privilegiados, la plebs, se identifica con el todo, el populus, el conjunto de la comunidad (Laclau, 2005: 108). Una totalización institucional, creada desde una lógica diferencial, se diferencia de una populista que, construida en torno a la lógica equivalencial, traza una frontera antagónica entre dos partes. En ese sentido, para Laclau, un antagonismo erigido sobre una ruptura equivalencial puede ser desactivado progresivamente en la cristalización de un orden institucional. Ese sería el caso del primer peronismo, donde, para Laclau, el momento específicamente populista inicial de la discursividad peronista, representado en el predominio del significante descamisado es progresivamente clausurado por el llamado a un orden puramente diferencial cristalizado en la imagen de la comunidad organizada. Dicha desactivación progresiva presenta un recorrido similar a la periodización del primer peronismo que había realizado de Ípola en el 79, en la cual a partir de la segunda presidencia de Perón, “los elementos propiamente populistas de su discurso van paulatinamente desapareciendo” (1983: 143). No obstante, el énfasis del de Ípola de 2009 está puesto en el carácter autoritario que adquiriría la formulación de Laclau, reproduciendo la antinomia laclausiana entre populismo e institucionalismo, aunque tomando partido por el segundo: “¿Puede ser institucionalista, respetuoso de la ley, auténticamente pluralista y continuar llamándose “populismo”? No lo creemos: lo que el populismo de Laclau podría ganar en apertura de ideas, en respeto a las reglas institucionales y en apoyo al pluralismo, lo perdería en identidad” (2009: 210). Para una crítica a la relación entre populismo e institucionalismo que establece Laclau, ver Melo (2009).
Como afirma Gerardo Aboy Carlés, el discurso de Parque Norte, de diciembre de 1985, expresa el anhelo alfonsinista de promover, además de la ruptura democrática frente a la dictadura reciente, otra ruptura más profunda: la del quiebre con las causas de la recurrente inestabilidad política del país. Allí se identificaba la responsabilidad de las principales identidades políticas argentinas, que al adoptar frecuentemente la forma de voluntades hegemonistas, habían contribuido a la consolidación de una cultura política con rasgos autoritarios y escasa capacidad de tejer pactos de convivencia democrática. Véase Aboy Carlés (2004).
En una entrevista realizada por Edgardo Mocca y editada póstumamente como libro (Mocca, 2012)
En la edición de Grijalbo, de 1999, las “Notas”, que originalmente eran el tercer artículo del libro, son reemplazadas por otro texto titulado “Gramsci y la crisis cultural del Novecientos”.
Portantiero pensaba puntualmente en países como Argentina, Chile, Uruguay, Brasil, Colombia y México, que desde principios del siglo XX y más claramente tras la crisis de 1930, habían iniciado un proceso de industrialización y una consecuente complejización de la estructura de clases, urbanización y modernización.
El proceso, donde Portantiero incluía desde el fascismo hasta el New Deal, es analizado con detenimiento en su expresión europea en el primer artículo de Los usos de Gramsci, “Estado y crisis en el debate de entreguerras”. Allí se apuntaba que a un cambio del patrón de acumulación habría de articularse un nuevo modelo de hegemonía cuyas líneas esenciales habían sido anticipadas en las reflexiones de Weber acerca de una creciente “burocratización” que, en otras palabras, no era otra cosa que “el instrumento de la socialización de las relaciones de dominación, la victoria del cálculo y la planeación centralizada, de la organización sobre el individuo” (1987: 18).
Portantiero repite en este punto la clave de la crítica a la interpretación de Germani sobre los orígenes del peronismo que ya había hecho en los Estudios junto a Murmis. Si bien aquella contribución fue importante para desmontar una lectura realizada en clave de manipulación e irracionalidad de las masas, hoy podría decirse que en esta afirmación hay un énfasis de la racionalidad de clase puesto en detrimento de elementos de identificación constitutivos para una identidad popular, despectivamente tildados de “vinculación emotiva”.