Treinta años de “hacer historia” en la Argentina, 1984-2015

[Texto de la conferencia dictada en ocasión de las jornadas tituladas “Estados generales de Historia”, Universidad Nacional de San Martín, 23/9/2015]

Hilda Sabato1

Cuando Juan Suriano me invitó a participar de estas jornadas, me entusiasmé con la posibilidad de ser parte de una reflexión colectiva sobre la disciplina, el oficio, la tribu en los últimos treinta años, que son –de hecho– los años centrales de mi propia historia como historiadora. Pero cuando me senté con más calma a pensar cómo introducir esa discusión, el entusiasmo viró hacia un autoreproche: por qué irresponsable omnipotencia había aceptado el imposible desafío de ustedes que literalmente reza: “¿qué pasó con las historiografía desde los años ochenta hasta el presente?”. No se necesita mayor sagacidad para darse cuenta que la empresa es imposible, que el cambio operado es inmenso, y que, por lo tanto, no hay forma de abarcarlo con alguna justicia. Era tarde, estaba entrampada, así que traté de recuperar la compostura para encontrarle la vuelta, con total conciencia de que más que un “estado general” este será un estado parcial, resultado de una mirada entre tantas otras posibles sobre lo que nos pasó con la historia en las últimas tres décadas. No quiero, sin embargo, elegir un área o una dimensión del problema para profundizar allí, sino que voy a intentar, a la vez, interrogar la producción historiográfica a partir de los cambios experimentados tanto en los temas y enfoques predominantes como en las condiciones materiales e institucionales de esa producción. Al mismo tiempo, quisiera introducir algunas consideraciones sobre las variaciones en el lugar que ocupa el “hacer historia” en nuestra sociedad.

El punto de partida en los ochenta –en 1984 específicamente–, refiere al ámbito estrictamente local: la caída de la dictadura inauguró una nueva era que en nuestro campo específico produjo un giro copernicano en las condiciones de producción historiográfica. No se trata, pues, de un momento de crisis o cambio en el campo disciplinar global, que tuvo otros hitos y derroteros, sino de un momento fundacional en términos institucionales y profesionales. Era en ese nivel donde reinaba la devastación producto de las políticas represivas de desmantelamiento de la universidad y otras instancias públicas de creación libre de conocimiento. La historia y las ciencias sociales, como también otras áreas de la cultura, fueron particularmente afectadas por esas políticas, cuyo objetivo era terminar con cualquier expresión autónoma de pensamiento, con todos los mecanismos previamente existentes para su promoción y desarrollo, y sobre todo, con las figuras que podían ser referentes en ese sentido.

En nuestra disciplina, en las décadas anteriores se habían generado espacios de renovación atentos a la historiografía de punta en otras latitudes y si bien la profesión seguía básicamente en manos de las escuelas más tradicionales, las novedades fueron importantes y dejaron una huella decisiva para lo que vino después. Fueron los años de influencia de la escuela de Annales y de las vertientes marxistas de la historiografía inglesa y francesa; del predominio de la “historia social” no como campo específico de indagación, sino como una manera de aproximarse al pasado; y del acercamiento a las ciencias sociales, especialmente la sociología y la economía, que ofrecían a la historia modelos de causalidad fuerte y métodos positivos. Ese mundo dio algunos de los textos que luego serían clásicos de nuestra historiografía, producidos por figuras como José Luis Romero, Tulio Halperin Donghi, Carlos Sempat Assadourian, Ezequiel Gallo, Sergio Bagú, José Carlos Chiaramonte, entre otros. Todo esto cayó aunque dejó su marca tanto entre quienes desde el exilio interno intentaron seguir pensando, como entre quienes tuvieron que partir y, cuando pudieron, siguieron sus carreras afuera, para luego, en algunos casos, volver poco antes o después del final de la dictadura.

En ese marco, el 84 fue un terremoto institucional e intelectual, sobre todo en las áreas de humanidades y ciencias sociales, donde hubo –aunque no en todas partes– un cambio inmediato. Fue el momento del ingreso a la universidad de quienes habíamos estado al margen durante el período anterior, del regreso de muchos exiliados, de la normalización del gobierno universitario, de la reorganización de carreras, de reformas en los planes de estudio, de renovación del plantel docente, de puesta en marcha de la investigación como eje de la actividad universitaria y de la consiguiente recomposición del Conicet para dar lugar de manera mucho más amplia a nuestras áreas, de la creación de programas de becas y subsidios a proyectos, como nunca antes se había visto; en fin, fue una etapa de actividad frenética, entusiasta, en que se creía posible crear una vida intelectual y profesional a la altura de los tiempos. Apostábamos entonces a la democracia y al pluralismo, a la refundación de la universidad pública y al fin de las ortodoxias historiográficas.

A pesar de las restricciones presupuestarias impuestas por una situación económica general muy complicada para la Argentina, el crecimiento del campo académico fue rápido. En el caso de la historia, los focos de renovación se multiplicaron en las universidades de todo el país, lo que dio lugar a un movimiento expansivo que, a pesar de algunos altibajos temporarios, no ha cesado; diría, por el contrario, se ha acelerado, ahora en clave de reproducción normalizada.

En sus comienzos, la revolución institucional fue también una empresa intelectual. Se trataba de recuperar el tiempo perdido, de introducir los debates historiográficos que solo habían tenido una recepción marginal en la Argentina, de promover la actualización y la transformación del campo, de impulsar la investigación y creación de conocimiento según los más novedosos protocolos de la disciplina. Según cuentan quienes entonces eran estudiantes, después del 84 todo les resultaba novedoso: los profesores, las bibliografías, los temas, las discusiones. Esas “novedades” lo eran no porque representaran estrictamente lo nuevo en historiografía, sino porque poco y nada de lo que estaba ya en circulación en los centros de producción más dinámicos llegaba a la Argentina.

Si tuviera que englobar la orientación inicial bajo un título único, diría que fue la “historia social” la que proveyó la base sobre la cual se hizo esa renovación de los años ochenta. En principio, podría pensarse que se retomó así una historia aquí truncada, la de la vanguardia historiográfica de los sesenta. Los franceses de Annales y el llamado marxismo cultural inglés, en sus diferentes variantes, fueron bibliografía obligada, y entre los locales, los historiadores formados en torno al grupo de historia social encabezado por José Luis Romero constituyeron el punto de partida para la nueva investigación. Tulio Halperin Donghi se convirtió así en la figura central de referencia en el caso de la historia argentina, junto a otros de esa generación, la mayoría de los cuales continuaba activos y productivos. No se trató, sin embargo, de un “volver a vivir”, pues la historia social había experimentado importantes cambios en los años setenta y primeros ochenta, que también se incorporaron en el escenario local y que pronto cuajarían en un viraje epistemológico decisivo que quebraría, en el mundo, el consenso historiográfico anterior.

Fue, en efecto, avanzada la década de los ochenta cuando ese viraje fue reconocido en toda su radicalidad. Así, en un editorial de 1988 que llevaba el sugerente título de “Histoire et sciences sociales: un tournant critique?”, la revista Annales se hacía finalmente eco de la agitación teórica y epistemológica que hacía tiempo sacudía a otros campos de conocimiento y que había llegado a la historia para quedarse. La relación privilegiada que durante varias décadas la historia había mantenido con las ciencias sociales, en particular con la economía y la sociología, había entrado en crisis. Esa crisis era parte de un cambio más amplio en la manera de concebir y escribir la historia, que abrió un período de controversias, ensayos y experimentaciones en la disciplina. Esta se fue desgajando del papel central que había ocupado en el pasado en la forja y la legitimación de identidades (sobre todo nacionales, pero también de clase), así como de su pretensión de explicar globalmente el mundo. Sus formulaciones totalizadoras se habían sustentado, decía el mismo editorial de Annales, en el consenso implícito “que fundaba la unidad de lo social identificándolo con lo real”. Ese consenso estaba quebrado. No solo cayeron los grandes relatos en los que se inscribía la indagación sobre el pasado, sino que se reavivaron discusiones sobre viejos temas pero con nuevas claves: la naturaleza de la producción historiográfica, el estatuto del texto histórico, la posibilidad misma del conocimiento del pasado.

Estos combates por la historia de los años noventa pusieron en cuestión el consenso relativo de las décadas previas. En esas lides, el llamado “giro lingüístico” planteó desafíos fuertes al postular, en sus versiones más radicales, la intradiscursividad de la historia, que llevó a desarmar nociones tan básicas para nuestro oficio como las de “fuente” y “prueba”. En particular, se minaron algunos de los presupuestos centrales de la historia social, como los de totalidad y determinación social, y al cuestionar cualquier noción de sujeto que implicara unidad, autonomía y acción consciente, se impugnó la idea de actor social –entendido tanto colectiva como individualmente–, así como el concepto de experiencia, en tanto instancia clave de la relación entre estructura y conciencia social.

Estas discusiones fueron virulentas en el Norte donde además de la disputa intelectual se jugaba una pugna por los recursos institucionales. Pero cuando parecía que quienes desafiaban el statu quo ante no pararían hasta lograr la hegemonía, las aguas se fueron calmando sin que surgiera una nueva ortodoxia historiográfica. Los cuestionamientos a la historia de los sesenta tuvieron efectos, por cierto, pero lo que terminó predominando fue un consenso algo ecléctico y laxo que se apoyaba más en la crítica a lo anterior que en un nuevo paradigma interpretativo y que desembocó en una segmentación de las miradas, una multiplicidad de lenguajes y estrategias de investigación, la disolución de hegemonías interpretativas y la falta de confianza en cualquier interrogación que se pretendiera omnicomprensiva.

Toda esta polémica llegó a la Argentina como en sordina. Mientras en Estados Unidos, Francia, Inglaterra y más tarde Alemania, se desataron enfrentamientos a veces feroces, entre nosotros prácticamente no hubo debate. Tal vez porque aquí no había combate posible en el plano institucional: a diferencia de lo que ocurrió en otros países, en el nuestro la historia social nunca alcanzó el lugar de predominio que tuvo en el Norte. Por el contrario, como ya señalé, ella era –todavía en los ochenta– bandera de renovación frente al anquilosamiento de las instituciones académicas oficiales. Pero aún más tarde, cuando esa renovación se hizo posible, esta adoptó perfiles que ya respondían más a los cambios inducidos por la crisis que a la tradición que le había provisto sus banderas. Me refiero a la emergencia, como lo señalaba Carlos Altamirano ya en 1990, de “una nueva coyuntura en la práctica historiográfica sin polos hegemónicos en cuanto a las vías, los instrumentos y los objetos que permiten lecturas, de resultados significativos de nuestro pasado”.

El campo historiográfico argentino en expansión no fue, por lo tanto, centro de ninguna de las confrontaciones que agitaron a los de otras latitudes, aunque de alguna manera procesó sus consecuencias. Y estuvo marcado, además, por el impacto de su propio pasado local: Los años de muerte vividos luego de la etapa de ilusiones revolucionarias fueron traumáticos en grado sumo. Las certezas anteriores se derrumbaron: ¿Cómo creer en la razón en medio de la sinrazón, como confiar en las teleologías que prometían un futuro liberador? Desde ese presente, las preguntas de los historiadores perdieron la seguridad que brindaban las teorías y los modelos vigentes hasta hacía poco tiempo: ¿hacia dónde y cómo mirar?, ¿qué buscar? La diversidad de respuestas fue la característica más notoria de esos años.

La multiplicación de ámbitos institucionales de producción y circulación historiográfica favoreció esa diversidad. Si bien en Conicet el peronismo en el gobierno recurrió a figuras de la vieja guardia que, como Raúl Matera y Bernabé Quartino, buscaron reponer personajes y prácticas de la época de la dictadura, al mismo tiempo hubo en esos años una expansión de las universidades, que habilitó fondos y abrió oportunidades de cargos y proyectos en un momento en que las grandes (UBA, Rosario, Córdoba, etc.) estaban saturándose. Así, a pesar de los altibajos, en los noventa se prosiguió en el camino de la profesionalización de la historia asociado a la refundación universitaria. En ello militaba buena parte de mi generación, como –y cito apenas algunos nombres– Leandro Gutiérrez, Enrique Tandeter, Luis Alberto Romero, Susana Bandieri, Gastón Burucúa, Ofelia Pianetto, Eduardo Míguez, Marta Bonaudo, Carlos Altamirano, Mirta Lobato, Oscar Terán, Juan Suriano y unos cuantos más, a los que pronto se sumaron los algo más jóvenes. Hubo una continuación de la incorporación de profesores y reforma de programas iniciada en la década anterior, nuevas generaciones formadas y en formación a través de sistemas de becas y proyectos financiados desde el Estado, una afirmación de criterios de calidad compartidos, una proliferación de trabajos que respondían a esos estándares, una multiplicación de revistas especializadas, libros, colecciones para la difusión de la investigación; en suma, decía Luis Alberto Romero en 1996, “tenemos una profesión”. Señalaba, sin embargo, que junto con ella había llegado cierto conformismo y una pobreza de debates, y lamentaba la ausencia de una imagen general de la historia argentina.

En efecto, uno de los rasgos básicos de la producción de esos años es que, en sintonía con las tendencias más generales de la historiografía occidental, no desembocó en la propuesta de interpretaciones omnicomprensivas de nuestra historia ni de claves que permitieran explicarlo todo. ¿Qué puede decirse, entonces, de los resultados obtenidos en la investigación y a través de tanta producción de libros, artículos, tesis, revistas? No pretendo aquí resumir qué se hizo, sino apenas señalar algunos de los que considero los rasgos centrales de esta etapa, agrupados en tres puntos.

En primer lugar, los campos en alza: dos áreas que habían tenido escasa popularidad en las décadas anteriores fueron las principales protagonistas del cambio: la historia intelectual y cultural (en sus múltiples variantes) y la historia política. Estas dejaron de considerarse ramas arcaicas y menores, relegadas en los sesenta a las zonas más tradicionales de la disciplina. En el primer caso, la expansión e innovación fueron impresionantes, y si bien hubo antecedentes ilustres en el estudio de las ideas y las significaciones, a partir de los ochenta y noventa hemos visto un refinamiento y una complejización notables, tanto en los objetos de estudio como en los abordajes. Ideas sistemáticas, pensamiento no formalizado, discursos de distinta índole, lenguajes políticos, imaginarios, ideologías, visiones del mundo, prácticas culturales… la variedad de interrogantes amplió enormemente los alcances de este campo cuyos límites de mantienen difusos y cambiantes. Un capítulo aparte merecería la historia conceptual, que más recientemente ha adquirido gran relevancia como campo específico pero también como propuesta epistemológica fuerte.

En cuanto a la historia política, se benefició no solo por la disolución de la hegemonía ejercida por otras ramas sino, también, por la difundida desconfianza en los modelos teleológicos y las explicaciones estructurales, y por el interés creciente por la acción humana y la contingencia como dimensiones significativas de la interpretación histórica. La interrogación sobre el poder se vio, además, estimulada por los problemas del presente que tuvieron una importancia decisiva a la hora de definir las preguntas; es fácil asociar la renovación de las problemáticas en este campo a los debates propios de los noventa sobre la democracia y sus transiciones (en América Latina, en Europa Oriental), la caída del socialismo real, la revalorización de la ciudadanía y de la sociedad civil, entre otros.

No fueron estos los únicos campos en expansión pero sí, quizá, los más innovadores en esa etapa.

En segundo lugar, en lo que respecta a estas y otras áreas, están los esfuerzos de buena parte de los historiadores estuvieron orientados a desmontar las interpretaciones omnicomprensivas y de índole teleológica típicas del período anterior y se dedicaron más que a dar cuenta de la totalidad a interpretar fragmentos, a deconstruir mitos más que a construirlos, y a formular preguntas sobre el pasado desde el presente sin pretender encadenar causalmente ambos términos de manera unívoca. Y esa vocación cuestionadora llevó, me parece, a privilegiar ciertos temas y períodos por sobre otros. Paso así al tercer rasgo de esos años: gran parte de la renovación consistió en revisar las interpretaciones vigentes sobre la construcción nacional y, en ese sentido, el largo siglo XIX –período tardocolonial a 1930– cobró centralidad en la agenda de los historiadores en los diferentes campos. Se buscaba desmontar las visiones y los mitos del pasado argentino cristalizadas en la historiografía y en el sentido común. Y el primero de esos terrenos, el de la historiografía –que no así en el segundo–, los resultados de las investigaciones fueron impactantes: la completa revisión de las ideas sobre el origen de la nación, de los procesos revolucionarios, de la estructura agraria pampeana, de la vida política en sus diferentes momentos, de las prácticas culturales y sus cambios: poco ha quedado en pie de la imagen del XIX como un período de transiciones lineales de la sociedad, economía e instituciones de Antiguo Régimen a las del moderno Estado nación, el capitalismo y la democracia. Es difícil saber cuánto de esta revisión profunda de la formación de la Argentina ha trascendido fuera de nuestros círculos, en los que por otra parte, hoy se perfilan algunas impugnaciones a esas operaciones que buscaban horadar los grandes relatos.

Es que el panorama de la historiografía no ha permanecido igual a sí mismo. El nuevo siglo trajo otra vez novedades en varios planos, no solo en nuestro rincón del mundo. Pero empiezo por este y por la situación político institucional de nuestra disciplina. Si se mira el largo plazo, se descubre que las tendencias en términos de profesionalización y extensión del campo académico muestran una gran continuidad potenciada por la expansión de los recursos. Más carreras, más posgrados, más becas, más subsidios, más revistas, más publicaciones, más, más, más… Esta situación puede entusiasmarnos: cada vez hay más lugar y plata para hacer historia. Pero no siempre más equivale a mejor y es necesario preguntarse por el sentido de esta inversión social y por los problemas que ya son evidentes, y que entiendo ustedes van a discutir en estas jornadas: problemas de escala, de criterios de calidad y evaluación, de perfiles profesionales, etcétera. Lo peor que podemos hacer es conformarnos con lo que tenemos, así que espero se discuta a fondo.

Claro que frente a esta visión de largo plazo, se me objetará de inmediato que ella privilegia las continuidades y olvida los altibajos, así como las rupturas. En este período, además, no puede soslayarse, se señalará, el quiebre de 2001. En efecto, ese fue un momento bisagra en muchos sentidos que no tengo tiempo de analizar aquí, pero sobre todo marcó a las generaciones posdictadura para quienes esa experiencia no tenía antecedentes, y se abrió como un abismo que vino a poner en tela de juicio tanto el optimismo político de los ochenta como el distanciamiento desencantado y para muchos despolitizado de los noventa. Para mí, como supongo que para muchos de mis contemporáneos, la crisis fue vivida como fracaso de las expectativas políticas abiertas con la caída de la dictadura en torno a la posibilidad de construir una democracia representativa y pluralista a partir de la instauración del estado de derecho y de la movilización del potencial progresista de esta sociedad hasta entonces reprimida. Pero si para los jóvenes fue “la peor crisis de sus vidas”, que los marcó para siempre –un momento duro que de alguna manera no nos perdonan a los más grandecitos, a los responsables del experimento fallido–, para nosotros, fue un nuevo golpe de los tantos que nos tocó vivir y tal vez no el peor. Sin embargo, todos, jóvenes y no tan jóvenes, hubimos de reformar nuestras expectativas, lo que en muchos casos –no en el mío– incluyó un rechazo fuerte a los ideales y los valores con que se habían iniciado esos veinte años en democracia. En ese contexto desesperanzado, en que no se vislumbraba otro futuro que no fuera el de la agonía colectiva, la apuesta política del nuevo gobierno peronista elegido en 2003, con Néstor Kirchner a la cabeza, logró recomponer un horizonte de expectativas que inauguró una nueva era. Supo capitalizar la desilusión con el pasado inmediato para poner en marcha un proyecto que buscaba distanciarse de los ideales del 83 y también de las propuestas del propio peronismo en el 90, que reavivó algunas de las consignas de los años setenta, que reinstaló el pasado como terreno de disputas anticipatorias de las del presente y agitó banderas que, si por un lado lograron amplias adhesiones, por el otro también despertaron una multiplicidad de rechazos provenientes de diferentes sectores sociales y campos ideológicos. Más allá de los muy distintos balances que cada uno de nosotros pueda hacer de estos doce años, no creo equivocarme al sostener que el nuevo contexto político ideológico ha tenido incidencia en nuestras formas de hacer historia, y que si bien sería absurdo buscar determinaciones inmediatas en ese plano, es interesante preguntarse por los efectos de este clima de época en nuestras prácticas como historiadores. A ello hay que agregar, por supuesto, los vientos que llegan de afuera y que contribuyen a modificar el perfil de la disciplina y de la profesión.

Más que especular por esas influencias internas y externas, me pregunto por los cambios historiográficos visibles: ¿Cuáles han sido las principales novedades de este período en comparación con el anterior? De nuevo, condenso al máximo mis observaciones en tres rasgos centrales y destaco:

Primero, el interés cada vez mayor por un pasado relativamente cercano, un interés que está vinculado al recalentamiento del presente, a las incertidumbres y frustraciones generadas por las democracias realmente existentes, y a la multiplicación de reclamos identitarios en el seno de sociedades que no aceptan la reducción a la unidad nacional o cultural. En la Argentina, ese interés se manifiesta por una preferencia por el siglo XX sobre los anteriores, y sobre todo por la segunda mitad. No hace falta destacar, porque es a todas luces evidente, el atractivo que ejerce el tema del peronismo –el histórico, el de los setenta, el de ahora…– que está a la orden del día en la agenda historiográfica.

En ese marco, pero con su propia especificidad, destaco el vigor que ha adquirido la “historia reciente”, cuyos límites son difusos pero que en este caso privilegia los años sesenta y setenta, y la dictadura, con su carga de hechos traumáticos que requieren de formas particulares de acercamiento y análisis. En este terreno, la relación con el campo de la memoria es evidente, un campo de moda en el mundo en las últimas décadas cuya expansión se ha considerado casi inflacionaria. Los vínculos entre historia y memoria han dado lugar a reflexiones y debates centrales para la disciplina. No puedo internarme ahora en esa discusión, pero hay una extensa bibliografía que da cuenta de esa relación y de los problemas que plantea a la historiografía.

En muchos de estos casos, las preguntas centrales ya no apuntan, como ocurría con las historias del XIX, a revisar y deconstruir mitos fundacionales, sino a internarse en territorios hasta ahora poco explorados a partir del aparato crítico y los métodos de la disciplina. Pero también hay propuestas que se vinculan con la afirmación de identidades, con la construcción de memorias colectivas y con el reclamo que se hace a la historia de servir para reivindicar el pasado (“las luchas”) de grupos particulares para legitimarlos en su presente. Esta historia reivindicativa se vincula, en un punto que no en general, con otro rasgo del momento, la expansión de la historia sociocultural.

Luego, en segundo lugar, está la crisis disciplinar, con su cuestionamiento de la historia social tal como se la entendía en los sesenta y setenta, y su impugnación de la historia dotada de un sujeto central o universal, abrió el camino para la multiplicación de los sujetos portadores de distintas historias que merecen ser contadas. Esta apertura desembocó en dos tipos distintos de resultados a veces superpuestos: por un lado, la rica exploración de diferentes sujetos colectivos que habían permanecido al margen del interés historiográfico o habían quedado subsumidos en las grandes categorías de nación o clase; por el otro, la búsqueda de una identificación explícita del historiador con el sujeto elegido, que lo lleva a ser parte de la construcción de identidad y, en la mayoría de los casos, a subsumir la función de conocimiento en la de la reivindicación social, política o ideológica. En el primero de esos planos, lo que tenemos ahora es una variedad de estudios muchos de ellos excelentes sobre la historia de mujeres, los pueblos llamados originarios, los diferentes sectores sociales, los grupos étnicos, etcétera, que en general incorporan el análisis social, de género, cultural y político de maneras diversas. En cuanto al segundo plano, la empatía con los sujetos en estudio no implica necesariamente un bloqueo de los criterios que presiden la aventura del conocimiento; se puede incluso sostener todo lo contrario. Pero la identificación tout court y el imperativo de reivindicación con frecuencia llevan a obturar la capacidad de interrogar críticamente, decisiva en nuestro oficio.

En tercer lugar, vinculado con otras preocupaciones de los últimos años; preocupaciones que se pueden entender como una reacción frente a algunas tendencias anteriores y que se expresan no tanto como enfrentamiento directo, sino más bien como alternativas ahora preferidas para vincularse al pasado. Hay algo así como una vuelta a los planteos generales de los que escapaba la historia post-80, un reclamo contra la fragmentación del saber y la resistencia a las explicaciones abarcativas, que se manifiesta de diversas maneras y se relaciona, creo, con una insatisfacción de los historiadores con el lugar que tiene el “hacer historia” en las sociedades contemporáneas. Desgajada de los imperativos identitarios que llevaron a la disciplina a un lugar de prestigio y poder en la era de las naciones, la historia de finales del siglo XX parecía cobrar autonomía como disciplina y reclamaba el estatuto de un saber desprendido de esos mandatos extraños a sus propios protocolos. Son esa autonomía y esa ajenidad las que hoy están puestas en cuestión, quizá porque se las asocia con la pérdida de poder y centralidad pública de nuestra disciplina en estos tiempos.

En la Argentina, hay reclamos dentro del propio campo por una identificación mayor del historiador con las luchas sociales y los sujetos colectivos de distinta índole, así como por una participación mayor en la formulación de interpretaciones fuertes del pasado que sirvan para confrontar relatos en el espacio público. Más allá de nuestras fronteras, por su parte, se hacen visibles otras búsquedas, también vinculadas con el lugar de la historia y del hacer historia. Así, es posible considerar en ese marco la gran movida historiográfica de la última década en pos de una historia global con sus diversas variantes. A pesar de sus diferencias, todas ellas tienen un denominador común: la crítica a las historias nacionales, que focalizan su mirada dentro de las fronteras de cada país o de otros espacios sociopolíticos o culturales específicos. Proponen, en cambio, una redefinición de los marcos y escalas espaciales de indagación, movimiento que de alguna manera se vincula con la necesidad de estar a tono con los procesos de globalización presentes y de convertir a la historia en un saber “útil” para estos tiempos. Entre nosotros hemos discutido poco y nada este tema, que en general miramos con desconfianza, pero que merece un análisis a fondo que busque trascender la moda y entender, en cambio, porqué ha surgido y ha tenido gran éxito este planteo y cuáles son sus alcances y sus límites.

En paralelo con este reclamo, hace poco se difundió un segundo clamor: mientras el primero pone el foco en la escala espacial, este segundo refiere a la escala temporal para exigir volver a los tiempos largos. The History Manifesto, dado a conocer el año pasado y escrito por David Armitage de Harvard y Jo Guldi, de Brown, en los Estados Unidos, se lamenta por la pérdida de lugar de la historia en las sociedades contemporáneas, por su ausencia total en la formulación de políticas públicas y por su incapacidad para incidir sobre los procesos decisorios; acusa a la disciplina de regodearse con las particularidades y los tiempos cortos, y lanza un llamado a retomar la longue durée braudeliana bajo nuevos términos. Esta propuesta circuló rápidamente en el Norte y desató una cadena de reacciones, de fuertes adhesiones y también de críticas. Pero en cualquier caso, es sintomática de un malestar, de una insatisfacción frente a los consensos débiles de finales del siglo pasado y de las nuevas búsquedas que a veces parecen un tanto absurdas, pero que merecen analizarse, discutirse, pensarse.

Habría mucha más tela para cortar, pero esto ya se hizo muy largo. No quiero terminar, sin embargo, sin antes hacer referencia a lo que considero un núcleo duro y para mí irrenunciable de mi compromiso con la historia, que precede o está más allá de los debates más o menos circunstanciales, más o menos sustantivos sobre la profesión, su “utilidad” en el presente, su funcionalidad frente a cualquier proyecto político o ideológico. Y lo hago a través de una cita de la historiadora medievalista Gabrielle Spiegel de 1990:

El núcleo ético del compromiso profesional del historiador ha sido siempre la creencia en que su labor ardua, con frecuencia tediosa, produce cierto conocimiento auténtico de lo “otro” muerto, un conocimiento que se admite está moldeado por las percepciones del historiador y sus sesgos, pero que mantiene cierto grado de autonomía… Esta creencia en la irreductible alteridad del pasado confiere a la historia su función específica, que es la de recuperar esa alteridad…

Me identifico con esta cita; indudablemente, soy hija de mi tiempo.

1.

Historiadora egresada de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y doctorada en la Universidad de Londres. Es investigadora superior del CONICET en el Programa PEHESA del Instituto Ravignani; fue profesora titular de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y profesora e investigadora invitada en instituciones académicas del país y del extranjero. Es vicepresidenta del Comité Internacional de Ciencias Históricas (CISH) y miembro de la Asociación Argentina de Investigadores en Historia (AsAIH). Recibió el premio Humboldt a la investigación en 2012.