¿Qué hacemos con Carl Schmitt?
Kervégan,
Jean-François
Madrid, Escolar y mayo
2013, 226 pp.
ISBN
978-84-16020-03-4
Por Gonzalo Ricci Cernadas1
¿Qué hacemos con Carl Schmitt?, de Jean-François Kervégan, viene a aportar nuevas brisas a cuenta de continuar problematizando un autor tan esencialmente polémico como es el intelectual de Plettenberg. Esto lo realiza Kervégan no centrándose únicamente en la producción teórica de Carl Schmitt, ni tampoco privilegiando en forma unilateral sus particulares situaciones biográficas, sino más bien recalcando esa una ligazón inextricable entre (y en palabras de Kervégan) las “exigencias intelectuales” y las “exigencias políticas y morales” que demanda el escritor. En esta presente obra, que no se encuentra disponible en nuestro país, las premisas se encuentran planteadas de esta manera. Así, desde el Prólogo la cuestión se vuelve insoslayable: la relación de Schmitt con el nazismo. Este tópico se inserta en un debate cuantioso e ingente, entre los que destacan el trabajo de una variedad de comentaristas, como los españoles Carmelo Jiménez Segado, Montserrat Herrero y José Estévez Araujo, los franceses Alain de Benoist y Yves C. Zarka, los italianos Carlo Galli y Giuseppe Duso, los anglosajones Ellen Kennedy, Joseph W. Bendersky, Paul Piccone, Georg Schwab, William E. Scheuerman, Gary L. Ulmen y David Dyzenhaus, los alemanes Heinrich Meier y Franz Neumann, y, en nuestro país, a Jorge E. Dotti muy especialmente.
La primera parte del libro, entonces, busca presentar sucintamente algunos datos biográficos del alemán con el fin de contextualizar su producción bibliográfica. Por medio de ello, Kervégan puede insertarse de lleno en la discusión todavía vigente sobre la consideración de la obra schmittiana en su conjunto. Por un lado, destaca una hipótesis continuista, que afirma que no hay disrupción alguna en sus escritos y que su adhesión al nacionalsocialismo impregna toda su obra, aún desde su comienzo y en sus postulados decisionistas. Por otro lado, y en las antípodas de la anterior, se avizora una hipótesis de paréntesis, que caracteriza su adscripción al régimen nazi con una impronta más relativizadora, aislando este período que va de 1933 a 1945 como una etapa radicalmente ajena al resto de su producción teórica. Para Kervégan, pues, escoger excluyentemente por alguna de las dos sería un acto anodino: sepultar una en pos de la otra constituiría una alternativa para nada gratuita, escamoteando precisamente el interés suscitado por estas ambigüedades que salen a la superficie. Ante esta dicotomía, Kervégan apuesta por enfrentar a Schmitt contra Schmitt, exponiendo y tensando sus contradicciones y sus disonancias. Se propugna, entonces, “partir de Carl Schmitt”, tanto porque es “a partir de él como podemos tratar de formular ciertos problemas cuyas soluciones nos contentamos habitualmente con declinar” (Kervégan, 2013: 64. Cursivas del original), como porque también es menester “despedirse de él, pero desde una posición ganada en parte gracias a él” (Ibíd.: 66). En suma, se intenta “aprender de Carl Schmitt a plantear preguntas incómodas y alejarse de él cuando ya no puede ayudarnos a pensar de forma innovadora” (Ibíd.: 66). En la segunda parte del libro, Kervégan se plantea esta tarea en torno a cinco cuestiones a las que Schmitt concedió un lugar insigne dentro de su pensamiento.
El primer tópico destacado es la teología. Es al declararse Schmitt mismo como jurista, y no como teólogo, que puede dar cuenta de este fenómeno que viene aconteciendo desde el siglo XVI hasta la actualidad, una progresiva neutralización de los conceptos de ideas que organizaban las particiones entre lo político y lo no político, y que tiene por síntoma la pérdida del valor de la teología de su discurso último legitimador, coronado con el moderno reinado indiscutible de la técnica y del Estado total (su contracara política). Pero aún más, en nuestra contemporaneidad, tan marcada por el declive del Estado y de la “estatalidad”, son sólo los juristas y los científicos, el Ius publicum europaeum, los representantes del orden y racionalidad occidentales. Así, la teología es un factor de guerra civil o desorden, ya nada podría devolverle el papel que otrora era suyo: Schmitt, entonces, como adversario de las implicaciones políticas de la teología. Pero Schmitt también se autocalifica como “teólogo de la ciencia del derecho”, pero no para preconizar sin prurito el positivismo imperante, sino para recuperar el motor de lo político con el objeto de apelar, en situaciones acuciantes, a la legitimidad superior, separada de la norma, que la historia le confiere: el jurista se vuelve katechon.2
La normatividad es el siguiente tema presentado. Precisamente, la crítica hacia el normativismo, encarnado en la figura de Hans Kelsen, fue una constante en gran parte del trabajo de Schmitt. Y para realizar un contrapunto entre ambos autores, Kervégan divide el apartado en dos decisionismos: un primer decisionismo débil, identificable en un joven Schmitt, que tiene como eje principal su tesis de habilitación Ley y juicio (1912) abocada al derecho judicial, donde si bien se coincide con Kelsen en tanto ambos pensadores intentan resguardar la consistencia y completitud del orden jurídico, Schmitt rechaza la hipótesis de un orden normativo universal al que todo puede ser subsumido y desprovisto de lagunas, enfatizando en cambio el momento aleatorio de la hermenéutica y de la decisión que lleva ínsito: en última instancia, el carácter fundante de la decisión. Luego, en un segundo momento, un decisionismo fuerte, ubicado ya a partir de La dictadura (1921), donde Hobbes aparece como representante máximo de esta corriente, y que le habilitaría a Schmitt criticar la normativista consideración de la idea del derecho como capaz de efectuarse a sí misma, la oclusión de la existencia de la excepción, y la jerarquía piramidal del orden normativo. Empero, para Kervégan, rescatar el momento de la fundación de un orden en el elemento decisionista no debe por ello dimanar en una acción o política pura libre de derecho, para evitar esto sería necesario no desechar sin más los argumentos esgrimidos por Kelsen.
En relación con el próximo tópico problematizado por Kervégan, la legitimidad, aparece un Schmitt que, a pesar de continuar la tarea de Max Weber, se aparta de él en la medida en que rechaza una de sus postulaciones: en el pensamiento de Weber la legitimidad se reduce a la legalidad, lo que constituye un fenómeno antonomástico del Estado de Derecho. Si este Estado parlamentario se encuentra, a ojos de Schmitt, en crisis, entonces lo que él busca hacer es allanar el camino para las alternativas al modelo legislador. Con este objeto es que desarrolla una conceptualización de la legitimidad en términos de norma inmanente y principio de autocorrección de una legalidad. Subtiende a ello una legitimidad democrática a la luz de un concepto positivo de Constitución, esto es, relativo a la decisión del conjunto sobre la forma y tipo de la unidad política. Pero bajo este decisionismo la noción de legitimidad parecería volverse un tanto sospechosa: el orden constitucional depende de una decisión existencial y su legitimidad prescinde de cualquier justificación extraída de una norma ética o jurídica. De cualquier manera, allende las complicaciones que puedan manifestarse, es menester destacar las reflexiones de Schmitt, según Kervégan más actuales que nunca en este momento, sobre ese plus de poder que significa el acceso al poder por medios legales, como así también la suplantación de la ley por decretos u ordenanzas, hecho patente de un pasaje del Estado parlamentario hacia otro administrativo.
El consecutivo apartado sobre política no se aleja de lo recién mencionado. Es menester aclarar ciertos prolegómenos: si admitimos que lo político no tiene sustancia, y que toda relación se vuelve tal al alcanzar su máximo grado de disociación, entonces, antes que optar por una postura que inscribe el conflicto en la propia naturaleza humana, antropológicamente pesimista, sería mucho más conveniente, nos dice Kervégan, concebir lo político como energético, como puro grado de intensidad, dinámico, donde un dominio se hace más político en tanto se acerca a la intensa distinción de amigo-enemigo. A la pregunta “¿Puede entonces utilizarse esta schmittiana reflexión sobre lo político con plena actualidad y sin dimanar exclusivamente en consideraciones nazis?” podría respondérsele por la afirmativa. Primero, retomando las recientes elucidaciones: si el normativismo busca opacar este momento político del derecho, el poder constituyente y una concepción positiva de constitución le sirve a Schmitt para afirmar que una Constitución nace de decisiones políticas fundamentales, pudiendo aseverar a la postre que lo político “es ese gesto que está en condiciones de instaurar derecho, de hacer una norma. Lo político es el acto de institución siempre revocable de lo jurídico, y no su otro o su ‘entorno’” (Kervégan, 2014: 165. Cursivas del original). Segundo, la separación entre lo político y lo estatal también habilitaría a pensar las coetáneas políticas postestatales: el pronóstico de una guerra civil mundial, o mejor, el advenimiento del terrorismo, paso límite por lo cual se abole lo político, amenaza que se cierne desde los intentos de totalización de la política.
Bajo esta luz, asoma que la cuestión de la unidad política del mundo debe interpretarse en términos de un pluriverso; a este punto aboca el último apartado intitulado “Mundo”. Una unidad indefectible y definitiva del mundo se subordinaría a un punto de vista técnico o tecnocrático. ¿De qué otra forma entender no sólo los esfuerzos universalistas y moralistas (a lo que se le suma la criminalización del enemigo) que Schmitt denuncia en la Sociedad de las Naciones sino también el diagnóstico no tan lejano de Francis Fukuyama sobre el triunfo indesahuciable de la democracia occidental? Pero de la misma manera, el Estado soberano tal y como se lo ha conocido se encuentra en franca retirada: en este sentido, hacia fines de 1930, Schmitt comienza a marcar la sustitución del Estado por el imperio, conceptualizando para ello la teoría del gran espacio: no ya un Estado de fronteras cerradas, con su concomitante derecho internacional, todo ello producto de la revolución territorial que el descubrimiento del continente americano supuso, sino que, a la luz de una novísima revolución espacial, el surgimiento de la problemática del Grossraum. En efecto, ¿cuál sería el nuevo nomos? En el parecer de Kervégan, Schmitt se inclinaría por la coexistencia de grandes bloques independientes de poder en equilibrio, prolongación de la ya esbozada teoría del gran espacio multidimensional, y que no se deja llevar fácilmente por una reduccionista antítesis técnica.
Es en este sendero de reflexiones sobre el dilecto pensamiento de Schmitt que Kervégan pretende mostrar las tensiones que aparecen en su obra, sus contradicciones, y también su permanente actualidad. O, para decirlo con otras palabras: ¿De qué sirve convocar a esta figura, tan externa como hostil al basamento de muchas de nuestras preguntas? ¿Qué nos puede aportar Schmitt a la hora de pensar y analizar el mundo y la realidad actual? El plantear preguntas innovadoras y peligrosas, el brindar luces distintas bajo las cuales problematizar cuestiones que aquejan, en esto consiste el “partir de Carl Schmitt”. Y Kervégan ciertamente logra hacer del ejercicio teórico de este pensador algo imperecedero.
Recibido: 14/3/2016
Aceptado: 01/6/2016
Licenciado en Ciencia Política por la Universidad de Buenos Aires. gon-za-92@hotmail.com
Este término, usado por el apóstol San Pablo en su segunda epístola a los Tesalonicenses (versículos 6 y 7), es retomado por Schmitt para referirse a las figuras y tipos de retenedores y temporizadores de la historia mundial. Katechon es entonces quien reprime, quien evita el advenimiento del fin apocalíptico de los tiempos y la venida del Anticristo.